Seguía lloviendo sobre Niza. Entre la luz sombría y gris que envolvía la ciudad vieja, la ropa tendida en los balcones colgaba como jirones de vidas tristes. Con los botones de la gabardina cerrados hasta el cuello y el paraguas abierto, Max Costa cruzó la plaza del Gesù evitando los charcos donde repiqueteaba el agua y se dirigió a los escalones de piedra de la iglesia. Mauro Barbaresco estaba allí, recostado en el portón cerrado, las manos en los bolsillos de un impermeable reluciente de lluvia, mirándolo inquisitivo bajo el ala empapada del sombrero.
—Será esta noche —dijo Max.
Sin decir nada, el italiano caminó hacia la rue de la Droite, seguido por Max. Había un bar en la esquina; y dos portales más allá, un zaguán estrecho y oscuro en forma de túnel. Cruzaron en silencio un patio descubierto y subieron dos pisos por una escalera cuyos peldaños de madera crujieron bajo sus pasos. En el segundo rellano, Barbaresco abrió una puerta, invitando a entrar a Max. Éste dejó el paraguas apoyado en la pared, se quitó el sombrero y sacudió las gotas de agua. La casa, oscura e inconfortable, olía a verduras hervidas y a ropa mojada y sucia. El pasillo conducía a la puerta de la cocina, a otra puerta entornada por la que se veía un dormitorio con la cama deshecha, y a un cuarto de estar con dos sillones viejos, una cómoda, sillas y una mesa de comedor con restos de desayuno. Sentado a la mesa, con el chaleco desabotonado y las mangas de la camisa vueltas sobre los codos, estaba Domenico Tignanello mirando la viñeta cómica del Gringoire.
—Dice que lo hará esta noche —dijo Barbaresco.
La expresión melancólica del otro pareció animarse un poco. Asintió aprobador, dejó el periódico sobre la mesa e hizo un ademán ofreciendo a Max la cafetera que estaba junto a dos tazas sucias, una aceitera y un plato con restos de pan tostado. Declinó éste la oferta mientras se desabotonaba la gabardina. Por la ventana abierta entraba una claridad cenicienta que ensombrecía los rincones del cuarto. Barbaresco, quitándose el impermeable, fue a asomarse a la ventana, enmarcado en el rectángulo de aquella luz turbia.
—¿Qué hay de su amigo español? —preguntó, tras echar un vistazo afuera.
—Ni es mi amigo, ni he vuelto a verlo —respondió Max con calma.
—¿Desde la entrevista en el puerto?
—Eso es.
El italiano había puesto su impermeable en el respaldo de una silla, indiferente a las gotas de agua que encharcaban el parquet.
—Hemos hecho averiguaciones —dijo—. Todo cuanto le dijo es cierto: la estación de radio que los nacionales tienen en Montecarlo, el intento de llevar el Luciano Canfora a un puerto de la República… Lo único que no podemos establecer, de momento, es su verdadera identidad. Nuestro servicio no tiene fichado a ningún Rafael Mostaza.
Compuso Max un gesto neutral. De croupier impasible.
—Podrían seguirlo, supongo. No sé… Hacerle fotos.
—Quizá lo hagamos —Barbaresco sonreía de modo extraño—. Pero para eso necesitaríamos saber cuándo va a entrevistarse con usted.
—No tenemos nada previsto. Aparece y me cita cuando quiere… La última vez lo hizo con una nota en la conserjería del Negresco.
El italiano lo miró con asombro.
—¿No sabe que usted entrará hoy en casa de Susana Ferriol?
—Lo sabe, pero no hizo comentarios.
—Entonces, ¿cómo piensa él conseguir los documentos?
—No tengo la menor idea.
El italiano cambió un vistazo perplejo con su compañero y volvió a mirar a Max.
—Curioso, ¿verdad?… Que no le importe que nos lo cuente todo. Incluso que lo anime a ello. Y que no aparezca hoy.
—Puede —concedió Max, ecuánime—. Pero a mí no me corresponde establecer esa clase de cosas. Los espías son ustedes.
Sacó la pitillera y la miró abierta, pensativo, como si elegir un cigarrillo u otro tuviera en ese momento su importancia. Al cabo se puso uno en la boca y guardó la pitillera, sin ofrecerles.
—Supongo que conocen su negocio —concluyó mientras accionaba el encendedor.
Barbaresco anduvo hacia el contraluz de la ventana y volvió a asomarse para observar el exterior. Parecía preocupado. Con nuevos motivos de inquietud.
—No es lo usual, desde luego. Descubrirle el juego de esa manera.
—Quizá quiera protegerlo —sugirió su compañero.
—¿A mí?… ¿De quién?
Domenico Tignanello se miraba el vello de los brazos, taciturno. Silencioso de nuevo, como si el esfuerzo de abrir la boca lo hubiese agotado.
—De nosotros —respondió Barbaresco, en su lugar—. De los suyos. De usted mismo.
—Pues cuando lo averigüen, cuéntenmelo —Max exhaló una tranquila bocanada de humo—. Yo tengo otros asuntos en que pensar.
El italiano se sentó en uno de los sillones. Reflexivo.
—No nos hará una jugarreta, ¿verdad? —dijo al fin.
—¿Se refiere a ese Mostaza, o a mí?
—A usted, naturalmente.
—Dígame cómo. No puedo elegir. Pero si yo fuera ustedes, procuraría localizar a ese tipo. Aclarar con él las cosas.
Barbaresco cambió otra mirada con su compañero. Después dirigió una ojeada resentida a la ropa que asomaba bajo la gabardina abierta de Max.
—Aclarar las cosas… Suena elegante, dicho por usted.
Aquellos dos, pensó otra vez Max, con sus prendas arrugadas, sus marcas de fatiga bajo los ojos enrojecidos y sus afeitados deficientes, siempre parecían salir de una noche en vela. Y probablemente así era.
—Lo que nos lleva a lo importante —añadió Barbaresco—. ¿Cómo piensa entrar en la casa?
Max observó los zapatos húmedos del italiano, cuyas suelas se veían agrietadas en las punteras. Con toda aquella lluvia debía de tener los calcetines empapados como esponjas.
—Eso es asunto mío —repuso—. Lo que necesito saber es dónde nos veremos para que les entregue las cartas, si las consigo. Si sale bien.
—Éste es un buen lugar. Estaremos aquí toda la noche, esperando. Y en el bar de abajo hay teléfono. Uno de nosotros puede quedarse allí hasta que lo cierren, por si hubiera cambios o novedades… ¿Podrá entrar en la casa sin problemas?
—Imagino que sí. Hay una cena en Cimiez, cerca del antiguo hotel Régina. Susana Ferriol está entre los invitados. Eso me deja un margen de tiempo razonable.
—¿Tiene todo lo que necesita?
—Todo. El juego de llaves que trajo Fossataro es perfecto.
Tignanello alzó despacio la mirada, fijándola en Max.
—Me gustaría ver cómo lo hace —dijo inesperadamente—. Cómo abre esa caja fuerte.
Max enarcó las cejas, sorprendido. Un relumbre de interés parecía aclarar el rostro taciturno y meridional del italiano. Casi lo hacía simpático.
—También a mí —corroboró su compañero—. Fossataro nos dijo que era usted bueno en eso… Tranquilo y sereno, fueron sus palabras. Con las cajas fuertes y con las mujeres.
Le hacían pensar en algo, se dijo Max. Aquellos dos se asociaban en su cabeza con alguna imagen que no lograba enfocar. Que reflejaba su aspecto y maneras. Pero no conseguía establecerla.
—Se aburrirían mirando —dijo—. Con unas y con otras se trata de un trabajo lento y rutinario. Cuestión de paciencia.
A Barbaresco se le dibujó una sonrisa. Parecía apreciar aquella respuesta.
