12. El Tren Azul

Suena el teléfono en la habitación del hotel Vittoria. Eso inquieta a Max. Es la segunda vez en quince minutos, y son las seis de la mañana. La primera, cuando descolgó, ninguna voz respondió al otro lado de la línea: sólo un silencio seguido del clic de la comunicación al interrumpirse. Esta vez no descuelga el auricular, y deja sonar el teléfono hasta que vuelve el silencio. Sabe que no se trata de Mecha Inzunza, pues han acordado mantenerse lejos uno de otro. Lo decidieron anoche, en la terraza del Fauno. La partida de ajedrez había acabado a las diez y media. Poco después los rusos debieron de advertir el robo, el cristal cortado y la cuerda colgando del tejado. Sin embargo, cuando pasadas las once de la noche, tras darse una ducha y cambiarse de ropa, un tenso Max caminaba por el jardín en dirección a la plaza Tasso, el edificio ocupado por la delegación soviética no mostraba indicios de agitación. Había ventanas iluminadas, mas todo parecía tranquilo. Tal vez Sokolov no había regresado a su suite, concluyó mientras se alejaba hacia la verja. O quizá —eso podía resultar más preocupante que coches de policía estacionados en la puerta— los rusos decidían encarar el incidente de modo discreto. A su manera.

Mecha estaba junto a una de las mesas del fondo, con la chaqueta de ante en el respaldo de la silla. Fue Max a sentarse a su lado sin despegar los labios, pidió un negroni al camarero y dirigió un vistazo alrededor con calma satisfecha, evitando la mirada inquisitiva de la mujer. Su pelo todavía húmedo estaba peinado con esmerada coquetería, y un pañuelo de seda asomaba por el cuello abierto de la camisa, entre las solapas del blazer azul marino.

—Esta tarde ganó Jorge —dijo ella tras unos instantes.

Admiró Max su temple. Su serena actitud.

—Es una buena noticia —dijo.

Se volvió a mirarla, al fin. Sonreía al hacerlo, y Mecha adivinó el sentido de aquella sonrisa.

—Lo tienes —comentó.

No era una pregunta. Sonrió él un poco más. Hacía años que no le asomaba a la boca aquel gesto de triunfo.

—Oh, querido —dijo ella.

Llegó el camarero con la copa. Bebió Max un sorbo del cóctel, saboreándolo de veras. Un poco fuerte de ginebra, advirtió complacido. Justo lo que necesitaba.

—¿Cómo fue? —quiso saber Mecha.

—Incómodo —dejó la bebida sobre la mesa—. Ya no tengo edad para ciertas peripecias. Te lo dije.

—Sin embargo, lo conseguiste. El libro.

—Sí.

Ella se apoyó en la mesa, con expresión ávida.

—¿Dónde está?

—En lugar adecuado, como convinimos.

—¿No me dirás dónde?

—Todavía no. Sólo unas horas, por seguridad.

Lo miró intensamente, considerando aquella respuesta, y Max supo lo que pensaba. Por un momento vio aflorar en su mirada la antigua y casi familiar desconfianza. Pero sólo duró un segundo. Después Mecha inclinó un poco la cabeza, a modo de disculpa.

—Tienes razón —admitió—. No conviene que me lo des todavía.

—Claro. Hablamos de eso antes. Es lo acordado.

—Veremos cómo lo encajan.

—Acabo de pasar junto a los apartamentos… Todo parece tranquilo.

—Puede que no lo sepan todavía.

—Estoy seguro de que lo saben. Dejé rastros por todas partes.

Ella se removía, inquieta.

—¿Salió algo mal?

—Sobrevaloré mis fuerzas —reconoció con sencillez—. Eso me obligó a improvisar sobre la marcha.

Miraba hacia la verja del hotel, más allá de las luces de automóviles y motocicletas que circulaban por la plaza. Imaginó a los rusos investigando lo ocurrido, al principio asombrados y más tarde furiosos. Bebió un par de sorbos para calmar su aprensión. Casi le extrañaba no oír sirenas de policía.

—Estuve a punto de quedarme allí atrapado —confesó tras un instante—. Como un bobo. ¿Imaginas?… Los rusos volviendo de la partida y yo sentado, esperando.

—¿Pueden identificarte? Has dicho que dejaste huellas.

—No me refería a huellas dactilares ni cosas así. Hablo de indicios: un cristal roto, una cuerda… Hasta un ciego se daría cuenta apenas entrase en la habitación. Por eso te digo que a estas horas ya lo saben.

Dirigió en torno una ojeada insegura. La terraza empezaba a despoblarse, pero seguían ocupadas algunas mesas.

—Me preocupa que no haya movimiento —añadió—. Reacciones, quiero decir. Podrían estar vigilándote en este momento. Y a mí.

Miró ella alrededor, ensombreciendo el gesto.

—No tienen por qué relacionarnos con el robo —concluyó tras pensarlo un poco.

—Sabes que no tardarán en atar cabos. Y si me identifican, estoy listo.

Apoyaba una mano en la mesa: huesuda, moteada de años. Tenía marcas de mercurocromo en los nudillos y los dedos, sobre los arañazos que se había hecho al subir al tejado y al descolgarse hasta el balcón de Sokolov. Aún le dolía.

—Quizá deba marcharme del hotel —dijo al cabo de un momento—. Desaparecer una temporada.

—¿Sabes, Max? —ella le rozó suavemente las marcas rojizas de las manos—. Todo esto suena a déjà vu. ¿No te parece?… A cosa repetida.

Su tono era dulce, de infinito afecto. En sus ojos relucían los farolillos de la terraza. Hizo una mueca Max. Evocadora.

—Así es —confirmó—. En parte, al menos.

—Si pudiéramos volver atrás, quizá las cosas fueran… No sé. Otras.

—Nunca son diferentes. Cada cual arrastra consigo su estrella. Las cosas son lo que deben ser.

Llamó al camarero y pagó la cuenta. Después se levantó para retirar la silla de Mecha.

—Esa vez, en Niza… —empezó a decir ella.

Max le acomodaba la chaqueta en los hombros. Al bajar las manos las deslizó un instante por los brazos de ella, como una rápida caricia.

—Te ruego que no hables de Niza —era un susurro casi íntimo: hacía mucho que no hablaba así a una mujer—. No esta noche, por favor. No ahora.

Sonreía al decirlo. Ella también lo hizo, al volverse y ver su sonrisa.

—Te dolerá —dijo Mecha.

Vertió unas gotas de tintura de yodo sobre la herida, y Max creyó que le había aplicado un hierro candente en el muslo. Aquello ardía como mil diablos.

—Duele —dijo.

—Te avisé.

Estaba sentada a su lado, en el borde de un sofá de lona y acero del salón de la villa de Antibes. Llevaba una bata de noche larga, elegante, ceñida a la cintura. Un camisón ligero de seda asomaba bajo la abertura de la bata, mostrando parte de las piernas desnudas, e iba descalza. Su cuerpo desprendía un aroma agradable, a sueño reciente. Dormía cuando Max llamó a la puerta, despertando primero a la doncella y después a ella. Ahora la doncella había vuelto a su habitación y él estaba tumbado boca arriba en posición poco heroica: los pantalones y los calzoncillos en las rodillas, descubierto el sexo, el tajo de la navaja de Mostaza marcando una herida poco profunda de medio palmo de longitud en el muslo derecho.

—Quien haya sido, te falló por poco… Con una herida más profunda, podías haberte desangrado.

—Ya.

—¿También fue él quien te puso la cara así?

—El mismo.

