5

La reconstrucción de Palanthas

«Palanthas, ciudad legendaria por su belleza. Una ciudad que ha vuelto la espalda al mundo y se contempla, admirada, en su propio espejo».

¿Quién la había descrito en estos términos? Kitiara, sentada a lomos de su reptil azul, volaba por los alrededores de las murallas zambullida en estas meditaciones. Quizá fue Ariakas, el fallecido y apenas llorado Señor del Dragón. El tono pretencioso de la frase concordaba con su personalidad, si bien Kit debía admitir que no se equivocó en su juicio sobre los palanthianos. Tanto les espantó la inminente destrucción de su amada urbe que negociaron una paz independiente con los dignatarios enemigos y, hasta poco antes del fin de la guerra —cuando quedó patente que no tenían nada que perder—, no se unieron a los otros grupos a fin de combatir el enorme poder de la Reina Oscura. Y aun entonces su pacto estuvo presidido por la reticencia.

Merced al heroico sacrificio de los Caballeros de Solamnia, la ciudad de Palanthas se libró de la devastación a la que habían sucumbido otros núcleos tales como Solace y Tarsis. Kit, que surcaba el aire tan cerca de los muros que una flecha hostil habría podido alcanzarla, esbozó una mueca burlona. Una vez más la hermosa urbe se había complacido en sí misma, aprovechando la ola de prosperidad para realzar su legendario embrujo.

Mientras continuaba pensando en el mágico lugar y sus habitantes, Kitiara estalló en una sonora carcajada al ver el ajetreo que su proximidad provocaba en parapetos y almenas. Habían transcurrido dos años desde que el último Dragón Azul sobrevolara las altas torres y Kit todavía podía describir el caos y el pánico de entonces. En el sereno ambiente nocturno oyó un vago redoble de tambores y la inequívoca llamada de los clarines.

También en los tímpanos de Skie, su Dragón, retumbó el reclamo. La sangre se agolpó en su cerebro frente a aquellos heraldos de guerra, inyectando sus ojos, y giró la cabeza hacia Kitiara para rogarle que entrase en acción.

—No, mi leal compañero—dijo la dignataria mientras lo apaciguaba mediante suaves palmadas en la testuz—. Aún no es el momento pero si tenemos suerte no tardará en llegar. ¡Te prometo que muy pronto dominaremos Krynn!

No le quedó al reptil otra alternativa que conformarse con tan esperanzadoras palabras. No obstante, obtuvo cierta satisfacción al lanzar un relámpago ígneo por sus ominosas mandíbulas y ennegrecer la pétrea muralla, antes de levantar el vuelo a toda velocidad para colocarse fuera del radio de alcance de un posible proyectil. Cuando lo vieron planear, las tropas allí apostadas se diseminaron como hormigas indefensas, abrumadas por las oleadas de pánico que siempre destilaban las figuras de los dragones.

Kitiara no se inmutó, y continuó acomodada en su montura. Nadie osaría tocarla; existía una tregua de paz entre sus huestes de Sanction y los palanthianos, si bien algunos Caballeros de Solamnia trataban de persuadir a los pueblos libres de Ansalon para que se unieran y atacaran aquella ciudad, donde la cabecilla de los ejércitos del Mal se había retirado después de la guerra. Poco le importaban estos instigadores a la Señora del Dragón, ya que los palanthianos no se dejarían arrastrar y ella lo sabía. El conflicto había terminado, la amenaza no pesaba ya sobre sus cabezas.

—Cada día que pasa crecen mi fuerza y mi poder —advirtió Kit a quienes pudieran escucharla, aunque en realidad lo que pretendía era reconocer la urbe y almacenar datos para utilizarlos en un futuro no muy lejano.

Palanthas estaba configurada como una rueda. Los edificios importantes —el palacio del primer mandatario, las dependencias gubernamentales y las antiguas mansiones de los nobles— se erguían en su centro, y la ciudad entera giraba en torno a este eje en círculos que se ampliaban de manera progresiva. En segundo plano se hallaban las casas de los más acaudalados miembros de las asociaciones gremiales —los nuevos ricos— y las residencias estivales de los habitantes que vivían al otro lado de las murallas. También se distinguía en esta zona algunos centros culturales, incluida la Gran Biblioteca, mientras que la sección lindante con la parte moderna estaba formada por el mercado y los comercios de todo tipo.

Ocho avenidas partían del núcleo de la ciudad vieja, a guisa de radios de la rueda. Las jalonaban hileras de árboles, vetustos ejemplares cuyas hojas exhibían durante todo el año los tintes del oro. Estas ramblas conducían a las puertas de la antigua muralla. La octava avenida, la septentrional, moría en el puerto.

En torno al pétreo recinto que en otro tiempo cercara el burgo, protegiéndolo de los embates enemigos, Kitiara vio la ciudad nueva y comprobó que, al elevarla, se había respetado el diseño circular de la primitiva. La única diferencia ostensible consistía en que aquí no había muralla, tras acordar los gobernantes que un nuevo perímetro de roca desequilibraría la armonía general.

La Señora del Dragón sonrió, insensible a la belleza de la ciudad. Los árboles y su colorido nada significaban para ella, y al contemplar las cegadoras refulgencias de las siete puertas no se le hizo ningún nudo en la garganta. O quizás uno muy pequeño, que deshicieron sus propios suspiros mientras recapacitaba sobre lo fácil que resultaría asaltarlas.

