Una nueva misión
Un ejército de enanos marchaba a paso marcial por el aposento, provocando una gran algarabía con los férreos armazones de sus botas. Cada uno de ellos portaba un martillo en la mano y, al pasar junto al lecho, descargaba su peso en la testa de Caramon. El guerrero no podía sino gimotear y agitar los brazos en desorden.
—¡Salid de aquí! —suplicaba—. ¡Alejaos!
Pero los enanos respondían levantando la cama sobre sus fuertes hombros y haciéndola girar a un ritmo vertiginoso, mientras mantenían la apretada formación y estampaban, al unísono, su estruendoso calzado contra el suelo.
Una náusea aprisionó el vientre de Caramon quien, tras varios intentos infructuosos, consiguió saltar de aquel mueble giratorio y hacer una torpe carrera hasta el bacín depositado en un rincón. Después de vomitar comenzó a sentirse mejor, e incluso se despejó su mente. Desaparecieron los enanos, aunque el hombretón sospechaba que se habían ocultado debajo de la cama, al acecho de una nueva oportunidad para mortificarlo.
Deseoso de burlar a sus adversarios, optó por no acostarse de nuevo. Abrió, sosteniéndose a duras penas, un cajón de la mesilla de noche y estiró la mano en busca del aguardiente que allí guardaba. ¡No estaba! Caramon se enfureció y acusó en voz alta a Tika de jugar sucio con él. Sin embargo, pronto una pícara sonrisa sustituyó a sus imprecaciones al mismo tiempo que se encaminaba hacia el enorme baúl que, adosado al muro contrario, contenía toda su ropa. Más que llegar tropezó contra su trabajada superficie y, al instante, se puso a revolver túnicas, calzones y camisas que ya no cabían en su obeso y deformado cuerpo. Y al fin encontró su tesoro, embutido en una vieja bota.
Retiró la redoma con gesto amoroso, dio un trago del ardiente licor y, tras eructar, exhaló un prolongado suspiro. Ahora sí, ahora cesaron los repiqueteos de los martillos en su cabeza. Examinó la estancia en busca de los enanos mas, al no distinguirlos, se dijo que podían permanecer bajo la cama toda su vida. A él no le importaba.
De pronto oyó un estrépito de cacerolas en la cocina. ¡Tika! Engulló precipitadamente unos sorbos más del brebaje y volvió a camuflar la redoma en su seguro escondrijo. Tras cerrar la tapa del baúl con mucho sigilo se incorporó, se pasó la mano por el enmarañado cabello y cruzó el dormitorio en dirección a la puerta. No obstante, antes de salir se vio reflejado en el espejo.
—Debo cambiarme —farfulló con la boca pastosa.
Tiró, empujó, sacudió y, al rato, logró desprenderse de la sucia prenda y arrojarla al suelo. Se le ocurrió la idea de lavarse un poco, pero no tardó en desecharla. ¿Acaso era un ridículo petimetre? Tal como estaba dimanaba efluvios, aromas masculinos que solían gustar a las mujeres… ¡Algunas le encontraban atractivo! En cualquier caso, no se quejaban ni le reprendían. Tika, en cambio, era incapaz de aceptarlo con sus propias peculiaridades. Mientras se debatía para colocarse una camisa limpia, quizás en exceso ajustada, que descubrió al pie del lecho, se compadecía de sí mismo repitiendo las mismas frases de siempre: que si era un incomprendido, que si la vida no le había tratado bien, que si atravesaba una mala racha pero pronto los hados le sonreirían y entonces sonaría la hora del triunfo y, en definitiva, todo cuanto suele decirse en esos casos.
Tras asomarse cauteloso por la puerta entreabierta y adoptar una actitud casual y despreocupada, se internó en la pulcra sala de estar y se derrumbó en una silla frente a la mesa. La vetusta madera crujió bajo su peso descomunal y Tika, al oírle, volvió la cabeza desde el fregadero.
Al toparse con sus ojos el guerrero advirtió que, de nuevo, su esposa rebosaba ira. Intentó dedicarle un gesto amable, solicitar una tregua, pero no atinó sino a retorcer el labio en una mueca enfermiza que tuvo la virtud de sacar de quicio a la joven. Tan enfurecida estaba, que agitó en el aire sus bucles pelirrojos y desapareció en un rincón de la cocina para no cometer una barbaridad. Caramon se encogió al vibrar en sus tímpanos un nuevo y aún más estruendoso ruido de ollas, cuyos tintineos metálicos le recordaron a los enanos y sus mortíferas herramientas. Pasados unos minutos, Tika traspasó el umbral de la sala cargada con una enorme fuente repleta de tiras de tocino chisporroteantes, pastelillos de maíz y huevos fritos, y la dejó caer delante de él, tan violentamente que las tortitas de cereal salieron despedidas por los aires.
