8. La vie est brève

—Sigues fumando esos cigarrillos turcos —comentó ella.

Lo miraba más curiosa que sorprendida, como si intentara encajar piezas dispersas en un lugar adecuado: su bien cortada ropa de etiqueta, sus facciones. Reflejos de luz eléctrica parecían suspendidos en las pestañas de la mujer. El mismo efecto luminoso de las lámparas cercanas resbalaba por el satén color marfil del vestido de noche que moldeaba sus hombros y caderas, los brazos desnudos y la hendidura profunda del escote en la espalda. Tenía la piel bronceada y llevaba el cabello a la moda, un poco más largo que en Buenos Aires; ligeramente ondulado, con raya y despejada la frente.

—¿Qué haces aquí, Max?

Lo dijo al cabo de un instante de silencio. No era pregunta sino conclusión, y el sentido era evidente: de ningún modo aquello podía estar ocurriendo. Ninguna trayectoria vital del hombre que Mecha Inzunza había conocido a bordo del Cap Polonio podía haberlo llevado de modo natural hasta aquella casa.

—Responde… ¿Qué haces aquí?

Había dureza en la insistencia, ahora. Y Max, que tras el estupor inicial —con despuntes de pánico— empezaba a recobrar la sangre fría, comprendió que seguir callado era un error. Reprimiendo el deseo de retroceder y protegerse —se sentía como una almeja cruda que acabara de recibir un chorro de limón— miró los reflejos gemelos de miel mientras procuraba desmentirlo todo con una sonrisa.

—Mecha —dijo.

Sólo era un modo de ganar tiempo. Su nombre y la sonrisa. Pensaba a toda prisa, o intentaba hacerlo. Sin efecto. Dirigió una ojeada breve y cauta, casi imperceptible, a uno y otro lado, por si el diálogo llamaba la atención de algún invitado. La mujer advirtió el gesto, pues los reflejos dorados se endurecieron en sus ojos, bajo las cejas depiladas en dos finas líneas de lápiz marrón. Se conserva bellísima, pensó él absurdamente. Más cuajada y más hembra. Después miró la boca ligeramente entreabierta, pintada de rojo intenso —seguía mostrándose, sin embargo, menos furiosa que expectante—, y su mirada acabó por deslizarse hasta el cuello. Entonces reparó en el collar: hermosas perlas de suave brillo casi mate, en tres vueltas. Esta vez la estupefacción se plasmó en su cara. O era idéntico al que él había vendido nueve años atrás, o era el mismo.

Quizá aquello lo salvó, habría de concluir más tarde. Su expresión de asombro mirando el collar. El apunte súbito de triunfo en los ojos de ella cuando pareció penetrar sus pensamientos como a través de un cristal. La mirada irónica, primero, sustituyendo al desprecio; y luego la risa tenue, contenida, que agitó su garganta y sus labios hasta rozar la carcajada. Había levantado una mano —en la otra sostenía un pequeño bolso baguette en piel de serpiente—, y los dedos largos y esbeltos con uñas lacadas en tono idéntico a los labios, sin otra joya que la alianza de oro, se apoyaban sobre las perlas.

—Lo recuperé una semana después, en Montevideo. Armando lo buscó para mí.

La imagen del marido pasó fugazmente entre los recuerdos de Max. Desde Buenos Aires lo había visto en fotografías de revistas ilustradas; incluso un par de veces en noticieros de cinematógrafo, con el fondo musical de su tango famoso.

—¿Dónde está él?

Miró alrededor al decirlo, inquieto, preguntándose hasta qué punto la presencia de Armando de Troeye podía agravar las cosas; pero se tranquilizó al verla encoger los hombros, ensombrecida.

—No está… Se encuentra lejos, ahora.

Era Max hombre de recursos, pues los años habían templado su carácter en lances complejos. Mantener el control de las emociones suponía, con frecuencia, escapar por escaso margen al desastre. En aquel momento, mientras intentaba pensar con rapidez y precisión, la certeza de que mostrar inquietud podía acercarlo más de lo conveniente a una cárcel francesa bastó para darle apoyo técnico. Una vía por la que recobrar el control de la situación, o limitar los daños. Paradójicamente, apuntó su instinto, es el collar lo que puede salvarme.

—El collar —dijo.

Lo hizo sin saber lo que diría a continuación; sólo por ganar de nuevo tiempo y establecer un punto defensivo. Pero fue suficiente. Ella volvió a tocar las perlas. No rió esta vez, como antes, pero recobró la mirada desafiante. La sonrisa triunfal.

—La policía argentina se portó muy bien con nosotros. Atendieron a mi marido cuando fue a denunciar la desaparición de las perlas, y lo pusieron en contacto con sus colegas uruguayos… Armando fue a Montevideo y recuperó el collar del hombre al que se lo vendiste.

Él había acabado su cigarrillo y miraba alrededor con la colilla humeante entre dos dedos, buscando dónde dejarla como si eso exigiera toda su atención. Al fin la apagó en un cenicero de grueso cristal tallado que estaba sobre una mesita cercana.

—¿Ya no bailas, Max?

La encaró, por fin. Mirándola a los ojos con cuanta serenidad pudo reunir. Y debió de hacerlo con el aplomo adecuado, pues tras la pregunta, formulada en tono ácido, ella se lo quedó mirando, reflexiva, antes de mover la cabeza en afirmación silenciosa a algún pensamiento que él no pudo penetrar. Como admirada y divertida a un tiempo por la calma del hombre. Por su tranquilo descaro.

—Llevo otra clase de vida —dijo él.

—La Riviera no es mal lugar para llevarla… ¿De qué conoces a Suzi Ferriol?

—Vine con una amiga.

—¿Qué amiga?

—Asia Schwarzenberg.

—Ah.

Los invitados empezaban a dirigirse al comedor. La joven rubia que había estado discutiendo en francés pasó cerca, seguida por su acompañante; dejando ella un rastro de perfume vulgar, y él mirando la hora en un reloj de bolsillo.

—Mecha. Estás…

—Déjalo, Max.

—He oído el tango. Mil veces.

—Sí. Supongo que sí.

—Quisiera explicarte algunas cosas.

—¿Explicar? —otro doble destello dorado—. Es impropio de ti… Al verte pensé que estos años te habían mejorado un poco. Prefiero tu cinismo a tus explicaciones.

Creyó conveniente Max no hacer comentarios a eso. Se mantenía junto a la mujer, erguido y con apariencia tranquila, cuatro dedos de la mano derecha metidos en el bolsillo de la chaqueta. Entonces la vio sonreír levemente, cual si se burlase de sí misma.

—Estuve un rato observándote de lejos —dijo ella— antes de acercarme.

—No te vi. Lo siento.

—Sé que no me viste. Estabas concentrado, pensativo. Me pregunté en qué pensabas… Qué hacías aquí y en qué pensabas.

No me va a delatar, concluyó Max. No esta noche, al menos. O no antes del café y los cigarrillos. Sin embargo, pese a esa seguridad momentánea, era consciente del terreno resbaladizo. Necesitaba tiempo para pensar. Para establecer si la aparición en escena de Mecha Inzunza complicaba las cosas.

—Te reconocí al momento —seguía diciendo ella—. Sólo quería decidir qué hacer.

Señaló, al otro lado del vestíbulo, una escalera que lo comunicaba con el piso superior. Al pie de ella había macetones con grandes ficus y una mesa de la que un camarero recogía copas vacías.

