Mecha Inzunza se detiene en un puesto de prensa de la via San Cesareo y compra los periódicos. Max está a su lado, con una mano en el bolsillo de la chaqueta gris de sport, mirándola mientras ella busca las páginas donde se habla de la partida del día anterior. Bajo el titular Tablas en la sexta, a cuatro columnas, Il Mattino publica una fotografía de los jugadores en el momento de abandonar el tablero: serio el ruso, observando impasible la cara de Keller, y vuelto éste el rostro como si pensara en algo ajeno al juego, o mirase a alguien situado más allá del fotógrafo.
—Está siendo una mañana complicada —comenta Mecha cuando cierra el diario—. Siguen reunidos los tres, discutiendo: Emil, Jorge e Irina.
—¿Ella no sospecha nada?
—En absoluto. Por eso discuten. Emil no comprendía ayer por qué mi hijo jugó como lo hizo. Están con el ajedrez, haciendo y deshaciendo… Cuando los dejé, Irina le reprochaba a Jorge que hubiera aceptado tablas.
—¿Un ejercicio de cinismo?
Caminan calle abajo. Mecha ha metido los periódicos en un bolso grande de lona y cuero que lleva colgado del hombro, sobre la chaqueta de ante y un pañuelo de seda estampado en tonos otoñales.
—No del todo —responde—. Tal como estaba la partida, él podía haber continuado; pero no quiso arriesgarse más. La confirmación de que Irina trabaja para Sokolov lo descompuso un poco… Quizá no habría podido resistir la presión hasta el final. Por eso aceptó la oferta del ruso.
—Aguantó bien, de todas formas. Se veía impasible en el estrado.
—Es un chico de buen temple. Estaba preparado para eso.
—¿Y con la muchacha?… ¿Disimula bien?
—Mejor que ella. ¿Y sabes una cosa?… En su caso no es fingimiento, ni hipocresía. Tú o yo habríamos echado a Irina a patadas después de someterla a un tercer grado. Yo la habría estrangulado, en realidad… Siento auténticos deseos de hacerlo. Pero Jorge está allí, sentado con ella delante del tablero, analizando y deshaciendo jugadas que le consulta con toda naturalidad.
La calle, larga y angosta en algunos tramos, se estrecha más donde las tiendas exponen fuera sus mercancías. De vez en cuando Max se retrasa para dejar paso a quienes vienen de frente.
—¿No es un golpe demasiado fuerte? —inquiere—. ¿Podrá seguir concentrándose y jugar como de costumbre?
—No lo conoces. En su caso es comprensible esa frialdad. Él sigue jugando. Todo esto no es más que una partida que se decide a veces en la sala del hotel, y a veces en otros lugares.
Cruzan entre espacios de luz y sombra, iluminados a trechos por la claridad amarillenta que se refleja en las fachadas altas de las casas. Se alternan tiendas de marroquinería y recuerdos turísticos con comercios de ultramarinos, frutas y verduras, pescado y salumerías que mezclan sus olores con el cuero y las especias. Hay ropa tendida en los balcones.
—No ha dicho nada sobre eso —añade Mecha tras un corto silencio—, pero estoy segura de que ahora, en su cabeza, está jugando contra dos adversarios. Contra el ruso y contra Irina… Una especie de simultáneas.
Calla de nuevo y posa la mirada en una tienda de ropa femenina —tendencia hippie, lino de Positano— sin prestar demasiada atención.
—Más tarde —prosigue—, cuando haya acabado lo de Sorrento, Jorge levantará la vista del tablero y analizará realmente lo que ha pasado. La parte afectiva. Será el momento difícil para él. Hasta entonces, no me preocupa.
—Ahora comprendo la seguridad de Sokolov —comenta Max—. Esa especie de arrogancia en las últimas partidas.
—Cometió un error. Debió esperar más tiempo antes de jugar. Hacer un poco de teatro. Ni siquiera el campeón del mundo podía tardar menos de veinte minutos en captar la extrema complejidad de esa posición y tomar la decisión adecuada… Y él sólo empleó seis.
—¿Precipitación?
—Vanidad, supongo. Con un análisis más largo, existía la posibilidad de que Sokolov hubiese llegado por su cuenta a esa conclusión, lo que nos habría hecho dudar de la culpabilidad de Irina. Pero supongo que Jorge lo sacó de quicio.
—¿Se levantaba de la silla a cada momento para provocarlo?
—Naturalmente.
Están cerca de la loggia del Sedile Dominova, donde media docena de turistas escucha las explicaciones de una guía que habla en alemán. Tras esquivar al grupo, tuercen a la izquierda penetrando en la estrecha sombra de la via Giuliani. El campanario rojo y blanco del Duomo se alza al extremo, en intenso contraluz, con el reloj marcando las once y veinte de la mañana.
—No imaginaba que un campeón del mundo cometiera esa clase de errores —comenta Max—. Los creía menos…
—¿Humanos?
—Sí.
Todo el mundo comete errores, responde ella. Y al cabo de unos pasos, insiste pensativa: «Mi hijo lo irrita mucho». La tensión ante el campeonato mundial, explica luego a Max, es enorme. Aquellos paseos de Jorge en torno a la mesa, su manera de jugar como si no le costara ningún esfuerzo. Toda esa aparente frivolidad en lo que a actitudes se refiere. El ruso es todo lo contrario: concienzudo, sistemático, prudente. De los que sudan sangre. Y ayer por la tarde, pese a su tradicional calma, el campeón respaldado por su título, por su Gobierno y por la Federación Internacional de Ajedrez, no pudo aguantar las ganas de dar una lección al candidato, niño mimado del capitalismo y de la prensa occidental. De ponerlo en su sitio. Había movido el peón justo cuando Jorge iba a levantarse otra vez de la mesa. Ahí te vas a quedar, decía el gesto. Sentadito y pensando.
—Son falibles, a fin de cuentas —concluye cual si hablase para sí misma—. Odian y aman, como todos.
Max y ella caminan emparejados. A veces se rozan sus hombros.
—O tal vez no —Mecha inclina un instante la cabeza, como si hubiera visto una grieta en su propio argumento—. Quizá no como todos.
—¿Y qué hay de Irina? ¿Se comporta con normalidad?
—Con absoluto descaro —ríe sarcástica, repentinamente endurecida—. Muy tranquila en su papel de colaboradora fiel y amorosa jovencita. De no saber lo que sabemos, creería en su inocencia… ¡No te haces idea de lo que una mujer es capaz de fingir cuando se juega algo!
Max se hace perfecta idea, aunque no despega los labios. Se limita a una mueca silenciosa mientras recuerda: mujeres hablando por el teléfono de una habitación de hotel con sus maridos o amantes, desnudas bajo o sobre las sábanas, recostadas en la misma almohada donde en ese momento él apoyaba la cabeza escuchándolas admirado. Con una frialdad perfecta y sin que se les alterase la voz, en relaciones clandestinas que duraban días, meses o años. Bajo las mismas circunstancias, cualquier hombre se habría delatado a las pocas palabras.
—Me pregunto si esa clase de traiciones no será denunciable —comenta Max.