Otras dos edificaciones capturaron su interés. La primera era un templo dedicado a Paladine, que estaba en proceso de construcción. En cuanto a la otra, era su punto de destino y no pudo por menos que posar en ella una meditabunda mirada.

Tan vivo era el contraste que ofrecía respecto a las feéricas estructuras que la rodeaban, que incluso la fría Kitiara sufrió una leve perturbación. Emergiendo de entre las sombras circundantes como una falange deforme, objeto de negrura y torturada fealdad, parecía aún más espeluznante por haber sido en un tiempo el orgullo de Palanthas, su más esplendorosa gema: la Torre de la Alta Hechicería.

Estaba sumida en la penumbra de día y de noche ya que la guardaba un bosque de enormes robles, los árboles más altos de Krynn al decir de los sobrecogidos viajeros que tenían ocasión de verlos. En cualquier caso, nadie podía aseverarlo con absoluta certeza dado que no había en todo el continente un solo mortal, ni aun los temerarios kenders, capaz de aventurarse en su portentosa espesura.

—El Robledal de Shoikan —murmuró Kitiara a un compañero invisible—. Nadie se atrevía a internarse en él hasta que llegó el Amo del Pasado y del Presente.

Si pronució estas últimas palabras con una mueca burlona, un ligero temblor la diluyó de sus labios cuando Skie comenzó a trazar círculos en torno a la mancha de tinieblas para buscar un buen lugar de aterrizaje.

El Dragón Azul se posó en una de las calles abandonadas que desembocaban en el Robledal de Shoikan. Kit le había instado por todos los medios imaginables, desde el incentivo hasta la amenaza, a sobrevolar el bosque y detenerse en la misma Torre pero, aunque habría derramado su sangre por defender a la dama sin un instante de vacilación, Skie rehusó complacerla. No podía ser de otro modo, también los dragones recibían el influjo de aquel cerco diabólico de guardianes arbóreos.

El reptil lanzó una mirada furibunda, preñada de odio, a la espesura a la vez que sus nerviosas garras arañaban el empedrado. Le habría gustado impedir que su dueña entrase en el recinto, mas la conocía bien y sabía que, una vez tomada la decisión, no renunciaría por nada del mundo a ponerla en práctica. Tuvo pues que resignarse a doblar las correosas alas sobre su cuerpo y permanecer inmóvil en medio de aquella ciudad singular, ensimismado en antiguos recuerdos que le traían imágenes de llamas, humo y muerte.

Kitiara desmontó despacio de su silla. Solinari, la luna plateada, se asemejaba a la cabeza blanquecina de un decapitado que flotara en el firmamento y Lunitari, el astro rojo, apenas había iniciado su ronda celeste y oscilaba en el horizonte como el pabilo de una vela a punto de extinguirse. La débil luz de ambos satélites se reflejaba en la armadura de escamas de dragón de la dignataria, tornándola de un fantasmal color azulado.

La recién llegada estudió el Robledal, dio un paso en su dirección y se detuvo de repente. Oía a su espalda el crujido de las alas de Skie, que le transmitían un consejo inarticulado: «Huyamos de este lugar siniestro, mi dueña. ¡Vayámonos ahora que aún nos quedan energías para hacerlo!». Ella, atenta a la advertencia, tragó saliva. Sentía la lengua reseca e hinchada, los músculos de su abdomen se habían agarrotado dolorosamente. Poblaron su mente las escenas casi olvidadas de su primera batalla, de un día ya remoto en que se enfrentó a un enemigo y comprendió que, si no le mataba, sucumbiría sin remedio. Venció entonces gracias a un hábil sesgo de su espada. ¿Qué ocurriría ahora?

—He recorrido numerosos parajes lóbregos en este mundo —susurró a su espectral acompañante— y nunca conocí el miedo. Pero, por mucho que razone, no logro hacer acopio de valor para internarme en éste.

—Limítate a blandir en tu palma la joya que él te dio —ordenó el interpelado, materializándose al fin en la noche—. Los guardianes del bosque quedarán inermes frente a su poder.

Kitiara espió el denso cerco de árboles. Sus vastas ramas se proyectaban en todos los sentidos y, al entrelazarse, obstaculizaban el paso de los haces lunares por la noche y los rayos del sol durante el día. Alrededor de sus raíces se desplegaba un manto de negrura que cubría, como una aureola, todo el Robledal, tan herméticamente que ni la más suave brisa ni una tormenta desencadenada agitarían las hojas de esos árboles. Afirmaba la leyenda que en los terribles días anteriores al Cataclismo, cuando vendavales y aguaceros sin parangón en la historia de Krynn azotaron el territorio, los inanimados pobladores del bosque de Shoikan fueron los únicos que no se doblegaron a la cólera de los dioses.

Pero, más estremecedor todavía que su perenne oscuridad, era el eco de vida imperecedera que palpitaba en sus entrañas. Vida eterna, tormento y penurias sin fin.

—Mi inteligencia quiere acatar tus sabias instrucciones —respondió Kit temblorosa—, mas mi corazón no puede seguirlas, Soth.

—En tal caso debes regresar —le indicó el Caballero de la Muerte, encogiéndose de hombros—. Demuestra a esa criatura que la más poderosa Señora del Dragón de este continente es una cobarde.

