Le ha costado llegar hasta allí. Antes de componerse la ropa con ademán instintivo y llamar a la puerta, Max se mira en un espejo del pasillo para comprobar los estragos visibles. Para establecer cuánto han progresado el dolor, la vejez y la muerte desde la última vez. Pero no hay nada extraordinario en su apariencia. No demasiado, al menos. La toalla mojada, observa en el espejo con una mezcla de amargura y alivio, ha cumplido su función: las únicas huellas en la palidez de su rostro son unos cercos violáceos de fatiga bajo los párpados inflamados. También los ojos se ven enrojecidos y febriles, con el blanco inyectado en sangre como si centenares de minúsculas venas hubiesen reventado en su interior. Lo peor, sin embargo, es lo que no está a la vista, concluye cuando da los últimos pasos hacia la habitación de Mecha Inzunza, deteniéndose para apoyar una mano en la pared mientras recobra el aliento: los hematomas en el pecho y el vientre; el pulso lento e irregular que lo fatiga, exigiendo en cada movimiento un esfuerzo supremo que sigue cubriéndolo de sudor frío, bajo la ropa cuyo roce lacera su piel dolorida; el malestar agudo que le entorpece el paso, y que sólo con esfuerzo de voluntad logró disimular, irguiéndose a duras penas, mientras cruzaba el vestíbulo del hotel. Y, sobre todo, el deseo intenso, irreprimible, de tumbarse en cualquier sitio, cerrar los ojos y dormir un sueño largo. Sumirse en la paz de un vacío apacible como la muerte.
—Dios mío… Max.
Ella está en la puerta de la habitación, mirándolo con asombro. La sonrisa que él se esfuerza en mantener no debe de tranquilizarla en absoluto, pues se apresura a tomar a Max por un brazo, sosteniéndolo pese a la débil negativa de él, que se esfuerza en dar los siguientes pasos sin ayuda.
—¿Qué ocurre? ¿Estás enfermo?… ¿Qué te pasa?
No responde. El camino hasta la cama se hace interminable, pues flaquean sus rodillas. Al fin se quita la chaqueta y se sienta sobre la colcha con inmenso consuelo, los brazos cruzados sobre el vientre, reprimiendo un gemido de dolor al doblar el cuerpo.
—¿Qué te han hecho? —comprende ella, al fin.
No recuerda haberse tumbado, pero así está ahora, boca arriba. Es Mecha la que ocupa el borde de la cama, una mano sobre la frente de él y otra tomándole el pulso mientras lo mira alarmada.
—Una conversación —logra decir Max al fin, con voz sofocada—. Sólo ha sido… una conversación.
—¿Con quién?
Encoge los hombros con indiferencia. La sonrisa que acompaña ese ademán se diluye, sin embargo, en su rostro crispado.
—Da igual con quién.
Extiende Mecha la mano hacia el teléfono que está en la mesilla.
—Voy a llamar a un médico.
—Déjate de médicos —le sujeta débilmente el brazo—. Sólo estoy muy cansado… Dentro de un rato estaré bien.
—¿Ha sido la policía? —la inquietud de ella no parece referirse sólo a la salud de Max—. ¿La gente de Sokolov?
—Nada de policía. De momento, todo queda en familia.
—¡Malditos! ¡Puercos!
Intenta él componer una sonrisa estoica, pero sólo alcanza una mueca maltrecha.
—Ponte en su lugar —los justifica—. Menuda jugarreta.
—¿Denunciarán el robo?
—No me dio esa impresión —se palpa con cautela el vientre dolorido—. En realidad, mis impresiones fueron otras.
Mecha lo mira como si no comprendiera. Al fin asiente mientras le acaricia dulcemente el despeinado pelo gris.
—¿Te llegó mi envío? —pregunta él.
—Claro que llegó. Está bien guardado.
Nada más fácil, se dice Max. Un inocente paquete en manos de Tiziano Spadaro a nombre de Mercedes Inzunza, llevado a la habitación por un botones. Viejas maneras de disponer las cosas. El arte de lo simple.
