5. Una partida aplazada

—No es la ciudad que yo suponía —dijo Mecha.

Hacía calor, intensificado por la proximidad del Riachuelo. Max se había quitado el sombrero para refrescar la badana húmeda y caminaba con él en una mano, introducida a medias la otra en un bolsillo de la chaqueta. Sus pasos y los de la mujer coincidían a veces, acercándolos hasta rozarse un momento antes de separarse de nuevo.

—Hay muchos Buenos Aires —apuntó él—. Aunque en esencia son dos: el del éxito y el del fracaso.

Habían estado comiendo juntos cerca de La Ferroviaria, en la fonda El Puentecito, a quince minutos en automóvil de la pensión Caboto. Antes, al bajar del Pierce-Arrow —el silencioso Petrossi seguía al volante, y ni una sola vez miró a Max por el retrovisor—, Mecha y el bailarín mundano tomaron un aperitivo en un boliche situado junto a la estación del ferrocarril, apoyados en un mostrador de mármol bajo una gran fotografía del Sportivo Barracas y un cartel con la recomendación Se ruega orden, cultura y no escupir en el suelo. La mujer tomó un refresco de granadina con gaseosa, y él un vermut Cora con gotas de Amer Picon; y lo hicieron rodeados de ojeadas de curiosidad y voces en español e italiano de hombres con cadenas de cobre en los chalecos, que jugaban a la murra, fumaban y aliviaban la garganta colocando recios salivazos en las escupideras. Fue ella quien insistió en que Max la llevara después al modesto restaurante donde su padre reunía los domingos a la familia: ése del que le había hablado la noche anterior. Una vez allí, Mecha pareció disfrutar de la olla de ravioles y el churrasco a la plancha que acompañaron, por consejo de un despierto camarero gallego, con media botella de un vino mendocino áspero y oloroso.

—Hacer el amor me da hambre —había dicho ella, serena.

Se miraron largamente durante la comida, fatigados y cómplices, sin más referencias explícitas a lo ocurrido en la pensión de la avenida Almirante Brown. Muy desenvuelta Mecha —mostraba un dominio absoluto de sí, advirtió Max con asombro—, y reflexionando el bailarín mundano sobre las consecuencias que aquello tendría en el presente y el futuro propios. Siguió pensando en eso durante el resto de la comida, amparado en su rutina de modales correctos y extrema cortesía, aunque a menudo se distraía en los cálculos, estremecido en sus adentros por el recuerdo vivo, tan intenso y reciente, de la carne suave y tibia de la mujer que lo miraba por encima del vaso que se llevaba a los labios. Pensativa, como si estudiase con renovada curiosidad al hombre que tenía delante.

—Me gustaría dar un paseo —había dicho ella más tarde—. Por el Riachuelo.

Quiso andar un trecho en las cercanías de La Boca, hizo detenerse a Petrossi, y ahora caminaban los dos por la orilla norte de la Vuelta de Rocha, seguidos por el automóvil que, con el callado chófer al volante, rodaba despacio por el lado izquierdo de la calle. A lo lejos, más allá del casco de maderas negras y cuadernas desnudas de un viejo velero semihundido junto a la orilla —Max recordaba haber jugado en él de pequeño—, se alzaba la elevada estructura del puente transbordador Avellaneda.

—Te he traído un regalo —dijo ella.

Había puesto un paquetito en las manos de Max. Un estuche pequeño y alargado, comprobó él cuando deshizo el envoltorio. Una cajita de piel con un reloj de pulsera dentro: un espléndido Longines cuadrado, de oro, con números romanos y segundero.

—¿Por qué? —quiso saber.

—Un capricho. Lo vi en el escaparate de una tienda de la calle Florida y me pregunté cómo se vería en tu muñeca.

Lo ayudó a poner las manecillas en hora, darle cuerda y ajustárselo. Se veía bien, dijo Mecha. Muy bien, desde luego, con el brazalete de piel y la hebilla de oro en la muñeca bronceada del bailarín mundano. Una pieza distinguida, propia de Max. Propia de ti, insistió ella. Tienes manos apropiadas para llevar relojes como ése.

—Supongo que no es la primera vez que una mujer te regala algo.

La miraba, impasible. Afectando indiferencia.

—No sé… No recuerdo.

—Por supuesto. Ni yo te perdonaría que lo recordaras.

Había cafetines y boliches cerca de la orilla, algunos de dudosa nota durante la noche. Bajo el ala corta y acampanada del sombrero que le enmarcaba el rostro, Mecha miraba a los hombres ociosos en mangas de camisa, chaleco y gorra, sentados en mesas a la puerta o en los bancos de la plaza, junto a los carruajes de caballos y las camionetas que allí se estacionaban. En lugares como aquél, había oído Max decir en su casa años atrás, se aprendía la filosofía de los pueblos: italianos melancólicos, judíos recelosos, alemanes brutales y tenaces, españoles ebrios de envidia y altivez homicida.

—Todavía bajan de los barcos como bajó mi padre —dijo—. Dispuestos a conseguir su sueño… Muchos se quedan en el camino, pudriéndose como la madera de ese barco atrapado en el fango. Al principio mandan dinero a la mujer y a los hijos que dejaron en Asturias, en Calabria, en Polonia… Al fin la vida los apaga poco a poco, desaparecen. Se extinguen en la miseria de una taberna o un burdel barato. Sentados a una mesa, solos, ante una botella que nunca hace preguntas.

Mecha miraba a cuatro lavanderas que venían de frente con grandes cestos de ropa húmeda: rostros prematuramente envejecidos y manos ajadas por el jabón y el estropajo. Max habría podido poner nombre e historia a cada una de ellas. Esos mismos rostros y manos, u otros idénticos, habían acompañado su infancia.

—Las mujeres, al menos las de buen aspecto, tienen posibilidad de arreglárselas mejor —añadió—. Durante cierto tiempo, claro. Antes de convertirse en marchitas madres de familia, las más afortunadas. O en materia de tango, las menos… O las más, según se mire.

El último comentario había hecho que ella se volviese a mirarlo con renovada atención.

—¿Hay muchas prostitutas?

—Imagínate —Max hizo un gesto que abarcaba el entorno—. Una tierra de emigrantes, donde buena parte de ellos son hombres solos. Hay organizaciones especializadas en traer mujeres de Europa… La más importante es hebrea, la Zwi Migdal. Especializada en rusas, rumanas y polacas… Compran mujeres por dos o tres mil pesos y las amortizan en menos de un año.

Oyó la risa de Mecha. Seca, sin humor.

—¿Cuánto pagarían por mí?

Él no respondió, y dieron algunos pasos más en silencio.

—¿Qué esperas del futuro, Max?

—Seguir vivo el mayor tiempo posible, supongo —encogía los hombros, sincero—. Disponer de lo que necesito.

—No siempre serás joven y apuesto. ¿Y la vejez?

—No me preocupa. Tengo cosas de que ocuparme antes.

La miró de soslayo: caminaba observándolo todo, la boca ligeramente entreabierta, casi con gesto de sorpresa por la novedad de cuanto veía. Se mostraba, concluyó Max, atenta a la manera de un cazador con el zurrón preparado, como si pretendiera registrar cada escena de un modo indeleble en su memoria: las casas de ladrillo y madera con techo de chapa, pintadas de verde y azul, que flanqueaban una vía de tren con los raíles cubiertos de óxido; las madreselvas que asomaban de los patios por las cercas y muros coronados de cascos de botellas rotas; los plátanos y los ceibos de flores rojas que a trechos animaban las calles. Ella se movía muy despacio entre todo eso, estudiando cada detalle con ojos curiosos pero actitud indolente; tan natural en sus movimientos como cuando tres horas antes paseaba desnuda por la habitación de Max, serena como una reina en su alcoba. Con el rectángulo de sol de la ventana, que subrayaba en contraluz las líneas prolongadas del cuerpo elegante, asombroso y flexible, dorándole el vello suave y rizado entre los muslos.

—¿Y tú? —inquirió Max—. Tampoco serás siempre joven y bella.

—Yo tengo dinero. Lo tenía antes de casarme… Ahora es dinero viejo, acostumbrado a sí mismo.

No había vacilado en la respuesta: tranquila, objetiva. Remató esas palabras con una mueca de desdén.

—Te asombraría lo que tener dinero simplifica las cosas.

Él se echó a reír.

—Puedo hacerme una idea.

—No. Dudo de que te la hagas.

Se apartaron para dejar paso a un repartidor de hielo. Caminaba encorvado por el peso de una enorme y goteante barra, apoyada sobre el hombro cubierto por una protección de caucho.

—Tienes razón —dijo Max—. No es fácil ponerse en los zapatos de la gente rica.

—Armando y yo no somos gente rica. Sólo somos gente bien.

Reflexionó Max sobre la diferencia. Se habían detenido junto a una barandilla que corría por la vereda, siguiendo la curva del recodo de Rocha. Con un vistazo atrás, comprobó que el eficiente Petrossi también había detenido el automóvil un poco más lejos.

—¿Por qué te casaste?

—Oh, bueno —ella miraba los barcos, las gabarras y la estructura gigantesca del puente Avellaneda—. Armando es un hombre interesantísimo… Cuando lo conocí era ya un compositor de éxito. A su lado podía vivir un torbellino de cosas. Amigos, espectáculos, viajes… Lo hubiera hecho tarde o temprano, claro. Pero él me permitió hacerlo antes de lo previsto. Salir de casa y abrirme a la vida.

—¿Lo amabas?

—¿Por qué hablas en tiempo pasado? —Mecha seguía mirando el puente—. De todas formas es una pregunta extraña, viniendo de un bailarín de hoteles y transatlánticos.

Tocó Max la badana del sombrero. Ya estaba seca. Se lo puso de nuevo, ligeramente inclinada el ala sobre el ojo derecho.

—¿Por qué yo?

Ella había seguido sus movimientos, observándolos como si le interesara cada detalle. Aprobadora. Al escuchar la pregunta de Max, sus ojos chispearon divertidos.

—Supe que tenías una cicatriz antes de verla.

Pareció a punto de sonreír ante el desconcierto masculino. Unas horas antes, sin preguntas ni comentarios, Mecha había acariciado aquella marca de su piel posando los labios en ella, lamiendo las gotas de sudor que hacían relucir su torso desnudo sobre la huella del disparo recibido siete años atrás, cuando ascendía trabajosamente con sus camaradas por la ladera de una colina, entre las rocas y arbustos donde se deshilachaba la bruma del amanecer de un día de Difuntos.

—Hay hombres que tienen cosas en la mirada y en la sonrisa —añadió Mecha tras un instante, como si él mereciera una explicación—. Hombres que llevan una maleta invisible, cargada de cosas densas.

