Salen a dar una vuelta tras cenar en el Vittoria, disfrutando de la temperatura agradable. Mecha ha presentado a Max a los otros —«Un querido amigo, de hace más años de los que puedo recordar»— y él se ha integrado en el grupo sin esfuerzo, con el aplomo que siempre tuvo para desenvolverse en toda clase de situaciones: la simpática naturalidad, hecha de buenos modales y prudente ingenio, que tantas puertas abrió en otros tiempos, cuando cada día era un desafío y un combate por la supervivencia.
—¿Así que vive en Amalfi? —se interesa Jorge Keller.
La calma de Max es perfecta.
—Sí. Por temporadas.
—Hermoso lugar, ése. Lo envidio de veras.
Es un muchacho agradable, concluye Max. En buena forma física: como esos chicos norteamericanos que ganan trofeos en la universidad, pero con la pátina de un buen barniz europeo. Se ha quitado la corbata, remangado la camisa sobre los antebrazos, y con la chaqueta al hombro encaja poco en la idea que suele tenerse de un aspirante a campeón mundial de ajedrez. Y la partida aplazada no parece inquietarlo. Durante la cena se ha mostrado divertido y desenvuelto, cambiando bromas con su maestro y ayudante Karapetian. A los postres quiso éste retirarse para analizar las variantes de la jugada secreta, adelantando el trabajo que él e Irina Jasenovic abordarán mañana con Keller tras el desayuno. Fue Karapetian quien, antes de irse, sugirió lo del paseo. Te irá bien, le dijo al joven, para despejar la cabeza. Diviértete un rato, y que te acompañe Irina.
—¿Cuánto tiempo llevan juntos? —quiso saber Max mientras se alejaba el ayudante.
—Demasiado —suspiró Keller, con el tono festivo de quien habla de un profesor apenas vuelve éste la espalda—. Y eso significa más de la mitad de mi vida.
—Le hace más caso que a mí —apuntó Mecha.
El joven se echó a reír.
—Tú sólo eres mi madre… Emil es el guardián del calabozo.
Miraba Max a Irina Jasenovic, preguntándose hasta qué punto podía ser llave de ese calabozo al que aludía Keller. No era exactamente bonita, decidió. Atractiva, quizá, con su juventud, aquella falda tan corta y tan swinging-London, los ojos negros grandes y rasgados. Parecía callada y dulce. Una chica lista. Más que enamorados, ella y Keller tenían aspecto de jóvenes camaradas que se entendieran por señas y miradas a espaldas de la gente mayor, como si el ajedrez que los había unido fuese una transgresión cómplice. Una inteligente y compleja travesura.
—Tomemos algo —propone Mecha—. Allí.
Han bajado conversando por San Antonino y la via San Francesco hacia los jardines del hotel Imperial Tramontano, donde en un templete situado entre las buganvillas, palmeras y magnolios iluminados por farolitos, un grupo musical toca ante una treintena de personas —polos, suéters sobre los hombros, minifaldas y pantalones vaqueros— que ocupan mesas alrededor de la pista situada cerca de la cornisa del acantilado, sobre el paisaje negro de la bahía y las luces lejanas de Nápoles al fondo.
—Mi madre nunca habló de usted, que yo recuerde… ¿Dónde se conocieron?
—En un barco, a finales de los años veinte. Rumbo a Buenos Aires.
—Max era bailarín mundano a bordo —añade Mecha.
—¿Mundano?
—Profesional. Bailaba con las señoras y las jovencitas, y lo hacía bastante bien… Tuvo mucho que ver con el famoso tango de mi primer marido.
El joven Keller acoge esa información con indiferencia. O los tangos lo traen sin cuidado, deduce Max, o no le agrada que se mencione la anterior vida familiar de su madre.
—Ah, eso —comenta, frío—. El tango.
—¿Y a qué se dedica ahora? —se interesa Irina.
El chófer del doctor Hugentobler compone un gesto adecuado, entre convincente e inconcreto.
—Negocios —responde—. Tengo una clínica en el norte.
—No está mal —comenta Keller—. De bailarín de tangos a propietario de una clínica y de una villa en Amalfi.
—Con etapas intermedias no siempre prósperas —precisa Max—. Cuarenta años dan de sí.
—¿Conoció a mi padre? ¿A Ernesto Keller?
Un gesto vago, de hacer memoria.
—Es posible… No estoy seguro.
La mirada de Max encuentra la de Mecha.
—Lo conociste en la Riviera —apunta ella, serena—. Durante la guerra de España, en casa de Suzi Ferriol.
—Ah. Es verdad… Claro.
Los cuatro piden bebidas: refrescos, agua mineral y un negroni para Max. Mientras el camarero regresa con la bandeja cargada, la batería redobla parche y platillos, suenan dos guitarras eléctricas, y el cantante —un galán maduro con bisoñé y chaqueta de fantasía, que imita el estilo de Gianni Morandi— empieza a cantar Fatti mandare dalla mamma. Jorge Keller y la muchacha cambian un rápido beso y salen a bailar a la pista, entre la gente, moviéndose ágiles al vivo ritmo del twist.
—Increíble —comenta Max.
—¿Qué te parece increíble?
—Tu hijo. Su manera de ser. De comportarse.
Ella lo mira con sorna.
—¿Te refieres al aspirante a campeón del mundo de ajedrez?
—A ese mismo.
—Ya veo. Imagino que esperabas un chico pálido y huraño, en una nube de sesenta y cuatro escaques.
—Algo por el estilo. Sí.
Mueve Mecha la cabeza. No debes engañarte, le advierte. La nube también esta ahí. Aunque no lo parezca, el joven sigue jugando la partida aplazada. Lo que lo distingue de otros, sin duda, es su forma de enfrentarse a ello. Algunos grandes maestros se aíslan del mundo y de la vida, concentrados como monjes. Pero Jorge Keller no es así. Su forma de jugar, precisamente, consiste en proyectar el juego del ajedrez en el mundo y en la vida.
—Bajo esa apariencia equívocamente normal, tan vitalista —concluye—, hay una concepción del espacio y de las cosas que nada tiene que ver con la tuya, o la mía.
Asiente Max, que observa a Irina Jasenovic.
—¿Y ella?
—Es una chica extraña. Yo misma no alcanzo a penetrar lo que tiene en la cabeza… Es una gran jugadora, sin duda. Eficaz y lúcida… Pero no sé hasta qué punto su manera de comportarse sale de ella misma, o si es la relación con Jorge lo que determina eso. Ignoro cómo era antes.
—Nunca pensé que hubiera buenos ajedrecistas entre las mujeres… Siempre lo creí un juego masculino.
—Pues no es así. Hay muchas con la categoría de gran maestro, sobre todo en la Unión Soviética. Lo que pasa es que pocas llegan a los títulos mundiales.
—¿Por qué?
Mecha bebe un sorbo de agua y se queda un momento pensativa. Emil Karapetian, dice al cabo, tiene una teoría sobre eso. No es lo mismo jugar algunas partidas que un torneo o un campeonato mundial: esto exige esfuerzo continuado, concentración extrema y gran estabilidad emocional. A las mujeres, que suelen estar sometidas a altibajos biológicos, mantener esa estabilidad uniforme durante las semanas o meses que dura una competición de alto nivel les cuesta más. Factores como la maternidad, o los ciclos menstruales, pueden romper el equilibro imprescindible en una prueba extrema de ajedrez. Por eso pocas llegan a tal nivel.
—¿Y tú estás de acuerdo?
—Un poco. Sí.
—¿También Irina piensa lo mismo?
—No, en absoluto. Sostiene que no hay ninguna diferencia.
—¿Y tu hijo?
—Está de acuerdo con ella. Dice que es cuestión de actitudes y costumbres. Cree que las cosas cambiarán mucho en los próximos años, en ajedrez como en todo lo demás… Que están cambiando ya, con la revolución de los jóvenes, la Luna al alcance de la mano, la música, la política y todo eso.
—Seguramente tiene razón —admite Max.
—Lo dices como si no lo lamentases.
Lo observa, interesada. Sus palabras han sonado más a provocación que a comentario casual. Responde él con gesto elegante. Melancólico.
