Max no ha tenido una buena noche. Las conocí mejores, pensó esta mañana al salir de la duermevela que le enturbió el sueño. Siguió pensándolo mientras se pasaba la Braun eléctrica por el mentón, al contemplar en el espejo del cuarto de baño del hotel las ojeras en su rostro cansado, las marcas de inquietud reciente añadidas al estrago del tiempo y la vida. Sumando de manera inoportuna fracasos, impotencias y sorpresas de última hora, incertidumbres nuevas, cuando casi todo se daba, o lo daba él, por amortizado; cuando es demasiado tarde para colocar nuevas etiquetas a lo vivido. Durante el sueño incómodo de la pasada noche, mientras se removía entre las sábanas en el filo intermitente del sopor y de la lucidez, varias veces creyó oír derrumbarse las viejas certezas con el estrépito de una pila de loza que cayese al suelo. Todo el fruto de su vida azarosa, cuanto hasta hace pocas horas creía haber salvado de sucesivos naufragios, consistía en una cierta indiferencia mundana, asumida a manera de galante serenidad. Pero ese fatalismo tranquilo, último reducto, estado de ánimo que hasta ayer fue su único patrimonio, acaba de esfumarse hecho trizas. Dormir tranquilo, con la quietud de un veterano corredor fatigado, era el postrer privilegio del que, hasta su última conversación con Mecha Inzunza en el jardín del hotel, Max había creído disfrutar, a su edad, sin que la vida se lo disputase.
Su primer impulso, el viejo instinto ante el olor del peligro, ha sido huir: liquidar de forma inmediata aquella absurda aventura sin sentido —se niega a llamarla romántica, pues siempre aborreció esa palabra— y volver a su trabajo en Villa Oriana antes de que todo se complique y el camino se deshaga bajo sus pies. Olvidar con una mueca de buen perdedor lo que en otro tiempo fue, asumir lo que ahora es, y aceptar lo que nunca podrá ser. Sin embargo, hay impulsos, concluye. Hay instintos, curiosidades que unas veces pierden a los hombres y otras hacen caer la bolita en la casilla adecuada de la ruleta. Caminos que, pese a los consejos de la más elemental prudencia, es imposible soslayar cuando se ofrecen a la vista. Cuando tientan con respuestas a preguntas nunca formuladas antes.
Una de tales respuestas puede estar en la sala de billar del hotel Vittoria. Lleva un rato buscándola, y le sorprende que el lugar sea ése. Es Emil Karapetian quien lo orientó hacia allí, cuando Max quiso saber si había visto a Jorge Keller. Se encontraron hace un momento en la terraza: el armenio desayunaba junto a Irina, con tal normalidad —ella saludó a Max con una sonrisa amable— que resulta evidente que la joven analista ignora que su conexión con los rusos ha sido descubierta.
—¿Billar? —Max se mostró sorprendido. Aquello tenía poco que ver con la imagen que se había hecho de un jugador de ajedrez.
—Forma parte de su entrenamiento —aclaró Karapetian—. A veces corre, o practica la natación. Otras se encierra a hacer carambolas.
—Nunca lo habría imaginado.
—Nosotros tampoco —el armenio encogía los poderosos hombros, con escaso humor. Max observó que evitaba mirar demasiado tiempo a Irina—. Pero Jorge es así.
—¿Y juega solo?
—Casi siempre.
La sala de billar está en la planta principal, más allá del salón de lectura: un espejo que duplica la luz de un ventanal abierto a la terraza, un marcador con estante para tacos y una mesa de billar francés bajo una lámpara de latón estrecha y horizontal. Inclinado sobre la mesa, Jorge Keller enlaza carambola tras carambola, sin otro sonido que el del extremo almohadillado del taco, mucho más suave, y el de las bolas al chocar entre sí con precisión casi monótona. Parado en la puerta, Max observa al ajedrecista: está concentrado y aplica el golpe preciso en cada momento, encadenando jugadas de modo automático, como si cada triple entrechocar del marfil dejase dispuesto el siguiente sobre el paño verde en una sucesión que, de pretenderlo, podría prolongarse hasta el infinito.
Max escruta al joven con avidez, registrando hasta el menor detalle; atento a reparar en cuanto pudo pasarle inadvertido en ocasiones anteriores. Al principio, por mero impulso defensivo, rebusca en su memoria los rasgos lejanos y confusos de Ernesto Keller, el diplomático chileno al que conoció aquel otoño de 1937 durante la cena en casa de Susana Ferriol —lo recuerda rubio, distinguido y agradable—, e intenta aplicarlos a la apariencia de quien, a todos los efectos oficiales, es hijo de aquél. Después intenta combinar ese recuerdo con el de Mecha Inzunza, su aspecto veintinueve años atrás, lo que de ella haya transmitido la genética al hijo que ahora está inmóvil ante el tablero, estudiando la posición de las bolas mientras frota con tiza el extremo del taco. Esbelto, alto, de porte erguido. Como su madre, naturalmente. Pero también como el propio Max en otro tiempo. Son parecidos en aspecto y estatura. Y es cierto, concluye con un repentino hueco en el estómago, que el pelo negro y espeso, que al joven le cae sobre la frente cuando se inclina en la banda de la mesa de billar, corresponde tan poco al de Mecha Inzunza —desde el Cap Polonio, Max lo recuerda castaño muy claro, casi trigueño— como al del hombre cuyo apellido lleva. Si el ajedrecista se peinara hacia atrás con fijador, a la manera de Max cuando lo tenía tan negro y espeso como él, ese cabello sería idéntico al suyo. Al que lucía con su misma edad cuando se pasaba una mano por la sien, alisándolo, antes de caminar despacio entre los compases de la orquesta, dar un suave taconazo y, con una sonrisa en la boca, invitar a la pista a una mujer.
No puede ser, concluye airado, rechazando la idea. Él ni siquiera sabe jugar al ajedrez. Está furioso consigo mismo por seguir allí, parado en el umbral de la sala de billar, espiándose en los rasgos de otro. Tales cosas no ocurren sino en el cine, el teatro y las novelas de la radio. De ser cierto, algo habría sentido la primera vez que vio al joven o conversó con él. Alguna cosa notaría vibrar en sus adentros: una señal, un estremecimiento. Una afinidad, tal vez. O un simple recuerdo. Es difícil creer que los instintos naturales permanezcan insensibles ante realidades de ese calibre. Ante supuestas evidencias. La voz de la sangre, llamaban a eso los viejos melodramas de millonario y huerfanita. Pero Max no ha oído tal voz en ningún momento. Ni siquiera la oye ahora, ofuscado por una desoladora certeza de error inexplicable, de incómoda desazón, que lo turba como nunca lo estuvo antes en su vida. Nada de eso puede ser. Mienta o no Mecha Inzunza —y lo más probable es que lo haga—, aquello no es más que un enorme y peligroso disparate.
—Buenos días.
Le es fácil enhebrar conversación, pese a todo. Nunca fue difícil bajo ninguna circunstancia, y el billar no es mala materia. Max se maneja razonablemente bien desde los tiempos de Barcelona; cuando, botones de hotel, apostaba tres pesetas de las propinas a la treinta y una y al chapó en el billar de un tugurio del Barrio Chino: mujeres en la puerta, chulos con alfileres de corbata o elástica de tirantes, pieles grasientas de sudor y humo de cigarrillos bajo la luz verdosa que pantallas sucias de moscas proyectaban sobre los tapetes, cigarrillos humeantes en las manos que enfilaban los tacos, sonido de carambolas y alguna imprecación o blasfemia que a veces nada tenía que ver con el juego sino con los sonidos del exterior, cuando todo el local quedaba en silencio, escuchando carreras de pies con alpargatas, silbatos de policías, tiros sueltos de pistola sindicalista, ruido de culatas de fusil apoyándose en el suelo.
—¿Juega al billar, Max?
—Algo.
Jorge Keller tiene un perfil simpático, acentuado por el mechón que cae sobre su frente y le extrema el aire desenvuelto, informal. Sin embargo, la sonrisa con que acoge al recién llegado contrasta con su mirada distante, absorta en el golpear y en las sucesivas combinaciones de las tres bolas de marfil.
—Coja un taco, si quiere.
Es buen jugador, comprueba Max. Sistemático y seguro. Quizá ser ajedrecista tenga que ver con eso: visión de conjunto o del espacio, concentración y demás cosas que suelen caracterizar a tal clase de gente. Lo cierto es que el joven encadena carambolas con facilidad desconcertante, cual si fuese capaz de calcularlas antes de que se produzcan las posiciones adecuadas, con muchos golpes de antelación.
—No sabía que también era bueno en esto.
—Prefiero que me hable de tú —responde Keller.