Le miraba ahora el sombrero, el nudo de la corbata, el botón central abrochado de la chaqueta. Valorativa.

—Además, eres guapo y tranquilo. Endiabladamente apuesto…

Por alguna razón que a él se le escapaba, parecía apreciar que no despegara los labios en ese momento.

—Me gusta esa cabeza fría que tienes, Max —añadió—. Tan parecida a la mía, en cierto modo.

Aún estuvo un instante mirándolo ensimismada. Muy fija e inmóvil. Luego alzó una mano para rozarle el mentón, sin importarle en apariencia que Petrossi la viera desde el automóvil.

—Sí —concluyó—. Me gusta esta incapacidad mía para fiarme de ti.

Anduvo de nuevo y Max la imitó, manteniéndose a su lado mientras intentaba asimilar todo aquello. Esforzándose por reducir el propio desconcierto a límites razonables. Pasaron junto a un anciano que hacía girar la manivela de un viejo organillo Rinaldi; molía los compases de El choclo mientras el caballo que tiraba del carrito vertía un denso chorro de orines espumosos en el empedrado.

—¿Volveremos mañana a La Ferroviaria?

—Si tu marido quiere, sí.

El tono de ella era distinto. Casi frívolo.

—Armando está entusiasmado… Anoche, cuando regresamos al hotel, sólo hablaba de eso; y estuvo hasta muy tarde en pijama, sin poderse dormir, tomando notas, llenando ceniceros y tarareando cosas. Pocas veces lo veo así… «Ese bufón de Ravel se va a comer su bolero con mayonesa», decía riéndose… Está muy contrariado por el compromiso de esta tarde en el teatro Colón. La Asociación Patriótica Española, o algo parecido, le ofrece un concierto homenaje. Y para rematar la noche, velada oficial de tango en un cabaret de lujo llamado Folies Bergère, me parece. Y de etiqueta. Figúrate el horror.

—¿Irás con él?

—Naturalmente. No es cosa de que vaya solo, con todas esas lobas empolvadas de Garden Court rondando cerca.

Se verían mañana, añadió al cabo de un momento. Si Max no tenía otros compromisos, podrían mandarle el automóvil a la avenida Almirante Brown, sobre las siete. Tomar el aperitivo en la Richmond, por ejemplo, y cenar luego en algún lugar simpático del centro. Le habían hablado de un restaurante elegante y muy moderno, Las Violetas, creía recordar. Y de otro situado en una torre de la calle Florida, sobre el pasaje Güemes.

—No hace falta —Max no tenía interés en verse junto a Armando de Troeye en terreno difícil y en conversación sostenida—. Os veré en el Palace e iremos directos a Barracas… Tengo cosas que hacer en el centro.

—Esta vez me debes un tango. A mí.

—Claro.

Se disponían a cruzar la calle, y se detuvieron cuando a su espalda repicó la campana de un tranvía. Pasó éste, estrepitoso, con su trole deslizándose bajo los cables eléctricos colgados de postes y edificios: largo, verde y vacío a excepción del motorman y del cobrador uniformado que los miró desde la plataforma.

—Veo una laguna oscura en lo que se refiere a tu vida, Max… Esa cicatriz y lo demás. Cómo llegaste a París y cómo saliste de allí.

Asunto incómodo, resolvió él. Pero ella quizá tenía derecho. A preguntar, al menos. Y no lo había hecho hasta entonces.

—No hay mucho secreto en eso. Has visto la cicatriz… Me pegaron un tiro en África.

No se mostró sorprendida. Como si recibir disparos le pareciera lo más corriente en un bailarín de salón.

—¿Por qué estabas allí?

—Recuerda que fui soldado por un tiempo.

—Habría soldados en muchos lugares, imagino. ¿Por qué tú en ése?

—Creo que ya te conté algo en el Cap Polonio… Fue cuando el desastre de Annual, en el Rif. Después de tantos miles de muertos, necesitaban carnaza.

Por un brevísimo instante, Max consideró si era posible resumir en una docena de palabras conceptos tan complejos como incertidumbre, horror, muerte y miedo. Obviamente, no lo era.

—Creí haber matado a un hombre —concluyó en tono neutro— y me alisté en la Legión… Luego me enteré de que no había muerto, pero ya no tuvo remedio.

—¿Una pelea?

—Algo así.

—¿Por una mujer?

—No fue tan novelesco. Me debía dinero.

—¿Mucho?

—Suficiente para clavarle su propia navaja.

Vio cómo chispeaban los iris dorados. De placer, quizás. Desde unas horas antes, Max creía conocer ese brillo.

—¿Y por qué la Legión?

Entornó él los párpados rememorando la luz violenta de los patios y calles de Barcelona, el miedo a toparse con un policía, el recelo hasta de la propia sombra, el cartel pegado en la pared del número 9 de Prats de Molló: A los que la existencia ha decepcionado, a los sin trabajo, a los que viven sin horizonte ni esperanza. Honor y provecho.

—Pagaban tres pesetas por día de servicio —resumió—. Y cambiando de identidad, allí un hombre está a salvo.

Mecha entreabría de nuevo la boca, ávida como antes. Curiosa.

—Está bien eso… ¿Te alistas y eres otro?

—Algo parecido.

—Debías de ser muy joven.

—Mentí sobre mi edad. No pareció importarles mucho.

—Me encanta el sistema. ¿Admiten mujeres?

Después se interesó por el resto de su vida, y Max mencionó, escueto, algunas de las etapas que lo habían llevado hasta el salón de baile del Cap Polonio: Orán, el Vieux Port de Marsella y los cabarets baratos de París.

—¿Quién fue ella?

—¿Ella?

—Sí. La amante que te enseñó a bailar el tango.

—¿Por qué supones que fue una amante, y no una profesora de baile?

—Hay cosas obvias… Maneras de bailar.

Estuvo un rato callado, analizando aquello, y luego encendió un cigarrillo y habló un poco de Boske. Lo imprescindible. En Marsella había conocido a una bailarina húngara que luego lo llevó a París. Ella le compró un frac y actuaron juntos como pareja de baile en Le Lapin Agile y otros lugares de poca categoría, durante algún tiempo.

—¿Bella?

El humo de tabaco sabía amargo, y Max tiró en seguida el cigarrillo al agua oleosa del Riachuelo.

—Sí. También durante algún tiempo.

No contó nada más, aunque las imágenes se sucedían en su memoria: el cuerpo espléndido de Boske, su pelo negro cortado a lo Louise Brooks, el hermoso rostro enmarcado por sombreros de paja o fieltro, sonriendo en los animados cafés de Montparnasse; allí donde, aseguraba ella con insólita ingenuidad, quedaban abolidas las clases sociales. Siempre provocativa y cálida en su francés de voz ronca y argot marsellés, dispuesta a todo, bailarina, modelo ocasional, sentada ante un café-crème o una copa de ginebra barata en alguna de las sillas de mimbre de la terraza del Dôme o La Closerie des Lilas, entre turistas americanos, escritores que no escribían y pintores que no pintaban. «Je danse et je pose», solía decir en voz alta, como si pregonara su cuerpo en busca de ocasión de pinceles y fama. Desayunando a la una de la tarde —rara vez ella y Max se acostaban antes del alba— en su lugar favorito, Chez Rosalie, donde solía reunirse con amigos húngaros y polacos que le conseguían ampollas de morfina. Oteando siempre alrededor, con ávido cálculo, a los hombres bien vestidos y a las mujeres enjoyadas, los abrigos de pieles finas y los automóviles lujosos que circulaban por el bulevar; lo mismo que miraba cada noche a los clientes del mediocre cabaret donde ella y Max bailaban tango elegante, de seda y corbata blanca, o ceñido tango apache de camiseta a rayas y medias de malla negra. En espera siempre, ella, del rostro adecuado y la palabra definitiva. De la oportunidad que jamás llegó.

—¿Y qué fue de esa mujer? —quiso saber Mecha.

—Se quedó atrás.

—¿Muy atrás?

Él no respondió. Mecha seguía estudiándolo, valorativa.

—¿Cómo diste el paso a los ambientes de la buena sociedad?

Regresaba muy despacio Max a Buenos Aires. Sus ojos enfocaron de nuevo las calles de La Boca que morían en la plazoleta, las orillas del Riachuelo y el puente Avellaneda. El rostro de mujer que lo observaba inquisitivo, sorprendido tal vez por la expresión que en ese instante crispaba el suyo. Parpadeó el bailarín mundano como si el resplandor del día lo incomodase igual que la claridad lacerante de Barcelona, de Melilla, de Orán o de Marsella. Aquella luminosidad porteña hería la vista, deslumbrando su retina impresa por otra luz más turbia y antigua, con Boske tumbada en la cama revuelta, cara a la pared. Su espalda desnuda y blanca, inmóvil en la penumbra gris de un alba sucia como la vida. Y Max cerrando la puerta sobre esa imagen, en silencio, cual si deslizara a hurtadillas la tapa de un ataúd.

—En París no es difícil —se limitó a añadir—. Allí la sociedad se mezcla mucho. Gente con dinero frecuenta lugares canallas… Como tu marido y tú en La Ferroviaria, aunque sin necesitar pretextos.

—Vaya. No sé cómo tomarme eso.

—Tuve un amigo en África —prosiguió él sin detenerse en la objeción—. También te hablé de él en el barco.

—¿El aristócrata ruso de nombre largo?… Me acuerdo. Dijiste que murió.

Asintió él, casi aliviado. Era más fácil hablar de eso que de Boske semidesnuda en el brumoso amanecer de la rue Furstenberg, de la última mirada de Max a la jeringuilla, las ampollas rotas, los vasos, botellas y restos de comida sobre la mesa, la entreluz sucia tan cercana al remordimiento. Aquel amigo ruso, dijo, aseguraba haber sido oficial zarista. Estuvo con el Ejército Blanco hasta la retirada de Crimea, y de allí pasó a España, donde se alistó en el Tercio después de un asunto de juego y dinero. Era un individuo peculiar: despectivo, elegante, que gustaba mucho a las mujeres. Había enseñado modales a Max, dándole una primera mano del barniz adecuado —las maneras correctas de anudarse la corbata, cómo doblar un pañuelo de bolsillo, la variedad exacta de entremeses, desde anchoas a caviar, que debía acompañar un vodka frío—. Era divertido, según comentó alguna vez, convertir un trozo de carne de cañón en alguien que podía pasar por un caballero.

—Tenía parientes exiliados en París, donde algunos se ganaban la vida como porteros de hotel y taxistas. Otros habían logrado salvar su dinero; entre ellos un primo, dueño de cabarets donde se bailaba tango. Un día fui a ver al primo, conseguí trabajo y las cosas fueron mejor… Pude comprar ropa adecuada, vivir de manera razonable y viajar un poco.

