Añoranzas
Quizá lo que más temía Tanis de su regreso a Solace era enfrentarse a la visión de «El Último Hogar». Allí había comenzado todo, el próximo agosto haría tres años. Allí, junto a Flint y Tasslehoff Burrfoot, el incansable kender, había entrado una noche para encontrarse con los viejos amigos. Allí su mundo se había vuelto del revés, sin que nunca más se enderezara tal como era en un principio.
Pero a medida que cabalgaba hacia la posada notó que sus temores se sosegaban. Tanto había cambiado que incluso le asaltó la sensación de dirigirse a un lugar ignoto, vacío de recuerdos. Se erguía el local en el suelo en lugar de ocultarse entre el ramaje del robusto vallenwood como antaño, y se atisbaban ciertas novedades, tales como algunas alcobas recientes, necesarias si se pretendía acomodar a los incontables viajeros, y una techumbre de diseño más actual. Además de los rasgos evocadores del pasado, se habían borrado de su estructura las cicatrices de la guerra.
En el mismo instante en que Tanis empezaba a relajarse, se abrió la puerta principal de la posada. Brotó la luz del interior, formando su haz un camino de bienvenida y el aroma de las patatas llegó a sus vías olfativas, transportado por la brisa y acompañado de risas estentóreas, multitudinarias. Los recuerdos renacieron como impulsados por un resorte y el semielfo, sobrecogido, inclinó la cabeza.
Mas, quizá por fortuna, no tuvo tiempo de hacer elucubraciones. Cuando él y su compañera se acercaron al albergue, el mozo de las cuadras corrió presto a sujetar las riendas de sus cabalgaduras.
—Forraje y agua —le especificó Tanis, deslizándose por la silla y arrojando una moneda al muchacho. Acto seguido se desperezó a fin de desentumecer sus contraídos músculos—. Di instrucciones anticipadas de que me preparaseis un caballo brioso y descansado. Me llamo Tanis, el Semielfo, y espero que mi emisario llegase oportunamente.
Los ojos del mozo casi se desorbitaron. Ya había observado la refulgente armadura y rica capa que portaba el desconocido, pero al oír su nombre su curiosidad fue reemplazada por la más viva veneración.
—S-sí, señor —tartamudeó, desconcertado de que tan noble héroe se dignase hablarle—. Recibimos vuestro mensaje y el animal está a punto. ¿Queréis que os lo traiga ahora mismo, s-señor?
—No —respondió Tanis con una sonrisa—. Aguarda unas dos horas, hasta que haya concluido mi cena.
—D-dos horas. Sí, señor. G-gracias, señor. —Meneando la cabeza de una manera monótona, como alelado, el muchacho asió las riendas que el semielfo trataba de embutir en sus manos insensibles y permaneció quieto, boquiabierto, olvidando su trabajo hasta que el impaciente equino lo despertó de una sacudida y casi lo tiró al suelo.
Una vez se hubo alejado el caballerizo con el agotado animal, Tanis se volvió para ayudar a desmontar a su acompañante.
—Debes ser de hierro —dijo ella tras poner el pie en el suelo—. ¿De verdad tienes intención de proseguir el viaje esta misma noche?
—Voy a hacerte una confesión: me crujen todos los huesos del cuerpo —comenzó a explicar el semielfo pero, sintiéndose incómodo de repente, se interrumpió. Era incapaz de conducirse con naturalidad en presencia de aquella mujer.
Vio que la luz de la posada bañaba sus rasgos femeninos, y leyó en ellos fatiga y pesar. Sus ojos parecían hundirse en unos pómulos huecos, cenicientos. También su paso, en consonancia con su demacrado aspecto, era vacilante, así que Tanis se apresuró a ofrecerle su brazo como apoyo. Ella lo aceptó, pero sólo un momento. Hizo acopio de voluntad y logró mantenerse firme, apartándolo con suavidad pero sin titubeos, antes de contemplar interesada su entorno.
El dolor mortificaba al semielfo al más mínimo movimiento, por lo que imaginó cómo debía sentirse una mujer tan poco acostumbrada a los esfuerzos físicos. No le quedó otro remedio que admirarla, ya que debía admitir que no había proferido la más leve queja durante su largo e inquietante periplo. Se había mantenido a su altura, sin rezagarse ni desobedecer sus órdenes por absurdas que, quizá, se le antojaran.
