La bahía de los Ángeles mantenía su color azul intenso. Las altas rocas del castillo de Niza resguardaban la orilla del mistral, que apenas rizaba el agua en aquella parte de la costa. Apoyado en el parapeto de piedra de Rauba-Capeù, Max apartó la vista de las velas blancas de un balandro que se alejaba del puerto y miró a Mauro Barbaresco, a su lado con la chaqueta abierta y flojo el nudo de la corbata, las manos en los bolsillos del pantalón lleno de arrugas y el sombrero echado atrás. Había cercos de fatiga bajo los ojos del italiano, cuyo rostro necesitaba la navaja y el jabón de un barbero.
—Hay tres cartas —decía éste—. Escritas a máquina, archivadas en una carpeta en la caja fuerte del despacho que Ferriol tiene en la villa de su hermana… Hay más documentos allí, naturalmente. Pero sólo nos interesan ésos.
Max miró al otro hombre. El aspecto de Doménico Tignanello no era mejor que el de su compañero: estaba unos pasos más allá, apoyado con aire de fatiga en la puerta de un viejo Fiat 514 negro con placas francesas y guardabarros sucios, mirando con aire abatido el monumento a los muertos de la Gran Guerra. El aspecto de ambos era de haber pasado una noche incómoda. Max los imaginó despiertos, ganando su magro salario de espías de poca monta, vigilando a alguien —tal vez a él mismo— o al volante del automóvil desde la frontera cercana, fumando cigarrillo tras cigarrillo al resplandor de los faros que alumbraban la serpenteante cinta oscura del asfalto, jalonada por los trazos de pintura blanca en los árboles de la carretera.
—No puede haber error con las cartas —prosiguió Barbaresco—. Son esas tres, y ninguna otra. Deberá asegurarse antes de cogerlas, dejando la carpeta en su sitio… Conviene que Tomás Ferriol tarde en enterarse de su pérdida.
—Necesito una descripción exacta.
—Le será fácil identificarlas porque llevan membrete oficial. Están dirigidas a él entre el 20 de julio y el 14 de agosto del año pasado, a los pocos días de la sublevación militar en España —el italiano dudó un instante, considerando la pertinencia de añadir algo más—. Las firma el conde Ciano.
Max recibió impasible la información mientras se colocaba el bastón bajo un brazo, sacaba del bolsillo la pitillera, golpeaba con suavidad el extremo de un cigarrillo y se lo ponía en la boca, sin encender. Estaba al corriente, como todo el mundo, de quién era el conde Galeazzo Ciano. Su nombre ocupaba titulares en los periódicos y era frecuente ver su rostro en las revistas ilustradas y en los noticiarios del cinematógrafo: moreno, guapo, muy apuesto, siempre de uniforme o etiqueta, el yerno del Duce —estaba casado con una hija de Mussolini— era ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista.
—Sería útil saber algo más sobre eso. A qué se refieren las cartas.
—No es mucho lo que necesita saber. Son comunicaciones reservadas sobre las primeras operaciones militares en España y la simpatía con que mi Gobierno observó la rebelión patriótica de los generales Mola y Franco… Por motivos que ni a nosotros ni a usted incumben, esa correspondencia debe ser recuperada.
Max escuchaba con extrema atención.
—¿Por qué están aquí las cartas?
—Tomás Ferriol se encontraba en Niza el año pasado, durante los sucesos de julio. La villa de Boron fue su residencia aquellos días, y el aeropuerto de Marsella sirvió de enlace para numerosos vuelos en un avión particular alquilado por él, que se estuvo moviendo entre Lisboa, Biarritz y Roma. Es normal que el correo confidencial pasara por aquí.
—Se tratará de cartas comprometedoras, imagino… Para él o para otros.
Con gesto impaciente, Barbaresco se pasó una mano por las mejillas sin afeitar.
—No le pagamos por imaginar, señor Costa. Aparte de los aspectos técnicos útiles para su trabajo, el contenido de esas cartas no es de su incumbencia. Ni siquiera de la nuestra. Emplee su talento en idear el modo de conseguirlas.
Con las últimas palabras hizo una seña a su compañero, y éste se apartó del automóvil para acercarse a ellos sin prisas. Había sacado un sobre de la guantera del coche, y sus ojos melancólicos estudiaban a Max con desconfianza.
—Ahí tiene los datos que nos pidió —dijo Barbaresco—. Incluyen un plano de la casa y otro del jardín. La caja fuerte es una Schützling, empotrada en un armario del despacho principal.
—¿De qué año?
—Del trece.
Max tenía el sobre en las manos. Estaba cerrado. Lo guardó en un bolsillo interior de la chaqueta, sin abrirlo.
—¿Cuántas personas hay de servicio en la casa?
Sin despegar los labios, Tignanello levantó una mano con los dedos extendidos.
—Cinco —precisó Barbaresco—: doncella, gobernanta, chófer, jardinero y cocinera. Sólo los tres primeros viven en la casa. Duermen en la planta de arriba… También hay un guarda en la casita de la entrada.
—¿Perros?
—No. La hermana de Ferriol los detesta.
Calculó Max el tiempo necesario para abrir una Schützling. Gracias a las enseñanzas de su viejo socio Enrico Fossataro, el antiguo bailarín mundano tenía en su currículum dos cajas fuertes Fichet y una Rudi Meyer, sin contar media docena de cofres con cerradura convencional. Las Schützling eran cajas de fabricación suiza, ligeramente anticuadas de mecánica. En condiciones óptimas y sin cometer errores, aplicando la técnica adecuada, no sería necesaria más de una hora. Aunque era consciente de que el problema no residía en esa hora, sino en llegar hasta la caja y disponer de ella. Trabajar con calma y sin molestias. Sin agobios.
—Necesitaré a Fossataro.
—¿Por qué?
—Llaves. Esa caja es de contadores. Díganle que me hace falta un juego completo de manos de niño.
—¿De qué?
—Él sabe. Y también necesitaré más dinero por adelantado. Estoy teniendo demasiados gastos.
Permaneció Barbaresco en silencio, como si no hubiese oído las últimas palabras. Contemplaba a su compañero, que había vuelto a apoyarse en el Fiat y miraba otra vez el memorial de los muertos de la Gran Guerra: una gran urna blanca en un arco horadado en la pared rocosa, sobre la inscripción La ville de Nice à ses fils morts pour la France.
—Le trae recuerdos tristes a Domenico —comentó Barbaresco—. Perdió a dos hermanos en Caporetto.
Se había quitado el sombrero para pasarse una mano por el cráneo, con gesto fatigado. Ahora miraba a Max.
—¿Nunca fue usted soldado?
—Nunca.
Ni parpadeó. Parecía estudiarlo el italiano mientras daba vueltas al sombrero, como si eso ayudara a penetrar lo sincero de la respuesta. Quizá haber sido soldado imprime carácter visible, pensó Max. Como el sacerdocio. O la prostitución.
—Yo lo fui —dijo Barbaresco tras un instante—. En el Isonzo. Contra los austríacos.
—Qué interesante.
Le asestó el otro una nueva mirada inquisitiva y recelosa.
—En aquella guerra éramos aliados de los franceses —dijo tras un momento de silencio—. No ocurrirá lo mismo en la próxima.
Max enarcó las cejas con el punto de candidez adecuado.
—¿Habrá una próxima?
—No le quepa duda. Toda esa arrogancia inglesa, unida a la estupidez francesa… Con los judíos y los comunistas conspirando en la sombra. ¿Comprende lo que le digo?… Esto no puede acabar bien.
—Claro. Judíos y comunistas. Afortunadamente está Hitler en Alemania. Sin olvidar al Mussolini de ustedes.
—No le quepa duda. La Italia fascista…
Se interrumpió de pronto, suspicaz, cual si acabara de considerar sospechosa la tranquila conformidad de Max. Dirigió un vistazo a la entrada del puerto viejo y al faro que se alzaba al extremo del espigón, y luego volvió la vista al arco prolongado de la playa y la ciudad, que se extendían al otro lado de Rauba-Capeù, en la distancia, bajo las colinas verdes salpicadas de villas rosadas y blancas.
—Esta ciudad volverá a ser nuestra —entornaba los párpados, sombrío—. Algún día.
—No tengo objeción a eso. Pero le recuerdo que necesito más dinero.
Nuevo silencio. No sin aparente esfuerzo, el italiano regresaba despacio de sus ensoñaciones patrióticas.
—¿Cuánto?
—Otros diez mil francos. Francesa o de ustedes, ésta es una ciudad muy cara.
Hizo el otro una mueca que no lo comprometía demasiado.
—Veremos lo que se puede hacer… ¿Conoce ya a Susana Ferriol? ¿Ha encontrado el modo de acercarse a ella?
Haciendo hueco con las manos, Max encendió el cigarrillo que tenía desde hacía rato entre los dedos.
—Estoy invitado a cenar mañana por la noche.
La mirada apreciativa de Barbaresco fue repentina. Sincera.
—¿Cómo lo consiguió?
—No importa —expulsó una bocanada de humo que de inmediato se llevó la brisa—. A partir de ahí, una vez explorado el terreno, les iré contando.
Sonreía torcido el italiano, estudiando de soslayo el planchado impecable del traje hecho a medida, la camisa y la corbata de Charvet, el reluciente cuero de los zapatos Scheer comprados en Viena. Despuntaba en aquella mirada, creyó advertir Max, un destello simultáneo de admiración y de rencor.