—¿Y qué fue de tu amigo ruso?… ¿Cómo murió?

Esta vez los recuerdos de Max no eran sombríos. No, al menos, de modo convencional. Torció la boca con melancolía cómplice recordando la última vez que había visto al cabo segundo legionario Dolgoruki-Bragation: encerrado con tres putas y una botella de coñac en la mejor habitación del burdel de Tauima, para emprender, apenas acabase con una y otras, la última aventura de su vida.

—Se aburría. Se pegó un tiro porque se aburría.

Sentado en la pequeña terraza del bar Ercolano, bajo las palmeras de la plaza y el reloj del Círculo Sorrentino, con las gafas para ver de cerca puestas, Max lee los diarios. Es media mañana, hora de máximo ajetreo en el casco viejo, y a veces el sonido cercano de un tubo de escape le hace interrumpir la lectura y mirar en torno. Nadie diría hoy que la temporada turística ha dado sus últimos coletazos: la terraza del Fauno, al otro lado de la calle, tiene todas las mesas ocupadas para el aperitivo, la embocadura de la calle San Cesareo se ve animada entre los puestos de pescado, fruta y verduras, y Fiats, Vespas y Lambrettas circulan en ruidosos enjambres a lo largo del corso Italia. Solamente los coches de caballos están inmóviles a la espera de turistas, mientras los aburridos aurigas charlan en grupo, fuman y miran pasar a las mujeres bajo la estatua de mármol del poeta Torquato Tasso.

Il Mattino trae un amplio reportaje sobre el duelo Keller-Sokolov, del que se han jugado varias de las partidas previstas. La última acabó con el resultado de tablas; y eso, al parecer, favorece al jugador ruso. Según explicaron Lambertucci y el capitano Tedesco a Max, cada partida ganada vale un punto, y cada adversario se anota medio punto cuando acaban en tablas. Así, Sokolov cuenta ahora con dos puntos y medio frente al uno y medio de Keller. Una situación incierta, coinciden los periodistas especializados. Max lleva un largo rato leyendo todo eso con mucho interés, aunque saltándose las explicaciones técnicas encerradas bajo extraños nombres como aperturas españolas, variantes Petrosian y defensas nimzoindias. Eso le interesa menos que las circunstancias en que se desarrolla la competición. Il Mattino y los demás periódicos insisten en la tensión que rodea el duelo, debida menos a los cincuenta mil dólares que obtendrá el ganador que a las circunstancias políticas y diplomáticas. Según acaba de leer Max, hace ya dos décadas que los rusos conservan el cetro internacional del ajedrez, sucediéndose en el título de campeón mundial grandes maestros de una Unión Soviética donde ese juego es deporte nacional desde la revolución bolchevique —cincuenta millones de aficionados entre doscientos y pico millones de habitantes, detalla uno de los artículos— y argumento de propaganda en el exterior, hasta el punto de que cada torneo goza del apoyo de todos los recursos del Estado. Eso significa, apunta uno de los comentarios, que Moscú está poniendo con el Premio Campanella toda la carne en el asador. Sobre todo porque es precisamente Jorge Keller quien disputará dentro de cinco meses el título mundial a Sokolov —informal heterodoxia capitalista contra rigurosa ortodoxia soviética—, en el que se anuncia, tras el prólogo apasionante que supone el duelo en Sorrento, combate ajedrecístico del siglo.

Max bebe un sorbo de su negroni, pasa las páginas del diario y dirige un vistazo superficial a los titulares: los Beatles planean separarse como grupo musical, intento de suicidio del rockero francés Johnny Halliday, la minifalda y el cabello largo revolucionan Inglaterra… En la sección de política internacional se alude a otra clase de revoluciones: los guardias rojos siguen sacudiendo Pekín, los negros claman por sus derechos civiles en Estados Unidos y un grupo de mercenarios es detenido cuando se disponía a intervenir en Katanga. En la página siguiente, entre un titular sobre los preparativos para el lanzamiento de otra misión espacial Gemini —USA encabeza la carrera hacia la Luna— y un anuncio de combustible para automóviles —Ponga un tigre en el motor—, hay una fotografía de guerra, en blanco y negro: un corpulento soldado norteamericano, de espaldas, llevando sobre los hombros a un niño vietnamita que se vuelve mirando a la cámara con desconfianza.

Un Alfa Giulia pasa cerca, con las ventanillas abiertas, y por un instante cree Max reconocer las notas de la melodía que suena en la radio del automóvil. Levanta los ojos de la foto del soldado y el niño —le ha traído a la memoria la imagen de otros soldados y otros niños, cuarenta y cinco años atrás— y mira desconcertado el coche que se aleja hacia la prolongación del corso Italia y la fachada amarilla y blanca de Santa Maria del Carmine, mientras su cerebro, distraído aún con el diario, tarda unos segundos en identificar la música que registró el oído: los compases familiares, ejecutados por una orquesta con arreglos que incluyen batería y guitarra eléctrica, de la pieza famosa, clásica, conocida desde hace cuatro décadas en todo el mundo como Tango de la Guardia Vieja.

Cuando Max se detuvo en el corte, a medio paso de baile, Mecha lo miró brevemente a los ojos, se pegó a él con desafío y, oscilando el cuerpo a un lado y otro, deslizó uno de sus muslos en torno a la pierna adelantada y quieta del hombre. Sostuvo él, impasible, el roce de la carne bajo la falda de crespón ligero; extraordinariamente íntimo aunque La Ferroviaria en pleno —una docena de miradas de ambos sexos— parecía estar pendiente de ellos. Dio luego el bailarín mundano, para resolver aquello, un paso lateral que la mujer siguió de inmediato, con desenvoltura y extrema elegancia.

—Así me gusta —susurró ella—. Despacito y tranquilo, no vayan a creer que me tienes miedo.

Acercó Max su boca a la oreja derecha de la mujer. Complacido con el juego, pese a los riesgos.

—Es mucha hembra —dijo.

—Tú sabrás.

La cercanía de ella, el olor suave a perfume de calidad diluido en su piel, las minúsculas gotitas de transpiración en el labio superior y el nacimiento del pelo, avivaban el deseo sobre la huella del recuerdo reciente: carne tibia y fatigada, aroma de sexo satisfecho, sudor de cuerpo de mujer que ahora humedecía, bajo las manos de Max, la delgada tela del vestido cuya falda oscilaba al compás del tango. Era tarde, y el almacén estaba casi vacío. Los tres músicos de La Ferroviaria tocaban Chiqué, y en la pista sólo había otras dos parejas que tangueaban como sin ganas, a la manera de tranvías en lentos carriles: una mujer regordeta y menuda, acompañada por un joven con chaqueta y camisa sin cuello ni corbata, y la rubia de aspecto eslavo con la que Max había bailado la vez anterior. Ésta llevaba la misma blusa floreada, y se movía con aire aburrido en brazos de un hombre con trazas de obrero que iba en chaleco y mangas de camisa. A veces, entre las evoluciones del baile, las parejas se acercaban unas a otras y los ojos azules de la tanguera coincidían un segundo con los de Max. Indiferentes.

—Tu marido está bebiendo demasiado.

—No te metas en eso.

Miró preocupado el collar de perlas que ella se había puesto esa noche, sobre el escote del vestido negro cuya falda apenas cubría sus rodillas. Después, con idéntica inquietud —La Ferroviaria no era sitio adecuado para lucir joyas ni beber en exceso— dirigió un breve vistazo a la mesa llena de botellas, vasos y ceniceros repletos, donde Armando de Troeye fumaba y trasegaba grandes vasos de ginebra con sifón en compañía del llamado Juan Rebenque, el hombre que dos días atrás bailó un tango con su mujer. Al rato de llegar, tras mirarlos mucho, se había acercado el compadrón, grave con su mostacho criollo, el pelo negro aplastado con reluciente gomina y los ojos oscuros, peligrosos bajo el ala del sombrero que en ningún momento se quitó. Vino a la mesa tomándose su tiempo, medio toscano humeándole a un lado de la boca, con aquel andar entonado y lento que había sido característico del arrabal; una mano en el bolsillo derecho y el bulto del cuchillo deformándole ligeramente el otro costado del saco ceñido y ribeteado de raso. Pidiendo permiso para acompañar a los señores y a la señora mientras encargaba a la camarera, con autoridad de cliente acostumbrado a no pagar él la cuenta, otra botella de Llave con el precinto intacto y un sifón lleno. Con los que tendría el gusto de invitarlos —miraba a Max más que al marido— si no había inconveniente.

Tomaron un descanso el bandoneonista tuerto y sus compañeros, y animados por De Troeye arrimaron sillas a la mesa, uniéndose al grupo, mientras Mecha y Max ocupaban sus asientos. La vieja pianola de cilindros tomó el relevo musical, chirriando los compases de un par de tangos irreconocibles. Volvieron tras una larga ronda de bebida y palabras los músicos a su instrumental, atacaron Noches de farra, y Rebenque, inclinándose aún más el fieltro con chulería, sugirió a Mecha bailarlo juntos. Se excusó ésta alegando fatiga; y aunque la sonrisa del compadrón se mantuvo impasible, su mirada peligrosa se posó un momento en Max como si lo responsabilizara del desaire. Tocose el ala Rebenque con dos dedos, se puso en pie y fue hasta la tanguera rubia, que se levantó con aire resignado, y pasando un brazo sobre el hombro derecho del compadrón se puso a bailar con desgana. Afinaba el otro los pasos, gustándose, el cigarro humeante en la mano que mantenía a la espalda mientras con la derecha guiaba a la pareja, masculino, serio, sin aparente esfuerzo. Inmóvil unos segundos para reanudar, tras cada corte, el complejo encaje sobre el piso, avance y retroceso interrumpidos una y otra vez, con vuelta a empezar, mientras la mujer, dócil de cuerpo e indolente de mirada —una de sus piernas asomaba hasta casi el muslo sobre un corte lateral de la falda demasiado corta, a lo parisién—, consentía, sumisa, cada movimiento impuesto por el hombre, cada floreo y cada presa.

—¿Qué te parece ella? —le preguntó Mecha a Max.

—No sé… Vulgar. Y cansada.

—Puede que la controle una organización tenebrosa como ésa de la que hablaste… Quizá la trajeron de Rusia o de por allí, con engaños.

—Trata de blancas —apuntó Armando de Troeye con lengua insegura mientras alzaba, apreciativo, otro vaso de ginebra. Parecía divertirlo semejante posibilidad.

Max miró a Mecha para comprobar que ella lo había dicho en serio. Tras un momento dedujo que no. Que bromeaba.

—Más bien parece del barrio —respondió—. Y de vuelta, más que de ida.

Intervino de nuevo De Troeye tras una risita desagradable. El exceso de alcohol, observó Max, empezaba a enturbiarle la mirada.