«¿Por qué entonces, se preguntó, no le inspiraba ningún sentimiento? ¿Qué dimanaba de su persona, tan desagradable, que le irritaba e incluso le producía cierto agobio?». Al escudriñar su rostro halló la respuesta. La única calidez que se perfilaba en sus rasgos era la que reflejaban las llamas del vecino establecimiento. Todo en ella respiraba frialdad, carencia de pasiones y de… ¿De qué? ¿Acaso de humanidad? Así se le había mostrado en el interminable y azaroso viaje, fríamente correcta, secamente agradecida y gélidamente distante. «Quizás incluso me habría enterrado con perfecto aplomo e impasibilidad», pensó pero, como si se amonestara a sí mismo por tan irreverente idea, posó la vista en el Medallón que ceñía su cuello: el Dragón de Platino de Paladine. Por simple asociación evocó las palabras de despedida de Elistan, que el clérigo susurró en su oído poco antes de su partida.
«Es conveniente que la escoltes, Tanis —le dijo el frágil anciano—. En muchos aspectos emprende una epopeya similar a la que realizaste tú años atrás, en busca del conocimiento de sí misma. No, tienes razón, ella ignora el auténtico motivo —le aclaró al constatar su expresión dubitativa—. Avanza con la mirada alzada hacia el cielo, no ha aprendido todavía que cuando uno olvida la senda bajo sus pies acaba por tropezar. Si no lo entiende a tiempo su caída será irreversible —añadió con una triste sonrisa, a la vez que mascullaba una plegaria—. Depositemos nuestra confianza en Paladine —concluyó».
Tanis frunció el ceño entonces y volvió a fruncirlo ahora, mientras recapacitaba sobre esta última frase. Aunque llegó a adquirir una sólida fe en las divinidades —más a través del amor y las creencias de Laurana que por ninguna otra razón— se sentía inseguro al poner su vida en sus manos y aquellos que, como Elistan, cargaban a los dioses con tan exhaustivo fardo tenían la virtud de impacientarle. «Dejemos que el hombre se responsabilice de vez en cuando de sus actos», meditó nervioso.
—¿Qué sucede, Tanis? —preguntó Crysania con su habitual frialdad.
No se había percatado de que durante todo este rato la había mirado sin verla, por eso le sobrevino un acceso de tos y tuvo que aclarar su garganta antes de apartar los ojos. Por fortuna, el mozo regresó en aquel preciso instante en busca del caballo de la mujer y ahorró al semielfo la necesidad de contestar. Se limitó a señalar la posada, y ambos se encaminaron a ella.
—A decir verdad —comentó Tanis cuando el silencio se tornó tenso—, me gustaría pernoctar aquí y departir con mis amigos. Pero he de estar en Qualinesti pasado mañana, y sólo una cabalgada ininterrumpida me permitirá llegar a tiempo. Mis relaciones con mi cuñado no son tan íntimas que me permitan perderme el funeral de Solostaran, se lo tomaría como una ofensa. —Sonrió de un modo enigmático, y apostilló—: Una ofensa personal y política, supongo que me comprendes.
A los labios de Crysania asomó una mueca, pero el semielfo advirtió que no era una señal de asentimiento. Se trataba de un gesto tolerante por el que le daba a entender que estas cuestiones familiares y políticas no merecían el interés de alguien tan elevado en sus miras.
En el momento en que llegaban a la puerta de la taberna, Tanis reveló a su acompañante:
—Además, añoro a Laurana. Resulta curioso el hecho de que en nuestra vida cotidiana, pese a estar cerca uno del otro, nos absorben tanto nuestras respectivas obligaciones que en ocasiones pasamos varios días sin intercambiar un saludo o una caricia, salvo en los intervalos en que salimos de nuestros mundos. Ahora, sin embargo, cuando nos separa una distancia tangible, me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho. Y no he de pensar en ella para que me invadan tales sentimientos, es algo que surge de forma espontánea…
Calló de repente, convencido de haberse puesto en ridículo al hablar como un necio adolescente. No obstante, pronto constató que Crysania no lo escuchaba en absoluto pues su rostro marmóreo había adquirido, si cabía, una mayor lividez, hasta tal extremo que el resplandor argénteo de la luna se revestía de cierto calor al compararse con aquella epidermis. Meneando la cabeza, el semielfo abrió la puerta sin poder reprimir un suspiro de pesar. «No envidio a Caramon ni a Riverwind», se dijo interiormente.