—Pues no se demore demasiado en contarnos, ni en actuar. El tiempo corre contra todos, señor Costa. Perjudicándonos —se puso el sombrero e hizo un movimiento de cabeza en dirección a su compañero—. Eso nos incluye a Domenico y a mí. Y también lo incluye a usted.
—Los rusos se juegan en Sorrento mucho más que un premio —opina Lambertucci—. Con esto de la guerra fría, las bombas nucleares y lo demás, no iban a dejar fuera el ajedrez… Es normal que mojen en toda clase de salsas.
De la cocina, amortiguado por una cortina de tiras de plástico multicolor, llega el sonido de la radio con la voz de Patty Pravo cantando Ragazzo triste. En una de las mesas cercanas a la puerta de la calle, el capitano Tedesco recoge las piezas del tablero con aire abatido —perdió las dos partidas de esta tarde— mientras el dueño del local llena tres vasos con una frasca de vino tinto.
—La gente del Kremlin —prosigue Lambertucci, poniendo los vasos en la mesa— quiere demostrar que sus grandes maestros son mejores que los occidentales. Eso probaría que también la Unión Soviética lo es, y que terminará consiguiendo la victoria política y, si hace falta, militar.
—¿Tienen razón? —pregunta Max—. ¿Los rusos son más capaces en ajedrez?
Está en mangas de camisa, abierto el cuello y la chaqueta en el respaldo de la silla, atento a lo que escucha. Lambertucci hace un ademán de suficiencia en honor de los rusos.
—No les faltan motivos para presumir. Tienen a la Federación Internacional sobornada y en el bolsillo… Actualmente sólo Jorge Keller y Bobby Fischer representan una amenaza seria.
—Pero se impondrán antes o después —opina el capitano, que ha cerrado la caja de las piezas y sorbe su vino—. Esos chicos heterodoxos, informales, traen un juego nuevo. Más imaginativo. Sacan a los viejos dinosaurios de su habitual esquema cerrado, posicional, y los obligan a pisar lugares desconocidos.
—De cualquier manera —apunta Lambertucci—, hasta ahora mandan ellos. Tal, que era letón, fue derrotado por Botvinnik, que perdió con el armenio Petrosian un año después. Todos rusos. O soviéticos, para ser exactos. Y ahora es Sokolov el campeón del mundo: rusos y más rusos, uno detrás de otro. Y en Moscú no quieren que las cosas cambien.
Max se lleva el vaso a los labios y mira hacia el exterior. Bajo el cobertizo de cañas, la mujer de Lambertucci dispone manteles a cuadros y velas en botellas de vino vacías, a la espera de clientes que lo avanzado de la estación hace improbables a esta hora de la tarde.
—Entonces —aventura Max con cautela—, el espionaje será común en esos casos…
Lambertucci espanta una mosca posada en su antebrazo y se rasca el viejo tatuaje abisinio.
—Normalísimo —confirma—. Cada competición es un lío de conspiraciones dignas de una película de espías… Y a los jugadores los presionan fuerte. Para un jugador de élite soviético se trata de vivir una vida de privilegios como campeón oficial o arriesgarse a represalias, si pierde. El Kagebé no perdona.
—Acordaos de Streltsov —dice Tedesco—. El futbolista.
La frasca de vino da otra vuelta a la mesa mientras el capitano y Lambertucci comentan el caso Streltsov: uno de los mejores jugadores de fútbol del mundo, a la altura de Pelé, aplastado por transgredir la regla oficial: se negó a dejar su equipo, que era el Torpedo, por el Dinamo de Moscú, equipo oficioso del Kagebé. Entonces le montaron un proceso judicial con otro pretexto y lo mandaron a un campo de trabajo en Siberia. Cuando volvió cinco años después, su carrera deportiva había terminado.
—Son sus métodos —concluye Lambertucci—. Y con Sokolov será lo mismo. Parece un tipo tranquilo ante el tablero, pero la procesión va por dentro… Con todo ese equipo de analistas y asesores, los guardaespaldas y las llamadas telefónicas de Kruschev dándole ánimo y diciendo que el paraíso del proletariado tiene puestos los ojos en él.
Tedesco se muestra de acuerdo.
—El verdadero milagro soviético —opina— es que, con eso encima, alguien sea capaz de jugar bien al ajedrez. De concentrarse.
—¿Incluye juego sucio? —se interesa Max, cauto.
El otro sonríe torcido, entornando su único ojo.
—Lo incluye especialmente. Desde niñerías a faenas elaboradas y complejas.
Y cuenta algunas. En el anterior campeonato del mundo, cuando Sokolov se enfrentaba a Cohen en Manila, un funcionario de la embajada soviética estaba sentado en primera fila, haciendo fotos con flash para molestar al israelí. También se dijo que en la olimpiada de Varna los rusos tenían un parapsicólogo entre el público para que desconcertase mentalmente a los adversarios de su equipo. Y aseguran que a Sokolov, cuando defendió el título frente al yugoslavo Monfilovic, sus asesores le pasaban indicaciones de jugadas con los yogures que comía durante las partidas.
—Pero la mejor de todas —remata— es la de Bobkov, un jugador que desertó de la Unión Soviética durante el torneo de Reikiavik: le infectaron los calzoncillos en la lavandería del hotel con la bacteria que provoca la gonorrea.
Es momento adecuado, decide Max. De entrar en materia.
—¿Qué hay —deja caer, casual— de los espías infiltrados entre los analistas del adversario?
—¿Analistas? —Lambertucci lo mira con curiosidad—. Vaya, Max… Te veo muy puesto en lo técnico.
—He leído algo estos días.
Ocurre a veces, confirman los otros. Hay casos sonados, como las declaraciones de uno de los ayudantes del noruego Aronsen, que se enfrentó a Petrosian poco antes de que Sokolov arrebatase a éste el título. El analista era un inglés llamado Byrne, y confesó haber pasado información a supuestos corredores de apuestas rusos que se jugaban dos mil rublos por partida. Después se supo que esos informes iban realmente al Kagebé, y de éste a los ayudantes de Petrosian.
—¿Algo así puede estar pasando aquí?
—Con lo que arriesgan entre Sorrento y el título mundial —dice Tedesco—, puede estar pasando de todo… No siempre el ajedrez se juega sobre un tablero.
La mujer de Lambertucci entra con una escoba y un recogedor y los echa a la calle mientras ventila el local y barre entre las mesas. Así que apuran sus vinos y salen al exterior. Más allá de las mesas y el cobertizo, el Silver Cloud del doctor Hugentobler muestra su ángel plateado en el morro color cereza.
—¿Sigue tu jefe de viaje? —pregunta Lambertucci, admirando el automóvil.
—De momento.
—Te envidio el sistema. ¿No crees, capitano?… Una temporada de trabajo y luego otra de tranquilidad para él solo, mientras el jefe vuelve.
Ríen los tres mientras pasean por la escollera y el muelle de piedra, donde acaba de abarloarse una barca de pesca a la que se acercan algunos ociosos para ver qué trae.
—¿Qué tienen de especial Keller y Sokolov? —inquiere Lambertucci—. Antes no te interesaba el ajedrez, Max.
—El Premio Campanella me pica la curiosidad.
Lambertucci guiña un ojo a Tedesco.
—El Campanella, y a lo mejor también esa señora con la que vino a cenar la otra noche.
—No era el ama de llaves, por lo visto —tercia el otro.
Max mira al capitano, que sonríe conejil. Después se vuelve de nuevo hacia Lambertucci.
—¿Ya se lo has contado?
—Pues claro. A quién, si no, voy a contar las cosas. Además, nunca te vi tan elegante como en esa cena. Y yo, fingiendo que no te conocía… ¡Sabe Dios lo que tramabas!
—Pues bien tendías la oreja para averiguarlo.
—Casi no aguantaba la risa viéndote así de galán, a tus años… Me recordabas a Vittorio De Sica cuando hace de aristócrata ful.
Siguen parados en el muelle, junto a la barca de pesca. Mientras los tripulantes descargan las cajas, la brisa que corre entre las redes y palangres amontonados huele a escamas de pescado, a salitre y a brea.
—Sois dos viejas porteras… Dos cotorras.
Asiente Lambertucci, confianzudo.
—Sáltate el prólogo, Max. Al grano.
—Sólo es… O fue. Se trata de una antigua conocida.
Los dos ajedrecistas cambian una mirada cómplice.
—También es la madre de Keller —opone Lambertucci—. Y no pongas esa cara, porque vimos su foto en los periódicos. Fue fácil reconocerla.
—No tiene nada que ver con el ajedrez. Ni con su hijo… Ya digo que se trata de una antigua amistad.
Las últimas palabras suscitan una doble mueca escéptica.
—Una antigua amistad —comenta Lambertucci— que nos hace estar media hora hablando de jugadores rusos y del Kagebé.
—Tema apasionante, por otra parte —certifica Tedesco—. Nada que objetar.
—Bien. De acuerdo… Dejadlo ya.
Accede Lambertucci, todavía guasón.
—Como quieras. Cada cual tiene sus secretillos, y ése es asunto tuyo. Pero te va a costar algo… Queremos entradas para ver las partidas en el Vittoria. Son carísimas, y por eso no hemos ido. Ahora que tienes influencia, la cosa cambia.
—Haré lo que pueda.
El otro apura la colilla del cigarrillo hasta que la brasa le quema los dedos. Después lo arroja al agua.
—Lástima de años. Fue una mujer guapa, ¿eh?… Salta a la vista.
—Sí, eso tengo entendido —Max mira la colilla flotando en el agua oleosa, bajo el muelle—. Que fue muy guapa.