—Cada época tiene su momento —opina en tono comedido—. Y su gente. La mía acabó hace tiempo, y yo detesto los finales prolongados. Hacen perder los modales.
Mecha rejuvenece al sonreír, confirma él, como si eso alisara su piel. O tal vez sea el destello cómplice de la mirada, que ahora es idéntica a la que recuerda.
—Sigues haciendo bonitas frases, amigo mío. Siempre me pregunté de dónde las sacabas.
Resta importancia el antiguo bailarín mundano, cual si la respuesta fuese obvia.
—Tomadas aquí y allá, supongo… Luego es cuestión de colocarlas en el momento oportuno.
—Pues tus modales permanecen intactos. Sigues siendo el perfecto charmeur al que conocí hace cuarenta años, en aquel barco tan limpio y tan blanco que parecía recién hervido… Antes has hablado de tu época sin incluirme en ella.
—Tú sigues viva. No hay más que verte con tu hijo y los demás.
La primera frase ha sonado a lamento, y Mecha lo estudia reflexiva. Quizás súbitamente alerta. Por un segundo siente Max flaquear su cobertura; así que gana tiempo inclinándose sobre la mesa para llenar de agua el vaso de la mujer. Cuando se echa atrás en la silla, todo está de nuevo bajo control. Pero ella sigue observándolo, penetrante.
—No comprendo por qué hablas así. Ese tono amargo. Las cosas no te han ido mal.
Max hace un ademán impreciso. También aquello, se dice, es una manera de jugar al ajedrez. Quizá no ha hecho otra cosa en toda su vida.
—Cansancio, puede ser la palabra —responde, cauto—. Un hombre debe saber cuándo se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol o la vida.
—Otra bonita frase. ¿De quién es?
—Lo olvidé —ahora sonríe, de nuevo dueño del terreno—. Hasta podría ser mía, figúrate. Soy demasiado viejo para saberlo.
—¿También cuándo dejar a una mujer?… Hubo un tiempo en que eras experto en eso.
La mira con calculada mezcla de afecto y reproche; pero Mecha niega con un ademán, descartando aquello. Sin aceptar la complicidad que le propone.
—No sé de qué te lamentas —insiste ella—. O qué finges lamentar. La tuya fue una vida peligrosa… Podías haber acabado de modo muy distinto.
—¿En la miseria, quieres decir?
—O en la cárcel.
—Estuve en una y otra —admite—. Pocas veces y poco tiempo, pero estuve.
—Es asombroso que cambiases de vida… ¿Cómo lo conseguiste?
De nuevo compone Max un gesto ambiguo que abarca toda clase de posibilidades imaginarias. Con frecuencia, un solo detalle superfluo puede arruinar las mejores coberturas.
—Tuve un par de golpes de suerte después de la guerra. Amigos y negocios.
—¿Y alguna mujer con dinero, tal vez?
—No creo… No recuerdo.
El hombre que Max fue en otro tiempo encendería ahora un cigarrillo con elegante parsimonia, provocando la pausa oportuna. Pero ya no fuma; y además la ginebra del negroni le ha sentado como un tiro en el estómago. Así que se limita a mostrarse impasible. Ocupada la mente en desear una cucharada de sales de fruta diluida en un vaso de agua tibia.
—¿No sientes nostalgia, Max?… De aquel tiempo.
Ella observa a su hijo y a Irina, que siguen bailando bajo los farolitos del parque. Un rock, ahora. Max los mira evolucionar por la pista y luego se fija en las hojas que amarillean en la penumbra o están caídas secas en el suelo, junto a las mesas.
—Siento nostalgia de mi juventud —responde—, o más bien de lo que esa juventud hacía posible… Por otra parte, he descubierto que el otoño tranquiliza. A mi edad hace sentirse a salvo, lejos de los sobresaltos que produce la primavera.
—No seas tan absurdamente gentil. Di a nuestra edad.
—Jamás.
—Eres un bobo.
Un silencio grato, de nuevo cómplice. Mecha saca del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos y lo deja sobre la mesa, aunque no enciende ninguno.
—Sé a qué te refieres —dice al fin—. También a mí me pasa. Un día caí en la cuenta de que había más gente desagradable en las calles, los hoteles ya no eran tan elegantes ni los viajes tan divertidos. Que las ciudades eran más feas y los hombres más zafios y menos atractivos… Y al fin, la guerra en Europa barrió lo que quedaba.
Permanece callada de nuevo, un instante.
—Por suerte tuve a Jorge —añade.
Max asiente abstraído, reflexionando sobre cuanto acaba de escuchar. No lo comenta en voz alta, pero ella se equivoca. Respecto a él, por lo menos. Su problema no es de nostalgia por el mundo de ayer, sino algo más prosaico. Durante la mayor parte de su vida intentó sobrevivir en ese mundo, adaptándose a un escenario que, al derrumbarse, acabaría arrastrándolo. Cuando eso ocurrió, era demasiado tarde para empezar de nuevo: la vida había dejado de ser un vasto territorio de caza poblado de casinos, hoteles caros, transatlánticos y lujosos trenes expresos, donde la forma de trazarse la raya en el pelo o de encender un cigarrillo podían influir en la fortuna de un joven audaz. Hoteles, viajes, lugares, hombres más zafios y menos atractivos, había dicho Mecha con singular precisión. Aquella vieja Europa, la que bailó en los dancings y palaces el Bolero de Ravel y el Tango de la Guardia Vieja, ya no podía contemplarse al trasluz de una copa de champaña.
—Dios mío, Max… Eras guapísimo. Con ese aplomo tuyo, tan elegante y canalla a la vez.
Lo contempla con extrema atención, cual si buscara en su rostro envejecido al joven apuesto que conoció. Dócil, haciendo gala de un distinguido estoicismo —en los labios una mueca suave, de hombre de mundo resignado a lo inevitable—, él se somete al examen.
—Singular historia, ¿verdad? —concluye al fin ella, dulcemente—. Tú y yo… Nosotros, el Cap Polonio, Buenos Aires y Niza.
Con perfecta sangre fría, sin decir palabra, Max se inclina un poco sobre la mesa, toma una mano de la mujer y la besa.
—No es verdad lo que dije el otro día —Mecha gratifica el gesto con una mirada radiante—. Estás muy bien para tu edad.
Se encoge él de hombros con la adecuada modestia.
—No es verdad. Soy un viejo como cualquier otro, que ha conocido el amor y el fracaso.
La carcajada de ella suscita miradas en las mesas próximas.
—Condenado pirata. Eso tampoco es tuyo.
Max ni siquiera parpadea.
—Pruébalo.
—Al decirlo has rejuvenecido treinta años… ¿Ponías la misma cara impasible cuando te interrogaba la policía?
—¿Qué policía?
Ahora ríen los dos. También Max, mucho. Sinceramente.
—Tú sí que estás bien —dice después—. Eras… Eres la mujer más hermosa que vi nunca. La más elegante y la más perfecta. Parecía que anduvieses por la vida con un foco que siguiera tus pasos, iluminándote continuamente. Como esas actrices de cine que parecen interpretar mitos que ellas mismas crearon.
De pronto Mecha se ha puesto seria. Al cabo de un instante la ve sonreír con desgana. Cual si lo hiciera desde lejos.
—El foco se apagó hace tiempo.
—No es verdad —opone Max.
Ella ríe de nuevo, pero de modo distinto.
—Oye, basta. Somos dos viejos hipócritas, mintiéndonos mientras los jóvenes bailan.
—¿Quieres bailar?
—No seas tonto… Viejo, caradura y tonto.
Ha cambiado el ritmo de la música. El cantante del bisoñé y la chaqueta de fantasía se ha tomado un respiro: suenan los compases instrumentales de Crying in the Chapel y las parejas se abrazan en la pista. También bailan así Jorge Keller e Irina. La joven apoya la cabeza en un hombro del ajedrecista, sus manos cruzadas tras la nuca de éste.
—Parecen enamorados —comenta Max.
—No sé si es la palabra. Tendrías que verlos cuando analizan partidas con un tablero delante. Ella puede ser implacable, y él se revuelve como un tigre furioso… A menudo es Emil Karapetian quien tiene que hacer de árbitro. Pero la combinación resulta eficaz.