—Me fijé en ti mientras bajaba por la escalera, porque no te sentabas. Eres de los pocos que no lo ha hecho… Hay hombres que se sientan y hombres que se quedan de pie. Suelo desconfiar de estos últimos.

—¿Desde cuándo?

—Desde que te conocí… No recuerdo haberte visto sentado casi nunca. Ni a bordo del Cap Polonio, ni en Buenos Aires.

Dieron unos pasos en dirección al comedor, deteniéndose en la puerta para confirmar sus lugares en la cartulina del atril. Max se reprochó no haber mirado antes todos los nombres anotados en torno a la mesa. El de ella estaba allí, sin embargo: Sra. Inzunza.

—¿Y qué haces tú aquí? —inquirió.

—Vivo cerca, a causa de la situación en España… Tengo alquilada una casa en Antibes, y a veces visito a Suzi. Nos conocemos desde el colegio.

En el comedor, los invitados ocupaban sus sillas en torno a la mesa, donde una cubertería de plata relucía sobre el mantel junto a candelabros de cristal con forma de espirales rojas, verdes y azules. Susana Ferriol, que atendía a sus invitados, reparó en Mecha y Max ligeramente desconcertada; sorprendida por verlo —él estaba seguro de que su anfitriona ni siquiera recordaba el nombre— en conversación aparte con su amiga.

—¿Y tú, Max?… Todavía no me has dicho qué haces en Niza. Aunque puedo suponerlo.

Sonrió él. Fatiga mundana, simpática. Calculada al milímetro.

—Quizá te equivoques al suponer.

—Veo que has perfeccionado esa sonrisa —ahora lo estudiaba de arriba abajo con irónica admiración—… ¿Qué más has perfeccionado en estos años?

Ve de lejos a Irina Jasenovic cerca de la catedral de Sorrento: gafas de sol, vestido de minifalda estampado, sandalias planas. La muchacha mira el escaparate de una tienda de ropa en el corso Italia y Max permanece en las proximidades, acechándola desde el otro lado de la calle hasta que ella continúa en dirección a la plaza Tasso. En realidad no la sigue por un motivo determinado: sólo siente deseos de observarla discretamente, ahora que conoce la posibilidad de un vínculo clandestino entre ella y la gente del jugador ruso. Curiosidad, tal vez. Deseo de acercarse un poco más a los nudos de la trama. Ya tuvo ocasión de hacerlo con Emil Karapetian cuando después del desayuno lo encontró en uno de los saloncitos del hotel, rodeado de periódicos y encajada en un sillón su amplia humanidad. Todo se resolvió en un intercambio de saludos corteses, algún comentario sobre el buen tiempo y una corta charla sobre el curso de las partidas que hizo al otro dejar el diario abierto sobre las rodillas y conversar brevemente, sin demasiado entusiasmo —incluso en asuntos de ajedrez, Karapetian parece poco inclinado a conversaciones que incluyan algo más que monosílabos—, con el caballero educado, elegante, de pelo gris y amable sonrisa, que según las apariencias tiene antigua relación de amistad con la madre de su pupilo. Y al cabo, cuando Max se levantó y dejó tranquilo al otro con su periódico abierto de nuevo y la nariz hundida en él, la única conclusión que obtuvo fue que el armenio confía ciegamente en la superioridad de su antiguo alumno sobre el adversario ruso; y que, sea cual fuere el resultado del duelo sorrentino, Karapetian está seguro de que Jorge Keller será campeón del mundo dentro de pocos meses.

—Es el ajedrez del futuro —resumió a instancias de Max, en la parrafada más larga de la conversación—. Después de su paso por los tableros, el estilo defensivo de los rusos olerá a naftalina.

Karapetian no parece un traidor, es la conclusión de Max. Desde luego, no alguien que venda a su antiguo discípulo por treinta rublos de plata. Sin embargo, la vida ha enseñado al chófer del doctor Hugentobler, a sus expensas y a las del prójimo, lo sutil de los hilos que mantienen al ser humano lejos de la traición o el engaño. Lo fácil que es, sobre todo, que el traidor que aún medita su decisión reciba un impulso final, en forma de ayuda extra, por parte del propio traicionado. Nadie está a salvo de eso, concluye con alivio casi técnico mientras camina por el corso Italia manteniendo la distancia detrás de la novia de Jorge Keller. Quién podría decir, mirándose a los ojos en un espejo: no traicioné nunca, o no lo haré jamás.

La muchacha se ha sentado a una de las mesas del Fauno. Tras pensarlo un instante, Max se acerca con aire casual y entabla conversación. Antes, por instinto, echa un vistazo discreto en torno. No porque espere agentes soviéticos emboscados tras las palmeras de la plaza, sino porque esa clase de cautelas forma parte de antiguos adiestramientos y útiles automatismos. Que un viejo lobo haya perdido los colmillos y tenga el rabo pelado, decide con íntimo y retorcido humor, no significa que el terreno por el que caza sea menos pródigo en azares.

Recuerdos de mujeres jóvenes, piensa mientras se sienta. Lo que retuvo. Lo que sabe. Es otra generación, o varias, concluye observando la falda corta de la muchacha, sus rodillas desnudas, mientras pide un negroni y conversa de cualquier cosa.

—Sorrento es agradable… ¿Ya visitaron Amalfi? ¿Y Capri? —viejas sonrisas eficaces, gestos de cortesía mil veces ensayados y probados—. En esta época hay menos turistas… Le aseguro que merece la pena.

No especialmente bonita, comprueba una vez más. Ni fea. Joven, en realidad. Más fresca de piel y aspecto que otra cosa, como uno de esos anuncios de Peggy Sage. El atractivo de los veintitantos años, en suma, para quien los veintitantos supongan atractivo. Irina se ha quitado las gafas de sol —desmesuradamente grandes, montura blanca— y el maquillaje se limita al negro espeso en torno a los ojos amplios, expresivos. El pelo está recogido en una cinta ancha, estampada en los mismos dibujos op que el vestido corto. Un rostro corriente, ahora amable. El ajedrez no imprime carácter, concluye Max para sus adentros. Ni en hombres ni en mujeres. Un intelecto superior, una mente matemática, una memoria prodigiosa, pueden ajustarse con naturalidad a una sonrisa convencional, una palabra anodina, un gesto vulgar. Aspectos comunes en otros hombres y mujeres como el fluir mismo de la vida. Ni siquiera los jugadores de ajedrez son más inteligentes que el resto de los mortales, oyó decir a Mecha Inzunza hace un par de días. Sólo se trata de otra clase de inteligencia. Aparatos de radio que emiten en distinta longitud de onda.

—Nunca imaginé a Mecha cuidando de ese modo de su hijo, entre ajedrecistas —apunta Max, tanteando el terreno—. Mi recuerdo de ella es diferente. Anterior a todo esto.

Irina parece interesada. Se inclina hasta apoyar los codos en la mesa, junto a un vaso de coca-cola en el que flotan cubitos de hielo.

—¿Llevaban mucho tiempo sin verse?

—Años —confirma él—. Y la amistad viene de lejos.

—Qué feliz casualidad, entonces. Sorrento.

—Sí. Muy feliz.

Llega un camarero con la bebida. La joven observa a Max, curiosa, mientras él se lleva la copa a los labios.

—¿Llegó a conocer al padre de Jorge?

—Brevemente. Poco antes de la guerra —deja la copa en la mesa, despacio—. En realidad conocí más al primer marido.