Se había mirado en el espejo de la habitación del Negresco —un ojo violáceo, sangre en la nariz y un labio hinchado— dos horas antes, cuando pasó por su habitación del hotel para hacerse una cura improvisada, tragar dos comprimidos de Veramon y recoger apresuradamente sus cosas antes de liquidar la cuenta con una espléndida propina. Después estuvo parado un momento bajo la visera acristalada de la puerta, sobre la que aún goteaba la lluvia, vigilando la calle con desconfianza, atento a cualquier indicio inquietante bajo las farolas que iluminaban la Promenade y las fachadas de los hoteles cercanos. Al fin, tranquilizándose, metió el equipaje en el Peugeot, arrancó el motor y se alejó en la noche, los faros iluminando los pinos pintados de blanco que bordeaban la carretera de Antibes y La Garoupe.

—¿Por qué has venido aquí?

—No lo sé. O sí. Necesitaba descansar un momento. Pensar.

Ésa era la idea, en efecto. Había mucho en que pensar. Si Mostaza estaba muerto o no, por ejemplo. También si actuaba solo o tenía más gente que podía estar buscando a Max en ese momento. Y lo mismo pasaba con los italianos. Consecuencias inmediatas y futuras, todas ellas, de las que ni con buena voluntad podía espigarse una sola perspectiva agradable. A esto habría que añadir la natural curiosidad de las autoridades cuando alguien descubriese los cadáveres —dos seguros, y quizá tres— en la casa de la rue de la Droite: un total de dos servicios secretos y la policía francesa preguntándose quién andaba mezclado en todo eso. Y como guinda del pastel, por si fuera poco, la reacción imprevisible de Tomás Ferriol cuando supiera que las cartas del conde Ciano habían volado.

—¿Por qué yo? —preguntó Mecha—. ¿Por qué has venido a mi casa?

—No conozco a nadie en Niza de quien me pueda fiar.

—¿Te buscan los gendarmes?

—No. O al menos no todavía. Pero no es la policía lo que me preocupa esta noche.

Lo estudiaba atenta. Suspicaz.

—¿Qué quieren hacerte?… ¿Y por qué?

—No se trata de lo que quieran hacerme. Se trata de lo que he hecho y de lo que pueden creer que hice… Necesito descansar unas horas. Curarme esto. Después me iré. No deseo complicarte.

Ella señaló fríamente la herida, las manchas de sangre y tintura de yodo sobre la toalla que había puesto bajo el cuerpo de Max antes de hacerlo tumbarse en el sofá.

—Llegas a mi casa de madrugada con un navajazo en una pierna, espantas a mi doncella… ¿A eso no lo llamas complicación?

—Te he dicho que me iré en seguida. En cuanto pueda organizarme y sepa a dónde.

—No has cambiado, ¿verdad?… Y yo soy una estúpida. Lo supe desde que te vi en casa de Suzi Ferriol: el mismo Max que en Buenos Aires… ¿Qué collar de perlas te llevas esta vez?

Posó él una mano sobre un brazo de la mujer. La expresión de su rostro, entre franca y desvalida, se contaba entre las más eficaces del repertorio habitual. Años de ejercicio. De éxitos. Con ella habría convencido a un perro hambriento de que le cediera un hueso.

—A veces uno paga por cosas que no hizo —dijo, sosteniéndole la mirada.

—Maldito seas —se sacudió la mano de él con un arrebato de cólera—. Estoy segura de que no pagas ni la mitad. Y de que lo has hecho casi todo.

—Algún día te contaré. Te lo juro.

—No habrá más días, si puedo evitarlos.

La sujetó con suavidad por la muñeca.

—Mecha…

—Calla —ella volvió a desasirse—. Déjame acabar con esto y echarte a la calle.

Colocó una gasa con esparadrapo sobre la herida, y al hacerlo sus dedos rozaron el muslo del hombre. Sintió éste el contacto cálido en la piel, y a pesar de la herida cercana su cuerpo reaccionó ante la proximidad de aquella carne que olía a sueño reciente y a cama aún tibia. Inmóvil, sentada en el borde del sofá, tan inexpresiva y serena como si estudiase con objetividad un hecho ajeno a ambos, Mecha alzó la vista hasta sus ojos.

—Hijo de puta —murmuró.

Después se abrió la bata de noche, se levantó el camisón de seda y se puso a horcajadas sobre Max.

—¿Señor Costa?

Un desconocido está en el umbral de la habitación del hotel Vittoria. Otro, en el pasillo. Las viejas alarmas del instinto se disparan antes de que la razón establezca el peligro concreto. Con el fatalismo de quien se vio antes en situaciones parecidas, Max asiente sin despegar los labios. No le pasa inadvertido el pie que el hombre del umbral adelanta con aire casual para impedir que vuelva a cerrar la puerta. Pero no tiene intención de cerrarla. Sabe que sería inútil.

—¿Está usted solo?

Acento extranjero, marcado. No es un policía. O al menos —Max olfatea ávidamente los pros y los contras— no es un policía italiano. El hombre del umbral ya no está en el umbral, sino dentro de la habitación. Entra con naturalidad, mirando alrededor, mientras el del pasillo se queda donde estaba. El que ha entrado es alto, de pelo castaño largo y lacio. Sus manos son grandes, de uñas mordidas, sucias; en el meñique de la izquierda lleva un anillo grueso de oro.

—¿Qué quieren? —pregunta al fin Max.

—Que nos acompañe.

El acento es eslavo. Ruso, sin duda. Qué otro acento, si no. Max retrocede hacia el teléfono que está en la mesilla de noche, junto a la cama. El otro lo mira moverse, con indiferencia.

—No le conviene armar escándalo, señor.

—Salga de aquí.

Señala Max la puerta, que sigue abierta con el otro hombre en el pasillo: baja estatura, inquietantes hombros de luchador bajo una chaqueta de piel negra demasiado estrecha. Los brazos ligeramente separados del cuerpo, atentos a cualquier imprevisto. El del pelo lacio alza la mano del anillo, cual si en ella portara un argumento irrefutable.

—Si prefiere policías italianos, no hay problema. Usted es libre de elegir lo que le convenga. Nosotros sólo queremos conversar.

—¿De qué?

—Sabe muy bien de qué.

Max piensa durante cinco segundos, intentando no dejarse ganar por el pánico. Se le ha desbocado el pulso y siente flaquear las rodillas. Caería sentado en la cama, de no interpretarse eso como una claudicación o una prueba. Como una confesión explícita. Por un momento se maldice en silencio. Es imperdonable haberse quedado allí, poco previsor, como un ratón deleitándose con el queso mientras funciona el resorte de la ratonera. No imaginó que lo reconocieran tan pronto. Que lo identificaran así.

—Sea lo que sea, podemos hablar aquí —aventura al fin.

—No. Hay unos caballeros que desean verse con usted en otro lugar.

—¿Qué lugar es ése?

—Cerca. Cinco minutos de coche.

El del pelo lacio lo ha dicho golpeando con un dedo la esfera de su reloj de pulsera, como si fuese prueba de exactitud y buena fe. Después dirige una mirada al hombre del pasillo, que entra en la habitación, cierra con calma la puerta y se pone a registrarlo todo.

—No iré a ninguna parte —protesta Max, aparentando la firmeza que está lejos de sentir—. No tienen derecho.

Tranquilo, cual si su interés por el ocupante de la habitación quedara un momento en suspenso, el del pelo lacio deja hacer a su compañero. Éste abre los cajones de la cómoda y mira el interior del armario con metódica eficiencia. Después escudriña bajo el colchón y el somier. Al cabo hace un gesto de negación y pronuncia cuatro palabras en lengua eslava, de las que Max sólo entiende la rusa nichivó: nada.

—Eso no importa ahora —el del pelo lacio retorna a la conversación interrumpida—. Tener o no tener derechos… Ya le comenté que puede elegir. Conversar con los caballeros que le dije o conversar con la policía.

—No tengo nada que ocultar a la policía.

Los dos intrusos están ahora callados e inmóviles, mirándolo con frialdad; y a Max lo asusta más esa inmovilidad que el silencio. Tras un momento, el del pelo lacio se rasca la nariz. Pensativo.