Max se ha vuelto a mirarla con atención.
—¿Y tú?
—Oh, bueno. Como dije antes, soy la madre. Me quedo fuera, como ahora. Observándolos. Atenta a cubrir las necesidades. La logística… Pero todo el tiempo sé dónde estoy.
—Podrías vivir tu propia vida.
—¿Y quién dice que ésta no es mi propia vida?
Golpetea suavemente con las uñas sobre el paquete de cigarrillos. Al fin coge uno y Max se lo enciende, solícito.
—Tu hijo se te parece mucho.
Mecha expulsa el humo, mirándolo con súbito recelo.
—¿En qué?
—El físico, sin duda. Delgado, alto. Hay algo en sus ojos cuando sonríe que recuerda a los tuyos… ¿Cómo era su padre, el diplomático? Realmente apenas me acuerdo. Un hombre agradable y elegante, ¿no?… Aquella cena en Niza. Y poco más.
Ella escucha con curiosidad, tras las espirales grises que deshace la brisa suavísima del mar cercano.
—Podrías ser tú el padre… ¿Nunca se te ocurrió pensarlo?
—No digas cosas absurdas. Te lo ruego.
—No es absurdo. Piensa un momento. La edad de Jorge. Veintiocho años… ¿No te sugiere nada?
Se remueve él en la silla, incómodo.
—Por favor. Podría…
—¿Podría ser cualquiera, quieres decir?
De pronto parece molesta. Sombría. Apaga el cigarrillo con brusquedad, aplastándolo en el cenicero.
—Tranquilízate. No es hijo tuyo.
Pese a todo, Max no acaba de quitarse aquello de la cabeza. Sigue pensando, desazonado. Haciendo cálculos absurdos.
—Aquella última vez, en Niza…
—Oh, maldito seas. Por Dios… Al diablo tú y Niza.
La mañana era fresca y espléndida. Ante la ventana de la habitación del hotel de París, en Montecarlo, los árboles agitaban sus ramas y perdían las primeras hojas de otoño a causa del mistral, que llevaba dos días soplando en el cielo sin nubes. Minucioso, atento a cada detalle de la ropa, Max —pelo alisado con fijador, aroma reciente a masaje facial— terminó de vestirse: abotonó el chaleco y se puso la chaqueta del traje de cheviot castaño de siete guineas, hecho a medida cinco meses antes en Londres por Anderson & Sheppard. Después se introdujo un pañuelo blanco en el bolsillo superior, dio un último toque a la corbata de rayas rojas y grises, comprobó de un vistazo el lustrado de los zapatos de cuero marrón y llenó los bolsillos con los objetos dispuestos sobre la cómoda: una estilográfica Parker Duofold, una pitillera de carey —ésta sí tenía grabadas sus propias iniciales— con veinte cigarrillos turcos, y una billetera de piel que contenía dos mil francos, la carte de saison para el círculo privado del Casino y la tarjeta de socio del Sporting Club. El encendedor Dunhill de gasolina chapado en oro estaba en la mesita de desayuno situada junto a la ventana, sobre un diario con las últimas noticias de la guerra de España —Las tropas de Franco intentan reconquistar Belchite, era el titular—. Se metió el encendedor en el bolsillo, tiró el diario a la papelera, cogió el sombrero de fieltro y el bastón de Malaca, y salió al pasillo.
Vio a los dos hombres al pisar los últimos peldaños de la espléndida escalera, bajo la cúpula acristalada del vestíbulo. Estaban sentados, con los sombreros puestos, en uno de los sofás situados a la derecha, junto a la puerta del bar; y al principio los tomó por policías. A los treinta y cinco años —hacía siete que había dejado de trabajar como bailarín mundano en hoteles de lujo y transatlánticos—, Max poseía un instinto profesional afinado en detectar situaciones de riesgo. Un rápido vistazo dirigido a los dos sujetos lo convenció de que ésa lo era: al verlo aparecer habían cambiado entre ellos algunas palabras, y ahora lo miraban con visible interés. Con aire casual, a fin de evitar una escena inconveniente en el vestíbulo —quizá una detención, aunque en Mónaco estaba limpio de antecedentes—, Max fue al encuentro de los dos hombres, aparentando dirigirse al bar. Cuando llegó a su altura, los dos se pusieron de pie.
—¿El señor Costa?
—Sí.
—Me llamo Mauro Barbaresco, y mi amigo es Domenico Tignanello. ¿Podríamos charlar un momento?
El que había hablado —en correcto español pero con marcado acento italiano— era fuerte de hombros, de nariz aguileña y ojos vivos, e iba vestido con un traje gris algo estrecho cuyos pantalones se abolsaban en las rodillas. El otro era más bajo y grueso, tenía un rostro meridional, melancólico, con un lunar grande en la mejilla izquierda, y llevaba un terno oscuro a rayas —arrugado y con brillos en los codos, observó Max— con corbata demasiado ancha y zapatos sucios. Los dos debían de andar por la treintena larga.
—Sólo dispongo de media hora. Después tengo un compromiso.
—Será suficiente.
La sonrisa del de la nariz aguileña parecía demasiado amistosa para ser tranquilizadora —Max sabía por experiencia que un policía sonriente era más peligroso que uno serio—; pero si aquellos dos estaban del lado de la ley y el orden, concluyó, no era de un modo convencional. Por otra parte, que conocieran su nombre no tenía nada de particular. En Montecarlo estaba registrado como Máximo Costa, su pasaporte venezolano era auténtico y estaba en regla. También tenía una cuenta de cuatrocientos treinta mil francos en la sucursal del Barclays Bank; y en la caja fuerte del hotel, otros cincuenta mil que lo avalaban como cliente honorable; o, al menos, solvente. Sin embargo, algo daba mala espina en aquellos dos. Su olfato adiestrado en terrenos difíciles detectaba problemas.
—¿Podemos invitarlo a una copa?
Dirigió Max un vistazo al interior del bar: Emilio, el barman, agitaba una coctelera detrás de la barra americana, y varios clientes bebían sus aperitivos sentados en sillas de cuero, entre las paredes con apliques de cristal y paneles de madera barnizada. No era lugar idóneo para conversar con aquellos dos, así que señaló la puerta giratoria que daba a la calle.
—Vamos enfrente. Al café de París.
Cruzaron la plaza ante el Casino, donde el portero, con buena memoria para las propinas, saludó a Max. El viento del norte teñía el mar cercano de un color azul más intenso de lo habitual, y las montañas que dislocaban en abruptos grises y ocres el relieve de la costa parecían más limpias y próximas en aquel extenso paisaje de villas, hoteles y casinos que era la Costa Azul: un bulevar de sesenta kilómetros habitado por camareros tranquilos que esperaban a clientes, croupiers lentos que esperaban a jugadores, mujeres rápidas que esperaban a hombres con dinero, y buscavidas despiertos que, como el propio Max, esperaban la ocasión de beneficiarse de todo eso.
—Va a cambiar el tiempo —comentó el llamado Barbaresco a su compañero, mirando el cielo.
Por alguna razón que no se detuvo a considerar, a Max le pareció que sonaba como amenaza, o advertencia. De cualquier modo, la certeza de complicaciones inminentes se afianzaba cada vez más. Procurando mantener la cabeza fría eligió una mesa bajo las sombrillas de la terraza del café, en la parte más tranquila. La fachada imponente del Casino quedaba a la izquierda, y el hotel de París y el Sporting Club al otro lado de la plaza. Tomaron asiento, acudió el camarero y encargaron bebidas: patrióticos cinzanos Barbaresco y Tignanello, y Max un combinado Riviera.
—Tenemos una propuesta que hacerle.
—Cuando dice tenemos, ¿a quién se refiere?
Se quitó el sombrero el italiano, pasándose después una mano por la cabeza. Tenía el cráneo calvo y bronceado. Unido a la anchura de los hombros, eso le daba un aspecto atlético. Deportivo.
—Somos intermediarios —dijo.
—¿De quién?