—Es guapa —dijo el compositor—. Vulgar y guapa.

Mecha continuaba mirando a la bailarina: seguía, muy pegada al cuerpo de su pareja, los pasos felinos que el compadrón daba sobre el crujiente piso de madera.

—¿Te gusta, Max? —preguntó de improviso.

Apagó éste en el cenicero el cigarrillo que fumaba, tomándose su tiempo. Empezaba a sentirse molesto por la conversación.

—No está mal —admitió.

—Qué displicente. La otra noche parecía agradarte bailar con ella.

Miró Max la huella de carmín en el borde del vaso que Mecha tenía sobre la mesa y en la boquilla de marfil que estaba junto al cenicero humeante. Podía sentir el sabor de aquel rojo intenso en su propia boca: había borrado con ella, besando, lamiendo y mordiendo, hasta el último resto en los labios de Mecha, durante el violento asalto del día anterior en la pensión Caboto, donde apenas hubo ternura hasta el final; cuando, tras un último estremecimiento, ella susurró «fuera, por favor» junto a su oído; y él, obediente, fatigado y al límite, salió despacio de su cuerpo y, apoyándose húmedo sobre la piel tersa y acogedora del vientre de la mujer, se derramó allí mansamente.

—Baila bien el tango —comentó, regresando a La Ferroviaria—. ¿Te refieres a eso?

—Tiene un bonito cuerpo —opinó De Troeye, que contemplaba a la tanguera al trasluz del vaso alzado con mano insegura.

—¿Como el mío?

Mecha se había vuelto hacia el bailarín mundano; dirigía la pregunta a sus ojos con media sonrisa en la boca, esquinada y altanera. Como si el marido no estuviese allí. O tal vez precisamente, concluyó inquieto Max, porque estaba.

—Es otro estilo —resumió, tan cauto como si avanzara con la bayoneta calada en el máuser entre la niebla de Taxuda.

—Claro —dijo ella.

Estudió Max de reojo al marido —se tuteaban desde hacía unas horas, sin acuerdo previo, por iniciativa del segundo—, preguntándose en qué pararía aquello. Pero al compositor sólo parecía importarle el vaso de ginebra donde casi mojaba la nariz.

—Tú eres más alta —declaró, chasqueando la lengua—. ¿Verdad, Max?… Y más flaca.

—Cómo te lo agradezco, Armando —dijo ella—. Lo minucioso.

Le dedicó el marido un exagerado brindis cortés, lindante con lo grotesco, cargado de intenciones cuyo sentido escapaba al bailarín mundano; y después permaneció en silencio. Observó Max que a veces De Troeye se detenía atento al vacío, entornados los ojos por el humo de un cigarrillo, absorto en lo que parecía una cadencia musical sólo audible para él, y contaba notas o acordes con los dedos, repiqueteando sobre la mesa con una seguridad técnica que nada tenía que ver con los ademanes de un hombre que había bebido en exceso. Preguntándose hasta qué punto estaba realmente ebrio y hasta dónde lo aparentaba, Max miró a Mecha y luego a Rebenque y la mujer rubia. Había callado la música; y el compadrón, vuelta la espalda a la tanguera, se acercaba a ellos con su ritual parsimonia.

—Deberíamos irnos —sugirió el bailarín mundano.

Entre dos sorbos, De Troeye volvió de sus ensueños para mostrarse complacido con la idea.

—¿A otro boliche?

—A dormir. Tu tango está a punto, imagino… La Ferroviaria ha dado de sí lo que tenía que dar.

Protestó el compositor. Rebenque, que se había sentado entre Mecha y él, los miraba a los tres con una sonrisa tan artificial que parecía pintada en su cara, mientras procuraba seguir la conversación. Se le veía molesto, tal vez porque nadie elogiaba lo airoso del tango bailado con la rubia.

—¿Y qué hay de mí, Max? —preguntó Mecha.

Se volvió hacia ella, desconcertado. Tenía la boca ligeramente entreabierta y la miel líquida relucía desafiante. Eso lo hizo estremecerse con un deseo urgente que rayaba en la ferocidad; y supo con certeza que en otros tiempos y vidas anteriores habría sido capaz de matar sin que le temblara el pulso a cuantos estaban alrededor, a fin de quedarse a solas con ella. De calmar el ansia de su propia carne tensa, arrancando a tirones el vestido casi húmedo que el ambiente de calor y humo moldeaba sobre el cuerpo de la mujer como una piel oscura.

—Quizá —insistió Mecha— yo no tenga sueño todavía.

—Podemos ir a La Boca —sugirió De Troeye, alegre, apurando su ginebra con el gesto de quien retorna de algún lugar remoto—. A buscar algo que nos despeje.

—De acuerdo —ella se puso en pie y cogió el chal del respaldo mientras el marido sacaba la cartera—. Llevemos a la rubia vulgar y guapa.

—No es buena idea —opuso Max.

Se desafiaron Mecha y él con la mirada. Qué diablos pretendes, era la pregunta silenciosa del bailarín mundano. El desdén de ella bastó como respuesta. Puedes jugar, decía el gesto. Pedir más cartas o retirarte. Dependerá de tu curiosidad o tu coraje. Y ya conoces el premio.

—Al contrario —De Troeye contaba billetes de diez pesos con dedos inseguros—. Invitar a la señorita es una idea… colosal.

Se ofreció Rebenque para traer a la bailarina y acompañarlos él; puesto que los señores, dijo, tenían automóvil grande y había sitio para todos. Conocía un buen lugar en La Boca, añadió. Casa Margot. Los mejores ravioles de Buenos Aires.

—¿Ravioles a estas horas? —inquirió De Troeye, confuso.

—Cocaína —tradujo Max.

—Allí —remató Rebenque, intencionado— podrán despejarse ustedes todo lo que quieran.

Hablaba más pendiente de Mecha y de Max que del marido; como si su instinto le permitiese identificar al auténtico adversario. Recelaba por su parte el bailarín mundano de la sonrisa inalterable del malandro; del modo imperioso en que hizo venir a la mujer rubia —se llamaba Melina, informó, y era de origen polaco— y de la ojeada que le había visto dirigir a la cartera que Armando de Troeye había devuelto al bolsillo interior de la chaqueta tras sacar de ella los cincuenta morlacos que, incluyendo una propina generosa, dejaba arrugados sobre la mesa.

—Demasiada gente —dijo Max en voz baja, mientras se ponía el sombrero.

Debió de escucharlo Rebenque, pues le dirigió una sonrisa lenta, ofendida, llena de augurios. Tan afilada como una hoja de afeitar.

—¿Conoce el barrio, amigo?

No pasó inadvertido a Max el cambio sutil de tratamiento. De señor a amigo. Saltaba a la vista que la noche acababa de empezar.

—Algo —respondió—. Viví a tres cuadras de aquí. Hace tiempo.

Se fijaba atento el otro, demorándose en los puños blancos de la camisa de Max. En el nudo perfecto de su corbata.

—Pero habla como gallego.

—Mi trabajo me costó.

Siguieron estudiándose un instante en silencio, con mutua flema orillera, mientras el otro aventaba la última ceniza del toscano con la uña larga del meñique. Para ciertas cosas no había prisa, y ambos lo habían aprendido en las mismas calles. Le calculó Max al fulano diez o doce años más. Seguramente había sido uno de aquellos chicos mayores del barrio, de los que, niño con guardapolvos gris y cartera con libros a la espalda, envidiaba la libertad de potrear en la puerta de los billares, colgarse en la trasera de los tranvías de la Compañía Eléctrica del Sud para no pagar los diez centavos del billete, acechar como bandoleros los carritos de chocolates Águila y robar medias lunas de grasa en el mostrador de la panadería El Mortero.

—¿En qué calle, amigo?

—Vieytes. Frente a la parada del 105.

—Pucha —confirmó el otro—. Casi vecinos.

Se prendía la rubia en el brazo del compadrón, apuntando sus senos con desenvoltura profesional bajo la tela poco abotonada de la blusa. Cubría sus hombros un mantón de mala hebra que imitaba los de Manila, y contemplaba a Max y a los De Troeye con un interés nuevo que le hacía abrir más los ojos y enarcar las cejas depiladas, reducidas a un fino arco de lápiz negro. Era evidente que la perspectiva de abandonar por un rato La Ferroviaria se le antojaba más prometedora que la rutina del tango a veinte centavos cada baile.

—Alonsanfán —dijo un festivo De Troeye tras coger su sombrero y su bastón, encaminándose a la puerta con movimientos que el alcohol hacía inseguros.

Salieron afuera, y el chófer Petrossi acercó el Pierce-Arrow hasta la puerta, instalándose todos en la trasera de la limusina. De Troeye iba en el asiento grande, entre Mecha y la tanguera; Max y Rebenque frente a ellos, en el trasportín. Para entonces, la tal Melina se había hecho cargo de la situación, sabía de sobra quién pagaba la fiesta, y seguía, obediente, las indicaciones silenciosas que los ojos avisados del compadrón le daban en la penumbra. Asistía Max a todo aquello tenso como un resorte, calculando los pros y los contras. Los problemas que podían encontrar y la manera más eficaz de abandonar ese territorio incierto, cuando llegase la hora, en estado razonable y sin una cuchillada en la ingle. Allí donde, como sabía todo nacido en el arrabal, un tajo en la arteria femoral hacía inútil cualquier torniquete.

La partida se interrumpe cuando pasan las diez de la noche. Está oscuro afuera, y en los grandes ventanales del hotel Vittoria se superponen las imágenes del salón, reflejadas en los cristales, con las luces de las villas y hoteles situados en la cornisa del acantilado de Sorrento. Entre el público, Max Costa contempla el gran panel de madera que reproduce el tablero y las piezas con el último movimiento hecho por Sokolov antes de que el árbitro se acercara a la mesa. Anotó algo el ruso en un sobre, levantándose para abandonar la sala mientras Keller permanecía estudiando el tablero. Al poco rato anotó también el chileno en un papel, aunque sin mover ninguna pieza, e introdujo la nota en el mismo sobre, que cerró antes de entregarlo al árbitro y levantarse a su vez. Eso acaba de ocurrir; y mientras Keller desaparece por una puerta lateral y el público rompe su silencio en murmullos y aplausos, Max se levanta y mira alrededor, confuso, intentando establecer qué ha ocurrido exactamente. De lejos observa que Mecha Inzunza, que estaba sentada en primera fila entre la joven Irina Jasenovic y el hombre grueso, el gran maestro Karapetian, se levanta y va con ellos detrás de su hijo.

