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Sin previo aviso

Me encontraba junto a la ventana de la taberna de Anker’s, contemplando la nevada y haciendo girar con los dedos, distraído, el anillo de Denna. El invierno dejaba caer todo su peso sobre la Universidad, y Denna ya llevaba más de un mes sin aparecer. Faltaban tres horas para mi clase con Elodin, y trataba de decidir si la escasa posibilidad de encontrar a Denna merecía que recorriera el largo y frío camino hasta Imre.

Mientras estaba de pie allí entró por la puerta un ceáldico, dando pisotones para desprender la nieve de sus botas y mirando alrededor con curiosidad. Todavía era temprano, y yo era la única persona en la taberna.

El ceáldico se me acercó; unos copos de nieve atrapados en su barba se derritieron hasta convertirse en relucientes gotas de agua.

—Perdona que te moleste. Busco a una persona —dijo, y me sorprendió comprobar que no tenía ni rastro de acento ceáldico. Se llevó una mano dentro del largo abrigo y sacó un sobre grueso con sello de color rojo sangre—. Ku-voz-e —leyó despacio, y giró el sobre hacia mí para que pudiera verlo yo también.

Kvothe, Posada Anker’s

Universidad (tres kilómetros al oeste de Imre)

Belenay-Barren

Mancomunidad Central

Era la letra de Denna.

—En realidad es Kvothe —dije distraídamente—. La «v» y la «e» son mudas.

El hombre se encogió de hombros y preguntó:

—¿Eres tú?

—Sí —confirmé.

Él asintió, satisfecho.

—Mira, esto me lo dieron en Tarbean hace un ciclo. Se lo compré a uno por un penique duro. Dijo que se lo había comprado a un marinero en Junpui por un sueldo de plata víntico. No recordaba el nombre de la ciudad donde lo había conseguido el marinero, pero era del interior.

Me miró a los ojos.

—Te cuento todo esto para que no pienses que intento timarte. Pagué un penique duro, y he venido desde Imre pese a que tenía que desviarme de mi camino. —Echó un vistazo a la taberna—. Pero supongo que al dueño de una posada tan bonita como esta no le importará pagarle a un mensajero lo que merece.

—Esta posada no es mía —dije riendo—. Yo solo tengo una habitación aquí.

—Ah —repuso él, un tanto decepcionado—. Te he visto aquí de pie y me ha parecido que tenías aires de amo y señor. En fin, comprenderás que necesito recuperar mi dinero.

—Sí —dije—. ¿Qué precio te parece justo?

Me miró de arriba abajo examinando mi vestimenta.

—Supongo que me contentaría con recuperar mi penique duro y añadirle un penique blando.

Saqué la bolsa del dinero y rebusqué. Por suerte, había jugado a cartas unas cuantas noches y tenía algo de moneda atur.

—Me parece bien —dije, y le entregué el dinero.

El hombre fue hacia la puerta, pero antes de abrirla se volvió.

—Por curiosidad —dijo—, ¿habrías pagado dos peniques duros por el sobre?

—Seguramente —admití.

Kist —blasfemó; salió a la calle, y la puerta se cerró de un golpazo.

Era un sobre de pergamino grueso, arrugado, manchado y manoseado. En el sello había un ciervo rampante ante un barril y un arpa. Lo apreté con los dedos y lo rasgué al mismo tiempo que me sentaba.

Kvothe:

Siento mucho haberme marchado de Imre sin previo aviso. Te mandé un Mensaje la noche de mi partida, pero supongo que no lo recibiste.

Me he marchado al extranjero en busca de pastos más verdes y mejores Oportunidades. Me gusta Imre, donde puedo disfrutar del placer de tu Ocasional, aunque Esporádica, compañía, pero es una ciudad muy cara para vivir, y últimamente mis perspectivas son magras.

Yll es muy bonita, hay suaves colinas por todas partes. Me encanta su clima; es más templado y el aire huele a mar. Quizá pueda pasar todo el invierno sin que mis pulmones me obliguen a guardar cama. Sería el primero desde hace años.

He pasado un tiempo en los Pequeños Reinos, donde presencié una escaramuza entre dos bandas de jinetes. Nunca había oído tanto estruendo de caballos. También he pasado un tiempo en el mar, y he aprendido todo tipo de nudos marineros y a escupir correctamente. Mi repertorio de palabrotas también se ha ampliado notablemente.