—Le deseamos buena suerte, señor Costa.
Max los miró largamente. Al fin había encontrado la imagen que buscaba: perros mojados bajo la lluvia.
—Supongo que sí —sacó otra vez la pitillera del bolsillo y la ofreció, abierta—. Que me la desean.
Ella se presenta a media tarde, mientras Max prepara el equipo para la incursión nocturna. Cuando oye llamar, echa un vistazo por la mirilla, se pone una chaqueta y abre la puerta, Mecha Inzunza está allí con una sonrisa en la boca, las manos en los bolsillos de la rebeca de punto. Un gesto que, como si no hubiera transcurrido el tiempo —aunque tal vez sea Max quien mezcla de ese modo pasado y presente—, recuerda él de aquella distante mañana de hace casi cuarenta años, en la pensión Caboto de Buenos Aires; cuando fue a verlo con el pretexto de recuperar el guante que ella misma había puesto en el bolsillo de su chaqueta, a modo de insólita flor blanca, antes de que él bailase un tango en La Ferroviaria. Hasta el modo de entrar y moverse ahora por la habitación —tranquila, curiosa, mirándolo todo despacio— se parece mucho a esa otra manera: la forma de inclinar la cabeza para observar el escueto y ordenado mundo de Max, de pararse ante la ventana abierta al paisaje de Sorrento, o de apagarse la sonrisa en sus labios al ver los objetos que él, con la minuciosidad metódica de un militar que prepara su equipo para un combate —y el placer equívoco de recobrar, mediante ese viejo ritual de campaña, el hormigueo de incertidumbre por la acción cercana—, tiene dispuestos sobre la cama: una mochila pequeña y ligera, una linterna eléctrica, una cuerda de nylon de montañero de treinta metros de longitud y con nudos hechos, una bolsa de herramientas, ropa oscura y unas zapatillas deportivas que esta misma tarde tiñó de negro con un frasco de betún.
—Dios mío —comenta ella—. Realmente vas a hacerlo.
Lo ha dicho pensativa, admirada, como si hasta ese momento no hubiese creído del todo en las promesas de Max.
—Claro —responde él con sencillez.
No hay nada de artificial ni de fingido en su tono. Tampoco busca adornarse hoy con una vitola heroica. Desde que tomó la decisión y encontró la manera de actuar, o creyó encontrarla, se halla en un estado de calma interior. De fatalismo técnico. Los viejos modos, los gestos que en otro tiempo iban asociados a la juventud y el vigor, le han devuelto en las últimas horas una asombrosa seguridad. Una paz placentera, antigua, renovada, donde los riesgos de la aventura, los peligros de un error o un golpe de infortunio, se desdibujan en la intensidad de lo inminente. Ni siquiera Mecha Inzunza, Jorge Keller o el libro de ajedrez de Mijaíl Sokolov ocupan lo principal de su pensamiento. Lo que cuenta es el desafío que Max Costa —o quien en otro tiempo llegó a ser— arroja al rostro envejecido del hombre de cabello gris que a ratos lo contempla, escéptico, desde el otro lado del espejo.
Ella sigue observándolo con atención. Una mirada nueva, cree advertir Max. O quizá una mirada que ya juzgaba imposible.
—La partida empieza a las seis —dice al fin—. Tendrás dos horas de oscuridad, si todo va bien. Con suerte, tal vez más.
—¿Y tal vez menos?
—Puede.
—¿Sabe tu hijo lo que voy a hacer?
—No.
—¿Y Karapetian?
—Tampoco.
—¿Qué pasa con Irina?
—Han preparado con ella una apertura que luego no se ejecutará, o no del todo. Los rusos creerán que Jorge cambió de plan a última hora.
—¿No los hará sospechar?
—No.
Ella toca la cuerda de montañero como si le sugiriese situaciones insólitas que no imaginó hasta ahora. De pronto parece preocupada.
—Oye, Max… Lo que has dicho antes es cierto. La partida puede acabar antes de lo previsto. Un inesperado empate por jaque continuo, un abandono… Eso te expondría a estar todavía allí cuando Sokolov y su gente regresen.
—Entiendo.
Mecha parece dudar un poco más.
—Si ves que las cosas se complican, olvídate del libro —dice al fin—. Sal de allí cuanto antes.
Él la mira con agradecimiento. Le gusta haber escuchado eso. Esta vez, su espíritu de viejo farsante no elude la tentación de componer una sonrisa adecuada y estoica.
—Confío en que sea una partida larga —dice—. Con análisis post mórtem, como decís vosotros.
Ella mira la bolsa de herramientas. Contiene media docena de instrumentos útiles, incluida una punta de diamante para cortar cristal.
—¿Por qué lo haces, Max?
—Es mi hijo —responde sin pensar—. Tú lo dijiste.
—Mientes. No te importa en absoluto que lo sea o no.
—Quizá te lo debo.
—¿Deber?… ¿Tú?
—Puede que te amara, entonces.
—¿En Niza?
—Siempre.
—Extraño modo, amigo mío… Extraño entonces y ahora.
Mecha se ha sentado en la cama, junto al equipo de Max. De pronto, él siente el impulso de explicar de nuevo lo que ella sabe de sobra. De permitir que aflore un poco del antiguo rencor.
—Nunca te preguntaste cómo ve el mundo la gente sin dinero, ¿verdad?… Cómo abre cada mañana los ojos y se enfrenta a la vida.
Lo mira, sorprendida. No hay aspereza en el tono de Max, sino una certeza fría. Objetiva.
—Tú nunca sentiste la tentación —sigue diciendo él— de hacer una guerra particular contra los que duermen tranquilos sin angustiarse por lo que comerán mañana… Contra los que se acercan cuando te necesitan, te elevan cuando les conviene y luego no te dejan mantener erguida la cabeza.
Max ha ido hasta la ventana y señala el paisaje de Sorrento y las lujosas villas escalonadas en el verdor de la punta del Capo.
—Yo sí tuve la tentación —añade—. Y hubo un tiempo en que creí poder ganar. Dejar de verme zarandeado en mitad de este carnaval absurdo… Tocar cuero de calidad en los asientos de automóviles de lujo, beber champaña en copas de cristal fino, acariciar a mujeres bellas… Todo lo que tus dos maridos y tú misma tuvisteis desde el principio, por simple y estúpido azar.
Se interrumpe un momento, volviéndose a mirarla. Desde allí, con aquella luz, sentada en la cama, casi parece bella de nuevo.
—Por eso nunca tuvo la menor importancia que te amara, o no.
—Para mí la habría tenido.
—Podías permitirte ese lujo. También ése. Yo tenía otras cosas de qué ocuparme. Amar no era la más urgente.
—¿Y ahora?
Se acerca a ella con aire resignado.
—Te lo dije hace dos días. Fracasé. Ahora tengo sesenta y cuatro años, estoy cansado y tengo miedo.
—Comprendo… Sí, naturalmente. Lo haces por ti. Por lo mismo que te trajo a este hotel. Ni siquiera soy yo, en realidad. La causa.
Max se ha sentado junto a la mujer, en el borde de la cama.
—Sí lo eres —objeta—. De forma indirecta, tal vez. Es lo que fuiste y lo que llegamos a ser… Lo que fui.
Ella lo mira casi con dulzura.
—¿Cómo viviste estos años?
—¿Los del fracaso?… Replegándome despacio hasta donde me ves. Como un ejército derrotado que combate mientras se deshace poco a poco.
Durante un momento, por simple hábito, Max siente el impulso de acompañar esas palabras con media sonrisa heroica; pero renuncia a ello. Es innecesario. Todo cuanto ha dicho es cierto, por otra parte. Y sabe que ella lo sabe.
