4. Guantes de mujer

Sucede, al fin, lo que Max Costa espera con la certidumbre de quien dispone meticulosamente lo inevitable. Está sentado en la terraza del hotel Vittoria, cerca de la estatua de la mujer desnuda que mira hacia el Vesubio, y desayuna ante el paisaje luminoso, azul y gris de la bahía. Mientras muerde complacido una tostada con mantequilla, el chófer del doctor Hugentobler disfruta de la situación que lo devuelve por unos días a los mejores momentos de su antigua vida; cuando todo era aún posible, el mundo estaba por recorrer, y cada amanecer era preludio de una aventura: albornoces de hotel, aroma de buen café, desayunos en vajillas finas ante paisajes o rostros de mujer a los que sólo era posible acceder, paisajes o mujeres, con mucho dinero o mucho talento. Ahora, de vuelta a su elemento natural, recobrando sin esfuerzo las viejas maneras, Max lleva puestas unas gafas oscuras Persol que pertenecen al doctor Hugentobler, lo mismo que el blazer azul y el pañuelo de seda bajo el cuello entreabierto de la camisa color salmón. Acaba de dejar la taza de café y se dispone a cambiar las gafas de sol por las de leer mientras alarga una mano para coger Il Mattino de Nápoles, que está doblado sobre el mantel de hilo blanco —con la crónica de la partida entre Sokolov y Keller del día anterior, que terminó en tablas—, cuando una sombra se proyecta sobre el diario.

—¿Max?

Un observador imparcial habría admirado el temple del interpelado: todavía permanece un par de segundos con los ojos en el diario, y después dirige una mirada hacia lo alto, con gesto que pasa despacio de la indecisión a la sorpresa, y de ésta al reconocimiento. Al fin, quitándose las gafas, se toca los labios con la servilleta y se pone en pie.

—Dios mío… Max.

La luz de la mañana dora los iris de Mecha Inzunza, como en otro tiempo. Hay leves marcas y manchitas de vejez en su piel, e infinidad de minúsculas arrugas en torno a los párpados y la boca, acentuadas ahora por una sonrisa estupefacta. Pero lo despiadado del paso del tiempo no ha logrado borrar lo demás: la forma pausada de moverse, la elegancia de maneras, las líneas prolongadas del cuello y los brazos cuya delgadez acentúa la edad, enflaqueciéndolos.

—Tantos años —dice ella—. Dios mío.

Están cogidos de las manos, mirándose. Max alza la derecha de ella, inclina la cabeza y la roza con los labios.

—Veintinueve, exactamente —precisa—. Desde el otoño de mil novecientos treinta y siete.

—Niza…

—Sí. Niza.

Le dispone una silla, solícito, y ella la ocupa. Max llama al camarero y tras una breve consulta pide otro café. Todo el tiempo, durante esos instantes de tregua protocolaria, siente fijos en él los ojos color de miel. Y la voz es la misma: tranquila, educada. Idéntica a la que recuerda.

—Has cambiado, Max.

Enarca él las cejas y acompaña el gesto con un ademán melancólico: la fatiga ligera, negligente, de un maduro hombre de mundo.

—¿Mucho?

—Lo suficiente para que me costara reconocerte.

Se inclina un poco hacia ella, cortésmente confidencial.

—¿Cuándo?

—Ayer, aunque no estaba segura. O más bien pensé que era imposible. Un aire remoto, me dije… Pero esta mañana te vi desde la puerta. Estuve un rato observándote.

Max la contempla con detalle. La boca y los ojos. Éstos son idénticos, salvo las marcas del tiempo alrededor. El marfil de los dientes se ve menos blanco de lo que él recuerda, afectado sin duda por la nicotina de muchos cigarrillos. La mujer ha sacado un paquete de Muratti del bolsillo de la rebeca y lo tiene entre los dedos, sin romper el precinto.

—Tú, sin embargo, estás igual —afirma Max.

—No digas tonterías.

—Hablo en serio.

Ahora es ella quien lo estudia a él.

—Has engordado un poco —concluye.

—Más que un poco, me temo.

—Te recordaba más flaco y más alto… Y nunca te imaginé con el pelo gris.

—A ti, sin embargo, te sienta muy bien.

Mecha Inzunza ríe en voz alta, sonora, vigorosa, rejuvenecida por aquel simple acto. Como antes y como siempre.

—Truhán… Siempre supiste cómo hablar a las mujeres.

—No sé a qué mujeres te refieres. Sólo recuerdo a una.

Un momento de silencio. Ella sonríe y aparta la mirada, contemplando la bahía. El camarero llega con el café en el momento oportuno. Max lo sirve llenando media taza, mira el azucarero y la mira a ella, que niega con la cabeza.

—¿Leche?

—Sí. Gracias.

—Antes nunca tomabas. Ni leche ni azúcar.

Parece sorprendida de que él recuerde eso.

—Es cierto —dice.

Otro silencio, más largo que el anterior. Por encima de la taza, de la que bebe a cortos sorbos, ella sigue escrutándole. Pensativa.

—¿Qué haces en Sorrento, Max?

—Oh… Bueno. Un asunto de trabajo. Negocios y un par de días de descanso.

—¿Dónde vives?

Señala él un lugar indeterminado, más allá del hotel y la ciudad.

—Tengo una casa por ahí. Cerca de Amalfi… ¿Y tú?

—Suiza. Con mi hijo. Supongo que sabes quién es, si estás en el hotel.

—Sí, estoy aquí. Y sé quién es Jorge Keller, naturalmente. Pero me despistó el apellido.

Ella deja la taza, y quitándole el precinto al paquete de tabaco saca un cigarrillo. Max coge la cajita de fósforos del hotel que está en el cenicero, se inclina y le da fuego, protegiendo la llama en el hueco de las manos. Ella se inclina también, y por un momento se rozan sus dedos.