La dignataria miró a Soth a través de las rendijas de su yelmo y, al hacerlo, sus ojos castaños destellaron a la vez que su mano se cerraba, en un espasmo incontenible, sobre la empuñadura de la espada. El ente del más allá mantuvo erguido el rostro, donde las llamas anaranjadas que solían oscilar en las vacías cuencas oculares ardían ahora con toda la intensidad del desdén. Y si él la menospreciaba, ¿cuál no había de ser el sentimiento que leería en los dorados relojes de arena del mago? Sus pupilas no denotarían tan sólo burla, sino la altivez exultante del triunfo.

Comprimiendo los labios, Kitiara tanteó una cadena ceñida a su cuello de la que pendía el Talismán enviado por Raistlin. La sujetó con fuerza, dio un tirón y la partió en dos. Acto seguido, enarboló la alhaja en su mano enguantada.

Negra como la sangre de un dragón, fría al tacto, la piedra irradiaba además un helor paralizante susceptible de traspasar cualquier prenda de abrigo. Opaca, carente de vistosidad, yacía semioculta en la palma de quien tenía el privilegio de portarla.

—¿Cómo van a percibirla los guardianes? —inquirió la humana tras varios intentos infructuosos de exponerla a la luz de las lunas—. No brilla, no centellean sus cantos. Se diría que transporto un carbón apagado.

—El astro que se refleja en este objeto mágico permanece inmune a tu observación y a la de todos los seres vivientes, salvo a la de aquellos que le rinden culto —explicó Soth—. A ellos y a los muertos que, como yo, han sido condenados a errar eternamente. Te aseguro que para nosotros refulge más aún que la luz diurna en el cielo. Sostenla en lo alto, mi bella dama, y camina. Los custodios del bosque no te detendrán. Quítate el yelmo, de tal manera que puedan contemplar tu cara y distinguir en tus ojos el reverberar de su resplandor.

Kit titubeó unos momentos antes de desprenderse de su peculiar casco, rematado por un par de cuernos en la parte superior, mientras la humillante risa de Raistlin resonaba en su cerebro. Irguió la espalda, al acecho de cualquier imprevisto. Ni una brizna de viento acariciaba sus rizos azabache, y reinaba una calma mortífera que hizo brotar de sus sienes heladas gotas de sudor. Oyó tras ella, mientras se secaba con el guante el molesto chorreo, los gemidos de su Dragón, unos gorgoteos de angustia que nunca había detectado antes en Skie. No lograba decidirse, la mano de la alhaja acusaba de manera ostensible las alteraciones de su pulso.

—Se alimentan del miedo, Kitiara —la reprendió el espectro—. Levanta la piedra para que vean su luz reflejada en tus pupilas, y procura sosegarte.

Demuéstrale que eres una cobarde. Con esta frase atronando en todos los pliegues de su mente aferró la gema, aunque sin esconderla a las miradas de los enigmáticos guardianes, y se internó en el Robledal de Shoikan.

Descendió la oscuridad, envolviendo tan repentinamente a la dignataria que, durante unos espantosos segundos, tuvo la impresión de haberse quedado ciega. Sólo los flamígeros ojos de Soth, que persistían en danzar incandecentes en su faz translúcida, le proporcionaban un mínimo alivio en su zozobra. Hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma, para neutralizar la debilidad azuzada por el pánico, y fue entonces cuando vislumbró por vez primera un fulgor en la joya. En nada se asemejaba a las luces que solía ver en su vida cotidiana, ni siquiera iluminaba su entorno de tal suerte que, bajo su halo, pudiera distinguir a los entes que anidaban en la noche de las tinieblas mismas.

Fortalecida por las virtudes del Talismán, Kitiara comenzó a serenarse. Los troncos de los árboles se perfilaban frente a ella, y a sus pies se formó una senda. Discurría ésta, similar a un río nocturno, hacia el interior del bosque, y por un instante creyó deslizarse en su etérea corriente sin necesidad de utilizar las piernas.

Fascinada, contempló como toda ella era arrastrada a merced de la acuática senda. El Robledal había tratado de impedirle el acceso a aquel mundo fantasmal pero, una vez traspasados sus límites, se diría que pretendía succionar su ser.

Semejante perspectiva le produjo un escalofrío, y luchó a la desesperada para recuperar el control de su cuerpo. Venció o, al menos, así lo creyó. Cesó todo movimiento pero, ahora, no atinaba sino a temblar indefensa en la negrura, convulsionada por espasmos de miedo. Las ramas crujían sobre su cabeza con unos chasquidos que más parecían risas aviesas, y las hojas fustigaban su faz. Su reacción instintiva fue rechazarlas pero, cuando se disponía a hacerlo, se interrumpió. El contacto de su superficie, aunque gélido, no resultaba desagradable. Se le antojó una suave caricia, casi un saludo respetuoso. Los habitantes de la espesura la habían reconocido, intuían que luchaban en una causa común. Al comprenderlo así, Kit recobró el dominio de sí misma y alzó la cabeza a fin de estudiar el camino.

No fluía hacia las entrañas del Robledal, aquello fue una alucinación nacida de su propio terror. ¡Eran los árboles los que se desplazaban, apartándose para franquearle el paso! Recuperada la confianza, echó a andar por la senda y hasta dirigió una mirada de triunfo al caballero espectral, que avanzaba tras ella. Sin embargo, Soth no le prestó atención.

—Debe estar comunicándose con los espíritus hermanos —se dijo para sus adentros con una risa que, de pronto, se difuminó en un desgarrado grito.