—No sabía que eras bueno en billar.
—Realmente no lo soy. No es lo mismo jugar así que hacerlo contra otro, a tres bandas.
Max va al estante y elige un taco.
—¿Seguimos con serie americana? —pregunta el joven.
—Como quieras.
El otro asiente y sigue jugando. Mediante tacadas suaves encadena carambola con carambola a lo largo de una banda, procurando dejar siempre las bolas lo más cerca posible una de otra.
—Es una forma de concentrarse —comenta sin alzar los ojos del juego—. De pensar.
Max lo observa, interesado.
—¿Cuántas carambolas ves?
—Tiene gracia que pregunte eso —sonríe Keller—. ¿Se nota mucho?
—No sé de ajedrez, pero debe de ser algo parecido, supongo. Ver jugadas o ver carambolas.
—Veo al menos tres —el joven señala las bolas, los ángulos y las bandas—. Allí y allí… Quizás cinco.
—¿De verdad se parece al ajedrez?
—No es que se parezca. Pero hay algo en común. Ante cada situación existen varias posibilidades. Intento prever los siguientes movimientos, y facilitarlos. Como en ajedrez, es cuestión de pensamiento lógico.
—¿Te entrenas así?
—Llamarlo entrenamiento es excesivo… Viene bien. Ayuda a ejercitar la mente con un esfuerzo mínimo.
Se detiene tras fallar una carambola fácil. Es evidente que lo ha hecho por cortesía: las bolas no quedan muy separadas. Max alarga el taco y se inclina sobre la mesa, golpea y hace sonar suavemente el marfil. Por cinco veces la bola intermedia va y vuelve de la banda elástica trazando un ángulo preciso a cada golpe.
—Tampoco a usted se le da mal —comenta el joven—. ¿Ha jugado mucho?
—Un poco. Más de joven que ahora.
Acaba de fallar Max la sexta carambola. Keller aplica tiza a su taco y se inclina sobre la mesa.
—¿Pasamos a tres bandas?
—De acuerdo.
Las bolas entrechocan con más fuerza. El joven liga cuatro carambolas seguidas; y con la última, deliberadamente, envía la bola jugadora de Max a un punto difícil respecto a las otras dos.
—Conocí a tu padre —Max estudia la triple posición con ojo crítico—. Hace tiempo, en la Riviera.
—Vivimos poco tiempo con él. Mi madre se divorció pronto.
Max aplica el taco con un toque seco, procurando jugar su bola en sentido inverso, por el lado opuesto de las otras.
—Cuando lo conocí no habías nacido aún.
El otro no responde. Permanece callado mientras Max liga una segunda carambola y, ante la dificultad de una tercera, sitúa la bola jugadora de Keller en mala posición, acorralada en un ángulo.
—Irina… —empieza a decir Max.
El otro, que alza la culata del taco para un piqué, interrumpe el movimiento y mira a Max como preguntándose lo que sabe.
—Conozco a tu madre desde hace muchos años —se justifica éste.
Keller mueve varias veces el taco de arriba abajo, casi rozando la bola, cual si no se decidiera a ejecutar la jugada.
—Lo sé —responde—. Desde Buenos Aires, con su anterior marido.
Golpea al fin, inseguro, fallando. Observa un momento la mesa y al fin se vuelve a Max, sombrío. Casi haciéndolo responsable de su error.
—No sé lo que mi madre le ha contado sobre Irina.
—Muy poco… O lo suficiente.
—Sus motivos tendrá. Pero en lo que a mí se refiere, no es asunto suyo. Sus conversaciones con mi madre no me incumben.
—No pretendía…
—Claro. Sé que no lo pretendía.
Max estudia las manos del joven: finas, de dedos largos. La uña del índice ligeramente redondeada, como la suya.
—Cuando eras un niño, ella…
Alza Keller el taco, interrumpiéndolo.
—¿Puedo serle sincero, Max? Aquí me estoy jugando mi futuro. Tengo mis propios problemas, profesionales y personales. Y de pronto aparece usted, de quien mi madre no había hablado nunca. Y con quien ella, por alguna razón que ignoro, tiene sorprendentes afinidades.
Deja las últimas palabras en el aire y mira la mesa de billar como si acabara de recordar que está allí. Max coge la bola roja, que se encuentra próxima, la sopesa distraídamente y vuelve a colocarla en su sitio.
—¿Ella no te ha dicho nada más sobre mí?
—Muy poco: viejo amigo, la época del tango… Todo eso. Ignoro si tuvieron un romance o no, en su tiempo. Pero la conozco, y sé cuándo alguien es especial para ella. Eso no suele ocurrir —aunque no es su turno, Keller se inclina sobre la mesa, golpea con el taco y la bola toca tres bandas antes de hacer una carambola limpia—. El día que se encontró con usted, mi madre no pegó ojo en toda la noche. La oí ir y venir… A la mañana siguiente, su habitación olía a tabaco como nunca, y tenía los ceniceros llenos de colillas.
Entrechoca el marfil con suavidad. Concentrado, Keller se echa atrás el pelo, lima el extremo del taco en el dorso de la mano apoyada en el paño y golpea de nuevo. Nunca se pone nervioso, dijo Mecha la última vez que conversaron sobre él. No tiene sentimientos negativos ni conoce la tristeza. Simplemente juega al ajedrez. Y eso es tuyo, Max; no mío.
—Comprenderá que desconfíe —comenta el joven—. Ya tengo más trastornos de los que puedo manejar.
—Oye. Yo nunca pretendí… Sólo estoy alojado aquí. Se trata de una extraordinaria coincidencia.
Keller no parece escuchar. Estudia la bola jugadora, que ha quedado en posición difícil.
—No quiero ser descortés… Usted es amable. Cae bien a todos. Y como dije, aunque sea de manera extraña, mi madre parece apreciarlo mucho. Pero hay algo que no me convence. Que no me gusta.
El golpe del taco, violento esta vez, sobresalta a Max. Las bolas se dispersan golpeando a varias bandas, situándose en posición imposible.
—Quizá sea su forma de sonreír —añade Keller—. Con la boca, quiero decir. Los ojos parecen ir por otro lado.
—Pues tú sonríes de forma parecida.
Max se arrepiente apenas lo expresa. Para disimular la irritación por su torpeza, finge estudiar las bolas con mucha atención.
—Por eso lo digo —responde Keller, objetivo—. Es como si ya hubiera visto esa sonrisa, antes.
Se queda un momento callado, considerando seriamente lo que acaba de decir.
—O quizá —añade— sea la manera en que mi madre lo mira a veces.
Disimulando su turbación, Max se inclina sobre la mesa, golpea a tres bandas y falla.
—¿Melancolía? —Keller aplica tiza al extremo de su taco—. ¿Tristeza cómplice?… ¿Pueden ser ésas las palabras?
—Quizá. No lo sé.
—No me gusta esa mirada en mi madre. ¿Qué puede haber de complicidad en la tristeza?
—Eso tampoco lo sé.
—Me gustaría saber qué ocurrió entre ustedes. Aunque éste no es el lugar, ni el momento.
—Pregúntale a ella.
—Ya lo he hecho… «Ah, Max», se limita a decir. Cuando decide enrocarse, ella es como un reloj dentro de un congelador.
Bruscamente, cual si de pronto hubiese perdido interés por jugar, el joven deja la tiza en el borde de la mesa. Luego se acerca al estante de la pared y coloca el taco en su sitio.
—Antes hemos hablado de prever carambolas, o movimientos —dice tras un silencio—. Y eso me pasa con usted desde que lo vi llegar: hay algo en su juego que me hace desconfiar. Ya tengo demasiadas amenazas alrededor… Le pediría que desapareciera de la vida de mi madre, pero eso sería extralimitarme. No soy quién. Así que voy a pedirle que se aparte de la mía.
Max, que también ha dejado su taco, hace un ademán de protesta cortés.
—En ningún momento he pretendido…
—Lo creo. Sí. Pero da igual… Manténgase lejos, por favor —Keller señala la mesa de billar como si su duelo con Sokolov se decidiera allí mismo—. Al menos, hasta que acabe esto.
Por la parte de levante, más allá del faro del puerto de Niza y del monte Boron, había nubes dispersas que se agrupaban despacio sobre el mar. Inclinado para encender su pipa a resguardo de la brisa, Fito Mostaza soltó unas bocanadas de humo, dirigió una mirada al horizonte brumoso y guiñó un ojo a Max tras los cristales de las gafas de concha.
—Va a cambiar el tiempo —dijo.