A través de una amplia ventana abierta al Mediterráneo, el sol de mediodía iluminaba un gran rectángulo del suelo de madera a los pies de la mesa de Max. Se encontraba en su lugar favorito del restaurante de la Jetée-Promenade: una lujosa construcción sobre pilotes asentados en el mar, frente al hotel Ruhl, desde la que podía contemplarse el litoral de Niza, la playa y el Paseo de los Ingleses, como si el observador se encontrase en un barco fondeado a pocos metros de la orilla. La ventana, contigua a su mesa, daba a la bahía de los Ángeles por el lado de levante; y en la distancia podían verse con nitidez las alturas del castillo, la boca del puerto y el lejano cabo de Niza, entre cuyas peñas verdes serpenteaba la carretera de Villefranche.
Vio la sombra antes que al hombre. Y lo primero que advirtió fue el olor de tabaco inglés. Max estaba inclinado sobre el plato, terminando una ensalada, cuando le llegó el aroma de humo de pipa mientras crujía ligeramente el suelo y una silueta oscura se perfilaba en el rectángulo luminoso. Alzó la vista y encontró una sonrisa cortés, unas gafas redondas de concha y una mano, la que sostenía la pipa —en la otra había un arrugado sombrero panamá—, señalando la silla libre al otro lado de la mesa, frente a él.
—Buenas tardes… ¿Me permite sentarme aquí un momento?
Lo inusual de la petición, hecha en perfecto español, desconcertó a Max. Se quedó mirando al recién llegado —intruso, era la palabra exacta— todavía con el tenedor en alto, sin encontrar cómo responder a la impertinencia.
—Claro que no —respondió al fin, rehaciéndose—. Que no puede.
Se quedó el otro de pie, el aire indeciso, como si hubiese esperado una respuesta diferente. Seguía sonriendo, aunque el gesto era ahora más contrariado y pensativo. No parecía demasiado alto. De pie, calculó Max, él le llevaría más de una cabeza. Mostraba un aspecto pulcro e inofensivo, acentuado por las gafas y el traje castaño con chaleco y nudo de pajarita que parecían ligeramente holgados en su físico huesudo, de apariencia frágil. Una raya perfecta, central, tan recta que parecía trazada con tiralíneas, le dividía en dos porciones exactas el cabello negro peinado hacia atrás, reluciente de brillantina.
—Me temo que he empezado mal —dijo el desconocido sin abandonar la sonrisa—. Así que le ruego disculpe mi torpeza y me dé otra oportunidad.
Dicho aquello, con mucha desenvoltura y sin esperar respuesta, se alejó unos pasos y volvió a acercarse. De pronto ya no parecía tan inofensivo, pensó Max. Ni tan frágil.
—Buenas tardes, señor Costa —dijo tranquilamente—. Me llamo Rafael Mostaza y tengo un asunto importante que comentar con usted. Si pudiera sentarme, charlaríamos con más comodidad.
La sonrisa era idéntica, pero ahora había un reflejo adicional, casi metálico, tras el cristal de los lentes. Max había dejado el tenedor en el plato. Rehecho de la sorpresa inicial, se recostó en el respaldo de mimbre mientras se pasaba una servilleta por los labios.
—Tenemos intereses comunes —insistía el otro—. En Italia y aquí, en Niza.
Max miró a los camareros de largos delantales blancos que estaban lejos, junto a los macetones con plantas situados cerca de la puerta. No había nadie más en el restaurante.
—Siéntese.
—Gracias.
Cuando el extraño sujeto ocupó la silla y vació la pipa golpeando con suavidad la cazoleta en el marco de la ventana, Max ya lograba recordar. Había visto a aquel hombre dos veces en los últimos días: mientras él conversaba con los agentes italianos en el café Monnot, y durante el encuentro con la baronesa Schwarzenberg en la terraza de La Frégate, frente a la Promenade.
—Siga comiendo, se lo ruego —dijo el otro, haciendo un movimiento negativo con la cabeza a uno de los camareros, que se acercaba.
Recostado en la silla, Max lo estudió con disimulada inquietud.
—¿Quién es usted?
—Acabo de decírselo. Rafael Mostaza, viajante de comercio. Si lo prefiere, llámeme Fito… Suelen hacerlo.
—¿Quiénes?
Hizo un guiño el otro, sin responder, como si compartiesen un secreto divertido. Max no había oído nunca aquel nombre.
—Viajante de comercio, dice.
—Exacto.
—¿Qué clase de comercio?
Mostaza ensanchó un poco más la sonrisa, que parecía llevar puesta con la misma desenvoltura que el nudo de pajarita: visible, simpática y quizás un poco holgada. Pero el reflejo metálico seguía en sus ojos, como si el cristal de las gafas le enfriase la mirada.
—Hoy en día todos los comercios se relacionan, ¿no cree?… Pero eso es lo de menos. Lo importante es que tengo una historia que contarle… Una historia sobre el financiero Tomás Ferriol.
Sostuvo Max aquello, impertérrito, mientras se llevaba la copa de vino —un perfecto borgoña— a los labios. Volvió a dejarla exactamente sobre la marca que ésta había impreso en el mantel de hilo blanco.
—Disculpe… ¿Sobre quién, ha dicho?
—Oh, vamos. Por favor. Créame. Le aseguro que es una interesante historia… ¿Permite que se la cuente?
Tocó Max la copa de vino, sin cogerla esta vez. Pese a la ventana abierta, sentía un calor súbito. Incómodo.
—Tiene cinco minutos.
—No sea tacaño… Escuche, y verá cómo me concede más.
En tono de voz discreto, mordisqueando de vez en cuando la pipa apagada, Mostaza empezó a contar. Tomás Ferriol, refirió, estaba entre el grupo de monárquicos que el pasado año habían apoyado el golpe militar en España. En realidad fue él quien corrió con los primeros gastos, y seguía haciéndolo. Como todo el mundo sabía, su inmensa fortuna lo había convertido en banquero oficioso del bando rebelde.
—Reconozca —se interrumpió mientras apuntaba a Max con el caño de la pipa— que mi relato empieza a interesarle.
—Puede ser.
—Ya se lo dije. Soy bueno contando historias.
Y Mostaza siguió con la suya. La oposición de Ferriol a la República no era sólo ideológica: en varias ocasiones había intentado pactar con sucesivos gobiernos republicanos, sin que el intento llegase a cuajar. Desconfiaban de él, con motivo. En 1934 hubo una investigación judicial que estuvo a punto de meterlo en la cárcel, y de la que se zafó moviendo mucho dinero y muchas influencias. Desde entonces, su posición política podía resumirse en unas palabras pronunciadas por él en una cena con amigos: «La República, o yo». Y en eso llevaba año y medio, en aniquilar a la República. Todo el mundo sabía que su dinero había estado detrás de los sucesos de julio del pasado año. Después de una entrevista mantenida en San Juan de Luz con un mensajero de los conspiradores, Ferriol había pagado de su bolsillo, a través de una cuenta en la banca Kleinwort, el avión y el piloto que entre el 18 y el 19 de julio llevaron al general Franco de Canarias a Marruecos. Y mientras ese avión estaba en el aire, cinco petroleros de la Texaco, que se encontraban en alta mar con veinticinco mil toneladas para la compañía estatal Campsa, cambiaron su rumbo para dirigirse a la zona bajo control de los sublevados. La orden telegráfica fue «Don’t worry about payment»: no se preocupen por el pago. Ese pago corrió por cuenta de Tomás Ferriol, y seguía corriendo. Se calculaba que, sólo en suministros de petróleo y combustible a los rebeldes, el financiero llevaba invertido un millón de dólares.
—Pero no se trata únicamente de petróleo —añadió Mostaza tras una pausa para que Max asimilase aquella información—. Sabemos que Ferriol se entrevistó con el general Mola en su cuartel general de Pamplona, en los primeros días de la sublevación, para enseñarle una lista con avales por valor de seiscientos millones de pesetas… El detalle curioso, propio de su estilo, es que no le dio dinero, ni se lo propuso. Se limitó a mostrarle su sólida posición como avalista. A ofrecerse para respaldarlo todo… Eso incluía sus contactos empresariales y financieros en Alemania e Italia.
Se interrumpió, chupando la pipa apagada y sin apartar los ojos de Max, mientras un camarero retiraba el plato vacío de éste y otro le servía el principal, que era un entrecot à la niçoise. El rectángulo de sol se había desplazado un poco desde el suelo, hasta alcanzar el mantel blanco de la mesa. Ahora su resplandor iluminaba desde abajo el rostro de Mostaza, resaltando una fea cicatriz en el lado izquierdo del cuello, bajo la mandíbula, que Max no había advertido antes.
—Los rebeldes —siguió contando Mostaza cuando estuvieron solos de nuevo— también necesitaban aviación. Apoyo aéreo militar, primero para transporte de las tropas sublevadas en Marruecos a la península, y luego para emplearlo en acciones de bombardeo. A los cuatro días de la rebelión, el general Franco en persona pidió diez aviones Junker a Alemania, a través del agregado militar nazi para Francia y Portugal. De Italia se encargó Ferriol —se inclinaba un poco sobre la mesa, apoyándose en los codos—… ¿Ve cómo a todo llegamos, por fin?