Sale Max al pasillo, convertido en ruidoso vestíbulo de la sala de juego, y deambula entre los aficionados escuchando los comentarios sobre la partida, quinta del Premio Campanella. La sala de prensa está en una salita cercana; y cuando pasa ante la puerta, escucha el comentario que un periodista radiofónico italiano transmite por teléfono:

—El alfil negro de Keller parecía un kamikaze… No fue el sacrificio de un caballo lo que más llamó la atención, sino el osado viaje del alfil a través de un tablero lleno de peligros… La estocada era mortal, pero a Sokolov lo salvó su sangre fría. Como si lo esperase, con un solo movimiento, La Muralla Soviética bloqueó el ataque y acto seguido sugirió «¿Nichiá?» proponiendo tablas… El chileno se negó, y la partida ha quedado aplazada hasta mañana.

En otro salón más pequeño, que parece vedado al público común y en cuya puerta abierta se agolpan aficionados curiosos, Max ve a Keller sentado ante un tablero con Karapetian, la joven Jasenovic, el árbitro y otras personas, en lo que parece ser una reconstrucción o análisis de la partida. A Max le sorprende, en contraste con la lentitud de cada movimiento efectuado en el salón, la velocidad con que Keller, Karapetian y la chica mueven ahora las piezas, casi a golpes, haciendo jugadas, deshaciéndolas y planteando otras nuevas, mientras discuten este o aquel movimiento.

—Análisis post mórtem, se llama eso —dice Mecha.

Se vuelve y la encuentra a su lado, junto a la puerta. No la sintió acercarse.

—Suena fúnebre.

La mujer mira hacia el saloncito, pensativa. Como acostumbra en Sorrento —él sabe que no siempre fue así—, lleva la ropa de manera ajena a la moda actual en mujeres de cualquier edad. Hoy viste falda oscura con mocasines, y mete las manos en los bolsillos de una chaqueta de ante muy bonita y sin duda muy cara. Sólo esa chaqueta, calcula Max, habrá costado doscientas mil liras. Por lo menos.

—A veces es fúnebre de verdad —dice ella—. Sobre todo después de una derrota. Se estudian las jugadas, considerando si fueron las más acertadas o si había mejores variantes.

Desde el interior sigue llegando sonido de piezas que golpean con celeridad. A veces se escucha un comentario o una broma de Keller y suenan risas. El golpeteo prosigue, veloz, incluso cuando alguna pieza cae al suelo y el jugador la recoge con rapidez, devolviéndola al tablero.

—Es increíble. Lo rápido.

Asiente ella, complacida. O tal vez orgullosa, expresándolo a su manera discreta. Como cualquier gran maestro de la categoría de su hijo, explica, Jorge Keller puede recordar cada movimiento de la partida, y también cada posible variante. En realidad es capaz de reproducir de memoria todas las partidas que ha jugado en su vida. Y buena parte de las que jugó cada adversario.

—Ahora analiza sus fallos o aciertos, y los de Sokolov —añade—. Pero esto es para la galería: amigos y periodistas. Luego hará otro análisis a puerta cerrada con Emil e Irina. Algo mucho más serio y complejo.

Se detiene en ese punto, pensativa, inclinando ligeramente a un lado la cabeza mientras contempla a su hijo.

—Está preocupado —dice en tono distinto al anterior.

Observa Max a Jorge Keller, y luego de nuevo a ella.

—Pues no lo parece —concluye.

—Lo desconcertó que el otro previese el movimiento que buscaba el alfil.

—He oído algo antes. De ese alfil kamikaze.

—Oh, bueno. Es lo que suele esperarse de Jorge. Supuestos rasgos de genio… En realidad fue algo minuciosamente planeado. Él y sus ayudantes llevaban tiempo disponiendo esa jugada, por si se daba una situación favorable… Aprovechar lo que podría ser una debilidad detectada en Sokolov cuando se enfrenta al gambito Marshall.

—Me temo que no sé nada de ese Marshall —admite Max.

—Quiero decir que hasta los campeones del mundo tienen puntos débiles. El trabajo de los analistas consiste en ayudar a su jugador a descubrirlos y explotarlos en beneficio propio.

Se abre la puerta acristalada de un saloncito contiguo y aparecen los soviéticos: dos ayudantes abriendo paso, y luego el campeón del mundo escoltado por una docena de personas. Al fondo hay una mesa y un ajedrez desordenado. Seguramente acaban de hacer su propio análisis; aunque, a diferencia del de Keller, éste haya sido a puerta cerrada, con sólo la presencia de algunos periodistas de su país que ahora se encaminan a la sala de prensa. Sokolov, con un cigarrillo humeante entre los dedos, pasa muy cerca de Max, cruza su húmeda mirada azul con la de la madre del adversario y dirige a ésta una breve inclinación de cabeza.

—Los rusos tienen la ventaja de estar subvencionados por su federación y respaldados por el aparato estatal —explica Mecha—. Mira ese gordito de la chaqueta gris; es el agregado de cultura y deportes de su embajada en Roma… Otro de los que van ahí es el gran maestro Kolishkin, presidente de la Federación Soviética de Ajedrez. El rubio grandote se llama Rostov, estuvo a punto de ser campeón del mundo y ahora es analista de Sokolov… Y no te quepa duda de que en el grupo hay, al menos, un par de agentes del Kagebé.

Se quedan mirando a los rusos mientras éstos se alejan por el pasillo, camino del vestíbulo y de los apartamentos independientes que la delegación soviética ocupa junto al jardín del hotel.

—Los jugadores occidentales, sin embargo —añade la mujer—, deben ganar para vivir, o dedicar tiempo a otra actividad que se lo permita… Jorge ha tenido suerte.

—Sin duda. Te tuvo a ti.

—Bueno… Es un modo de decirlo.

Todavía mira hacia el pasillo, mientras parece dudar sobre añadir algo o no. Al fin se vuelve a Max y sonríe con aire ausente. Pensativa.

—¿Qué ocurre? —pregunta él.

—Nada, supongo. Lo normal en estas situaciones.

—Pareces preocupada.

Ella duda un instante más. Al fin, las manos delgadas y elegantes, con motas de vejez en el dorso, hacen un ademán indeciso.

—Hace un momento, al salir, Jorge ha dicho: «Algo no va bien». Y no me gustó el modo en que lo dijo… Cómo me miraba.

—Pues yo no veo a tu hijo preocupado en absoluto.

—Él es así. Y también la imagen de sí mismo que le gusta dar. Simpático y sociable, ya lo ves. Despreocupado como si esto costase muy poco esfuerzo. Pero no imaginas las horas de esfuerzo, estudio y trabajo. La tensión agotadora.

Compone un gesto fatigado, cual si esa tensión la agotase también a ella.

—Ven. Tomemos el aire.

Salen por el pasillo a la terraza, donde casi todas las mesas están ocupadas. Más allá de la balaustrada, sobre la que brilla un farol encendido, la bahía napolitana es un círculo de oscuridad donde parpadean luces lejanas. Max hace una seña afirmativa al maître, que les ofrece una mesa y se instalan en ella. Después encarga dos cocktails de champaña al obsequioso camarero que releva al maître.

—¿Qué ha ocurrido hoy?… ¿Por qué se interrumpió la partida?

—Porque agotaron el tiempo. Cada jugador dispone de cuarenta jugadas o de dos horas y media para jugar. Cuando alguno consume el tiempo reglamentario, o llega a los cuarenta movimientos, aplazan la partida hasta el día siguiente.

Max se inclina sobre la mesa para encender el cigarrillo que ella acaba de ponerse en los labios. Después cruza una pierna sobre otra, procurando que la postura no deforme la raya del pantalón: hábito mecánico de viejos tiempos, cuando la elegancia era todavía una herramienta profesional.

—No entendí lo de los sobres cerrados.

—Antes de irse, Sokolov anotó la posición de las piezas en el tablero para reproducir mañana la situación. Es a Jorge a quien corresponde mover ahora. Así que, tras decidir cuál será su siguiente movimiento, también lo anotó de forma secreta y se lo confió al árbitro en el sobre cerrado. Mañana el árbitro abrirá el sobre, hará en el tablero el movimiento anotado por Jorge, pondrá en marcha el reloj y reanudarán el juego.

—¿Le tocará entonces mover al ruso?

—Eso es.

—Supongo que va a darle en qué pensar esta noche.

Hará pensar a todos, responde Mecha. Cuando se aplaza una partida, la jugada secreta se convierte en un problema para los dos adversarios: uno, buscando averiguar con qué movimiento deberá enfrentarse; otro, queriendo establecer si la que anotó fue la mejor jugada posible, si el adversario la habrá descubierto y si traerá prevista una contrajugada peligrosa.

—Eso implica —concluye— cenar, desayunar y comer con un ajedrez de bolsillo al lado, trabajar horas y horas con los ayudantes, pensar en ello en la ducha, mientras te lavas los dientes, cuando te despiertas en plena noche… La peor obsesión de un ajedrecista es una partida aplazada.

—Como la nuestra —apunta Max.

Indiferente al cenicero, según acostumbra, Mecha deja caer al suelo la ceniza del cigarrillo y se lo lleva de nuevo a los labios. Como cada vez que la luz escasea, su piel parece rejuvenecer y el rostro embellece. Los ojos color de miel, idénticos a los que Max recuerda, no se apartan de los suyos.

—Sí, en cierto modo —responde ella—. También ésa fue una partida aplazada… En dos movimientos.

En tres, piensa Max. Hay otro en curso. Pero no lo dice.

Cuando el automóvil se detuvo entre Garibaldi y Pedro de Mendoza, la oscuridad la quebraba una luna reciente y esquinera, compitiendo con el halo rosado de una farola que alumbraba entre la enramada. Al bajar del coche, Max se acercó a Mecha con disimulo y la retuvo del brazo mientras le soltaba el cierre del collar de perlas, que dejó caer en la otra mano para meterlo en un bolsillo de la chaqueta. Alcanzó a ver los ojos de la mujer, sorprendidos y muy abiertos entre las sombras y el resplandor distante de la luz eléctrica, y puso dos dedos sobre su boca, silenciando las palabras que ella se disponía a pronunciar. Después, mientras todos se alejaban del automóvil, el bailarín mundano se acercó a la ventanilla abierta.

—Guarde esto —dijo en voz baja.

Cogió Petrossi el collar sin hacer comentarios. La visera de la gorra le oscurecía el rostro, por lo que Max no pudo ver bien su expresión. El relucir de una mirada, tan sólo. Casi cómplice, creyó advertir.

—¿Puede prestarme su pistola?

—Claro.

Abrió el chófer la guantera y puso en manos de Max una Browning pesada y pequeña, cuyo niquelado brilló un instante en la penumbra.

—Gracias.

Alcanzó Max a los otros, sin darse por enterado de la mirada inquisitiva que Mecha le dirigió al reunirse con el grupo.

—Chico listo —susurró ella.