Estaban bajo la estatua del rey Carlos-Félix, cerca de la barandilla de hierro que discurría junto a la carretera desde la que se dominaba el puerto. Mostaza había citado a Max en un pequeño cafetín que éste encontró cerrado al llegar; de manera que esperó en la calle mirando los barcos amarrados en los muelles, los edificios altos del fondo y el gran rótulo publicitario de las galerías Lafayette. Vio llegar a Mostaza al cuarto de hora: su figura menuda y ágil acercándose sin prisas por la cuesta de Rauba-Capeù, el sombrero echado hacia atrás con desenfado, la chaqueta abierta sobre la camisa con corbata de pajarita, las manos en los bolsillos del pantalón. Al ver cerrado el cafetín, Mostaza había hecho un gesto de silenciosa resignación, sacado la bolsa de hule del bolsillo y procedido a llenar la pipa mientras se situaba junto a Max con una ojeada circular vagamente curiosa, como si comprobara qué había estado mirando mientras aguardaba.
—Los italianos se impacientan —comentó Max.
—¿Se ha visto otra vez con ellos?
Max tuvo la certeza de que Mostaza conocía de antemano la respuesta a esa pregunta.
—Ayer charlamos un rato.
—Sí —concedió el otro después de un instante, entre dos chupadas a la pipa—. Algo tengo entendido.
Miraba pensativo los barcos amarrados, los fardos, barriles y cajas apilados a lo largo de la vía férrea que recorría los muelles. Al cabo, sin apartar los ojos del puerto, se volvió a medias.
—¿Ha tomado ya su decisión?
—Lo que he hecho ha sido contarles lo de usted. Su propuesta.
—Es natural —a Mostaza le apuntaba una sonrisita filosófica en torno al caño de la pipa—. Se cubre como puede. Lo comprendo.
—Celebro hallarlo tan comprensivo.
—Todos somos humanos, amigo mío. Con nuestros miedos, nuestras ambiciones y nuestras cautelas… ¿Cómo se tomaron la revelación?
—No me informaron de eso. Escucharon con atención, se miraron entre ellos y hablamos de otra cosa.
Asintió el otro, aprobador.
—Buenos chicos. Profesionales, claro. Se lo esperaban… Da gusto trabajar con gente así. O contra ella.
—Celebro tanto fair play —ironizó Max, amargo—. Podrían reunirse los tres y ponerse de acuerdo, o darse unas pocas puñaladas amistosas, entre colegas. Simplificarían mucho mi vida.
Mostaza se echó a reír.
—Cada cosa en su momento, querido amigo… Dígame, mientras, por qué se ha decidido usted, al fin. Fascio o República.
—Me lo estoy pensando todavía.
—Lógico. Pero se le acaba el tiempo. ¿Cuándo piensa entrar en la casa?
—Dentro de tres días.
—¿Por algo en especial?
—Una cena en casa de alguien. He sabido que Susana Ferriol estará fuera varias horas.
—¿Y qué hay del servicio?
—Me las arreglaré.
Mostaza lo miraba dando chupadas a la pipa, como si evaluara la pertinencia de cada respuesta. Al cabo se quitó las gafas, sacó el pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se puso a limpiarlas con mucha aplicación.
—Voy a pedirle un favor, señor Costa… Decida lo que decida, diga a sus amigos italianos que finalmente ha decidido trabajar para ellos. Deles cuantos detalles pueda sobre mí.
—¿Lo dice en serio?
—Completamente.
Mostaza miró las gafas al trasluz y volvió a ponérselas, satisfecho.
—Es más —añadió—. Quiero pedirle que trabaje realmente para ellos. Juego limpio.
Max, que había sacado y abierto la pitillera, se quedó a medio movimiento.
—¿Quiere decir que entregue los documentos a los italianos?
—Eso es —el espía afrontaba con naturalidad su mirada de asombro—. Ellos han montado la operación, a fin de cuentas. Y corren con los gastos. Me parece de justicia, ¿no cree?
—¿Y qué pasa con usted?
—Oh, no se preocupe. Yo soy cosa mía.
Max volvió a guardar la pitillera sin sacar ningún cigarrillo. Se le habían quitado las ganas de fumar, e incluso de seguir en Niza. Dónde está lo peor de la trampa, pensaba. En qué punto de esta tela de araña me atrapan a mí. O me devoran.
—¿Me ha citado aquí para decirme eso?
Mostaza le tocó ligeramente el codo, invitándolo a acercarse más a la barandilla de hierro que protegía el desnivel sobre el puerto.
—Venga. Mire —el tono era casi afectuoso—. Ése de abajo es el muelle Infernet… ¿Sabe quién era el tal Infernet? Un marino de Niza que estuvo en Trafalgar, mandando el Intrépide. Se negó a huir con el almirante Dumanoir y combatió hasta el final… ¿Ve ese barco mercante amarrado al muelle?
Max dijo que sí, que lo veía —era un carguero de casco negro y chimenea con dos franjas azules—. Y acto seguido, en pocas palabras, Mostaza resumió la historia de ese barco. Se llamaba Luciano Canfora y llevaba en sus bodegas material de guerra destinado a las tropas de Franco: sal de amoníaco, algodón y lingotes de latón y cobre. Estaba previsto que saliera en pocos días con rumbo a Palma de Mallorca, y era probable que su carga la hubiera pagado Tomás Ferriol. Todo estaba organizado, añadió Mostaza, por un grupo de agentes franquistas que tenía su base en Marsella y una estación de onda corta a bordo de un yate amarrado en Montecarlo.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó Max.
—Porque ese barco y usted tienen cosas en común. Sus fletadores creen que navegará hasta su destino en Baleares; ignorando que, salvo que se estropeen mucho las cosas, su puerto de atraque será Valencia. Precisamente estoy en trámites para convencer al capitán y al jefe de máquinas de que es más rentable para ellos, en todos los aspectos, pasarse al lado de la República… Como puede ver, señor Costa, no es usted la causa exclusiva de mis desvelos.
—Sigo sin comprender por qué me lo cuenta.
—Porque es verdad… Y porque estoy seguro de que, en uno de sus arrebatos de prudente sinceridad, usted se lo contará a sus amigos italianos en cuanto tenga ocasión.
Max se quitó el sombrero, pasándose una mano por el cabello. Pese a las nubes que se agrupaban sobre el mar y a la brisa de levante, sentía un calor excesivo. Repentino e incómodo.
—Bromea, por supuesto.
—En absoluto.
—¿Eso no pondría en peligro su operación?
Mostaza le apuntó al pecho con el caño de la pipa.
—Querido amigo, eso forma parte misma de la operación. Cúrese en salud y déjeme a mí el encaje de bolillos… Sólo le pido que siga siendo lo que hasta ahora: un buen muchacho leal a todos cuantos se le acercan, que intenta zafarse de este embrollo lo mejor que puede. Nadie podrá reprocharle nada. Estoy seguro de que los italianos van a apreciar su franqueza como la aprecio yo.
Lo estudió Max con desconfianza.
—¿Se le ha ocurrido pensar que podrían querer asesinarlo?
—Pues claro que se me ha ocurrido —el otro reía entre dientes, como si todo fuera obvio—. En mi oficio, es un factor de riesgo adicional.
Después se detuvo, callado. Casi soñador. Contempló un momento el Luciano Canfora y se volvió a Max. En contraste con la corbata de pajarita, su sonrisa recordaba la de un hurón veterano en husmear toda clase de madrigueras.
—Lo que pasa es que a veces, en esta clase de enredos —añadió tocándose la cicatriz que tenía bajo la mandíbula—, quienes mueren son otros. Y uno mismo, en su modestia, puede ser tan peligroso como cualquiera… A usted, por ejemplo, ¿nunca se le ha ocurrido ser peligroso?
—No demasiado.
—Lástima —lo estudiaba con curiosidad renovada, cual si acabara de apreciar en él un detalle antes inadvertido—. Vislumbro algo en su carácter, ¿sabe?… Ciertas condiciones.
—Quizá no necesite serlo. Me arreglo bastante bien siendo pacífico.
—¿Siempre lo fue?
—No tiene más que verme.
—Lo envidio. De verdad. A mí también me agradaría ser así.
Mostaza dio un par de chupadas infructuosas a la pipa y, quitándosela de la boca, contempló contrariado la cazoleta.
—¿Sabe una cosa? —prosiguió mientras se palpaba los bolsillos—. En cierta ocasión estuve toda una noche en un vagón de tren de primera clase, charlando con un caballero distinguido. Un tipo muy simpático, además. Usted me lo recuerda… Hicimos buenas migas. A las cinco de la madrugada miré el reloj y consideré que ya sabía lo suficiente. Entonces salí a fumar una pipa al pasillo, y alguien que aguardaba afuera entró en el departamento y le pegó un tiro en la cabeza al caballero distinguido y simpático.