—¿Ante quién? —ella ríe de nuevo, escéptica—. ¿La policía italiana? ¿La Federación Internacional de Ajedrez?… Nos movemos en un ámbito privado. Con pruebas concretas podríamos montar un escándalo, y tal vez anular el duelo si Jorge perdiera. Pero ni con pruebas ganaríamos nada. Sólo perjudicar el ambiente a cinco meses del campeonato del mundo. Y Sokolov seguiría donde está.
—¿Y qué pasa con Karapetian? ¿Sabe ya lo de Irina?
Jorge habló con su maestro anoche, confirma Mecha. Que no se mostró muy sorprendido. Esas cosas pasan, dijo. Por otra parte, no es el primer caso de espionaje al que se enfrenta. El armenio es un hombre tranquilo. Práctico. Y no es partidario de echar a la chica inmediatamente.
—Cree, y mi hijo está de acuerdo con él, que lo mejor es dejar que Irina y los rusos se confíen. Darle a ella información manipulada, preparar aperturas falsas… Utilizarla como agente doble sin que lo sepa.
—Pero acabarán por darse cuenta —aventura Max.
—El engaño puede durar algunas partidas más. Llevamos seis: dos ganadas por Sokolov, una por Jorge y tres tablas, lo que significa una diferencia de sólo un punto. Y aún quedan cuatro por jugar. Eso ofrece posibilidades interesantes.
—¿Y qué puede ocurrir?
—Si preparásemos trampas adecuadas y el ruso cayera en ellas, el engaño funcionaría un par de veces. Quizá lo atribuyeran a error, imprecisión o cambios de última hora. Una segunda o tercera vez, sospecharían. Si todo fuese demasiado obvio, acabarían por deducir que Irina actúa de acuerdo con Jorge, o que la estamos manipulando… Pero hay otra posibilidad: no abusar ahora de lo que sabemos. Dosificar la intoxicación a través de Irina y llegar a Dublín con ella en el equipo, utilizándola.
—¿Eso puede hacerse?
—Claro. Esto es ajedrez. El arte de la mentira, del asesinato y de la guerra.
Cruzan el tráfico del corso Italia. Motocicletas y automóviles, humo de tubos de escape. Para llegar al otro lado, Max toma a la mujer de la mano. Al pisar la acera, Mecha se queda cerca, apoyada con gesto familiar en su brazo. Se miran así en la vidriera de un escaparate lleno de televisores. Al cabo de un momento, con dulce naturalidad, ella libera el brazo de Max.
—Lo importante es el título mundial —prosigue con mucha calma—. Esto sólo es una escaramuza previa: un tanteo a modo de final oficiosa con el candidato. Sería estupendo llegar a Dublín con los rusos confiando en Irina. Imagínate a Sokolov descubriendo allí que a su espía la tenemos controlada desde Sorrento… El golpe puede ser soberbio. Mortal.
—¿Soportará Jorge esa tensión? ¿La chica a su lado durante otros cinco meses?
—No conoces a mi hijo: su sangre fría cuando de ajedrez se trata… Ahora Irina sólo es una pieza en un tablero.
—¿Y qué haréis después con ella?
—No sé —de nuevo la dureza metálica en la voz—. Ni me importa. Cuando acabe el campeonato lo zanjaremos todo, por supuesto. Ya veremos si en público o en privado. Pero como ajedrecista internacional, Irina está acabada. Más le valdrá enterrarse en un agujero para siempre. Pondré cuanto tengo al servicio de eso… En ahumar en su cubil, allí donde se meta, a esa pequeña zorra.
—Me pregunto qué la habrá llevado a esto. Desde cuándo trabaja para Sokolov.
—Querido… Con rusos y con mujeres nunca se sabe.
Lo ha dicho riendo sin ganas, casi desagradable. A modo de respuesta, él compone un ademán elegante y bienhumorado.
—Son los rusos los que me provocan curiosidad —precisa—. Los traté menos que a las mujeres.
Ella suelta una carcajada al escuchar aquello.
—Por Dios, Max. Aunque ya no tengas edad para eso, ni te engomines el pelo, sigues siendo un chulito intolerable… Un maquereau tanguero.
—Ojalá lo fuera todavía —él también ríe ahora, ajustándose el pañuelo de seda del doctor Hugentobler que lleva bajo el cuello abierto de la camisa.
—Pudieron infiltrar a Irina desde el principio, como jugada a largo plazo —opina Mecha, volviendo al asunto—. O reclutarla más tarde por mil motivos: dinero, promesas… Una joven como ella, con talento ajedrecístico y respaldo de los rusos, que controlan la Federación Internacional, tendría un futuro por delante. Y es tan ambiciosa como puede serlo cualquiera.
Están ante la verja de hierro de la catedral, que se encuentra abierta.
—Resulta duro ser un segundón —añade ella—. Y es tentador dejar de serlo.
Suenan campanadas en la espadaña de piedra. Mecha alza la vista y después cruza el portón cubriéndose la cabeza con el pañuelo. Él la sigue, y juntos penetran en la amplia nave vacía, donde resuenan las lentas pisadas de los zapatos de Max en el suelo de mármol.
—¿Y qué vas a hacer?
—Ayudar a Jorge, como siempre… Ayudarlo a jugar. A ganar aquí y en Dublín.
—Habrá un final, supongo.
—¿A qué?
—A tu presencia a su lado.
Mecha contempla el techo decorado de la iglesia. La luz lateral de las claraboyas hace relucir dorados y azules en torno a las escenas bíblicas. Al fondo, en penumbra, brilla la lámpara del sagrario.
—Dónde está ese final, lo sabré cuando lleguemos a él.
Rodean las columnas y caminan sin rumbo por uno de los laterales, mirando las capillas y los cuadros. Huele a cerrado y a cera tibia. En un nicho, sobre candelas encendidas, hay exvotos marineros y milagros en latón y cera.
—Cinco meses de engaño son muchos —insiste Max—. ¿Crees que tu hijo será capaz de fingir hasta ese punto?
—¿Y por qué no? —lo mira con una sorpresa que parece auténtica—. ¿Acaso no lo ha estado haciendo Irina?
—Hablo también de sentimientos. Duermen en la misma habitación. Se acuestan juntos.
Una mueca extraña y distante. Casi cruel.
—Él no es como nosotros. Te lo dije. Vive en mundos estancos.
Sale un sacerdote de la sacristía, cruza la nave y se santigua ante el altar mayor tras mirarlos con curiosidad. Mecha baja la voz hasta el susurro mientras vuelven sobre sus pasos, dirigiéndose a la calle.
—Cuando hay ajedrez de por medio, Jorge puede verse a sí mismo con una ecuanimidad asombrosa… Como si entrara y saliera de habitaciones diferentes, sin llevarse nada de una a otra.
El sol los deslumbra al cruzar el portón. Mecha deja caer el pañuelo sobre los hombros y se lo anuda holgado al cuello.
—¿Cómo tratarán los rusos a Irina cuando se descubra todo? —pregunta Max.
—Eso me tiene sin cuidado… Pero ojalá la metan en la Lubianka, o en un sitio así de horrible, y luego la deporten a Siberia.
Ha cruzado la verja, adelantándose, y camina con rapidez por la acera del corso Italia, como si hubiese recordado algún asunto urgente. Apresurando el paso, él le da alcance.
—Lo que nos lleva, me parece —la oye comentar cuando se sitúa a su lado—, a la variante Max.