Una sonrisa cansada. El italiano miraba, sin tocarla, la bebida roja que el camarero le había puesto delante. Su melancólico compañero había cogido la suya y la acercaba a los labios, cauto, como si desconfiara de la rodaja de limón que tenía dentro.
—A su debido tiempo —repuso Barbaresco.
—Bien —Max se disponía a encender un cigarrillo—. Veamos esa propuesta.
—Un trabajo en el sur de Francia. Muy bien pagado.
Sin accionar el encendedor, Max se puso en pie con mucha calma, llamó al camarero y pidió la cuenta. Tenía demasiada experiencia en provocadores, soplones y policías camuflados como para prolongar aquella situación.
—Ha sido un placer, caballeros… Ya dije antes que tengo un compromiso. Les deseo un buen día.
Los dos individuos permanecieron sentados, sin alterarse. Barbaresco sacó del bolsillo un documento de identidad y lo mostró, abierto.
—Esto es serio, señor Costa. Algo oficial.
Max miró el carnet. Tenía pegada la foto de su propietario junto al escudo de Italia y las siglas SIM.
—Mi amigo tiene otro igual que éste… ¿Verdad, Domenico?
Asintió el otro, taciturno como si en vez de preguntarle por un documento de identidad le hubiesen preguntado si tenía tuberculosis. También se había quitado el sombrero y lucía un pelo negro rizado y grasiento que acentuaba su aspecto meridional. Siciliano o calabrés, imaginó Max. Con toda la melancolía racial de allá abajo pintada en la cara.
—¿Y son auténticos?
—Como hostias consagradas.
—Sean lo que sean, su jurisdicción acaba en Ventimiglia, me parece.
—Estamos aquí de visita.
Max volvió a sentarse. Como todo el que leyera periódicos, estaba al corriente de las pretensiones territoriales de Italia, que desde la toma del poder por Mussolini reclamaba la antigua frontera en el sur de Francia, extendiendo su reivindicación hasta el río Var. Tampoco se le escapaba que, con el ambiente creado por la guerra de España y las tensiones políticas en Europa y el Mediterráneo, la franja costera que incluía Mónaco y el litoral francés hasta Marsella era un hormiguero de agentes italianos y alemanes. Sabía, asimismo, que SIM significaba Servizio Informazioni Militare, y que bajo ese nombre eran conocidos los servicios secretos exteriores del régimen fascista.
—Antes de entrar en materia, señor Costa, permítame decirle que lo sabemos todo sobre su persona.
—¿Cuánto de todo?
—Juzgue usted mismo.
Tras aquel preámbulo, Barbaresco se bebió el vermut —tres sorbos prolongados a modo de pausas— mientras resumía con notable eficiencia, en aproximadamente dos minutos, la trayectoria profesional de Max en Italia durante los últimos años. Eso incluía, entre otros sucesos menores, un robo de joyas a una norteamericana llamada Howells en su apartamento de la via del Babuino de Roma, otro robo en el Gran Hotel de la misma ciudad a una ciudadana belga, una apertura de caja fuerte en una villa de Bolzano propiedad de la marquesa Greco de Andreis, y un robo de joyas y dinero a la soprano brasileña Florinda Salgado en una suite del hotel Danieli de Venecia.
—¿Todo eso he hecho? —Max se lo tomaba con calma—. No me diga.
—Pues sí. Se lo digo.
—Resulta extraño que no me hayan detenido hasta ahora… Con tanto delito y tanta prueba en mi contra.
—Nadie habló de pruebas, señor Costa.
—Ah.
—En realidad nunca se confirmó de modo oficial ni una sola sospecha sobre usted.
Cruzando las piernas, Max encendió por fin el cigarrillo.
—No sabe lo que me tranquiliza escuchar eso… Ahora diga qué quieren de mí.
Barbaresco daba vueltas al sombrero entre las manos. Como las de su compañero, se veían fuertes, de uñas chatas. Y seguramente, en caso necesario, peligrosas.
—Hay un asunto —expuso el italiano—. Un problema que debemos resolver.
—¿Aquí, en Mónaco?
—En Niza.
—¿Y qué tengo yo que ver?
—Aunque su pasaporte sea venezolano, usted es de origen argentino y español. Está bien relacionado y se mueve con soltura en ciertos círculos. Hay otra ventaja: nunca ha tenido problemas con la policía francesa; menos todavía que con la nuestra. Eso le da una cobertura respetable… ¿Verdad, Domenico?
Volvió a asentir el otro con rutinaria estolidez. Parecía acostumbrado a que su compañero se encargase de la parte dialogada de su trabajo.
—¿Y qué esperan que haga?
—Que utilice sus habilidades en nuestro beneficio.
—Mis habilidades son diversas.
—En concreto —Barbaresco miró otra vez a su compañero como solicitando su conformidad, aunque el otro no dijo una palabra ni alteró el gesto—, nos interesa su facilidad para introducirse en la vida de ciertos incautos, en especial si son mujeres con dinero. En alguna ocasión demostró también una asombrosa habilidad para escalar paredes, fracturar ventanas y abrir cajas de caudales que estaban cerradas… Este último detalle nos sorprendió, realmente; hasta que tuvimos una conversación con un antiguo conocido suyo, Enrico Fossataro, que nos aclaró las dudas.
Max, que apagaba su cigarrillo, permaneció impasible.
—No conozco a ese individuo.
—Es raro, porque él parece estimarlo mucho a usted. ¿Verdad, Domenico?… Lo define, literalmente, como un buen muchacho y un conspicuo gentleman.
Mantuvo Max la expresión impenetrable mientras sonreía en sus adentros con el recuerdo de Fossataro: un tipo alto, flaco, muy correcto de maneras, que trabajó en la Conforti, una empresa de fabricación de cajas fuertes, antes de emplear sus conocimientos técnicos en desvalijarlas. Se habían encontrado en el café del hotel Capsa de Bucarest el año treinta y uno, poniendo en común sus habilidades en varias lucrativas ocasiones. Fue él quien enseñó a Max el uso de puntas de diamante para cortar vidrios y vitrinas, así como el manejo de instrumentos de cerrajería y la apertura de cajas de caudales. Enrico Fossataro tenía a gala actuar con exquisita limpieza, causando la mínima molestia posible a sus víctimas. «A la gente rica se le roba, pero no se la maltrata —solía decir—. Suele estar asegurada contra el robo, no contra la desconsideración». Hasta su rehabilitación social —había acabado ingresando, como tantos compatriotas, en el partido fascista—, Fossataro fue una leyenda en el mundo del hampa elegante europeo. Aficionado a leer, en cierta ocasión interrumpió a media faena el robo en una casa en Verona, dejándolo todo como estaba al descubrir que el propietario era Gabriele D’Annunzio. Y era famoso el episodio nocturno durante el que, dormida una niñera mediante un pañuelo empapado en éter, Fossataro había estado dando el biberón a un bebé despierto en la cuna mientras sus cómplices desvalijaban la casa.
—O sea —concluyó Barbaresco— que, además de socialmente agradable, con maneras de gigoló, es usted una buena pieza. Lo que los franceses, en su delicadeza, suelen llamar cambrioleur. Aunque sea de guante blanco.
—¿Debería mostrarme sorprendido?
—No hace falta, pues en nuestro caso tiene poco mérito saber de usted. Mi compañero y yo tenemos el aparato del Estado a nuestra disposición. Como sabe, la policía italiana es la más eficaz de Europa.
—Compitiendo con la Gestapo y la NKVD, tengo entendido. En materia de eficacia.
Al otro se le nubló el gesto.
—Usted se refiere sin duda a la gente de la OVRA, que es la policía política fascista. Pero mi amigo y yo somos carabineros. ¿Comprende?… El nuestro es un servicio militar.
—Eso me tranquiliza mucho.
Durante unos segundos de silencio, Barbaresco consideró con visible desagrado la ironía contenida en las palabras de Max. Al fin hizo semblante de dejarlo para más tarde.
—Hay unos documentos importantes para nosotros —explicó—. Están en poder de alguien muy conocido en el mundo de las finanzas internacionales. Por razones complejas, relacionadas con la situación de España, esos documentos se encuentran en una casa de Niza.