—¿Te interesa el ajedrez?

Se ha reclinado otra vez en su silla, dejando escapar el humo que se deshace en la brisa que viene de la bahía. De nuevo la mirada de curiosidad fija en Max.

—Ni lo más mínimo —responde él con mucha sangre fría—. Aunque ayer di una vuelta por la sala.

—¿No me viste?

—Tal vez no presté atención. Lo cierto es que sólo eché un vistazo.

—¿No sabías que estaba en Sorrento?

Niega Max desenvuelto, con viejo aplomo profesional. Hasta estos días no supo, comenta, que ella tenía un hijo apellidado Keller. Ni siquiera que tuviese un hijo. Después de Buenos Aires y de lo ocurrido más tarde en Niza, la pista se perdió por completo. Luego vino la otra guerra, la grande. Media Europa perdió el rastro de la otra media. En muchos casos, para siempre.

—Lo que sí supe fue lo de tu marido. Que lo mataron en España.

Mecha Inzunza aparta el cigarrillo para dejar caer al suelo, ignorando el cenicero, una porción precisa de ceniza. Un golpecito firme, delicado. Luego se lo lleva otra vez a los labios.

—Nunca llegó a salir de prisión, excepto para morir —su tono es neutro, sin rencor ni sentimiento: el adecuado para mencionar algo ocurrido hace mucho tiempo—. Triste final, ¿verdad?, para un hombre como él.

—Lo siento.

Nueva chupada al cigarrillo. Más humo deshecho en la brisa. Más ceniza al suelo.

—Sí. Supongo que es la frase adecuada… Yo también lo sentí.

—¿Y tu segundo marido?

—Afectuoso divorcio —ella se permite otra sonrisa—. Algo entre gente razonable, en buenos términos. Por el bien de Jorge.

—¿Es el padre?

—Claro.

—Habrás vivido tranquila estos años, supongo. Tu familia tenía dinero. Sin contar lo de tu primer marido.

Asiente ella, indiferente. Nunca tuvo dificultades de esa clase, responde. Sobre todo después de la guerra. Cuando los alemanes invadieron Francia, pasó a Inglaterra. Allí se casó con Ernesto Keller, que era diplomático: Max llegó a conocerlo en Niza. Vivieron en Londres, Lisboa y Santiago de Chile. Hasta la separación.

—Asombroso.

—¿Qué es lo que te parece asombroso?

—Tu vida extraordinaria. Lo de tu hijo.

Por un instante, Max sorprende algo extraño en los ojos de ella. Una fijeza insólita: penetrante y tranquila a la vez.

—¿Y tú, Max?… ¿Cómo ha sido de extraordinaria tu vida estos años?

—Bueno, ya sabes.

—No. No lo sé.

Agita él una mano abarcando la terraza, como si allí estuviese la evidencia de todo.

—Viajes de un lado a otro. Negocios… La guerra en Europa me dio algunas oportunidades y me quitó otras. No puedo quejarme.

—No lo parece, desde luego. Que tengas motivo para quejarte… ¿Has vuelto a Buenos Aires?

El nombre de la ciudad en aquella voz serena estremece a Max. Cauto, con prevención, como quien se adentra por donde no debe, analiza otra vez con disimulo el rostro de la mujer: las pequeñas arrugas en torno a la boca, el color mate, marchito, de la piel y los labios sin maquillar. Sólo sus ojos siguen inalterados, igual que en el boliche tanguero de Barracas o en los otros lugares que vinieron después. En la singular topografía común de cuanto recuerda.

—He vivido en Italia casi siempre —inventa sobre la marcha—. Y también en Francia y España.

—¿Negocios, como dices?

—Pero no los de antes —Max procura sonreír de la manera adecuada—. Tuve suerte, reuní algún capital y las cosas no fueron mal. Ahora estoy retirado.

Mecha Inzunza ya no lo mira del mismo modo. Apunta una sonrisa sombría.

—¿De todo?

Se remueve él, incómodo. O pareciéndolo. El collar que ayer vio en la habitación 429 pasa por su cabeza con destellos de revancha en suaves reflejos mate. Y me pregunto, concluye, quién tendrá más facturas pendientes de cobrar con el otro. Ella o yo.

—No vivo como en otros tiempos, si a eso te refieres.

La mujer lo contempla, imperturbable.

—A eso me refería. Sí.

—Hace tiempo que no lo necesito.

Lo ha dicho sin pestañear. Con aplomo absoluto. A fin de cuentas, piensa, tampoco es mentir del todo. En cualquier caso, ella no parece cuestionarlo.

—Tu casa de Amalfi…

—Por ejemplo.

—Celebro que te hayan ido bien las cosas —ella mira el cenicero como si lo viese por primera vez—. Siempre dudé que normalizases tu vida.

—Oh, bueno —agita una mano con los dedos hacia arriba, en ademán casi italiano—. Todos sentamos la cabeza tarde o temprano… Tampoco yo creí que normalizases la tuya.

Mecha Inzunza ha apagado delicadamente el resto del cigarrillo en el cenicero, desprendiendo con cuidado la brasa. Como si se demorase a propósito en las últimas palabras de Max.

—¿Respecto a Buenos Aires y Niza, por ejemplo? —apunta al fin.

—Claro.

Irremediablemente, él nota un regusto de melancolía. De pronto los recuerdos acuden atropellándose: palabras breves como gemidos deslizándose por una piel desnuda, escorzo de líneas largas y suaves reflejadas sobre un espejo que multiplicaba el gris de afuera, en el contraluz plomizo de una ventana que, como un cuadro francés de primeros de siglo, enmarcaba palmeras mojadas, mar y lluvia.

