Son muchas las personas sin cuya colaboración esta novela no existiría. Para adentrarme en el territorio del tango fue decisivo en Buenos Aires el asesoramiento de Horacio Ferrer, José Gobello, Marcelo Oliveri y Óscar Conde. A Gabriel di Meglio, de Eternautas, debo una primera visita al barrio de Barracas, más tarde completada por Gabriela Puccia, que puso a mi disposición las memorias de su padre, Enrique Puccia, cuyos recuerdos me permitieron imaginar la infancia suburbial de Max Costa. Marco Tropea aportó interesante información sobre la Italia de los años sesenta, del mismo modo que algunos detalles importantes sobre la Francia de 1937 los debo a la amistad de Étienne de Montety. De Michele Polak y su librería anticuaria de París obtuve libros y folletos para describir la vida a bordo del transatlántico Cap Polonio. El duelo Keller-Sokolov debe mucho a la colaboración entusiasta de Leontxo García, que con su generosidad habitual resolvió complejos problemas tácticos y me facilitó acceso libre a la parte menos pública de los mejores jugadores de ajedrez del mundo. Conchita Climent y Luis Salas aportaron material para construir la vida profesional del compositor Armando de Troeye, el embajador Julio Albi me detalló algunos usos diplomáticos del período de entreguerras, el comisario Juan Antonio Calabria resolvió problemas de índole policial, Asya Goncharova me ayudó en las complejidades del habla y el carácter de los ajedrecistas soviéticos, y con el experto asesoramiento de José López y Gabriel López abrí mi primera caja fuerte. Mi agradecimiento quedaría incompleto si no incluyese a mis amigos el escritor y periodista argentino Jorge Fernández Díaz y el editor uruguayo Fernando Esteves.