—¿De Troeye? ¿El músico?

—Ése mismo. Él compuso aquel famoso tango.

—Ah, claro. El tango.

Ella mira los coches de caballos estacionados en la plaza, a la espera de clientes. Los cocheros aburridos bajo las palmeras, a la sombra.

—Debía de ser un mundo fascinante. Esos vestidos y esa música… Mecha dijo que era usted un bailarín excepcional.

Hace Max un ademán desenvuelto, a medio camino entre la protesta cortés y la modestia distinguida. Lo aprendió hace treinta años, en una película de Alessandro Blasetti.

—Me defendía.

—¿Y cómo era ella entonces?

—Elegante. Bellísima. Una de las mujeres más atractivas que conocí.

—Se me hace raro imaginarla así. Es la madre de Jorge.

—¿Y cómo es cuando hace de madre?

Un silencio. Irina toca con un dedo el hielo de su vaso, sin beber.

—No soy la más indicada, me parece. Para decirlo.

—¿Demasiado absorbente?

—Ella lo forjó, en cierto modo —la joven ha estado otro instante callada—. Sin su esfuerzo, Jorge no sería lo que es. Ni lo que puede llegar a ser.

—¿Sería más feliz, quiere decir?

—Oh, no, por favor. Nada de eso. Jorge es un hombre feliz.

Asiente Max, cortés, mientras moja otra vez los labios en su bebida. No necesita forzar la memoria para recordar a hombres felices cuyas mujeres, en otro tiempo, los engañaron con él.

—Ella nunca quiso crear un monstruo, como otras madres —añade Irina al cabo de un momento—. Siempre procuró educarlo como a un chico normal. O intentar que eso fuera compatible con el ajedrez. Y lo consiguió, en parte.

Lo ha dicho mirando hacia la plaza, apresurando las últimas palabras con aire preocupado, como si Mecha Inzunza pudiera aparecer allí de un momento a otro.

—¿Fue realmente un niño excepcional?

—Hágase idea. A los cuatro años aprendió a escribir mirando hacerlo a su madre, y a los cinco sabía de memoria todos los países y capitales del mundo… Ella se dio cuenta muy pronto, no sólo de lo que podía llegar a ser, sino de lo que no debía ser en ningún modo… Y trabajó duro en ello.

La palabra duro parece tensar sus rasgos un momento.

—Lo sigue haciendo —añade—. Todo el tiempo… Como si tuviera miedo de que caiga en el pozo.

No ha dicho un pozo, advierte Max, sino el pozo. El ruido de una Lambretta que pasa petardeando cerca parece sobresaltarla.

—No le falta razón —añade ensombrecida, en voz más baja—. He visto caer a muchos ahí.

—Exagera. Usted es joven.

Ella modula una sonrisa que parece echarle diez años más encima: rápida y casi brutal. Después se relaja de nuevo.

—Juego desde los seis años —apunta—. He visto a muchos jugadores acabar mal. Convertirse en caricaturas de sí mismos, fuera del tablero. Ser el primero exige un trabajo infernal. Sobre todo cuando nunca llegas a serlo.

—¿Soñó con ser la primera?

—¿Por qué habla en pasado?… Sigo jugando al ajedrez.

—Disculpe. No sé. Creía que un analista es como esos subalternos de los toreros en España. Gente que no llegó a primer espada se queda de ayudante. Pero no pensé en ofenderla.

Ella mira las manos de Max. Manchas de vejez en el dorso. Uñas romas y cuidadas.

—Usted no sabe lo que es la derrota.

—¿Perdón? —él casi reprime una carcajada—. ¿Que no sé qué?

—No hay más que verlo. Su aspecto.

—Ah.

—Estar ante el tablero y ver la consecuencia de un error táctico. Comprobar con qué facilidad se esfuman tu talento y tu vida.

—Entiendo… Pero no apueste dinero a eso. En materia de derrotas, los ajedrecistas no tienen la exclusiva.

Ella parece no haberlo oído.

—Yo también sabía de memoria todos los países y capitales del mundo —dice—. O algo semejante. Pero las cosas no siempre salen como es debido.

Sonríe ahora, casi heroica. Para el respetable público. Sólo una muchacha, piensa Max, puede sonreír así. Confiando en el efecto.

—Es difícil, siendo mujer —añade ella mientras se extingue la sonrisa—. Todavía lo es.

El sol, cuyos rayos se han ido desplazando de mesa en mesa por la terraza, incide en su rostro. Entornando los párpados, molesta, se pone las gafas.

—Conocer a Jorge me dio una oportunidad nueva. Vivir todo esto muy de cerca.

—¿Lo ama?

—Es usted impertinente… ¿La edad le da derecho?

—Claro. Alguna ventaja ha de tener.

Un silencio. Ruido de tráfico. Un bocinazo a lo lejos.

—Mecha dice que fue un hombre apuesto.

—Lo fui, seguramente. Si ella lo dice.

La luz del sol alcanza ahora a Max, que se ve reflejado en los grandes cristales de las gafas oscuras de la joven.

—Oh, sí —comenta ella, neutra—. Por supuesto que amo a Jorge.

Cruza las piernas, y Max mira un momento las rodillas jóvenes y desnudas. Las sandalias planas de cuero descubren los pies, de uñas pintadas en rojo muy oscuro, casi morado.

—A veces lo observo ante el tablero —sigue diciendo ella—, mover una pieza, arriesgándose como él hace, y pienso que lo amo muchísimo… Otras lo veo cometer un error, algo que hemos preparado juntos, y que él decide cambiar a última hora, o duda en ejecutar… Y en ese momento lo detesto con toda mi alma.

Se calla un momento y parece considerar la precisión de cuanto acaba de decir.

—Creo que cuando no juega al ajedrez lo amo más.

—Es natural. Ustedes son jóvenes.

—No… La juventud no tiene nada que ver.

Ahora el silencio es tan largo que él cree terminada la conversación. Llama la atención del camarero, y con dos dedos hace en el aire, a modo de rúbrica, ademán de pedir la cuenta.

—¿Sabe una cosa? —dice Irina de pronto—. Cada mañana, cuando Jorge está en un torneo, su madre baja diez minutos antes al desayuno, para asegurarse de que todo esté bien cuando él llegue.

Cree percibir en su tono un cierto desencanto. Un eco de rencor. Él sabe de esos ecos.

—¿Y qué? —pregunta con suavidad.

—Y nada —Irina mueve la cabeza y el reflejo de Max se balancea en los cristales oscuros—. Él baja y ella está allí, con todo dispuesto: zumo de naranja, fruta, café y tostadas. Esperándolo.

Las luces roja y verde de un barco que abandonaba el puerto de Niza se movían despacio entre las manchas oscuras del mar y el cielo, en el contraluz de los destellos del faro. Separada del puerto por la mole sombría de la colina del castillo, la ciudad se extendía al otro lado siguiendo el contorno de la bahía de los Ángeles como una línea luminosa, ligeramente curvada hacia el sur, de la que algunos puntos aislados se hubieran desprendido para encaramarse a las invisibles alturas cercanas.

—Tengo frío —se estremeció Mecha Inzunza.

Estaba sentada ante el volante del automóvil que había conducido ella misma hasta allí, con la mancha clara del vestido y el chal de seda bordada y largos flecos que llevaba sobre los hombros. Desde el asiento contiguo, Max se inclinó sobre el salpicadero, quitándose la chaqueta, y se la puso a la mujer por encima. En mangas de camisa y chaleco ligero de smoking, también él sintió el frío del amanecer que empezaba a filtrarse por los intersticios de la capota cerrada.