Algo o alquien le atenazaba el tobillo. Un frío que congelaba los huesos se extendía por todo su ser y le paralizaba nervios y músculos, solidificando su sangre. El dolor era insoportable, profería alaridos agónicos que no la permitían pensar con cordura. En un gesto instintivo bajó los ojos hacia su enemigo y descubrió qué era… ¡una mano cenicienta! Surgida de la tierra, había cerrado sus huesudos dedos en torno a su pierna y absorbía su energía, el calor que alimenta cualquier manifestación de vida. Aterrorizada, vio que su pie empezaba a hundirse en el rezumante suelo.

De nuevo el pánico hizo presa en la Señora del Dragón. Propinaba frenéticos puntapiés a la garra, destinados a obligarla a soltar su maltrecho tobillo, pero el fantasmal atacante no cedía. Y, lo que aún le causó mayor espanto, otra mano brotó del camino y estrujó su píe libre en idéntico punto. Entre enloquecidas voces, Kitiara perdió el equilibrio y cayó en una postura forzada.

—¡Sostén la joya! —le urgió Soth con su tono de ultratumba—. Sin su protección serás arrastrada a las profundidades.

Kitiara, obediente al mandato del caballero, apretó los dedos en torno a la gema mientras se debatía y retorcía en un desordenado intento de escapar a los macilentos garfios que, poco a poco, la atraían hacia la tumba.

—¡Ayúdame! —suplicó, buscando a su fantasmal amigo con ojos desorbitados.

—No puedo —respondió él desolado—. Mi magia no surtiría efecto, Kitiara, sólo tu propia fuerza de voluntad es capaz de salvarte. Recuerda la alhaja.

La Dama Oscura, como la llamaron en otro tiempo, enmudeció. Durante unos minutos se agitó a merced de unos terribles escalofríos, como si sus adversarios la hubieran vencido, mas no tardó en flagelarla el azote de la ira. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?», pensó al percibir, de nuevo, un par de iris dorados que se deleitaban en la contemplación de su tortura. Este acceso de cólera tuvo la virtud de derretir el hielo, de sofocar el pánico en su flamígero ardor. La invadió la calma, y comprendió lo que debía hacer. Se sacudió sin prisa el polvo de los ropajes y, con gesto frío y deliberado, acercó la joya a una de las esqueléticas manos rozando su putrefacta carne. Aún temblaba, pero la serenidad se impuso y ni siquiera se alteró cuando una maldición resonó en las simas del abismo. La repugnante mano se encogió, abrasada por un fuego invisible, y aflojó su presión sobre el tobillo de Kitiara para zambullirse en su subterránea morada.

Una vez hubieron desaparecido las rugosas yemas entre las hojas secas del borde de la senda, Kitiara aplicó el Talismán a la otra mano que la aprisionaba. También ésta se desvaneció, absorbida por la negrura. Al sentirse libre, la Señora del Dragón se levantó y estudió su entorno con la gema enarbolada a modo de estandarte.

—¿Veis este objeto, criaturas condenadas a vivir después de la muerte? —las desafió con un timbre agudo, casi chillón—. No me detendréis. ¡Pasaré sin que me toquéis! ¿Me habéis oído bien? Franquearé cualquier obstáculo que oséis oponerme.

No hubo respuesta. Las ramas dejaron de crujir, las hojas ocuparon su lánguida posición sujetas a sus tallos. Tras guardar unos minutos más de silencio Kit echó a andar por el sendero, reanudando así su azarosa marcha nocturna. No se desprendió de la alhaja, que le confería cierta seguridad, si bien no pudo sustraerse a imprecar entre dientes a quien se la había enviado. Era consciente de la proximidad de Soth, que se hizo aún más patente cuando él declaró en un siseo:

—Como en tantas otras ocasiones, Kitiara, has despertado mi admiración.

Ella no contestó, atenta al vacío que había dejado la ira en su estómago y que, de manera casi insensible, volvía a colmarse de horror. No quería correr el riesgo de hablar y delatar su creciente aprensión, así que siguió adelante con la mirada puesta en aquel camino que discurría en pos de la nada. A su alrededor se dibujaban decenas de dedos que se abrían paso en el subsuelo en busca de carne viva, aborrecible y deseada al mismo tiempo. Unos rostros pálidos, nebulosos, la espiaban desde los árboles, flanqueados por entes informes que revoloteaban en el frío ambiente y lo infestaban de un hedor rebosante de muerte y podredumbre.

Pero, aunque el guante que portaba la gema sufría leves vibraciones, no flaqueó en su amenazadora postura. Los dedos descarnados nada pudieron para ahuyentar a su dueña, las máscaras del más allá reclamaron en vano la tibia sangre. Los robles, en lugar de obligarla a desistir de su propósito, se inclinaban uno tras otro ante ella en señal de respeto.

Al fin, donde moría el sendero, Kitiara distinguió la figura de Raistlin.

—¡Debería acabar contigo aquí mismo! —le espetó la dama al alcanzarlo, entumecidos los labios y con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.

—No sabría describir el placer que me produce verte de nuevo —repuso el hechicero con una sonrisa beatífica que sus facciones desmentían.