Los sonidos familiares, la tibia atmósfera de la posada abrumaron a Tanis quien, durante unos segundos, lo vio todo envuelto en una nebulosa. Distinguió el perfil de Otik, más viejo y más orondo, apoyado en un bastón mientras se aproximaba para palmearle fuertemente los hombros en señal de bienvenida. También había personas con las que nada había tenido que ver en el pasado y que, por alguna razón, ahora apretaban su mano entre apasionadas muestras de amistad.
Al fondo, en un segundo plano respecto a la barahúnda, el viejo mostrador lanzaba cegadores destellos a través de su pulida superficie, y al dirigirse hacia él poco faltó para que el semielfo pisara a un enano gully. De pronto, se plantó frente a él un individuo altísimo cubierto de pieles, y se encontró sin saber cómo estrujado en un cariñoso abrazo.
—Riverwind —susurró sin aliento, aferrándose al cuerpo del hombre de las Llanuras.
—Hermano —respondió éste en que-shu, el dialecto de su pueblo. Los parroquianos del albergue se abandonaron a una retahila de atronadoras aclamaciones, si bien Tanis no les prestó atención por haber retenido su mirada la mano que acababa de posar sobre su brazo una mujer poseedora de una flamígera melena y un sinfín de pecas en la faz. Sin deshacerse del abrazo del fornido hombretón, el semielfo atrajo a Tika hacia él y los tres se fundieron en un círculo cerrado de amistad que no admitía ni el paso de una brizna de aire. Era el suyo un vínculo de dolor y de gloria.
Fue Riverwind quien los incitó a recobrar la cordura. Poco acostumbrado a exhibir en público sus sentimientos, el corpulento guerrero se recompuso entre toses nerviosas y retrocedió, pestañeando y adoptando una actitud ceñuda hasta ser otra vez dueño de sus actos. Tanis, bañada su rojiza barba por las lágrimas, dio a Tika un nuevo apretón y estudió el interior del local.
—¿Dónde está ese forzudo que tienes por esposo? —inquirió jovial—. ¿Dónde se ha metido Caramon?
Fue una pregunta sencilla, natural, y Tanis no estaba preparado para la reacción que provocó. Los presentes se sumieron en el silencio, como si una criatura misteriosa los hubiera confinado en un tonel y Tika, por su parte, se ruborizó y, tras farfullar unas palabras ininteligibles, encorvó la espalda a fin de levantar en el aire al enano gully y zarandearlo, con tal fuerza que los dientes de éste comenzaron a castañear.
Anonadado, el semielfo consultó al hombre de las Llanuras con los ojos, pero el bárbaro se limitó a encogerse de hombros y enarcar las cejas. Dio entonces media vuelta, resuelto a esclarecer el misterio directamente con Tika, pero lo inmovilizó el gélido contacto de unos dedos en su brazo. ¡Crysania! La había olvidado por completo.
Ahora le tocó a su semblante el turno de sonrojarse, y se apresuró a hacer las consabidas, aunque tardías, presentaciones.
—La dama que me acompaña es Crysania de Tarinius, Hija Venerable de Paladine —anunció con tono formal—. Crysania, éstos son Riverwind, príncipe de las tribus de las Llanuras, y Tika Waylan Majere.
La sacerdotisa se desanudó la capa de viaje y retiró la capucha de su cabeza, de tal manera que el Medallón quedó al descubierto y despidió chispas bajo las velas. La túnica de pura y blanca lana de oveja de la mujer asomó entre los pliegues del manto, y un murmullo de respeto y temor circuló de boca en boca.
—Una alta dignataria del culto a los dioses…
—¿Has oído bien su nombre?
—Es Crysania, la persona de confianza de…
—¡La sucesora de Elistan!
La mujer hizo una leve inclinación de cabeza mientras Riverwind se sumía en una honda y solemne reverencia y Tika, tan encendidos aún sus pómulos que parecía víctima de un ataque de fiebre, arrojaba a Raf detrás de la barra y dedicaba a la recién llegada un saludo de cortesía.
Al escuchar la mención del apellido Majere, impuesto a Tika por el matrimonio, Crysania se giró inquisidora hacia Tanis y recibió en respuesta una señal de asentimiento.
—Es para mí un honor —declaró la sacerdotisa con su voz de hielo— conocer a dos seres cuyas hazañas perduran en nuestro recuerdo como un ejemplo que a todos debería guiar.