Mecha rebuscaba en su bolso, en la oscuridad. La oyó arrugar una cajetilla de cigarrillos vacía. Los había agotado después de la cena, fumando en el automóvil después de que llegaran hasta allí. Y parecía haber transcurrido una eternidad, consideró Max. Desde que él ocupó su lugar en la mesa, entre una señora francesa muy delgada, madura y elegante, diseñadora de joyas para Van Cleef & Arpels, y la joven rubia del perfume vulgar: una cantante y actriz llamada Eva Popescu, que resultó simpática comensal. Durante la cena, Max dedicó atención y conversación a las dos mujeres, aunque acabó charlando más con la joven rubia, muy complacida con que el guapo y apuesto caballero sentado a su izquierda fuese de origen argentino —me vuelve loca el tango, proclamó—. Reía la joven a menudo, sobre todo cuando Max hizo una imitación discreta, realmente ingeniosa, de las diversas formas de encender un cigarrillo o sostener una copa por parte de actores de cine como Leslie Howard o Laurence Olivier, o cuando deslizó algunas anécdotas divertidas —era narrador ameno, y su francés con acento español gustaba a las señoras— que hicieron sonreír e inclinarse hacia ellos, interesada, a la diseñadora de joyas. Y a cada risa de la joven Popescu, como en otras ocasiones durante la cena, Max disimulaba su inquietud mientras sentía la mirada de Mecha Inzunza desde el otro extremo de la mesa, donde estaba sentada junto al chileno del bigote rubio. Y a los postres, la vio beber dos cafés y fumar cuatro cigarrillos.

Todo transcurrió después de forma adecuada. Sin forzar las cosas, ella y Max se estuvieron evitando desde que todos abandonaron el comedor. Y más tarde, estando él en conversación con el matrimonio Coll, la joven Popescu y el diplomático chileno, la dueña de la casa se acercó al grupo y dijo a la baronesa que una querida amiga suya había venido sola desde su casa de Antibes, que se disponía a regresar porque no se encontraba del todo bien, y que ella misma estaría muy agradecida si Asia Alexandrovna permitía que Max acompañase a su amiga, pues acababa de saber que eran viejos conocidos. Lo confirmó Max, afirmándose dispuesto, y estuvo conforme la Schwarzenberg tras un breve y casi imperceptible titubeo inicial. Por supuesto que no tenía inconveniente, declaró encantadoramente cooperadora. Por otra parte, añadió con mundana malicia, Max era la compañía perfecta para cualquier señora que se encontrase mal, o incluso bien. Hubo sonrisas comprensivas, excusas, agradecimientos, y tras una mirada larga y valorativa de la baronesa a Max —es extraordinario cómo logras estas cosas, parecía decirle, admirada—, se alejó éste conducido por Susana Ferriol, que lo estudiaba de reojo con nueva y mal disimulada curiosidad, camino del vestíbulo donde aguardaba Mecha Inzunza envuelta en su chal. Tras la despedida formal salieron afuera, donde para sorpresa de él no había automóvil grande con chófer esperando, sino un pequeño Citroën 7C de dos plazas con el motor en marcha, que acababa de aparcar un mozo. Mecha se detuvo ante la portezuela abierta para darse un toque en los labios con una barrita de rouge y un espejo que sacó del bolso, a la luz de las farolas que iluminaban los escalones y la rotonda. Después subieron al coche y ella condujo en silencio durante cinco minutos, con Max mirando su perfil gracias al reflejo de los faros en los muros de las villas, hasta que el automóvil se detuvo junto al mar en un mirador cercano al Lazareto, entre los pinos y las pitas, desde donde se divisaban las luces del faro y la boca del puerto, la mancha oscura de la colina del castillo y Niza iluminada detrás. Entonces ella paró el motor y hablaron. Seguían haciéndolo, entre largos silencios, mientras fumaban en la oscuridad. Sin verse apenas —sólo penumbra de luces lejanas o resplandor de cigarrillos—. Sin mirarse.

—Dame uno de tus turcos, por favor.

Conservaba restos de aquel tono y maneras desenvueltas que había apreciado Max a bordo del Cap Polonio, propio de las mujeres jóvenes de su generación, alimentado por el cinematógrafo, las novelas y las revistas femeninas ilustradas. Pero nueve años después ya no era una muchacha. Debía de tener treinta y dos o treinta y tres años, calculó recordando. Un par menos que él.

—Claro. Disculpa.

Sacó la pitillera del bolsillo interior de la chaqueta, buscó un cigarrillo a tientas y lo prendió con el Dunhill. Después, todavía sin extinguir la llama, exhaló la primera bocanada de humo y se lo puso directamente a ella en los labios. Antes de apagar el encendedor adivinó otra vez su perfil inmóvil vuelto hacia el mar, como cada vez que el destello del faro lo iluminaba en la penumbra.

—No me has dicho dónde está tu marido.

Llevaba toda la noche dando vueltas a esa pregunta. Pese al tiempo transcurrido, demasiados recuerdos se agolpaban en su memoria. Demasiadas imágenes intensas. La ausencia de Armando de Troeye mutilaba en cierto modo la situación. Hacía todo aquello incompleto. Más irreal todavía.

La brasa del cigarrillo brilló dos veces antes de que Mecha hablase de nuevo.

—Está preso en Madrid… Lo detuvieron a los pocos días de la rebelión militar.

—¿Con su fama?

Sonó una risa amarga. Casi inaudible.

—Di mejor a causa de ella. Aquello es España, ¿lo has olvidado?… El paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza.

—Aun así, me parece un disparate. ¿Por qué él?… No sabía que tuviera actividad política.

—Nunca se significó en eso. Pero igual que tiene amigos republicanos y de izquierdas, los tiene monárquicos y de derechas. A eso añádele los rencores suscitados por su éxito internacional… Para acabar de arreglarlo, unas declaraciones suyas a Le Figaro sobre el desorden y la falta de autoridad del Gobierno le valieron algunos enemigos más. Y por si fuera poco, el jefe de los servicios de Información de la República es un comunista, compositor también, y mediocre hasta decir basta. Con eso te lo digo todo.

—Creí que su prestigio os mantendría a salvo. Los amigos influyentes, la fama en el extranjero…

—Así pensaba él. Y yo. Pero nos equivocamos.

—¿Estabas allí?

Asintió Mecha. La sublevación de los militares los había sorprendido en San Sebastián; y cuando Armando de Troeye vio el cariz que tomaban las cosas, la convenció para que pasara la frontera. Tenía previsto reunirse con ella en Biarritz, pero antes quiso ir a Madrid en automóvil para ordenar ciertos asuntos familiares. Lo detuvieron apenas llegó, denunciado por la portera.

—¿Sabes de él?

—Sólo una carta escrita hace tres meses en la cárcel Modelo. Al parecer sigue allí. Hice gestiones a través de amigos, y también se ocupan Picasso y la Cruz Roja Internacional… Intentamos conseguir un canje por otro preso de la zona nacional, pero sin resultado hasta ahora. Y me preocupa. Las noticias que llegan de ejecuciones en los dos bandos son muchas.

—¿Tienes medios para mantener esta forma de vida?

—Lo de España se veía venir, así que Armando tomó precauciones. Y yo conozco a la gente adecuada para que todo vaya como es debido hasta que esa locura termine.