—¿Lo sabe tu hijo?… ¿Lo que he hecho?
—Prefiero esperar a que termine el duelo. Con Irina ya tiene preocupaciones de sobra.
—¿Qué hay de ella? ¿Sabe que la habéis descubierto?
—Todavía no. Y espero que tarde en sospecharlo.
Un espasmo doloroso, que llega de pronto, hace gemir a Max. Ella intenta desabotonarle la camisa húmeda de sudor.
—Déjame ver qué tienes ahí.
—Nada —se niega él, apartando las manos de la mujer.
—Dime qué te han hecho.
—Nada serio. Lo repito: sólo tuvimos una conversación.
El doble reflejo dorado lo contempla con tanta fijeza que Max casi puede observarse en él. Me gusta que ella me mire de ese modo, decide. Me gusta mucho. Sobre todo, hoy. Ahora.
—Ni una palabra, Mecha… No dije ni una palabra. No admití nada. Ni siquiera sobre mí mismo.
—Lo sé. Te conozco, Max… Lo sé.
—Quizá no lo creas, pero no me costó demasiado. Me daba igual, ¿comprendes?… Lo que me hicieran.
—Fuiste muy valiente.
—No era valor. Era sólo eso que digo. Indiferencia.
Respira hondo, intentando recobrar la energía perdida, aunque a cada inspiración le duela todo de un modo terrible. Se siente tan fatigado que podría dormir durante días. El pulso sigue latiendo irregular, como si su corazón se vaciara en ocasiones. Ella parece advertirlo, preocupada. Se levanta y trae un vaso de agua que él bebe a sorbos cortos, con precaución. El líquido le alivia la boca ardiente, pero duele al llegar al estómago.
—Deja que avise a un médico.
—Olvídate de médicos… Sólo necesito descansar. Dormir un poco.
—Claro —Mecha le acaricia el rostro—. Duérmete tranquilo.
—No puedo quedarme en el hotel. No sé qué ocurrirá… Aunque ellos no me denuncien directamente, tendré problemas. Tengo que volver a Villa Oriana y devolver la ropa, el coche… Todo.
Hace un movimiento inquieto para incorporarse, pero ella lo retiene con dulzura.
—No te preocupes. Descansa. Eso puede esperar unas horas. Iré a tu habitación y dejaré hecho el equipaje… ¿Tienes la llave?
—Está en mi chaqueta.
Le acerca otra vez el vaso y Max bebe un poco más, hasta que el malestar del estómago se vuelve insoportable. Después recuesta la cabeza, fatigado.
—Lo hice, Mecha.
Hay un vago orgullo en esas palabras. Ella lo advierte y sonríe con pensativa admiración.
—Sí, lo hiciste. Por Dios que sí. Impecablemente bien.
—Cuando sea oportuno, dile a tu hijo que fui yo.
—Se lo diré… No te quepa duda.
—Cuéntale que subí allí y les quité ese maldito libro. Ahora la muchacha y ese libro están empatados, ¿no?… Como decís en ajedrez, hacen tablas.
—Claro.
Sonríe él, esperanzado.
—Tal vez tu hijo llegue a ser campeón del mundo… Quizá entonces yo le caiga mejor.
—Estoy convencida de eso.
Se incorpora él un poco, tomándola por la muñeca con súbita ansiedad.
—Ahora puedes decírmelo. No es mío, ¿verdad?… No estás segura, al menos. De que lo sea.
—Duérmete, anda —ella lo hace recostarse de nuevo—. Viejo rufián. Maravilloso idiota.
Max descansa. Profundamente a ratos, en duermevela otros. A veces se sobresalta y gime desconcertado, al término de pesadillas inconexas y desprovistas de sentido. Hay un dolor físico y otro soñado que se superponen y mezclan, compitiendo en intensidad sin que sea fácil distinguir entre sensaciones reales e imaginarias. Cada vez que abre los ojos tarda en identificar el lugar donde se encuentra: la luz exterior se ha extinguido paulatinamente hasta difuminar los objetos de la habitación, y ahora sólo hay sombras. La mujer sigue a su lado, recostada en el cabecero de la cama sin deshacer: una sombra algo más clara que cuantas circundan a Max, el calor de su cuerpo cercano y la brasa de un cigarrillo.