—Después de la guerra tuve una época buena —prosigue—. Todo eran negocios, reconstrucción, nuevas posibilidades. Pero fue un espejismo. Salía a escena otro tipo de gente. Otra clase de canallas. No mejores, sino más burdos. Hasta se volvió rentable ser grosero, según en qué sitios… Me costó adaptarme y cometí algunos errores. Confié en quien no debía.
—¿Fuiste a prisión?
—Sí, pero eso no tuvo importancia. Era mi mundo el que estaba desapareciendo. Mejor dicho: había desaparecido ya cuando apenas lo rozaba con los dedos. Y no me di cuenta.
Todavía habla un poco más sobre ello, sentado muy cerca de la mujer que escucha atenta. Diez o quince años resumidos en pocas palabras: el relato objetivo y sucinto de un crepúsculo. Los regímenes comunistas, añade, acabaron con los viejos escenarios familiares de Europa central y los Balcanes, así que volvió a probar suerte en España y Sudamérica, sin éxito. Otra oportunidad la tuvo en Estambul, donde se asoció con un propietario de bares, cafés y cabarets; aunque tampoco terminó bien. Luego estuvo un tiempo en Roma como acompañante maduro de señoras; una especie de gancho elegante para turistas americanas y actrices extranjeras de poca monta: el Strega y el Doney en via Veneto, el restaurante Da Fortunato junto al Panteón, el Rugantino en el Trastévere, o escoltándolas de compras por via Condotti, a comisión.
—El último golpe de relativa suerte lo tuve hace unos años, en Portofino —concluye—. O creí tenerlo. Conseguí tres millones y medio de liras.
—¿De una mujer?
—Los conseguí, eso basta. Dos días después llegué a Montecarlo, alojándome en un hotel barato. Tenía una corazonada. Esa misma noche fui al casino y me llené los bolsillos con fichas. Empecé ganando, y quise ir fuerte. Me dieron doce contras seguidos y me levanté de la mesa temblando.
Mecha lo observa atenta. Asombrada.
—¿Perdiste todo allí, de esa manera?
En socorro de Max acude la vieja sonrisa de hombre de mundo, evocadora y cómplice de sí misma.
—Aún me quedaban dos fichas de quince mil francos, así que pasé a una ruleta de otra sala, intentando recobrarme. Ya rodaba la bolita y yo estaba con las fichas en la mano, sin decidirme. Me decidí al fin, y allí se quedó todo… A los seis meses de aquello estaba en Sorrento, trabajando de chófer.
La sonrisa se le ha ido esfumando despacio. Ahora le enfría los labios una desolación infinita.
—Estoy cansado, te dije antes. Pero no dije cuánto.
—También dijiste que tenías miedo.
—Hoy tengo menos. O eso creo.
—¿Sabes que tu edad coincide exactamente con el número de casillas de un tablero de ajedrez?
—No había caído.
—Pues es cierto. ¿Qué te parece?… Puede ser una buena señal.
—O mala. Como en aquella historia de mi última ruleta.
Mecha se queda un momento en silencio. Después inclina la cabeza, mirándose las manos moteadas por el tiempo.
—Una vez, en Buenos Aires, hace quince años, vi a un hombre que se te parecía. Caminaba y se movía igual. Estaba sentada en el bar del Alvear con unos amigos y lo vi salir del ascensor… Dejándolos a todos atónitos, cogí mi abrigo y fui tras él. Durante quince minutos creí que realmente eras tú. Lo seguí hasta la Recoleta y lo vi meterse en la Biela, el café de automovilistas que hay en la esquina. Entré detrás. Estaba sentado junto a una de las ventanas, y mientras me acercaba alzó la vista y me miró… Entonces supe que no eras tú. Pasé de largo, salí por la otra puerta y regresé al hotel.
—¿Es todo?
—Es todo. Pero el corazón parecía que iba a salírseme del pecho.
Se miran de cerca, con intensidad tranquila. En otro tiempo y otra vida anterior, piensa él, acodados en la barra de un bar elegante, sería el momento de pedir otra copa o de besarse. Ella lo besa. Con mucha suavidad, acercando el rostro despacio. En la mejilla.
—Ten cuidado esta noche, Max.
El arco de luces eléctricas del Paseo de los Ingleses se alejaba en el espejo retrovisor, delimitando la oscuridad brumosa de la bahía de Niza. Pasados el Lazareto y La Réserve, Max detuvo el coche en el mirador junto al mar, desconectó el limpiaparabrisas y apagó los faros. El agua que caía entre las copas de los pinos repiqueteaba sobre el capó del Peugeot 201 que había alquilado sin conductor aquella misma tarde. Tras consultar el reloj de pulsera a la luz de un fósforo, permaneció inmóvil fumando un cigarrillo mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. La carretera que bordeaba el monte Boron estaba desierta.
Se decidió al fin. Tiró el cigarrillo y salió del coche con la pesada bolsa de herramientas colgada del hombro y un paquete bajo el brazo, goteante el sombrero, abrochándose hasta el cuello el impermeable de hule oscuro sobre la ropa que era toda negra, jersey y pantalón, excepto unos Keds de lona con suela de goma, habitualmente cómodos, que se empaparon a los primeros pasos. Anduvo por la carretera, encorvado bajo la lluvia; y al llegar cerca de las villas que se adivinaban en la oscuridad, se detuvo para orientarse. Había un único punto de luz cercano: el halo húmedo de un farol eléctrico encendido ante una casa de muros altos. Para esquivarlo, salió de la carretera y tomó una senda baja que discurría entre pitas y arbustos, tanteando con las manos para no dar un mal paso y caer al agua que la marejada agitaba a sus pies contra las rocas. Por dos veces se clavó espinas en los dedos, y al chupar las heridas advirtió el sabor de la sangre. La lluvia lo incomodaba mucho, pero había aflojado algo cuando dejó la senda para subir de nuevo hacia la carretera. La luz quedaba ahora atrás, débil, recortando en contraluz la esquina de una pared rocosa. Y a treinta pasos se alzaba, sombría, la casa de Susana Ferriol.
Se acuclilló junto al muro de ladrillo, bajo las formas oscuras de unas palmeras. Luego deshizo el paquete, que era una manta de lana gruesa, y tras ceñirse manta y bolsa para que no estorbaran, trepó abrazado a un tronco húmedo. La distancia entre éste y el muro no llegaba a un metro; pero antes de franquearla echó la manta doblada sobre la parte superior del muro, que estaba erizada con trozos de botellas rotas. Después saltó sobre ella, sintió bajo la manta las aristas de vidrio ahora inofensivas, y se dejó caer al otro lado, rodando para desviar la fuerza del impacto y no lastimarse las piernas. Se levantó empapado mientras se sacudía el agua y el barro. Una pequeña luz brillaba lejos, entre los árboles y plantas del jardín, iluminando la verja que daba a la carretera, la garita del guardián y el sendero de gravilla que conducía a la rotonda de la entrada principal. Manteniéndose lejos de esa zona iluminada, Max rodeó la casa por la parte de atrás. Caminaba con precaución, pues no quería hacer demasiado ruido al chapotear en los charcos o tropezar con arriates de flores y macetones con plantas. Con la lluvia y el barro, pensó, iba a dejar huellas por todas partes, dentro y fuera de la casa, incluidas las de los neumáticos del Peugeot en el mirador cercano. Seguía pensando en ello, inquieto, mientras se despojaba del impermeable y el sombrero al resguardo de un pequeño porche, bajo la ventana que tenía planeado forzar. Por mucho que tardara Susana Ferriol en regresar de la cena en Cimiez, de ningún modo pasaría inadvertida su intrusión. No obstante, con la suerte adecuada, cuando acudiese la policía y estudiaran el rastro, él planeaba estar lejos de allí.