Había sacado una cajita de fósforos y encendía de nuevo la pipa, concentrado en la operación.
—Debe de ser maravilloso, ¿verdad? —comentó, sacudiendo el fósforo para apagarlo.
—No sé a qué se refiere.
El otro lo miraba con interés, emitiendo densas bocanadas de humo.
—¿Sabe algo de Pascal? —preguntó inesperadamente.
—Tanto como de espías —admitió Max—. O menos.
—Era un filósofo… El poder de las moscas, escribió. Ganan batallas.
—No comprendo lo que quiere decir.
Mostaza moduló una sonrisa de aprecio, irónica y melancólica a un tiempo.
—Crea que lo envidio. En serio… Debe de tranquilizar ser ese tercer hombre indiferente que mira el paisaje. Creerse al margen de sus amigos fascistas y de mí. Pretender sincerarse con todos, sin tomar partido, y luego dormir a pierna suelta. Solo o acompañado, en eso no me meto… Pero a pierna suelta.
Max se agitó, exasperado. Sentía deseos de golpear la sonrisa helada, absurdamente cómplice, que tenía a tres palmos de la cara. Pero supo que, pese al aspecto frágil de su propietario, aquella sonrisa no era de las que se dejaban golpear con facilidad.
—Oiga —dijo—. Voy a ser grosero.
—No se preocupe, hombre. Adelante.
—Su guerra, sus barcos y sus cartas del conde Ciano me importan una mierda.
—Alabo su franqueza —concedió Mostaza.
—Me tiene sin cuidado que la alabe. ¿Ve este reloj? ¿Ve este traje hecho en Londres? ¿Ve mi corbata comprada en París?… Me costó mucho esfuerzo conseguir todo esto. Llevarlo con naturalidad. Sudé sangre para llegar aquí… Y ahora, cuando llego, resulta que un montón de gente, de una forma u otra, está empeñada en hacerme la puñeta.
—Comprendo… Su ambicionada y rentable Europa se marchita como un lirio pocho.
—Pues denme tiempo, malditos sean. Para disfrutarla un poco.
Mostaza parecía meditar sobre aquello, ecuánime.
—Sí —admitió—. Puede que tenga razón.
Con las manos en la barandilla, Max se inclinaba hacia afuera, sobre el puerto, como si buscara respirar la mayor cantidad posible de brisa del mar. Limpiarse los pulmones. Más allá de La Réserve, la casa de Susana Ferriol podía identificarse sobre las rocas de la orilla, a lo lejos, entre las villas blancas y ocres que salpicaban la ladera verde del monte Boron.
—Ustedes me han atrapado en algo que no me gusta —añadió tras un instante—. Y lo único que deseo es acabar de una vez. Perderlos de vista a todos.
Chasqueó Mostaza la lengua, conmiserativo.
—Pues tengo malas noticias —repuso—. Porque perdernos de vista será imposible. Nosotros somos el futuro; tanto como las máquinas, los aviones, las banderas rojas, las camisas negras, azules o pardas… Usted llega demasiado tarde a una fiesta sentenciada a muerte —señaló con la pipa las nubes que seguían agrupándose sobre el mar—. Hay una tormenta formándose ahí, muy cerca. Esa tormenta lo barrerá todo; y cuando acabe, nada volverá a ser lo que era. De poco le servirán entonces esas corbatas compradas en París.
—No sé si Jorge es mi hijo —dice Max—. En realidad no tengo forma de saberlo.
—Claro que no —responde Mecha Inzunza—. Sólo tienes mi palabra.
Están sentados a la mesa de una terraza de la Piazzetta de Capri, junto a las gradas de la iglesia y la torre del reloj que se alza sobre la acera que asciende desde el puerto. Llegaron a media tarde, en el barquito que hace el trayecto de media hora desde Sorrento. Fue idea de Mecha. Jorge descansa, dijo, y yo hace años que no voy a la isla. E invitó a Max a acompañarla.
—En aquella época, tú… —empieza a decir éste.
—¿Había otros hombres, quieres decir?
Max no responde en seguida. Se queda mirando a la gente que ocupa las mesas cercanas o pasea con lentitud en el contraluz del sol poniente. Desde las mesas contiguas llegan retazos de conversación en inglés, italiano y alemán.
—Incluso el otro Keller estaba allí —apunta como si concluyese un largo y complejo razonamiento—. El padre oficial.
Mecha emite una risa desdeñosa. Juguetea con las puntas del pañuelo de seda que lleva al cuello, sobre el suéter gris y los pantalones negros que tornean sus piernas largas y más delgadas que hace veintinueve años. Calza unos Pilgrim negros sin hebilla, y del respaldo de su silla pende el bolso de lona y cuero.
—Escucha, Max. No tengo ningún interés en que asumas una paternidad, a estas alturas de tu vida y de la mía.
—No pretendo…
Ella alza una mano, interrumpiéndolo.
—Imagino lo que pretendes y lo que no. Me limité a responder a una pregunta tuya… Por qué debo hacerlo, decías. Por qué arriesgarte con los rusos robándoles el libro.
—Ya no estoy para esas piruetas.
—Puede.
Alarga Mecha la mano con ademán distraído hasta la copa de vino que está junto a la de Max, sobre la mesa. Él observa de nuevo la piel marchita por la edad, como la suya propia. Las motas de vejez en el dorso.
—Eras más interesante —añade ella, reflexiva— cuando corrías riesgos.
—Y mucho más joven —responde Max sin titubear.
Lo mira, irónica.
—¿Tanto has cambiado? ¿O hemos?… ¿Nada de aquel antiguo hormigueo en la punta de los dedos? ¿Del latir de tu corazón más rápido de lo normal?
Se queda observando el ademán de elegante resignación que él hace a modo de respuesta: un gesto acorde con el suéter azul puesto con calculado descuido sobre los hombros del polo de algodón blanco, los pantalones grises de lino, el pelo cano peinado hacia atrás como antaño, con raya alta e impecable.
—Me pregunto cómo lo conseguiste —añade la mujer—. Qué golpe de suerte te permitió cambiar de vida… Y cómo se llamaba ella. O ellas. Las que corrieron con los gastos.
—No hubo ninguna ella —Max inclina un poco la cabeza, incómodo—. Suerte, nada más. Tú lo has dicho.
—Una vida resuelta.
—Eso es.
—Como soñabas.
—No tanto. Pero no me quejo.
Mecha mira hacia la escalera que va de la Piazzetta al palacio Cerio, como si entre la gente que circula por allí buscase un rostro conocido.
—Es tu hijo, Max.
Un silencio. La mujer apura el resto del vino con sorbos cortos, casi pensativos.
—No pretendo pasarte factura de nada —dice tras un momento—. No eres responsable de su vida ni de la mía… Me limité a darte una razón para ayudarlo. Algo válido.
Max aparenta ocuparse de las arrugas de su pantalón, con objeto de no parecer turbado.
—Lo harás, ¿verdad? —pregunta Mecha.
—Quizá sus manos —admite él, al fin—. También el pelo se parece al mío… Y tal vez haya algo en su manera de moverse.
—No le des más vueltas, por favor. Tómalo o déjalo. Pero deja de ser patético.
—No soy patético.
—Sí que lo eres. Un viejo patético, buscando liberarse de una carga tardía e inesperada. Cuando no hay carga ninguna.
Se ha puesto en pie, cogiendo el bolso, y mira el reloj de la torre.
—Hay un vaporetto a las siete y cuarto. Demos un último paseo.
Max se pone las gafas para leer la cuenta. Después las mete en el bolsillo del pantalón, saca la cartera y deja dos billetes de mil liras sobre la mesa.
—Jorge nunca te necesitó —dice Mecha—. Me tenía a mí.
—Y tu dinero. La vida resuelta.
—Eso suena a reproche, querido. Aunque si mal no recuerdo, tú siempre perseguiste el dinero. Le dabas prioridad sobre el resto de las cosas posibles. Y ahora que pareces tenerlo, tampoco reniegas de él.
Caminan hacia el parapeto de piedra. Hay limonares y viñedos que bajan hacia los acantilados, enrojeciendo con la luz que tiñe la bahía de Nápoles. El disco del sol empieza a hundirse en el mar y perfila la silueta distante de la isla de Ischia.
—Sin embargo, dos veces dejaste pasar la ocasión… ¿Cómo pudiste ser tan estúpido conmigo? ¿Tan torpe y tan ciego?
—Estaba demasiado ocupado, creo. Atento a sobrevivir.
—No tuviste paciencia. Eras incapaz de esperar.
—Tú pisabas caminos diferentes —Max escoge con cuidado las palabras—. Lugares incómodos para mí.