Tras decir aquello, se detiene con tanta brusquedad que él se la queda mirado, desconcertado. Después, de modo sorprendente, ella aproxima su rostro hasta casi rozar el del hombre. Sus iris tienen ahora la dureza del ámbar.
—Quiero que hagas algo para mí —dice en voz muy baja—. O, siendo exactos, para mi hijo.
El Fiat negro se detuvo en la plaza Rossetti, junto a la torre de la catedral de Sainte-Réparate, y de él bajaron tres hombres. Max, que al oír el motor había levantado la vista de las páginas de L’Éclaireur —manifestaciones obreras en Francia, procesos y ejecuciones en Moscú, campos de internamiento en Alemania—, miró bajo el ala del sombrero y los vio acercarse despacio, el más flaco y alto entre los otros. Mientras llegaban a su mesa, situada en la esquina de la rue Centrale, dobló el diario y llamó al camarero.
—Dos Pernod con agua.
Se quedaron delante, mirándolo. Flanqueado por Mauro Barbaresco y Domenico Tignanello, el hombre alto y flaco vestía un elegante traje cruzado de color castaño y se cubría con un Borsalino gris topo, inclinado sobre un ojo con bizarro descaro. La camisa de anchas rayas azules y blancas unía las puntas del cuello, bajo la corbata, con un imperdible de oro. En una mano traía un maletín pequeño de cuero, de los que solían usar los médicos. Max y él se estudiaban largamente, muy serios. Seguían los cuatro, uno sentado y los otros en pie, sin pronunciar palabra, cuando llegó el camarero con las bebidas, retiró el vaso vacío y puso en la mesa dos copas de pastís, dos vasos de agua fría, cucharillas y terrones de azúcar. Max colocó una cucharilla atravesada sobre un vaso, puso un terrón encima y vertió el agua para que goteara con el azúcar deshecha en el licor verdoso. Luego situó el vaso delante del hombre alto y flaco.
—Supongo —dijo— que lo prefieres como siempre.
El rostro del otro pareció enflaquecer más cuando una sonrisa le abrió la cara como un tajo súbito, mostrando una hilera de dientes descarnados y amarillentos. Después se echó atrás el sombrero, tomó asiento y se llevó el vaso a los labios.
—No sé lo que toman tus amigos —comentó Max mientras repetía la operación con su bebida—. A ellos no los he visto nunca tomar Pernod.
—Nada para mí —dijo Barbaresco, sentándose también.
Max saboreó el anisado fuerte y dulzón. El segundo italiano, Tignanello, permanecía de pie, escrutando alrededor con su habitual suspicacia melancólica. En respuesta a una mirada de su compañero, se apartó de la mesa y caminó hasta el kiosco de periódicos; desde donde, supuso Max, podía vigilar la plaza de un modo discreto.
Volvió a estudiar al hombre alto y flaco. Tenía la nariz larga y los ojos grandes, muy hundidos en las cuencas. Más viejo que la última vez, pensó. Pero la sonrisa era la misma.
—Dicen que te has hecho fascista, Enrico —dijo con suavidad.
—Algo hay que hacerse, en los tiempos que corren.
Mauro Barbaresco se recostaba un poco más en su silla, como si no estuviera seguro de que fuera a gustarle aquella conversación.
—Vayamos al asunto —sugirió.
Max y Enrico Fossataro seguían mirándose mientras bebían. Con el último trago, el italiano alzó ligeramente el vaso, a modo de brindis, antes de apurar lo que quedaba. Max hizo lo mismo.
—Si te parece —dijo—, nos ahorramos comentar el mucho tiempo que ha pasado, lo estropeados que estamos y todo eso.
—De acuerdo —asintió Fossataro.
—¿Qué haces ahora?
—No me va mal. Tengo un puesto oficial en Turín… Funcionario de la gobernación piamontesa.
—¿Política?
El italiano compuso una mueca teatralmente ofendida. Cómplice.
—Seguridad pública.
—Ah.
Sonrió Max, imaginando aquello. Fossataro en un despacho. El zorro cuidando de las gallinas. Se habían visto por última vez tres años atrás durante un trabajo en común realizado en dos fases: una villa en las colinas de Florencia y una suite del hotel Excelsior —Max aportaba el encanto previo en el hotel y Fossataro la técnica nocturna en la villa—, con vistas al Arno y a las escuadras de camisas negras que desfilaban por la piazza Ognissanti cantando Giovinezza después de apalear hasta la muerte a unos cuantos infelices.
—Una Schützling —expuso con sencillez—. Del año mil novecientos trece.
—Ya me lo han dicho: caja de estilo, imitando madera, con moldura falsa sobre las cerraduras… ¿Recuerdas la casa de la rue de Rivoli? ¿La de aquella inglesa pelirroja que llevaste a cenar al Procope?
—Sí. Pero esa vez la ferretería estaba a tu cargo. Yo me dediqué a la señora.
—Da igual. Es de las fáciles.
—Sugerir que te ocupes tú sería inútil, me parece. A estas alturas.
Descubrió de nuevo el otro los dientes. Los ojos hundidos y oscuros parecían pedir comprensión.
—Te digo que no son cajas complicadas. Cerradura de saltos, no de martillo: tres contadores y la llave —se tocó un bolsillo de la chaqueta y sacó unos dibujos copiados al ferroprusiato—. Traigo aquí unos planos. Bastará un rato para ponerte al tanto… ¿Lo harás de día o de noche?
—Por la noche.
—¿Tiempo de que dispones?
—No demasiado. Convendría algo rápido.
—¿Puedes perforar con torno?
—No podré usar herramientas. Hay gente en la casa.
Fossataro arrugó el gesto.
—Al tacto necesitarás una hora como mínimo. ¿Te acuerdas de aquella caja Panzer, en Praga?… Nos volvió locos.
Sonrió Max. Septiembre del 32. Media noche sudando en la cama de una mujer, junto a una ventana por la que se veía la cúpula de San Nicolás, hasta que la mujer se quedó dormida. Con Fossataro trabajando silencioso en el piso de abajo a la luz de una linterna eléctrica, en el despacho del marido ausente.
—Claro que me acuerdo —sonrió.
—He traído una lista de combinaciones originales de ese modelo, que podrían ahorrarte tiempo y trabajo —se agachó a coger el maletín que estaba entre sus piernas, y se lo dio—. También te traigo un juego de ciento treinta llaves planas de mano de niño, troqueladas de fábrica.
—Vaya… —el maletín pesaba mucho. Max lo puso a sus pies, en el suelo—. ¿Cómo las conseguiste?
—Te asombraría lo que da de sí un despacho oficial en Italia.
Max sacó del bolsillo la pitillera de carey, poniéndola sobre la mesa. Fossataro la abrió con desparpajo y se puso un cigarrillo en la boca.
—Tienes buen aspecto —dejó la pitillera e hizo un gesto alusivo a Barbaresco, que seguía la conversación sin despegar los labios—. Dice mi amigo Mauro que te van bien las cosas.
—No puedo quejarme —Max se había inclinado para darle fuego con su encendedor—. O no me quejaba, hasta hace poco.
—Son tiempos complicados, amigo mío.
—Y que lo digas.
Fossataro dio un par de chupadas al cigarrillo y lo miró complacido, apreciando la calidad del tabaco.