Miró Max los destellos del faro, sin decir nada. Reflexionaba sobre la gente adecuada a la que el dinero ponía a salvo, y también en lo que, desde el punto de vista de los invitados a la cena de Susana Ferriol, se entendía por ir como es debido. Dejó de pensar en ello cuando el resultado fue una punzada familiar, muy antigua, de difuso rencor. En realidad, concluyó, Armando de Troeye delatado por su portera y conducido entre milicianos a la cárcel no era algo descabellado, tal como andaban las cosas en el mundo. Alguien tenía que pagar, de vez en cuando, en nombre o a cuenta de la gente adecuada. Y demasiado barato salía. Aun así, la palabra locura aplicada por Mecha a la situación en España no carecía de exactitud. Con su pasaporte venezolano, Max había hecho una visita a Barcelona, por asuntos de negocios, pocos meses atrás. Cinco días habían bastado para apreciar el triste espectáculo de la República hundiéndose en el caos: separatistas catalanes, comunistas, anarquistas, agentes soviéticos, cada uno por su cuenta, matándose entre sí lejos del frente de batalla. Ajustando cuentas internas con más saña que la utilizada para combatir a los franquistas. Envidia, barbarie y vileza, había apuntado Mecha con lúcida precisión. Era un buen diagnóstico.

—Por suerte no tengo hijos —estaba diciendo ella—. Es incómodo correr con ellos en brazos cuando arde Troya… ¿Tú has tenido hijos?

—No, que yo sepa.

Un silencio breve. Casi cauto, creyó advertir. Adivinaba la próxima pregunta.

—¿Y tampoco te casaste?

Sonrió para sí mismo. Mecha no podía verle la cara.

—Tampoco. Que yo sepa.

Ella no reaccionó ante la broma, y sobrevino otro silencio. Las luces de Niza rielaban en el agua negra y tranquila, diez metros más abajo del parapeto de piedra del mirador.

—En cierta ocasión creí verte de lejos. En el hipódromo de Longchamps, hace tres años… ¿Puede ser?

—Puede —mintió él, que nunca había estado en Longchamps.

—Le pedí los prismáticos a mi marido, pero ya no pude comprobarlo. Te perdí.

Miraba Max la oscuridad en dirección a las rocas ahora invisibles del Lazareto. La villa de Susana Ferriol se recortaba en negro a lo lejos, entre las sombras de los pinos. Tendría que acercarse por allí, pensó, el día que lo intentara. Llegando por la orilla del agua, no parecía difícil saltar el muro por un lugar discreto. En todo caso, iba a ser necesario echarle un vistazo detenido a todo, a la luz del día. Estudiar con detalle el terreno. El modo de entrar, y sobre todo el de salir.

—Es extraño el recuerdo que tengo de ti, Max… El Tango de la Guardia Vieja. Nuestra corta aventura.

Regresó él despacio a las palabras de la mujer. A su perfil inmóvil en la penumbra.

—Llevo años oyendo esa melodía —estaba diciendo ella—. En todas partes.

—Supongo que tu marido le ganó aquella apuesta a Ravel.

—¿De verdad te acuerdas de eso? —parecía sorprendida—. ¿De la apuesta del tango contra el bolero?… Fue muy divertido. Y Ravel se portó como un buen chico. La noche misma del estreno, que fue en la sala Pleyel de París, aceptó su derrota pagando una cena en Le Grand Véfour con Stravinsky y otros amigos.

—Tu marido compuso un tango magnífico. Es perfecto.

—En realidad lo creamos entre los tres… ¿Lo has llegado a bailar?

—Muchas veces.

—Con otras mujeres, naturalmente.

—Claro.

Mecha recostó la cabeza en el asiento.

—¿Qué fue de mi guante?… El blanco, ¿te acuerdas?, que usaste como pañuelo en tu chaqueta… ¿Lo recuperé al fin?

—Creo que sí. No recuerdo haberme quedado con él.

—Lástima.

Una mano apoyada en el volante sostenía el cigarrillo, sobre el que cada contraluz del faro ondulaba espirales de humo.

—¿Echas de menos a tu marido? —preguntó Max.

—A veces —Mecha había tardado en responder—. Pero la Riviera es buen sitio. Una especie de legión extranjera donde sólo admiten a gente con dinero: españoles fugitivos de uno u otro bando, o de los dos; italianos a los que no les gusta Mussolini; alemanes ricos que escapan de los nazis… Mi única incomodidad es no ir a España desde hace más de un año. Esa estúpida y cruel guerra.

—Nada impide que viajes a la zona nacional, si lo deseas. La frontera de Hendaya está abierta.

—Lo de estúpidos y crueles vale para unos y para otros.

La brasa brilló una vez más. Después ella hizo girar la manivela para bajar el cristal de la ventanilla y arrojó la brasa a la noche.

—De todas formas, nunca dependí de Armando.

—¿Te refieres sólo al dinero?

—Veo que la ropa cara no te tapa la impertinencia, querido.

Supo que la mujer lo miraba, pero mantuvo la vista fija en el parpadeo distante del faro. Mecha se movió un poco y él sintió de nuevo la proximidad de su cuerpo. Cálido, recordó. Esbelto, suave y cálido. Había estado admirando su espalda desnuda en casa de Susana Ferriol: el escote del satén color marfil, los brazos descubiertos, el contorno del cuello al inclinar la cabeza, sus movimientos al conversar con los otros invitados, la sonrisa amable. La seriedad repentina cuando, desde el extremo del comedor o el salón, era consciente de su observación y fijaba en él los reflejos dorados.

—Conocí a Armando siendo una chiquilla. Él tenía mundo, y también imaginación.

La memoria de Max se atropellaba desordenada, con incómoda violencia. Exceso de sensaciones, reflexionó. Prefería esa palabra a la de sentimientos. Hizo un esfuerzo por recobrar el control. Por prestar atención a lo que ella decía.

—Sí —insistió Mecha—. Lo mejor de Armando era su imaginación… Al principio lo era.

Había dejado la ventanilla abierta a la brisa de la noche. Al cabo de un momento dio vueltas a la manivela para subir el cristal.

—Empezó hablándome de otras mujeres a las que había conocido —prosiguió—. Para mí era como un juego… Me excitaba. Un desafío.

—También te pegaba. El hijo de perra.

—No digas eso… No lo entiendes. Todo formaba parte del juego.

Se movió otra vez, y Max escuchó el roce suavísimo del vestido sobre el cuero del asiento. Cuando salían de la casa de Susana Ferriol, él había tocado la cintura de ella con un breve ademán cortés al hacerla pasar delante por la puerta, antes de precederla bajando los escalones. En aquel momento, tenso, atento a lo singular de la situación, las sensaciones —quizá eran sentimientos, concluyó— le habían pasado inadvertidas. Ahora, en la penumbra casi íntima del automóvil, recordar cómo el vestido de noche moldeaba sus caderas le hizo sentir un deseo real, extremadamente físico. Avidez asombrosa de esa piel y de esa carne.

—Acabamos pasando de las palabras a los hechos —estaba diciendo ella—. Mirar y ser mirados.

Regresó él a sus palabras igual que si viniera de lejos, y tardó un poco en advertir que ella seguía hablando de Armando de Troeye. De la extraña relación de la que, al menos en un par de episodios, el propio Max había sido testigo y sorprendido partícipe en Buenos Aires.