—¿A qué te dedicas?

Ensimismado —no hay fingimiento esta vez—, tarda un poco en escuchar la pregunta, o en abrirse paso hasta ella. Todavía se encuentra ocupado rebelándose en sus adentros contra la desmesurada injusticia de orden físico: la piel de mujer que sus cinco sentidos recuerdan era tersa, cálida y perfecta. No puede tratarse de la misma que tiene delante, marcada por el tiempo. De ningún modo, concluye con furia impotente. Alguien debería responder de semejante desconsideración. De tan intolerable atropello.

—Turismo, hoteles, inversiones —responde al fin—. Cosas así… También soy socio de una clínica cerca del lago de Garda —improvisa de nuevo—. Coloqué allí algunos ahorros.

—¿Te casaste?

—No.

Ella mira la bahía más allá de la terraza con aire distraído, cual si no prestase atención a la última respuesta de Max.

—Tengo que dejarte… Jorge juega esta tarde, y hay que trabajar duro preparándolo todo. Sólo había bajado un momento a tomar el aire bebiendo un café.

—Te ocupas de todas sus cosas, he leído. Desde niño.

—En parte. Hago de madre, de mánager y de secretaria, gestionándole viajes, hoteles, contratos… Cosas así. Pero él tiene su equipo de asistentes: los analistas con quienes prepara las partidas y lo acompañan siempre.

—¿Analistas?

—Un aspirante a campeón del mundo no trabaja solo. Las partidas no se improvisan. Hace falta un equipo de preparadores y especialistas.

—¿Incluso en ajedrez?

—Especialmente en ajedrez.

Se ponen en pie. Max es demasiado veterano para ir más allá. Las cosas tienen su curso, y forzarlas es un error. Muchos hombres que se pasaban de listos se perdieron por eso, recuerda. Así que sonríe como hizo siempre, lo que ilumina su rostro rasurado con esmero, bronceado sin excesos por el sol de la bahía: un súbito trazo blanco, ancho, sencillo, que muestra algunos dientes de buen aspecto, razonablemente conservados pese a dos fundas, media docena de empastes y el colmillo postizo en el hueco que hace diez años dejó el golpe de un policía en un cabaret de Cumhuriyet Caddesi, en Estambul. La sonrisa simpática, templada por los años, de un buen y sexagenario muchacho.

Mecha Inzunza mira aquella sonrisa y parece reconocerla. Su mirada es casi cómplice. Al fin duda, o también lo parece.

—¿Cuándo te vas del hotel?

—En unos días. Cuando termine de ajustar esos negocios de los que te hablaba antes.

—Quizá deberíamos…

—Claro. Deberíamos.

Otro silencio indeciso. Ella ha metido las manos en los bolsillos de la rebeca, cargando ligeramente los hombros.

—Cena conmigo —propone Max.

Mecha no responde a eso. Está observándolo, pensativa.

—Por un momento —dice al cabo— te he visto de pie ante mí, en el salón de baile de aquel barco: tan joven y apuesto, vestido de frac… Dios mío, Max. Estás hecho un desastre.

Compone él un gesto abatido, inclinando la cabeza con elegante y exagerada resignación.

—Lo sé.

—No es cierto —de pronto ríe como antes, rejuvenecida. La risa sonora y franca de siempre—. Estás bien para la edad que tienes… O que tenemos. Yo, sin embargo… ¡Qué injusta es la vida!

Se queda callada, y a Max le parece reconocer los rasgos del hijo; la expresión de Jorge Keller cuando reclina el rostro sobre los brazos, ante el tablero.

—Quizá debamos, sí —dice ella al fin—. Hablar un rato. Pero han pasado treinta años desde la última vez… Hay lugares a los que no se debe regresar nunca. Tú mismo dijiste eso en cierta ocasión.

—No me refería a lugares físicos.

—Sé a qué te referías.

La sonrisa de la mujer se ha vuelto irónica. Una mueca desolada, más bien. Sincera y triste.

—Mírame… ¿De verdad crees que estoy en condiciones de regresar a algún sitio?

—No hablo de esa clase de regresos —protesta él, irguiéndose—, sino de lo que recordamos. Lo que fuimos.

—¿Testigos uno del otro?

Max le sostiene la mirada sin aceptar el juego de su sonrisa.

—Quizás. En aquel mundo que conocimos.

Ahora los ojos de Mecha Inzunza son dulces. La luz intensifica los antiguos tonos dorados.

—El tango de la Guardia Vieja —dice en voz baja.

—Eso es.

Se estudian. Y es casi hermosa otra vez, concluye Max. El milagro de sólo unas palabras.

—Imagino —comenta ella— que te habrás encontrado con él muchas veces, como yo.

—Claro. Muchas.

—¿Sabes, Max?… Ni una sola vez, al oírlo, dejé de pensar en ti.

—Puedo decir lo mismo: tampoco dejé de pensar en mí.

La carcajada de ella —insólitamente joven de nuevo— hace volver el rostro a los ocupantes de las mesas cercanas. Por un momento alza ligeramente una mano, como si fuese a posarla en el brazo del hombre.

—Los muchachos de antes, dijiste en aquel tugurio de Buenos Aires.

—Sí —suspira él, resignado—. Ahora somos nosotros los muchachos de antes.