Si me lo pides educadamente la próxima vez que nos veamos, quizá te haga una exhibición de mis recién adquiridas habilidades.

He visto a mi primer Mercenario adem. (Aquí los llaman camisas de sangre). Es una mujer no más alta que yo, con unos asombrosos ojos grises. Es hermosa, pero extraña y callada, y nunca se está quieta. No la he visto pelear, y creo que no quiero verlo. Pero siento curiosidad.

Sigo enamorada del arpa. Ahora me hospedo con un caballero muy capacitado (cuyo nombre prefiero no mencionar) para pogresar en mis estudios del instrumento.

Mientras Escribía esta carta he bebido un poco de vino. Te lo digo para justificar cómo acabo de escribir la palabra Progesar. Progresar. Kist. Ya sabes lo que quiero decir.

Perdóname por no haberte puesto unas líneas antes, pero he viajado mucho y hasta ahora no tenía el Material necesario para escribir una Carta. Ahora que ya la he escrito, supongo que tardaré un tiempo en encontrar a algún viajero de confianza que ponga esta misiva en el largo camino hacia ti.

Pienso mucho en ti, y con cariño.

Un abrazo,

D.

p. d.: Espero que el estuche del laúd te sea útil.

Ese día, la clase de Elodin comenzó de forma extraña.

Para empezar, Elodin llegó puntual. Nos pilló desprevenidos, pues los seis alumnos que quedábamos en su clase nos habíamos habituado a dedicar los veinte o treinta primeros minutos de la clase a charlar, a jugar a las cartas y a quejarnos por lo poco que estábamos aprendiendo. Ni siquiera vimos al maestro nominador hasta que, tras recorrer la mitad de los escalones del aula, se puso a dar palmadas para llamar nuestra atención.

El segundo detalle extraño fue que Elodin llevaba su túnica de gala. Se la había visto usar en otras ocasiones que lo requerían, pero siempre de mala gana. Durante el proceso de admisiones, por ejemplo, siempre iba con la túnica arrugada y descuidada.

Ese día, en cambio, Elodin llevaba aquella prenda como era debido. Parecía recién lavada y planchada. Tampoco iba desgreñado, como era habitual en él. Me pareció que se había cortado y peinado el pelo.

Llegó al frente del aula, subió a la tarima y se colocó detrás del atril. Eso, más que ninguna otra cosa, hizo que todos nos enderezásemos y prestáramos atención. Elodin nunca utilizaba el atril.

—Hace mucho tiempo —dijo sin preámbulos—, la gente venía aquí a aprender cosas secretas. Hombres y mujeres acudían a la Universidad a estudiar la forma del mundo.

Elodin nos miró a todos.

—En esta antigua Universidad no había ninguna asignatura más valorada que la Nominación. Todo lo demás era metal común. Los nominadores se paseaban por estas calles como dioses minúsculos. Hacían cosas terribles y maravillosas, y todos los envidiaban.

»Los estudiantes solo ascendían en el escalafón mediante su habilidad en nominación. Un alquimista sin habilidad en nominación era considerado un desgraciado, y no merecía más respeto que un cocinero. La simpatía se inventó aquí, pero un simpatista sin nominación era lo mismo que un cochero. Un artífice sin dominio de los nombres era poco más que un zapatero o un herrero.

»Todos venían a aprender los nombres de las cosas —continuó Elodin; sus oscuros ojos nos miraban con intensidad, y hablaba con una voz resonante y conmovedora—. Pero la nominación no se puede enseñar mediante reglas ni memorización. Enseñar a alguien a ser nominador es como enseñar a alguien a enamorarse. Es inútil. Es imposible.

El maestro nominador esbozó una sonrisa, y por primera vez volvió a ser el de siempre.

—Sin embargo, los estudiantes intentaban aprender. Y los maestros intentaban enseñar. Y a veces lo conseguían.

»¡Felá! —exclamó señalándola, y le hizo señas para que se acercara—. Ven aquí.

Felá se levantó; nerviosa, subió a la tarima y se colocó junto a Elodin.

—Todos habéis escogido el nombre que queréis aprender —dijo Elodin recorriéndonos con la mirada—. Y todos os habéis aplicado a vuestros estudios con diferentes grados de dedicación y éxito.