—¿Y pretenden que yo los consiga para ustedes?
—Exacto.
—¿Robándolos?
—No es robo, sino recuperación. Hacerlos volver a su dueño.
Bajo la aparente indiferencia de Max, su interés era creciente. Resultaba imposible no sentir curiosidad.
—¿Qué documentos son ésos?
—Lo sabrá a su debido tiempo.
—¿Y por qué precisamente yo?
—Como dije antes, se maneja bien en esa clase de ambientes.
—¿Me toman por Rocambole, o qué?
Por alguna razón desconocida, el nombre del personaje folletinesco dibujó una leve sonrisa en el rostro del llamado Tignanello, que por un instante abandonó su expresión fúnebre mientras se rascaba el lunar de la mejilla. Después siguió mirando a Max con la expresión de quien espera todo el tiempo recibir una mala noticia.
—Eso es espionaje… Ustedes son espías.
—Suena melodramático —pinzando con dos dedos, Barbaresco intentaba inútilmente rehacer la raya desaparecida de su pantalón—. En realidad somos simples funcionarios del Estado italiano. Con dietas, notas de gastos y cosas así —se volvió al otro—. ¿Verdad, Domenico?
A Max no le parecía tan simple. Su parte, al menos.
—El espionaje en tiempo de guerra se castiga con la muerte —dijo.
—Francia no está en guerra.
—Pero puede estarlo pronto. Vienen tiempos feos.
—Los documentos que debe usted recuperar se refieren a España… En el peor de los casos arriesgaría una deportación.
—Pues no me apetece que me deporten. Me gusta Francia.
—Le aseguro que el riesgo es mínimo.
Max miraba a uno y otro con genuina sorpresa.
—Creía que los agentes secretos disponían de su propio personal para tales casos.
—Es lo que mi amigo y yo intentamos ahora —Barbaresco sonreía, paciente—. Conseguir que forme parte de nuestro personal. ¿Cómo cree que se hacen estas cosas, si no?… Los candidatos no llegan y dicen por las buenas: «Quiero ser espía». A veces se les convence por patriotismo, y a veces por dinero… No consta que usted haya mostrado simpatía por uno u otro bando de los que combaten en España. La verdad es que aquello parece serle indiferente.
—En realidad soy más argentino que español.
—Será por eso. De cualquier modo, descartado el móvil patriótico, nos queda el económico. Y en ese terreno sí ha manifestado convicciones firmes. Estamos autorizados a ofrecerle una cantidad respetable.
Entrelazó Max los dedos, apoyadas las manos sobre la rodilla de la pierna que cruzaba sobre la otra.
—¿Cómo de respetable?
Inclinándose ligeramente sobre la mesa, Barbaresco bajó la voz.
—Doscientos mil francos en la moneda que considere oportuna, y un adelanto de diez mil para gastos, en forma de cheque contra la oficina del Crédit Lyonnais en Montecarlo… Del cheque puede disponer ahora mismo.
Miró Max con distraído afecto profesional el rótulo de la joyería que estaba cerca, junto al café. Su propietario, un judío llamado Gompers con el que hacía negocios de vez en cuando, compraba cada tarde a los jugadores del Casino buena parte de las joyas que les había vendido por la mañana.
—Tengo asuntos propios en curso. Eso supondría paralizarlos.
—Creemos que la cantidad ofrecida lo compensa de sobra.
—Necesito tiempo para pensarlo.
—No dispone de ese tiempo. Sólo hay tres semanas para dejarlo todo resuelto.
La mirada de Max se desplazó de izquierda a derecha, desde la fachada del Casino al hotel de París y el edificio contiguo del Sporting Club, con su permanente fila de relucientes Rolls, Daimler y Packard detenidos a lo largo de la plaza y los chóferes conversando en corrillos junto a las escalinatas. Tres noches atrás había doblado allí mismo una racha de suerte: una austríaca madura pero todavía muy bella, divorciada de un fabricante de cueros artificiales de Klagenfurt, con la que había quedado en verse en el Tren Azul cuatro días más tarde, y un cheval en el Sporting, cuando la bolita de marfil se detuvo en el 26 e hizo ganar a Max dieciocho mil francos.
—Se lo voy a decir de otra manera. Yo actúo muy cómodo solo. Vivo a mi aire y nunca se me ocurriría trabajar para un gobierno. Me da igual que sea fascista, nacionalsocialista, bolchevique o de Fumanchú.
—Por supuesto, es usted libre de aceptar o no —el gesto de Barbaresco insinuaba todo lo contrario—. Pero debe considerar también un par de cosas. Su negativa incomodaría a nuestro gobierno. ¿Verdad, Domenico?… Eso hará replantear, sin duda, la actitud de nuestra policía cuando usted, por el motivo que sea, decida pisar suelo italiano.
Hizo Max un rápido cálculo mental. Una Italia prohibida para él significaba renunciar a las americanas excéntricas de Capri y la costa de Amalfi, a las inglesas aburridas que alquilaban villas en las cercanías de Florencia, a los nuevos ricos alemanes e italianos, aficionados al casino y al bar del hotel, que dejaban solas a sus mujeres en Cortina d’Ampezzo y en el Lido de Venecia.
—Y no sólo eso —seguía exponiendo Barbaresco—. Mi patria está en excelentes relaciones con Alemania y otros países de Europa central. Sin contar la más que probable victoria del general Franco en España… Como sabe, las policías suelen ser más eficaces que la Sociedad de Naciones. A veces cooperan entre sí. Un vivo interés en su persona alertaría sin duda a otros países. En ese caso, el territorio donde usted dice trabajar solo y cómodo podría reducirse de manera enojosa… ¿Se imagina?
—Me imagino —admitió Max, ecuánime.
—Pues ahora imagine el caso opuesto. Las posibilidades de futuro. Buenos amigos y un vasto campo de caza… Aparte el dinero que cobrará por esto.
—Necesitaría más detalles. Ver hasta qué punto es posible lo que me proponen.
—Obtendrá esa información pasado mañana, en Niza. Tiene habitación reservada para tres semanas en el Negresco: sabemos que siempre se aloja allí. Sigue siendo un buen hotel, ¿no?… Aunque nosotros preferimos el Ruhl.
—¿Estarán en el Ruhl?
—Ya nos gustaría. Pero nuestros jefes opinan que el lujo debe reservarse para estrellas como usted. Lo nuestro es una modesta casa alquilada cerca del puerto. ¿Verdad, Domenico?… Los espías de etiqueta con una gardenia en el ojal son más bien cosa del cinematógrafo… De ese inglés que hace películas, Hitchcock, y de estúpidos así.
Cuatro días después de la conversación en el café de París, sentado bajo una sombrilla de La Frégate ante el Paseo de los Ingleses de Niza, Max —pantalón blanco de dril, chaqueta cruzada azul marino, bastón y sombrero panamá en la silla contigua— entornaba los ojos, deslumbrado por el intenso reverbero de luz en la bahía. Todo en torno era un resplandor de edificios claros en tonos blancos, rosados y cremas, y el mar reflejaba el sol con tanta intensidad que la numerosa gente que recorría la Promenade, al otro lado de la calzada, semejaba una sucesión de sombras anónimas desfilando a contraluz.
Apenas se notaba el final de la temporada, constató. Los empleados municipales barrían más hojas secas del suelo y el paisaje adoptaba, en las salidas y puestas de sol, tonos otoñales grises y nacarados. Sin embargo, aún quedaban naranjas en los árboles, el mistral mantenía el cielo despejado de nubes y el mar color índigo, y el recorrido a lo largo de la playa de guijarros, frente a la línea de hoteles, restaurantes y casinos, se llenaba de paseantes cada día. A diferencia de otros lugares de la costa, donde las tiendas de lujo empezaban a cerrar, se desmontaban las casetas de baño y los toldos desaparecían en los jardines de los hoteles, en Niza se prolongaba la saison durante el invierno. Pese al turismo de vacaciones pagadas que desde la victoria del Frente Popular invadía el sur de Francia —millón y medio de obreros habían disfrutado aquel año de descuentos en billetes de ferrocarril—, la ciudad conservaba a sus habitantes de toda la vida: jubilados de recursos, matrimonios ingleses con perro incluido, viejas damas que ocultaban los estragos del tiempo bajo sombreros y velos de Chantilly, o familias rusas que, obligadas a vender sus lujosas villas, aún ocupaban modestos apartamentos en el centro de la ciudad. Ni siquiera en plena estación veraniega se disfrazaba Niza de verano: las espaldas desnudas, los pijamas de playa y las alpargatas que hacían furor en lugares cercanos estaban allí mal vistos; y los turistas americanos, los parisienses ruidosos y las inglesas de clase media que pretendían hacerse las distinguidas pasaban sin detenerse camino de Cannes o Montecarlo, tan de largo como los hombres de negocios alemanes e italianos que infestaban la Riviera con su grosería de nuevos ricos engordados a la sombra del nazismo y del fascismo.