El hombretón vaciló pese a la suculencia del plato, pues su estómago no se hallaba en condiciones de trabajar, pero un gruñido bastó para recordar a su maltrecho órgano quién mandaba. Tenía un apetito feroz, ignoraba cuántas horas habían transcurrido desde que ingirió el último bocado. Tika, furibunda, se instaló en una silla cercana y posó en él sus lacerantes ojos verdes. Hasta las pecas parecían adquirir relieve sobre su tez, señal inconfundible de su talante.
—De acuerdo, dilo ya. ¿Qué he hecho ahora? —rezongó Caramon, preparado para la embestida. Comía a dos carrillos.
—No lo recuerdas. —Era una aseveración, no una pregunta.
Se zambulló el guerrero en las nebulosas regiones de su mente y, en efecto, algo se agitaba entre sus brumas. La noche anterior tendría que haber estado en un lugar concreto mas, después de quedarse en casa todo el día tal como había prometido a su mujer, a última hora le asaltó la sed. Se habían agotado sus últimas existencias, así que fue a «El Abrevadero» a fin de remojar el gaznate y luego se dirigió donde…
—Surgió un imprevisto que requería mi atención —mintió, evitando la mirada de Tika.
—Sí, nos dimos cuenta —lo espetó ella con amargura—. Todos imaginamos qué «imprevisto» te hizo caer inconsciente a los pies de Tanis.
—¡Tanis! —Caramon soltó el tenedor—. Tanis aquí, anoche… —Tras emitir un sonido quejumbroso, desgarrador, el guerrero hundió la cabeza entre las manos.
—Nos obsequiaste con un bonito espectáculo —continuó la muchacha, ahogada su voz—. Se hallaba presente la ciudad en pleno, además de un nutrido grupo de los elfos más distinguidos de Krynn. Y no hablemos de nuestros viejos y entrañables amigos. —Al mencionarlos, también ella prorrumpió en sollozos.
—¿Por qué? ¿Por qué Tanis? —exclamó Caramon sumido en la desesperación—. De todos, el semielfo era el que… —Interrumpieron sus recriminaciones unos sonoros golpes en la puerta.
—¿Quién vendrá a molestarnos? —refunfuñó Tika, secándose las lágrimas con la manga de su blusa antes de acudir a abrir—. Quizá se trata de Tanis, que ha decidido volver atrás. —Su apesumbrado esposo alzó la cabeza al oír aquel nombre—. Si es él —le ordenó— intenta comportarte como el hombre que un día fuiste.
Se detuvo frente a la hoja de gruesa madera, descorrió el pestillo e hizo girar la llave.
—¡Otik! —se sorprendió—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué comida es ésta?
El anciano posadero se erguía en el umbral con una bandeja humeante en la mano. Al abrir la joven, estiró la cabeza para asomarse al interior.
—¿No se encuentra en la casa? —inquirió desconcertado.
—¿A quién te refieres? No hay nadie salvo nosotros —le explicó ella sin saber a qué atenerse.
—¡Oh, no! —vociferó Otik en tono solemne a la vez que, distraído, comenzaba a ingerir algunos alimentos de la fuente—. ¿Debo entonces deducir que el mozo de la cuadra estaba en lo cierto, que ella se ha ido? ¡Pensar que he madrugado como nunca para prepararle este suculento desayuno!
—¿Quién se ha ido? —A Tika le exasperaban los enigmas de esta índole, incluso se preguntó si no era Dezra quien los había abandonado.
—La sacerdotisa Crysania. No está en su habitación, ni tampoco sus pertenencias. Por otra parte, el caballerizo me ha asegurado que esta misma mañana le encargó ensillar su caballo y se alejó al galope.
—¡Crysania! —repitió ella ondenado sus abundantes rizos—. Ha resuelto seguir en solitario. Claro, no estaba dispuesta a…
—¿A qué? —preguntó el anciano con la boca llena.
—A nada, Otik, olvídalo —lo atajó, blanca como la cera—. Será mejor que regreses a la taberna, hoy llegaré un poco tarde y hay que atender a la clientela.
—De acuerdo, no te preocupes —repuso él en amable actitud, pues había visto a Caramon desmoronado sobre la mesa—. Baja cuando puedas.
Y se fue, sin cesar de masticar el apetitoso desayuno mientras caminaba. Tika cerró la puerta y regresó a la sala de estar.
—Me duele todo el cuerpo —se protegió el guerrero al ver que se aproximaba, convencido de que le esperaba un sermón. Se levantó con torpeza y, arrastrando los pies, se dirigió al dormitorio y se arrojó sobre el lecho entre irrefrenables sollozos.
Tika, en lugar de hostigarlo como cabía suponer, se sentó en una silla de la sala y se zambulló en el mundo de los pensamientos. Era evidente que la Hija Venerable de Paladine había partido sin escolta hacia el Bosque de Wayreth. Estaba resuelta a internarse en su espesura aunque no había de resultarle fácil pues, según la leyenda, nadie había conseguido encontrarlo. ¡Era él quien daba con quienes se aventuraban en su búsqueda! Tika se estremeció al evocar los relatos de Caramon. El temible recinto aparecía en los mapas, si bien cuando uno cotejaba dos o más no coincidía su localización. Además, los cartógrafos siempre dibujaban una señal de peligro a su lado y en su corazón mismo esbozaban la Torre de la Alta Hechicería, donde se hallaba ahora concentrado todo el poder de los magos de Ansalon. O, mejor dicho, casi todo.