—Descubrí, o él me ayudó a ello, excesos turbios. Deseos que ni siquiera había imaginado en mí… Y eso alentaba los suyos.

—¿Por qué me cuentas eso?

—¿Ahora, quieres decir?… ¿Hoy?

Se quedó callada un buen rato. Parecía sorprendida por la interrupción, o por la pregunta. Su voz sonaba opaca cuando habló de nuevo.

—Aquella última noche, en Buenos Aires…

Se detuvo de pronto, brusca. Abrió la portezuela y salió del coche, cruzando bajo la oscuridad de los pinos hasta detenerse en el parapeto de piedra sobre las rocas y el mar. Max aguardó un momento, desconcertado, y al cabo fue a reunirse con ella.

—Promiscuidad —la oyó decir—. Qué fea palabra.

Al aire libre de la noche, las luces de Niza parecían titilar en la distancia, sofocadas a intervalos por el destello del faro. Mecha se arrebujó en la chaqueta negra de smoking, dejando ver por debajo los flecos claros del mantón. En chaleco y mangas de camisa, Max sintió frío. Sin decirle nada a ella, se acercó un poco más y apartó las solapas de la chaqueta entre las manos de la mujer, buscando la pitillera en el bolsillo interior. Con el movimiento rozó un instante, sin intención, el pecho libre bajo la seda del chal y el satén del vestido. Mecha lo dejaba hacer, dócil.

—El dinero lo hacía todo fácil. Armando podía comprarme cualquier cosa. Cualquier situación.

Golpeó Max el último cigarrillo en la pitillera cerrada y se lo llevó a la boca. Imaginaba con poco esfuerzo —había visto y actuado lo suficiente la última noche en Buenos Aires— a qué situaciones se refería ella. La breve luz del encendedor iluminó muy próximas las perlas del collar, más allá de las manos con las que él protegía la llama.

—Gracias a él descubrí placeres que prolongaban el placer —añadió ella—. Que lo hacían más espeso e intenso… Quizá más sucio.

Se agitó Max, incómodo. No le gustaba escuchar aquello. Sin embargo, concluyó con exasperación, él mismo había participado en eso. Había sido cooperador necesario, o cómplice: La Ferroviaria, Casa Margot, la tanguera rubia, Armando de Troeye atiborrado de alcohol y cocaína, tumbado en el sofá de la suite del hotel Palace mientras ellos se acometían, impúdicos, ante su mirada turbia. Todavía ahora, al recordar, lo excitaba el deseo.

—Y entonces apareciste tú —siguió diciendo Mecha—, en aquella pista de baile que se movía con el balanceo del transatlántico… Con tu sonrisa de buen chico. Y tus tangos. En el momento exacto en el que debías aparecer. Y sin embargo…

Se movió un poco, retrocediendo en el resplandor lejano del faro, cuya luz giró alejándose sobre las rocas del Lazareto y los muros de las villas contiguas al mar.

—Qué estúpido fuiste, querido.

Max se apoyó en el parapeto. No era ésa la conversación que había esperado aquella noche. Ni recriminaciones ni amenazas, comprobó. Había pasado parte del tiempo preparándose para hacer frente a lo otro, no a eso. Dispuesto a encarar el reproche y el rencor naturales en una mujer engañada, y por tanto peligrosa; no la extraña melancolía que rezumaban las palabras y los silencios de Mecha Inzunza. De pronto cayó en la cuenta de que la palabra engaño estaba fuera de lugar. Mecha no se había sentido engañada en ningún momento. Ni siquiera cuando aquel amanecer, en el hotel Palace de Buenos Aires, ella despertó para comprobar que él se había marchado y que el collar de perlas había desaparecido.

—Ese collar… —empezó a decir, aunque lo enmudeció la repentina conciencia de su propia torpeza.

—Oh, por Dios —el desprecio de la mujer era infinito—. Lo arrojaría ahora mismo al mar, si aún valiera la pena demostrarte algo.

De pronto, el sabor del tabaco era amargo en la boca de Max. Primero se quedó desconcertado, entreabiertos los labios como a mitad de una palabra, y después lo conmovió una extraña y brusca ternura. Tan parecida a un remordimiento. Se habría acercado a Mecha para acariciarle el cabello, de haber podido. De haberlo permitido ella. Y supo que no lo permitiría.

—¿Qué te propones, Max?

Un tono diferente, ahora. Más duro. Su instante de vulnerabilidad, concluyó él, sólo había recorrido el espacio de unas pocas palabras. Con una inquietud distinta a la habitual, que hasta ese momento creía imposible en él, se preguntó cuánto duraría el suyo. El latido tibio que acababa de advertir hacía un momento.

—No sé. Nosotros…

—No hablo de nosotros —había recobrado el recelo—. Te pregunto otra vez qué buscas aquí, en Niza… En casa de Suzi Ferriol.

—Asia Schwarzenberg…

—Sé quién es la baronesa. No podéis ser pareja. No te cuadra.

—Es una antigua conocida. Hay ciertas coincidencias.

—Oye, Max. Suzi es mi amiga. No sé qué pretendes, pero espero que nada tenga que ver con ella.

—No pretendo nada. Con nadie. Te dije que hago otra clase de vida.

—Mejor así. Porque estoy dispuesta a denunciarte a la menor sospecha.

Reía él casi entre dientes. Inseguro.

—Tú no harías eso —aventuró.

—No corras el riesgo de comprobarlo. Ésta no es la pista de baile del Cap Polonio.

Dio un paso hacia la mujer. No era calculado, esa vez. Había un impulso sincero en ello.

—Mecha…

—No te acerques.

Se había quitado la chaqueta, dejándola caer al suelo. Una mancha oscura a los pies de Max. El chal blanco retrocedía muy despacio, fantasmal, entre las sombras de los pinos.

—Quiero que desaparezcas de mi vida y de la de aquellos a quienes conozco. Ahora.

Mientras él se incorporaba con la chaqueta en las manos, sonó el encendido del motor del Citroën y los faros lo deslumbraron, proyectando la silueta de Max en el parapeto de piedra. Después los neumáticos chirriaron sobre la gravilla del camino y el automóvil se alejó en dirección a Niza.

Fue una caminata larga, incómoda, de regreso al hotel siguiendo la carretera desde el Lazareto al puerto, subida la solapa del smoking para protegerse del frío del amanecer. Entre las sombras del muelle Cassini, Max tuvo la fortuna de encontrar un fiacre con el cochero dormido en el pescante, y sentado bajo la capota de lona remontó la cuesta de Rauba-Capeù adormecido con el balanceo, oyendo resonar los cascos del caballo en el firme de alquitrán mientras una franja violeta empezaba a separar las manchas oscuras de mar y cielo. También ésta es la historia de mi vida, pensó, o parte de ella: buscar un taxi de madrugada oliendo a mujer o a noche perdida, sin que una cosa contradiga la otra. En contraste con las pocas luces que iluminaban el puerto y las afueras de la ciudad, al rodear la colina del castillo se mostró ante sus ojos la curva lejana de las farolas iluminadas del Paseo de los Ingleses, que parecía prolongarse hasta el infinito. A la altura de las Ponchettes sintió hambre y necesidad de fumar, así que despidió al cochero, pasó bajo los arcos del paseo Saleya y anduvo entre el olor a camposanto de los restos del mercado de flores, bajo las ramas oscuras de los plátanos jóvenes, en busca de algún café de los que allí abrían muy temprano.