Max se había esforzado en seguir comiendo con naturalidad, pero le resultaba difícil. Tras dos bocados, dejó cuchillo y tenedor juntos en un lado del plato, en la posición exacta de las cinco del reloj. Después se pasó la servilleta por los labios, apoyó los puños almidonados de su camisa en el borde del mantel y miró a Mostaza sin hacer comentarios. La oferta italiana, seguía contando éste tras la breve pausa, se planteó a través del ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano. Primero en una conversación privada que él y Ferriol tuvieron en Roma, y luego por intercambio de cartas que detallaban la operación. Italia tenía dispuestos en Cerdeña doce aviones Savoia; y Ciano, tras consultar con Mussolini, prometió que estarían en Tetuán a disposición de los militares rebeldes en la primera semana de agosto, previo desembolso de un millón de libras esterlinas. Mola y Franco no tenían esa suma, pero Ferriol sí. De manera que adelantó una parte y avaló el resto. El 30 de julio, los doce aviones salían hacia Marruecos. Tres se perdieron sobre el mar, pero el resto llegó a tiempo para transportar tropas moras y legionarios a la península. Cuatro días después, el mercante italiano Emilio Morlandi, que había salido de La Spezia fletado por Ferriol con armas y combustible para esos aviones, atracaba en Melilla.
—Ya le he dicho que Italia pidió un millón de libras por los Savoia; pero Ciano es un hombre con un tren de vida alto. Muy alto. Su mujer, Edda, es hija del Duce y eso le proporciona innumerables ventajas, aunque también obliga a gastar mucho dinero… ¿Me sigue?
—Perfectamente.
—Lo celebro, porque ahora llegamos a la parte que lo relaciona a usted con el asunto.
Un camarero retiraba el plato de Max, casi intacto. Seguía éste inmóvil, las manos en el borde de la mesa, mirando a su interlocutor.
—¿Y qué le hace pensar que yo tengo relación con eso?
Mostaza no respondió en seguida. Se había vuelto a mirar la botella de vino, inclinada en su cesta de mimbre.
—¿Qué está bebiendo, si disculpa mi curiosidad?
—Chambertin —repuso Max sin inmutarse.
—¿Año?
—Mil novecientos once.
—¿Aguantó el corcho?
—Éste sí.
—Magnífico… Con gusto tomaría un poco.
Hizo Max una seña al camarero, que trajo una copa y la llenó. Mostaza dejó la pipa sobre el mantel y contempló el vino al trasluz, admirando el color intenso del borgoña. Luego se llevó la copa a los labios, paladeándolo con visible placer.
—Llevo tiempo tras de usted —dijo de pronto, como si acabara de recordar la pregunta de Max—. Esos dos tipos, los italianos…
Lo dejó ahí, reservándole el trabajo de imaginar en qué momento una pista lo había llevado a la otra.
—Luego averigüé cuanto pude sobre sus antecedentes.
Dicho eso, Mostaza retomó el hilo del relato. Hitler y su gobierno detestaban a Ciano. Éste, que no carecía de sentido común, se había mostrado siempre partidario de que Italia se mantuviera al margen de ciertos intereses de Berlín. Y seguía opinando igual. Por eso, hombre precavido, mantenía discretos depósitos bancarios en los lugares adecuados. Por si acaso. Una cuenta bien provista que tenía en Inglaterra tuvo que trasladarla por razones políticas; pero ahora se las arreglaba con bancos continentales. Suizos, principalmente.
—Ciano pidió un cuatro por ciento de comisión personal en el asunto de los Savoia: cuarenta mil libras. Casi medio millón de pesetas, que fue avalado por Ferriol con cargo a una cuenta de la Société Suisse de Zúrich hasta que se pagó en efectivo, con oro incautado al Banco de España en Palma de Mallorca… ¿Qué le parece?
—Que es mucho dinero.
—Más que eso —Mostaza bebió más vino—. Es un escándalo político a gran escala.
Pese a su sangre fría, Max no se esforzaba ya en disimular el interés.
—Comprendo —comentó—. Siempre y cuando se haga público, me está queriendo decir.
—Ése es el punto —con un dedo, Mostaza evitó que una gota de vino se deslizase por el tallo de su copa hasta el mantel—. Quienes me hablaron de usted, señor Costa, lo describieron como un tipo apuesto y muy listo… Lo primero no me hace mella, si permite que se lo diga. Soy de gustos convencionales, por lo general. Pero celebro confirmar lo otro.
Hizo una pausa, paladeando más borgoña.
—Tomás Ferriol es un zorro astuto —prosiguió—, y lo quiso todo por escrito. Había urgencia, era negocio seguro, y por otra parte las comisiones de Ciano no son ningún secreto en Roma. El suegro está al tanto de todo y no se opone, siempre que las cosas discurran, como hasta ahora, de forma discreta… Así que Ferriol se las ingenió para que el asunto de los aviones quedase registrado documentalmente, incluidas tres cartas en las que Ciano, con firma de su puño y letra, menciona su cuatro por ciento… El resto le será fácil de imaginar.
—¿Por qué desean recuperar ahora esas cartas?
Con gesto satisfecho, Mostaza contemplaba su copa casi vacía.
—Las razones pueden ser muchas. Tensiones internas en el gobierno italiano, donde la posición de Ciano se ve contestada por otras familias fascistas. Precaución de éste ante el futuro, ahora que la victoria de los rebeldes cabe dentro de lo posible. O tal vez el deseo de arrebatar a Ferriol un material que puede servirle para chantajes diplomáticos… El caso es que Ciano quiere esas cartas, y a usted lo han contratado para conseguirlas.
Era todo tan abrumadoramente obvio, que Max dejó de lado sus anteriores reservas.
—Sigo sin entender algo que tal vez también dije a otros. Por qué yo… Italia debe de tener espías adecuados.
—Lo veo de un modo muy simple —Mostaza había cogido la pipa, y tras sacar una bolsa de hule con tabaco procedía a llenar la cazoleta presionando con el pulgar—. Esto es Francia, y la situación política internacional es delicada. Usted es un individuo sin filiación política. Un apátrida en tal sentido, por decirlo de alguna manera.
—Tengo pasaporte venezolano.
—De ésos puedo comprar yo media docena, si me permite la bravata. Y tiene además antecedentes policiales, probados o no, en varios países de Europa y América… Si algo saliera mal, correría con la responsabilidad. Ellos podrían negarlo todo.
—¿Y qué tecla toca usted en todo esto?
Mostaza, que había sacado una caja de fósforos y encendía la pipa, lo miró entre las primeras bocanadas de humo. Casi con sorpresa.
—Vaya, creí que se había dado cuenta, a estas alturas. Yo trabajo para la República española. Estoy del lado de los buenos… Suponiendo que podamos hablar de un lado bueno en esta clase de historias.
Lector muy superficial —transatlánticos, trenes y hoteles— de relatos por entregas de los que se publicaban en revistas ilustradas, Max había asociado siempre la palabra espía con sofisticadas aventureras internacionales y con individuos siniestros que procuraban dejarse ver poco a la luz del día. Por eso le sorprendió la naturalidad con que Fito Mostaza se ofreció a acompañarlo de vuelta al hotel Negresco, dando un agradable —el adjetivo fue del propio Mostaza— paseo por la Promenade. No hubo objeción por su parte, y anduvieron un trecho conversando como dos conocidos que se ocuparan de asuntos banales, igual que el resto de la gente que a esa hora se movía entre las fachadas de los hoteles y la orilla del mar. De tal modo, fumando con mucha calma su pipa y con el arrugado panamá haciéndole sombra en los lentes, Mostaza terminó de exponer los detalles del asunto mientras respondía a las preguntas que Max —pese a la aparente tranquilidad de la situación, éste no bajaba la guardia— formulaba de vez en cuando.
—Resumiendo: le pagaremos más que los fascistas… Sin contar el lógico agradecimiento de la República.
—Valga lo que valga eso —se permitió ironizar Max.
Mostaza rió suave, entre dientes. Casi bonachón. La cicatriz bajo la mandíbula daba un tono equívoco a aquella risa.
—No sea malvado, señor Costa. A fin de cuentas represento al gobierno legítimo de España. Democracia frente a fascismo, ya sabe.
Balanceando el bastón, el antiguo bailarín mundano lo observaba de reojo. De no ser por las gafas, el agente español tendría aspecto de jockey vestido con ropa de calle; y aún parecía más menudo y frágil de pie y en movimiento. Sin embargo, uno de los reflejos automáticos del oficio de Max incluía clasificar a hombres y mujeres mediante detalles no expresos, o no formulados. En su mundo incierto, un ademán o una palabra convencionales tenían el mismo poco valor, en cuanto a información útil, que el gesto de un jugador de cartas experimentado que comprobase una mano oculta para su adversario. Eran otros los códigos de lectura que Max había adquirido con la experiencia. Y los tres cuartos de hora que llevaba junto a Fito Mostaza bastaban para advertir que su tono bonachón, aquella simpática naturalidad de quien decía trabajar en el lado bueno de las cosas, podían ser más peligrosos que la hosca rudeza de la pareja de agentes del Gobierno italiano. A los que, por otra parte, le sorprendía no descubrir emboscados detrás de periódicos en un banco del paseo, siguiéndoles la huella para comprobar, con lógico desagrado, cómo Fito Mostaza les complicaba la vida.
—¿Por qué no roban ustedes las cartas?
Anduvo Mostaza unos pasos sin responder. Al cabo hizo un ademán desenvuelto.
—¿Sabe lo que suele decir Tomás Ferriol?… Que a él no le interesa comprar a políticos antes de las elecciones, sin saber si llegarán o no al poder. Sale más barato comprarlos cuando ya gobiernan.