De pronto, Tika despertó de su ensoñación, se incorporó e irrumpió en la alcoba. Caramon permanecía tendido en la cama sin poder reprimir el llanto, pero ella endureció sus sentimientos frente a tan lastimera escena y avanzó con paso firme hasta el baúl de la ropa. Después de abrir la tapa y rebuscar en su interior, lanzando una lluvia de prendas por la estancia, descubrió la redoma. Su maltrecho marido quedó atenazado por el pánico, mas la muchacha se limitó a arrojar el recipiente y su contenido a un rincón y continuó hurgando. Al fin, en el fondo, halló lo que buscaba.
Era la cota de malla de Caramon, la que utilizara en sus aventuras de antaño y le diera opción al título de guerrero que aún hoy ostentaba.
Sujetando uno de los quijotes por sus correas de cuero Tika se levantó para, tras dar media vuelta, lanzar la pieza hacia Caramon.
Lo golpeó en el hombro y rebotó, de tal manera que se estrelló contra el suelo.
—¡Ay! —se quejó el corpulento individuo, sentándose—. ¡En nombre de los Abismos, Tika, déjame tranquilo!
—Vas a emprender una nueva misión —declaró ella sin inmutarse—: irás al encuentro de la sacerdotisa, aunque tenga que catapultarte al espacio en un tonel. —Y terminó de extraer la oxidada cota de malla.
—Disculpa —solicitó un kender a un individuo que holgazaneaba al borde del camino, en los aledaños de Solace. En una reacción instintiva, el hombre cerró la mano en torno a su bolsa—. Busco el hogar de un amigo —prosiguió impasible el viajero, acostumbrado a tales muestras de desconfianza—. Bien, en realidad se trata de dos personas. Una es una bella mujer pelirroja llamada Tika Waylan.
—Es aquella casa que se alza a lo lejos —le señaló el lugareño sin perderlo de vista.
Tas miró en la dirección que le indicaban y sufrió una honda impresión.
—¿La magnífica residencia construida en el seno del vallenwood? —se aseguró, a la vez que extendía su dedo hacia el edificio.
—¿Cómo lo has definido? —preguntó el humano sin poder refrenar una carcajada—. ¿Cómo una «magnífica residencia»? Un comentario genial. —Se alejó con un chasquido burlón, contando mientras caminaba las monedas que guardaba en su bolsa.
«¡Qué tosco y antipático!», pensó Tasslehoff y deslizó, en un gesto de pasmosa naturalidad la navaja del desconocido en uno de sus saquillos. Pronto olvidó el incidente, y echó de nuevo a andar hacia la casa de Tika. Su mirada estudió complacida cada detalle de aquella morada que se mecía segura en las ramas del creciente árbol, fiel a las tradiciones del pasado.
—Me alegro por Tika —comentó a su acompañante, un montículo de ropa con pies que caminaba tras él—. Y también por Caramon, claro está, pero ella nunca disfrutó de un hogar propio e imagino lo orgullosa que debe sentirse.
Al acercarse al edificio el kender comprobó que era uno de los más sólidos de la ciudad. Su estructura era idéntica a la de las antiguas viviendas de Solace, antes de que la guerra arrasara el valle. Los gabletes formaban delicadas molduras curvas, acopladas de tal manera que parecían prolongaciones de los miembros arbóreos, mientras que las habitaciones se extendían a partir del cuerpo principal con los muros revestidos de tallas semejantes a las rugosidades del tronco. Existía aquí una perfecta armonía entre el trabajo del hombre y la naturaleza, ofreciendo un bello conjunto. Invadió a Tas un cálido sentimiento al imaginarse a sus amigos cobijados en tan delicioso retiro.
—Es curioso —se dijo a sí mismo—, me pregunto por qué no tiene techumbre.
Cuando se halló lo bastante próximo para escudriñar la casa, advirtió que no era esta parte lo único que faltaba. Los gabletes que tanto le maravillaron al principio no formaban sino una armazón destinada a sostener un tejado inexistente, pero, además, las paredes exteriores de las estancias no cerraban el recinto del edificio y, en cuanto al suelo, era una mera plataforma desnuda.
Plantándose debajo del árbol, Tasslehoff alzó los ojos sin acertar a explicarse qué estaba ocurriendo. Vio martillos, hachas y sierras esparcidas a su alrededor en pleno proceso de oxidación, lo que evidenciaba un abandono de varios meses, e incluso la estructura exhibía las huellas de una prolongada permanencia bajo los azotes de la intemperie. El kender se acarició el copete inmerso en un mar de dudas. El edificio poseía todos los ingredientes necesarios para convertirse en el más espléndido de Solace, si alguien decidía terminarlo.