Tika quedó turbada pero complacida ante tan elocuente alabanza. En cuanto a Riverwind, aunque su severo rostro no se alteró, Tanis detectó sin dificultad cuánto significaba para un hombre de hondas creencias como él una frase laudatoria proveniente de la sacerdotisa. El gentío que los rodeaba, y que no se había perdido aquel intercambio preliminar, aplaudió rabiosamente y prorrumpió en vítores. Otik, investido de un porte ceremonioso poco frecuente en él, condujo a los huéspedes hasta una mesa. Estaba radiante en compañía de aquellos héroes, como si hubiera organizado la guerra de modo que redundara en su beneficio.
Al sentarse, Tanis se sintió molesto a causa del griterío y la confusión del local, mas no tardó en decidir que quizá lo favorecería ya que, al menos, le daba la oportunidad de hablar con Riverwind sin ser oído. Sea como fuere, lo primordial ahora era averiguar el paradero de Caramon.
Una vez más empezó a preguntar por el desaparecido guerrero pero Tika, tras acomodarlos y apartar con grandes aspavientos a los curiosos que agobiaban a Crysania, vio que abría la boca y huyó rauda hacia la cocina.
El semielfo estaba desconcertado y deseoso de perseguir a la joven, pero las preguntas proferidas por Riverwind apartaron de su mente aquel extraño asunto. Unos minutos más tarde, ambos amigos se hallaban sumidos en una larga plática.
—Todos creen que la guerra ha concluido —afirmó Tanis—, y este hecho nos coloca en una situación más peligrosa de lo imaginable. Las alianzas entre elfos y humanos, que llegaron a ser muy sólidas en los días tenebrosos, comienzan a diluirse bajo la luz del sol. Laurana está ahora en Qualinesti, donde asiste al funeral de su padre a la vez que trata de sellar un pacto con Porthios, su terco hermano, y los Caballeros de Solamnia. El único rayo de esperanza susceptible de iluminar su camino es el que dimana de Alhana Starbreeze, la esposa de Porthios. Nunca creí que viviría lo bastante para presenciar cómo esta mujer elfa no sólo se muestra tolerante con los hombres y las otras razas de Krynn, sino que incluso los defiende frente a su intransigente marido.
—Extraño matrimonio el suyo —dijo Riverwind, a lo que el semielfo asintió con la cabeza. Los pensamientos de los dos compañeros volaron hacia la persona de su entrañable amigo, el Caballero Sturm Brightblade, quien después de su muerte fue ensalzado como el héroe de la Torre del Sumo Sacerdote. Uno y otro sabían que el corazón de Alhana yacía enterrado en la penumbra junto al de Sturm.
—No es el amor el que ha dictado ese casamiento —prosiguió Tanis tras un breve silencio—, aunque es posible que contribuya a restablecer el orden en el continente de Ansalon. ¿Qué me cuentas de tu vida, amigo? Ensombrecen y contraen tu rostro nuevas preocupaciones, si bien también es nueva la dicha que lo ilumina. Goldmoon notificó a Laurana el nacimiento de las gemelas.
—Has acertado en tu observación, hermano —fue la respuesta del hombre de las Llanuras con su proverbial timbre cavernoso—. Por un lado me inquieta sobremanera permanecer lejos del hogar y, por otro, me alegro tanto de verte que tu sola presencia alivia mi carga. Al partir dejé a dos tribus a punto de declararse la guerra. Había logrado, con ímprobos esfuerzos, mantener a sus adalides abiertos al diálogo y evitar así que se derramara una gota de sangre, pero los descontentos urden sus intrigas a mis espaldas. Sin duda aprovecharán cada minuto de mi ausencia para sacar a la luz viejas reyertas.
—Lo lamento, amigo, y aún te agradezco más que hayas venido —se solidarizó su contertulio y, tras espiar de soslayo a Crysania, se percató de que se enfrentaba a un grave problema—. Abrigaba la esperanza de que pudieras ofrecer a esta dama tu guía y protección. Se dirige —explicó con voz queda— a la Torre de la Alta Hechicería que se yergue en el Bosque de Wayreth.
Riverwind abrió los ojos en señal de alarma y desaprobación, ya que desconfiaba de los magos y de todo cuanto a ellos se refería. Tanis, que había captado el sentimiento que embargaba al bárbaro, se apresuró a reanudar su discurso:
—Veo que recuerdas bien las historias de Caramon sobre la visita realizada por Raistlin y por él mismo a ese lugar. A ellos los invitaron, mientras que Crysania ha decidido por su propia cuenta solicitar el consejo de sus moradores acerca de…
La sacerdotisa le clavó una imperiosa mirada y a continuación meneó la cabeza, de tal manera que el semielfo se vio obligado a interrumpir sus explicaciones. Se limitó a morderse el labio y repetir:
—Esperaba que accedieras a escoltarla hasta allí.