—Haremos una cosa, señor Costa —dice al fin—. Lo voy a sujetar por un brazo y mi amigo por otro, y vamos a bajar así hasta el vestíbulo y el automóvil que tenemos afuera. Puede que se resista a acompañarnos, o puede que no… Si se resiste, habrá escándalo y la dirección del hotel avisará a la policía de Sorrento. Entonces usted asumirá sus responsabilidades y nosotros las nuestras. Pero si viene de buen grado, todo será discreto y sin violencia… ¿Qué decide?

Intenta Max ganar tiempo. Pensar. Catalogar soluciones, fugas probables o improbables.

—¿Quiénes son ustedes?… ¿Quién los manda?

El otro hace un gesto de impaciencia.

—Nos envían unos aficionados al ajedrez. Gente pacífica que desea comentar con usted un par de jugadas dudosas.

—No sé nada de eso. No me interesa el ajedrez.

—¿En serio?… Pues nadie lo diría. Se ha tomado muchas molestias, a su edad.

Mientras habla, el hombre del pelo lacio coge la chaqueta de Max, que estaba en una silla, y se la ofrece con ademán impaciente, casi brusco. El de quien agota sus últimas reservas de cortesía.

La maleta estaba abierta sobre la cama, lista para cerrarse: zapatos en fundas de franela, ropa interior, camisas dobladas, tres trajes plegados en la parte superior. Una bolsa de viaje de piel buena, a juego con la maleta. Max estaba a punto de abandonar la casa de Mecha Inzunza en Antibes para dirigirse a la estación de ferrocarril de Niza, pues tenía reserva en el Tren Azul. Las tres cartas del conde Ciano estaban ocultas en la maleta, cuyo forro interior había despegado y vuelto a pegar con mucho cuidado. No había decidido qué hacer con ellas, aunque quemaban estando en su poder. Necesitaba tiempo para pensar en su destino. Para averiguar el alcance de lo ocurrido la noche anterior en la villa de Susana Ferriol y en la casa de la rue de la Droite. Y para calcular las consecuencias.

Acabó de ajustarse un nudo windsor en el cuello blanco e impecable —estaba en mangas de camisa y tirantes, con el chaleco todavía sin abotonar— y contempló un momento su rostro en el espejo del dormitorio: el pelo reluciente de fijador peinado con raya alta, el mentón recién rasurado que olía a loción Floïd. Por fortuna, apenas mostraba secuelas de la lucha mantenida con Fito Mostaza: se había reducido la hinchazón del labio, y el ojo golpeado mostraba mejor aspecto. Un poco de maquillaje —Max había utilizado polvos de tocador de Mecha— disimulaba la marca violácea que aún lo ensombrecía bajo el párpado.

Cuando se volvió, abotonándose el chaleco excepto el botón inferior, ella estaba en la puerta, vestida de calle y con una taza de café en las manos. No la había oído llegar, e ignoraba cuánto tiempo había permanecido observándolo.

—¿A qué hora sale el tren? —preguntó Mecha.

—A las siete y media.

—¿Estás decidido a irte?

—Claro.

Ella bebió un sorbo y se quedó mirando la taza, pensativa.

—Todavía no sé lo que ocurrió anoche… Por qué viniste aquí.

Volvió Max las palmas de las manos hacia arriba. Nada que ocultar, decía el gesto.

—Ya te lo conté.

—No me contaste nada. Sólo que habías tenido un problema serio y no podías seguir en el Negresco.

Asintió él. Llevaba un rato preparándose para esa conversación. Sabía que ella no iba a dejarlo ir sin preguntas, y lo cierto era que merecía algunas respuestas. El recuerdo de su carne y su boca, del cuerpo desnudo enlazado al suyo, lo turbó de nuevo, desconcertándolo un momento. Mecha Inzunza era tan hermosa que alejarse de ella suponía una violencia casi física. Por un instante consideró los límites de las palabras amor y deseo entre toda esa incertidumbre, la sospecha y la urgencia del miedo, sin la menor certeza sobre el futuro ni sobre el presente. Aquella sombría fuga, cuyo destino y consecuencias desconocía, dejaba todo lo demás en segundo plano. Se trataba de ponerse a salvo, primero, y de reflexionar más tarde sobre la impronta de aquella mujer en su carne y su pensamiento. Podía tratarse de amor, por supuesto. Max nunca había amado antes, y no podía saberlo. Tal vez fuese amor aquel desgarro intolerable, el vacío ante la inminencia de la partida, la tristeza desoladora que casi desplazaba al instinto de ponerse a salvo y sobrevivir. Quizá ella también lo amase, pensó de pronto. A su modo. Quizá, pensó también, no volvieran a verse nunca.

—Es cierto —respondió al fin—. Un problema serio… Grave, más bien. Y acabó en una pelea bastante sucia. Por eso me conviene desaparecer una temporada.

Ella lo miraba sin parpadear apenas.

—¿Y qué hay de mí?

—Seguirás aquí, imagino —Max hizo un ademán ambiguo, que lo mismo abarcaba aquella habitación que la ciudad de Niza—. Sé dónde encontrarte cuando todo se calme.

Todavía inmóviles, los iris dorados de la mujer mostraban una seriedad mortal.

—¿Eso es todo?

—Escucha —Max se puso la chaqueta—. No quiero ser dramático, pero quizá me esté jugando la vida. O sin quizás. Sin duda me la estoy jugando.

—¿Te buscan?… ¿Quién?

—No es fácil de explicar.

—Tengo tiempo. Puedo escuchar cuanto quieras contarme.

Con el pretexto de comprobar que el equipaje estaba en orden, Max eludía su mirada. Cerró la maleta y ajustó las correas.

—Eres afortunada, entonces. Yo no lo tengo. Ni tiempo, ni ánimo. Todavía estoy confuso. Hay cosas que no esperaba… Asuntos que no sé cómo manejar.

De algún lugar de la casa llegó el sonido lejano de un timbre de teléfono. Sonó cuatro veces y se interrumpió de pronto, sin que Mecha prestara atención.

—¿Te busca la policía?

—No, que yo sepa —Max sostuvo su escrutinio con la impasibilidad adecuada—. No me arriesgaría en el tren, en otro caso. Pero las cosas pueden cambiar, y no quiero estar aquí cuando eso ocurra.

—Sigues sin responder a mi pregunta. Qué pasa conmigo.

Apareció la doncella. Llamaban por teléfono a la señora. Mecha le entregó la taza de café y se alejó con ella por el pasillo. Max puso la maleta en el suelo, cerró la bolsa de viaje y la situó a su lado. Después fue hasta la mesa de tocador, en busca de los objetos que allí estaban: el reloj de pulsera, la pluma estilográfica, la billetera, el encendedor y la pitillera. Se colocaba en la muñeca izquierda el Patek Philippe cuando regresó Mecha. Alzó la mirada, la vio apoyada en el marco de la puerta, exactamente como estaba antes de marcharse, y en el acto supo que algo no iba bien. Que había noticias, y nada buenas.

—Era Ernesto Keller, mi amigo del consulado chileno —confirmó ella con fría calma—. Dice que anoche robaron en casa de Suzi Ferriol.

Max se quedó inmóvil, los dedos ocupados todavía en la hebilla de la correa del reloj.

—Vaya… —acertó a comentar—. ¿Y cómo está ella?

—Se encuentra bien —del tono de Mecha podrían gotear en ese momento carámbanos de hielo—. No estaba en la villa cuando ocurrió, sino cenando en Cimiez.

Max apartó la mirada, alargó una mano y cogió la pluma Parker con cuanta serenidad pudo reunir. O aparentar.

—¿Se llevaron cosas de valor?

—Eso deberías decírmelo tú.

—¿Yo?… —comprobó que el capuchón estaba bien cerrado e introdujo la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Por qué habría de saberlo yo?