Se iluminó su rostro al comprobar que un ala sí estaba concluida. Las cristaleras se hallaban encajadas en los marcos de las ventanas, las paredes configuraban un departamento estanco y una techumbre protegía el interior de los elementos ambientales. Por lo menos Tika disponía de un aposento privado, pensó el kender deseoso de consolarse pero, al estudiar mejor la estancia, se desvaneció su sonrisa. En la dovela de la puerta distinguió con total claridad, pese al desgaste de su superficie, los símbolos que denotaban la residencia de un mago.
—Debería haberlo adivinado —se reprendió meneando la cabeza. Miró a su alrededor, y añadió—: Sea como fuere, Tika no vive aquí. ¿Por qué me mentiría el lugareño? ¿O ha sido un malentendido?
Obediente a esta repentina intuición dio un rodeo en torno al inmenso vallenwood y topó con una casita, casi oculta por los matojos silvestres, que medraban sin freno, y también por la sombra del árbol. Era obvio que había sido erigida a título provisional y se había convertido en una vivienda demasiado estable. Rezumaba infelicidad, aunque el kender no acababa de discernir el motivo. Acaso se debía a los aleros retorcidos o a los desconchados de la pintura, que ofrecían un singular contraste con los tiestos de flores de los alféizares y las cortinas de encaje que se perfilaban detrás de los cristales. Tas suspiró: de modo que éste era el hogar de Tika, construido a la sombra de un sueño.
Se detuvo frente a la puerta y aguzó el oído. Dentro, una conmoción agitaba los cimientos de piedra ribeteada por estampidos, tintineos de vidrios rotos y gritos enloquecidos.
—Creo que será mejor que esperes aquí —recomendó Tas al hatillo andante.
El amasijo de ropa emitió un gruñido y se acomodó en el fangoso camino que, jalonando la vivienda, se perdía en lontananza. El kender observó con incertidumbre a la informe figura, antes de encogerse de hombros y apoyar la mano en el picaporte. Lo accionó y dio un paso, convencido de que podría entrar sin obstáculos, pero su nariz se aplastó contra la recia madera. La puerta estaba atrancada a conciencia.
—¡Qué extraño! —susurró, retrocediendo y examinando una vez más el lugar—. ¿A qué viene eso de encerrarse? No es propio de Tika, sino de los bárbaros más ignorantes. Y además con llave y pestillo. Sin embargo, estoy seguro de que aguardan mi llegada.
Contempló el impedimento como si fuera un mal presagio, mientras las voces continuaban atronando el interior. En un arranque más violento que los otros creyó reconocer el timbre cavernoso de Caramon.
—Algo raro sucede y yo me quedo paralizado, sin hacer nada al respecto. ¡Vamos, Tas, utiliza la ventana! —se espoleó después de pasar rápida revista a las posibilidades.
Pero, al precipitarse en pos de esta nueva esperanza, el kender se llevó una gran desilusión. «Nunca habría imaginado esto de Tika», comentó entristecido al hallar el marco tan sellado como la hoja de la puerta.
Sin embargo, no se dio por vencido. Tras examinar con ojos de experto el cerrojo constató que era simple y se abriría sin esfuerzo, así que extrajo de uno de sus saquillos varias herramientas y, escogiendo la adecuada para forzar aquel tipo de pieza de seguridad, se puso manos a la obra. La colección que con tanto celo guardaba era un derecho innato de los miembros de su raza, que recibían su lote al alcanzar la mayoría de edad. Insertó la ganzúa seleccionada en la abertura y la manipuló sin titubeos, siendo enorme su satisfacción al oír el chasquido liberador del cierre. Animado su rostro por una sonrisa, empujó el batiente y se deslizó en silencio hasta el interior. Se asomó de nuevo por la ventana y reparó en su acompañante, que cabeceaba ¡en medio de una acequia!
Aliviado ante la escena, seguro que el singular fardo no había de causarle complicaciones, Tasslehoff desvió la mirada hacia la sala donde se hallaba y curioseó con su vista de lince todos cuantos objetos se ofrecían a su observación, palpando algunos de ellos aunque sin detenerse demasiado.
«¡Es fantástico! —fue el comentario que más veces repitió en su recorrido por el habitáculo en dirección a la alcoba, ahora cerrada, de donde provenía el alboroto—. A Tika no le importará si lo retengo a fin de estudiarlo, lo restituiré a su lugar en cuanto lo haya hecho. —Y el objeto caía, por iniciativa propia, en su saquillo—. ¡Fíjate en eso! Caramba, tiene un resquebrajadura. Seguro que me agradecerá que lo ponga en su conocimiento. —Y abría otra bolsa para recoger el nuevo tesoro—. ¿Qué hace el plato de la mantequilla en un sitio tan absurdo? Tika debe guardarlo en la despensa, lo llevaré. —Pero la primorosa bandeja se acomodaba mejor en los recovecos de su hatillo, así que la instaló en ellos—. Lo ordenaré más tarde».
En su deambular, el kender había alcanzado el dormitorio. Hizo girar el picaporte, que por suerte no estaba cerrado, y entró.