—Temí una proposición de esta índole —manifestó el hombre de las Llanuras— cuando recibí tu mensaje, por eso creí que era mi deber acudir y exponerte los motivos de mi negativa. En cualquier otro momento, como sin duda imaginas, me causaría un gran placer ayudaros y, en particular, consideraría un honor ofrecer mis servicios a una persona tan respetada. —Inclinó la cabeza ante Crysania, quien aceptó su homenaje con un esbozo de sonrisa que se difuminó al volver su mirada, sin dilación, hacia Tanis. Un surco de ira se dibujó en la frente de la altiva mujer.
»Pero es mucho lo que hay en juego —prosiguió Riverwind—. La paz que he establecido entre las tribus pende de un hilo, puesto que durante décadas han solucionado todos sus litigios mediante las armas. Y lo cierto es que nuestra supervivencia como nación y como pueblo sólo se solidificará si nos unimos, si trabajamos juntos a fin de reconstruir tanto el territorio que nos acoge como nuestra existencia.
—Lo comprendo —aseveró Tanis, conmovido por el disgusto que se evidenciaba en el rostro de su amigo al tener que rechazar su demanda. No obstante, sintió en su piel el punzante escrutinio de Crysania y asumió toda la cortesía que anidaba en sus entrañas para tranquilizarla—. No te preocupes, Hija Venerable de Paladine. Confiaremos tu cuidado a Caramon, un guerrero que vale por tres mortales corrientes, ¿me equivoco, Riverwind?
El príncipe de los queshu sonrió al evocar recuerdos de antaño.
—Es innegable que podía comer por tres mortales corrientes, como tú dices. Y su fuerza era todavía más descomunal. Nunca olvidaré cuando levantó en el aire al fornido William Sweetwater, el posadero de «El Cerdo y el Silbido», durante aquel espectáculo de… ¿dónde fue, en Flotsam o en Port Balifor…?
—Ni la ocasión en que mató a dos draconianos incrustando sus cabezas entre sí —se unió el semielfo entre risas, feliz como si los recuerdos compartidos pudieran disipar la niebla que se cernía sobre Krynn—. Ni tampoco aquel día en el reino de los enanos. Aún visualizo la escena: Caramon se ocultó detrás de Flint y… —Inclinándose hacia Riverwind, recordó en su oído el final de la anécdota y él estalló en tan incontenibles carcajadas que su faz se tornó purpúrea, al borde de la asfixia. Cuando se hubo sosegado contó a su vez otra historia, y ambos compañeros comenzaron a enlazar relatos sobre la energía de Caramon, su pericia con la espada, su valentía y su elevado sentido del honor.
—Y no hemos hablado de la ternura que, pese a su tosquedad, era capaz de transmitir. A menudo me lo represento atendiendo a Raistlin con una paciencia inagotable, llevándole en volandas siempre que los ataques de tos parecían desencajar todos los huesos del mago…
Lo interrumpió un grito agónico, sucedido por un golpe seco y violento. Al darse la vuelta, sin salir de su asombro, Tanis descubrió la figura de Tika frente a él. Tenía el rostro blanco como la cera, sus ojos verdes centelleaban bajo un torrente de lágrimas.
—¡Partid sin tardanza! —les suplicó a través de unos labios que la sangre había cesado de regar—. ¡Por favor, Tanis, no hagas preguntas y abandona la posada ahora mismo! —Le sujetó por el brazo y hundió las uñas, dolorosamente, en su carne.
—En nombre de los Abismos, ¿qué sucede aquí? —Inquirió el semielfo sin escuchar su absurdo ruego mientras se encaraba, exasperado, con la desolada muchacha.
Respondió a su urgente demanda un colosal crujido de la puerta de la posada que se abrió de par en par, empujada por una tremenda fuerza desde el exterior. Tika dio un salto atrás, convulsionado su semblante por un terror tan invencible que impulsó al semielfo a girarse hacia el dintel con la mano cerrada en torno a la empuñadura de su espada. Riverwind también reaccionó rápidamente: se puso en pie y se acercó a Tanis.