Chupó su pipa en silencio, enérgicamente, dejando atrás un rastro de humo de tabaco.
—Estamos ante una situación parecida —añadió al fin—. ¿Para qué organizar una operación, con sus costos y riesgos, si podemos aprovechar otra que ya está en marcha?
Dicho aquello, Mostaza dio unos pasos riendo con suavidad, como antes. Parecía disfrutar con el giro de la conversación.
—La República no anda sobrada de dinero, señor Costa. Y nuestra peseta se devalúa mucho. Tiene cierta justicia poética que sea Mussolini quien le pague a usted la mayor parte de los honorarios.
Miraba Max los Rolls-Royce y los Cadillac estacionados ante la fachada imponente del Palais Méditerranée, la sucesión de grandes establecimientos hoteleros que parecían alinearse hasta el infinito siguiendo el suave arco de la bahía de los Ángeles. En aquella parte de Niza se había borrado de la vista del visitante con dinero todo lo susceptible de perturbar una visión confortable del mundo. Allí sólo había hoteles, casinos, bares americanos, la playa magnífica, el inmediato centro de la ciudad con sus cafés y restaurantes, y todas las lujosas villas en las colinas residenciales. Ni una fábrica, ni un hospital. Los talleres, las casas de los empleados y obreros, la cárcel y el cementerio, incluso los manifestantes que en los últimos tiempos se enfrentaban cantando La Internacional o La Marsellesa, repartiendo Le Cri des Travailleurs o gritando «mueran los judíos» bajo la mirada cómplice de los gendarmes, estaban lejos de allí, en barrios que la mayor parte de la gente que frecuentaba el Paseo de los Ingleses no pisaría nunca.
—¿Y qué me impide rechazar su oferta?… ¿O contarle su propuesta a los italianos?
—Nada se lo impide —admitió Mostaza, objetivo—. Fíjese hasta qué punto estamos dispuestos a jugar limpio, dentro de lo que cabe. Sin amenazas ni chantajes. Es usted dueño de colaborar o no.
—¿Y si no lo hago?
—Ah, ésa ya es otra cuestión. En tal caso, comprenda que hagamos lo posible por cambiar el curso de las cosas.
Max se tocó el ala del sombrero, saludando a dos rostros conocidos —un matrimonio húngaro, vecino de habitación en el Negresco—, que acababan de cruzarse con ellos.
—Si a eso —ironizó en voz baja— no lo llama amenaza…
Mostaza respondió con un ademán de exagerada resignación.
—Éste es un juego complicado, señor Costa. Nada tenemos contra usted, excepto si sus obras lo ponen en el bando enemigo. Mientras no sea así, gozará de nuestra mejor voluntad.
—Materializada en más dinero que los italianos, dijo antes.
—Claro. Si no se sube a la luna.
Seguían recorriendo despacio la Promenade. Todo el tiempo se cruzaban con gente elegante, hombres con ropa de entretiempo bien cortada, mujeres hermosas que paseaban, displicentes, a perros de limpio pedigrí.
—Curiosa ciudad ésta —comentó Mostaza ante dos señoras muy bien vestidas que iban acompañadas de un galgo ruso—. Llena de mujeres a las que los hombres corrientes no pueden acceder. Aunque nosotros sí, naturalmente… La diferencia es que a mí me cuestan dinero, y a usted todo lo contrario.
Miró Max alrededor: mujeres, hombres, daba igual. Aquélla era gente, en suma, para la que llevar cinco billetes de mil francos en la cartera no suponía novedad ninguna. Los automóviles de brillantes cromados circulaban despacio por la calzada contigua, recreándose en el paisaje luminoso que contribuían a embellecer. Todo el paseo era un vasto rumor de motores bien calibrados, de conversaciones exentas de inquietud. De bienestar caro y apacible. Me costó mucho, pensó con amargura, llegar aquí. Moverme por este paisaje confortable, lejos de aquellos arrabales con olor a comida rancia que lugares como éste desterraron a las afueras. Y procuraré que nadie me haga volver a ellos.
—Pero no crea que todo es cuestión de pagar más o menos —decía Mostaza—. A juicio de mis jefes, también cuenta, supongo, mi encanto personal. Debo ser persuasivo con usted. Convencerlo de que no es lo mismo trabajar para unos canallas como Mussolini, Hitler o Franco, que para el Gobierno legítimo de España.
—Ahórreme esa parte.
Rió otra vez Mostaza, como las anteriores. Suave y entre dientes.
—De acuerdo. Dejemos fuera las ideologías… Centrémonos en mi encanto personal.
Se había detenido para vaciar la pipa con golpecitos suaves en la barandilla que separaba el paseo de la playa. Después la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
—Me cae bien, señor Costa… Dentro de lo que cabe en su turbio oficio, es lo que los ingleses llaman a decent chap. O al menos, lo parece. Llevo tiempo investigando su biografía, y también echándole un vistazo a sus modales. Será grato trabajar con usted.
—¿Y qué pasa con la competencia? —objetó Max—. Los italianos pueden enfadarse. Con motivo.
El otro afiló la sonrisa, como respuesta. Un instante nada más: un relámpago depredador, casi desagradable. La cicatriz del cuello parecía ahondarse en la luz cruda del paseo.
—No puedo responderle ahora —dijo Max—. Necesito pensar en esto.
Relucieron dos veces los lentes bajo la sombra del panamá. Mostaza asentía, comprensivo.
—Me hago cargo. Medítelo tranquilamente, mientras sigue adelante con sus amigos fascistas. Yo vigilaré con discreto interés sus progresos, sin agobiarlo. Lejos de nuestra intención, como dije antes, forzar las cosas. Preferimos confiar en su sentido común y su conciencia… En cualquier momento, hasta el final mismo, tendrá usted oportunidad de atender mi proposición. No hay prisa.
—¿Dónde puedo localizarlo, en caso necesario?
Mostaza hizo un ademán amplio, inconcreto, que lo mismo podía referirse al lugar donde se hallaban que al sur de Francia en general.
—Durante estos días, mientras usted toma decisiones, yo deberé ocuparme de otro asunto que tengo pendiente en Marsella. Iré y vendré, por tanto. Pero no se preocupe… Estaremos en contacto.
Extendía la mano derecha esperando la de Max, que al estrecharla encontró un apretón fuerte y franco. Demasiado fuerte, se dijo éste. Demasiado franco. Luego Fito Mostaza se fue con paso vivo. Durante unos momentos, Max pudo ver su figura menuda y ágil, que esquivaba a los transeúntes con singular soltura. Después sólo alcanzó a ver el sombrero claro que se movía entre la gente, y a poco lo perdió de vista.
El día ha amanecido limpio y soleado, como los anteriores, y la bahía de Nápoles resplandece en azules y grises. Los camareros se mueven por la terraza del hotel Vittoria con bandejas cargadas de cafeteras, panecillos, mermelada y mantequilla, entre las mesas de hierro cubiertas con manteles blancos. En la situada junto al ángulo occidental de la balaustrada de piedra desayunan Max Costa y Mecha Inzunza. Viste ella chaqueta de ante, falda oscura y mocasines loafer belgas. Él, su habitual ropa de mañana desde que se aloja en el hotel: pantalón de franela, blazer oscuro y pañuelo de seda al cuello. Húmedo todavía el cabello gris cuidadosamente peinado tras la ducha.
—¿Ya hay solución al problema? —se interesa Max.
Están solos en la mesa, desocupadas las contiguas. Aun así, ella baja la voz.
—Puede haberla… Esta tarde veremos si funciona.
—¿Ni Irina ni Karapetian sospechan nada?
—En absoluto. La excusa de que no se contaminen uno al otro es válida, por el momento.
Extiende Max un poco de mantequilla sobre una tostada cortada en triángulo, pensativo. El encuentro con la mujer ha sido casual. Leía ella un libro que ahora está sobre la mesa —The Quest for Corvo: el título no le dice nada—, entre su taza de café vacía y un cenicero con el emblema del hotel y dos colillas apagadas de Muratti. Cerró el libro y apagó el segundo cigarrillo cuando él cruzó la puerta acristalada del salón Liberty, se acercó a saludarla y ella lo invitó a sentarse a su lado.
—Dijiste que yo haría algo.
Lo mira unos segundos, atenta, queriendo recordar. Al cabo se echa atrás en la silla, sonriente.
—¿La variante Max?… Cada cosa a su tiempo.
Él mordisquea su tostada y bebe un sorbo de café con leche.
—¿Karapetian e Irina trabajan ya en esas ideas de tu hijo? —pregunta después de tocarse los labios con la servilleta—. ¿En el señuelo de que me hablaste?
—Están en ello. Por separado, como teníamos previsto. Los dos creen que analizan la misma situación, pero no es así… Jorge sigue exigiéndoles que no hablen entre ellos del asunto, con el pretexto de que no quiere que se contaminen el uno al otro.
—¿Quién ha avanzado más?
—Irina. Y eso le viene bien a Jorge, porque la idea de que sea ella es la que menos le gusta… Así que en la próxima partida jugará esa novedad teórica, para salir de dudas cuanto antes.
—¿Y qué pasa con Karapetian?
—A Emil le ha dicho que continúe analizando la suya con más tiempo y profundidad, porque quiere reservarla para Dublín.
—¿Crees que Sokolov caerá en la trampa?
—Es probable. Se trata justo de lo que espera por parte de Jorge: sacrificio de piezas y ataques profundos, arriesgados y brillantes… El toque Keller.