—Hola —saludó jovial a sus ocupantes—. ¿Os acordáis de mí? Parece que os divertís, ¿me dejáis jugar con vosotros? Dame algo para arrojárselo a su dura cabezota, Tika. ¿Preparado, Caramon? —Se había acercado a la parte de la alcoba donde la muchacha, sosteniendo un pectoral, lo contemplaba con ojos desorbitados por la sorpresa—. ¿Puede saberse qué os pasa? ¡Tienes un aspecto horrible Tika, armada con esas piezas metálicas y dispuesta a descalabrar a tu marido! —la recriminó, a la vez que asía unas cadenas entrelazadas en un jubón y se enfrentaba al colosal guerrero—. ¿Se trata de una actividad frecuente? —preguntó al hombretón, parapetado detrás de la cama—. He oído comentar que los casados tienen sus trifulcas, pero ésta se me antoja un tanto violenta.
—¡Tasslehoff Burrfoot! —Tika recuperó al fin el habla—. En nombre de los dioses, ¿qué haces aquí?
—Seguramente Tanis os ha anunciado mi visita —repuso el kender, lanzando la pieza de malla a Caramon aunque sin ejercer la menor fuerza, más bien como una chanza—. Actuáis de manera muy misteriosa, incluso cerráis con llave la puerta principal. No me ha quedado otro remedio, Tika, que penetrar por la ventana —explicó en tono de reproche—. Deberíais ser más considerados. Pero será mejor que cambie de tercio: se supone que me aguarda en la posada una sacerdotisa llamada Crysania y…
Con gran perplejidad por parte de Tas la posadera soltó el pectoral que aún enarbolaba, prorrumpió en sollozos y se derrumbó sobre el suelo. El kender, indeciso, consultó a Caramon mediante un fugaz intercambio de miradas antes de socorrerla. El obeso guerrero se alzó de detrás del cabezal cual un espectro que despertara en su tumba y, tras contemplar anhelante la figura inmóvil de su mujer, se abrió paso entre las piezas herrumbrosas que yacían diseminadas y se arrodilló a su lado.
—Tika, te suplico que me perdones. Sabes muy bien que no sentía ni una sola de las palabras que te he dicho. ¡Te quiero, siempre he volcado en ti todo mi amor! —Ofrecía una estampa patética con su inconmensurable mole inclinada hacia su esposa, dándole suaves palmadas en el hombro en un intento de reanimarla—. Lo que sucede es que mi vida carece de sentido al no tener ninguna ocupación.
—¡Ya lo creo que la tienes! —le espetó ella. Salió de su inconsciencia como por arte de encantamiento, se desembarazó de él y se puso en pie de un brinco—. Crysania está en peligro, ve en su busca y protégela.
—¿Quién es Crysania? —inquirió el guerrero enfurecido—. ¿Por qué ha de importarme si esa dama se encuentra en algún embrollo?
—Escúchame por una vez —siseó la joven con los dientes apretados, tan presa de la ira que su calor le secó las lágrimas—. Crysania es una poderosa sacerdotisa de Paladine, la más importante en todo Krynn después de Elistan. Un sueño premonitorio le reveló que la perversidad de Raistlin podía destruir nuestro universo, y ha emprendido viaje hacia la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth para entrevistarse con Par-Salian.
—Necesita la ayuda de ese mago porque ha fraguado el plan de aniquilar a rni hermano, ¿no es así? —indagó Caramon. Su voz sonaba desafiante.
—¿Y qué si así fuera? —se le encaró Tika en un alarde de valor—. ¿Acaso merece vivir? ¡Él te mataría a ti sin un instante de vacilación!
Los ojos vidriosos del hombretón despidieron chispas de fuego, sus pómulos se congestionaron. Tas tragó saliva al ver que cerraba el puño, si bien la posadera avanzó unos metros para situarse delante de él en arrogante postura. Su frondosa melena rozó el mentón de barba crecida y el kender detectó un temblor en la apretada manaza, que comenzó a abrirse bajo el femenino influjo.
—En cualquier caso te equivocas, Caramon —le aclaró Tika con una mueca oscura—, no pretende causarle el menor daño. Es tan necia como tú. Ama a Raistlin y quiere salvarle, apartarle de la malignidad que lo corroe. ¡Los dioses la acompañen, pobre desdichada!
Caramon escudriñó los ojos verdes de su mujer, deseoso de constatar la veracidad de tales declaraciones.
—¿No me engañas? —preguntó, ya más tranquilo.
—No, Caramon. Por ese motivo vino a «El Ultimo Hogar», para hablar contigo. Pensó que tú podías contribuir de algún modo a su causa, pero cuanto te vio anoche en aquel estado…
La reacción no se hizo esperar. La maciza testa del guerrero se cobijó en su pecho, inundados los ojos de lágrimas.
—¡Qué vergüenza! Una perfecta extraña arriesga su vida en el empeño de rescatar a mi gemelo de las tinieblas —acertó a decir con voz entrecortada. En lugar de infundirse ánimos, parecía recrearse en la pasividad y en su desgracia.