—¿Cómo estás? —pregunta ella, al advertir que se ha movido y está despierto.
—Cansado. Pero me encuentro bien… Quedarme así, quieto, alivia mucho. Necesitaba dormir.
—Aún lo necesitas. Duérmete de nuevo. Yo vigilo.
Quiere mirar Max en torno, aún confuso. Intentando recordar cómo llegó allí.
—¿Qué pasa con mis cosas? ¿Con mi maleta?
—Está hecha. La traje. La tienes ahí, junto a la puerta.
Cierra él los ojos con alivio: el bienestar de quien, por el momento, no necesita hacerse cargo de situación alguna. Y al fin recuerda el resto.
—Tantos años como casillas del ajedrez, dijiste.
—Así es.
—No fue por tu hijo… No lo hice por él.
Mecha apaga el cigarrillo.
—No del todo, quieres decir.
—Sí. Puede que quiera decir eso.
Ella se ha movido un poco, apartándose del cabecero de la cama para acomodarse a su lado, más cerca.
—Aún no sé por qué empezaste esto —dice en voz muy baja.
La oscuridad vuelve la situación extraña, piensa él. Irreal. Nos diríamos en otro tiempo. En otro mundo. En otros cuerpos.
—¿Por qué vine al hotel, y todo lo demás?
—Eso es.
Sonríe Max, consciente de que ella no puede ver su cara.
—Quise ser otra vez el que era —responde con sencillez—. Sentirme como entonces… Entre los más absurdos de mis proyectos estaba la posibilidad de robarte de nuevo.
Ella parece asombrada. Y escéptica.
—No pretenderás que te crea.
—Puede que robar no sea la palabra. Seguramente no lo es. Pero tenía intención de hacerlo. No por dinero, claro. No por…
—Ya —lo interrumpe, convencida al fin—. Entiendo.
—El primer día registré esta habitación. Olfateaba tu huella, figúrate: veintinueve años después, reconociéndote en cada objeto. Y encontré el collar.
Aspira Max la cercanía de la mujer, atento a las sensaciones. Ella huele a tabaco mezclado con un resto de perfume muy suave. Por un momento se pregunta también si su piel desnuda, marchita, moteada por el tiempo, aún olerá como cuando se abrazaban en Niza o Buenos Aires. Seguramente no, concluye. O sin duda. Como tampoco la de él.
—Me proponía robarte el collar —dice tras un silencio—. Sólo eso. Seducirte por tercera vez, de algún modo. Llevármelo como la noche que volvimos de La Boca.
Mecha se queda callada un momento.
—Ese collar ya no vale lo que cuando nos conocimos —dice al fin—. Dudo que ahora obtuvieras por él ni la mitad.
—No se trata de eso. De que valga más o menos. Era una forma de… Bueno. No sé. Una forma.
—¿De sentirte joven y triunfador?
Niega él con la cabeza, en la oscuridad.
—De decirte que no he olvidado. Que no olvidé.
Otro silencio. Y otra pregunta.
—¿Por qué nunca te quedaste?
—Eras un sueño hecho carne —él medita la respuesta, esforzándose en ser preciso—. Un misterio de otro mundo. Jamás imaginé que tuviera derecho.
—Lo tenías. Delante de tus estúpidos ojos.
—No podía verlo. Era imposible… No encajaba en mi manera de mirar.
—Tu sable y tu caballo, ¿verdad?
Max hace un esfuerzo sincero por recordar.
—No me acuerdo de eso —concluye.
—Claro. Pero yo sí. Recuerdo cada una de tus palabras.
—De cualquier modo, siempre me sentí de paso en tu vida.
—Es extraño que digas eso. Fui yo quien siempre se sintió de paso en la tuya.
Ella se ha levantado, acercándose a la ventana. Allí descorre un poco la cortina, y la luz eléctrica del exterior, que asciende desde la terraza del hotel, perfila su silueta oscura e inmóvil, en contraluz.