Lo dijo agarrándose a su brazo con toda naturalidad. Dos pasos por delante, Rebenque glosaba las virtudes del éter Squibb, de venta en farmacias, con el que bastaba, dijo, verter un poco en un vaso e inhalarlo entre copa y copa para sentirse en la gloria. Aunque los ravioles de Margot —una risa canalla, a esas alturas de sólidas amistades— fuesen en verdad insuperables. A no ser, por supuesto, que los señores prefiriesen algo más fuerte.

—¿Cómo de fuerte? —quiso saber De Troeye.

—Opio, amigo. O hachís, lo que gusten. Hasta morfina… De todo hay.

Cruzaron de ese modo la calle, procurando no tropezar en los raíles de ferrocarril abandonados entre los que crecían matojos. Sentía Max el peso reconfortante del arma en el bolsillo mientras miraba la espalda del compadrón, junto al que De Troeye iba tan despreocupado como si paseara por la calle Florida, echado hacia atrás el sombrero, con la bailarina taconeando prendida del brazo. Llegaron así a Casa Margot, que era un edificio decrépito con restos de antiguo esplendor, junto a un pequeño restaurante cerrado a esas horas, cuyo portal con ropa tendida se entreveía alfombrado de restos de camarones y desperdicios. Olía a humedad, a raspas y cabezas de pescado, a galleta rancia, y también a fango del Riachuelo, alquitrán y óxido de anclas.

—El mejor lugar de La Boca —dijo Rebenque; y Max creyó ser el único en detectar la ironía.

Una vez dentro, todo discurrió sin protocolos superfluos. El local era un antiguo burdel transformado en fumadero; y Margot, una mujer mayor y abundante en carnes, teñida de rojo cobrizo, que tras unas palabras del compadrón en su oído se deshizo en cortesía y facilidades. Había en la pared del vestíbulo, observó Max, tres insólitos retratos de San Martín, Belgrano y Rivadavia; como si en la anterior ocupación del edificio, con una clientela más selecta, se hubiera pretendido dar cierto aire de formalidad al quilombo. Pero eso era cuanto de respetable podía encontrarse allí. La planta baja se alargaba en un salón humoso, oscuro, que en vez de luz eléctrica se alumbraba con viejas lámparas cuyo vaho enrarecía el ambiente. Había un olor de queroseno mezclado con insecticida Bufach, tabaco y hachís, impregnando ropas, cortinas y muebles; y a eso se añadía el sudor de media docena de parejas —algunas hombre con hombre— que bailaban muy despacio, abrazadas y casi inmóviles, indiferentes a la música que un joven chino, de patillas recortadas en punta como un traidor de cinematógrafo, ponía en una victrola que vigilaba para cambiar el disco y dar vueltas a la manija. Casa Margot, concluyó Max confirmando sus aprensiones, era uno de esos lugares donde, a la primera bronca, podían salir cuchillos y navajas de chalecos, fajas, pantalones, y hasta de los zapatos.

—Maravilloso y auténtico —admiró De Troeye.

También Mecha parecía complacida con el lugar. Lo observaba todo con una sonrisa vaga, los ojos relucientes y entreabierta la boca como si respirar ese ambiente avivara sus sentidos. A veces la mirada se encontraba con el bailarín mundano, entreverando una mezcla de excitación, agradecimiento y promesas. De pronto el deseo de Max se hizo más acuciante y físico, desplazando la inquietud que le causaban el lugar y la compañía. Contempló a placer, desde muy cerca, las caderas de Mecha mientras la dueña los conducía a todos al piso de arriba, hasta una habitación amueblada a lo turco que tenía luz de dos quinqués verdes puestos sobre una mesita baja, alfombras con quemaduras de cigarrillos y dos divanes grandes. Trajo botellas de presunto champaña y dos atados de cigarrillos un camarero enorme, con raya en mitad del pelo y aspecto de forzudo de feria, y se acomodaron todos en los divanes excepto Rebenque, quien desapareció con la patrona en busca, dijo sonriente, de alpiste para los canarios. Para entonces el bailarín mundano ya había tomado una decisión, así que salió al pasillo a esperarlo de vuelta. De abajo, por la escalera, llegaban los compases de Caminito del taller arrancados al surco de pasta por la aguja del gramófono. Apareció al poco el compadrón: traía tabaco liado con hachís y media docena de bolsitas de medio gramo en bien plegado papel manteca.

—Voy a pedirle un favor —dijo Max—. De hombre a hombre.

Lo miraba el malevo con súbito recelo, calculándole la intención. La sonrisa, todavía fija bajo el mostacho criollo, se le enfriaba en la boca.

—Llevo tiempo con la señora —prosiguió Max, sin mover una pestaña—. Y al marido le gusta Melina.

—¿Y?

—Que cinco es número impar.

Parecía reflexionar el otro sobre números pares e impares.

—Pero, che —dijo al fin—. Me toma por gil, amigo.

El tono brusco no inquietó a Max. Todavía. Sólo eran, de momento, dos perros de arrabal, uno mejor vestido que otro, olfateándose en una calleja. Ahí estaba el arreglo.

—Se pagará todo —apuntó, recalcando el todo mientras indicaba los medios gramos y el hachís—. Esto, lo otro. Con cuanto haya.

—El marido es un gaita abombado —dijo Rebenque pensativo, como si compartiera reflexiones—. ¿Vio los botines que lleva?… Un otario que suda mangos, a lo París.

—Volverá a su hotel con la cartera vacía. Tiene mi palabra.

La última frase pareció complacer al otro, pues observó a Max con renovada atención. En Barracas o La Boca, eso de empeñar la palabra podía entenderlo cualquiera. Más se respetaba allí lo dicho que en Palermo o Belgrano.

—¿Qué hay del collar de la señora? —el compadrón se tocaba, memorioso, el pañuelo blanco que llevaba anudado al cuello en lugar de corbata—. Ya no lo lleva puesto.

—Lo mismo lo perdió. Pero eso queda fuera, me parece. Es otra liga.

Seguía mirándolo el malandro a los ojos, sin perder la sonrisa helada.

—Melina es una papusa cara… De treinta mangos por noche —arrastraba las palabras tangueándolas, cual si la ambición le afilase el acento—. Todo un biscuit.

—Claro. Pero no se preocupe. Se compensará.

Se tocó el otro el ala del chambergo, echándolo un poco atrás, y cogió el pucho de toscano que llevaba tras la oreja. Seguía mirando a Max, caviloso.

—Tiene mi palabra —repitió éste.

Inclinándose, sin decir nada, Rebenque encendió una cerilla en la suela de un zapato. Luego volvió a estudiar a su interlocutor entre la primera bocanada de humo. Metió Max una mano en un bolsillo del pantalón, justo bajo el peso de la Browning.

—Podría tomarse algo abajo —sugirió—, escuchando música bonita y fumándose un buen cigarro. En plan tranquilo… Y nos vemos luego.

Miraba el otro la mano escondida. O quizá adivinaba el bulto del arma.

—Ando medio cortado, amigo. Lárguese unos patacones a cuenta.

Sacó Max la mano del bolsillo, sereno. Noventa pesos. Era cuanto le quedaba, aparte de otros cuatro billetes de cincuenta escondidos tras el espejo, en el cuarto de la pensión. Rebenque se guardó el dinero sin contarlo, y a cambio le dio las seis bolsitas de cocaína. Tres pesos cada una, dijo indiferente, y el hachís era regalo de la casa. Ya arreglarían cuentas luego. En el cómputo general.

—¿Mucho bicarbonato? —preguntó Max, mirando los ravioles.

—Lo normal —el malevo se daba toques en la nariz con la uña larga del meñique—. Pero entra fino, como con grasita.

—Déjala que te bese, Max.

Negó el bailarín mundano. Estaba de pie, abotonada la chaqueta y apoyada la espalda en la pared, junto a uno de los divanes turcos y la ventana abierta a la oscuridad de la calle Garibaldi. El humo aromático del hachís, que ascendía hasta deshacerse en suaves espirales, le hacía entornar los ojos. Tan sólo había dado una breve chupada al cigarrillo que se consumía entre sus dedos.

—Prefiero que bese a tu marido… Él le gusta más.

—De acuerdo —rió Armando de Troeye, una copa de champaña en los labios, apurándola—. Que me bese a mí.

Estaba el compositor sentado en el otro diván, en chaleco y mangas de camisa, vueltos los puños sobre las muñecas y flojo el nudo de la corbata, tirada la chaqueta en el suelo de cualquier manera. Las pantallas de los quinqués de queroseno velaban el cuarto con una penumbra verdosa que arrancaba reflejos tornasolados, como relumbres de aceite, a la piel de las dos mujeres. Mecha se encontraba junto a su marido, recostada con aire indolente en los cojines de falso damasco, descubiertos los brazos y cruzadas las piernas. Se había quitado los zapatos, y de vez en cuando se llevaba a la boca su cigarrillo de hachís, aspirando hondo.

—Bésalo, anda. Besa a mi hombre.

Melina, la tanguera, se encontraba de pie entre los dos divanes. Había ejecutado, momentos antes, un remedo de danza al supuesto compás de la música que llegaba de abajo, apenas audible a través de la puerta cerrada. Estaba descalza, aturdida por el hachís, desabotonada la blusa sobre los senos que oscilaban pesados y densos. Sus medias y su ropa interior eran gurruños de seda negra sobre la alfombra, y tras los últimos movimientos del baile lascivo y silencioso que acababa de ejecutar, aún sostenía con las dos manos, subida hasta la mitad de los muslos, la falda estrecha de tajo apache.

—Bésalo —insistió Mecha—. En la boca.

—No beso ahí —protestó Melina.

—A él, sí… O te vas de aquí.

Rió De Troeye mientras la bailarina se le acercaba y, apartándose el pelo rubio de la cara, subida al diván, puesta a horcajadas sobre él, lo besaba en la boca. Para hacerlo en esa postura tuvo que levantarse aún más la falda, y la luz verde y aceitosa del queroseno resbaló por su piel, a lo largo de las piernas desnudas.

—Tenías razón, Max —dijo el compositor, cínico—. Yo le gusto más.

Había metido las manos bajo la blusa y acariciaba el pecho de la tanguera. Gracias a dos papeles de cocaína que ya estaban abiertos y vacíos sobre la mesita oriental, el compositor parecía despejado pese al mucho alcohol que a esas horas llevaba en la sangre. Sólo se le traslucía, observó el bailarín mundano con curiosidad casi profesional, en cierta torpeza de movimientos y en la manera de interrumpirse y buscar, con esfuerzo, alguna palabra trabada en la lengua.

—¿De verdad no quieres probar? —ofreció De Troeye.

Sonrió Max esquivo, con prudencia y mucha calma.

—Más tarde… Quizá más tarde.