En ese momento Max ve pasar a Emil Karapetian a lo lejos, con unos periódicos en la mano, camino del salón. Se lo indica a Mecha y ella sigue al gran maestro con la mirada, inexpresiva.
—Sería triste que fuese él —comenta.
Max no puede evitar un gesto de sorpresa.
—¿Preferirías a Irina?
—Emil lleva con Jorge desde que éste era un muchacho. Es mucho lo que le debe. Lo que le debemos.
—Pero los dos chicos… En fin. El amor y todo lo demás.
Mira Mecha el suelo alfombrado de ceniza de sus cigarrillos.
—Oh, eso —dice.
Después, sin transición, se pone a hablar del siguiente paso, si es que Sokolov muerde el anzuelo. No hay intención de alertar al informante, en caso de que uno de los dos lo sea. De cara al duelo por el título mundial interesa confiar a los soviéticos, de modo que Sokolov no sospeche que lo tienen atrapado desde Sorrento. Después de Dublín, por supuesto, sea quien sea, el espía no volverá a trabajar con Jorge. Hay maneras de apartarlo con o sin escándalo, según convenga. Ya ocurrió antes: un analista francés se estuvo yendo de la lengua en el torneo de candidatos de Curaçao, cuando el joven se enfrentó a Petrosian, Tal y Korchnoi. Y aquella vez fue Emil Karapetian quien se dio cuenta y señaló al infiltrado. Al fin se las arreglaron para despedirlo sin que nadie sospechara el motivo.
—También pudo tratarse de un chivo expiatorio —apunta Max—… Una maniobra de Karapetian para cargar a otro con la sospecha.
—Lo he pensado —responde ella, sombría—. Y también lo considera Jorge.
Sin embargo, su hijo debe mucho al maestro, añade tras unos instantes. Tenía trece años cuando ella convenció a Karapetian para que trabajara con él. Quince años juntos, tableros de bolsillo puestos en cualquier sitio, jugando en trenes, aeropuertos, hoteles. Preparando partidas, estudiando aperturas, variantes, ataques y defensas.
—Más de media vida de Jorge los he visto desayunar antes de un torneo, intercambiando jugadas y posiciones a ciegas, repitiendo planes hechos durante la noche, o improvisando sobre la marcha.
—Prefieres que sea ella —apunta Max, con suavidad.
Mecha parece no haber oído el comentario.
—Nunca fue un chico especial… O no demasiado. La gente cree que los grandes ajedrecistas poseen mayor inteligencia que el resto de los seres humanos, pero no es verdad. Jorge sólo demostró muy pronto que era excepcional en su capacidad de prestar atención a varias cosas distintas, eso que los alemanes definen con una palabra larga que termina en verteilung, y en su pensamiento abstracto frente a series numéricas.
—¿Dónde se conocieron Irina y él?
—En el torneo de Montreal, hace año y medio. Salía con Henry Trench, un ajedrecista canadiense.
—¿Y qué ocurrió?
—Después de encontrarse en una fiesta de los organizadores, Irina y Jorge pasaron una noche sentados en el banco de un parque, hablando de ajedrez hasta el amanecer… Luego ella dejó a Trench.
—Da la impresión de que le va bien, ¿no?… Lo normaliza en situaciones como ésta.
—Contribuye a eso —admite Mecha—. De todas formas, él no es un jugador obsesivo. No de los que se dejan invadir por la incertidumbre y la tensión en una partida larga. Lo ayuda su sentido del humor y un cierto despego. Una de sus frases favoritas es «no estoy dispuesto a volverme loco con esto»… Esa actitud limita mucho los aspectos patológicos del asunto. Como dices, lo normaliza.
Se detiene un momento pensativa, inclinada la cabeza.
—Imagino que sí —concluye al fin—. Que Irina también contribuye a eso.
—Si es su novia quien pasa información a los rusos, podría influir en su concentración, supongo. En su rendimiento.
A Mecha no le preocupa ese aspecto del problema. Su hijo, explica, es capaz de trabajar con la misma intensidad en varios asuntos, de modo en apariencia simultáneo; pero nunca pierde el control de lo principal. Del ajedrez. Su facultad de concentración según el orden de prioridades de cada momento es asombrosa. Parece perdido en ensoñaciones lejanas, y de pronto parpadea, regresa, sonríe y está de vuelta. Esa capacidad de ir y volver es lo más característico de él. Sin esos cortocircuitos de normalidad, su vida sería muy distinta. Se convertiría en un sujeto excéntrico o infeliz.
—Por eso —añade tras un silencio—, lo mismo que puede concentrarse hasta lo inhumano, es capaz de sumirse en divagaciones que nada tienen que ver con la partida que juega. Jugar mentalmente otras partidas, mientras espera. Analizar fríamente lo del infiltrado, pensar en un viaje o una película… Resolver otro problema, o relativizarlo. Una vez, cuando era pequeño, estuvo veinte minutos inmóvil y callado ante el tablero, analizando una jugada. Y cuando su adversario dio muestras de impaciencia, alzó los ojos y dijo: «Ah, ¿es que me tocaba mover a mí?».
—Todavía no me has contado lo que piensas… Si crees que es ella quien filtra información.
—Te lo he dicho: hay tantas probabilidades de que sea Irina como Karapetian.
Enarca él las cejas, dando carta de naturaleza a lo obvio.
—Parece enamorada.
—Cielos, Max —lo estudia burlona, casi con sorpresa—. ¿Tú diciendo eso?… ¿Desde cuándo el amor fue obstáculo para traicionar?
—Dame una razón concreta. ¿Por qué lo vendería ella a los rusos?
—También es impropia de ti esa pregunta… ¿Por qué lo vendería Emil?
Ha levantado la vista, inexpresiva, y Max sigue la dirección de su mirada. Tres pisos arriba, bajo los arcos de las terrazas del edificio contiguo, Jorge Keller y la muchacha se asoman contemplando el paisaje. Llevan albornoces blancos y parecen recién levantados. Ella tiene asido un brazo del joven y se apoya en su hombro. Al cabo de un momento advierten la presencia de Max y Mecha, y agitan las manos en su dirección. Responde él mientras la mujer permanece inmóvil, mirándolos.
—¿Cuánto tiempo duró tu matrimonio con su padre, el diplomático?
—No mucho —dice ella tras un instante de silencio—. Y te aseguro que lo intenté. Supongo que tener un hijo hizo que me lo planteara… A fin de cuentas, en algún momento de su vida toda mujer es víctima temporal de su útero o de su corazón. Pero con él no era posible nada de eso… Sólo era un buen hombre al que hacía insoportable no su exceso de cualidades, sino su insistencia en no renunciar a ninguna. Y en hacer gala de ello.
Se interrumpe mientras una sonrisa extraña le cruza los labios. Apoya la mano derecha sobre el mantel, junto a la mancha de una pequeña gota de café. Hay otras marcas similares en el dorso de su mano. Motas de años, de vejez, sobre la piel marchita. De pronto, el recuerdo de aquella piel, tersa y cálida hace treinta años, se vuelve insoportable para Max. Para disimular su desasosiego, se inclina sobre la mesa y comprueba el contenido de la cafetera.
—Nunca fue tu caso, Max. Siempre supiste… Oh, demonios. Varias veces me pregunté de dónde sacabas tanta serenidad. Toda aquella prudencia.
Él hace ademán de ofrecerle más café y ella niega con la cabeza.
—Tan guapo —añade—. Por Dios. Eras tan guapo… Tan prudente, tan canalla y tan guapo…
Incómodo, él examina con atención el contenido de su taza vacía.
—Háblame más del padre de Jorge.
—Ya te dije que lo conociste en Niza: aquella cena en casa de Suzi Ferriol… ¿Lo recuerdas?
—Vagamente.
Con ademán fatigado, Mecha retira despacio la mano del mantel.
—Ernesto era educadísimo y distinguido, pero le faltaban el talento y la imaginación de Armando… Uno de esos hombres que tienes al lado y sólo hablan de sí mismos, utilizándote a ti como pretexto. Puede que sea verdad que te interese lo que dicen, pero ellos no tienen por qué saberlo.
—Eso ocurre a menudo.
—Pues nunca fue tu caso… Tú siempre supiste escuchar.
Hace Max un ademán mundano, de humildad profesional.
—Tácticas del oficio —admite.
—El caso es que las cosas se torcieron —continúa ella—, y acabé aplicando ese mezquino rencor de que somos capaces las mujeres cuando sufrimos… En realidad yo sufría muy poco, pero eso tampoco tenía él por qué saberlo. En varias ocasiones intentó escapar de lo que llamaba la mediocridad y el fracaso de nuestra relación; y como la mayor parte de los hombres, lo más lejos que logró llegar fue a la vagina de otras mujeres.
No sonaba vulgar en su boca, advirtió Max. Como tampoco tantas otras cosas registradas en su memoria. La había oído usar palabras más fuertes en otro tiempo, con la misma frialdad casi técnica.
—Yo sí había llegado muy lejos, como sabes —continúa Mecha—. Me refiero a cierta clase de inmoralidad. La inmoralidad como conclusión… Como conciencia de lo estéril y pasivamente injusto de la moralidad.
Mira otra vez la ceniza del suelo, indiferente. Después alza la vista hacia el camarero que, tras informarles de que está a punto de cerrar el servicio de desayuno, pregunta si desean algo más. Mecha lo mira como si no comprendiera lo que dice, o se encontrara lejos. Al fin niega con la cabeza.