Era la primera vez en dos años que coincidían. Ahora que había abandonado las tinieblas del Robledal, Kitiara examinó a su hermano bajo la tenue luz de Solinari. Iba ataviado con una túnica de fino terciopelo azabache, cuyos pliegues descendían en una armoniosa cascada para cubrir su enteco cuerpo. Bordadas en círculo en torno a la capucha, unas runas argénteas revelaban al experto la magnitud del poder del mago. El símbolo más grande, situado en el centro, era un reloj de arena, réplica en mayor tamaño de los que refulgían en sus extraños ojos. A ambos lados de la runa central brotaban sendas hileras, también plateadas, que se perfilaban en los etéreos haces lunares y se prolongaban hasta los dobleces de las holgadas mangas. Descansaba el peso del hechicero en un legendario bastón, una vara terminada en una bola de cristal que sólo se iluminaba cuando Raistlin así lo ordenaba pero que, en aquellos momentos, se hallaba sumida en la penumbra, al amparo de las doradas garras de dragón que configuraban su puño.

—¡Debería matarte! —repitió Kit antes de lanzar una mirada de soslayo al Caballero de la Muerte, que parecía alimentarse de la negrura adyacente para tomar cuerpo. Los ojos de la dama no expresaban ninguna orden sino más bien una invitación, quizás un mudo desafío.

Rastlin esbozó una mueca que pocos gozaban del privilegio de estudiar. Sin embargo, su ambigüedad se perdió en las sombras de su capucha.

—Me alegro de conocerte, Soth —dijo a guisa de saludo. Había posado su vista en el espectro.

Kitiara se mordió el labio mientras los relojes de Raistlin escudriñaban la armadura del egregio fantasma. El tiempo no había logrado borrar los emblemas que adornaban el pectoral: la rosa, el martín pescador y la espada que distinguían a los Caballeros de Solamnia, si bien aparecían ennegrecidos, como si el metal hubiera ardido en un incendio.

—Miembro de la Orden de la Rosa —prosiguió el hechicero— que murió envuelto en llamas durante el Cataclismo, antes de que la maldición de la doncella elfa a la que agravió le condenara a emprender esta amarga vida de ultratumba.

—Ésa es mi historia —asintió Soth sin inmutarse ni sorprenderse—. Y tú eres Raistlin, Amo del Pasado y del Presente y criatura predestinada.

Se espiaban atentamente uno a otro, tan concentrados que habían olvidado a Kitiara quien, al percibir la mortífera batalla que ambos libraban, desechó su momentáneo enfurecimiento para volcar sus sentidos en el desenlace.

—Tu magia es poderosa —comentó Raistlin. Una suave brisa surgida de la noche mecía las ramas de los robles y acariciaba la túnica del hechicero.

—Sí —concedió Soth en un susurro—. Puedo matar con sólo pronunciar una palabra, o bien arrojar una bola de fuego sobre una legión de enemigos. Dirijo a unas tropas de guerreros espectrales que son capaces, a su vez, de destruir a través de un simple contacto. Elevo murallas de hielo que protegen a quienes sirvo, sé discernir lo invisible, los hechizos corrientes se revelan inútiles en mi presencia.

Raistlin inclinó la cabeza afirmativamente, y los pliegues de su capucha se agitaron en derredor de su sombrío semblante. Soth, por su parte, comenzó a avanzar en pos de aquella enjuta figura y se detuvo a escasos centímetros de su frágil cuerpo mientras Kitiara, muda espectadora, sentía cómo se aceleraba su respiración al contemplar tan poco halagüeña escena.

Entonces, en un cortés ademán, el sentenciado Caballero de Solamnia extendió la mano sobre la zona de su anatomía que un día albergó el corazón y declaró, dando al traste con todos los pronósticos de su compañera:

—Pero también reconozco a un superior y puedo ponerme a sus pies. —Kitiara no daba crédito a sus ojos, la reverencia de Soth la había dejado atónita. Tuvo que apretar los dientes para sofocar la exclamación que añoraba a sus labios.

Raistlin, intuyendo el tornado que la agitaba, desvió hacia ella sus áureos relojes de arena y le preguntó, en un tono revestido de sarcasmo:

—¿Decepcionada, mi querida hermana?

Pero la Dama Oscura sabía acomodarse a las cambiantes ráfagas del destino. Había reconocido el terreno enemigo y descubierto lo que quería averiguar, ahora podía reanudar la liza.

—Por supuesto que no —respondió, con una ambigua sonrisa de perversidad que sus pretendientes juzgaban irresistible—. Después de todo, lo único que me ha movido a venir a visitarte ha sido el deseo de verte. Hacía ya demasiado tiempo que no nos entrevistábamos. Tienes buen aspecto.

—Me encuentro en mi mejor momento —confirmó Raistlin y, avanzando unos pasos, rodeó el brazo de Kit con su huesuda mano de largos dedos. Ella se sobresaltó, pues la carne del mago bullía en un estado febril, pero se abstuvo de exteriorizar sus emociones al reparar en el interés con que él la observaba, presto a analizar la más mínima reacción.

—Lo cierto es que ha transcurrido algún tiempo desde la última ocasión en que se cruzaron nuestras vidas —dijo Raistlin para apoyar el comentario de su hermana—. Si no me falla la memoria, esta primavera se cumplirán dos años. —Su tono era coloquial, despreocupado, si bien no soltó el brazo de Kit y en su voz se adivinaba un acento burlón—. Fue en el Templo de la Reina de la Oscuridad, en la ciudad de Neraka, aquella noche fatídica cuando mi soberana sufrió la derrota definitiva y fue desterrada del mundo…

—Gracias a tu traición —intervino la dama a la vez que trataba, sin éxito, de desembarazarse de su molesta zarpa. Aunque era más alta y más fuerte que el frágil mago, capaz en apariencia de partirle en dos con las manos desnudas, apenas osaba moverse y satisfacer así su ferviente deseo de rechazar el contacto de sus dedos. Algo en él la subyugaba.