—No son malos chicos —señaló a Tignanello, que seguía junto al kiosco de prensa, y luego hizo un ademán que incluía a Barbaresco—. Pueden ser peligrosos, naturalmente. Pero ¿quién no lo es?… Al terrone triste lo he tratado menos, pero Mauro y yo tuvimos en otro tiempo relaciones profesionales… ¿No es cierto?
El otro no dijo nada. Se había quitado el sombrero y se pasaba una mano por el cráneo calvo y moreno. Parecía cansado, con gana de que terminase aquella charla. Él y su compañero, consideró Max, siempre parecían cansados. Tal vez fuera ésa una característica de los espías italianos, concluyó. El cansancio. Podría ser que sus colegas ingleses, franceses o alemanes mostraran más entusiasmo por su trabajo. Quizás sí. La fe movía montañas, solía decirse. Tenerla debía de ser útil en ciertos oficios.
—Por eso vino a preguntarme cuando barajaron tu nombre para este asunto —continuaba Fossataro—. Dije que eres buen muchacho y que gustas a las mujeres. Que llevas la ropa de etiqueta como nadie, y que en una pista de baile eclipsas a los profesionales… Añadí que, con tu pinta y tu labia, yo me habría retirado hace siglos: no me importaría en absoluto llevarle el caniche a una millonaria.
—Quizá hablaste más de la cuenta —sonrió Max.
—Es posible. Pero comprende mi situación. El deber para con la patria. Credere, obbedire, combattere… Todo eso.
Siguió una pausa silenciosa, que Fossataro empleó en hacer un aro perfecto con el humo del cigarrillo.
—Supongo que sabes, o sospechas, que Mauro no se llama Barbaresco.
Miró Max al aludido, que los escuchaba impasible.
—Da igual cómo me llame —dijo éste.
—Sí —concedió Max, objetivo.
Fossataro hizo otro aro de humo, menos perfecto esta vez.
—El nuestro es un país complicado —opinó—. La parte positiva es que siempre hay una manera de entendernos, entre italianos. Guardie e ladri… Lo mismo antes de Mussolini que con él o después, si alguna vez se va.
Barbaresco seguía escuchando, inexpresivo, y a Max empezó a caerle mejor. Volviendo a las comparaciones entre espías, imaginó aquella misma conversación mantenida ante otros: un agente inglés se habría indignado patrióticamente, un alemán los miraría desconcertado y despectivo, y un español, tras darle a Fossataro la razón en todo, habría corrido a denunciarlo para congraciarse con alguien, o porque envidiaba su corbata. Abrió la pitillera y se la ofreció a Barbaresco, pero éste negó con la cabeza. A su espalda, Tignanello había ido a sentarse con un periódico en uno de los bancos de madera de la plaza, como si le dolieran las piernas.
—Son buenas relaciones las que has hecho, Max —decía Fossataro—. Si todo sale bien, tendrás nuevos amigos… El bando correcto. Es bueno pensar en el futuro.
—Como tú.
Lo dijo sin intención aparente, ocupado en encenderse un cigarrillo; pero Fossataro lo miró con fijeza. Cuatro segundos después, el italiano esbozó la sonrisa melancólica de quien posee una fe inquebrantable en la ilimitada estupidez del género humano.
—Me hago viejo, amigo mío. El mundo que conocimos, el que nos daba de comer, está sentenciado a muerte. Y si estalla otra guerra europea, ésta acabará de barrerlo todo. ¿Lo crees, como yo?
—Lo creo.
—Pues ponte en mi lugar. Tengo cincuenta y dos años: demasiados para seguir forzando cerraduras e ir a oscuras por casas ajenas… Además, de ellos he pasado siete en cárceles. Soy viudo, con dos hijas solteras. No hay como eso para alentarle a uno el patriotismo. Para hacerte estirar el brazo a lo romano, saludando lo que te pongan delante… En Italia hay futuro, estamos en el lado bueno del mundo. Tenemos trabajo, se construyen edificios, estadios deportivos y acorazados, y a los comunistas les damos aceite de ricino y patadas en el culo —tras decir esto, aligerando la seriedad del discurso, Fossataro hizo un guiño en dirección a Barbaresco, que seguía escuchando imperturbable—. También es cómodo, para variar, tener a los carabinieri de tu parte.
Pasaron dos mujeres bien vestidas, taconeando en dirección a la rue Centrale: sombreros, bolsos y faldas estrechas. Una de ellas era muy guapa, y por un instante sus ojos se encontraron con los de Max. Fossataro las siguió con la vista hasta que doblaron la esquina. Nunca debe mezclarse el sexo con los negocios, le había oído decir Max a menudo en otros tiempos. Excepto cuando el sexo facilita los negocios.
—¿Te acuerdas de Biarritz? —le preguntó Fossataro—. ¿Aquel asunto del hotel Miramar?
Sonreía, memorioso. Eso parecía rejuvenecerle el rostro, avivando la expresión de sus ojos hundidos.
—¿Cuánto tiempo hace? —añadió—. ¿Cinco años?
Asintió Max. La expresión complacida del italiano evocaba pasarelas de madera junto al mar, bares de playa con camareros impecables, mujeres con pijamas ceñidos de pata ancha, morenas espaldas desnudas, rostros conocidos, fiestas con artistas de cine, cantantes, gente de los negocios y la moda. Como Deauville y Cannes, Biarritz era buen cazadero en verano, con abundantes oportunidades para quien sabía buscarlas.
—El actor y su novia —recordó Fossataro, todavía risueño.
Después le contó a Barbaresco, con mucha desenvoltura, cómo en el verano de 1933 Max y él habían dispuesto un trabajo refinado en torno a una actriz de cine llamada Lili Damita, a la que Max había conocido en el golf de Chiberta y dedicado tres mañanas de playa, tardes de bar y veladas de baile. Hasta que la noche crucial, cuando todo estaba dispuesto para llevarla al dancing del hotel Miramar mientras Fossataro se introducía en su villa para hacerse con joyas y dinero estimados en quince mil dólares, el novio, un conocido actor de Hollywood, se presentó de improviso en la puerta del hotel tras dejar plantado un rodaje. A favor de Max jugaron, sin embargo, dos hechos afortunados. En primer lugar, el celoso novio había trasegado mucho alcohol durante el viaje; de modo que, cuando su prometida bajó de un taxi del brazo de Max, su equilibrio no era absoluto, y el puñetazo que dirigió a la mandíbula del elegante seductor se perdió en el vacío a causa de un traspié. Por otra parte, Enrico Fossataro se encontraba a diez metros de la escena, al volante de un automóvil alquilado, listo para ir a desvalijar la villa. De manera que, al presenciar el incidente, bajó del coche, se acercó al grupo y, mientras Lili Damita chillaba como una gallina a la que le masacraran el polluelo, entre Fossataro y Max le dieron al norteamericano una paliza tranquila, sistemática, con los conserjes y botones del hotel mirando complacidos —el actor, que solía beber en exceso, no era popular entre los empleados—, a cuenta de los quince mil dólares que acababan de írseles de las manos.
—¿Y sabes cómo se llamaba el fulano? —Fossataro seguía hablándole a Barbaresco, que a esas alturas del relato escuchaba con visible interés—. ¡Pues nada menos que Errol Flynn! —rió a carcajadas, palmeando el brazo de Max—… ¡Aquí donde nos ves, este tipo y yo le rompimos la cara al mismísimo capitán Blood!