—Toda mi vida se nutrió de aquello, Max. De nuestro tango silencioso en el salón de palmeras del Cap Polonio… Del guante que puse en tu bolsillo esa noche en La Ferroviaria: el que al día siguiente fui a buscar a tu habitación, en la pensión de Buenos Aires.
Asiente él, aunque ella no pueda verlo.
—El guante y el collar… Sí. Recuerdo la luz de aquella ventana en las baldosas del suelo y sobre la cama. Tu cuerpo desnudo y mi asombro al verte tan hermosa.
—Dios mío —susurra ella, como para sí misma—. Eras guapísimo, Max. Elegante y guapísimo. Un perfecto caballero.
Ríe él, esquinado. Entre dientes.
—Nunca fui eso —responde.
—Lo fuiste más que la mayor parte de los hombres que conocí… Un caballero auténtico es aquel a quien, siéndolo, no le importa serlo o no.
Se acerca de nuevo a la cama. Ha dejado la cortina entreabierta a su espalda, y la sobria claridad exterior delimita contornos en la penumbra de la habitación.
—Lo que me fascinó desde el principio fue tu ambición sin pasiones ni codicia… Esa flemática ausencia de esperanza.
Está junto a la cama y enciende otro cigarrillo. La llama del fósforo ilumina sus dedos huesudos de uñas cuidadas, los ojos que miran a Max, la frente cruzada de arrugas bajo el cabello gris muy corto.
—Dios mío. Me hacías temblar con sólo tocarme.
Sacude la llama y sólo queda la brasa. También, como un rescoldo gemelo, un suave reflejo cobrizo en los iris dorados.
—Yo sólo era joven —responde él—. Un cazador atento a sobrevivir. Tú sí eras lo que he dicho antes: hermosa como un sueño… Uno de esos milagros a los que sólo tenemos derecho los hombres cuando somos jóvenes y audaces.
Ella sigue en pie junto a la cama, ante Max, silueteada en la penumbra.
—Era asombroso… Aún lo haces —se reaviva dos veces el punto rojo del cigarrillo—. ¿Cómo puedes conseguirlo, después de tanto tiempo?… Sabías hacer juegos de prestidigitación con los gestos y las palabras, como si llevaras puesto un antifaz de inteligencia. Decías algo que posiblemente no era tuyo, tomado al paso de una revista o de una conversación ajena, y que sin embargo me erizaba la piel; y aunque veinte segundos después lo había olvidado, mi piel seguía erizada… Todavía me pasa. Mira, tócame. Eres un viejo apaleado y sin fuerzas, y aún me ocurre eso contigo. Te lo juro.
Ha acercado un brazo a Max, buscando su mano. Es cierto lo de la piel, comprueba éste. Cálida y suave aún, pese a los años. En aquella semioscuridad, la silueta alta y esbelta parece la misma que en otro tiempo conoció.
—Esa sonrisa tuya, tranquila y canalla… También audaz, sí. Ésa la conservas, a pesar de todo. La vieja sonrisa del bailarín mundano.
Se tumba a su lado, sobre la colcha. De nuevo el olor próximo, la cálida cercanía. El punto rojo se aviva en su perfil, tan cerca que Max siente en el rostro el calor del cigarrillo.
—Cada vez que acariciaba a mi hijo, cuando era pequeño, creía estar acariciándote a ti. Y aún me ocurre cuando lo miro. Te veo en él.
Un silencio. Después la oye reír suavemente, casi dichosa.
—Su sonrisa, Max… ¿De verdad no reconoces esa sonrisa?
Tras decir eso, ella se incorpora un poco, busca a tientas en la mesilla de noche y apaga el cigarrillo.
—Descansa, relájate —añade—. Hazlo por una vez en tu vida. Ya he dicho que yo vigilo.
Se ha acurrucado muy cerca, pegada a él. Max entorna los ojos, complacido. Sereno. Por alguna extraña razón que no intenta analizar, se siente inclinado a referirle a ella una vieja historia.