La miraba de nuevo a los ojos, ya repuesto. Sereno. Aún apoyada en el marco de la puerta, ella cruzó los brazos.

—Ahórrame el repertorio de evasivas, equívocos y mentiras —exigió—. No estoy de humor para toda esa basura.

—Te aseguro que en ningún momento…

—Maldito seas. Lo supe en cuanto te vi en casa de Suzi el otro día. Supe que tramabas algo, pero no sospeché que era allí mismo.

Se acercó a Max. Por primera vez desde que la conocía, él vio su rostro contraído por la furia. Una exasperación intensa que crispaba sus facciones, ensombreciéndolas.

—Ella es mi amiga… ¿Qué le has robado?

—Te equivocas.

Inmóvil ante él, casi agresiva, los ojos de la mujer relampagueaban amenazadores. Max hizo un esfuerzo de voluntad para no dar un paso atrás.

—¿Tan equivocada como en Buenos Aires, quieres decir? —preguntó ella.

—No se trata de eso.

—Dime de qué se trata, entonces. Y cuánto tiene que ver el robo con tu estado de anoche. Con tu herida y los golpes… Ernesto ha dicho que cuando Suzi llegó a su casa, los ladrones se habían ido.

Él no respondió. Pretendía disimular su turbación mientras aparentaba comprobar el contenido de la billetera.

—¿Qué ocurrió después, Max? Si allí no hubo violencia, ¿dónde la hubo?… ¿Y con quién?

Seguía él guardando silencio. Ya no quedaba excusa para no mirarla de frente, pues Mecha se había apoderado de la pitillera y el encendedor de Max y encendía un cigarrillo. Después arrojó ambos objetos con brusquedad sobre la mesa. El encendedor resbaló y cayó al suelo.

—Voy a denunciarte a la policía.

Expulsó una bocanada directamente sobre él, muy cerca, como si le escupiera el humo.

—Y no me mires así, porque no te tengo miedo… Ni a ti ni a tus cómplices.

Se agachó Max a recuperar el encendedor. El golpe había desencajado la tapa, comprobó.

—No tengo cómplices —puso el encendedor en un bolsillo del chaleco y la pitillera en la chaqueta—. Y no se trata de un robo. Me he visto envuelto en algo que no busqué.

—Llevas toda tu vida buscando, Max.

—No esto. Te aseguro que esta vez, no.

Mecha seguía muy cerca, mirándolo con extrema dureza. Y Max comprendió que no podía eludir lo que le pedía. Por una parte, ella tenía derecho a conocer algo de lo ocurrido. Por otra, dejarla atrás en Niza, en aquel estado de irritación e incertidumbre, era añadir riesgos innecesarios a su ya precaria situación. Necesitaba unos días de silencio. De tregua. Unas horas, al menos. Y quizá, concluyó, pudiera manejarla. Después de todo, como el resto de las mujeres del mundo, ella no pedía otra cosa que ser convencida.

—Es un asunto complicado —admitió, exagerando el esfuerzo de confesarlo—. Me utilizaron. No tuve elección.

Hizo una pausa precisa, ajustándola al segundo. Mecha escuchaba y esperaba atenta, como si fuese su vida y no la de Max la que iba en ello. Y ahora, al titubear otro instante en añadir el resto, él fue sincero. Quizá era un error llegar tan lejos, se dijo. Pero no le quedaba tiempo para discurrir sobre eso. Se hacía difícil imaginar otra salida.

—Hay dos hombres muertos… Quizá tres.

Mecha apenas se inmutó. Sólo entreabría un poco los labios en torno al cigarrillo humeante, como si necesitara más aire para respirar.

—¿Relacionados con lo de Suzi?

—En parte. O sí. Del todo.

—¿Lo sabe la policía?

—Creo que no, todavía. O tal vez a estas horas ya lo sepa. No tengo modo de averiguarlo.

Los dedos de Mecha temblaban ligeramente cuando retiró muy despacio el cigarrillo de la boca.

—¿Los mataste tú?

—No —la miraba a los ojos sin pestañear, jugándoselo todo en ello—. A ninguno.

El lugar es poco simpático: una antigua villa con el jardín cubierto de arbustos y malas hierbas. Está en las afueras de Sorrento, entre Annunziata y Marciano, encajonada entre dos colinas que ocultan la vista del mar. Llegaron hasta aquí en un Fiat 1300 por la sinuosa carretera llena de baches, el hombre del pelo lacio al volante y el de la chaqueta negra sentado atrás con Max; y ahora se encuentran en una habitación de paredes deterioradas, donde antiguas pinturas se deshacen entre yeso desmenuzado y manchas de humedad. El único mobiliario son dos sillas, y Max está sentado en una, entre los dos acompañantes, que permanecen de pie. Hay un cuarto hombre ocupando la otra silla, enfrentada a la de Max: piel pálida, espeso bigote rojizo e inquietantes ojos de color acero rodeados por marcas de fatiga. De las mangas de su chaqueta pasada de moda emergen unas manos blancas, largas y estrechas, que hacen pensar en tentáculos de calamar.

—Y ahora —concluye ese hombre— dígame dónde está el libro del gran maestro Sokolov.

—No sé de qué libro me habla —responde Max, sereno—. Si accedí a venir fue para deshacer ese estúpido equívoco.

Lo contempla el otro, inexpresivo. A los pies, apoyada en una de las patas de la silla, tiene una sobada cartera de piel negra. Al fin, con movimiento casi perezoso, se inclina a cogerla y la pone sobre sus rodillas.

—Un estúpido equívoco… ¿Así lo califica?

—Exacto.

—Tiene aplomo. Lo digo sinceramente. Aunque no sorprenda eso en alguien como usted.

—No sabe nada de mí.

Uno de los tentáculos de calamar traza un movimiento sinuoso en el aire, semejante a un signo de interrogación.

—¿Saber?… Está en un error grave, señor Costa. Sabemos mucho. Por ejemplo, que no es el adinerado caballero que aparenta ser, sino el chófer de un ciudadano suizo con residencia en Sorrento. También sabemos que no es suyo el automóvil que tiene en el aparcamiento del hotel Vittoria… Y eso no es todo. Sabemos que tiene antecedentes policiales por robo, estafa y otros delitos menores.

—Es intolerable. Se equivocan de hombre.

Tal vez es momento de mostrarse indignado, resuelve Max. Hace ademán de levantarse de la silla, pero en el acto siente en un hombro la mano firme del individuo de la chaqueta de piel negra. No es una presión hostil, advierte. Más bien persuasiva, como si le recomendara paciencia. Por su parte, el hombre del bigote rojizo ha abierto la cartera y saca de ella un termo de viaje.

—En absoluto —comenta mientras desenrosca el vaso del termo—. Usted es quien es. Y le ruego que no intente maltratar mi inteligencia. Llevo desde anoche sin dormir, investigando este embrollo. Eso lo incluye a usted, sus antecedentes, su presencia en el Premio Campanella y su relación con el aspirante Keller. Todo.

—Aunque fuera cierto, ¿qué tengo que ver con ese libro por el que preguntan?

El otro vierte un chorro de leche caliente en el vaso, saca de un pastillero una gragea rosada y la traga con un sorbo. Realmente parece cansado. Después mueve un poco la cabeza, desanimándolo a insistir en su negativa.

—Lo hizo. Subió de noche al tejado y se lo llevó.

—¿El libro?

—Precisamente.

Sonríe Max, templado. Despectivo.

—¿Así, por las buenas?

—No tan buenas. Invirtió mucho trabajo en ello. Algo admirable, debo reconocerlo. Exquisitamente profesional.

—Oiga. No sea ridículo. Tengo sesenta y cuatro años.

—Eso pensé yo cuando esta mañana conseguí su expediente. Pero parece en buena forma —dirige un vistazo a los rasguños en las manos de Max—. Aunque veo que se lastimó un poco.