—¿Sabes qué es el libro, Max?… En ajedrez. No un libro, sino el libro.
Están en el jardín del hotel Vittoria, paseando por el camino lateral que discurre, a modo de túnel, entre la variedad de árboles por cuyas ramas penetran violentas manchas de sol. Más allá de las plantas trepadoras que espesan las pérgolas, las gaviotas planean sobre los acantilados de Sorrento.
—Un jugador es su historial —sigue contando Mecha Inzunza—. Sus partidas y análisis. Detrás de cada movimiento en el tablero hay cientos de horas de estudio, innumerables aperturas, jugadas y variantes, fruto de trabajo de equipo o en solitario. Un gran maestro conoce de memoria miles de cosas: jugadas de sus predecesores, partidas de sus adversarios… Todo eso, memoria aparte, se sistematiza como material de trabajo.
—¿Una especie de vademécum? —se interesa Max.
—Exacto.
Caminan sin prisa, de vuelta al hotel. Algunas abejas revolotean entre las adelfas. Según se internan más en el jardín, a su espalda se va apagando el ruido del tráfico en la plaza Tasso.
—Es imposible que un jugador viaje y opere sin sus archivos personales —continúa ella—. Lo que puede llevar consigo de un lugar a otro… El libro de un gran maestro contiene el trabajo de toda su vida: aperturas y variantes, estudios de sus adversarios, análisis… Suelen ser cuadernos o archivos. El de Jorge son ocho libretas gruesas, forradas en piel, anotadas por él durante los últimos siete años.
Se demoran en la rosaleda, donde un banco de azulejos rodea una mesa cubierta de hojas secas. Sin el libro, añade Mecha mientras deja su bolso en la mesa y se sienta, un jugador queda indefenso. Ni siquiera los de mejor memoria pueden recordarlo todo. El libro de Jorge contiene información sin la que difícilmente podría hacer frente a Sokolov: partidas, análisis de ataques y defensas. Un trabajo de años.
—Imagínate, por ejemplo, que a ese ruso le moleste mucho el gambito de rey, que es una apertura basada en sacrificar un peón. Y que Jorge, que nunca utilizó el gambito de rey, considere usarlo en el campeonato de Dublín.
Max está de pie ante ella, escuchando atento.
—¿Todo eso estaría en el libro?
—Claro. Figúrate qué desastre, si el de Jorge cayera en manos del otro. Tanto trabajo inútil. Sus secretos y análisis en poder de Sokolov.
—¿Y no podría rehacerse el libro?
—Haría falta otra vida. Sin contar el golpe psicológico: saber que el otro conoce tus planes y tu cabeza.
Ella mira a espaldas de Max, que se vuelve a medias siguiendo la dirección en la que apuntan los ojos de la mujer. El edificio de apartamentos ocupado por la delegación soviética está muy cerca, a treinta pasos.
—No me digas que Irina les ha dado el libro de Jorge a los rusos…
—No, afortunadamente. En tal caso, mi hijo estaría acabado frente a Sokolov, aquí y en Dublín. El asunto es otro.
Un breve silencio. Los iris dorados, más claros por la luz que penetra entre la enramada de la pérgola, se inmovilizan en Max.
—Y ahí entras tú —dice ella.
Lo expresa sonriendo apenas, de un modo extraño. Impenetrable. Alza Max una mano como si reclamara silencio para escuchar una nota musical o un sonido impreciso.
—Me temo que…
Está a punto de interrumpirse con la última palabra, incapaz de ir más allá; pero Mecha se adelanta, impaciente. Ha abierto su bolso y rebusca en él.
—Quiero que consigas para mi hijo el libro del ruso.
Max se queda boquiabierto. Literalmente.
—Creo que no he comprendido bien.
—Pues te lo explico —ella saca del bolso un paquete de Muratti y se pone un cigarrillo en la boca—. Quiero que robes el libro de aperturas de Sokolov.
Lo ha dicho con extrema calma. Max hace un movimiento maquinal para buscar el encendedor; pero se queda inmóvil, la mano en el bolsillo, estupefacto.
—¿Y cómo hago eso?
—Entrando en los apartamentos del ruso y cogiéndolo.
—¿Así de fácil?
—Así.
Más zumbido de abejas, cerca. Indiferente a ello, Max sigue mirando a la mujer. Con súbito deseo de sentarse.
—¿Y por qué he de hacerlo yo?
—Porque lo has hecho antes.
Se sienta junto a ella, todavía confuso.
—Nunca robé ningún libro ruso de ajedrez.
—Pero robaste muchas otras cosas —Mecha ha cogido una caja de fósforos del bolso y enciende ella misma el cigarrillo—. Alguna era mía.
Saca él la mano del bolsillo y se la pasa por el mentón. Qué es todo aquel disparate, piensa en pleno desconcierto. En qué diablos se está metiendo, o lo quieren meter.
—Eras un gigoló y un ladrón —añade Mecha, objetiva, echando el humo.
—Ya no lo soy… Ahora no hago eso.
—Pero sabes cómo hacerlo. Acuérdate de Niza.
—Qué disparate. Han pasado casi treinta años desde Niza.
La mujer no dice nada. Fuma y lo mira con mucha calma, como si todo estuviera dicho y las cosas no dependieran de ella. Se está divirtiendo, piensa él con súbito espanto. La situación y mi aturdimiento la divierten. Pero está lejos de ser una broma.
—¿Pretendes que me introduzca en los apartamentos de la delegación soviética, busque el libro de ajedrez de Sokolov y te lo entregue? ¿Y cómo hago eso?… Por Dios, ¿cómo quieres que lo haga?
—Tienes conocimientos y experiencia. Sabes arreglártelas.
—Mírame —se inclina tocándose la cara, como si todo fuese visible ahí—. No soy el que recuerdas. Ni el de Buenos Aires, ni el de Niza. Ahora tengo…
—¿Cosas que perder? —lo mira desde una distancia infinita, despectiva y fría—. ¿Es lo que pretendes decirme?
—Hace mucho que no corro cierta clase de riesgos. Aquí vivo tranquilo, sin problemas con la policía. Me retiré por completo.
Se levanta con brusquedad, incómodo, y da unos pasos por el cenador. Mirando con aprensión las paredes ocres —de pronto le parecen siniestras— del edificio ocupado por los rusos.
—Además, estoy viejo para esa clase de asuntos —añade con sincero desánimo—. Me falta fuerza y me falta espíritu.
Se ha vuelto hacia Mecha. Permanece sentada, mirándolo mientras fuma imperturbable.
—¿Por qué había de hacerlo? —protesta él—. Dime… ¿Por qué he de arriesgarme, a mis años?
La mujer entreabre los labios para decir algo, aunque calla apenas iniciado el gesto. Se queda así unos segundos, pensativa, el cigarrillo humeante entre los dedos, estudiando a Max. Y al fin, con infinito desprecio y arrebato repentino, como si desahogara de pronto una cólera largo tiempo contenida, aplasta violenta el cigarrillo en la mesa de mármol.
—Porque Jorge es hijo tuyo. Imbécil.