—Estuve por primera vez con una mujer a los dieciséis años —evoca lentamente, en voz baja—, cuando trabajaba de botones en el Ritz de Barcelona… Yo era muy alto para mi edad, y ella una cliente madura, elegante. Al fin se las ingenió para hacerme entrar en su habitación… Cuando comprendí, me las arreglé lo mejor que supe. Y al terminar, mientras me vestía, ella me dio un billete de cien pesetas. Al irme, ingenuamente, acerqué la cara para darle un beso, pero retiró el rostro irritada, con expresión de fastidio… Y más tarde, cuando me crucé con ella en el hotel, ni se dignó mirarme.
Se calla un momento, buscando un matiz o un detalle que le permitan situar de modo exacto lo que acaba de contar.
—En aquellos cinco segundos —añade al fin—, mientras esa mujer apartaba el rostro, aprendí cosas que nunca olvidé.
Ahora el silencio es largo. Mecha ha estado escuchando muy quieta y callada, la cabeza contra el hombro de él. Al fin se mueve un poco, acercándose más. En su cuerpo delgado, casi frágil, los senos se sienten pequeños y mezquinos a través de la blusa; muy distintos a como él los recuerda. Por alguna singular razón, eso lo conmueve. Lo enternece.
—Te amo, Max.
—¿Todavía?
—Todavía.
Se buscan la boca instintiva y dulcemente, casi con fatiga. Un beso melancólico. Tranquilo. Después permanecen inmóviles, sin deshacer el abrazo.
—¿Fueron tan difíciles estos últimos años? —pregunta ella más tarde.
—Pudieron ser mejores.
Es una escueta manera de definirlo, piensa apenas lo dice. Después, en voz baja y desapasionada, desgrana una letanía melancólica: la decadencia física, la competencia de sangre joven adaptada al mundo nuevo. Y al final, rematándolo todo, una temporada de cárcel en Atenas, consecuencia de varios errores y desastres sucesivos. No fue demasiado tiempo, pero al salir de prisión estaba acabado. Su experiencia sólo servía para sobrevivir con pequeñas estafas y empleos baratos, o frecuentar lugares donde ganarse la vida trampeando. Durante un tiempo, Italia fue buen lugar para eso; pero al final ni siquiera la apariencia lo acompañaba. El empleo con el doctor Hugentobler, cómodo y seguro, había sido un verdadero golpe de suerte, ahora arruinado por completo.
—¿Qué será de ti? —pregunta Mecha después de un silencio.
—No lo sé. Buscaré la manera, supongo. Siempre supe cómo.
Ella se remueve entre sus brazos como si iniciara una protesta.
—Yo podría…
—No —la inmoviliza él, estrechándola más fuerte.
Se queda quieta de nuevo. Max tiene los ojos abiertos a las sombras y ella respira despacio, suavemente. Durante un rato parece dormida. Al fin se mueve otra vez, un poco, rozando su rostro con los labios.
—Recuerda de todos modos —susurra— que te debo una taza de café si alguna vez pasas por Lausana. A verme.
—Bien. Puede que pase alguna vez.
—Recuérdalo, por favor.
—Sí… Lo recordaré.
Durante un momento, a Max —estupefacto por la coincidencia— le parece que en algún lugar lejano suenan las notas familiares de un tango. Quizá se trata de una radio en la habitación vecina, concluye. O música abajo, en la terraza. Aún tarda un poco en darse cuenta de que es él quien lo tararea en su cabeza.
—No ha sido una mala vida —confiesa en voz muy baja—. La mayor parte del tiempo viví con el dinero de otros, sin llegar nunca a despreciarlos ni a temerlos.
—No parece mal balance.
—También te conocí a ti.
Ella separa la cabeza del hombro de Max.
—Oh, vamos, farsante. Conociste a demasiadas mujeres.
El tono es risueño. Cómplice. Él la besa con suavidad en el cabello.
—No recuerdo a esas mujeres. A ninguna. Pero te recuerdo a ti. ¿Me crees?