—¡Por las lunas que nos alumbran, ensilla un caballo y rastrea sus huellas! —lo incitó Tika irritada por su actitud, estampando el pie en el suelo a fin de reforzar tan desabrida orden—. Sabes de sobra que nunca alcanzará la Torre en solitario, y tú ya has atravesado el Bosque de Wayreth. Tu compañía puede serle crucial.
—Sí —recordó él—. Me interné con Raist en su espesura cuando él quiso someterse a la Prueba de la hechicería. ¡Aquella maldita Prueba! Lo custodié en todo momento, feliz porque me necesitaba.
—Ahora quien te necesita es Crysania —aseveró la muchacha. Caramon todavía titubeaba, y Tas comprobó que unos surcos de severidad cruzaban el rostro de la posadera—. No tienes tiempo que perder, o de lo contrario nunca le darás alcance. Supongo que no habrás olvidado el camino.
—Yo no, desde luego —intervino el kender en la cumbre de la excitación—. O, para hablar con propiedad, conservo un mapa.
Tika y Caramon se giraron al unísono hacia Tas. Enzarzados en su disputa, la presencia del hombrecillo se había borrado de sus mentes.
—No sé si debo fiarme —comentó el guerrero, a la vez que clavaba en Tasslehoff una túrbida mirada—. En una ocasión tus mapas nos condujeron a un puerto sin mar.
—¡No fue culpa mía! —se defendió el kender, herido en su dignidad—. Incluso Tanis tuvo que admitirlo: se trataba de antiguos documentos, diseñados antes de que el Cataclismo retirara las aguas. Escucha, Caramon, has de llevarme contigo para que pueda dar cuenta de mi misión a la sacerdotisa. Es cierto, me encargó algo de la máxima confianza y he cumplido sus instrucciones al pie de la letra. Tal como ella deseaba, he encontrado a… Pero aquí está —concluyó al detectar un movimiento.
Tas extendió el índice y Tika y Caramon se volvieron para toparse con el fardo andante, que se recortaba en el umbral de su dormitorio. La única diferencia que presentaba la amorfa figura respecto a los momentos anteriores era que le habían crecido dos ojos negros y recelosos.
—Tengo hambre —declaró la aparición en tono acusador—. ¿Cuánto comen?
—Mi tarea consistía en localizar a Bupu y traerla —explicó orgulloso Tasslehoff Burrfoot.
—¿Qué diablos puede querer Crysania de una enana gully? —preguntó Tika más atónita de lo imaginable, después de acompañar a Bupu a la cocina y darle pan seco con medio queso.
Ahora que la enana se había instalado de nuevo en la acequia, donde el fangoso riachuelo proporcionaba el complemento líquido a su ágape, el trío se hallaba más cómodo. Ni el aspecto de Bupu ni su olor contribuían a relajarles.
—Prometí no revelarlo —arguyó Tas haciéndose el importante, mientras ayudaba a Caramon a embutirse en su cota de malla. Era éste un arduo empeño, ya que el corpulento guerrero había engordado considerablemente desde que la usara por última vez. Tika y Tas se aplicaron con afán a abrochar correas insuficientes y estrujar rollos de grasa debajo del metal, mientras el sudor empapaba sus cuerpos.
Durante la complicada operación Caramon gimió y se lamentó, a la manera de los presos cuando los atan al potro de tormento. Humedecía con frecuencia sus labios y su ansiosa mirada se desviaba, sin que pudiera evitarlo, hacia la redoma que su mujer había abandonado en un rincón de la alcoba.
—Vamos, Tas —lo hostigó Tika, sabedora de que su amigo era incapaz de guardar un secreto aunque le fuera en ello la vida—. Estoy segura de que a Crysania no le importaría.
—Me conminó a jurarlo en nombre de Paladine, no me pongas en una encrucijada —le rogó él en solemne ademán—. Y ya sabes que esta divinidad (me refiero a Fizban, una de sus encarnaciones) y yo somos íntimos. —Hizo una pausa, y cambió de tema—. Aguanta un instante el resuello, Caramon, de lo contrario no encajaremos esta parte. ¿Cómo han podido ceder tus carnes de este modo? —le preguntó irritado.
Apuntalando el pie contra el rubicundo muslo, el kender tiró de la cincha con todas sus fuerzas y provocó un alarido de dolor del comprimido guerrero.
—Estoy en forma —protestó Caramon cuando se hubo calmado—. Es la armadura la que ha encogido.
—Ignoraba que este tipo de metal encerrara tales propiedades —respondió Tas muy interesado—. ¡Creo que ya lo tengo! Sus piezas se reducen bajo los efectos del calor. ¿Lo averiguaste haciendo experimentos o acaso esta zona se ha vuelto tórrida en verano?
—Haz el favor de callarte —le espetó el hombretón.