—Podías haber cambiado eso. Fuiste cobarde… Aunque al fin lo consiguieras, sin pretenderlo.
Se estremece un instante como si tuviera frío. Max, que lo advierte, le ofrece el suéter; pero ella niega con la cabeza. Con el pañuelo de seda se cubre el cabello corto y gris, anudándolo bajo la barbilla. Después se apoya junto al hombre en el parapeto de piedra.
—¿Me amaste alguna vez, Max?
Éste, desconcertado, no responde. Mira con obstinación el mar rojizo mientras intenta separar, en su interior, la palabra remordimientos de la palabra melancolía.
—Oh, qué tonta soy —ella le acaricia una mano con roce fugaz—. Claro que sí. Que me amaste.
Desolación es otra palabra adecuada, concluye él. Una especie de lamento húmedo, íntimo, por el recuerdo de cuanto fue y ya no es. Por la tibieza y la carne ahora imposibles.
—No sabes lo que te has perdido todos estos años —continúa Mecha—. Ver crecer a tu hijo. Ver el mundo a través de sus ojos, a medida que él los iba abriendo.
—Si fuera cierto, ¿por qué yo?
—¿Por qué lo tuve de ti, quieres decir?
No responde en seguida. La campana de la iglesia ha sonado con un tañido que prolonga ecos por las laderas de la isla. La mujer mira de nuevo el reloj, se aparta del parapeto y camina hacia la estación del funicular que comunica la Piazzetta con la Marina.
—Ocurrió —dice cuando él se sitúa a su lado en un banco del vagón, del que son únicos pasajeros—. Eso es todo. Luego tuve que decidir, y decidí.
—Quedártelo.
—Es buena palabra. Quedármelo, sí. Para mí sola.
—El padre…
—Oh, sí. El padre. Como tú dices, fue algo adecuado. Útil, en el primer período. Ernesto era un buen hombre. Bueno para el niño… Luego se diluyó esa necesidad.
Con una ligera trepidación, el funicular desciende entre muros de vegetación y vistas del atardecer en la bahía. El resto del corto trayecto transcurre en silencio, roto al fin por Max.
—Esta mañana hablé con tu hijo.
—Qué curioso —ella parece realmente sorprendida—. Comimos juntos y no dijo nada.
—Me pidió que me mantenga lejos.
—¿Qué esperabas?… Es un muchacho inteligente. Su instinto no sólo funciona con el ajedrez. Olfatea en ti algo equívoco. Tu presencia aquí y lo demás. En realidad, supongo que lo olfatea a través de mí. Tú le eres indiferente. Es mi actitud hacia ti lo que lo pone alerta.
Cuando llegan al puerto, el sol se ha ocultado y la Marina empieza a agrisarse de tonos y sombras. Caminan a lo largo del muelle, mirando los botes de pesca fondeados cerca de la orilla.
—Jorge intuye que hay un vínculo especial entre nosotros —dice Mecha.
—¿Especial?
—Viejo. Equivocado.
Tras decir eso se queda callada un rato. Max la ronda prudente, sin atreverse a decir palabra.
—Antes me has hecho una pregunta —añade ella, al fin—. ¿Por qué crees que acepté tener ese hijo?
Ahora es Max quien permanece en silencio. Se vuelve a un lado y a otro, y termina por sonreír confuso, dándose por vencido. Pero ella sigue atenta, en espera de una respuesta.
—En realidad, tú y yo… —aventura él, inseguro.
Otro silencio. Mecha lo mira mientras la luz declina y el mundo parece morir despacio alrededor.
—Desde aquel primer tango en el salón del barco —concluye Max—, la nuestra fue una extraña relación.
Ella lo sigue mirando fijamente, ahora con un desprecio tan absoluto que él debe hacer un esfuerzo casi físico para no apartar la vista.
—¿Eso es todo? ¿Extraña, dices?… Por el amor de Dios. Estuve enamorada de ti desde que bailamos aquel tango… Durante casi toda mi vida.
También anochecía veintinueve años atrás, en la bahía de Niza, mientras Max Costa y Mecha Inzunza caminaban por el Paseo de los Ingleses. El cielo se había enturbiado casi por completo, y el último resplandor se apagaba con rapidez entre las nubes oscuras, fundiendo en el mismo tono la línea baja del cielo y el mar agitado que resonaba en los guijarros de la playa. Gotas gruesas y aisladas, precursoras de una lluvia más intensa, salpicaban el suelo dando un aspecto triste a las hojas inmóviles de las palmeras.
—Dejo Niza —dijo Max.
—¿Cuándo?
—Tres o cuatro días. En cuanto concluya un negocio.
—¿Volverás?
—No lo sé.
Ella no dijo nada más sobre eso. Caminaba segura sobre tacones pese al suelo húmedo, las manos en los bolsillos de un impermeable gris de cinturón muy ceñido que le acentuaba la esbeltez del talle. Recogido el cabello en una boina negra.
—¿Tú seguirás en Antibes? —se interesó Max.
—Sí. Quizá todo el invierno. Al menos, mientras dure lo de España y espere noticias de Armando.
—¿Has sabido algo más?
—Nada.
Max se colgó el paraguas del brazo. Después se quitó el sombrero para sacudir las gotas de lluvia y se lo puso de nuevo.
—Al menos sigue vivo.
—Seguía, hace unas semanas. Ahora no lo sé.
El Palais Méditerranée acababa de encender sus luces. Como en respuesta a una señal general, las farolas se iluminaron de pronto a lo largo de la amplia curva del paseo, alternando sombras y claridades en las fachadas de hoteles y restaurantes. A la altura del Ruhl, bajo el toldo de la pasarela de la Jetée-Promenade donde montaba guardia un portero uniformado, tres jóvenes vestidos de etiqueta probaban suerte, acechando la llegada de los automóviles y a las mujeres que descendían de ellos rumbo al interior, donde sonaba música. Era evidente que ninguno de ellos tenía los cien francos que costaba la entrada. Los tres miraron a Mecha con tranquila codicia, y uno se acercó a Max para pedirle un cigarrillo. Olía a agua de colonia vulgar. Era muy joven y bastante guapo, de pelo muy negro y ojos oscuros, con aspecto de italiano. Vestía como los otros: chaqueta cruzada y ajustada en la cintura, cuello duro y pajarita. El smoking parecía alquilado y los zapatos dejaban que desear, pero el joven se conducía con un aplomo educado e insolente que rozaba el descaro, y eso arrancó a Max una sonrisa. Se detuvo, desabotonó la Burberry, sacó la pitillera de carey y se la ofreció abierta.
—Coja otros dos para sus amigos —sugirió.
Lo miro el otro con ligero desconcierto. Después cogió tres cigarrillos, dio las gracias, dirigió una última mirada a Mecha y fue a reunirse con los otros. Max siguió caminando. De soslayo vio que la mujer lo observaba, divertida.
—Viejos recuerdos —dijo ella.
—Claro.
Mientras se alejaban, la melodía que sonaba en la Jetée-Promenade agotó sus últimas notas y la orquesta atacó otra.
—No me lo creo —rió Mecha, cogiéndose del brazo de Max—. Esto lo habías preparado para mí… Gigolós incluidos.
También rió Max, asombrado como ella: las notas del Tango de la Guardia Vieja se deslizaban desde la sala de baile del casino, sobre el rumor de la resaca en los guijarros de la playa.
—¿Quieres entrar a bailarlo? —bromeó él.
—Ni se te ocurra.
Caminaban muy despacio. Escuchando.
—Es hermoso —dijo ella cuando dejó de oírse el tango—. Más que lo de Ravel.
Anduvieron un trecho callados. Al cabo, Mecha oprimió un poco el brazo de Max.
—Sin tu mediación, ese tango no existiría.
—Lo dudo —opuso él—. Estoy seguro de que tu marido nunca habría conseguido componerlo sin ti. Es tu tango, no el suyo.
—No digas tonterías.
—Bailé contigo, no lo olvides. En aquel almacén de Buenos Aires… Recuerdo cómo te miraba él. Cómo te mirábamos todos.
Ya era completamente de noche cuando pasaron el puente sobre el Paillon. A su izquierda, más allá del jardín, las farolas iluminaban la plaza Masséna. Un tranvía pasó lejos, entre los árboles tupidos y sombríos, apenas visible salvo por los chispazos del trole.
—Dime algo, Max —ella se tocaba el cuello, bajo el impermeable—. ¿Tenías previsto llevarte el collar desde el principio, o improvisaste sobre la marcha?
—Improvisé —mintió él.
—Mientes.
La miró a los ojos con franqueza perfecta.
—En absoluto.