Una de las siluetas que desfilaban en el contraluz se destacó de las otras, y a medida que se aproximaba a la terraza y a Max adquirió contornos, facciones propias y aroma de Worth. Para entonces él ya se había puesto en pie, ajustándose el nudo de la corbata; y con una sonrisa, ancha y luminosa como la luz que lo inundaba todo, extendía las dos manos hacia la recién llegada.
—Válgame Dios, baronesa. Estás bellísima.
—Flatteur.
Asia Schwarzenberg tomó asiento, se quitó las gafas de sol, pidió un escocés con agua Perrier y miró a Max con sus grandes ojos almendrados, vagamente eslavos. Éste indicó la carta de servicio en la terraza que estaba sobre la mesa.
—¿Vamos a un restaurante o prefieres comer algo ligero?
—Ligero. Aquí mismo estará bien.
Consultó Max el menú, que tenía impresos por detrás un dibujo del Palais Méditerranée y unas palmeras de la Promenade pintadas por Matisse.
—¿Foie-gras y Château d’Yquem?
—Perfecto.
La mujer sonreía mostrando los dientes muy blancos, ligeramente manchados en los incisivos del carmín que solía dejar en todas partes: cigarrillos, borde de copas, cuellos de camisa de hombres a los que besaba al despedirse. Pero ésa —Worth aparte, perfecto para ropa aunque denso como perfume según el gusto de Max— era la única concesión chocante en ella. A diferencia de los falsos títulos que muchas aventureras internacionales paseaban por la Riviera, el de la baronesa Anastasia Alexandrovna von Schwarzenberg era auténtico. Un hermano suyo, amigo del príncipe Yusupov, había estado entre los asesinos de Rasputín; y su primer marido fue ejecutado por los bolcheviques en 1918. El título de baronesa, sin embargo, procedía de su segundo matrimonio con un aristócrata prusiano, fallecido de un ataque al corazón, arruinado cuando su caballo Marauder perdió por una cabeza el Grand Prix de Deauville en 1923. Sin otros recursos aunque bien relacionada, muy alta, delgada y elegante de maneras, Asia Schwarzenberg había trabajado durante un tiempo como maniquí para algunas de las más importantes casas de moda francesas. Las viejas colecciones encuadernadas de Vogue y Vanity Fair que aún podían encontrarse en los salones de lectura de transatlánticos y grandes hoteles abundaban en sofisticadas fotografías suyas hechas por Edward Steichen, o por los Séeberger. Y lo cierto es que, pese a que ya se acercaba a los cincuenta años, el modo en que llevaba la ropa —un bolero azul oscuro sobre pantalones holgados en tono crema, que el ojo adiestrado de Max identificó como de Hermès o Schiaparelli— seguía siendo deslumbrante.
—Necesito un contacto —dijo Max.
—¿Hombre o mujer?
—Mujer. Aquí, en Niza.
—¿Difícil?
—Algo. Mucho dinero y muy buena posición. Quiero introducirme en su círculo.
La mujer escuchaba atenta, distinguida. Calculando sus beneficios, supuso Max. Hacía años que, aparte de vender objetos antiguos asegurando que pertenecían a su familia rusa, vivía de facilitar relaciones: invitados a fiestas, contactos para conseguir una villa de alquiler o una mesa en un restaurante exclusivo, reportajes en revistas de moda y cosas así. En la Riviera, la baronesa Asia Schwarzenberg era una especie de alcahueta social.
—No pregunto sobre tus intenciones —dijo ella— porque suelo imaginármelas.
—No es tan sencillo esta vez.
—¿La conozco yo?
—No te molestaría, de no ser así… Además, ¿a quién no conoces tú, Asia Alexandrovna?
Llegaron el foie-gras y el vino, y Max hizo una pausa deliberada mientras se ocupaban de ello, sin que la mujer mostrase impaciencia. Los dos habían sostenido un breve flirt cinco años atrás, al conocerse durante la fiesta de Nochevieja en el Embassy de Saint-Moritz. El asunto no pasó a mayores porque ambos advirtieron al mismo tiempo que el oponente era un aventurero sin un céntimo; así que amanecieron, ella con abrigo de visón sobre el vestido de lamé y él de riguroso frac, comiendo pasteles de chocolate caliente en Hanselmann. Desde entonces mantenían una relación amistosa, de mutuo beneficio, sin pisarse terreno uno al otro.
—Os fotografiaron juntas este verano en Longchamps —dijo al fin Max—. Vi la foto en Marie Claire, o en una de esas revistas.
Enarcaba la baronesa las depiladísimas cejas, trazadas a pincel a base de pinzas y cold-cream, con sincero asombro.
—¿Susana Ferriol?
—Ésa.
El mimbre del asiento de la baronesa crujió ligeramente mientras ésta se echaba atrás en el respaldo, cruzando una pierna sobre otra.
—Se trata de caza mayor, querido.
—Por eso recurro a ti.
Había sacado Max la pitillera y se la ofrecía, abierta. Se inclinó para darle fuego y después encendió su propio cigarrillo.
—Ningún problema por mi parte —la baronesa fumaba, pensativa—. Conozco a Suzi desde hace años… ¿Qué necesitas?
—Nada especial. Una ocasión oportuna para visitar su casa.
—¿Sólo eso?
—Sí. El resto es cosa mía.
Una bocanada de humo. Lenta. Cauta.
—Del resto no quiero saber nada —precisó ella—. Pero te advierto que no es mujer fácil. No se le conoce ni una sola aventura… Aunque es cierto que con eso de la guerra en España, todo anda manga por hombro. No para de ir y venir gente, refugiados y demás… Un absoluto relajo.
Aquella palabra, refugiados, era equívoca, pensó Max. Inclinaba a pensar en la pobre gente que aparecía en las fotos tomadas por los corresponsales extranjeros: rostros campesinos con lágrimas en las arrugas de la piel, familias huyendo de los bombardeos, niños sucios dormidos sobre miserables hatos de ropa, desesperación y miseria de quienes lo perdían todo menos la vida. Sin embargo, buena parte de los españoles que buscaban refugio en la Riviera nada tenía que ver con eso. Cómodamente instalados en aquel clima semejante al de su patria, alquilaban villas, apartamentos o habitaciones de hotel, se bronceaban al sol y frecuentaban los restaurantes caros. Y no sólo allí. Cuatro semanas atrás, preparando un asunto que no llegó a cuajar de modo satisfactorio —no todo eran éxitos en su carrera—, Max había tratado a varios de esos exiliados en Florencia: aperitivo en Casone y cena en Picciolo, o en Betti. Para quienes habían podido ponerse a salvo y mantenían sus cuentas bancarias en el extranjero, la guerra civil no era más que una incomodidad temporal. Una tormenta lejana.
—¿También conoces a Tomás Ferriol?
—Claro que lo conozco —la mujer alzó un dedo a modo de advertencia—. Y cuidado con ése.
Recordaba Max la conversación mantenida aquella mañana con los dos espías italianos en el café Monnot de la plaza Masséna, junto al casino municipal. Estaban los tales Barbaresco y Tignanello sentados ante unos sobrios granizados de limón, detallándole por boca del primero —callado y melancólico el otro, igual que en Montecarlo— los pormenores del trabajo a realizar. Susana Ferriol es la persona clave, había explicado Barbaresco. Su villa de Niza, al pie del monte Boron, es una especie de secretaría privada para los asuntos confidenciales de su hermano. Allí reside Tomás Ferriol cuando viene a la Costa Azul, y en la caja fuerte del gabinete se guardan sus documentos. El trabajo de usted consiste en introducirse en el círculo de amistades, estudiar el ambiente y conseguir lo que necesitamos.