—Sólo intentaba colaborar —rezongó Tas, molesto por la brusquedad del antiguo compañero—. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de la Hija Venerable de Paladine. Empeñé mi honor, así que lo único que os puedo contar es que me sonsacó todo cuanto recordaba sobre Raistlin. No me pareció inconveniente ayudarla, y al ver mi buena voluntad me encomendó la búsqueda secreta de Bupu. Todo guarda relación —agregó, pero enmudeció al comprender que ya estaba hablando más de la cuenta—. A decir verdad, Tika, Crysania es una persona estupenda —continuó dando un ágil sesgo a la plática—. Quizá no repararás nunca en ello pero, al igual que la mayoría de los kenders, carezco de hondas convicciones en materia religiosa. Sin embargo, no hay que ser creyente para intuir la bondad que anida en la sacerdotisa. Y también es inteligente, quizá más que el mismo Tanis.
Se produjo una corta pausa, en la que los ojos de Tas emitieron chispas misteriosas. Aunque ardía en deseos de hablar, su reserva le confería cierto protagonismo.
—Creo que no perjudicaré a nadie si os confieso que ha concebido un plan para salvar a Raistlin. Bupu forma parte de sus designios, quiere presentarla ante Par-Salian.
Incluso Caramon adaptó una expresión incrédula al oírle y, en cuanto a Tika, no pudo evitar el pensar que quizá Riverwind y Tanis estaban en lo cierto al afirmar que Crysania había perdido el juicio. En cualquier caso, todo aquello susceptible de despertar una esperanza en su esposo sería digno de su mayor respeto.
El guerrero había fraguado sus propias ideas acerca de la situación, ideas que manifestó sin titubeos.
—El responsable de lo ocurrido es Fis… Fistandolde o comoquiera que se llame —apuntó sin cesar de manipular las múltiples correas de cuero, que se clavaban en sus flácidas carnes—. Ya sabéis a quién me refiero, el mago Fizban nos relató todos los pormenores necesarios. Y también Par-Salian está en conocimiento de ciertos detalles. Solucionaremos el problema —aseveró, iluminado su rostro—. Traeré a Raistlin aquí, Tika, tal como acordamos. Se albergará en la habitación que le destinamos desde el principio, y cuidaremos de él. Ocuparemos la casa nueva y viviremos felices. —Le brillaban las pupilas, pero Tika apenas lo advirtió. Tuvo que desviar la mirada, embargada por la emoción frente a aquellas declaraciones tan propias del otro Caramon, aquél a quien un día amó.
Hizo un esfuerzo de voluntad y consiguió recuperar su expresión ceñuda, al mismo tiempo que se encaminaba al dormitorio.
—Reuniré tus restantes enseres para el viaje.
—¡No, aguarda! —la detuvo él—. Gracias Tika, pero puedo ocuparme de eso sin tu ayuda. ¿Por qué no nos preparas un poco de comida?
—Te echaré una mano —ofreció Tas, y se dirigió a paso veloz a la cocina.
—De acuerdo —accedió la muchacha, si bien aprisionó entre sus dedos el copete que coronaba la cabeza del kender—. Pero antes —le ordenó—, nuestro amigo Tasslehoff Burrfoot se sentará aquí mismo y vaciará sus saquillos uno por uno.
Tas bramó contra aquella velada acusación, aquella afrenta a la que lo sometían, y Caramon aprovechó la confusión para correr al dormitorio y encerrarse. Fue directo al rincón donde yacía la redoma, vació su contenido en un odre de viaje y, sonriendo satisfecho, introdujo éste en el fondo de su hatillo y lo cubrió con algunas prendas de ropa.
—¡Estoy a punto! —exclamó jubiloso—. Estoy a punto —repitió ya en el porche, víctima del desconsuelo.
Pobre Caramon, su figura era un triste espectáculo. La cota de malla que luciera durante los primeros meses de la campaña, y que perdiera en el curso de una de las muchas aventuras vividas, fue reemplazada por otra idéntica que él mismo confeccionó poco después de regresar a Solace. Entrelazó las hebras del pectoral, pulió las imperfecciones y diseñó las partes de acuerdo con el modelo original, todo ello con primor y dedicación, hasta que, una vez concluida, la arrinconó en un lugar seguro donde no la dañaran los elementos. Ahora se hallaba en perfectas condiciones salvo que, por desgracia, no podía abrocharse los costados y la pieza superior bailaba bajo el cinto que intentaba inmovilizarla en torno a su rebosante talle. Ni Tas ni él habían sido capaces de anudar las placas metálicas que, como un refuerzo adicional, debían guardar sus muslos, y el guerrero optó por llevarlas en su hatillo. Se quejó al levantar su escudo y lo escudriñó con suspicacia, convencido de que alguien lo había llenado de plomo durante los dos últimos años. Y, para colmo de males, a causa de su abultado estómago tampoco hubo manera de abrochar la hebilla de la que había de pender la espada. Enrojeciendo de ira se colgó el arma de la espalda, enfundada en su vaina, y la afianzó mediante unas correas.
Al contemplarle, Tasslehoff tuvo que apartarse de él. En un principio temió estallar en carcajadas, pero constató asombrado que eran las lágrimas lo que debía reprimir.
—Soy un fantoche ridículo —se lamentó Caramon al ver que su amigo le evitaba y Bupu, por su parte, lo estudiaba boquiabierta y con los ojos desorbitados.