—En realidad fracasé dos veces —dice cuando el camarero se aleja—. Como mujer inmoral con Armando y como mujer moral con Ernesto. Fue mi hijo quien, por suerte para mí, lo cambió todo. Su existencia me ofreció otra posibilidad. Una tercera vía.
—¿Recuerdas más a tu primer marido?
—¿Armando?… ¿Cómo podría olvidarlo? Su famoso tango me ha perseguido toda mi vida. Como a ti, en cierto modo. Y ahí sigue.
Max deja otra vez de contemplar su taza vacía.
—Con el tiempo supe lo que aún no sabíamos en Niza —comenta—. Que lo mataron.
—Sí. Un lugar llamado Paracuellos, cerca de Madrid. Lo sacaron de la cárcel para fusilarlo allí —encoge los hombros de forma casi imperceptible, asumiendo tragedias ocurridas hace demasiado tiempo, cicatrizadas hasta lo conveniente—. Un bando sacó en procesión al pobre García Lorca, canonizándolo, y otro a mi marido… Eso también agrandó su leyenda, naturalmente. Consagró su música.
—¿No volviste a España?
—¿A ese lugar triste, rencoroso y con olor a sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre?… Nunca —mira hacia la bahía y sonríe con sarcasmo—. Armando era un hombre culto, educado y liberal. Un creador de mundos maravillosos… De seguir vivo, habría despreciado a esos militares carniceros y a esos matones de camisa azul y pistola al cinto, tanto como a los analfabetos que lo asesinaron.
Tras un silencio se vuelve hacia él, inquisitiva.
—¿Y tú? ¿Cómo fue tu vida esos años?… ¿Es verdad que volviste a España?
Compone Max un gesto de circunstancias que sobrevuela tiempos intensos, ocasiones entre nuevos ricos ávidos de lujo, pueblos y ciudades reconstruidos, hoteles devueltos a sus propietarios, negocios florecientes al amparo del nuevo régimen y mucha oportunidad disponible para quien sabía olfatearla. Y ese gesto discreto es su manera de resumir años de acción y posibilidades, toneladas de dinero circulando de un lado a otro, a disposición de quien tuviese talento y valor para perseguirlo: mercado negro, mujeres, hoteles, trenes, fronteras, refugiados, mundos que se derrumbaban entre las ruinas de la vieja Europa, de un conflicto a otro aún más pavoroso, con la certeza febril de que nada sería igual cuando todo hubiese acabado.
—Alguna vez. Durante la guerra mundial anduve de un lado a otro, entre España y América.
—¿Sin miedo a los submarinos?
—Con todo el miedo del mundo, pero no había elección. Ya sabes. Negocios.
Ella sonríe de nuevo, casi cómplice.
—Sí, ya sé… Negocios.
Inclina él la cabeza con deliberada sencillez, consciente de la mirada de la mujer. Los dos saben que la palabra negocios es una forma de resumir las cosas, aunque Mecha ignore hasta qué punto. En realidad, durante los años de guerra en Europa, la península ibérica fue para Max Costa un rentable territorio de caza. Con su pasaporte venezolano —gastó mucho dinero en adquirir esa nacionalidad, que lo ponía a salvo de casi todo—, aplicó su desenvoltura social en restaurantes, dancings, tés de media tarde con orquesta, bares americanos y cabarets, deportes de invierno, temporadas de verano, lugares de intensa vida social frecuentados por mujeres hermosas y hombres con carteras provistas. Para entonces, su aplomo profesional había llegado a refinarse hasta extremos exquisitos; y el resultado fue una racha de contundentes éxitos. Los tiempos del fracaso y la decadencia, los desastres que acabarían llevándolo al pozo oscuro, todavía estaban lejos. Aquella nueva España franquista daba de sí: varias operaciones lucrativas en Madrid y Sevilla, una elaborada estafa triangular entre Barcelona, Marsella y Tánger, una viuda muy rica en San Sebastián y un asunto de joyas en el casino de Estoril con remate apropiado en una villa de Sintra. En este último episodio —la mujer, no demasiado atractiva, era prima del pretendiente a la corona de España, don Juan de Borbón— Max había vuelto a bailar, y mucho. Incluidos el Bolero de Ravel y el Tango de la Guardia Vieja. Y debió de bailarlos endiabladamente bien; porque, una vez acabado todo, la víctima fue la primera en exculparlo ante la policía portuguesa. Imposible dudar de Max Costa, afirmó. De ese absoluto caballero.
—Sí —comenta Mecha pensativa, mirando otra vez la terraza de la que se han retirado los dos jóvenes—. Armando era diferente.
Max sabe que no habla de él. Que la mujer sigue pensando en esa España que mató a Armando de Troeye, donde ella no quiso regresar nunca. Aun así, siente cierto resquemor. Un rastro de antigua irritación hacia el hombre al que, en realidad, trató durante unos pocos días: a bordo del Cap Polonio y en Buenos Aires.
—Ya lo has dicho antes. Era culto, imaginativo y liberal… Aún recuerdo las marcas de golpes en tu carne.
Ella, que ha advertido el tono, lo observa con censura. Después vuelve el rostro hacia la bahía, en dirección al cono negruzco del Vesubio.
—Ha pasado mucho tiempo, Max… Es impropio de ti.
No responde. Se limita a mirarla. Entornados los párpados de la mujer por la claridad del sol, el gesto multiplica el número de pequeñas arrugas en torno a sus ojos.
—Me casé muy joven —añade Mecha—. Y él hizo que me asomase a pozos oscuros de mí misma.
—Te corrompió, en cierto modo.
Ella niega con la cabeza antes de responder a eso.
—No. Aunque puede que el matiz esté en lo de en cierto modo. Todo estaba ahí antes de conocerlo… Armando se limitó a ponerme un espejo delante. A guiarme por mis propios rincones oscuros. O tal vez ni siquiera eso. Quizá su papel se redujo a mostrármelos.
—Y tú lo hiciste conmigo.
—Te gustaba mirar, como a mí. Recuerda aquellos espejos de hotel.
—No. Me gustaba mirarte mientras mirabas.
Una risa súbita, sonora, parece rejuvenecer los ojos dorados de la mujer. Ella sigue vuelta en dirección a la bahía.
—No te dejaste, amigo mío… Nunca fuiste un chico de ésos. Al contrario. Tan limpio siempre, pese a tus canalladas. Tan sano. Tan leal y recto en tus mentiras y traiciones. Un buen soldado.
—Por Dios, Mecha. Eras…
—Ahora ya no importa lo que era —se ha vuelto hacia él, súbitamente seria—. Pero tú sigues siendo un embaucador. Y no me mires así. Conozco esa mirada demasiado bien. Mejor de lo que imaginas.
—Estoy diciendo la verdad —protesta Max—. Nunca creí que te importara en absoluto.
—¿Por eso te marchaste de aquella manera en Niza? ¿Sin esperar el resultado?… Dios mío. Estúpido como todos. Ése fue tu error.
Se ha echado atrás en el respaldo de su silla. Permanece así un momento, cual si buscara memoria exacta en las facciones envejecidas del hombre que tiene delante.
—Vivías en territorio enemigo —añade al fin—. En plena y continua guerra: sólo había que ver tus ojos. En tales situaciones, las mujeres advertimos que los hombres sois mortales y vais de paso, camino de un frente cualquiera. Y nos sentimos dispuestas a enamorarnos de vosotros un poquito más.
—Nunca me gustaron las guerras. Los tipos como yo suelen perderlas.
—Ahora ya da lo mismo —ella asiente con frialdad—. Pero me gusta que no hayas estropeado tu sonrisa de buen muchacho… Esa elegancia que mantienes como el último cuadro en Waterloo. Me recuerdas mucho al hombre que olvidé. Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre… ¿Tienes muchas certidumbres, Max?
—Pocas. Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren.
—Debe de ser eso. Es la duda la que mantiene joven a la gente. La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.
Ha vuelto a poner la mano sobre el mantel. La piel moteada de vida y años.
—Recuerdos, has dicho. Los hombres recuerdan y mueren.
—A mi edad, sí —confirma él—. Ya sólo eso.
—¿Qué hay de las dudas?
—Pocas. Sólo incertidumbres, que no es lo mismo.
—¿Y qué te recuerdo yo?
—A mujeres que olvidé.
Ella parece advertir su irritación, porque ladea un poco la cabeza, observándolo con curiosidad.
—Mientes —dice al fin.
—Demuéstralo.
—Lo haré… Te aseguro que lo haré. Dame sólo unos días.
Mojó los labios en el gin-fizz y observó al resto de los invitados. Habían llegado casi todos, y no superaban la veintena. Era una reunión de corbata negra: smoking los caballeros y espalda desnuda la mayor parte de las mujeres. Joyas escasas y discretas en casi todos los casos, conversaciones educadas que por lo común transcurrían en francés o español. Eran amigos y conocidos de Susana Ferriol. Había algunos refugiados a causa de la guerra, pero no del género que solían mostrar las imágenes de los noticiarios; el resto estaba compuesto por miembros de la clase internacional asentada de modo permanente en Niza y alrededores. Con aquella cena, la anfitriona presentaba a sus amistades locales al matrimonio Coll, una pareja de catalanes que había logrado salir de la zona roja. Por suerte para ellos, aparte de un piso en un edificio de Barcelona construido por Gaudí, una torre en Palamós y algunas fábricas y almacenes ahora gestionados por sus trabajadores, los Coll tenían en bancos europeos el dinero necesario para aguardar a que las cosas volviesen a ser lo que fueron. Minutos antes, Max había asistido a una animada conversación de la señora Coll —caderas anchas y ojos grandes, menuda y pizpireta—, en la que ésta contaba a varios invitados cómo ella y su marido habían dudado al principio entre Biarritz y Niza, decidiéndose por ésta a causa de las bondades del clima.