Apenas había tráfico: coches de caballos que pasaban con la capota subida y luz en el fanal, pisoteando hojas mojadas, y algunos faros de automóvil que deslumbraban a intervalos con su claridad húmeda y brumosa. Cruzaron con descuido el asfalto, dejando atrás la Promenade para internarse por las calles próximas al paseo Saleya.
—¿Cómo se llamaba aquel antro? —se interesó Mecha—. El del tango.
—La Ferroviaria. Junto a la estación de Barracas.
—¿Seguirá abierto?
—No lo sé. Nunca volví.
Gruesas gotas de lluvia caían de nuevo sobre el sombrero de Max. No valía la pena abrir el paraguas, aún. Apretaron el paso.
—Me gustaría escuchar otra vez música en un lugar así, contigo… ¿Los hay en Niza?
—¿Lugares sórdidos, quieres decir?
—Quiero decir especiales, bobo. Un poco canallas.
—¿Como la pensión de Antibes?
—Por ejemplo.
—¿Con o sin espejo?
A modo de respuesta, ella lo obligó a detenerse y a inclinar el rostro. Entonces lo besó en los labios. Fue un beso rápido y denso, cargado de remembranzas y propósitos inmediatos. Max sintió que lo turbaba la urgencia del deseo.
—Claro —dijo con calma—. Sitios así hay en todas partes.
—Dime uno.
—Aquí sólo conozco el Lions at the Kill. Una boîte de la parte vieja.
—Me encanta el nombre —Mecha hacía ademán de aplaudir, cómplice—. Vayamos ahora mismo.
Max la tomó por el brazo para obligarla a caminar de nuevo.
—Creí que íbamos a cenar. He reservado mesa en Bouttau, junto a la catedral.
Mecha hundía el rostro en su hombro, casi estorbándole el paso.
—Detesto ese restaurante —dijo—. Siempre sale el dueño a saludar.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Mucho. Todo empezó a fastidiarse el día en que modistos, peluqueros y cocineros se mezclaron con la clientela.
—Y bailarines de tango —apuntó Max, riendo.
—Tengo una idea mejor —propuso ella—. Tomemos algo rápido en La Cambouse: ostras y una botella de Chablis. Luego me llevas a ese sitio.
—Como quieras. Pero guárdate el collar y la pulsera en el bolso, antes de entrar… No tentemos a la suerte.
Estaban junto a un farol del paseo Saleya cuando ella alzó el rostro. Los ojos relucían como si fueran de latón o de cobre.
—¿También estarán allí los muchachos de antes?
—Me temo que no —sonreía Max, fatalista—. Quienes están allí son los muchachos de ahora.
Lions at the Kill no era un mal nombre, pero prometía más de lo que daba. Había champaña barato en cubos de hielo, rincones oscuros y polvorientos, una cantante de sexo impreciso y voz ronca, que vestía de negro e imitaba a Édith Piaf, y varios números de striptease a partir de las diez de la noche. El ambiente era artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio. Las mesas estaban ocupadas por algunos turistas americanos y alemanes ilusamente ávidos de emociones, unos cuantos marineros venidos de Villefranche y tres o cuatro individuos con pinta de rufianes cinematográficos, afeitadas las patillas en punta y con trajes oscuros rayados, que según sospechaba Max acudían contratados por el dueño, para dar ambiente. Mecha, aburrida, no aguantó más que hasta la mitad del segundo striptease —una egipcia opulenta de senos grandes, blancos y trémulos—; así que Max pidió la cuenta, pagó doscientos francos por la botella que apenas habían tocado, y salieron de nuevo afuera.
—¿Eso es todo? —Mecha parecía decepcionada.
—Para Niza, sí. O casi.
—Llévame al casi, entonces.
Como respuesta, Max abrió el paraguas mientras señalaba el extremo de la calle. Llovía con goteo de aleros. Estaban en la rue Saint-Joseph, próximos al cruce con la subida al castillo. Había dos mujeres cerca del único farol, resguardándose bajo el tejadillo de una floristería cerrada. Caminaron despacio hacia ellas, cogidos del brazo, envueltos en el rumor de lluvia. Una de las mujeres se retiró a un portal contiguo al verlos llegar; pero la otra permaneció inmóvil mientras se acercaban. Era delgada y alta. Vestía blusón con cuello de astracán y falda oscura muy ajustada, hasta media pantorrilla. La falda moldeaba limpiamente sus caderas, resaltando unas piernas largas que aún parecían prolongarse más sobre los zapatos de suela gruesa y elevado tacón de cuña.
—Es guapa —dijo Mecha.
Max miró el rostro de la mujer. A la luz del farol parecía joven bajo la mancha oscura de la boca pintada. Los párpados estaban maquillados de espeso rimmel bajo las cejas reducidas a una línea de lápiz cosmético, visibles bajo el ala corta del sombrero empapado de agua. Tenía minúsculas gotitas en la cara.
—Quizá sea guapa —admitió.
—Tiene un cuerpo bonito, flexible… Medio elegante.
Habían llegado a su altura y la mujer los miraba: rápido vistazo profesional destinado a Max, trocado en mirada opaca, de indiferencia, al comprobar que él y su acompañante iban cogidos del brazo. Una mirada curiosa, luego, evaluando a Mecha por su ropa y apariencia. El impermeable y la boina no parecían revelar gran cosa; pero Max observó que en seguida le miraba los zapatos y el bolso, como reprochándole que no le importara arruinarlos con aquella lluvia.
—Pregúntale cuánto cobra —susurró Mecha.
Se había inclinado hacia Max al decirlo, casi con vehemencia, sin apartar los ojos de la mujer. Él miraba a Mecha, desconcertado.
—No es asunto nuestro.
—Pregúntaselo.
La mujer había escuchado el diálogo —era en español—, o lo adivinaba. Sus ojos iban de él a ella, creyendo comprender. Un apunte de sonrisa, entre despectivo y alentador, se le dibujó en el carmín violáceo de la boca. El bolso y los zapatos de Mecha habían dejado de tener importancia. De marcar límites o distancias.
—¿Cuánto? —le preguntó Mecha, pasando al francés.
Con cautela profesional, la mujer respondió que eso dependía de ellos. Del tiempo del servicio y los gustos del caballero. O los de la señora. Se había movido a un lado para resguardarse mejor del agua, alejándose de la luz tras mirar sobre el hombro de la pareja, apoyada una mano en la cadera.
—Hacerlo con él mientras yo miro —dijo Mecha, con mucha frialdad.
—Ni se te ocurra —protestó Max.
—Calla.
La mujer dijo una cifra. Max volvió a contemplar las piernas largas, delgadas, moldeadas por la falda larga y tubular. Muy a su pesar, estaba excitado. Pero no a causa de la prostituta, sino por la actitud de Mecha. Por un momento imaginó un cuarto alquilado por horas en las cercanías, una cama con sábanas sucias, él entrando en aquel cuerpo delgado y flexible mientras Mecha los observaba atenta, desnuda. Volviéndose luego hacia ella, húmedo de la otra mujer, para penetrarla a su vez. Para habitar de nuevo aquella carne cruda, orgánica, genéticamente perfecta, que ahora sentía palpitar ávida contra su brazo.
—Tráela con nosotros —exigió de pronto Mecha.
—No —dijo Max.
En el Negresco, mientras arreciaba la lluvia repiqueteando con fuerza en los cristales, los dos se acometieron con una pasión desesperada e intensa parecida a un combate: avidez silenciosa excepto para gruñir, golpear o gemir, hecha de carne encendida y tensa, de saliva cálida, alternada con imprecaciones súbitas, procaces, que Mecha desgranaba al oído del hombre con obscena contundencia. El recuerdo de la mujer alta y delgada los acompañó todo el tiempo, tan intenso como si realmente hubiera estado allí mirando o siendo mirada, obediente ante sus cuerpos transpirados de sudor y deseo, enlazados con sistemática ferocidad.
—La azotaría mientras te movías dentro de ella —susurraba Mecha sin aliento, lamiendo el sudor del cuello de Max—. Mordería su espalda, torturándola… Sí. Para hacerla gritar.
En un momento de extrema violencia, ella golpeó el rostro de Max hasta hacerlo sangrar por la nariz; y cuando éste intentaba restañar el brote de gotas rojas que salpicaba las sábanas, siguió besándolo con furia hasta hacerle más daño, manchada de sangre la nariz y la boca, enloquecida como una loba que devorase una presa con crueles dentelladas; mientras, aferrado a los barrotes de la cama, él buscaba un punto de apoyo para controlarse al filo del abismo, obligado a apretar los dientes y sofocar el aullido de angustia animal, viejo como el mundo, que le brotaba de las entrañas. Retardando como podía el deseo irresistible, la vuelta atrás imposible, el ansia de hundirse hasta perder la conciencia en el pozo sin alma, ni mundo, ni ser, de aquella mujer que lo arrastraba a la locura y el olvido.