Contuve el impulso de desviar la mirada, avergonzado, consciente de que mis esfuerzos habían sido poco entusiastas, por no decir algo peor.

—Donde vosotros habéis fracasado, Felá ha tenido éxito —prosiguió Elodin—. Ella ha encontrado el nombre de la piedra… —se volvió un poco hacia ella—, ¿cuántas veces?

—Ocho —contestó Felá agachando la cabeza y retorciéndose turbada las manos.

Los otros alumnos murmuramos, sinceramente impresionados. Felá nunca había mencionado su logro en nuestras frecuentes sesiones de quejas.

Elodin asintió con la cabeza, como si aprobara nuestra reacción.

—Cuando todavía enseñábamos nominación, los nominadores nos enorgullecíamos de nuestra destreza. Un alumno que obtenía el dominio de un nombre recibía un anillo como prueba de su habilidad. —Elodin estiró un brazo y abrió la mano ante Felá, revelando una piedra de río, lisa y oscura—. Y esto es lo que hará Felá ahora, como prueba de su aptitud.

Felá miró a Elodin, perpleja. Su mirada pasó sucesivamente del maestro a la piedra, palideciendo por momentos.

Elodin compuso una sonrisa tranquilizadora.

—Vamos —dijo con dulzura—. Tú sabes, en tu corazón secreto, que eres capaz de esto. Y de más.

Felá se mordió el labio inferior y cogió la piedra, que en sus manos parecía más grande que en las del maestro. Cerró los ojos un momento y respiró hondo. Soltó el aire despacio, levantó la piedra y la puso a la altura de sus ojos, de manera que la piedra fue lo primero que vio al abrirlos de nuevo.

Felá miró fijamente la piedra y se produjo un largo silencio. La atmósfera fue cargándose, hasta tensarse como una cuerda de arpa. Noté que el aire vibraba.

Pasó un largo minuto. Dos largos minutos. Tres minutos terriblemente largos.

Elodin suspiró ruidosamente, rompiendo la tensión.

—No, no, no —dijo, y chascó los dedos ante la cara de Felá para atraer su atención. Entonces le tapó los ojos con una mano—. La estás mirando. No la mires. Ahora, ¡mírala! —Retiró la mano.

Felá levantó la piedra y abrió los ojos. En ese mismo instante, Elodin le dio una palmada en la nuca.

Felá giró la cabeza con gesto de indignación. Pero Elodin se limitó a señalar la piedra que ella todavía sostenía.

—¡Mira! —dijo el maestro, emocionado.

Felá bajó la vista hacia la piedra, y sonrió como si viera a un viejo amigo. La tapó con una mano y se la acercó a la boca. Movió los labios.

Se oyó un brusco chasquido, como el que produce una gota de agua al caer en una sartén llena de grasa caliente. Hubo unos cuantos chasquidos más, fuertes y seguidos, como el crujir de los nudillos de un anciano, o como una tormenta de granizo golpeando un tejado de pizarra.

Felá abrió la mano y de ella se derramó un chorro de arena y grava. Con dos dedos, rebuscó entre los restos de la piedra y sacó un anillo de piedra negra. Era redondo como una taza y liso como el cristal pulido.

Elodin rio, triunfante, antes de envolver a Felá en un entusiasta abrazo. Felá abrazó también al maestro, emocionada. Juntos dieron varios pasitos, entre bailando y tambaleándose.

Sin dejar de sonreír, Elodin extendió una mano. Felá le dio el anillo, y él lo examinó atentamente y asintió con la cabeza.

—Felá —dijo con seriedad—, te asciendo al rango de Re’lar. —Sostuvo el anillo en alto—. Dame la mano.

Casi con timidez, Felá le tendió la mano. Pero Elodin negó con la cabeza.

—La izquierda —dijo con firmeza—. La derecha significa otra cosa. Ninguno de vosotros está preparado para eso todavía.

Felá le tendió la otra mano, y Elodin le puso el anillo de piedra en el dedo. El resto de la clase empezamos a aplaudir, y nos agolpamos para ver lo que Felá acababa de hacer.

Felá sonrió, radiante, y extendió la mano para que todos pudiéramos ver el anillo. El anillo no era liso, como a mí me había parecido, sino que estaba cubierto de un millar de facetas planas y diminutas. Se rodeaban unas a otras dibujando un sutil remolino que no se parecía a nada que yo hubiera visto hasta entonces.