Callaba Mecha, el cigarrillo humeante en los labios, balanceando uno de sus pies descalzos. Comprobó Max que no miraba a Melina y a De Troeye, sino a él. Se mostraba sin expresión y tal vez pensativa, cual si la escena de su marido y la otra mujer le fuese indiferente o la propiciara sólo en obsequio del bailarín mundano. Con el exclusivo fin de observarlo a él mientras todo ocurría.

—¿Por qué esperar? —dijo ella de pronto.

Se puso en pie despacio, alisándose la falda del vestido casi con formalidad, el cigarrillo de hachís todavía en la boca, y tomando a Melina por los hombros la hizo incorporarse, apartándola de su marido, para conducirla hasta Max. Se dejaba hacer la otra, obediente como un animal sumiso, oscilantes los senos desnudos a los que la transpiración adhería la blusa desabotonada.

—Guapa y vulgar —dijo Mecha mirando a Max a los ojos.

—Me importa una mierda —respondió éste, casi con suavidad.

Era la primera vez que enunciaba una grosería delante de los De Troeye. Ella sostuvo su mirada un momento, ambas manos en los hombros de Melina, y luego la empujó sin violencia hasta que el pecho húmedo y cálido de la tanguera se apoyó en el de Max.

—Sé amable con él —susurró Mecha al oído de la mujer—. Es un buen chico de barrio… Y baila maravillosamente bien.

Buscó Melina con ademán torpe y expresión aturdida los labios del hombre, pero éste los apartó con desagrado. Había tirado el cigarrillo por la ventana y sostenía de cerca la mirada de Mecha, enturbiada por el contraluz verdoso de los quinqués. Ella lo estudiaba con aparente frialdad técnica, advirtió. Con una curiosidad extrema que parecía científica. Mientras, la tanguera había desabotonado la chaqueta y el chaleco de Max, y se ocupaba de los botones que aseguraban los tirantes y los que cerraban la cintura del pantalón.

—Un inquietante buen chico —insistió Mecha, enigmática.

Presionaba con las manos sobre los hombros de Melina, obligándola a arrodillarse ante él y acercar la cara a su sexo. En ese momento se escuchó a espaldas de las mujeres la voz de De Troeye:

—No me dejéis al margen, maldita sea.

Pocas veces había visto Max tanto desprecio como el que hizo relampaguear los ojos de Mecha antes de que volviera el rostro hacia el marido, mirándolo sin despegar los labios. Y ojalá, se dijo fugazmente, nunca una mujer me mire a mí de ese modo. Por su parte, encogiéndose de hombros y resignado al papel de espectador, De Troeye llenó otra copa de champaña, la vació de un trago y se puso a desliar un raviol de cocaína. Para entonces Mecha se había vuelto de nuevo a Max; y mientras la bailarina, dócilmente arrodillada, llegaba al objeto de la maniobra con escasa aplicación profesional —al menos tenía una lengua húmeda y cálida, apreció Max, ecuánime—, Mecha dejó caer el cigarrillo sobre la alfombra y acercó los labios a los del hombre sin llegar a rozarlos, mientras sus iris parecían teñirse con la claridad verdosa del queroseno. Estuvo así un momento prolongado, mirándolo inmóvil y muy de cerca, el cuello y el rostro silueteados en el escorzo de penumbra y la boca a menos de una pulgada de la de Max, mientras éste colmaba sus sentidos con el suave aleteo de su respiración, la cercanía del cuerpo esbelto y mórbido, el aroma de hachís, perfume diluido y sudor suave que mestizaba la piel de la mujer. Fue eso, y no la torpe actuación de Melina, lo que avivó realmente su deseo; y cuando la carne se endureció al fin, tensa y desbordando la ropa, Mecha, que parecía acechar el momento, apartó brusca a la tanguera y se aplastó con ávida violencia contra la boca de Max, arrastrándolo al diván mientras a su espalda sonaba la risa gozosa del marido.

—No querrán irse así —dijo Juan Rebenque—. Tan pronto.

Su sonrisa peligrosa se interponía entre ellos y la puerta, rebosando mala entraña. Estaba de pie en medio del pasillo con aspecto desafiante, inclinado el sombrero y las manos en los bolsillos del pantalón. De vez en cuando bajaba los ojos para mirar sus zapatos, como si pretendiera asegurarse de que el brillo estaba a la altura de las circunstancias. Max, que había previsto aquello, observó el bulto del cuchillo en el costado izquierdo del saco cerrado del compadrón. Después se volvió a De Troeye.

—¿Cuánto llevas encima? —preguntó en voz baja.

El rostro del compositor mostraba los estragos de la noche: ojos enrojecidos, mentón donde empezaba a despuntar la barba, la corbata anudada de cualquier manera. Melina había soltado su brazo y se apoyaba en la pared del pasillo, el aire hastiado e indiferente, como si cuanto ocupara sus pensamientos fuese una cama donde echarse y dormir doce horas seguidas.

—Me quedan unos quinientos pesos —murmuró De Troeye, confuso.

—Dámelos.

—¿Todos?

—Todos.

El compositor estaba demasiado cansado y aturdido por el alcohol para protestar. Obediente, con manos torpes, sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y dejó que Max la despojara fríamente. Sentía éste los ojos de Mecha fijos en él —estaba un poco más atrás en el pasillo, el chal sobre los hombros, observando la escena—, pero no la miró ni un solo instante. Necesitaba concentrarse en cosas más urgentes. Y peligrosas. La principal era llegar hasta el Pierce-Arrow donde aguardaba Petrossi, con el mínimo de dificultades posible.

—Ahí tiene —le dijo al compadrón.

Contó éste billetes sin inmutarse. Al terminar golpeteó un momento con ellos en los dedos de una mano, pensativo. Luego los guardó en un bolsillo y ensanchó la sonrisa.

—Hubo más gastos —dijo cachazudo, arrastrando mucho el acento. No miraba a De Troeye, sino a Max. Como si se tratara de un asunto personal entre ambos.

—No creo —dijo Max.

—Pues le aconsejo que lo crea, amigo. Melina es una mina linda, ¿no es cierto?… También hubo que conseguir los papelitos manteca y todo lo demás —miró un segundo a Mecha, insolente—. La señora, usted y aquí, el otario, han tenido una bonita noche… Procuremos tenerla todos.

—No queda un mango —dijo Max.

Pareció detenerse el otro en la última palabra, acentuando la sonrisa como si apreciara el término arrabalero.

—¿Y la señora?

—No lleva.

—Había un collar, me parece.

—Ya no lo hay.

Sacó el malevo las manos de los bolsillos y se desabotonó la chaqueta. Al hacerlo, la empuñadura marfileña del cuchillo asomó desde la sisa del chaleco.

—Pues habrá que investigar eso —miraba la cadena de oro que relucía entre la ropa de De Troeye—. Y también me gustaría saber la hora, porque se me paró el reloj.

Max se fijó en los puños de la camisa y los bolsillos del malandro.

—No parece que usted lleve reloj.

—Se me paró hace años… ¿Para qué voy a llevar uno parado?

No merece la pena, pensaba Max, que maten a nadie por un reloj. Ni siquiera por un collar de perlas. Pero había algo en la sonrisa del compadrón que lo irritaba. Demasiada suficiencia, tal vez. Demasiada seguridad, por parte del llamado Juan Rebenque, de ser el único que pisaba terreno propio.

—¿Ya le dije que soy de Barracas, nacido en la calle Vieytes?

Se oscureció la sonrisa del otro, cual si de pronto el mostacho criollo le diera sombra. Qué hay con eso, decía el gesto. A estas horas de la noche.

—No te metás —dijo, seco.

La expresión de su rostro hacía el tuteo más brusco e inquietante. Max lo analizó despacio, situando la amenaza en el territorio en que se producía. La actitud del fulano, el vestíbulo, la puerta, la calle con el coche aguardando. No podía descartarse que Rebenque tuviera algún amigo cerca, dispuesto a echar una mano.

—Según recuerdo, en el barrio éramos de ley —añadió Max, con mucha calma—. La gente tenía palabra.

—¿Y?

—Cuando querías un reloj, te lo comprabas.

Ya no había sonrisa en el rostro del otro. La había sustituido una mueca peligrosa. De lobo cruel, a punto de morder.

—¿Sos o te hacés?

Un dedo pulgar rascaba el chaleco, como si reptara camino del mango de marfil. De un vistazo, el bailarín mundano calculó distancias. Tres pasos lo separaban del cuchillo del otro; que, por su parte, aún tenía que sacarlo de la vaina. Casi imperceptiblemente, Max se puso de lado oponiéndole el flanco izquierdo, pues así podría protegerse mejor con un brazo y una mano. Había aprendido esa clase de cálculos —la silenciosa y útil coreografía previa— en los burdeles legionarios de África, mientras volaban botellas rotas y navajazos. Puestos a ladrar, era mejor ser perro.

—Oh, por Dios… Dejad de jugar a los gallitos —sonó la voz de Mecha, a su espalda—. Tengo sueño. Dadle el reloj y vámonos de aquí.

No se trataba de gallitos, sabía Max, aunque no era momento para explicaciones. El compadrón tenía atravesado aquello en la garganta desde mucho antes, posiblemente a causa de la propia Mecha. Desde la primera vez que la vio, sin duda. Desde el tango. No perdonaba la exclusión de que había sido objeto esa noche; y el alcohol que seguramente había acompañado su espera no mejoraba las cosas. El reloj, el collar confiado a Petrossi, los noventa pesos de Max y los quinientos que acababa de soltar De Troeye, no eran más que pretextos para el cuchillo que le cosquilleaba al malevo en la axila. Buscaba su hombrada, y Mecha era la testigo.

—Salid —dijo, sin volverse, a la mujer y a su marido—. Derechos al coche.

Quizá fue el tono. La manera en que sostenía la mirada alevosa de Rebenque. Mecha no dijo nada más. Tras unos segundos, Max comprobó por el rabillo del ojo que ella y el marido se situaban a su lado, más cerca de la puerta, pegados a la pared.

—Qué prisas, che —dijo el malevo—. Con el tiempo que tenemos.

Lo desprecio porque lo conozco hasta por las tapas, pensó Max. Podría ser yo mismo. Su error es creer que un traje bien cortado nos hace diferentes. Que eso borra la memoria.

—Salid a la calle —repitió a los De Troeye.

El pulgar del malevo se acercó más al cuchillo. A un centímetro estaba del mango de marfil cuando Max metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, tocando el metal tibio de la Browning. Era una 6,35 a la que había acerrojado una bala en la recámara, con disimulo, antes de bajar al vestíbulo. Con un dedo y sin sacarla del bolsillo, le quitó el seguro. Bajo el ala del sombrero de Rebenque, sus ojos oscuros y reflexivos seguían, interesados, cada movimiento del bailarín mundano. Al fondo, entre la neblina humosa del salón, el gramófono empezó a tocar los compases de Mano a mano.