Una inmensa sombra llenó el umbral, extendiendo un lóbrego manto sobre la estancia. El alegre alboroto de los presentes cesó de inmediato, para transformarse en un zumbido inconcreto de quejas que nadie osaba expresar en voz alta.
Al recordar a las criaturas misteriosas y perversas que los perseguían, Tanis desenvainó la espada y se situó entre el oscuro contorno y Crysania. Sentía, aunque no podía ver su imagen, a Riverwind apostado tras él y resuelto a respaldarlo.
«De modo que nos han dado alcance», recapacitó el semielfo, ansioso en su fuero interno de enfrentarse a aquel terror vago e ignoto. Fijó los ojos en la grotesca masa que ahora se aproximaba a la luz.
Se trataba de un hombre muy corpulento pero, al escudriñarle con mayor atención, Tanis advirtió que su cinto gigantesco se diluía en una flácida capa de grasa. En efecto, su vientre demasiado contenido se desbordaba en mantecosos rollos por encima de los calzones y la mugrienta camisola no le cubría el ombligo, era muy poco paño para tal exuberancia de carnes. Las facciones, ocultas en parte bajo una barba de tres días, enmarcaban unas mejillas encendidas con un calor que nada tenía de natural, y que se hacía visible en grandes manchas irregulares. Por su parte, el cabello le caía en sucias greñas sobre la frente. También resultaba curioso el atuendo de aquel hercúleo humano ya que, pese a exhibir todas las huellas del polvo, el vómito y el áspero licor conocido como «aguardiente de los enanos», era de fina textura y rememoraba tiempos mejores.
Tanis bajó la espada, sintiéndose como un necio. Se hallaba ante una ruina devastada por el alcohol, acaso el fanfarrón de Solace, incapaz de usar otros medios distintos que su tamaño para intimidar a los ciudadanos. Lo contempló con una mezcla de lástima y repugnancia, mientras se decía que aquel pobre diablo no le era desconocido. Había en él algo familiar que no atinaba a definir y dedujo, tras unos segundos de reflexión, que debía haberse topado con él durante sus años de residencia en el lugar y ahora, debido a su evidente declive, no lograba identificarlo.
Hizo ademán de volverle la espalda pero, sorprendido, se detuvo al constatar que las miradas de los parroquianos confluían en él como una súplica expectante.
«¿Qué quieren que haga yo? ¿Atacarlo? ¡Vaya héroe sería si derribase al borrachín de la ciudad!», pensó en pleno acceso de cólera.
Un sollozo a escasa distancia interrumpió el curso de sus cavilaciones. Era Tika quien gemía, a la vez que se dejaba caer en una silla y, enterrado el rostro entre las manos, rompía a llorar como si le hubieran destrozado el corazón.
—Te pedí que abandonaras el local —logró articular en su llanto.
El perplejo Tanis consultó a Riverwind con la mirada, pero el hombre de las Llanuras estaba tan ignorante de la situación como su amigo y así se lo dio a entender. En el curso de estos breves intercambios, el intruso había avanzado unos pasos inseguros hacia el centro del local, y no cesaba de lanzar enfurecidos improperios contra todos.
—¿Qué es esto? ¿U-una fiesta? Y n-nadie ha in-invitado a su viejo… na-nadie me ha invitado a mí, p-por lo que veo.
No obtuvo respuesta. Los grupos reunidos en torno a las mesas se obstinaban en dirigir sus ojos hacia Tanis, con tal insistencia que incluso el borrachín se fijó en él. Intentó frenar el torbellino que giraba en su mente y le impedía distinguir al semielfo con claridad. A su pesado estupor vino a sumarse un incierto enfado hacia aquel personaje a quien reprochaba los males que él mismo se infligía. Pero, de forma repentina, sus pupilas se dilataron, sus labios se ensancharon en una sonrisa alelada y su cuerpo entero se inclinó hacia adelante, al mismo tiempo que extendía los brazos.
—Tanis, ami…
—¡En nombre de los dioses! —exclamó el interpelado, reconociéndolo al fin.
El colosal individuo, en su vacilante zancada, tropezó contra una silla y permaneció unos momentos meciéndose inestable, cual el árbol recién talado antes de venirse abajo. Sus iris danzaban de un lado a otro, tan enloquecidos que la muchedumbre, asustada, se apartó de él. Con un estrépito que sacudió los cimientos de la posada Caramon Majere, otro héroe de la Lanza, se derrumbó a los pies de Tanis.