Acaba de anochecer en Sorrento. La luna no ha salido todavía, y eso beneficia los planes de Max. Cuando baja de su habitación del Vittoria con una bolsa grande de viaje en la mano y una chaqueta de vestir sobre la ropa oscura, el conserje de guardia, ocupado en clasificar correspondencia y ponerla en los casilleros, apenas repara en él. Vestíbulo y escalera que lleva al jardín se ven desiertos, pues la atención de todos está centrada en la partida que Keller y Sokolov juegan en el salón del hotel. Una vez fuera, Max pasa junto a una camioneta de la RAI, llega al jardín y se aleja con desenvoltura por el camino que conduce a la verja exterior y la plaza Tasso. A mitad del recorrido, cuando alcanza a ver las luces del tráfico y las farolas de la plaza, se aparta a un lado buscando el templete desde el que hace dos días vigiló los apartamentos que ocupa la delegación rusa. Ahora el edificio está casi a oscuras: sólo hay un farol encendido sobre la puerta principal y una ventana iluminada en el segundo piso.
Su corazón late molesto, demasiado rápido. Desbocado como si Max acabara de tomarse diez cafés. En realidad, lo que tomó hace media hora son dos pastillas de Maxitón compradas sin receta, pero con sonrisa adecuadamente respetable, en una farmacia del corso Italia; convencido de que en las próximas horas no vendrán mal unas reservas de energía y lucidez extras. Aun así, mientras respira hondo y aguarda inmóvil, procurando serenar el corazón, la oscuridad en torno, el desafío de lo que se propone, la certeza de la edad que oprime bronquios y endurece arterias, le infligen una desazón próxima a la congoja. Una incertidumbre que linda con el miedo. En la soledad y las sombras del jardín, cada paso de los que tiene previstos parece ahora un disparate. Durante un rato permanece quieto, abrumado, hasta que el desorden de los latidos parece calmarse un poco. Hay que decidir, piensa al fin. Retroceder o ir adelante. Porque no sobra el tiempo. Con ademán resignado, descorre la cremallera de la bolsa y saca la mochila que lleva dentro; abre ésta y se quita los zapatos de calle para sustituirlos por las zapatillas teñidas con betún. También se quita la chaqueta, la mete en la bolsa con los zapatos y esconde ésta en los arbustos. Ahora está completamente vestido de negro, y disimula la mancha clara de su cabello gris anudándose en la cabeza un pañuelo de seda oscura. También se pasa por la cintura una gaza de cuerda de nylon con un mosquetón de acero, para asegurarse en caso de fatiga durante la ascensión. Menudo aspecto ridículo debo de tener así, piensa con una mueca sarcástica. A mis años, jugando a cambrioleur de élite. Cristo bendito. Si me viera el doctor Hugentobler: su estimado chófer, escalando paredes. Luego, resignado a lo inevitable, se cuelga la mochila a la espalda, mira a uno y otro lado, sale del templete y se acerca al edificio buscando la sombra más densa de los limoneros y las palmeras. De pronto, los faros de un automóvil que acaba de entrar en el jardín y pasa en dirección al edificio principal lo iluminan entre los arbustos. Eso lo hace retroceder hacia las sombras protectoras. Un momento después, de nuevo a oscuras, recobrada la calma, sale del resguardo y llega hasta el edificio de los rusos. Allí, al pie de la pared, la tiniebla es absoluta. Tanteando, Max busca el primer peldaño de hierro. Cuando lo encuentra, se asegura mejor la mochila a la espalda, se iza apoyando los pies en la pared, y muy despacio, con descansos en cada peldaño, procurando no hacer esfuerzos excesivos que agoten sus fuerzas, trepa hacia el tejado.
En Niza, la caja Schützling —grande, pintada de marrón— era exactamente como la había descrito Enrico Fossataro. Estaba dentro de un armario de caoba en una pared del despacho, apoyada en el suelo y rodeada de estantes con libros, archivadores y carpetas. Su aspecto era imponente: una plancha ciega de acero sin cerraduras ni discos a la vista. Max la estudió un momento con el haz luminoso de la linterna eléctrica. Había una alfombra gruesa de dibujo oriental junto al zócalo de la caja, y aquello estaría bien, pensó, para amortiguar el sonido metálico del manojo de llaves cuando tuviera que probarlas una por una. Dirigió la luz hacia el reloj que llevaba en la muñeca izquierda y comprobó la hora. Aquél iba a ser un trabajo lento, de los que exigían tacto fino y mucha paciencia. Movió de nuevo la linterna para iluminar el rastro de huellas de agua y barro que, sobre el parquet y la alfombra, jalonaba el camino desde la ventana que había vuelto a cerrar después de forzarla con un destornillador. Tanta suciedad era un contratiempo; aunque por suerte aquella ventana formaba parte del despacho y todo quedaba, huellas de barro incluidas, dentro de la misma habitación. No habría problemas mientras la puerta que daba a la biblioteca siguiera cerrada. Así que fue hasta ella y, con cautela, se aseguró de que estaba echada la llave.
Permaneció inmóvil y muy atento durante medio minuto, hasta que el batir de su pulso en los tímpanos se fue acallando y pudo escuchar con más nitidez. El rumor de lluvia apagaría parte del ruido que pudiera hacer mientras se ocupaba de la caja; pero también podría ocultarle a él, hasta que fuera demasiado tarde, otros sonidos que lo alertaran si alguien se acercaba al despacho. En todo caso, a esa hora los riesgos eran mínimos: la cocinera y el jardinero dormían fuera de la casa, la gobernanta descansaba en el piso de arriba y el chófer debía de encontrarse al volante del automóvil, esperando a Susana Ferriol en Cimiez. Sólo la doncella estaría en la planta baja, aguardando el regreso de su señora. Solía quedarse, según las noticias conseguidas por Max, en una habitación contigua a la cocina, oyendo la radio.
Se quitó el sombrero y el impermeable, puso la bolsa de herramientas sobre la alfombra y tocó el metal frío de la caja fuerte. Las Schützling no tenían los mecanismos de apertura a la vista, sino ocultos por una moldura que encuadraba la puerta de la caja a modo de marco. Tras ejercer la presión adecuada, una parte de la moldura se desplazó, dejando los mecanismos al descubierto: cuatro cerraduras de llave situadas verticalmente, la primera de tipo convencional y las otras con combinación de contadores. Max necesitaba abrir primero las tres de abajo, y eso llevaba tiempo. Así que se puso a ello. Situó la linterna de forma adecuada, eligió una llave del manojo que traía en la bolsa de herramientas y procedió a averiguar, probando con la misma llave en los tres contadores, cuál de ellos cantaba más: cuál era más sensible y transmitía los sonidos del mecanismo interior con mayor intensidad. Los pantalones y los zapatos mojados lo hacían temblar de frío, incomodándolo mucho, y sus manos heridas con las espinas del camino tardaban en lograr la serenidad de tacto adecuada. Tras probar en cada contador todas las posiciones del 0 al 19, se decidió por el de abajo. Luego fue girando la llave poco a poco, a izquierda y derecha, y repitió la operación con los otros dos contadores. Una vez fijados los sectores donde era probable que estuviese la posición correcta, volvió al primer contador. Todo requería ahora una precisión mayor, y los dedos lastimados lo entorpecían a veces, manchando la llave de sangre. Eso lo seguía retrasando, y se maldijo por no haber pensado en usar guantes afuera: advertir aquellas vibraciones casi imperceptibles requería finura de tacto. Al fin situó el primer contador en el número de apertura, y al dar con él miró de nuevo el reloj. Veinticuatro minutos para el más difícil. Enrico Fossataro habría tardado la tercera parte de ese tiempo, pero todo iba mejor de lo previsto. Con sonrisa satisfecha relajó un momento los dedos, se masajeó las yemas doloridas e introdujo la llave en el segundo contador. Un cuarto de hora más tarde, cada uno de los tres contadores estaba en la posición correcta. Entonces apagó la linterna y se detuvo a descansar. Tumbado de espaldas en la alfombra, permaneció inmóvil un par de minutos, aprovechando para escuchar el silencio de la casa. Durante ese tiempo procuró no pensar en nada, excepto en la caja fuerte que tenía delante. El rumor de lluvia había cesado afuera y nada se movía en el interior. Con gusto habría fumado un cigarrillo, pero no era momento adecuado. Incorporándose con un suspiro, frotó sus piernas entumecidas de frío bajo el pantalón y los zapatos mojados, y volvió al trabajo.