Había ido a verla a Antibes, disfrazando de cautela el impulso de justificarse ante sí mismo. Era peligroso, acabó diciéndose, que ella estuviese fuera de control durante aquellos días. Que algún comentario o confidencia dirigidos a Susana Ferriol lo pusiera en peligro. No le fue difícil conseguir la dirección. Bastaron una llamada telefónica a Asia Schwarzenberg y una breve indagación de ésta para que, dos días después del encuentro con Mecha Inzunza, Max bajara de un taxi ante la verja de una villa cercada de laureles, acacias y mimosas, en las cercanías de La Garoupe. Cruzó el jardín por un camino de albero donde estaba aparcado el Citroën de dos plazas, entre cipreses cuyas copas trenzaban un contraluz de sombras sobre la superficie quieta y resplandeciente del mar cercano, hasta la casa situada en una pequeña loma acantilada: un edificio tipo bungalow, con amplia terraza y una veranda solárium bajo grandes arcos abiertos al jardín y la bahía.
Ella no se mostró sorprendida. Lo recibió con desconcertante naturalidad después de que una sirvienta abriese la puerta y desapareciera en silencio. Vestía un pijama japonés de seda ceñido en la cintura que prolongaba sus líneas esbeltas, moldeándolas suavemente sobre las caderas. Había estado regando macetas en un patio interior, y sus pies descalzos dejaban huellas de humedad en las baldosas blancas y negras cuando condujo a Max al salón amueblado en el style camping que hacía furor en la Riviera en los últimos años: asientos plegables, mesas escamoteables, muebles empotrados, vidrio, cromo y un par de solitarios cuadros sobre paredes desnudas y blancas, en una casa hermosa, despejada, con esa sencillez de líneas que sólo el mucho dinero podía permitirse habitar. Mecha le sirvió una copa, fumaron y con tácito acuerdo conversaron sobre banalidades, civilizadamente, como si el reciente encuentro y despedida tras la cena en casa de Susana Ferriol hubiesen transcurrido de la forma más normal del mundo: la villa alquilada mientras se mantuviese la situación en España, lo adecuado del lugar para pasar el invierno, el mistral que mantenía el cielo azul y limpio de nubes. Después, cuando los lugares comunes se agotaron y la conversación superficial empezó a tornarse incómoda, Max propuso ir a comer a algún lugar próximo, Juan-les-Pins o Eden Roc, para seguir charlando. Mecha dejó transcurrir un silencio prolongado sobre aquella sugerencia, repitió en voz baja la última palabra con expresión pensativa, y al cabo dijo a Max que se sirviera algo él mismo mientras ella se cambiaba para salir. No tengo hambre, dijo. Pero me vendrá bien dar un paseo.
Y allí estaban: paseando entre la espesura de pinos enraizados en la arena, las rocas y las madejas de algas de la orilla donde cabrilleaba el sol cenital, ante la bahía de color turquesa abierta al infinito y la playa que llegaba hasta la vieja muralla de Antibes. Mecha había cambiado el pijama por un pantalón negro y una camiseta de marinero a rayas azules y blancas, llevaba gafas de sol —apenas una sombra de maquillaje en los párpados, bajo los cristales oscuros— y sus sandalias pisaban la grava del sendero junto a los zapatos brogue marrones de Max, que iba en mangas de camisa, el pelo engominado y sin sombrero, la chaqueta doblada sobre un brazo y los puños subidos en dos vueltas sobre las muñecas bronceadas.
—¿Todavía bailas tangos, Max?
—A veces.
—¿Incluso el de la Guardia Vieja?… Seguirás siendo bueno en eso, supongo.
Él apartó la vista, incómodo.
—Ya no es como antes.
—¿No lo necesitas para ganarte la vida, quieres decir?
Eligió no responder. Pensaba en ella moviéndose entre sus brazos en el salón del Cap Polonio, la primera vez. En el sol iluminando su cuerpo esbelto en el cuarto de pensión de la avenida Almirante Brown. En su boca y su lengua impúdica y violenta cuando apartó de él a la tanguera en el antro de Buenos Aires para ponerse en su lugar. En la mirada aturdida del marido, su risa sucia mientras se acoplaban ante sus ojos turbios de alcohol y droga, allí y más tarde, cuando se acometían voraces, obscenamente desnudos y sin límites, en la habitación del hotel. También pensó en los centenares de ocasiones en que él había recordado aquello durante los nueve años transcurridos desde entonces, cada vez que una orquesta atacaba los compases de la melodía compuesta por Armando de Troeye, o la oía sonar en una radio o un fonógrafo. Aquel tango —la última vez, cinco semanas atrás, lo bailó en el Carlton de Cannes con la hija de un industrial alemán del acero— había perseguido a Max por medio mundo, causándole siempre una sensación de vacío, ausencia o pérdida: una nostalgia feroz, agudamente física, del cuerpo de Mecha Inzunza. De sus ojos dorados mirándolo muy próximos y muy abiertos, petrificados por el placer. De la carne deliciosa que seguía siendo tibia y húmeda en su memoria, que con tanta intensidad recordaba, y que ahora tenía de nuevo cerca —todavía inesperadamente cerca— de tan extraña manera.
—Háblame de ti —dijo ella.
—¿Qué parte de mí?
—Ésa —ella le dedicó un ademán que parecía abarcarlo—. La que ha fraguado en estos años.
Habló Max, prudente, sin descuido ni excesos. Mezclaba hábilmente realidad y ficción, engarzando con amenidad anécdotas divertidas y situaciones pintorescas que disimulaban los pormenores escabrosos de su vida. Adaptando, con la facilidad que le era natural, su historia auténtica a la del personaje que en ese momento representaba: un hombre de negocios afortunado, mundano, cliente habitual de ferrocarriles, transatlánticos y hoteles caros de Europa y Sudamérica, refinado con el paso del tiempo y el trato con gente distinguida o adinerada. Habló sin saber si ella lo creía o no; pero en cualquier caso procuró esquivar toda alusión al lado clandestino, o las consecuencias, de sus actividades reales: una brevísima estancia en una cárcel de La Habana, felizmente resuelta; un incidente policial sin mayor trascendencia en Cracovia, tras el suicidio de la hermana de un rico peletero polaco; o un disparo que erró el blanco a la salida de un garito en Berlín, tras un asunto de juego clandestino que bordeó la estafa. Tampoco habló del dinero que había ganado y gastado con idéntica facilidad en aquellos años, de los ahorros que mantenía como recurso de emergencia en Montecarlo, ni de su antigua y útil relación con el reventador de cajas fuertes Enrico Fossataro. Ni, por supuesto, mencionó a la pareja de ladrones profesionales, hombre y mujer, que había conocido en el bar Chambre d’Amour de Biarritz en el otoño del 31, su asociación temporal con ellos, la ruptura cuando la mujer —una inglesa melancólica y atractiva llamada Edith Casey, especializada en desvalijar a solterones solventes— estrechó por su cuenta los lazos de equipo con Max, hasta una intimidad mal vista por su compañero: un escocés refinado aunque brutal que se hacía llamar indistintamente McGill y McDonald, y cuyos celos más o menos justificados liquidaron un año de provechosa actividad en común, tras una desagradable escena en la que Max, para sorpresa de la pareja —siempre lo habían considerado un joven caballeroso y pacífico—, se vio obligado a recurrir a un par de trucos sucios aprendidos en África, con el Tercio, que dejaron al tal McGill, McDonald o como se llamara realmente, tendido en la alfombra de una habitación del hotel du Golf de Deauville, con la nariz sangrando, y a Edith Casey insultando a gritos a Max mientras éste salía al pasillo para desaparecer de sus vidas.