—Sí —ella apoya de nuevo la cabeza—. Esta noche te creo. Quizá también tú me amaste toda tu vida.
—Es posible. Quizá te ame ahora… ¿Cómo saberlo?
—Claro… ¿Cómo saberlo?
Un rayo de sol despierta a Max, que abre los ojos bajo la claridad que le calienta el rostro. Hay un destello de luz, una franja estrecha y cegadora que penetra entre las cortinas echadas de la ventana. Max se mueve despacio, pesadamente al principio, levantando la cabeza de la almohada con un esfuerzo doloroso, y comprueba que está solo. Sobre la mesilla, un reloj de viaje señala las diez y media de la mañana. Huele a tabaco; junto al reloj hay un vaso vacío y un cenicero con una docena de colillas. Ella, deduce, pasó el resto de la noche junto a él. Velando su sueño, como prometió. Quizá estuvo allí, inmóvil y callada, fumando mientras lo miraba dormido con la primera luz del alba.
Se levanta aturdido, palpándose la ropa arrugada; y tras desabotonar la camisa comprueba que los hematomas han adquirido un feo tono oscuro, como si la mitad de su sangre se hubiera derramado entre la carne y la piel. El cuerpo le duele de las ingles al cuello, y cada paso que da en dirección al cuarto de baño, hasta que sus miembros entumecidos entran en calor, roza el tormento. La imagen que encuentra en el espejo tampoco corresponde a sus mejores días: un anciano de ojos vidriosos y enrojecidos lo observa con recelo desde el otro lado del cristal. Abriendo un grifo del lavabo, Max mete la cabeza bajo el chorro de agua fría y deja que ésta corra durante un rato, despejándolo. Al fin alza el rostro, y antes de secarse con una toalla vuelve a estudiar sus facciones avejentadas, donde las gotas de agua resbalan siguiendo el cauce de las hondas arrugas que las surcan.
Cruza despacio la habitación, acercándose a la ventana; y cuando descorre las cortinas, la luz exterior inunda con violencia la colcha arrugada sobre la cama, el blazer azul marino colgado en el respaldo de una silla, la maleta lista cerca de la puerta, las cosas de Mecha repartidas por la habitación: ropa, un bolso, libros, cinturón de piel, monedero, revistas. Tras el deslumbramiento inicial, los ojos de Max se habitúan a la claridad; ahora enfocan la fusión añil de cielo y mar, la línea de la costa y el cono oscuro del Vesubio difuminado en azules y grises. Un ferry, que se aleja rumbo a Nápoles con equívoca lentitud, traza sobre el azul cobalto de la bahía la recta blanca y breve de su estela. Y tres pisos más abajo, en una mesa de la terraza del hotel —la situada junto a la mujer de mármol que arrodillada mira el mar—, Jorge Keller y su maestro Karapetian juegan al ajedrez mientras Irina los observa, sentada con ellos pero ligeramente separada de la mesa, los pies desnudos en el borde de la silla y los brazos abarcando las rodillas. Al margen, ya, del juego y de sus vidas.
Mecha Inzunza está sola, más lejos, sentada junto a una buganvilla próxima a la balaustrada de la terraza. Viste la falda oscura y tiene la rebeca beige puesta sobre los hombros. Hay un juego de café y unos periódicos abiertos sobre su mesa, pero ella no los mira. Tan inmóvil como la mujer de piedra que tiene detrás, parece contemplar absorta el paisaje de la bahía. Mientras la observa, apoyada la frente en el vidrio frío de la ventana, Max sólo la ve moverse una vez: llevar una mano hasta la nuca para tocarse el pelo corto y gris, e inclinar brevemente la cabeza con aire pensativo antes de alzarla de nuevo y volver a quedarse quieta como antes, mirando el mar.
Max da la espalda a la ventana, va hasta la silla y coge la chaqueta. Mientras se la pone, sus ojos se demoran en los objetos que hay sobre la cómoda. Y allí, donde él no podía dejar de verlo, deliberadamente situado sobre un guante de mujer largo y blanco, encuentra el collar de perlas, que reluce con suaves reflejos mate en la luz intensa que llena la habitación.