El filo se había embotado y afeitaba mal. Después de enjuagar la navaja en el agua jabonosa de la jofaina y secarla en la toalla, Max frotó la hoja en un cinturón de cuero tras enganchar éste, tensándolo cuanto pudo, en el pestillo de la ventana que daba a las copas verdes, rojas y malvas de los árboles de la avenida Almirante Brown. Insistió en el cinturón hasta que el acero estuvo en condiciones; y mientras lo hacía contemplaba distraído la calle, donde un insólito automóvil —el barrio en el que estaba la pensión Caboto era más de carruajes y tranvías, con bosta de caballerías aplastada sólo de vez en cuando por ruedas de neumáticos— se había detenido junto a la mula y el carrito con los que un hombrecillo de sombrero de paja y chaqueta blanca despachaba panes de leche, medias lunas y tortas de azúcar quemada. Eran más de la diez de la mañana, Max no había desayunado todavía, y la visión del carrito acentuó el vacío de su estómago. Tampoco había sido una buena noche, la suya. Tras el regreso a deshoras, después de acompañar a los De Troeye de Barracas al hotel Palace, el bailarín mundano había dormido mal. Un sueño inquieto, de poco descanso. Era aquél un desasosiego que le resultaba familiar desde hacía tiempo: estado indeciso entre sueño y vigilia, poblado por sombras incómodas; vueltas y revueltas entre sábanas arrugadas, sobresaltos de la memoria, imágenes deformadas por la imaginación y la duermevela que acometían de improviso, produciéndole violentos estallidos de pánico. La imagen más frecuente era un paisaje cubierto de cadáveres: una cuesta de tierra amarillenta junto a una tapia que ascendía hasta un fortín situado más arriba; y en el camino que discurría a lo largo de la tapia, tres mil cuerpos resecos y negros, momificados por el tiempo y el sol, en los que aún podían advertirse las mutilaciones y torturas entre las que hallaron la muerte un día del verano de 1921. El legionario Max Costa, voluntario de la 13.ª Compañía de la Primera Bandera del Tercio de Extranjeros, tenía entonces diecinueve años; y mientras avanzaba con el cabo Boris y otros cuatro compañeros por la cuesta que llevaba al fortín abandonado —«Seis voluntarios para morir» había sido la orden para que precedieran al resto de la compañía—, entre el hedor de los cadáveres y el horror de las imágenes, sudoroso, cegado por el reverbero del sol, tentándose las cartucheras del correaje y con el máuser a punto, había sabido con absoluta certeza que sólo el azar le ahorraría ser uno más de aquellos cadáveres negruzcos, carne hasta hacía poco viva y joven, esparcida ahora en el camino de Annual a Monte Arruit. Después de ese día, los oficiales del Tercio ofrecían a la tropa un duro por cada cabeza de moro muerto. Y dos meses más tarde, cuando en un lugar llamado Taxuda —«Voluntarios para morir», habían ordenado de nuevo— una bala rifeña acabó con la corta vida militar de Max, enviándolo durante cinco semanas a un hospital de Melilla —de allí desertaría a Orán, para viajar luego a Marsella—, éste había conseguido ganar siete de aquellos duros de plata.

Afilada otra vez la navaja, de vuelta ante la luna biselada del ropero, el bailarín mundano observaba con ojo crítico las huellas de insomnio en su rostro. Siete años no eran suficientes para apaciguar ciertos fantasmas. Para echar fuera los diablos, como solían decir los moros y también, de tanto escuchárselo a ellos, el cabo segundo legionario Boris Dolgoruki-Bragation, que había acabado por echarlos del todo metiéndose en la boca un cañón de pistola del nueve largo. Pero bastaban para resignarse a su molesta compañía. De manera que Max procuró alejar los pensamientos desagradables y concentrarse en seguir rasurando su barba con mucha aplicación, mientras tarareaba Soy una fiera: un tango de los que habían sonado la noche anterior en La Ferroviaria. Al cabo de unos instantes sonreía pensativo al rostro enjabonado que lo miraba desde el espejo. El recuerdo de Mecha Inzunza resultaba útil en lo de echar diablos fuera. O intentarlo. Aquella altiva manera de bailar el tango, por ejemplo. Sus palabras hechas de silencios y reflejos de miel líquida. Y también los planes que Max concebía poco a poco, sin prisas, respecto a ella, a su marido y al futuro. Ideas cada vez más definidas a las que pasaba revista mientras, sin dejar de canturrear, deslizaba cuidadosamente el acero sobre la piel.

Para su alivio, la velada de la noche anterior había transcurrido sin incidentes. Después de un rato largo de escuchar tangos a la manera vieja y ver bailar a la gente —ni Mecha ni Max volvieron a salir esa noche a la pista—, Armando de Troeye llamó a los tres músicos a su mesa cuando éstos dejaron sus instrumentos, relevados por la decrépita pianola de cilindros que reproducía tangos ruidosos e irreconocibles. El compositor había pedido algo selecto para invitarlos. Muy bueno y muy caro, dijo mientras hacía circular con liberalidad su pitillera de oro. Pero la botella de champaña más cercana, informó con retranca la camarera tras consultar con el dueño —un gallego de bigotazo enhiesto y catadura infame—, se encontraba a cuarenta cuadras recorridas en el tranvía 17: demasiado lejos para ir a buscarla a esas horas; así que De Troeye tuvo que conformarse con unos dobles de grapa y de anónimo coñac, una botella todavía precintada de ginebra Llave y un sifón de vidrio azul. Se hizo honor a todo, incluidas unas empanaditas de carne como picoteo, entre humo de toscanos y cigarrillos. En otras circunstancias, a Max le habría interesado la conversación entre el compositor y los tres músicos —el bandoneonista, tuerto y con un ojo de cristal, era veterano de los tiempos de Hansen y la Rubia Mireya, allá por el Novecientos—, y las ideas de éstos sobre tangos viejos y nuevos, maneras de ejecución, letras y músicas; pero el bailarín mundano tenía la cabeza en otras cosas. En cuanto al músico tuerto, según aseguró el mismo interesado tras las primeras confianzas y tragos de ginebra, ni sabía leer una particela, ni falta ninguna le había hecho nunca. Tocaba de oreja, de toda la vida. Además, lo suyo y de sus compadres eran tangos de verdad, para bailarlos como siempre se hizo, con su ritmo rápido y sus cortes en su sitio; y no esas lisuras de salón que habían puesto de moda, a medias, París y el cinematógrafo. Respecto a las letras, mataba el tango y rebajaba a quienes lo bailaban aquella manía de convertir en héroes al otario cornudo y llorón cuya mujer lo dejaba por otro, o a la obrerita que devenía en marchita flor de fango. Lo auténtico, añadió el tuerto entre nuevos tientos a la ginebra y vigorosas muestras de aprobación de sus camaradas, era propio de vieja gente orillera: sarcasmo malevo, desplante de rufián o hembra rodada, cinismo burlón de quien tenía medidos los palmos a la vida. Allí, poetas y músicos refinados estaban de más. El tango era para arrimar la chata abrazando a una mujer, o para farrear con los muchachos. Se lo decía él, que lo tocaba. El tango era, resumiendo, instinto, ritmo, improvisación y letra perdularia. Lo otro, con perdón de la señora —ahí su único ojo miró de soslayo a Mecha Inzunza—, eran mariconadas de caña y grapa, si le disculpaban la mala palabra española. A ese paso, con tanto amor iluso, tanto bulín abandonado y tanta sensiblería, se acabaría cantando a la mamá viuda o a la cieguecita que vendía flores en la esquina.