—¿Y tú?
—Oh… Yo.
Había estado escuchando en silencio, atenta. Tras la pregunta de Max hizo una mueca evasiva, sonriente bajo las gafas de sol.
—Gran mundo. Así se dice, ¿no?, en las revistas ilustradas.
Él habría alargado una mano para quitarle las gafas y ver la expresión de sus ojos, pero no se atrevió.
—Nunca comprendí que tu marido…
Calló en ese punto, pero ella no dijo nada. Los cristales oscuros reflejaban a Max, inquisitivos. A la espera de que acabara la frase.
—Esa manera de… —empezó a decir él, antes de interrumpirse otra vez, incómodo—. No sé. Tú y él.
—¿Y terceros, quieres decir?
Un silencio. Largo. Se oían cantar cigarras bajo los pinos.
—Buenos Aires no fue la primera vez, ni la última —prosiguió Mecha al fin—. Armando tiene su modo de ver la vida. Las relaciones entre sexos.
—Un modo peculiar, de cualquier manera.
Una carcajada sin humor. Seca. Ella alzó un poco las manos, expresando sorpresa.
—Jamás te imaginé puritano en esa materia, Max… Nadie lo habría dicho en Buenos Aires.
Dibujaba con el pie en la arena. Podía ser un corazón, dedujo él. Pero ella acabó borrándolo cuando parecía trazar una flecha que lo atravesaba.
—Al principio era un juego. Provocativo. Un desafío a la educación y a la moral. Después formó parte del resto.
Dio unos pasos en dirección a la orilla, entre las madejas de algas, hasta que pareció enmarcarla el cegador turquesa del agua.
—Ocurrió poco a poco, desde el principio. La mañana siguiente a nuestra noche de bodas, Armando ya se las ingenió para que la camarera que traía el desayuno nos encontrase desnudos en la cama, haciendo el amor. Reímos como locos.
Deslumbrado, intentando ver su rostro en contraluz, Max tuvo que hacer visera con una mano ante los ojos. Pero no conseguía ver la expresión de la mujer. Sólo una sombra en el resplandor de la bahía mientras ella seguía contando, monótona. Casi indiferente.
—Una vez, después de una cena, fuimos a casa. Nos acompañaba un amigo: un músico italiano muy guapo, de pelo ondulado y aire lánguido. D’Ambrosio, se llamaba. Armando se las arregló para que el italiano y yo hiciéramos el amor delante de él. Sólo se sumó al cabo de un largo rato de mirar atento, con una sonrisa y un extraño brillo en los ojos. Con aquella especial inclinación suya hacia la elegancia matemática.
—¿Siempre te resultó… agradable?
—No siempre. Sobre todo al principio. Resulta imposible olvidar, de un día para otro, una educación convencional, católica, correcta. Pero a Armando le gustaba empujar más allá de ciertos límites…
A Max se le pegaba la lengua al paladar. El sol era fuerte y sentía una intensa sed. También una desazón extraña: un malestar casi físico. Se habría sentado allí mismo, en el suelo, a riesgo de arruinar la pulcritud de sus pantalones. Lamentó haber dejado el sombrero en la villa. Pero sabía que no se trataba del sol, ni del calor.
—Yo era muy joven —añadió ella—. Me sentía como una actriz que sale a escena en busca de la aprobación del público, esperando escuchar aplausos.
—Estabas enamorada. Eso explica muchas cosas.
—Sí… Supongo que en esa época lo amaba. Mucho.
Había inclinado la cabeza, pensativa, al decir aquello. Después miró alrededor cual si buscara una imagen o una palabra. Quizá una explicación. Al cabo, como si desistiera, moduló un gesto irónicamente resignado.
—Tardé algún tiempo en comprender que también se trataba de mí, no sólo de él. De mis propios rincones oscuros. A veces me pegaba, incluso. O yo a él. Nunca habría ido tan lejos, en otro caso. Ni siquiera por complacerlo… En cierta ocasión, en Berlín, hizo que me acostara con dos camareros jóvenes de un bar de la Tauentzienstrasse. Esa noche ni siquiera me tocó. Solía venir después a mí, cuando terminaban los otros; pero esa vez se quedó allí, fumando y mirando hasta que todo acabó… Fue la primera vez que disfruté de verdad sintiéndome observada.
Lo había contado sin inflexiones, en tono neutro. Podía haber estado leyendo, se dijo Max, el texto de un prospecto farmacéutico. Parecía atenta, sin embargo, a la impresión que sus palabras causaran en él. Era aquélla una curiosidad técnica y fría, decidió asombrado. Casi antropológica. El contraste con sus propios sentimientos, confusos en ese instante, era tan violento como toda aquella luz enfrentada al trazo negro de una sombra. Sentía celos a causa de esa mujer, descubrió más asustado que perplejo. Era la suya una desolación extraña, nueva, desconocida hasta ese día. De súbito deseo insatisfecho. Rencor animal y furia.
—Armando me adiestró en eso —estaba diciendo ella—. Con una paciencia metódica, muy propia de él, me enseñó a utilizar la cabeza para el sexo. Sus inmensas posibilidades. Lo físico es sólo una parte, decía. Una materialización necesaria, inevitable, de todo lo demás. Cuestión de armonías.
Se detuvieron un momento. Regresaban al camino de tierra que discurría entre la playa y los pinos, y Mecha se quitó las sandalias para sacudir la arena, apoyándose con naturalidad en el brazo del hombre.
—Después yo me iba a dormir y lo escuchaba trabajar al piano en su estudio, hasta el amanecer. Y lo admiraba todavía más.
Él consiguió despegar la lengua del paladar.
—¿Sigues utilizando la cabeza?
Su voz había sonado ronca. Árida. Casi le había dolido pronunciar palabras.
—¿Por qué preguntas eso?
—Tu marido no está aquí —hizo un ademán amplio señalando la bahía, Antibes y el resto del mundo—. Y tardará en volver, me parece. Con su elegancia matemática.
Lo miraba Mecha fijamente, con hostil prevención.
—¿Quieres saber si me acuesto con otros hombres? ¿O con mujeres? ¿Aunque él no esté?… Lo hago, Max.
No quiero estar aquí, pensó él, asombrado de sí mismo. No bajo esta luz que me entorpece el juicio. Que me seca el pensamiento y la boca.
—Sí —repitió ella—. A veces lo hago.
Se había detenido otra vez, contra el reverbero cegador de la playa. La suave brisa de mar agitaba el cabello sobre su piel ligeramente bronceada por el sol de la Riviera.
—Como Armando —añadió en tono opaco—. O como tú mismo.