—Me apetece beber algo —dijo ella más tarde, apagando un cigarrillo.
A Max le pareció buena idea. Se pusieron la ropa sobre la piel que olía intensamente a carne y sexo, y bajaron por la amplia escalera hasta el vestíbulo circular y el bar forrado de madera, donde Adolfo, el barman español, estaba a punto de cerrar. El ceño fruncido de éste se relajó cuando vio quién llegaba: hacía años que, para Adolfo, Max formaba parte de esa cofradía selecta, no definida de modo formal, ni siquiera por el estatus económico del cliente, que camareros, taxistas, maîtres, floristas, limpiabotas, conserjes de hotel y otro personal imprescindible en los engranajes del gran mundo sabían identificar de un vistazo, por hábito o por instinto. Y esa benevolencia no era casual. Consciente de lo útil de las complicidades subalternas en una vida como la suya, Max procuraba estrechar tales lazos en toda oportunidad, con una hábil combinación —natural en su carácter, por otra parte— de elegante camaradería, trato considerado y adecuadas propinas.
—Tres west-indian, Adolfo. Dos para nosotros y uno para ti.
Aunque el barman se ofreció a preparar una de las mesas —había encendido de nuevo para ellos los apliques de bronce de la pared—, se acomodaron en los taburetes de la barra, bajo la balaustrada de madera del piso de arriba, y bebieron en silencio, muy cerca, mirándose a los ojos.
—Hueles a mí —comentó ella—. A nosotros.
Era cierto. Intenso, muy físico. Sonrió Max, inclinado el rostro: un repentino trazo ancho y blanco en la piel bronceada, donde empezaba a despuntar la barba. Pese a haberse empolvado el rostro antes de bajar, Mecha tenía marcas rojizas de su roce en la barbilla, el cuello y la boca.
—Qué guapo eres, maldito.
Le tocó la nariz, que aún sangraba ligeramente, y luego imprimió la huella del dedo en rojo sobre una de las pequeñas servilletas bordadas que estaban en la barra.
—Y tú eres un sueño —dijo él.
Bebió un sorbo de su copa: frío, perfecto. Adolfo tenía una mano extraordinaria para la coctelera.
—Soñé contigo cuando era pequeño —añadió, pensativo.
Sonaba sincero, y realmente lo era. Mecha lo miró atenta, ligeramente entreabierta la boca, respirando con agitada suavidad. Max le había apoyado una mano en la cintura, y bajo el crespón malva sentía la curva perfecta de su cadera.
—Todo se paga —bromeó ella, guardándose la servilleta manchada de sangre.
—Pues espero haberlo pagado ya, antes. Si no es así, la factura será demoledora.
Ella le puso los dedos sobre los labios, acallándolo.
—Goûtons un peu ce simulacre de bonheur —dijo.
Callaron de nuevo. Max gozaba del cocktail y de la proximidad de la mujer, de la conciencia física de su piel y de su carne. Del silencio vinculado al placer reciente. No era un simulacro de felicidad, concluyó en sus adentros. Se sentía realmente feliz, dichoso de estar vivo, de que nada le hubiera cortado el camino hasta allí. Aquel largo, azaroso e interminable camino. Pensar en alejarse de ella le producía un desgarro insoportable. Rozaba la furia. Deseó tener muy lejos a los dos italianos y al tal Fito Mostaza. Deseó verlos muertos a todos.
—Tengo hambre —dijo Mecha.
Miraba a Adolfo con el hábito de quien acostumbraba tener el mundo, servicio incluido, a su entera disposición. Se disculpó el barman, hecho por oficio al tono. Todo estaba cerrado a esas horas, dijo. Sin embargo, añadió tras pensarlo un momento, si los señores lo acompañaban, podría hacerse algo al respecto. Después apagó las luces y con una mirada de conspirador los invitó a seguirlo por la puerta de atrás, bajando por unas escaleras mal alumbradas que conducían al sótano. Fueron tras él cogidos de la mano, divertidos por la inesperada aventura, recorriendo un pasillo largo y una cocina desierta hasta una mesa donde, junto a una enorme pila de cacerolas relucientes, había un jamón español —auténtico serrano de la Alpujarra, precisó Adolfo con orgullo mientras retiraba el paño que lo cubría— a medio deshuesar.
—¿Es usted bueno con el cuchillo, don Max?
—Buenísimo… Nací en la Argentina, figúrate.
—Pues vaya cortando, si le parece bien. Voy a buscarles una botella de borgoña.
Apenas regresaron a la habitación, Max y Mecha volvieron a desnudarse impacientes, acoplándose con ansia renovada, como si se tratara de la primera vez. Pasaron el resto de la noche en duermevela, acariciándose a cada despertar, atento cada uno al deseo exigente del otro. Después, con la primera luz del alba filtrándose por la ventana, se quedaron dormidos de un modo distinto esta vez: con un sueño profundo, exhausto, que los mantuvo sosegados hasta que Max abrió los ojos, y sin mirar el reloj fue hasta la ventana, entre cuyas cortinas penetraba la claridad cenicienta y el rumor de la lluvia que seguía cayendo afuera. Un perro solitario correteaba a lo lejos, sobre los guijarros de la playa. Tras los cristales salpicados de gotas que se desplomaban en minúsculos regueros, el mar era una lámina de bruma plomiza y las copas mojadas de las palmeras se inclinaban melancólicas sobre el asfalto reluciente de la Promenade. Entonces Max se volvió a mirar otra vez a la mujer desnuda, el bellísimo cuerpo dormido boca abajo entre las sábanas revueltas, y supo que aquella luz azulada y gris, sucia de lluvia otoñal, era presagio de que pronto la perdería para siempre.
Como sabe Max, la delegación soviética no se aloja en los edificios del hotel Vittoria de Sorrento, sino en unos apartamentos contiguos al jardín. Todo el anexo está ocupado por los rusos, según le ha informado el recepcionista Spadaro. Mijaíl Sokolov ocupa el apartamento superior: una amplia estancia con balcón desde el que, por encima de los grandes pinos centenarios, más allá de los edificios principales que ocupan la cornisa del acantilado, se abarca el panorama de la bahía de Nápoles. Allí vive el campeón y prepara las partidas con sus ayudantes.
Sentado bajo una pérgola cubierta de hiedra, con unos viejos Dienstgläser de la Wehrmacht prestados por el capitano Tedesco, Max estudia el anexo aparentando que observa a los pájaros. Y la conclusión es poco alentadora: acceder por un camino convencional parece imposible. Dedicó la tarde de ayer a convencerse de ello, y se lo contó a Mecha Inzunza por la noche, después de la cena, sentados en aquel mismo lugar del jardín. El séquito del ruso ocupa las plantas inferiores, expuso Max mientras señalaba las ventanas iluminadas. Hay una sola escalera y un ascensor que lo comunican todo a partir de un vestíbulo común. Me he informado, y siempre hay alguien de guardia. Nadie puede llegar a la habitación de Sokolov sin ser visto.
—Tiene que haber algún medio —opuso Mecha—. Esta tarde hay partida.
—Demasiado pronto, me temo. Aún no sé cómo hacerlo.
—Pasado mañana juegan otra vez, y es de noche cuando acaban… Dispondrás de tiempo, entonces. Y siempre supiste arreglártelas con las cerraduras. Tienes… No sé. ¿Herramientas? ¿Una ganzúa?
Había años de aplomo profesional en el modo con que Max se encogió de hombros.
—Las cerraduras no son el problema. La de la calle es una Yale moderna, fácil de abrir. La de la suite es todavía más sencilla: convencional, antigua.
Se quedó en silencio, mirando el edificio en sombras con ojos preocupados. Los de un alpinista que contemplase la cara difícil de una montaña.
—El problema es llegar allí —resumió—. Subir sin que ningún maldito bolchevique se percate de ello.
—Bolchevique —rió ella—. Ya nadie dice eso.
Un resplandor. Mecha encendía un cigarrillo. El tercero desde que estaban en el jardín.
—Tienes que intentarlo, Max. Lo hiciste otras veces.
Un silencio. Flotaba el olor ligero del humo de tabaco.
—Acuérdate de Niza —recordó ella—. La casa de Suzi Ferriol.
Era gracioso, pensó él. O paradójico. Que utilizara aquello como argumento.
—No sólo en Niza —respondió con calma—. Pero tenía la mitad de años que ahora.
Se quedó callado un momento, calculando probabilidades improbables. En el silencio del jardín podía oírse una música lejana que llegaba desde algún bar de la plaza Tasso.