El ruso apura el resto de la leche, sacude el vaso y vuelve a enroscarlo en su sitio.

—Corrió usted un riesgo enorme —prosigue mientras guarda el termo—. Y no me refiero a la posibilidad de que nuestra gente lo descubriese en el edificio, sino a descolgarse hasta el balcón y lo demás… ¿Sigue sin admitirlo?

—¿Cómo voy a admitir semejante disparate?

—Escuche —el tono se mantiene persuasivo—. Esta conversación no tiene carácter oficial. La policía italiana no ha sido advertida del robo. Tenemos nuestros propios métodos de seguridad… Todo podría simplificarse si devuelve el libro, suponiendo que aún lo tenga en su poder, o nos dice a quién se lo entregó. Si nos cuenta para quién trabaja.

Procura Max pensar con rapidez. Quizá devolver el libro sea una forma de solucionarlo; pero también iba a dar a los soviéticos la prueba material de que cuanto sospechan es cierto. Habida cuenta del modo con que en Moscú manejan la propaganda, se pregunta cuánto tardarían en hacer pública su versión del asunto para relacionar a Max con Jorge Keller y desacreditar al aspirante. Un escándalo acabaría con la carrera del joven, destruyendo su posibilidad de jugar por el título mundial.

—Son los apuntes de toda la vida del gran maestro Sokolov —continúa el del bigote rojizo—. Cosas importantes dependen de ese material. Partidas futuras… Comprenda que debemos recuperarlos, por el prestigio del campeón del mundo y el buen nombre de nuestra patria. Es un asunto de Estado. Robando el libro, usted atentó directamente contra la Unión Soviética.

—Pero es que no tengo ese libro, ni lo tuve nunca. Jamás subí a un tejado, ni entré en otra habitación que la mía.

Los ojos fatigados del ruso estudian a Max con un interés y una fijeza inquietantes.

—¿Es su última palabra, por el momento?

Aquel por el momento es aún más amenazador que los ojos grises y metálicos, aunque vaya acompañado de una sonrisa casi amistosa. Max siente vacilar su firmeza. La situación empieza a desbordar las previsiones.

—No veo qué otra cosa podría decirle… Además, no tienen derecho a retenerme aquí. Esto no es el Telón de Acero.

Apenas lo dice, comprende que ha cometido un error. El último rastro de sonrisa se borra en los labios del otro.

—Déjeme confiarle algo personal, señor Costa… Mi conocimiento del ajedrez es, diríamos, periférico. En lo que realmente estoy especializado es en ocuparme de asuntos complicados para convertirlos en asuntos simples… Mi función cerca del gran maestro Sokolov es garantizar que sus partidas transcurran con normalidad. Asegurarle el entorno. Hasta ahora, mi trabajo era irreprochable en ese sentido. Pero usted ha perturbado esa normalidad. Me pone en entredicho, ¿comprende?… Ante el campeón mundial de ajedrez, ante mis jefes y ante mi propia estima profesional.

Max intenta disimular su pánico. Al fin logra despegar los labios y, con razonable firmeza, articular cuatro palabras:

—Llévenme a la policía.

—Cada cosa a su tiempo. De momento, nosotros somos la policía.

El ruso mira al del pelo lacio, y Max siente restallar en el lado izquierdo de su cabeza un golpe brutal, inesperado, que le hace resonar el tímpano como si acaraban de reventárselo. De pronto se encuentra en el suelo, derribada la silla, el rostro pegado a las baldosas del suelo. Aturdido y con la cabeza zumbándole por dentro igual que una colmena enloquecida.

—Así que vamos a ponernos cómodos, señor Costa —oye decir, y la voz parece llegar de muy lejos—. Mientras conversamos otro rato.

Cuando Mecha Inzunza detuvo el motor del automóvil, el limpiaparabrisas dejó de funcionar y el cristal se esmeriló de gotas de lluvia, deformando la visión de taxis y coches de caballos estacionados ante el triple arco de acceso a la estación de ferrocarril. Aunque todavía no era de noche, estaban encendidas las farolas de la plaza; sus luces eléctricas se multiplicaban en el asfalto mojado, entre el reflejo plomizo del atardecer que gravitaba sobre Niza.

—Aquí nos despedimos —dijo Mecha.

Sonaba seco. Impersonal. Max se había vuelto a mirar su perfil inmóvil, ligeramente inclinado sobre el volante. Los ojos absortos en el exterior.

—Dame un cigarrillo.

Buscó él la pitillera en el bolsillo de su gabardina, encendió un Abdul Pashá y se lo puso a Mecha en los labios. Ella fumó unos instantes en silencio.

—Supongo que tardaremos en volver a vernos —dijo al fin.

No era una pregunta. Max torció la boca.

—No lo sé.

—¿Qué harás cuando llegues a París?

—Seguir moviéndome —se le ensanchó la mueca—. No es lo mismo un blanco fijo que un blanco móvil. Así que cuanto más difícil lo ponga, mejor.

—¿Cabe la posibilidad de que te hagan daño?

—Quizás… Sí. Cabe esa posibilidad.

Ella se había vuelto a mirarlo, la mano donde humeaba el cigarrillo apoyada en el volante. Las gotas de lluvia en el cristal le moteaban el rostro por efecto de las luces exteriores.

—No quiero que te hagan daño, Max.

—No es mi intención ponerlo fácil.

—Todavía no me has dicho qué cogiste en casa de Suzi Ferriol. Qué lo diferencia de un robo vulgar… Ernesto Keller habló de dinero y documentos.

—No necesitas saber más. ¿Para qué enredarte?

—Ya lo estoy —hizo un ademán que los incluía a ellos, el automóvil y la estación de ferrocarril—. Como ves.

—Cuanto menos sepas, menos te afectará. Son papeles. Cartas.

—¿Comprometedoras?

Se adelantó Max al desprecio implícito en la pregunta.

—No de esa clase —dijo—. El chantaje no es lo mío.

—¿Y dinero?… ¿Es verdad que te llevaste dinero?

—También.

Asintió Mecha lentamente con la cabeza, un par de veces. Parecía confirmar sus propios pensamientos. Y había tenido, temió Max, mucho tiempo para pensar.

—Documentos de Suzi… ¿Qué pueden tener que te interese?

—Pertenecen a su hermano.

—Ah. En ese caso, ten cuidado —ahora el tono era seco—. Tomás Ferriol no es de los que ponen la otra mejilla. Y tiene demasiado en juego como para tolerar que un…

—¿Un don nadie?

Mecha apuró el cigarrillo, ignorando la sonrisa insolente de Max. Después hizo girar la manivela del cristal y arrojó la colilla al exterior.

—Para tolerar que alguien como tú lo incomode.

—Incomodé a demasiada gente estos días, me parece. Muchos pedirán turno para hacerse con mi cabeza.

Ella no dijo nada. Consultó Max el reloj de pulsera: las seis y cincuenta. Faltaban cuarenta minutos para la salida de su tren, que venía de Mónaco, y no era conveniente esperar en el andén, expuesto a miradas inoportunas. Había reservado por teléfono un compartimiento individual de coche cama en primera clase. Si todo iba bien, estaría en París por la mañana: bien dormido, afeitado y fresco. Listo otra vez para encarar la vida.

—Cuando las cosas se tranquilicen, intentaré negociar —añadió—. Sacar algún partido de lo que me han puesto en las manos.

—Tiene gracia… Te han puesto, dices. Como caído del cielo.

—Yo no busqué esto, Mecha.

—¿Llevas los documentos contigo?

Él dudó un momento. Para qué implicarla más.

—Da igual —repuso—. No te sirve de nada saberlo.

—¿Has pensado en devolverlos a Ferriol?… ¿En llegar a un acuerdo?

—Claro que lo he pensado. Pero acercarme a él tiene sus riesgos. Además, hay otros clientes posibles.