Pagó doce francos por un paquete de Gauloises y tres por una taza de café y una rebanada de pan con nata de leche recién hervida, y después se quedó junto a una ventana que daba a la calle, fumando mientras las sombras del exterior se tornaban grises y dos empleados municipales, tras barrer las flores, tallos y pétalos secos, conectaban una manguera con larga boquilla de cobre y regaban el suelo. Reflexionó Max sobre los acontecimientos de la noche pasada y los sucesos que habían de ocurrir en días futuros, intentando situar en dimensiones razonables el factor imprevisto que Mecha Inzunza acababa de introducir, de modo inesperado, en sus planes y su vida. Para recobrar el control de actos y sentimientos procuró concentrarse en los detalles técnicos de cuanto lo esperaba; en la disciplina de los peligros y variantes posibles. Sólo así podría, se dijo. Sólo de ese modo haría frente al desconcierto, al riesgo de cometer errores que lo abocasen al desastre. Pensó en los agentes italianos, en el hombre que se hacía llamar Fito Mostaza, y se removió incómodo en la silla, cual si el frío del amanecer penetrara en su cuerpo a través del cristal de la ventana. Era demasiado lo que había en juego, concluyó, para que Mecha Inzunza, su recuerdo y sus consecuencias, le nublaran el juicio. Para que lo ocurrido nueve años atrás y lo ocurrido aquella misma noche, en inoportuna combinación, alterasen un pulso que necesitaba firme para tantas otras cosas.

Durante cinco minutos consideró la posibilidad de una fuga. Ir al hotel, hacer el equipaje y poner tierra de por medio rumbo a otros cazaderos, en espera de mejores tiempos. Dándole vueltas a esa posibilidad miró en torno, en demanda de ideas. Buscaba viejas seguridades, certezas útiles en su pintoresco oficio y azarosa vida. Había clavados con chinchetas en la pared dos carteles turísticos, uno de los ferrocarriles franceses y otro de la Costa Azul. Max se los quedó mirando con un cigarrillo colgado de los labios y los ojos entornados, pensativo. Le gustaban mucho los trenes —más que los transatlánticos o la elitista y cerrada sociedad de los aviones comerciales— con su eterna oferta de aventura, la vida en suspenso entre una estación y otra, la posibilidad de establecer contactos lucrativos, la clientela distinguida de los vagones restaurante. Fumar tumbado en la estrecha litera del departamento de un coche cama, solo o en compañía de una mujer, escuchando el sonido de las ruedas en las juntas de los raíles. De uno de los últimos coches cama de que tenía memoria —Orient Express, trayecto de Estambul a Viena—, había bajado a las cuatro de una fría madrugada en la estación de Bucarest, tras vestirse con sigilo y cerrar silenciosamente la puerta del departamento que daba al pasillo del vagón, dejando atrás su maleta y un pasaporte falso en la garita del revisor, con joyas por valor de dos mil libras esterlinas abultándole en los bolsillos del abrigo. Y en lo referente al segundo cartel, mientras lo contemplaba se le dibujó una sonrisa. Reconocía el lugar desde el que el artista había hecho la ilustración: un mirador entre pinos con vistas al golfo Juan, donde se apreciaba una porción de terreno que, año y medio atrás, con una pingüe comisión como intermediario y la complicidad de un viejo amigo húngaro llamado Sándor Esterházy, Max había ayudado a vender a una adinerada norteamericana —la señora Zundel, propietaria de Zundel & Strauss, Santa Bárbara, California—; convenciéndola, en el curso de una relación íntima alimentada con ruleta de casino, tangos y claros de luna, de lo oportuno de invertir cuatro millones de francos en aquel terreno junto al mar. Omitiendo el detalle, importante, de que una franja costera de cien metros de anchura, que separaba la parcela de la playa, pertenecía a otros propietarios y no venía incluida en el lote.

No iba a irse, concluyó. El mundo se estrechaba demasiado, y las palabras irse lejos tenían cada vez menos sentido. Aquél era tan buen lugar como cualquiera, e incluso mejor: clima templado y vecindad idónea. Si estallaba una guerra en Europa, sería buen sitio para capear la tormenta o hacerla rentable. Max conocía a fondo el terreno, estaba limpio de antecedentes locales, y en cualquier parte del mundo encontraría los mismos policías, amenazas y peligros. Toda oportunidad tenía su coste, decidió. Su ruleta por girar. Eso incluía las cartas del conde Ciano a Tomás Ferriol, la sonrisa peligrosa de Fito Mostaza y la inquietante seriedad de los espías italianos. Y desde hacía unas horas, como asunto sin resolver, también a Mecha Inzunza.

La vie est brève:

un peu de rêve,

un peu d’amour.

Fini! Bonjour!

Canturreó entre dientes, abstraído. Fatalista. Nadie dijo que fuera fácil dejar atrás la humilde casa de inquilinato en el barrio de Barracas, la cuesta africana flanqueada por cadáveres resecos donde ni siquiera las hienas tenían humor para reír. Cierta clase de hombres —y él era uno de ellos— no tenía más alternativa que los caminos sin retorno. Los viajes inciertos sin billete de vuelta. Con ese pensamiento, apuró el resto del café y se puso en pie mientras el viejo aplomo profesional, forjado en sí mismo, retornaba de nuevo. Un tiempo atrás, Maurizio, el conserje del hotel Danieli de Venecia, que durante cuarenta años había visto detenerse ante su mostrador y pedir la llave a los hombres y mujeres más ricos del mundo, lo había dicho mientras se guardaba la espléndida propina que Max acababa de darle: «La única tentación seria es la mujer, señor Costa. ¿No le parece? Todo lo demás es negociable».

Un poco de sueños,

un poco de amor…

Salió del café sin prisa, las manos en los bolsillos y otro cigarrillo en la boca, caminando hasta la parada del tranvía sobre el suelo mojado que reflejaba la luz gris del amanecer. Es agradable ser feliz, pensó. Y saberlo mientras lo eres. El paseo Saleya no olía ya a flores secas, sino a adoquines húmedos y a árboles jóvenes de los que goteaba el rocío de la mañana.

Sentado entre el público, bajo los querubines y el cielo azul pintados en el techo del salón del hotel Vittoria, Max sigue el desarrollo de la partida en el tablero mural donde se reproducen los movimientos de los jugadores. Desde que sonó el último chasquido del reloj —la decimotercera jugada de Jorge Keller—, el silencio es absoluto. La suave luz principal, que ilumina el estrado donde están la mesa, dos sillas, el tablero y los ajedrecistas, deja casi en penumbra el resto del recinto. Atardece afuera, y las ramas de los árboles de la carretera que baja al puerto de Sorrento, visibles sobre el acantilado a través de los grandes ventanales, se tiñen de claridad rojiza.

Max no ha logrado penetrar en los detalles de la partida que se desarrolla ante sus ojos. Sabe, porque Mecha Inzunza se lo ha contado, que Jorge Keller, que juega con negras, debe hacer determinados movimientos de peón y alfil, preludio de otros más arriesgados y complejos. Será ahí donde comiencen las posibilidades de respuesta previstas, según la información de que disponga Sokolov si ésta llega a través del análisis de Irina. Tras el sacrificio de ese peón por parte de Keller, su adversario deberá esperar un peligroso ataque con un alfil sobre un caballo —que Max cree identificar como el situado en el lado izquierdo de las piezas blancas sobre el tablero—; en cuyo caso, la respuesta para prevenir y combatir la maniobra sería adelantar dos casillas uno de los peones blancos.