Ahora todo era cuestión de paciencia. Si las llaves eran correctas, entre las ciento treinta que Fossataro había traído a Niza habría una capaz de abrir la cerradura que estaba sobre los contadores. Para localizarla era preciso establecer el grupo al que pertenecía, y luego probar las de ese grupo una por una. Esto situaba el tiempo requerido entre un minuto y una hora, aproximadamente. Max consultó de nuevo el reloj. Si nada se torcía, el margen era razonable. Así que empezó a introducir llaves.
La cerradura funcionó con la número 107, casi media hora después. Hubo un lento chasquido de engranajes interiores; y cuando Max tiró hacia sí, la pesada puerta de acero se abrió con silenciosa facilidad. El haz de la linterna eléctrica iluminó estantes con cajas de cartón grueso y carpetas. En las cajas había unas pocas joyas y dinero; y en las carpetas, documentos. Dedicó su atención a estos últimos. Barbaresco y Tignanello le habían mostrado cartas semejantes a las que buscaba, con membrete oficial del ministro italiano de Asuntos Exteriores, para que pudiera reconocerlas. Las encontró en una de las carpetas: tres cartas mecanografiadas, metidas en camisas de papel con fechas y números de clasificación. Acercando mucho la linterna, comprobó los membretes, los textos y las firmas, así como el nombre mecanografiado al pie de éstas: G. Ciano. Eran las cartas, sin duda. Dirigidas a Tomás Ferriol con fechas del 20 de julio y el 1 y el 14 de agosto de 1936.
Se guardó las cartas y puso la carpeta en su sitio. Barbaresco y Tignanello le habían dicho que procurase dejarlo todo como estaba, para que los Ferriol tardaran en darse cuenta. Incluso, antes de empezar la apertura de la caja fuerte, Max había anotado las posiciones de los contadores, por si al cerrar la caja convenía dejarlos como estaban originalmente —había propietarios que solían comprobarlo antes de abrirla de nuevo—. Pero ahora, mientras movía el haz de la linterna por el despacho, con aquella ventana forzada y las huellas de agua y barro por todas partes, comprendió que disimular la intrusión iba a ser imposible. Necesitaría horas para limpiarlo todo, y tampoco tenía con qué. Por otra parte, el tiempo se agotaba. Susana Ferriol podía estar a punto de despedirse de sus anfitriones en Cimiez.
Las cajas de cartón no contenían gran cosa. En una se guardaban treinta mil francos y un grueso fajo de billetes de la República española; que a diferencia de los emitidos en la zona nacional, cada vez tenían menos valor. En cuanto a las joyas, Max dedujo que Susana Ferriol tendría otra caja en su dormitorio, porque en la Schützling sólo se guardaban unas pocas cosas: un guardapelo de oro, un reloj cazador Losada de bolsillo y un alfiler de corbata con una perla grande. También, un estuche con medio centenar de libras esterlinas de oro y un broche antiguo en forma de libélula con esmeraldas, rubíes y zafiros. Con una mueca dubitativa, Max volvió a iluminar las huellas que había dejado en el despacho. Con semejante rastro y a esas alturas, concluyó, tanto daba. El broche y las monedas eran material peligroso, fácilmente identificable si la policía lo encontraba en su poder. Pero el dinero sólo era dinero. Su rastro se perdía apenas cambiaba de manos: no tenía identidad ni otro propietario que quien lo llevara encima. Así que, antes de cerrar la caja, limpiar las huellas frotando con un pañuelo y guardar las herramientas, cogió los treinta mil francos.
El cielo está cuajado de estrellas. La vista nocturna de Sorrento y la bahía es espléndida desde el tejado del edificio de apartamentos, pero Max no está en condiciones de apreciar paisajes. Fatigado tras el esfuerzo, entorpecido por la mochila que lleva a la espalda, permanece tumbado junto a la cornisa, intentando recobrar el aliento. Más allá de los edificios con ventanas iluminadas del hotel Vittoria, el mar es una vasta mancha oscura, punteada por las luces diminutas que señalan la costa hasta el resplandor lejano de Nápoles.
Algo más repuesto, tras calmarse un poco el desbocado batir de sangre en su corazón —esta noche se felicita más que nunca por haber dejado de fumar hace once años—, Max sigue adelante. Quitándose la mochila de la espalda, saca de ella la cuerda de montañero con nudos hechos cada medio metro, y busca un lugar sólido donde hacerla firme. El tenue resplandor cercano de las luces del hotel le permite moverse con cierta seguridad mientras explora el tejado, procurando no dar un mal paso que lo precipite al vacío. Al fin ata la cuerda con un as de guía en torno a la base de cemento del pararrayos y le da una vuelta de seguridad en el tubo metálico de una chimenea. Después se cuelga de nuevo la mochila a la espalda, cuenta seis pasos hacia la izquierda y, tumbado en la cornisa, asido con una mano a la cuerda, mira hacia abajo. A seis o siete metros, exactamente en la vertical de donde se encuentra, está la habitación del ajedrecista ruso. No ve dentro ninguna luz. Contemplando el vacío oscuro que se abre bajo el balcón, Max permanece inmóvil, estremecido de aprensión, mientras el pulso empieza a desbocársele de nuevo. No son tiempos para esta clase de ejercicio, piensa. Desde luego, no por su parte. La última vez que estuvo en situación parecida, tenía quince años menos. Al cabo, respira hondo y se agarra a la cuerda. Después —al franquear la cornisa y el canalón se lastima un poco las rodillas y los codos— desciende muy despacio, nudo a nudo.
Aprensiones aparte —todo el tiempo teme que le fallen las manos o lo acometa un ataque de vértigo—, la bajada resulta más fácil de lo que esperaba. Cinco minutos después está en el balcón, en piso firme, y tantea la puerta acristalada que comunica con la habitación a oscuras. Habría sido una suerte que estuviera abierta, piensa mientras se pone unos guantes de goma fina. Pero no es el caso. Así que recurre a un cortador de cristalero con punta de diamante que en otro tiempo dio buenos resultados: aplicando una ventosa de goma para sostener la parte de vidrio a retirar, traza un semicírculo de un palmo de radio en torno al punto donde se encuentra el pestillo interior. Luego golpea suave, retira la parte seccionada, la deposita con cuidado en el suelo, introduce la mano procurando no cortarse con el vidrio, y levanta el pestillo. La puerta se abre sin dificultad, franqueando el paso a la habitación oscura y desierta.
Ahora Max actúa con rapidez y viejo método. Para su sorpresa, el corazón le late acompasado y tranquilo, cual si en esta fase de la acción los años fueran lo de menos, y las antiguas maneras, recobradas, le devolviesen un vigor y una calma profesional que hace un momento parecían imposibles. Así, moviéndose con extrema prudencia para no tropezar con nada, corre las cortinas de las ventanas y saca de la mochila una linterna eléctrica. La habitación es muy grande, pero huele a cerrado, a tabaco rancio. Hay, en efecto, un cenicero lleno de colillas sobre una mesa baja, junto a tazas de café vacías y un tablero de ajedrez con las piezas desordenadas. Al moverse alrededor, el haz de la linterna ilumina butacas, alfombras, cuadros y una puerta que da al dormitorio y al cuarto de baño. También, la superficie de un espejo donde, al aproximarse, Max ve reflejado el contraluz de su propia figura vestida de negro, clandestina e inmóvil. Casi desconcertada ante la aparición repentina de un extraño.