—¿Clientes?

—Hay dos individuos. O había. Dos italianos. Ahora están muertos… Es absurdo, pero a veces tengo la impresión de deberles algo.

—Si están muertos, no les debes nada.

—No, claro… A ellos no. Y sin embargo…

Entornó los ojos, recordando. Aquellos pobres diablos. El repiqueteo de la lluvia, las gotas de agua desplomándose en regueros por el exterior de los cristales, acentuaban su melancolía. Miró otra vez el reloj.

—¿Y qué hay de nosotros, Max? ¿Me debes algo a mí?

—Volveré a verte cuando todo se calme.

—Tal vez ya no esté aquí. Puede que canjeen a mi marido. También se habla cada vez más de otra guerra en Europa… Todo puede cambiar pronto. Desaparecer.

—Debo irme ya —dijo él.

—No sé dónde estaré cuando, como tú dices, todo se calme. O se complique.

Había puesto Max una mano en la manija de la puerta. Se detuvo de pronto, cual si salir del automóvil equivaliese a internarse en el vacío. Eso lo hizo estremecer, sintiéndose vulnerable. Expuesto a la soledad y la lluvia.

—No soy hombre de lecturas —comentó, pensativo—. Me gusta más el cinematógrafo. Sólo hojeo noveluchas cortas en los viajes y los hoteles, de ésas que publican las revistas… Pero hay algo que recuerdo siempre. Un aventurero decía: «Yo vivo de mi sable y mi caballo».

Hizo un esfuerzo para ordenar las ideas, buscando palabras que concluyeran exactamente lo que pretendía decir. La mujer escuchaba inmóvil, callada. En las pausas sólo se oía el rumor de gotas sobre la chapa del automóvil. Muy lentas, ahora. Como si llorase Dios.

—Me ocurre algo parecido. Vivo de lo que llevo conmigo. De lo que encuentro en el camino.

—Todo tiene un final —dijo suavemente ella.

—No sé cuál será ese final, pero conozco el principio… De niño tuve pocos juguetes, casi todos hechos con lata pintada y cajas de fósforos. Algunos domingos, mi padre me llevaba a las matinés del cinematógrafo Libertad: la función valía treinta centavos y regalaban bombones y papeletas de una rifa que nunca me tocó. En la pantalla, con el fondo de lo que tocaba el pianista, veía pecheras almidonadas y blancas, hombres bien vestidos, mujeres hermosas, automóviles, fiestas y copas de champaña…

Volvió a sacar la elegante pitillera de carey del bolsillo, pero no la abrió. Se limitó a juguetear con ella, pasando un dedo sobre las iniciales de oro MC incrustadas en un ángulo.

—Solía pararme —prosiguió— ante una confitería de la calle California, a mirar la vitrina llena de masitas, tortas y pasteles… O me iba jugando por la orilla del Riachuelo hasta La Boca, a observar a los marineros que bajaban de los barcos: hombres con tatuajes en los brazos, que venían de lugares que imaginaba fascinantes.

Se detuvo casi con brusquedad, incómodo. Acababa de darse cuenta de que podía encadenar esa clase de recuerdos de modo interminable. También era consciente de que nunca antes había hablado tanto de sí mismo. A nadie. Nunca con la verdad, ni con la auténtica memoria.

—Hay hombres que sueñan con irse, y se atreven. Yo lo hice.

Mecha seguía callada, escuchando como si no se atreviera a cortar el hilo sutil de lo que él le confiaba. Max suspiró hondo, casi con desgarro, y guardó la pitillera.

—Claro que hay un final, como dijiste. Pero no sé dónde está el mío.

Dejó de mirar las luces y siluetas borrosas de afuera, y volviéndose hacia ella la besó con naturalidad. Suave. En la boca. Mecha se dejó hacer, sin rechazar el contacto. Un calor delicado, húmedo, que a Max le hacía parecer aún más sombrío el paisaje lluvioso de afuera. Después, cuando retiró un poco el rostro, los dos siguieron mirándose a los ojos, muy cerca uno del otro.

—No tienes por qué irte —murmuró ella en voz muy baja—. Hay cien lugares aquí… Cerca de mí.

Fue él quien se retiró un poco, ahora. Sin dejar de mirarla.

—En mi mundo —dijo— todo resulta maravillosamente simple: soy lo que las propinas que dejo dicen que soy. Y si una identidad se estropea o agota, al día siguiente tomo otra. Vivo del crédito ajeno, sin grandes rencores ni grandes ilusiones.

—Yo podría cambiar eso… ¿No lo has pensado?

—Escucha. Hace tiempo estuve en una fiesta: una villa en la afueras de Verona. Gente de mucho dinero. A los postres, animados por los dueños, los invitados se pusieron a rascar entre risas el yeso de las paredes con las cucharillas de plata del café, para descubrir los frescos que había pintados debajo. Yo los miraba hacer y pensaba en lo absurdo que era todo. En que nunca podría sentirme como ellos. Con sus cucharillas de plata y sus pinturas ocultas bajo el yeso. Y su risa.

Se detuvo un momento para bajar la ventanilla y aspirar el aire húmedo de afuera. En los muros de la estación, pegados entre carteles publicitarios, había afiches políticos de Acción Francesa y del Frente Popular; consignas ideológicas mezcladas con anuncios de ropa interior, de elixir dental o del próximo estreno cinematográfico, Abus de confiance.

—Cuando veo todas esas camisas negras, pardas, rojas o azules, exigiendo que te afilies a esto o aquello, pienso que antes el mundo era de los ricos y ahora va a ser de los resentidos… Yo no soy ni una cosa ni otra. Ni siquiera logro el resentimiento, aunque me esfuerce. Y te juro que lo hago.

Miró de nuevo a la mujer. Seguía escuchándolo inmóvil. Sombría.

—Creo que en el mundo de hoy la única libertad posible es la indiferencia —concluyó Max—. Por eso seguiré viviendo con mi sable y mi caballo.

—Bájate del coche.

—Mecha…

Ella apartó la mirada.

—Vas a perder el tren.

—Te amo. Creo. Pero el amor no tiene nada que ver con todo esto.

Mecha golpeó con las dos manos el volante.

—Vete de una vez. Maldito seas.

Se puso Max el sombrero y bajó del automóvil abotonándose la gabardina. Sacó de la parte trasera la maleta y la bolsa de viaje y anduvo sin despegar los labios ni mirar atrás, entre las salpicaduras de lluvia. Sentía una tristeza intensa, desazonadora: especie de nostalgia anticipada por cuanto iba a añorar más tarde. En la entrada del edificio entregó el equipaje a un mozo y anduvo tras él entre la gente, en dirección a las taquillas del despacho de billetes. Después siguió al mozo hasta la doble estructura de vidrio y acero que cubría los andenes. En ese momento, entre chorros de vapor, entraba despacio una locomotora arrastrando una docena de coches de color azul oscuro con una franja dorada bajo las ventanillas y el rótulo Compagnie Internationale des Wagons-Lits. Un cartel metálico en cada costado indicaba el trayecto Mónaco-Marsella-Lyon-París. Max echó un vistazo en torno, en busca de indicios alarmantes. Dos gendarmes de uniforme oscuro conversaban relajados frente a la puerta de la sala de espera. Todo parecía tranquilo, decidió, y nadie se fijaba especialmente en él. Aunque tampoco eso garantizara nada.

—¿Coche, señor? —preguntó el mozo del equipaje.

—Número dos.

Subió al tren, entregó su pasaje al conductor del vagón con un billete de cien francos —modo infalible de ganar su voluntad para todo el viaje—, y mientras el empleado se tocaba la visera del kepis, doblándose por la cintura con una reverencia, dio otros veinte al mozo del equipaje.

—Gracias, señor.

—No, amigo mío. Gracias a usted.