Raistlin se rio ante la acusación de Kitiara y, atrayéndola hacia sí, la guió hacia la verja de la Torre de la Alta Hechicería.

—Hablando de traiciones, querida hermana, ¿acaso no disfrutaste cuando utilicé mi magia para destruir el escudo de inmunidad de Ariakas y permití así que Tanis, el Semielfo, hundiera el filo de la espada en su cuerpo? ¿No te convertí con mi acto en la más poderosa entre los dignatarios de Krynn?

—¿De qué me sirvió ocupar el rango de Ariakas? —repuso ella con una voz que destilaba amargura—. Desde entonces no he hecho sino vivir casi como una prisionera en Sanction, en manos de esos infames Caballeros de Solamnia que gobiernan todo el territorio. Día y noche me guardan los Dragones Plateados, vigilando hasta mis movimientos más insignificantes. Y en cuanto a mis tropas, deambulan diseminadas por todo el país.

—Sin embargo, has llegado hasta aquí a pesar de tus cadenas —constató Raistlin—. ¿Te detuvieron los Dragones, se enteraron los Caballeros de tu partida?

Kitiara hizo un alto en la senda que conducía a la Torre para dirigir a su hermano una mirada inquisitiva.

—¿Ha sido obra tuya?

—¡Naturalmente! —El hechicero se encogió de hombros, sin acertar a entender cómo Kit no lo había supuesto de buen principio—. Pero ya discutiremos más tarde esas cuestiones —añadió, a la vez que reanudaba la marcha—. El Robledal de Shoikan desestabiliza los nervios del más ponderado, y además estoy seguro de que tienes hambre y frío. Debo confesarte —su tono era confidencial— que otra persona ha conseguido atravesar los lindes de esta espesura, aunque con mi ayuda, de modo que no has sido la primera. Y lo más sorprendente ha sido el coraje con que se ha enfrentado a la prueba. Sabía que tú, Kitiara, salvarías todos los escollos, si bien abrigaba mis dudas respecto a la sacerdotisa Crysania…

—¡Crysania! —repitió la Dama Oscura escandalizada—. ¡Una Hija Venerable de Paladine! ¿Y has dejado que se internara en tus dominios?

—No sólo eso, yo mismo la invité a visitarme —contestó el mago imperturbable—. Uní a mi ofrecimiento un talismán, por supuesto, ya que de lo contrario nunca habría tenido éxito en el empeño.

—Y ella aceptó —afirmó Kitiara, navegando en un mar de incertidumbre.

—Estuvo encantada.

Ahora fue él quien cesó de andar. Se hallaban frente a la entrada de la Torre de la Alta Hechicería y, gracias a la luz que brotaba de las antorchas encendidas junto a las ventanas, Kit vio con absoluta claridad el rostro de su acompañante. Tenía los labios retorcidos en una mueca y sus doradas pupilas brillaban frías, mortecinas, igual que el sol en invierno.

—Encantada —insistió Raistlin, y la dama prorrumpió en carcajadas.

Unas horas más tarde, después de que se pusieran las dos lunas tras el horizonte y cuando el alba se anunciaba tímida en la lejanía, Kitiara, con el ceño fruncido, estaba aún sentada en el estudio de su hermano con una copa de vino tinto en la mano.

La sala era confortable, o así lo parecía al contemplarla. Varias butacas afelpadas, de la mejor textura y construcción que cabe imaginar, se alzaban sobre unas alfombras de fina artesanía que sólo las personalidades más adineradas de Krynn se podían permitir el lujo de adquirir. Sus urdimbres, realizadas a partir de diseños de animales quiméricos y flores multicolores distribuidos con gusto exquisito, eran capaces de capturar la atención de quien las mirara y lo inducían a perderse durante horas en su belleza. Las mesas de madera tallada, no menos tentadoras, contribuían también a enriquecer el ambiente al igual que los adornos, singulares y hermosos o, acaso, singulares y fantasmagóricos.

Pero el elemento predominante era la inmensa colección de libros. Jalonaban los muros hondas hileras de estantes, de la misma madera que las mesas, repletos de centenares, quizá miles de volúmenes. En su mayoría presentaban una apariencia uniforme, por estar encuadernados en tela azul marino y decorados a base de runas argénteas. La estancia era cómoda mas, a pesar del fuego que chisporroteaba en la descomunal chimenea abierta en una de las paredes, flotaba en el aire un frío sobrenatural. Kitiara creyó advertir que procedía precisamente de los libros, si bien no tenía una certeza absoluta.

Soth se instaló lejos de las llamas, oculto en la penumbra. Kit no distinguía su contorno pero era tan consciente de su presencia como Raistlin, sentado frente a su hermanastra. El hechicero había elegido una silla de alto respaldo situada detrás de un gigantesco escritorio de madera negra, tallado con tal astucia que las criaturas que intervenían en su ornamentación parecían espiar a la dama.