Apartando el haz de la linterna como si desistiera de reconocerse en el espejo, Max devuelve su imagen a las tinieblas. La luz enfoca ahora una mesa de despacho cubierta de libros y papeles. Entonces se acerca a ella y empieza a buscar.
Aún era de noche y seguía lloviendo sobre Niza cuando Max detuvo el Peugeot junto a la iglesia del Gesù y cruzó la plaza cubierto con impermeable y sombrero, caminando indiferente sobre charcos en los que salpicaba el agua. No se veía un alma. La lluvia parecía materializarse con veladuras brumosas y amarillentas en la esquina de la rue de la Droite, en torno al farol eléctrico encendido junto a la puerta del bar cerrado. Max llegó hasta el segundo portal, que estaba abierto. Anduvo por el patio interior y dejó atrás el rumor del agua que caía afuera.
Había poca luz en el zaguán interior: una bombilla desnuda y sucia iluminaba lo imprescindible para ver dónde ponía los pies. Había otra encendida en el rellano de arriba. Al subir por la escalera crujían los peldaños de madera bajo sus zapatos mojados, que aún tenían restos de barro de la incursión reciente. Se sentía sucio, empapado y exhausto, con ganas de acabar. De resolver aquello y tumbarse a dormir un rato, antes de coger la maleta y desaparecer. De pensar con frialdad sobre su futuro. Cuando llegaba al rellano se desabotonó el impermeable y sacudió el agua del sombrero. Después hizo girar la llave del timbre de latón de la puerta y aguardó, sin resultado. Aquello lo desconcertó un poco. Volvió a girar la llave y escuchó el sonido en el interior. Nada. Lo normal era que los italianos estuviesen impacientes, esperándolo. Pero no acudía nadie.
—Me alegro de verlo —dijo una voz a su espalda.
Con el sobresalto, a Max se le cayó el sombrero al suelo. Fito Mostaza estaba sentado en los peldaños de la escalera que subía al segundo piso, con aspecto relajado. Vestía un traje oscuro y rayado de hombreras anchas, con la habitual corbata de nudo pajarita. No llevaba gabardina ni sombrero.
—Confirmo que es usted un hombre serio —añadió—. Cumplidor.
Hablaba con aire pensativo, desatento, como si estuviera pendiente de otras cosas. Indiferente al desconcierto de Max.
—¿Tiene lo que fue a buscar?
Max se quedó mirándolo un buen rato, sin responder. Intentaba situar a Mostaza y situarse él en todo aquello.
—¿Dónde están? —preguntó al fin.
—¿Quiénes?
—Barbaresco y Tignanello… Los italianos.
—Oh, ésos.
El otro se frotó el mentón con una mano mientras sonreía casi imperceptiblemente.
—Ha habido un cambio de planes —dijo.
—No sé nada de cambios. Debo verlos a ellos. Es lo previsto.
Los cristales de las gafas de Mostaza relucieron cuando inclinó un poco la cabeza con gesto pensativo y volvió a levantarla de nuevo. Parecía reflexionar sobre lo dicho por Max.
—Por supuesto… Previsiones y deberes, naturalmente.
Se puso en pie casi con desgana, sacudiéndose el fondillo del pantalón. Después se ajustó la pajarita y bajó hasta donde se encontraba Max. En su mano derecha brillaba una llave.
—Naturalmente —repitió, abriendo la puerta.
Se echó a un lado, cortés, para dejar paso a Max. Entró éste, y lo primero que vio fue la sangre.
Lo tiene. Ha sido tan fácil encontrar los cuadernos de partidas de Mijaíl Sokolov, que por un momento Max llegó a dudar de que fueran realmente lo que buscaba. Pero no hay duda. Una revisión minuciosa a la luz de la linterna, con las gafas de leer puestas, acaba de disipar cualquier incertidumbre. Todo coincide con la descripción aventurada por Mecha Inzunza: cuatro volúmenes gruesos encuadernados en tela y cartoné, parecidos a libros grandes de contabilidad muy usados, llenos de anotaciones manuscritas en cirílico con una letra apretada y pequeña: diagramas de partidas, apuntes, referencias. Secretos profesionales del campeón del mundo. Los cuatro cuadernos se encontraban a la vista, uno encima de otro, entre los papeles y libros de la mesa de despacho. Max no conoce el ruso, pero ha sido fácil identificar las últimas notas del cuarto cuaderno: media docena de líneas con críptica nomenclatura —D4T, P3TR, A4T, CxPR— escritas junto a un recorte reciente de Pravda sobre una de las partidas jugadas entre Sokolov y Keller en Sorrento.
Con los cuadernos —el libro, lo llamó Mecha— en la mochila y ésta de nuevo a la espalda, Max sale al balcón y mira hacia arriba. La cuerda sigue allí, firme. Tira de ella para confirmar que se mantiene bien sujeta, y luego la agarra dispuesto a trepar por ella hasta el tejado; pero apenas hace el primer esfuerzo, comprende que no va a poder. Que tal vez tenga energía para llegar a la altura del tejado, pero será difícil franquear la cornisa y el canalón donde antes, al bajar, se lastimó las rodillas y los codos. Ahí calculó mal sus posibilidades. O su vigor. Un desfallecimiento lo haría caer al vacío. Sin considerar, además, la dificultad de hacer luego el camino inverso por los peldaños de hierro de la pared, bajando a oscuras sin ver dónde pone los pies. Sin otro agarre seguro que sus manos.
La certeza lo golpea con un estallido de pánico que le seca la boca. Todavía permanece así un momento, inmóvil, agarrado a la cuerda. Incapaz de tomar una decisión. Después retira las manos, vencido. Asumiendo que ha caído en su propia trampa. Exceso de confianza, rechazo a asumir la evidencia de la vejez y la fatiga. Jamás podrá llegar al tejado por ese camino, y lo sabe.
Piensa, se dice angustiado. Piensa bien y hazlo rápido, o no saldrás de aquí. Dejando la cuerda donde está —es imposible retirarla desde abajo—, regresa a la habitación. No hay más que una salida, y esa convicción lo ayuda a concentrarse en los siguientes pasos a dar. Todo será, concluye, cuestión de sigilo. Y de suerte. De cuánta gente haya en el edificio y dónde se encuentre. De que el vigilante que los rusos suelen dejar en la planta baja se interponga, o no, entre la suite de Sokolov y la salida al jardín. Así que, procurando no hacer ruido, pisando con el talón antes que con el resto de las suelas de goma, Max cruza la habitación, sale al pasillo y cierra con cuidado la puerta a su espalda. Hay luz afuera, y también una alfombra larga que llega hasta el ascensor y la escalera, lo que facilita su avance silencioso. En el rellano se detiene a escuchar, asomándose al hueco de la escalera. Todo está en calma. Baja con las mismas precauciones, echando ojeadas por encima de la barandilla para confirmar que la ruta sigue libre. Ya es incapaz de advertir los sonidos, pues su corazón se ha puesto a batir de nuevo, intensamente, y el pulso en los tímpanos se vuelve ensordecedor. Hace mucho que no sudaba de verdad, piensa. Su piel nunca fue propensa a transpirar demasiado; sin embargo, bajo el pantalón y el suéter negros, siente empapada la ropa interior.