—Aquí no se va nadie —dijo el malevo, sobrado.

Luego dio un paso adelante que anunciaba garabatos de acero en el aire. Metía ya la mano derecha en la sisa del chaleco cuando Max le puso la Browning delante de la cara. Apuntándole entre los ojos.

—Desde que inventaron esto —dijo, sereno— ya no hay valientes.

Lo expuso sin alarde ni arrogancia: en tono quedo, discreto, como si se tratara de una confidencia entre compadres. De tú a tú. Confiando, al mismo tiempo, en que no le temblase la mano. Miraba el otro el agujero negro del cañón con gesto serio. Casi pensativo. Parecía un jugador profesional, pensó Max, calculando cuántos ases quedaban en el mazo de cartas sobre la mesa. Debió de concluir que pocos, porque al cabo de un instante apartó los dedos del mango del cuchillo.

—No serías tan bravo si estuviéramos parejos —comentó, mirándolo muy zaino y muy fijo.

—Claro que no —admitió Max.

Aún le sostuvo un momento el otro la mirada. Al cabo indicó la puerta con un movimiento del mentón.

—Rajá.

Le había vuelto la sonrisa a la boca. Tan resignada como peligrosa.

—Subid al coche —ordenó Max a Mecha y su marido sin dejar de apuntar al malevo.

Se fueron los De Troeye —rápido taconeo de mujer en el piso de madera— sin que el otro les dirigiese una ojeada. Sus pupilas seguían clavadas en el bailarín mundano, llenas de promesas siniestras e improbables.

—¿No te gustaría intentarlo, amigo?… Mirá que sobran cuchillos en el barrio. Herramientas para hombres, figurate. Podrían prestarte alguno.

Sonrió Max, esquinado. Casi cómplice.

—Otro día, quizás. Hoy tengo prisa.

—Qué pena.

—Sí.

Salió a la calle sin apresurar el paso mientras se guardaba la pistola, aspirando con aliviado deleite el aire fresco y húmedo de la madrugada. El Pierce-Arrow estaba frente al portal con el motor en marcha y los faros encendidos; y cuando el bailarín mundano se metió dentro, dando un portazo, Petrossi quitó el freno, engranó la marcha y arrancó con violento chirrido de neumáticos. El brusco movimiento hizo caer a Max en el asiento de atrás, entre los De Troeye.

—Dios mío —murmuraba el marido, asombrado—. Vaya nochecita completa.

—Queríais Guardia Vieja, ¿no?

Recostada en los cojines de cuero, Mecha reía a carcajadas.

—Creo que me estoy enamorando de Max… ¿No te importa, Armando?

—En absoluto, mujer. Yo también lo amo.

Carne bellísima. Espléndida. Tal vez ésas eran las palabras exactas para definir el cuerpo de mujer dormido e inmóvil que contemplaba Max en la penumbra del dormitorio, sobre las sábanas revueltas. No había pintor ni fotógrafo, concluyó el bailarín mundano, capaz de registrar fielmente aquellas líneas largas y soberbias, combinadas por la naturaleza con perfección deliciosa en la espalda desnuda, los brazos extendidos en preciso ángulo abrazando la almohada, la curva suave de las caderas prolongada hasta el infinito en las piernas esbeltas, que ligeramente separadas mostraban, desde atrás, el arranque del sexo. Y como centro ideal en el que convergieran todas aquellas líneas largas y curvas suaves, la nuca desnuda, vulnerable, con el cabello recortado a ras justo por encima, que el bailarín mundano había rozado con los labios antes de incorporarse, para estar seguro de que Mecha dormía.

Terminando de vestirse, Max apagó el cigarrillo que había fumado, fue al cuarto de baño —mármol y azulejos blancos— y se anudó la corbata ante el gran espejo situado sobre la pileta del lavabo. Cruzó a continuación el dormitorio mientras se abotonaba el chaleco, en busca de la chaqueta y el sombrero que había dejado en el saloncito inglés de la enorme habitación en suite del Palace, junto a la lámpara encendida y el sofá de caoba donde Armando de Troeye, vestido y con la ropa en desorden, suelto el cuello postizo, en calcetines, dormía encogido como un vagabundo borracho en un banco de la calle. El ruido de pasos hizo abrir los ojos al compositor, que se removió aturdido en la tapicería de terciopelo rojo.

—¿Qué pasa… Max? —preguntó con lengua pastosa, torpe.

—No pasa nada. Petrossi se quedó con el collar de Mecha, y voy a buscarlo.

—Buen chico.

De Troeye cerró los ojos y se dio la vuelta. Max permaneció un momento observándolo. El desprecio que le inspiraba aquel hombre competía con el asombro por lo ocurrido en las últimas horas. Por un momento sintió deseo de golpearlo sin piedad ni remordimientos; pero eso, concluyó fríamente, no aportaba nada práctico a la situación. Eran otras cosas las que urgían su interés. Había estado largo rato reflexionando sobre ellas, inmóvil junto al cuerpo exhausto y dormido de Mecha, con los recuerdos y sensaciones últimos agolpándose como cantos rodados de un torrente: el modo en que cruzaron el vestíbulo del hotel sosteniendo al marido, el conserje de noche que les entregó la llave, el ascensor y la llegada a la habitación, los gruñidos y las risas sofocadas. Y después, De Troeye mirándolos con ojos vidriosos de animal aturdido mientras la mujer y Max se desnudaban para acometerse con ansia y total ausencia de pudor, sorbiéndose bocas y cuerpos, retrocediendo a empujones hasta el dormitorio, donde sin cerrar la puerta arrancaron la colcha de la cama y él se hundió en la carne de mujer con desesperada violencia, más cercana a un ajuste de cuentas que a un acto de pasión, o de amor.

Cerró con mucho cuidado la puerta tras de sí, procurando no hacer ruido, y salió al pasillo. Caminó sobre la alfombra que apagaba sus pasos, y eludiendo el ascensor bajó por la amplia escalera de mármol mientras consideraba los próximos movimientos. No era cierto que el collar de Mecha se hubiera quedado en el Pierce-Arrow. Al bajar del automóvil ante el hotel, mientras le decía al chófer que aguardase para llevarlo más tarde a la pensión Caboto, Max había devuelto a Petrossi la pistola y recuperado la sarta de perlas, que metió en un bolsillo sin que Mecha ni el marido lo advirtiesen. Ahí había estado todo el tiempo y ahí estaba ahora, abultando bajo la mano con que Max se palpaba el bolsillo izquierdo de la chaqueta mientras cruzaba entre las columnas del vestíbulo, saludaba con un leve alzar de cejas al conserje de noche y salía afuera, donde Petrossi dormitaba en el coche bajo la luz de una farola: la gorra a un lado, en el baquet, sobre un ejemplar doblado de La Nación, y la cabeza echada atrás en el respaldo de cuero, que alzó cuando Max golpeó con los nudillos el cristal.

—Lléveme a Almirante Brown, por favor… Y no, déjelo. No se ponga la gorra. Después váyase a casa.

No cambiaron una palabra durante el trayecto. De vez en cuando, al resplandor de los faros contra una fachada o muro, combinado con la luz grisácea que empezaba a asentar el amanecer, Max advertía en el espejo retrovisor la mirada silenciosa del chófer, que en ocasiones se cruzaba con la suya. Cuando el Pierce-Arrow se detuvo ante la pensión, Petrossi salió para abrir la portezuela a Max. Bajó éste, el sombrero en la mano.

—Gracias, Petrossi.

El chófer lo miraba impasible.

—Por nada, señor.

Dio Max un paso hacia el portal y se detuvo de pronto, volviéndose.

—Fue un placer conocerlo —añadió.

Con aquella luz indecisa era difícil asegurarlo, pero tuvo la impresión de que Petrossi sonreía.

—Al contrario, señor… Casi todo el placer fue mío.

Ahora le tocó a Max el turno de sonreír.

—Esa Browning está muy bien. Consérvela.

—Celebro que le fuera útil.

Un ligero desconcierto cruzó por la mirada del chófer mientras, con gesto espontáneo, el bailarín mundano se quitaba el Longines de la muñeca.

—No es gran cosa —dijo, entregándoselo—. Pero no me queda un peso en el bolsillo.

Daba vueltas Petrossi al reloj entre los dedos.

—No es necesario —protestó.

—Sé que no lo es. Y eso lo hace más necesario todavía.

Dos horas más tarde, tras hacer su equipaje y tomar un taxi en la pensión Caboto, Max Costa subió en la dársena del puerto al vapor de ruedas de la Carrera, que unía las dos orillas del Río de la Plata; y poco después, resueltos los trámites de Inmigración y Aduana, desembarcaba en Montevideo. Las pesquisas policiales que al cabo de unos días reconstruyeron la breve actividad del bailarín mundano en la capital uruguaya, indicarían que en el trayecto desde Buenos Aires conoció a una mujer de nacionalidad mejicana, cantante profesional, contratada por el teatro Royal Pigalle. Con ella se alojó Max en una lujosa habitación del hotel Plaza Victoria, de donde desapareció a la mañana siguiente dejando atrás su equipaje y una elevada cuenta de gastos —estancia, servicios diversos, cena con champaña y caviar— a la que la furiosa mejicana tuvo que enfrentarse, muy contra su voluntad, cuando al día siguiente la despertó un empleado con el abrigo de armiño que Max había comprado para ella la tarde anterior en la mejor peletería de la ciudad; y que según sus instrucciones, por no llevar suficiente dinero encima en ese momento, era necesario entregar en el hotel al día siguiente, cuando estuviesen abiertos los bancos.

Para entonces, Max ya había tomado pasaje a bordo del transatlántico de bandera italiana Conte Verde, que se dirigía a Europa con escala en Río de Janeiro; y tres días después desembarcó en la ciudad carioca, perdiéndose su pista a partir de ese momento. Lo último que pudo establecerse fue que, antes de abandonar Montevideo, Max había vendido el collar de perlas de Mecha Inzunza a un joyero rumano con tienda de anticuario en la calle Andes, conocido receptador de piezas robadas. El rumano, que se llamaba Troianescu, admitió en su declaración a la policía haber pagado por el collar —dos centenares de perlas originales y perfectas— la cantidad de tres mil libras esterlinas. Lo que suponía, según coste del mercado, poco más de la mitad de su valor real. Pero el joven que se lo vendió en el café Vaccaro, recomendado por el amigo de un amigo, parecía tener urgencia en resolver el negocio. Un muchacho amable, por cierto. Bien vestido y educado. Con sonrisa simpática. De no andar doscientas perlas de por medio, y las prisas, se le habría tomado por un perfecto caballero.