De Troeye estaba encantado con todo aquello, mostrándose pletórico y comunicativo. Brindaba con los músicos y tomaba más notas a lápiz con letra minúscula en el puño de la camisa. El alcohol empezaba a traslucirse en el brillo de su mirada, en la forma de articular alguna palabra y en el entusiasmo con que se inclinaba sobre la mesa, atento a lo que le decían. A la media hora de palique, los tres orejeros de La Ferroviaria y el compositor amigo de Ravel, Stravinsky y Diaguilev parecían colegas de toda la vida. Por su parte, Max permanecía atento, por el rabillo del ojo, al resto de parroquianos que miraba hacia la mesa con curiosidad o recelo. El compadrón que había milongueado con Mecha Inzunza no les quitaba la vista de encima, entornados los párpados por el humo del cigarro que tenía en la boca, mientras su acompañante de la blusa floreada, con la falda sobre las rodillas y cruzada una pierna sobre otra, se inclinaba para estirarse las medias negras, indiferente. Fue entonces cuando Mecha dijo que le gustaría fumar un cigarrillo mientras tomaba un poco el aire. Después, sin aguardar respuesta de su marido, se puso en pie y anduvo hacia la puerta con taconeo sereno, tan decidido y firme como el tango que había bailado un rato antes con el compadrón. Los ojos del tal Juan Rebenque la seguían de lejos, agalludos y curiosos, sin desatender el balanceo de sus caderas; y sólo dejaron de hacerlo para posarse en Max cuando éste se ajustó el nudo de la corbata, se abotonó la chaqueta y fue tras la mujer. Y mientras iba hacia la puerta, sin necesidad de volver el rostro para comprobarlo, el bailarín mundano supo que Armando de Troeye también lo miraba.

Caminó sobre su propia sombra alargada, que el farolito de la puerta proyectaba en el suelo de ladrillo de la vereda. Mecha Inzunza estaba inmóvil en la esquina, allí donde las últimas casas del barrio, que en aquella parte eran bajas y de chapa ondulada, se desvanecían en la oscuridad de un descampado contiguo al Riachuelo. Mientras se acercaba a ella, Max buscó con la mirada el Pierce-Arrow y alcanzó a distinguirlo entre las sombras del otro lado de la calle, cuando el chófer encendió un momento los faros para indicar que estaba allí. Buen muchacho, pensó tranquilizándose. Le gustaba aquel correcto y precavido Petrossi, con su uniforme azul, su gorra de plato y su pistola en la guantera.

Cuando llegó junto a ella, la mujer había dejado caer el cigarrillo consumido y escuchaba el nocturno chirriar de grillos y croar de ranas que llegaba desde los arbustos y los viejos docks de madera podrida en la orilla. La luna no había salido todavía, pero la estructura de hierro que coronaba el puente parecía recortarse muy alta en la penumbra, al final de la calle adoquinada y en sombras, sobre la claridad fantasmal de algunas luces que al otro lado perforaban la noche en Barracas Sur. Se detuvo Max junto a Mecha Inzunza y encendió uno de sus cigarrillos turcos. Supo que ella lo observaba a la breve luz de la llama de la cerilla. Sacudió ésta para apagarla, expulsó la primera bocanada de humo y miró a la mujer. Su perfil era una sombra silueteada por la claridad lejana.

—Me gustó su tango —dijo Mecha, de improviso.

Siguió un breve silencio.

—Imagino que en el baile —añadió ella— cada cual pone lo que tiene: delicadeza o bellaquería.

—Como en el alcohol —apuntó Max con suavidad.

—Eso es.

Ella calló de nuevo.

—Esa mujer —añadió al fin— era…

Se interrumpió en aquella palabra. O tal vez ya lo había dicho todo.

—¿Adecuada? —insinuó él.

—Quizás.

No añadió más sobre eso, ni tampoco Max. El bailarín mundano fumaba callado, reflexionando sobre los pasos a dar. Errores posibles y probables. Al fin se encogió de hombros a modo de conclusión.

—A mí, sin embargo, no me gustó el suyo.

—Vaya —parecía realmente sorprendida, un punto altiva—. No era consciente de haber bailado tan mal.

—No se trata de eso —sonreía por reflejo, sabiendo que ella no podía advertirlo—. Bailó maravillosamente, por supuesto.