Asia Schwarzenberg seguía observando a Max con curiosidad, como si evaluara sus posibilidades. No parecía inclinada a apostar por él una ficha de cinco francos.
—Ferriol —añadió tras una breve pausa— no es de los que permiten que se tontee con su hermanita.
Encajó Max la advertencia, impasible.
—¿Está él en Niza?
—Va y viene. Hace un mes coincidimos un par de veces: cenando en La Réserve y en una fiesta en la casa que Dulce Martínez de Hoz alquiló este verano en Antibes… Pero buena parte del tiempo la pasa entre España, Suiza y Portugal. Su relación con el gobierno de Burgos es íntima. Cuentan, y me lo creo, que sigue siendo el banquero principal del general Franco. Todo el mundo sabe que él financió los primeros gastos de la sublevación de los militares en España…
Miraba Max, más allá de la terraza, los automóviles detenidos en el bordillo de la acera y las sombras que seguían desfilando por el contraluz del paseo. En otra mesa había una pareja con un perro flaco de color canela y hocico aristocrático. Su dueña, una joven con vestido ligero y sombrero turbante de seda, tiraba de la correa para que el animal no lamiese los zapatos del hombre que ocupaba la mesa vecina, ocupado en llenar una pipa y con la mirada perdida en el rótulo de la agencia Cook.
—Dame un par de días —dijo la baronesa—. Debo estudiar la manera.
—No dispongo de mucho tiempo.
—Haré lo que pueda. Supongo que te ocupas de los gastos.
Asintió él con aire ausente. El hombre de la mesa cercana había encendido la pipa y los miraba ahora de un modo tal vez casual, pero que hizo sentirse incómodo a Max. Había algo familiar en aquel desconocido, decidió, aunque no lograba establecer qué.
—No te saldrá barato —insistió la baronesa—. Y te digo que Suzi Ferriol es picar alto.
Max la miraba de nuevo.
—¿Cuánto de alto?… Había pensado en seis mil francos.
—Ocho mil, querido. Está todo carísimo.
El individuo de la pipa parecía haber perdido todo interés en ellos, y fumaba contemplando las siluetas que se movían a lo largo del paseo. Con discreción, disimulando al amparo de la mesa, Max sacó el sobre que traía prevenido en el bolsillo interior de la chaqueta y añadió mil francos de su cartera.
—Estoy seguro de que te arreglarás con siete mil.
—Sí —sonrió la baronesa—. Me arreglaré.
Metió el sobre en el bolso y se despidieron. Él aguardó en pie a que ella se alejara y luego pagó la cuenta, se puso el sombrero y caminó entre las mesas pasando junto al hombre de la pipa, que no parecía prestarle más atención. Un instante después, cuando pisaba el último de los tres peldaños que comunicaban la terraza con la acera, recordó al fin. Había visto a ese hombre aquella mañana, sentado ante el café Monnot y con un limpiabotas lustrándole los zapatos, mientras él conversaba con los espías italianos.
—Hay un problema —dice de pronto Mecha Inzunza.
Hace rato que pasean despacio, conversando de cosas banales, por las proximidades de San Francesco y los jardines del hotel Imperial Tramontano. Pasa de la media tarde, y un sol brumoso declina en los acantilados de la Marina Grande, a la izquierda, dorando la calima sobre la bahía.
—Un problema serio —añade tras un instante.
Acaba de apurar el resto de un cigarrillo y, tras desprender la brasa en la barandilla de hierro, arrojarlo al vacío. Max, sorprendido por el tono y la actitud de la mujer, estudia su perfil inmóvil. Ella entorna los ojos, mirando el mar con fijeza obstinada.
—Esa jugada de Sokolov —dice al fin.
Max sigue atento a ella, confuso. Sin saber a qué se refiere. Ayer se acabó de jugar la partida aplazada, con resultado de tablas. Medio punto para cada jugador. Es cuanto sabe del asunto.
—Canallas —murmura Mecha.
La confusión de Max cede paso al desconcierto. El tono es despectivo, con una nota de rencor. Algo nuevo hasta ese momento, concluye él. Aunque tal vez nuevo no sea la palabra exacta. Tonos de un pasado remoto, común, surgen con suavidad del olvido. Max ya conoció eso, antes. Hace todo un mundo, o una vida. Ese frío y educado desdén.
—Conocía la jugada.
—¿Quién?
Con las manos en los bolsillos de la rebeca, ella encoge los hombros como si la respuesta fuese obvia.
—El ruso. Sabía lo que iba a jugar Jorge.
La idea tarda un momento en abrirse paso.
—Me estás diciendo…
—Que Sokolov estaba preparado. Y no es la primera vez.
Un silencio largo. Asombrado.
—Es el campeón del mundo —forzando su imaginación, Max intenta digerir aquello—. Lo normal es que tales cosas ocurran.
La mujer aparta los ojos de la bahía para posarlos en él sin despegar los labios. No hay nada de normal, dice la mirada, en que tales cosas ocurran o lo hagan de esa manera.
—¿Por qué me lo cuentas? —pregunta él.
—¿Precisamente a ti?
—Eso es.
Inclina la cabeza, pensativa.
—Porque tal vez te necesite.
Aumenta la sorpresa de Max, que apoya una mano en la barandilla del acantilado. Hay algo de inseguro en su ademán, similar a la conciencia súbita de un vértigo inesperado, casi amenazador. El chófer del doctor Hugentobler tiene planes específicos para su falsa vida social en Sorrento; y éstos no incluyen que Mecha Inzunza lo necesite, sino todo lo contrario.
—¿Para qué?
—Cada cosa a su tiempo.
Él intenta ordenar sus ideas. Calcular movimientos sobre algo que todavía ignora.
—Me pregunto…
Mecha lo interrumpe, serena.
—Llevo algún tiempo pensando de qué eres capaz.
Lo ha dicho con suavidad, sosteniéndole la mirada como al acecho de una respuesta paralela. Tácita.
—¿Respecto a qué?
—A mí, estos días.
Un ademán de protesta negligente, apenas expresada. Es el mejor Max, el de los grandes tiempos, quien se muestra ahora un poco herido. Descartando cualquier duda imaginable sobre su reputación.
—Sabes muy bien…
—Oh, no. No lo sé.
Ella se ha apartado de la barandilla y camina bajo las palmeras hacia San Francesco. Tras un breve instante inmóvil, casi teatral, él va detrás y la alcanza, situándose a su lado con silencioso reproche.
—Realmente no lo sé —repite Mecha, pensativa—. Pero no me refiero a eso… No es lo que me preocupa.
La curiosidad de Max disipa su pose de hidalga resignación. Con movimiento afable, desenvuelto, extiende una mano para apartar del camino de su acompañante a una pareja de inglesas parlanchinas que se hacen fotografías.
—¿Tiene que ver con tu hijo y los rusos?
La mujer no responde en seguida. Se ha detenido en un ángulo de la fachada del convento, ante el pequeño arco que conduce al claustro. Parece que dude sobre la oportunidad de seguir adelante, o sobre la conveniencia de decir lo que dice a continuación:
—Tienen un confidente. Dentro. Alguien infiltrado que los informa de cómo Jorge prepara sus partidas.
Parpadea Max, estupefacto.
—¿Un espía?
—Sí.
—¿Aquí, en Sorrento?
—¿Dónde, si no?
—Eso es imposible. Sólo estáis Karapetian, Irina y tú… ¿Hay otro a quien yo no conozca?
Ella mueve la cabeza, sombría.
—Nadie. Sólo nosotros.