—Si me atrapan…
Lo dejó ahí, sombrío. En realidad apenas había sido consciente de pronunciar esas palabras en voz alta.
—Lo pasarías mal —admitió ella—. Sin duda.
—No me preocupa mucho pasarlo mal —sonreía inquieto, para sí mismo—. Pero he estado pensando. Me asusta ir a la cárcel.
—Qué extraño, oírte decir eso.
Parecía realmente asombrada. Él hizo un ademán indiferente.
—Estuve asustado otras veces; pero ahora tengo sesenta y cuatro años.
Seguía sonando música a lo lejos. Rápida, moderna. Demasiado distante para que Max identificara la melodía.
—Esto no es como en el cine —prosiguió—. No soy Cary Grant, el de aquella absurda película del ladrón de hoteles… La vida real nunca tiene final feliz.
—Bobo. Tú fuiste mucho más atractivo que Cary Grant.
Le había cogido una mano y la oprimía con suavidad entre las suyas: finas, huesudas. Cálidas, también. Max seguía atento a la música lejana. Desde luego, concluyó con una mueca, no era un tango.
—¿Sabes?… Eras tú quien se parecía a aquella chica, la actriz. O tal vez era ella la que se parecía… Siempre me hizo pensar en ti: delgada, elegante. Todavía te pareces. Sí… O se te parece.
—Él es tu hijo, Max. Ten por lo menos esa certeza.
—Puede que lo sea —respondió él—. Pero fíjate.
Había alzado la mano de la mujer hasta su propia cara, invitándola a palpar sus rasgos. A percibir el tacto del tiempo.
—Puede que haya otro camino —el roce de ella parecía una caricia—. Quizá debas estudiarlo mañana, a la luz del día. Y se te ocurra la manera.
—Si hubiera otra forma —él apenas la escuchaba—. Si yo fuera más joven y ágil… Demasiados condicionales, me temo.
Mecha retiró la mano de su rostro.
—Te daré cuanto tengo, Max. Cuanto me pidas.
Se volvió a mirarla, sorprendido. Veía un perfil en penumbra, definido por las luces lejanas y la brasa del cigarrillo.
—Es una forma de hablar, claro —comentó él.
El perfil se movió. Ahora había un doble destello cobrizo mirando a Max. Los ojos de la mujer fijos en él.
—Sí, es una forma de hablar —se intensificó dos veces el resplandor del cigarrillo—. Pero te lo daré. Te lo daría.
—¿Incluida una taza de café en tu casa de Lausana?
—Por supuesto.
—¿Incluido el collar de perlas?
Otro silencio. Largo.
—No seas tonto.
Cayó la brasa al suelo, extinguiéndose. Ella había vuelto a cogerle la mano. La música lejana también se había interrumpido en la plaza.
—Maldita sea mi alma —dijo él—. Haces que me sienta galante como un estúpido. Me quitas años.
—Eso intento.
Dudó un poco. Sólo un poco, ya. Le dolía la boca de retener lo que estaba a punto de confesar.
—No tengo un céntimo, Mecha.
Ella dejó pasar dos segundos.
—Lo sé.
Max estaba sin aliento. Sobresaltado y estupefacto.
—¿Cómo que lo sabes? —el estallido interior llegó al fin, y era de pánico—. Que sabes, ¿qué?
Quiso liberar la mano, incorporarse. Escapar de allí. Pero ella lo retuvo con suavidad.
—Que no vives en Amalfi, sino aquí, en Sorrento. Que trabajas como chófer en una casa llamada Villa Oriana. Que las cosas no te fueron bien en los últimos años.
Por suerte estoy sentado, pensó Max apoyando la mano libre en el banco. Habría caído redondo al suelo. Como un imbécil.
—Hice averiguaciones en cuanto apareciste en el hotel —concluyó Mecha.
Confuso, él intentaba aclararse las ideas y las sensaciones: humillación, vergüenza. Mortificación. Todos aquellos días de inútil impostura, haciendo el ridículo. Pavoneándose a la manera de un payaso.
—¿Lo has sabido todo el tiempo?
—Casi todo.
—¿Y por qué me seguiste la corriente?
—Por varias razones. Curiosidad, primero. Era fascinante reconocer al Max de siempre: elegante, tramposo y amoral.
Se calló un momento. Seguía con la mano de él entre las suyas.
—También estoy a gusto contigo —añadió al fin—. Siempre lo estuve.
Max liberó su mano y se puso de pie.
—¿Lo saben los otros?
—No. Sólo yo.
Necesitaba aire. Respirar hondo, despejarse de emociones contradictorias. O tal vez necesitara una copa. Algo fuerte. Que sacudiera sus adentros hasta volvérselos del revés.
Mecha seguía sentada, muy tranquila.
—De no estar Jorge de por medio, en otras circunstancias… Bueno. Habría sido divertido. Estar contigo. Ver qué buscabas. Hasta dónde pretendías llegar.
Se quedó callada un momento.
—¿Qué te proponías?
—Ahora no estoy seguro. Tal vez revivir viejos tiempos.
—¿En qué sentido?
—En todos, quizás.
Ella se levantó despacio. Casi con esfuerzo, creyó apreciar Max.
—Los viejos tiempos murieron. Pasaron de moda, igual que nuestro tango. Muertos como tus muchachos de antaño, o como tú mismo… Como nosotros.
Se agarraba de su brazo del mismo modo que veintinueve años atrás, la noche que fueron al Lions at the Kill, en Niza.
—Es halagador —añadió—. Verte resucitar por mi causa.
Le había cogido una mano y se la llevó a los labios, con suavidad. Un soplo amable. Su voz sonaba como una sonrisa.
—Pretender que te mire de nuevo como te miré una vez.
El sol ya está alto. Con los prismáticos pegados al rostro, Max continúa estudiando el bloque de apartamentos contiguo al hotel Vittoria. Acaba de caminar en torno al edificio, observando con atención la puerta que da a la vereda principal; y ahora está apostado entre unas buganvillas y limoneros, escudriñando el otro lado. Cerca hay un pequeño estanque y un templete con un banco. Se acerca al templete, y desde allí espía la parte que antes estaba oculta. Ahora toda la fachada este queda a la vista, incluido el balcón de Sokolov y la cornisa de tejas rojizas, bordeada por un canalón para recoger agua de lluvia sobre el que se distingue la antena de un pararrayos. Canalón y pararrayos, concluye Max, necesitan que alguien suba para mantenerlos en estado conveniente. Con un punto de esperanza, revisa cada metro de la fachada. Y lo que ve allí le arranca una sonrisa antigua, rejuvenecedora, que parece borrar los estragos del tiempo en su rostro: unos peldaños de hierro empotrados en la pared ascienden desde el jardín.
Guardando los prismáticos en su funda, Max se acerca al edificio como si paseara. Al llegar bajo los peldaños, alza la vista. Están oxidados, con manchas de herrumbre en la pared; pero su apariencia es sólida. El primero se encuentra cerca del suelo, sobre un macizo de flores. La distancia hasta el tejado es de unos cuarenta metros, y los peldaños no están muy separados unos de otros. El esfuerzo parece aceptable: diez minutos de ascensión a oscuras, con toda clase de precauciones. No estaría de más, piensa, llevar una gaza de cuerda con un mosquetón que permita asegurarse a medio camino y descansar, si se fatiga en exceso. El resto del equipo será poco voluminoso: una mochila ligera, una cuerda de montaña, algunas herramientas, una linterna y la indumentaria adecuada. Mira el reloj. Las tiendas del centro, incluida la ferretería Porta Marina, ya están abiertas a esa hora. También necesitará unas zapatillas deportivas y betún para teñirlo todo de negro.
Igual que en los mejores momentos, piensa mientras da la espalda al edificio y se aleja por el jardín, lo excita actuar otra vez, o la inminencia de la acción: el antiguo y familiar cosquilleo de incertidumbre, templado por una copa o un cigarrillo, cuando el mundo aún era un coto de caza reservado a los inteligentes y los audaces. Cuando la vida tenía aroma de tabaco turco, de cocktails en el bar elegante de un Palace, de perfume de mujer. De placer y de peligro. Y ahora, rememorando aquello, cada paso que da produce a Max la impresión de hacerlo caminar otra vez ligero, con recobrada agilidad. Pero lo mejor de todo no es eso. Cuando mira ante sí, comprueba que su sombra ha regresado. El sol que penetra las altas copas de los pinos la proyecta en el suelo, de nuevo firme y alargada, como fue antes. Cosida a sus pies, donde en otro tiempo estuvo. Sin edad, sin marcas de vejez ni de cansancio. Sin mentiras. Y al recobrar la sombra perdida, el antiguo bailarín mundano se echa a reír como hace mucho tiempo no reía.