—¿Entonces?

—Su pareja. Éste no es un lugar amable.

—Entiendo.

—Cierta clase de juegos pueden ser peligrosos.

Tres segundos de silencio. Después, cinco palabras de hielo.

—¿A qué juego se refiere?

Se permitió el lujo táctico de no contestar a eso. Apuró el cigarrillo y lo arrojó lejos. La brasa describió un arco antes de extinguirse en la oscuridad.

—Su marido está a sus anchas. Parece disfrutar con la velada.

Ella callaba como si todavía reflexionara sobre lo dicho antes.

—Sí, mucho —respondió por fin—. Está entusiasmado, porque no es lo que esperaba. Vino a Buenos Aires pensando en salones, buena sociedad y cosas así… Traía en la cabeza componer un tango elegante, de corbata blanca. Me temo que en el Cap Polonio usted le cambió las ideas.

—Lo siento. Nunca pretendí…

—No tiene por qué sentirlo. Al contrario: Armando le está muy agradecido. Lo que era una apuesta tonta con Ravel, un capricho caro, se ha convertido en una aventura entusiasta. Tendría que oírlo hablar de tangos, ahora. La Guardia Vieja y todo lo demás. Sólo le faltaba venir aquí y zambullirse en este ambiente. Es un hombre tenaz, obsesivo para su trabajo —reía suavemente, en tono quedo—. Temo que ahora se vuelva insoportable, y que yo acabe harta del tango y de quien lo inventó.

Dio unos pasos al azar y se detuvo, como si la oscuridad se le antojara de pronto demasiado incierta.

—¿Es realmente un arrabal peligroso?

Max la tranquilizó sobre eso. No más que otros, dijo. Barracas estaba habitado por gente humilde, laboriosa. La cercanía del Riachuelo, los muelles y La Boca, algo más abajo, facilitaban lugares dudosos como La Ferroviaria. Pero subiendo calle arriba todo era normal: casas de inquilinato, familias inmigrantes, gente trabajadora o que al menos lo intentaba. Doñas con zuecos o chancletas, hombres tomando mate, familias enteras en bata y camiseta sacando banquitos y sillas de paja a la vereda para tomar el fresco después de la magra cena, abanicándose con la pantalla de aventar el fogón mientras vigilaban a los niños que jugaban en la calle.

—Ahí mismo, a una cuadra —añadió—, está la fonda El Puentecito, donde mi padre nos traía a comer algún domingo, cuando le iban bien los negocios.

—¿Qué hacía su padre?

—Varias cosas, y ninguna con éxito. Trabajó en las fábricas, tuvo un almacén de hierro viejo, transportó harinas y carne… Fue un hombre con mala suerte, de ésos que nacen con la marca de la derrota y nunca logran quitársela de encima. Un día se cansó de luchar, regresó a España y nos llevó con él.

—¿Tiene nostalgia del barrio?

Entornó los ojos el bailarín mundano. Revivía sin esfuerzo imágenes de juegos a orillas del Riachuelo, entre restos de barcos y chatas semihundidos, imaginándose pirata sobre las aguas cenagosas. Y envidiando de lejos al hijo del dueño de la calera Colombo, único niño que tenía una bicicleta.

—La tengo de mi infancia —dijo con sencillez—. El barrio, supongo, es lo de menos.

—Pero éste fue el suyo.

—Sí… El mío.

Mecha volvió a moverse y Max la imitó, acercándose ambos al puente por la franja de calle adoquinada donde las luces lejanas hacían relucir suavemente, a trechos, los raíles del tranvía.

—Bueno —ella insinuaba simpatía y quizá condescendencia—. Sus comienzos fueron nobles, aunque humildes.

—Ningún comienzo humilde es noble.

—No diga eso.

Rió él entre dientes. Casi para sí mismo. Con la proximidad del agua, el coro de grillos y ranas de la orilla se hizo casi ensordecedor. El aire era más húmedo, y observó que la mujer parecía estremecerse de frío. Su chal de seda había quedado en el almacén, sobre el respaldo de la silla.

—¿Qué hizo desde entonces?… Desde que volvió a España.

—Un poco de todo. Estuve un par de años en la escuela. Después me fui de casa, y un amigo me encontró trabajo en el hotel Ritz de Barcelona, como botones. Diez duros al mes. Y las propinas.

Mecha Inzunza, cruzados los brazos, seguía estremeciéndose a causa de la humedad. Sin decir palabra, Max se quitó la chaqueta, quedándose en chaleco y mangas de camisa, y la puso sobre los hombros de la mujer, que tampoco dijo nada. Al hacerlo, él deslizó la mirada por el escorzo de su nuca larga y desnuda, que la luz difusa del otro lado del puente perfilaba bajo el corte del cabello. Por un instante advirtió el relumbrar de esa misma claridad en sus pupilas, que durante unos segundos estuvieron muy cerca. A pesar del humo de tabaco, del sudor y del ambiente cerrado del boliche, comprobó, ella olía suave. A piel limpia y perfume no del todo desvanecido.

—Lo sé todo sobre botones y hoteles —prosiguió, recobrando la plenitud de su sangre fría—. Tiene usted delante a un especialista en llevar cartas al buzón, cumplir turnos de noche resistiendo la tentación de los sofás cercanos, hacer recados y patear vestíbulos y salones voceando insistente «Señor Martínez, al teléfono», dispuesto a localizar al tal Martínez en el breve espacio de tiempo que dura la paciencia de quien espera con un auricular pegado a la oreja…

—Vaya —parecía divertida—. Todo un mundo, imagino.

—Se sorprendería. Desde fuera no es fácil saber lo que ocurre tras una doble fila de botones dorados, o bajo la pechera de dudosa blancura de un camarero que sirve cocktails y calla.