Se detiene en el último tramo, haciendo un nuevo esfuerzo por serenarse. Entre los latidos de la sangre que le golpea en la cabeza cree percibir un sonido lejano, amortiguado. Quizá una radio o un televisor funcionando. Vuelve a asomarse al hueco de la escalera, desciende los peldaños finales y se acerca con cautela a la esquina del vestíbulo. Hay una puerta al otro lado: sin duda la que da al jardín. A la izquierda se prolonga un pasillo en penumbra y a la derecha hay una doble puerta acristalada, cuyo vidrio casi opaco permite distinguir luz detrás. De ahí proviene el sonido de la radio o el televisor, que ahora se escucha con más intensidad. Max retira el pañuelo que aún lleva anudado en la cabeza, lo emplea para secarse el sudor de la cara y se lo mete en el bolsillo. Tiene la boca tan seca que la lengua casi le araña el paladar. Cierra los ojos unos segundos, respira tres veces, cruza el vestíbulo, abre silenciosamente la puerta y sale afuera. El aire fresco de la noche, el olor vegetal del jardín, lo acogen bajo los árboles como un estallido optimista, de energía y de vida. Sujetándose la mochila, echa a correr entre las sombras.
—Disculpe el desorden —dijo Fito Mostaza mientras cerraba la puerta.
Max no respondió. Miraba espantado el cuerpo de Mauro Barbaresco. El italiano estaba boca arriba, en mangas de camisa, tirado en el suelo sobre un gran charco de sangre medio coagulada. Tenía el rostro de color cera, los ojos entornados y vidriosos, los labios entreabiertos y la garganta seccionada con un profundo tajo.
—Pase al fondo —sugirió Mostaza—. Y procure no pisar la sangre. Es muy resbaladiza.
Recorrieron el pasillo hasta la habitación del fondo, donde se encontraba el cadáver del segundo italiano. Estaba atravesado en el umbral de la cocina, boca abajo, un brazo extendido en ángulo recto y otro bajo el cuerpo, la cara hundida en un charco de sangre entre rojiza y pardusca que había corrido en largo reguero bajo la mesa y las sillas. Había en la habitación un olor al tiempo vago y denso, casi metálico.
—Cinco litros por cuerpo, más o menos —comentó Mostaza con frío desagrado, cual si de veras lamentase aquello—. Eso suma diez. Calcule el derrame.
Max se dejó caer en la primera silla que tuvo a mano. El otro se lo quedó mirando con atención. Luego cogió una botella de vino que estaba sobre la mesa, llenó medio vaso y se lo ofreció. Negó Max con la cabeza. La idea de beber con aquello a la vista le producía arcadas.
—Tome al menos un sorbo —insistió Mostaza—. Le sentará bien.
Obedeció al fin Max, humedeciendo apenas los labios, y dejó el vaso sobre la mesa. Mostaza, de pie junto a la puerta —la sangre de Tignanello llegaba a dos palmos de sus zapatos—, había sacado la pipa de un bolsillo y la llenaba tranquilamente de tabaco.
—¿Qué ha pasado aquí? —logró articular Max.
El otro se encogió de hombros.
—Son gajes del oficio —señaló el cadáver con el caño de la pipa—. El de ellos.
—¿Quién ha hecho esto?
Mostaza lo miró con ligera sorpresa, como si lo desconcertase un poco la pregunta.
—Yo, naturalmente.
Max se puso en pie de un salto, derribando la silla; pero se quedó inmóvil en el acto, porque la visión del objeto que acababa de sacar el otro de un bolsillo de la chaqueta lo había paralizado. Con la pipa todavía sin encender en la mano izquierda, la derecha de Mostaza sostenía una pistola pequeña, reluciente, niquelada. No era, sin embargo, un movimiento amenazador. Se limitaba a mostrarla en la palma de la mano con ademán inofensivo, casi excusándose por ello. No le apuntaba con el arma, y ni siquiera tenía el dedo en el gatillo.
—Levante la silla y siéntese otra vez, por favor… No seamos dramáticos.
Max hizo lo que le decía. Cuando se sentó de nuevo, la pistola había desaparecido en el bolsillo derecho de Mostaza.
—¿Tiene lo que fue a buscar? —preguntó éste.
Miraba Max el cadáver de Tignanello, boca abajo en el extenso charco de sangre medio coagulada. Uno de los pies había perdido el zapato, que estaba en el suelo, un poco más allá. El calcetín al descubierto tenía un agujero en el talón.
—No los mató con esa pistola —dijo.
Mostaza, que encendía la pipa, lo miró sobre una bocanada de humo mientras sacudía el fósforo para extinguir la llama.
—No, por supuesto —confirmó—. Una pistola, incluso de calibre pequeño como ésta, hace ruido… No era cosa de alarmar a los vecinos —se abrió un poco la chaqueta, mostrando el mango de un cuchillo que asomaba en su costado, junto a los tirantes—. Esto es más sucio, claro. Pero también más discreto.
Dirigió un vistazo pensativo al charco de sangre cerca de sus pies. Parecía considerar lo adecuado de la palabra sucio.
—No fue agradable, se lo aseguro —añadió tras un instante.
—¿Por qué? —insistió Max.
—Más tarde podemos charlar de esas cosas, si le apetece. Ahora dígame si ha conseguido las cartas del conde Ciano… ¿Las lleva encima?
—No.
Mostaza se ajustó con un dedo las gafas y lo estudió unos segundos, valorativo.
—Vaya —comentó al fin—. ¿Precaución, o fracaso?
Max guardó silencio. En ese momento estaba ocupado calculando cuánto valdría su vida una vez entregara las cartas. Probablemente, tanto como la de los infelices desangrados en el suelo.
—Levántese y dese la vuelta —ordenó Mostaza.
Había un ligero fastidio en el tono, aunque seguía sin parecer amenazador. Sólo ocupado en un trámite enojoso e inevitable. Obedeció Max, y el otro lo envolvió en una bocanada de humo cuando se acercó por detrás para cachearlo, sin resultado, mientras Max se felicitaba íntimamente de haber sido precavido con las cartas, dejándolas ocultas bajo un asiento del automóvil.
—Puede volverse… ¿Dónde están? —con la pipa entre los dientes deformándole las palabras, Mostaza se secaba en la chaqueta las manos mojadas por el impermeable de Max—. Dígame al menos si las tiene en su poder.
—Las tengo.
—Colosal. Me alegra oír eso. Ahora dígame dónde, y acabemos de una vez.
—¿Qué entiende por acabar?
—No sea desconfiado, hombre. Tan retórico. Nada impide que nos separemos como gente civilizada.
Max miró de nuevo el cadáver de Tignanello. Recordó su expresión taciturna y melancólica. Un hombre triste. Casi conmovía verlo así, boca abajo en su propia sangre. Tan quieto y desvalido.
—¿Por qué los mató?
Mostaza fruncía el ceño, incómodo, y daba la impresión de que ese gesto ahondaba la cicatriz bajo su mandíbula. Abrió la boca como para decir algo desagradable, aunque pareció pensarlo mejor. Dirigió una ojeada rápida a la cazoleta de su pipa, comprobando la correcta combustión del tabaco, y miró el cadáver del italiano.
—Esto no es una novela —su tono era casi paciente—. Así que no pienso dedicar el último capítulo a explicar cómo ocurrió todo. Ni usted necesita saber nada de eso, ni yo tengo tiempo para charlas de detectives… Dígame dónde están las cartas y resolvamos esto de una vez.
Max señaló el cadáver.
—¿También va a resolverme a mí de esa manera, cuando las tenga?
Mostaza parecía considerar seriamente el comentario.
—Tiene razón —concedió—. Nadie le garantiza nada, por supuesto. Y no creo que baste mi palabra… ¿Verdad?
—Cree lo correcto.
—Ya.
Chupó el otro ruidosamente la pipa, reflexivo.
—Debo hacerle un par de ajustes a mi biografía —dijo al fin—. En realidad no trabajo para la República española, sino para el Gobierno de Burgos. Para el otro bando.