En los cristales de sus gafas oscuras se reflejaba la línea de la costa, la masa verde de los pinares y la playa orillada de azul turquesa. Max la observó detenidamente, demorándose en la línea de sus hombros y su torso bajo la camiseta a rayas, humedecida en las axilas por leves huellas de sudor. Era aún más hermosa que en Buenos Aires, concluyó casi con desesperación. Tanto, que parecía irreal. Debía de haber cumplido ya los treinta y dos: edad perfecta, cuajada, de absoluta hembra. Mecha Inzunza pertenecía a esa clase de mujeres, en apariencia inalcanzables, con las que se soñaba en los sollados de los barcos y en las trincheras de los frentes de batalla. Durante miles de años los hombres habían guerreado, incendiado ciudades y matado por conseguir mujeres como ésa.
—Hay un lugar aquí cerca —dijo ella de pronto—. Se llama pensión Semaphore… Cerca del faro.
La miró, confuso al principio. Mecha señalaba un camino a la izquierda que se adentraba entre los pinos, más allá de una villa blanca cercada de palmeras y pitas.
—Es un sitio muy barato para turistas de paso. Con un pequeño restaurante en la puerta, bajo un magnolio. Alquilan habitaciones.
Max era un hombre templado. Su carácter y su vida habían hecho de él lo que era. Fue ese temple lo que le permitió mantener las rodillas firmes y la boca cerrada, inmóvil ante la mujer. Temiendo cortar, con una palabra torpe o un ademán inapropiado, algún hilo sutil del que pendiera todo.
—Quiero acostarme contigo —resumió Mecha, ante su silencio—. Y quiero que ocurra ahora.
—¿Por qué? —articuló él, al fin.
—Porque en estos nueve años has acudido a mí con frecuencia cuando utilizaba la cabeza.
—¿Pese a todo?
—Pese a todo —sonrió ella—. Collar de perlas incluido.
—¿Has estado antes en esa pensión?
—Haces demasiadas preguntas. Y todas son estúpidas.
Había alzado una mano, poniendo los dedos sobre los labios resecos de Max. Un roce suave, pleno de singulares augurios.
—Claro que he estado —dijo tras un instante—. Y tiene un cuarto con un espejo grande en la pared. Perfecto para mirar.
La persiana era de láminas de madera horizontales, con espacios entre ellas. Por esas ranuras penetraba el sol de la tarde, proyectando una sucesión de franjas de luz y sombra sobre la cama y el cuerpo dormido de la mujer. A su lado, procurando no despertarla, Max volvió el rostro para estudiar de cerca su perfil cruzado por un trazo de sol, la boca entreabierta y las aletas de la nariz agitadas a intervalos por la leve respiración, los senos desnudos con aureolas oscuras y minúsculas gotas de transpiración que las franjas de luz hacían brillar entre ellos. Y la superficie de piel tersa, decreciente sobre el vientre para bifurcarse en los muslos, abrigando el sexo del que aún goteaba mansamente, sobre la sábana que olía a carne y a sudor suave de largos abrazos, el semen del hombre.
Alzando un poco la cabeza sobre la almohada, Max miró más allá, contemplando los dos cuerpos inmóviles en el espejo de la pared, que era grande, con el azogue moteado por el tiempo y el descuido, a tono con el cuarto y su mediocre mobiliario: una cómoda, bidé y aguamanil, una lámpara polvorienta y cables eléctricos retorcidos y sujetos con aisladores de porcelana a la pared, donde un descolorido cartel turístico invitaba con poca convicción —una puesta de sol amarilla entre pinos de color violeta— a visitar Villefranche. Uno de aquellos cuartos, en fin, que parecían a propósito para viajantes de comercio, prófugos de la justicia, suicidas o amantes. Sin la mujer dormida a su lado y sin las franjas de sol que penetraban por la persiana, aquello habría deprimido a Max, que recordaba lugares semejantes no frecuentados por capricho, sino por necesidad. Sin embargo, desde que cruzaron el umbral Mecha se había mostrado conforme, complacida por el sórdido cuarto sin agua corriente y la patrona soñolienta que les entregó la llave tras cobrar cuarenta francos sin pedir documentos ni hacer preguntas. Su voz se había tornado más ronca y su piel más cálida apenas cerrada la puerta; y Max se vio sorprendido cuando ella, en mitad de un comentario suyo sobre la vista agradable que, abierta la ventana, compensaría el triste aspecto de la habitación, fue a situarse muy cerca, entreabierta la boca como si su respiración estuviese alterada, e interrumpió la charla táctica de él sacándose la camiseta de rayas, alzados los brazos, descubriendo con el movimiento los senos más pálidos que el resto de la piel expuesta al sol.
—Eres tan guapo que duele mirarte.
Tenía el torso completamente desnudo, y alzando una mano le apartaba el rostro a un lado, empujándole el mentón con un dedo a fin de seguir observándolo.
—Hoy no llevo collar —añadió tras un instante, en voz muy baja.
—Lástima —acertó a decir él.
—Eres un canalla, Max.
—Sí… A veces.
Todo transcurrió después de modo sistemático, en compleja sucesión de carne, saliva, tacto y humedad adecuada. Desde que ella arrojó lejos su última prenda con un movimiento brusco de los pies y se tendió en la cama de la que Max acababa de retirar la colcha, éste comprobó que estaba extraordinariamente excitada, dispuesta a recibirlo en el acto. Al parecer, concluyó, aquel cuarto de pensión obraba milagros. Pero no había prisa, se dijo aferrado a la lucidez que aún conservaba. Así que procuró demorarse en las etapas previas, consciente de que el deseo que restallaba en sus nervios y músculos con sacudidas dolorosas —apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar, resoplando de placer y furia contenida— podía jugarle una mala pasada. Nueve años no podían resolverse en treinta minutos. De manera que aplicó su entereza y experiencia a prolongar la situación, las caricias, las acometidas, la violencia casi extrema que ella imponía a veces —lo abofeteó en dos ocasiones mientras intentaba dominarla—, los gruñidos de placer y las respiraciones entrecortadas que buscaban aire entre dos caricias, dos o veinte formas distintas de besar, de lamer y de morder. Max había olvidado el espejo de la pared, pero ella no; y acabó sorprendiendo las miradas que dirigía a éste, vuelto el rostro a un lado mientras él se afanaba en su cuerpo y su boca, mirándose y mirándolo, hasta que también Max ladeó el rostro y se vio allí, enlazado en lo que parecía una lucha cruel, el dorso tenso sobre el cuerpo de mujer, tan crispados los brazos que músculos y tendones parecían a punto de estallar mientras intentaba inmovilizarla y controlarse, y ella se debatía con ferocidad animal, mordiendo y golpeando hasta que de pronto, fijos sus ojos en él mediante el espejo, atenta a su reacción, se ofrecía sumisa, obediente, acogiéndolo al fin, o de nuevo, en la carne esponjada de placer, con claudicaciones cada vez más largas, abandonándose a un antiquísimo ritual de entrega absoluta. Y después de que Max se hubo mirado y la miró en el espejo, él había girado el rostro para volver a observarla de cerca, la imagen real a dos pulgadas escasas de sus ojos y sus labios, apreciando en los iris color de miel un relámpago burlón y en la boca una sonrisa desafiante que lo desmentía todo: el aparente dominio del hombre y su propia entrega. Entonces a Max lo abandonó al fin la voluntad; e igual que un gladiador vencido, hundió su rostro en el cuello de la mujer, perdió la noción de cuanto lo rodeaba y se derramó lenta, intensamente, indefenso al fin, en el vientre oscuro y cálido de Mecha Inzunza.