Parado ante el guante y el collar, el anciano que hace un momento se contemplaba en el espejo siente aflorar recuerdos, imágenes, existencias anteriores que su memoria ordena de modo asombrosamente nítido. Vidas propias y ajenas se concitan de pronto en una sonrisa que es también mueca dolorida; aunque tal vez sea el dolor de cosas perdidas o imposibles lo que motiva esa sonrisa melancólica. Y así, de nuevo, un chiquillo de rodillas sucias camina en equilibrio sobre los tablones carcomidos de un barco deshecho en el fango, un joven soldado remonta una colina cubierta de cadáveres, una puerta se cierra sobre la imagen de una mujer dormida a la que arropa un haz de luna impreciso como un remordimiento. Se suceden luego, al hilo de la sonrisa fatigada del hombre que recuerda, trenes, hoteles, casinos, almidonadas pecheras blancas, espaldas desnudas y relumbre de joyas bajo arañas de cristal, mientras una pareja de jóvenes apuestos, acuciados por pasiones urgentes como la vida, se mira a los ojos al bailar un tango aún no escrito, en el salón silencioso y desierto de un transatlántico que navega en la noche. Trazando sin saberlo, al moverse abrazados, la rúbrica de un mundo irreal cuyas luces fatigadas empiezan a apagarse para siempre.
Pero no es sólo eso. Hay también, en la memoria del hombre que mira el guante y el collar, palmeras de copas vencidas bajo la lluvia y un perro mojado en una playa de bruma gris, frente a una habitación de hotel donde la mujer más hermosa del mundo aguarda, sobre sábanas revueltas que huelen a intimidad tibia y a sosiego indiferente al tiempo y la vida, a que el joven que está de pie y desnudo ante la ventana se vuelva hacia ella para hundirse de nuevo en su carne acogedora y perfecta, único lugar del Universo donde es posible el olvido de sus extrañas reglas. Después, sobre un tapete verde, tres bolas de marfil entrechocan con suavidad mientras Max mira atento a un muchacho en el que, asombrado, reconoce su propia sonrisa. También ve, muy cerca, un doble reflejo de miel líquida que lo mira como ninguna mujer lo miró nunca; y siente una respiración húmeda y cálida rozando sus labios, y una voz susurra palabras viejas que suenan como si fueran nuevas y gotean bálsamo en antiguas heridas, absolución sobre mentiras, incertidumbres y desastres, cuartos de pensión y alojamientos sórdidos, falsos pasaportes, comisarías, celdas, años últimos de humillación, soledad y fracaso, con la luz opaca de infinitos amaneceres sin futuro borrando la sombra que el chiquillo a orillas del Riachuelo, el soldado que caminaba bajo el sol, el joven apuesto que bailó con mujeres bellas en lujosos transatlánticos y grandes hoteles, tuvieron cosida a los pies.
Y de ese modo, con el último vestigio de sonrisa todavía en la boca, meciéndose en la resaca lejana de tantas vidas que fueron suyas, Max deja a un lado el collar de perlas, coge el guante blanco de mujer que estaba debajo y lo coloca en el bolsillo superior de su chaqueta con un rápido toque de elegante coquetería, asomando los dedos de la prenda como si fueran puntas de un pañuelo o pétalos de una flor en la solapa. Después mira alrededor para comprobar si todo queda en orden, dirige un último vistazo al collar abandonado sobre la cómoda y hace una breve inclinación de cabeza en dirección a la ventana, despidiéndose de un público invisible que desde allí hiciera sonar aplausos imaginarios. La ocasión, piensa mientras se abotona y alisa la chaqueta, quizás requeriría, al salir de escena con la flema adecuada al caso, las notas del Tango de la Guardia Vieja. Pero sería obvio en exceso, concluye. Demasiado previsible. Así que abre la puerta, coge la maleta y se aleja por el pasillo, hacia la nada, silbando El hombre que desbancó Montecarlo.
Madrid, enero de 1990
Sorrento, junio de 2012