Al entrar en el compartimento cerró la puerta y descorrió un poco la cortina: lo necesario para echar otra ojeada al andén. Los gendarmes seguían de charla en el mismo sitio, y no vio nada inquietante. La gente se despedía y subía al tren. Había un grupo de monjas agitando pañuelos, y una mujer atractiva abrazaba a un hombre ante la puerta del vagón. Max encendió un cigarrillo y se acomodó en el asiento. Cuando el tren empezó a moverse, levantó la vista hacia la maleta colocada en la red del equipaje. Pensaba en las cartas que iban ocultas en su forro interior. También en la forma de seguir vivo y libre hasta desprenderse de ellas. Mecha Inzunza se había borrado ya de su memoria.

El dolor, comprueba Max, alcanza tarde o temprano un grado de saturación donde la intensidad deja de tener importancia. Un punto a partir del cual cuentan lo mismo veinte golpes que cuarenta. De ahí en adelante no es cada nuevo golpe el que duele, sino las pausas entre uno y otro. Porque el tormento más difícil de soportar no es ser golpeado, sino los momentos en que el verdugo cesa en su tarea para tomarse un respiro. Es entonces cuando la carne dolorida deja de entumecerse ante la violencia, se relaja y acusa de veras el dolor que la atormenta. El resultado de todo el proceso anterior.

—El libro, Max… ¿Dónde tienes el libro?

A esas alturas de la desigual conversación —torturar implica otras libertades de índole social—, el hombre del bigote rojizo y las manos parecidas a tentáculos de calamar ha cambiado el usted por el tuteo. Su voz llega hasta Max deformada y lejana, pues éste tiene la cabeza cubierta por una toalla mojada que le quita el aire, sofoca sus gemidos y absorbe parte de los golpes que recibe, sin dejar heridas externas ni contusiones visibles en su cuerpo atado a la silla. El resto de los golpes los recibe en el estómago y el vientre, expuestos por la postura a que lo obligan sus ligaduras. Se los propinan el hombre del pelo lacio y el de la chaqueta de piel negra. Sabe que son ellos porque de vez en cuando retiran la toalla, y entre la turbiedad de los ojos doloridos y llenos de lágrimas los ve a su lado, frotándose los nudillos, mientras el otro hombre observa sentado.

—El libro. ¿Dónde está?

Acaban de quitarle la toalla de la cabeza. Max aspira con avidez el aire que llega a sus pulmones maltrechos, aunque cada inspiración le escuece como si circulase a través de carne desollada. Sus ojos aturdidos logran enfocar, por fin, el rostro del hombre del bigote rojizo.

—El libro —repite éste—. Dinos dónde lo tienes, y acabemos de una vez.

—No sé… nada… de libros.

Por su cuenta, sin indicación de nadie y como aportación personal al procedimiento, el de la chaqueta negra aplica un repentino puñetazo en el bajo vientre de Max. Se retuerce éste en sus ligaduras mientras el nuevo dolor estalla de abajo hacia arriba, por las ingles y el pecho, haciéndolo encogerse sin conseguirlo a causa de los brazos, el torso y las piernas atados a la silla. Un súbito sudor frío le cubre el cuerpo, y tras unos segundos, por tercera vez desde que empezó todo, vomita una bilis amarga que le chorrea por la barbilla hasta la camisa. El que lo ha golpeado lo observa con disgusto y se vuelve hacia el hombre del bigote rojizo, esperando nuevas instrucciones.

—El libro, Max.

Aún sin aliento, éste niega con la cabeza.

—Vaya —asoma un punto de seca admiración en la voz del ruso—. El abuelo juega a los tipos duros… A sus años.

Otro golpe en el mismo lugar. Max se retuerce en un nuevo espasmo de dolor, cual si algo puntiagudo barrenara sus entrañas. Y al fin, tras unos segundos de agonía, no puede contenerse y grita: un aullido breve, bestial, que lo alivia un poco. Esta vez la arcada no acaba en vómito. Max se queda con la cabeza abatida sobre el pecho, inspirando entrecortada y dolorosamente. Tiritando a causa del sudor que parece helarse bajo la ropa húmeda, en cada poro de su cuerpo.

—El libro… ¿Dónde está?

Levanta el rostro, un poco. Su corazón trota desacompasado, unas veces con pausas muy largas entre latido y latido, acelerado y violento en otras. Está convencido de que morirá en los próximos minutos, y le sorprende su propia indiferencia. Su embrutecida resignación. Nunca imaginó que fuera de ese modo, piensa en un instante de lucidez. Dejándose ir aturdido por los golpes, como quien se abandona a una corriente que lo arrastra hacia la noche. Pero así será. O lo parece. Con tanto dolor y cansancio quebrándole la carne, eso promete más alivio que otra cosa. Un descanso, al fin. Un sueño largo y final.

—¿Dónde está el libro, Max?

Otro golpe, esta vez en el pecho, seguido de un estallido de dolor que parece aplastar su columna vertebral. Nuevas arcadas lo acometen, aunque ya no queda nada que echar por la boca. Orina sin control, mojándose el pantalón, con escozor intenso que le arranca un quejido agónico. Un dolor de cabeza espantoso le oprime las sienes, y sus pensamientos confusos apenas dejan espacio a imágenes coherentes. La mirada turbia sólo percibe desiertos blancos, destellos cegadores, superficies inmensas que ondulan como pesado mercurio. El vacío, tal vez. O la nada. A veces, a modo de fugaces fragmentos, en esa nada irrumpen antiguas imágenes de Mecha Inzunza, fragmentos inconexos del pasado, sonidos extraños. El que más se repite es el de tres bolas de marfil golpeando entre sí sobre una mesa de billar: un sonido suave, monótono, casi placentero, que proporciona un extraño sosiego a Max. Que le inspira el vigor necesario para alzar del todo la barbilla y mirar los ojos color acero del hombre sentado frente a él.

—Lo escondí… en el coño… de tu madre.

Con la última palabra escupe débilmente en dirección al otro. Un salivazo breve, sanguinolento y patético, que no alcanza el objetivo y cae al suelo, casi entre sus propias rodillas. El del bigote rojizo contempla el escupitajo en el suelo, con gesto contrariado. Pensativo.

—Lo reconozco, abuelo. Tienes agallas.

Después hace una señal a los otros, y éstos vuelven a cubrir la cabeza de Max con la toalla mojada.

El Tren Azul corría a través de la noche, hacia el norte, dejando atrás Niza y sus peligros. Tras beber el último sorbo de un Armagnac de cuarenta y ocho años y secarse los labios con la servilleta, Max puso una propina sobre el mantel y salió del vagón restaurante. La mujer con la que había compartido mesa acababa de levantarse hacía cinco minutos, alejándose en dirección al mismo coche que Max, el número 2. El azar los había hecho coincidir en el primer turno de cena, después de que él la viera abrazar a un hombre en la estación cuando estaba a punto de partir el tren. Era francesa, debía de tener unos cuarenta años, vestía con elegante naturalidad un tailleur que el ojo adiestrado de Max creyó identificar como de Maggy Rouff, y a su mirada profesional, instintiva, no escapó la alianza de oro que, junto a un anillo con zafiro, la mujer llevaba en la mano izquierda. No hubo conversación cuando tomó asiento frente a ella, excepto el educado bonsoir de rigor. Comieron en silencio, intercambiando alguna breve sonrisa convencional cuando coincidían sus miradas o el camarero volvía a llenar las copas de vino. Era atractiva, confirmó él mientras cogía la servilleta de encima del plato: ojos grandes, finas cejas retocadas a lápiz y el toque justo de carmín rojo sangre en los labios. Al acabar el filet de boeuf-forestière ella rechazó el postre y sacó un paquete de Gitanes. Max se inclinó sobre la mesa para darle fuego con su encendedor. Tuvo cierta dificultad en abrir la tapa desajustada, y las primeras palabras intercambiadas con ese pretexto dieron paso a una conversación superficial y amable: Niza, la lluvia, la temporada de invierno, el turismo de vacaciones pagadas, la Exposición Internacional que estaba a punto de clausurarse en París. Roto el hielo, pasaron a otra clase de asuntos. En efecto, el hombre del que ella se despedía en el andén era su marido. Vivían en Cap Ferrat casi todo el año, pero ella pasaba en París una semana de cada mes por asuntos profesionales: era directora de modas de la revista Marie Claire. Cinco minutos después la mujer reía con las ocurrencias de Max y le miraba la boca mientras hablaba. ¿Nunca pensó en ser maniquí de ropa masculina?, le dijo un poco más tarde. Al fin consultó su diminuto reloj de pulsera, hizo un comentario sobre lo tarde que era, se despidió con una amplia sonrisa y abandonó el vagón restaurante. Por una agradable casualidad, ocupaban compartimentos contiguos: número 4 y número 5. Azares de los trenes y de la vida.