Asaltada por leves pero molestos temblores, Kitiara apuró demasiado deprisa el contenido de su copa. Pese a estar acostumbrada al alcohol comenzaba a marearse y tal sensación la horrorizaba, ya que de sobra conocía su significado: estaba perdiendo el control. Irritada posó el cristalino recipiente en la bandeja, resuelta a no beber más.

—¡Tu plan es una locura! —reprochó a Raistlin. Disgustada por la inefable mirada que el hechicero había clavado en su persona, se levantó y continuó mientras recorría la amplia sala de uno a otro extremo—: Es una insensatez y una pérdida de tiempo. Con tu ayuda podríamos reinar en todo el continente de Ansalon. Y aún iré más lejos: si tú quisieras —se volvió de manera repentina, iluminado su rostro por un siniestro anhelo— dominaríamos el mundo entero. No necesitas el apoyo de Crysania ni el de nuestro tosco hermano.

—Dominar el mundo —repitió Raistlin en un quedo murmullo que contrastaba con sus ardorosas pupilas—. Me temo que no has comprendido una palabra, querida Kitiara, por eso me dispongo a explicártelo del modo más sencillo que sé.

También él se incorporó para, apoyando ambos puños en el escritorio, inclinarse hacia su hermanastra más sinuoso que una serpiente. La Dama Oscura, que se había detenido atenta a su reacción, sintió un escalofrío.

—¡El mundo nada me importa! —exclamó el hechicero—. Podría someterlo a mi yugo mañana mismo si me apeteciera, pero no es eso lo que ambiciono.

—No te interesa gobernar Krynn —farfulló ella a guisa de constatación, con acento sarcástico y encogiéndose de hombros—. En ese caso, sólo queda…

No concluyó. Casi se mordió la lengua cuando sus ojos se cruzaron con los de Raistlin, reveladores al fin de sus más secretos deseos. En las sombras de la habitación, las llamas anaranjadas que danzaban en las cuencas oculares del caballero espectral lanzaron destellos más vivos que el fuego.

—Se ha hecho la luz en tu mente —comentó el mago y, satisfecho, se sentó de nuevo—. La Hija Venerable de Paladine reviste una importancia capital en mis planes, como sin duda entenderás. Es el destino quien la trajo hasta mí en el momento en que mi viaje empezaba a tomar cuerpo en mi imaginación.

Kitiara no atinaba sino a contemplarlo aturdida, muda. Al cabo de un rato, no obstante, recobró el habla e indagó:

—¿Cómo sabes que te seguirá? ¡No le habrás contado la verdad!

—Tan sólo lo suficiente para plantar la semilla en su pecho. —Raistlin sonrió al evocar su encuentro, a la vez que se reclinaba en el asiento y se llevaba dos dedos a los labios—. No pecaré de inmodestia si digo que mi representación fue una de las más espléndidas de mi vida. Hablé a regañadientes, impelido por su bondad y pureza y, al surgir las sílabas entre titubeos y esputos sanguinolentos, ella pasó a pertenecerme. Sus sentimientos caritativos la arrastraron hasta perderla. Vendrá —aseveró, regresando con sobresalto al presente—. Y también aparecerá ese bufón que tenemos por hermano. Me servirá de manera irracional, atolondrada, pero así es como actúa siempre.

Kitiara extendió la mano sobre sus sienes, donde la sangre latía con violencia. El responsable no era ya el vino —había recobrado la sobriedad—, sino un sentimiento de furia y desánimo.

«¡Podría ayudarme! Es tan poderoso como se rumorea, o incluso más. ¿Por qué se habrá vuelto loco?», pensó fuera de sí.

De pronto, una voz que no había invitado resonó en los pliegues de su cerebro: «¿Y si su juicio se mantuviera intacto? ¿Y si su resolución de seguir hasta el final fuera lúcida e irrevocable?».

La dama pasó revista al plan del mago fríamente, enfocándolo desde todos los ángulos. Sus conclusiones la espantaron. Nunca saldría victorioso y, lo que era peor, existía la posibilidad de que la precipitase a ella al abismo.

Estas ideas se sucedieron en fugaces secuencias, sin que ninguna se reflejara en el rostro de la dignataria. Por el contrario, su sonrisa asumió un raro embrujo, un ambiguo encanto que en su día hizo que muchos de sus enamorados muriesen invocándola.

Quizás era éste el objeto de las meditaciones de Raistlin cuando le propuso, con ojos escrutadores:

—Vamos, hermana, únete por una vez al vencedor.

La convicción de Kitiara se agitó, a punto de desmoronarse. ¡Si se cumplían los designios de Raistlin sería glorioso! Krynn caería en sus manos, y tan halagüeña perspectiva la obligó casi a ceder.

Miró al mago. Veintiocho años atrás era un recién nacido débil y enfermizo, la triste contrafigura de su robusto gemelo.

—Dejadle morir o su existencia será un infierno —les recomendó la comadrona. Kit era entonces una adolescente, y se horrorizó al ver que su madre consentía entre sollozos.

Rehusó acatar tan cruel consejo. Algo que bullía en su interior la impulsó a enfrentarse a todos. ¡El niño viviría! Viviría porque ella así lo quería, y no aceptaría una negativa.

—La primera batalla que libré —solía contar orgullosa a los otros lugareños— fue una guerra encarnizada contra los dioses. ¡Y vencí!

Mientras estudiaba a su hermano, se confundían en su mente las imágenes del hombre y la del pequeño desamparado que fuera en sus inicios. De súbito, sin motivo aparente, le dio la espalda.