Guiñó un ojo, guasón, tras el cristal de las gafas. Era evidente que disfrutaba con el desconcierto de su interlocutor.
—De un modo u otro —añadió—, todo queda en casa.
Lo miraba Max, todavía estupefacto.
—Pero ellos son italianos… Agentes fascistas. Eran sus aliados.
—Oiga. Usted es un poco ingenuo, me parece. En estos niveles de trabajo no hay aliados que valgan. Ellos querían las cartas para sus jefes, y yo las quiero para los míos… Jesucristo predicó lo de seamos hermanos, pero nunca dijo comportaos como unos primos. Las cartas pidiendo comisión por los aviones serán una bonita baza en manos de mis jefes, digo yo. Una forma de tener a los italianos, o a su ministro de Exteriores, un poco agarrados por las pelotas.
—¿Y por qué no se las pidieron directamente a Ferriol, que es su banquero?
—Ni idea. Yo recibo órdenes, no confidencias. Supongo que Ferriol también va a lo suyo. Querrá cobrárselo todo por otros medios, tal vez. Con españoles e italianos. A fin de cuentas, es un hombre de negocios.
—¿Y qué fue esa extraña historia del barco?
—¿El Luciano Canfora?… Un asunto pendiente que usted me ayudó a resolver. Es verdad que el capitán y el jefe de máquinas pretendían llevar el cargamento a un puerto gubernamental; yo mismo los convencí, tras presentarme como agente de la República. Eran sospechosos y se me había encomendado comprobar su lealtad… Después lo utilicé a usted para pasar la información a los italianos, que actuaron rápido. Los traidores fueron detenidos, y el barco navega hacia donde estaba previsto.
Señala Max el cuerpo de Tignanello.
—Y ellos… ¿Era necesario matarlos?
—Técnicamente, sí. No podía controlar esta situación con tres personas a la vez; dos de ellas, además, profesionales… No tuve más remedio que despejar el paisaje.
Se quitó la pipa de la boca. Parecía apagada. Golpeó con suavidad en la mesa la cazoleta vuelta hacia abajo, vaciándola. Después le dio una chupada al caño y se la guardó en el bolsillo opuesto al de la pistola.
—Acabemos de una vez —dijo—. Deme las cartas.
—Ya vio que no las tengo aquí.
—Y usted vio mis argumentos. ¿Dónde están?
Era absurdo seguir negando, decidió Max. Y peligroso. Sólo podía arriesgarse por ganar algo de tiempo.
—En un sitio adecuado.
—Pues lléveme allí.
—¿Y después?… ¿Qué pasará conmigo?
—Nada de particular —lo miraba ofendido por su suspicacia—. Como dije, usted se va por su lado y yo por el mío. Cada mochuelo a su olivo.
Se estremeció Max, desamparado hasta sentir lástima de sí mismo, y por un momento le flaquearon las rodillas. Había mentido a demasiados hombres y mujeres a lo largo de su vida como para no reconocer los síntomas. En los ojos de Mostaza leía el precario futuro.
—No me fío de su palabra —protestó débilmente.
—Da igual, porque no puede elegir —el otro se palmeó el bolsillo, recordándole la pistola que abultaba allí—. Incluso si cree que voy a matarlo, todo es cuestión de que usted decida si lo mato ahora o lo mato luego… Aunque repito que no es mi intención. Con las cartas en mi poder, no tiene sentido. Sería un acto innecesario. Superfluo.
—¿Y qué hay de mi dinero?
Sólo era otro intento desesperado por ganar tiempo. De alargar las cosas. Pero Mostaza daba por finalizada la charla.
—Ése no es asunto mío —cogió su gabardina y sombrero, que estaban sobre una silla—. Vamos.
Volvió a darse una palmadita en el bolsillo mientras indicaba la puerta con la otra mano. De pronto se mostraba más tenso y serio. Lo precedió Max, sorteando el cuerpo y la mancha de sangre de Tignanello, y anduvo por el pasillo hasta llegar junto al cadáver de Barbaresco. Mientras alargaba una mano hacia el pestillo de la puerta, con Mostaza detrás, dirigió una última mirada a los ojos vidriosos y la boca entreabierta del italiano, sintiendo de nuevo aquella extraña sensación desolada, de conmiseración, que ya sintió antes. Habían empezado a caerle bien esos dos, se dijo. Perros mojados bajo la lluvia.
La puerta se resistía un poco. Max tiró de ella más fuerte, y el movimiento brusco, al abrirse de golpe, lo hizo retroceder ligeramente. Mostaza, que estaba detrás poniéndose la gabardina, también retrocedió un paso, precavido, un brazo dentro de la manga y la mano del otro metida a medias en el bolsillo de la pistola. Al hacerlo, pisó la sangre a medio coagular del suelo y resbaló. No demasiado: sólo un corto traspié mientras procuraba recobrar el equilibrio. En ese instante, Max supo con sombría certeza que ésa era la única oportunidad que se le ofrecería esa noche. Entonces, con el arrebato ciego de la desesperación, se le echó encima.
Resbalaron los dos en la sangre, cayendo al suelo. El afán de Max era impedir que el otro sacara la pistola, pero al momento de forcejear se dio cuenta de que lo que pretendía su adversario era echar mano al cuchillo. Por suerte, el otro brazo de Mostaza estaba trabado por la manga de la gabardina; Max aprovechó eso para conseguir una ligera ventaja golpeándolo en la cara, sobre las gafas. Se rompieron éstas con un crujido, haciendo gruñir a Mostaza, que se le agarró con todas sus fuerzas, intentando colocarse encima. Su cuerpo flaco y duro, sólo equívocamente frágil, se revelaba extremadamente peligroso. El cuchillo en sus manos equivaldría a una sentencia mortal. Golpeó Max con relativa fortuna, parando el ataque, y volvieron a trabarse procurando uno sujetar y golpear, y el otro liberar el brazo atrapado por la gabardina mientras resbalaban una y otra vez en la sangre de Barbaresco. Desesperado, sintiéndose desfallecer de fatiga, consciente de que cuando Mostaza liberase la otra mano él podía darse por muerto, en socorro de Max acudieron antiguos reflejos olvidados: el muchacho arrabalero de la calle Vieytes y el soldado que alguna vez se defendió a navajazos en burdeles legionarios. Lo hecho en persona y lo visto hacer. Entonces, con cuanta energía pudo reunir, clavó un pulgar en un ojo de su enemigo. Se hundió el dedo muy adentro, con un chasquido blando y un aullido animal de Mostaza, que aflojó el forcejeo. Procuró Max incorporarse, pero resbaló otra vez en la sangre. Lo intentó de nuevo, hasta que logró situarse encima del adversario, que gemía como un animal torturado. Entonces, usando el codo del brazo derecho como arma, Max estuvo golpeando el rostro de Mostaza con todas sus fuerzas, hasta que el dolor del codo se hizo insoportable, el otro cesó de debatirse y su cara quedó a un lado, hinchada y rota.
Max se dejó caer, exhausto. Permaneció así mucho tiempo, intentando recobrar las fuerzas, y al cabo sintió que lo abandonaba la conciencia y todo se oscurecía alrededor. Se desmayó despacio, como si cayera en un pozo interminable. Y cuando volvió en sí, la pequeña ventana del vestíbulo enmarcaba una penumbra sucia y gris que tal vez anunciase el alba. Se apartó del cuerpo inmóvil y anduvo arrastrándose en dirección al rellano de la escalera. Dejaba tras de sí un rastro de sangre propia, pues tenía —lo comprobó palpándose con dolorida torpeza— una puñalada superficial en un muslo, camino de la arteria femoral y fallándola por muy poco. De algún modo, en el último instante, Fito Mostaza había conseguido sacar su cuchillo.