—Me inquieta usted… Suena de lo más bolchevique.

Max soltó una carcajada. También la oía reír, a su lado.

—No es cierto que la inquiete. Pero debería.

El guante de Mecha Inzunza, que ella había dispuesto a modo de pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta de Max cuando éste fue a bailar con la tanguera, destacaba en la penumbra como una flor grande y blanca puesta en el ojal. Esa prenda parecía establecer entre ambos, reflexionó él, un vínculo de naturaleza casi íntima. Una especie de complicidad adicional, silenciosa y sutil.

—Aquí donde me ve —prosiguió, recobrando el tono ligero—, también soy experto en propinas… Usted y su marido, que por situación social suelen darlas, seguramente ignoran que hay clientes de una, tres y hasta cinco pesetas. Es la clasificación hotelera auténtica, desconocida por quienes se creen rubios o morenos, altos o bajos, industriales, viajantes, millonarios o ingenieros de caminos. Hasta hay clientes de diez céntimos, fíjese, en habitaciones que cuestan cien pesetas diarias… Ésa es la categoría real, y nada tiene que ver con las otras. Las convencionales.

Ella tardó un poco en responder. Parecía considerar aquello con absoluta seriedad.

—Para un bailarín mundano —dijo al fin— las propinas también son importantes, supongo.

—Por supuesto. Una señora satisfecha por un vals puede dejar discretamente, en un bolsillo de la chaqueta, el billete de banco que solucione la noche, o la semana.

No pudo evitar un tono ácido al exponer aquello: un suave toque de resentimiento que tampoco tenía, pensó, por qué disimular. Ella, que parecía escuchar con mucha atención, lo había percibido.

—Escuche, Max… No tengo, como la mayoría de las personas, hombres sobre todo, prejuicios contra los bailarines profesionales. Ni siquiera contra los gigolós… Incluso hoy en día, una mujer vestida por Lelong o Patou no puede ir sola a restaurantes y bailes.

—No se preocupe por justificarme. Carezco de complejos. Los perdí hace tiempo en cuartos de pensión húmedos y fríos con mantas raídas, con sólo media botella de vino para calentarme.

Siguió un instante de silencio. Max adivinó la siguiente pregunta un segundo antes de que ella la formulara.

—¿Y una mujer?

—Sí. A veces también una mujer.

—Deme un cigarrillo.

Sacó la pitillera. Quedaban tres, comprobó casi al tacto.

—Enciéndalo usted mismo, por favor.

Lo hizo. A la luz de la llama comprobó que ella lo miraba con fijeza. Luego de apagarla, aún deslumbrado por el resplandor, aspiró un par de bocanadas y lo puso en los labios de la mujer, que lo aceptó sin recurrir a la boquilla.

—¿Qué lo llevó al Cap Polonio?

—Las propinas… Y un contrato, por supuesto. Antes estuve en otros barcos. Las líneas a Buenos Aires y Montevideo tienen buen ambiente. Se trata de viajes largos, y las pasajeras quieren divertirse a bordo. Mi aspecto latino, el hecho de bailar bien el tango y otras cosas de moda, ayudan. Como los idiomas.

—¿Qué otras lenguas habla?

—Francés. Y me defiendo en alemán.

Ella había tirado el cigarrillo.

—Es usted un caballero muy correcto, aunque empezara como botones… ¿Dónde aprendió modales?

Max se echó a reír. Miraba extinguirse la pequeña brasa a los pies de la mujer.

—Leyendo revistas ilustradas: cosas del gran mundo, modas, vida social… Mirando alrededor. Atento a las conversaciones y maneras de quienes las tienen. También hubo algún amigo que me ayudó en eso.

—¿Le gusta su trabajo?

—A veces. Bailar no es sólo una forma de ganarse la vida. También es un pretexto para tener entre los brazos a alguna mujer hermosa.

—¿Y siempre de frac o smoking, impecable?

—Claro. Son mis uniformes de faena —estuvo a punto de añadir «que todavía le debo a un sastre de la rue Danton», pero se contuvo—. Lo mismo para un tango que para un fox o un black-bottom.

—Me desilusiona. Lo había imaginado bailando tangos malandrines en los peores sitios de Pigalle… Lugares que no se animan hasta que se encienden las farolas y bajo ellas pasean golfas, rufianes y apaches.

—La veo informada del ambiente.

—Ya le dije que La Ferroviaria no es mi primera visita a un lugar equívoco. Hay quien llama a eso el placer canalla de la promiscuidad.

—Mi padre solía decir: «Se hizo domador y lo mató un león, alumno suyo».

—Hombre sensato, su padre.

Volvieron sobre sus pasos, despacio, caminando hacia el farolito que iluminaba la esquina de La Ferroviaria. Ella parecía adelantarse un poco, inclinado el rostro. Enigmática.

—¿Y qué opina su marido?

—Armando es tan curioso como yo. O casi.

Analizó el bailarín mundano las implicaciones de la palabra curiosidad. Pensaba en el tal Juan Rebenque, parado ante la mesa con chulería de compadrón peligroso y esquinado, y en la fría arrogancia con que ella había aceptado el reto. También pensaba en sus caderas moldeadas por la seda ligera del vestido, oscilando en torno al cuerpo del malevo. «Es su turno», había apuntado ella con desafío, deliberadamente, al regresar.

—Conozco Pigalle y lo demás —dijo Max—. Aunque profesionalmente frecuenté otros sitios. Trabajé hasta marzo en un cabaret ruso de la rue de Liège, en Montmartre: el Sheherezade. Antes estuve en el Kasmet y el Casanova. También en los tés del Ritz, y en las temporadas de Deauville y Biarritz.