—La querida Suzi ha sido tan amable de buscarnos una villa para alquilar. Aquí mismo, en Boron… El Savoy estaba bien, pero no es igual. Una casa propia siempre es una casa propia… Además, con el Tren Azul tenemos París a un paso.
Dejó Max la copa vacía en una mesa, junto a uno de los grandes ventanales por los que podía verse el exterior de la casa iluminado: el camino de grava menuda y la rotonda con grandes plantas verdes ante la entrada principal, los automóviles alineados bajo las palmeras y los cipreses, relucientes a la luz de los faroles eléctricos, con los chóferes agrupando brasas de cigarrillos a un lado de la escalinata de piedra —Max había llegado en el Chrysler Imperial de la baronesa Schwarzenberg, que ahora estaba sentada en el salón contiguo charlando con un actor de cine brasileño—. Más allá de los árboles que poblaban el jardín, Niza se asomaba a la bahía en un arco iluminado en torno a la mancha oscura del mar, con la pequeña cuña reluciente de la Jetée-Promenade incrustada en ella como una joya.
—¿Otro cocktail, señor?
Negó con la cabeza, y mientras el camarero se alejaba dirigió una mirada en torno. Una pequeña jazz-band tocaba en el salón, recibiendo a los invitados entre el aroma de ramos de flores puestos en jarrones de vidrio azul y rojo. Faltaban veinte minutos para la cena. En el comedor, que podía verse a través de la puerta acristalada, había cubiertos para veintidós personas. Según la cartulina puesta en un atril a la entrada, al señor Costa le correspondía un lugar casi al extremo de la mesa. A fin de cuentas, allí su único aval era ser acompañante de la baronesa Schwarzenberg; y eso, socialmente, no suponía gran cosa. Al serle presentado, Susana Ferriol le había dedicado la sonrisa precisa y las palabras justas, propias de una anfitriona eficaz y consciente de sus obligaciones —qué placer tenerlo aquí, muchísimo gusto—, antes de hacerlo pasar, presentarle a algunos invitados, situarlo cerca de los camareros y olvidarlo por el momento. Susana Ferriol —Suzi para los íntimos— era una mujer morena y muy delgada, casi tan alta como Max, con unas facciones angulosas, duras, en las que destacaban unos intensos ojos negros. No vestía de noche de modo convencional: llevaba un elegante conjunto-pantalón blanco rayado de plata que favorecía su extrema delgadez, y sobre el que Max habría apostado uno de sus gemelos de nácar a que en algún lugar del forro interior llevaba cosida una etiqueta de Chanel. La hermana de Tomás Ferriol se movía entre sus amigos con una afectación lánguida y sofisticada de la que, sin duda, era consciente en exceso. Según había comentado la baronesa Schwarzenberg, recostada en el asiento trasero del automóvil mientras venían de camino, la elegancia podía adquirirse con dinero, educación, aplicación e inteligencia; pero llevarla con naturalidad plena, querido —el resplandor de los faros iluminaba su sonrisa maliciosa—, requería haber gateado de niño sobre alfombras orientales auténticas. Un par de generaciones, por lo menos. Y los Ferriol —el padre hizo su primer dinero durante la Gran Guerra como contrabandista de tabaco en Mallorca— sólo eran riquísimos desde hacía una.
—Hay excepciones, naturalmente. Y eres una de ellas, amigo mío. A pocos he visto cruzar el vestíbulo de un hotel, dar fuego a una mujer o pedir un vino a un sommelier como lo haces tú. Y eso que nací cuando Leningrado se llamaba San Petersburgo… Imagina lo que he visto, y lo que veo.
Dio unos pasos Max, recorriendo el salón con cautela de cazador. Aunque la villa era una de las típicas construcciones de principios de siglo, el interior estaba amueblado de forma funcional y escueta, a la más reciente moda: líneas rectas y limpias, paredes desnudas excepto por algún cuadro moderno, muebles de acero, madera pulida, cuero y cristal. Los ojos vivos del antiguo bailarín mundano, adiestrados en el oficio de buscavidas, no perdían detalle del lugar ni de los invitados. Ropa, joyas, bisutería, conversaciones. Humo de tabaco. Con pretexto de sacar un cigarrillo se detuvo entre salón y vestíbulo para echar un vistazo a la escalera que conducía al piso superior. Según los planos que había estudiado en su habitación del Negresco, más allá se encontraban la biblioteca y el despacho que usaba Ferriol cuando iba a Niza. Acercarse a la biblioteca no era difícil: la puerta estaba abierta, y al fondo relucía el dorado de los libros en sus estantes. Anduvo unos pasos con la pitillera abierta en la mano y se detuvo de nuevo, esta vez con actitud de prestar atención a los cinco músicos vestidos de etiqueta que tocaban un swing suave —I Can’t Get Started— entre macetas con plantas, cerca de una vidriera que daba por aquella parte al jardín. Apoyado en la puerta de la biblioteca, cerca de una pareja de franceses que discutían en voz baja —la mujer era rubia y atractiva, con exceso de maquillaje en los párpados—, encendió al fin el cigarrillo, miró dentro de la habitación y localizó la puerta del despacho, que según los informes solía estar cerrada con llave. El acceso no era difícil, concluyó. Todo estaba en la primera planta, y no había rejas. La caja fuerte se encontraba en un armario empotrado en la pared, cerca de una ventana. A falta de poder verla desde fuera, esa ventana era un camino posible. Otro, la vidriera junto a la que tocaban los músicos, que daba a una terraza. Punta de diamante o destornillador para la ventana, ganzúa para la cerradura del despacho. Una hora dentro, algo de suerte y todo resuelto. En esa fase, al menos.
Llevaba demasiado tiempo solo en el vestíbulo, y eso no convenía. Aspiró el humo del cigarrillo mientras miraba alrededor con aire indolente. Llegaban los últimos invitados. Ya había hecho un par de contactos previos, sonrisas adecuadas, palabras amables. Gestos idóneos con las señoras como destinatarias, simpatía de franca apariencia para maridos y acompañantes. Después de la cena algunas parejas se animarían a bailar; por lo general eso daba a Max oportunidades casi infalibles —sobre todo con las mujeres casadas: solían tener problemas, lo que allanaba el camino y le ahorraba a él conversación—; pero no estaba dispuesto a internarse por tan peligroso terreno aquella noche. No podía llamar la atención. No allí, en absoluto, con lo que había en juego. Sin embargo, al moverse sentía de vez en cuando las miradas de ellas. Algún comentario en voz baja: quién es ese hombre apuesto, etcétera. Por esas fechas tenía Max treinta y cinco años y llevaba quince interpretando miradas. Todos atribuían su presencia allí a una vaga liaison con Asia Schwarzenberg, y era conveniente que así lo creyeran. Decidió acercarse a un grupo de dos hombres y una mujer que conversaban en un sofá de cuero y acero, sentados ella y uno de los hombres, de pie el otro. Ya había bromeado con el que estaba sentado, a poco de llegar: un tipo algo grueso, de bigotito rubio, pelo cortado a cepillo y rostro simpático, que le había dado su tarjeta: Ernesto Keller, cónsul adjunto de Chile en Niza. También la mujer le era familiar, aunque no de aquella noche. Una actriz, creyó recordar. Española, también. Bella y seria. Conchita algo. Monteagudo, quizá. O Montenegro. Por un instante, todavía inmóvil, se vio en un espejo grande de marco liso y ovalado que estaba sobre una mesa estrecha de cristal: la blancura resplandeciente de la camisa entre las solapas de raso negro, del pañuelo que asomaba en el bolsillo superior, de la porción exacta de puño almidonado que sobresalía de cada manga de su chaqueta de smoking entallada en la cintura; una mano introducida con negligencia en el bolsillo derecho del pantalón, otra medio alzada con el cigarrillo humeante, mostrando parte de la correa y la caja de oro de un cronómetro extraplano Patek Philippe que valía ocho mil francos. Después miró la alfombra de grandes rombos blancos y marrones bajo el charol de sus zapatos, y pensó —seguía haciéndolo a menudo— en su amigo el cabo legionario Boris Dolgoruki-Bragation. Lo que habría dicho, o reído, entre dos copas de coñac, de seguir vivo, al verlo allí de tal guisa. Desde el niño que jugaba en las orillas del Riachuelo en Buenos Aires, o desde el soldado que ascendía fusil en mano entre cadáveres momificados bajo el sol por la cuesta calcinada de Monte Arruit, Max Costa había recorrido un largo camino hasta pisar la alfombra de esa villa en la Costa Azul. Y aún quedaba un difícil tramo hasta la puerta del despacho que aguardaba cerrada, al fondo de la biblioteca, insondable como el Destino. Aspiró una bocanada corta y precisa de humo, mientras concluía también que los azares y riesgos de ciertos caminos nunca se desvanecían del todo —el recuerdo de Fito Mostaza, superpuesto al de los espías italianos, lo desasosegó de nuevo—. Y que, en esencia, el único día realmente fácil en su vida era el que cada noche, al sumirse en un sueño siempre indeciso e inquieto, lograba dejar atrás.
Entonces olió un perfume suave, cercano, de mujer. Arpège, identificó por instinto. Y al volverse —habían pasado nueve años desde Buenos Aires—, vio a su lado a Mecha Inzunza.