—Esas dos casillas delatarían a Irina —resumió Mecha por la tarde, cuando se encontraron en el vestíbulo antes de que empezase la partida—. Y cualquier otra jugada apuntaría en dirección a Karapetian.

A la derecha de Max, con su único ojo fijo en el panel con la situación de las piezas, el capitano Tedesco fuma utilizando un cucurucho de papel como cenicero. De vez en cuando, a instancias de Max, se inclina hacia éste para comentar en voz baja alguna posición o jugada. Junto a él, con las manos enlazadas y los pulgares girando, Lambertucci —que se ha puesto chaqueta y corbata para el evento— sigue con intensa atención los pormenores de la partida.

—Sokolov tiene un dominio absoluto del centro —dice Tedesco en voz muy baja—. Sólo si Keller libera su alfil hay posibilidades de alterar la situación, me parece.

—¿Y lo hará?

—Hasta ahí no llego. Esos tipos son capaces de ir muchas jugadas por delante de lo que yo pueda imaginar.

Lambertucci, que escucha a su amigo, lo confirma en otro susurro:

—Se ve venir un golpe de los típicos en Keller. Y sí. Como consiga avanzar, ese alfil trae olor a pólvora.

—¿Y qué hay del peón negro? —se interesa Max.

Los otros contemplan el panel y lo miran a él, confusos.

—¿Qué peón? —pregunta el capitano.

Más que el tablero, donde se desarrollan fuerzas desconocidas cuyos mecanismos ignora, observa Max a los jugadores. Sokolov, con un cigarrillo consumiéndose entre sus dedos amarillentos de nicotina, inclina la cabeza rubia y triste mientras sus húmedos ojos azules estudian la posición de las piezas. Por su parte, Jorge Keller no está frente al tablero. Flojo el nudo de la corbata, la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, acaba de levantarse —Max ha comprobado que suele hacerlo durante las esperas largas, para desentumecerse— y da unos pasos con las manos metidas en los bolsillos, el aire abstraído, contemplando el suelo como si lo midiera con pasos largos de sus zapatillas deportivas. Al comienzo de la partida entró decidido, sin mirar a nadie, con su habitual botella de naranjada. Dio la mano al adversario, que aguardaba sentado, puso la botella en la mesa, observó cómo Sokolov hacía su apertura, y movió un peón. La mayor parte del tiempo permanece inmóvil, inclinada la cabeza hasta apoyar la frente en los brazos cruzados ante el tablero, bebe un trago de naranjada directamente de la botella o se levanta para dar unos pasos, como hace ahora. Por su parte, el ruso no ha dejado su asiento ni una sola vez. Recostado en el respaldo, mirándose a menudo las manos como si le resultara innecesario el tablero, juega con extrema calma: reposado, sereno, justificando su apodo de La Muralla Soviética.

Un suave toque de fieltro sobre madera, seguido del chasquido del reloj cuando Sokolov toca el resorte que hace correr el tiempo de su adversario, devuelven a Keller a su silla. Un murmullo contenido, casi inaudible, recorre la sala. El joven mira el peón negro que su adversario acaba de arrebatarle, puesto a un lado con las otras piezas comidas. Reproducido al instante en el panel por el ayudante del árbitro, el movimiento del ruso parece dejar vía libre a uno de los alfiles de Keller, hasta ese momento bloqueado.

—Mala cosa para él —cuchichea el capitano—. Creo que el ruso ha cometido un error.

Max mira a Mecha, sentada en la primera fila, sin alcanzar a verle el rostro: sólo el pelo corto y plateado, la cabeza inmóvil. A su lado entrevé el perfil de Irina. Los ojos de la muchacha no están atentos al panel, sino al tablero y a los jugadores. En el asiento contiguo, Emil Karapetian mira con la boca entreabierta y expresión absorta. Al extremo de la primera fila y ocupando parte de la segunda, la delegación soviética se agrupa en pleno: docena y media de individuos, cuenta Max. Observándolos uno por uno —ropa pasada de moda en Occidente, camisas blancas, corbatas estrechas, cigarrillos humeantes, rostros inescrutables—, es inevitable preguntarse cuántos de ellos trabajan para el Kagebé. O si alguno de ellos no lo hace.

No han transcurrido cinco minutos desde el último movimiento del ruso cuando Keller avanza el alfil hasta las cercanías de un peón y un caballo blancos.

—Allá va —murmura Tedesco, expectante.

—Jugándose el tipo —cuchichea Lambertucci—. Pero fijaos en la sangre fría del ruso. Ni parpadea.

Hay otro breve rumor entre el público, y luego un completo silencio. Medita Sokolov, inalterable excepto por el hecho de que ha encendido un cigarrillo y ahora mira con más atención el tablero; quizás el peón blanco que, como sabe Max, encierra las claves de lo que puede ocurrir. Y en el momento en que Keller, tras beber un trago de naranjada, hace ademán de levantarse de nuevo, el otro mueve dos casillas ese peón. Lo avanza de pronto, agresivo, y golpea el pulsador del reloj casi con violencia. Como si lo hiciera deliberadamente para retener a su adversario en la silla. Y así sucede. El joven se detiene a medio levantarse, observa al ruso —por primera vez en toda la partida se cruzan sus miradas— y se sienta otra vez, muy despacio.

—Casi al toque —murmura Tedesco, admirado, comprendiendo al fin la dimensión de la jugada.

—¿Qué pasa? —pregunta Max.

El capitano tarda en responder, atento al rápido intercambio de piezas, casi desafiante, que efectúan ahora los jugadores. Alfil por peón, caballo por alfil, peón por caballo. Chac, chac, chac. Un chasquido de reloj cada tres o cuatro segundos, como si todo ello hubiese estado previsto de antemano. Y posiblemente lo estaba, concluye Max.

—Ese peón blanco forzó los cambios, parando el ataque del alfil —dice por fin Tedesco.

—Parándolo en seco —confirma Lambertucci.

—Y lo ha visto rápido. Como un rayo.

Keller tiene todavía en la mano la última pieza capturada a su adversario. La deposita a un lado, junto a las otras, bebe un largo trago de naranjada e inclina ligeramente la cabeza, como si de pronto sintiera la fatiga de un largo esfuerzo. Después, de modo en apariencia casual, se vuelve un instante en dirección a su madre, Irina y Karapetian con rostro inexpresivo. Sin abandonar su aire melancólico, Sokolov se acoda un poco más en la mesa y mueve los labios inclinado hacia el joven, hablándole en voz baja.

—¿Qué pasa? —se interesa Max.

Mueve Tedesco la cabeza, cual si todo fuese cosa resuelta.

—Supongo que le está ofreciendo nichiá… Tablas.

Keller estudia el juego. No parece escuchar lo que dice el ruso, y nada trasluce su expresión. Podría estar pensando en si hay alguna jugada más que hacer, concluye Max. O pensar en otra cosa. En la mujer que lo ha traicionado, por ejemplo, y por qué. Al fin asiente, y sin mirar al adversario estrecha su mano, levantándose ambos. A cinco pasos de su hijo, en la primera fila, Mecha Inzunza no se ha movido en los últimos minutos. Por su parte, el maestro Karapetian mantiene la boca entreabierta y parece desconcertado. Entre ambos, Irina mira fijamente el tablero y las sillas vacías, impasible.