—Lo lamento pero debo partir —anunció, ajustándose los guantes—. ¿Te pondrás en contacto conmigo a tu regreso?

—Si salgo victorioso no será necesario —replicó el hechicero sin vehemencia ninguna—. Te enterarás de todos modos.

Kitiara profirió casi un comentario burlón, pero se contuvo a tiempo. Indicó a Soth con un leve ademán de cabeza que había llegado el momento y se dispuso a abandonar la estancia.

—Adiós, hermano. —Aunque conservó el control de sí misma, no logró reprimir un ribete de ira en su voz—. Es una lástima que no compartas mi deseo de disfrutar cuanto la vida puede ofrecernos de hermoso. ¡Juntos habríamos acometido grandes empresas!

—Adiós, Kitiara —se despidió a su vez el hechicero. Ordenó a las lóbregas criaturas consagradas a su servicio que mostrasen la salida a sus invitados sin despegar los labios, por vía telepática, y añadió, antes de que Kit traspasara el umbral—: Por cierto, hay algo que debo decirte. En más de una ocasión me aseguraron que me salvaste la vida poco después de nacer pero, aunque eso sea cierto, considero que saldé mi deuda al propiciar la muerte de Ariakas quien, sin lugar a dudas, habría acabado por destruirte. Así pues, estamos en paz.

Kitiara examinó el semblante del mago, sus áureos relojes de arena, en busca de una amenaza o una promesa. Nada halló, ni un atisbo de emoción susceptible de orientarla. Un instante más tarde, Raistlin había pronunciado la fórmula de un hechizo y desaparecido de su vista.

La travesía del Robledal de Shoikan fue, ahora, sencilla. Los guardianes no acosaban a quienes dejaban la Torre y Kitiara y Soth recorrieron juntos el camino. El Caballero de la Muerte caminaba con el sigilo que lo caracterizaba. Proveniente de un universo inmaterial, sus pies no imprimían la más ínfima huella sobre las hojas secas que se extendían por el suelo como un manto de perenne podredumbre. La primavera no visitaba jamás el siniestro bosque.

La Dama Oscura no habló hasta que hubieron sobrepasado el perímetro exterior de árboles y se hallaron, una vez más, sobre el sólido empedrado de las calles de Palanthas. El sol asomaba tras los recortados edificios, difuminándose el rico azul del cielo en un pálido gris teñido de rojo. En la ciudad, aquéllos cuyo quehacer reclamaba su presencia a primera hora se desperezaban en sus lechos. Los pasos aislados de los más madrugadores se mezclaron con los de los centinelas que, concluido el turno de noche, se retiraban a descansar y eran relevados en las almenas. Éstos lejanos ecos, que llegaban a oídos de Kitiara desde el otro lado de las semiderruidas casas adyacentes a la torre, la recordaron que se encontraba de nuevo entre los vivos.

—Hay que detenerlo —declaró a boca de jarro la dignataria sin una vacilación, sin un suspiro.

El espectro no se pronunció en ningún sentido.

—Sé que será una tarea difícil —reconoció Kitiara al mismo tiempo que se ajustaba el yelmo y caminaba a grandes zancadas hacia Skie que, al distinguirla, había alzado la testa en actitud triunfante. Tras dar unas cariñosas palmadas en el cuello de su Dragón, la dama volvió a dirigirse a su esbirro.

—Pero no es necesario encararse con él. Todo su proyecto gira en torno a la sacerdotisa. Si eliminamos a Crysania su castillo de naipes se vendrá abajo. Y nunca averiguará nuestra participación en el asunto, ya que son muchos los que han sucumbido a las fuerzas letales del Bosque de Wayreth. ¿Me equivoco?

Soth negó con la cabeza y sus ojos destellaron, en señal de complicidad.

—Ocúpate de que se esfume sin dejar rastro. Haz que aparezca como un designio de los hados —le encomendó—, mi hermano cree en tales maldiciones. Cuando era niño le enseñé que no doblegarse a mis deseos era una falta grave, punible mediante unos azotes, y por lo que veo debe aprender de nuevo la lección.

Montó a lomos de Skie y éste, obediente a su orden, se preparó para elevarse. Sus gigantescas patas traseras se hundieron en el adoquinado, requebrajando las piedras, y al fin desplegó las alas y dio un majestuoso salto hacia las alturas. Los habitantes de Palanthas sintieron como si les hubieran quitado un peso de encima, una sombra malévola que se cernía sobre sus corazones, pero casi ninguno vio partir al reptil ni a su jinete.

Soth permaneció inmóvil en el linde del Robledal.

—También yo creo en el destino, Kitiara —murmuró—. En el que uno mismo se labra.

Dirigió su mirada hacia las ventanas de la Torre de la Alta Hechicería, y percibió cómo se extinguía la luz en la estancia que ocupaban pocos minutos antes. Durante unos segundos envolvió a la mole una oscuridad que se solidificó en un escudo impenetrable a los rayos solares, en el halo de negrura que solía protegerla. Pero rompió el sombrío encantamiento un repentino centelleo.

Procedía aquel atisbo de vida de una sala situada en la cúspide de la Torre. Era el laboratorio del mago, el lugar secreto donde Raistlin perfeccionaba sus virtudes arcanas.

—Me pregunto quién va a aprender una lección —siseó Soth y, sin pérdida de tiempo, se fundió en los lóbregos vapores que disolvía ya la atmósfera diurna.