—Recuerda al Gran Bulp, Fudge I —declaró la enana entre suspiros.
La imagen del obeso, desaliñado monarca del clan gully congregado en Xak Tsaroth se perfiló en la mente del kender. Agarrando a su acompañante por el pescuezo, la atrajo hacia sí y le insertó el mendrugo en la boca para impedir que profiriera otro comentario inoportuno. Pero el daño ya estaba hecho.
—Acabo de cambiar de idea —anunció el guerrero, a la vez que se congestionaban sus pómulos y arrojaba el escudo sobre el porche con un estrépito fruto de la cólera. Resultaba evidente que también él había recordado al grotesco enano—. ¡Me quedo! De todos modos, era una empresa absurda.
Lanzó entonces a Tika una mirada furibunda, cargada de reproches y, dando media vuelta, dio un paso hacia el umbral. Pero ella se interpuso en su camino de un ágil salto.
—Escúchame bien, Caramon Majere —dijo sin exaltarse—. No permitiré que entres en mi casa hasta que puedas hacerlo como un hombre cabal.
—Será como dos hombres cabales —intervino Bupu con voz ahogada. Tas no dudó en atiborrar su boca de pan.
—¡Eres una insensata! —recriminó el guerrero a su mujer y, con gesto agresivo, apoyó la mano en su hombro—. Sal de ahí, Tika, te lo advierto. No interfieras en mis decisiones.
—En una ocasión te ofreciste a seguir a Raistlin hasta el mundo de las tinieblas. ¿Te acuerdas? —preguntó ella en tono quedo pero revestido de un timbre severo y penetrante, que sus ojos no hacían sino subrayar. Había capturado la atención de Caramon, quien tragó saliva y asintió en silencio, lívido ahora su semblante.
—Rehusó tu compañía —continuó Tika, con la mano posada en el fornido pecho y las pupilas prendidas de las de él—. Dijo que si te internabas en la oscuridad morirías sin remedio. ¿No comprendes, Caramon, que lo que has hecho en el curso de estos dos años es hundirte poco a poco en la negrura? Mueres un poco a cada día que pasa. ¿Y sabes por qué? Porque no has obedecido su consejo, no has emprendido tu propia senda y dejado que él eligiera la suya. Tratas de recorrerlas ambas, y no consigues sino destruirte a ti mismo. La mitad de tu ser vive en una terrible penumbra y la otra mitad pretende bañar en un elixir engañoso los horrores que allí ve, mitigar el sufrimiento a cualquier precio.
—¡Yo soy el culpable de que se invistiera de poderes malignos al asumir la Túnica Negra! —vociferó el guerrero, convulsionado por el llanto—. ¡Yo lo impulsé a hacerlo! Eso era lo que Par-Salian intentaba darme a entender.
Tika se mordió el labio y, aunque la furia afloraba a sus contraídas facciones, Tas observó cómo la dominaba y se limitaba a admitir:
—Quizá sea verdad. —Un segundo más tarde, sin embargo, persistió en su resolución inicial—. Pero no he de aceptarte ni como esposo ni como amigo hasta que acudas a mi lado en paz contigo mismo.
Caramon la escudriñó en la actitud de quien se tropieza con un desconocido y desea averiguar sus intenciones. El rostro de la posadera irradiaba firmeza, sus ojos verdes exhibían una serenidad inconmovible. De pronto, Tas recordó aquella última noche durante la Guerra de la Lanza en que se habían enfrentado a numerosos draconianos, en los subterráneos del Templo de Neraka. Su expresión era la misma.
—Acaso no llegue nunca ese momento, mi bella dama —la desafió Caramon—. ¿Lo has pensado?
—He considerado esa posibilidad. Adiós —fue la escueta respuesta.
Tras volver la espalda a su marido, la joven cruzó el umbral de su hogar y cerró con llave y pestillo. Al oír cómo se deslizaba este último en su abertura Caramon se estremeció, apretó sus enormes puños y, por un momento, Tasslehof temió que forzara la puerta. Pero no fue así. El guerrero abrió sus palmas y altivo, disfrazando su maltrecho orgullo, se alejó del porche.
—Le demostraré que conmigo no se juega —gruñó mientras caminaba a torpes zancadas, envuelto en el ruidoso tintineo de su metálico atuendo—. Dentro de tres o cuatro días regresaré con Crysle… es igual, no recuerdo su nombre. Hablaremos de todo esto y ella me suplicará de rodillas que me quede, pero quizá rehuse. ¡Por los dioses, no puede expulsarme a su antojo!
Tas estaba indeciso. Detrás de él, en el interior de la casa, su agudo oído de kender percibía los lastimeros sollozos de Tika. Sabía que Caramon no los detectaría, absorto en sus arranques de autocompasión y aislado por el repiqueteo de la cota de malla, pero ¿qué podía hacer el hombrecillo?
—¡Cuidaré de él, Tika! —prometió y, asiendo a Bupu por el brazo, echó a correr en pos de la descomunal masa del compañero. De todas las andanzas vividas era ésta la que comenzaba bajo peores augurios.