Pasa bajo el arco y Max la sigue. Tras cruzar el corredor en penumbra salen a la claridad verdosa del claustro desierto, entre las columnas y las ojivas de piedra que encuadran los árboles del jardín. Hubo aquella jugada secreta, explica Mecha bajando la voz. La que su hijo dejó dentro de un sobre cerrado, en manos del árbitro del duelo cuando se interrumpió la partida. La noche y la mañana siguientes se fueron en análisis sobre esa jugada y sus derivaciones, pasando revista a cada posible respuesta de Sokolov. De forma sistemática, Jorge, Irina y el maestro Karapetian estudiaron todas las variantes, preparando jugadas para cada una de ellas. Coincidieron en que lo más probable era que, una vez estudiado el tablero —lo que requería no menos de veinte minutos—, Sokolov respondiese con la captura de un peón por un alfil. Eso daba ocasión de tenderle una celada con un caballo y una dama, de la que la única escapatoria sería una arriesgada jugada de alfil, muy propia del estilo de juego y la imaginación kamikaze de Keller; pero impropia del juego conservador de su adversario. Sin embargo, cuando el árbitro abrió el sobre e hizo el movimiento secreto, Sokolov respondió con una jugada que lo llevaba directamente a la trampa, capturando el peón con su alfil. Jugó Keller su caballo y su dama, tendiendo la celada prevista. Y entonces, sin alterarse, con sólo ocho minutos de análisis para algo cuyo estudio había llevado toda la noche a Keller, Irina y Karapetian, jugó Sokolov la variante más arriesgada con su alfil. Exactamente la que habían concluido que nunca intentaría.
—¿Puede ser casualidad?
—En ajedrez no hay casualidades. Sólo errores y aciertos.
—¿Estás diciendo que Sokolov sabía lo que iba a jugar tu hijo, y cómo evitarlo?
—Sí. Lo de Jorge era algo rebuscado y brillante. Una jugada que no estaba entre las lógicas. Imposible resolverla en ocho minutos.
—¿Y no puede haber más gente relacionada, como por ejemplo empleados del hotel?… ¿O micrófonos ocultos?
—No. Lo he comprobado. Todo es cosa nuestra.
—Dios bendito… ¿Sólo es posible eso? ¿Karapetian o la chica?
Mecha permanece callada, contemplando los árboles del jardincillo.
—Es increíble —comenta él.
Ella vuelve el rostro casi con sorpresa, modulando una mueca de extrañeza y desdén.
—¿Por qué ha de ser increíble?… Simplemente es la vida, con sus traiciones habituales —parece ensombrecerse de pronto—. A ti no debería sorprenderte en absoluto.
Max decide evitar ese escollo.
—Será Karapetian, imagino.
—Existen las mismas probabilidades de que se trate de Irina.
—¿Hablas en serio?
A modo de respuesta, ella modula una sonrisa fría, desganada, que se presta a interpretaciones complejas.
—¿Por qué iban a traicionar a Jorge su maestro o su novia? —inquiere Max.
Hace Mecha un movimiento hastiado, cual si le diese pereza enumerar lo obvio. Luego desgrana con voz neutra varias posibilidades: motivos personales, política, dinero. Aunque, añade tras un instante, lo que menos importa son los móviles de la traición. Ya habrá tiempo de averiguaciones. Lo urgente es proteger a su hijo. El duelo de Sorrento va por la mitad, y la sexta partida se juega mañana.
—Todo esto, con el título mundial en puertas. Imagínate el estrago. El daño.
Las dos inglesas de las fotos acaban de entrar. Mecha y Max caminan por el claustro, alejándose.
—Sin esta sospecha —añade ella— habríamos ido a Dublín vendidos al enemigo.
—¿Por qué te confías a mí?
—Te lo he dicho —de nuevo la sonrisa fría—. Puede que te necesite.
—No comprendo para qué. Yo, de ajedrez…
—No es sólo ajedrez. También lo dije: cada cosa a su tiempo.
Se han detenido de nuevo. La mujer se apoya de espaldas en una columna, y Max no puede menos que recordarla con la vieja fascinación. Pese a los años transcurridos, Mecha Inzunza permanece fiel a la impronta de su bella casta. Ya no es hermosa como hace treinta años; pero su aspecto sigue recordando el de una gacela tranquila, de movimientos armoniosos y elegantes. Confirmarlo suscita en él una sonrisa de suave melancolía. Su atenta observación obra el milagro de fundir los rasgos de la mujer que tiene enfrente con los que recuerda: una de aquellas mujeres singulares de las que, en un pasado ya remoto, el sofisticado gran mundo era rendido cómplice, resignado deudor y brillante escenario. La magia de toda esa antigua belleza aflora de nuevo ante sus ojos asombrados, casi triunfante entre la piel marchita, las marcas y manchas del tiempo y la vejez.
—Mecha…
—Calla. Déjalo.
Él guarda silencio un instante. No pensábamos en lo mismo, concluye. O al menos eso creo.
—¿Qué vais a hacer con Irina, o con Karapetian?
—Mi hijo ha pasado la noche pensándolo, y lo hemos analizado juntos esta mañana… Una jugada señuelo.
—¿Señuelo?
Ella lo explica bajando la voz, pues las inglesas se han acercado por la parte del jardín. Se trata de planear un movimiento determinado, o varios, y comprobar la reacción del otro jugador. Según la respuesta de Sokolov, podría establecerse si alguno de los analistas del adversario lo previno antes.
—¿Es un método seguro?
—No del todo. El ruso puede aparentar desconcierto o dificultad, para disimular que lo sabía. O resolver por sí mismo el problema. Pero quizá nos dé algún indicio. La propia seguridad de Sokolov puede sernos útil. ¿Te has fijado en el aire desdeñoso que suele adoptar respecto a Jorge?… Mi hijo lo irrita con su juventud y sus maneras insolentes. Ése es tal vez uno de los puntos débiles del campeón. Se cree a salvo. Y ahora empiezo a comprender por qué.
—¿Con quién haréis la prueba?… ¿Irina o Karapetian?
—Con ambos. Jorge ha encontrado dos novedades teóricas: dos ideas nuevas para una misma posición, muy complicada, que no se jugaron nunca en la práctica magistral. Las dos corresponden a una de las aperturas favoritas de Sokolov, y con ellas se propone tender la trampa… Encargará a Karapetian que analice una de esas ideas, y a Irina la otra. Para hacerles creer que los dos trabajan en la misma, les prohibirá hablar entre ellos de eso, con el pretexto de evitar que se contaminen mutuamente.
—¿Y luego jugará una u otra, quieres decir? ¿Para descubrir por ella al traidor?
—Es más complejo que eso, pero puede servirte como resumen… Y sí. Según la respuesta de Sokolov, Jorge sabrá para cuál de las dos estaba preparado.
—Te veo muy segura respecto a que Irina no sospeche nada de lo que trama tu hijo… Compartir almohada es compartir secretos.
—¿Habla la vieja experiencia?
—Habla el sentido común. Hombres y mujeres.
No conoces a Jorge, responde ella, sonriendo apenas. Su capacidad hermética, si se trata de ajedrez. Su desconfianza de todos y todo. De su novia, de su maestro. Incluso de su madre. Y eso, en tiempos normales. Figúrate estos días, con inquietud de por medio.
—Increíble.
—No. Sólo ajedrez.
Ahora que ha comprendido al fin, Max considera con calma las posibilidades: Karapetian y la chica, secretos que sobreviven a la validez de una almohada, recelos y traiciones. Lecciones de la vida.
—Sigo sin saber por qué me cuentas eso. Por qué confías en mí. Hace treinta años que no nos vemos… Apenas me conoces ahora.
Ella se ha apartado de la columna, aproximando el rostro al suyo. Casi lo roza, al susurrar; y por un momento, sobre el transcurrir de los años, por encima de las huellas del tiempo y la vejez, Max siente el rumor del pasado mientras lo recorre un estremecimiento de la antigua excitación por la cercanía de aquella mujer.
—El señuelo de Irina y Karapetian no es la única jugada prevista… Hay otra posterior, en caso necesario, que un analista con cierto sentido del humor podría bautizar como defensa Inzunza… O tal vez variante Max. Y ésa, querido, la jugarás tú.
—¿Por qué?
—Tú sabes por qué… Aunque tal vez seas tan estúpido que resulte que no. Que no lo sabes.