Recorrió Max el vagón del salón bar —a esa hora estaba tan animado como el del Ritz—, cruzó la plataforma entre los fuelles donde resonaba con más fuerza el traqueteo del tren y el sonido monótono de los bojes, y se detuvo junto a la garita del conductor del vagón, que revisaba la lista de los diez compartimientos a su cargo iluminado por una pequeña lámpara que hacía relucir dos pequeños leones dorados en la pochette del uniforme. El conductor era un hombrecillo calvo, mostachudo y amable, con una cicatriz en el cráneo que, según supo Max cuando después se interesó por ello, había sido causada por una esquirla de metralla en el Somme. Conversaron un poco sobre cicatrices de guerra, y luego de coches cama, pullmans, trenes y líneas internacionales. Sacó Max su pitillera en el momento adecuado, aceptó que el otro le diese fuego con una cajita de fósforos con el emblema de la compañía, y cuando acabaron de fumar cigarrillos y hacerse confidencias, cualquier viajero que pasara a su lado los habría tomado por amigos de toda la vida. Cinco minutos después, Max consultó el reloj; y con el tono de quien, si trocaran papeles, estaría dispuesto a hacer lo mismo por el otro, pidió al conductor que utilizara su llave para abrir la puerta que separaba los compartimientos 4 y 5.

—No puedo hacer eso —objetó débilmente el empleado—. El reglamento lo prohíbe.

—Lo sé, amigo mío… Pero también sé que lo hará por mí.

El comentario iba acompañado del gesto discreto, casi indiferente, de poner en la mano del otro dos billetes de cien francos idénticos al que le había dado como propina al subir al tren en Niza. Aún dudó un momento el conductor, aunque era evidente que se debía más a guardar las formas honorables de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits que a otra cosa. Al fin metió el dinero en un bolsillo y se puso el kepis con ademán de hombre de mundo.

—¿El desayuno a las siete, señor? —preguntó con mucha naturalidad mientras recorrían el pasillo.

—Sí. A esa hora será perfecto.

Siguió una pausa apenas perceptible.

—¿Servicio individual, o doble?

—Individual, si es tan amable.

Al oír aquello, el conductor, que había llegado ante la puerta de Max, le dirigió una mirada agradecida. Era tranquilizador —podía leerse en ella— trabajar con caballeros que aún sabían guardar las maneras.

—Naturalmente, señor.

Aquella noche, como las siguientes, Max durmió poco. La mujer se llamaba Marie-Chantal Héliard; era sana, apasionada y divertida, y él siguió frecuentándola durante los cuatro días que permaneció en París. Le venía muy bien como cobertura, y además pudo obtener de ella diez mil francos que se sumaron a los treinta mil de la caja fuerte de Tomás Ferriol. Al quinto día, tras mucho reflexionar sobre su propio e inmediato futuro, Max se hizo transferir todo el dinero que tenía en el Barclays Bank de Montecarlo y lo retiró en metálico. Después compró en la agencia Cook de la rue de Rivoli un pasaje de tren para El Havre, y otro de primera clase en el transatlántico Normandie para Nueva York. En el momento de liquidar su cuenta del hotel Meurice, metió en un sobre de papel manila las cartas del conde Ciano y las envió con un mensajero a la embajada de Italia. No añadió tarjeta, nota ni explicación alguna. Sin embargo, antes de entregar el sobre con una propina al conserje del hotel, se detuvo un instante y sonrió pensativo. Luego sacó la pluma estilográfica del bolsillo y escribió en el exterior, con letras mayúsculas y a modo de remite, los nombres de Mauro Barbaresco y Domenico Tignanello.

Max ha perdido la noción del tiempo. Tras la oscuridad y el dolor, el interrogatorio y los continuos golpes, le sorprende que aún haya luz del exterior en la habitación cuando le retiran otra vez la toalla mojada de la cabeza. Ésta le duele mucho; tanto, que los ojos parecen a punto de salirse de las órbitas a cada latir desacompasado de la sangre en las sienes y el corazón. Sin embargo, hace rato que no lo golpean. Ahora escucha voces en ruso y percibe siluetas turbias mientras sus ojos tardan en acostumbrarse a la claridad. Cuando al fin logra enfocarlas con nitidez, descubre que hay un quinto hombre en la habitación: rubio, corpulento, con unos ojos azules acuosos que lo observan con curiosidad. El aspecto le parece familiar, aunque en su estado no consigue hilvanar los recuerdos ni las ideas. Al cabo de un momento, el hombre rubio hace un gesto de incredulidad y desaprobación. Después mueve la cabeza y cambia unas palabras con el hombre del bigote rojizo, que ya no está sentado en su silla sino en pie, y también mira a Max. Al del bigote no parece gustarle lo que oye, pues responde con irritación y gesto impaciente. Insiste el otro, y la discusión sube de tono. Al fin, el hombre rubio emite lo que parece una orden tajante y seca, y sale de la habitación en el instante mismo en que Max reconoce al gran maestro Mijaíl Sokolov.

El del bigote rojizo se ha acercado a Max. Lo estudia con ojo crítico, cual si evaluara los daños. No deben de parecerle excesivos, pues se encoge de hombros y dirige unas palabras malhumoradas a sus compañeros. Max se tensa de nuevo, esperando la toalla mojada y más golpes; pero nada de eso sucede. Lo que hace el del pelo lacio es traer un vaso de agua y acercarlo, brusco, a la boca del prisionero.

—Tienes mucha suerte —comenta el del bigote rojizo.

Bebe Max con avidez, derramando el agua. Después, con el líquido goteándole por el mentón y el pecho, mira al otro, que lo observa con aire sombrío.

—Eres un ladrón, un estafador y un indeseable con antecedentes policiales —dice el ruso, que acerca el rostro hasta casi rozar el de Max—. Hoy mismo, en su clínica del lago de Garda, tu jefe el doctor Hugentobler será informado de todo eso. También sabrá que te has estado pavoneando por Sorrento con su ropa, su dinero y su Rolls-Royce. Y aún más importante: la Unión Soviética no olvidará lo que has hecho. Vayas a donde vayas, procuraremos hacerte la vida difícil. Hasta que un día alguien llame a tu puerta para acabar lo que dejamos pendiente… Queremos que pienses en eso cada noche al dormirte y cada mañana al abrir los ojos.

Tras decir aquello, el del bigote rojizo hace una señal al de la chaqueta de piel negra, y en las manos de éste suena el chasquido de una navaja al abrirse. Aún aturdido, como si flotara en una nube de bruma, Max siente que cortan sus ataduras. Un hormigueo de dolor, que lo hace gemir por lo inesperado, traspasa sus brazos y piernas entumecidos.

—Ahora sal de aquí y busca un agujero bien hondo para esconderte, abuelo… Vivas lo que vivas, desde hoy eres un hombre acabado. Un hombre muerto.