—Qué bien. Le sobra trabajo, por lo que veo.

—No me quejo. Con el tango, ser argentino está de moda. O parecerlo.

—¿Por qué vivió en Francia, y no en España?

—Es una historia larga. La aburriría a usted.

—Lo dudo.

—Tal vez me aburriría a mí mismo.

Ella se detuvo. Ahora el farolito eléctrico iluminaba un poco más sus facciones. Líneas limpias, comprobó él otra vez. Extraordinariamente serenas. Incluso a media luz, cada poro de aquella mujer transpiraba clase superior. Hasta sus ademanes más convencionales parecían el descuido de un pintor o un escultor antiguo. La negligencia elegante de un maestro.

—Quizá hayamos coincidido allí alguna vez —dijo ella.

—Es posible, pero no probable.

—¿Por qué?

—Se lo dije en el barco: la recordaría.

Lo miraba con fijeza, sin responder. Un reflejo doble en las pupilas inmóviles.

—¿Sabe una cosa? —comentó él—. Me gusta su forma de aceptar con naturalidad que le digan que es bella.

Mecha Inzunza todavía siguió un momento callada, mirándolo como antes. Aunque ahora parecía sonreír: una leve sombra hendida por la luz eléctrica a un lado de la boca.

—Comprendo su éxito entre las señoras. Es un hombre apuesto… ¿No le agita la conciencia haber lastimado algunos corazones, tanto de damas maduras como de jovencitas?

—En absoluto.

—Tiene razón. El remordimiento es poco frecuente en los hombres, si hay dinero o sexo a conseguir, y en las mujeres si hay hombres de por medio… Además, nosotras no sentimos tanta gratitud por las actitudes y sentimientos caballerosos como los hombres creen. Y a menudo lo demostramos enamorándonos de rufianes o de groseros patanes.

Anduvo hasta la entrada del almacén y se detuvo allí, aguardando, como si nunca hubiese abierto una puerta ella misma.

—Sorpréndame, Max. Soy paciente. Capaz de esperar hasta que me asombre.

Alargó él la mano para empujar la puerta, recurriendo a toda su sangre fría. De no saber que el chófer observaba desde el automóvil, habría intentado besarla.

—Su marido…

—Por Dios. Olvídese de mi marido.

El recuerdo de la noche anterior en La Ferroviaria acompañaba el frotar de la navaja en el mentón del bailarín mundano. Quedaba por afeitar una porción de espuma en la mejilla izquierda cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir sin preocuparse de su aspecto —llevaba pantalón y zapatos, pero iba en camiseta y los tirantes colgaban a los costados— y se quedó inmóvil, agarrado al picaporte, la boca abierta de estupor e incredulidad.

—Buenos días —dijo ella.

Vestía de mañana: líneas ligeras y rectas, fular de lunares blancos sobre azul, sombrero cloche que enmarcaba el óvalo de su rostro. Y miraba con aire divertido, orillando una sonrisa, la navaja que él sostenía en la mano derecha. Después la mirada ascendió hasta encontrar la suya, demorándose en la camiseta ajustada al cuerpo, los tirantes sueltos, el resto de espuma en la cara.

—Quizá sea inoportuna —añadió con desconcertante calma.

Para entonces, Max ya estaba en condiciones de reaccionar. Con razonable presencia de ánimo murmuró una disculpa por su aspecto, la hizo pasar, cerró la puerta, dejó la navaja en la jofaina, cubrió con la colcha la cama deshecha y se puso bien los tirantes y una camisa sin cuello, abotonándola mientras procuraba pensar a toda prisa y serenarse.

—Disculpe el desorden. No podía imaginar…

Ella no había vuelto a decir nada y lo miraba hacer, mientras parecía disfrutar de su confusión.

—He venido a buscar mi guante.

Parpadeó Max, encajando aquello.

—¿Su guante?

—Sí.

Todavía desconcertado, tras caer en la cuenta de a qué se refería, abrió el ropero. El guante estaba allí, asomando a manera de pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta que había llevado la noche anterior. Ésta se encontraba colgada junto al traje gris con chaleco, un pantalón de franela y los dos trajes de etiqueta, frac y smoking, que vestía en su trabajo; había también unos zapatos negros, media docena de corbatas y calcetines —aquella mañana había zurcido un par ayudándose con una bombilla de mate—, tres camisas blancas y media docena de cuellos y puños almidonados. Eso era todo. Por el espejo situado en la puerta del armario comprobó que Mecha Inzunza observaba sus movimientos, y sintió vergüenza de que viera lo limitado de su guardarropa. Hizo ademán de ponerse una chaqueta para no estar en mangas de camisa, pero vio que ella negaba con la cabeza.

—No es necesario… Se lo ruego. Hace demasiado calor.

Tras cerrar el ropero, se acercó a la mujer y le entregó el guante. Lo tomó ella sin apenas mirarlo y se quedó con él en la mano, golpeándolo suavemente contra el bolso de marroquín. Permanecía de pie ignorando deliberadamente la única silla, tan serena como en el salón de un hotel que hubiera frecuentado toda su vida. Miraba en torno y se tomaba tiempo estudiando cada detalle: el rectángulo de sol que la ventana orientaba sobre las baldosas desportilladas del suelo, encuadrando el maltrecho baúl con etiquetas de líneas marítimas y de algún hotel de tercera categoría con alojamiento incluido en el contrato; el calentador Primus sobre el mármol de la cómoda; los utensilios de afeitar, la cajita de polvos dentífricos y el tubo de gomina fijapelo Stacomb dispuestos junto a la jofaina. Sobre la mesita de noche situada junto a la cama, bajo un quinqué de queroseno —el fluido eléctrico de la pensión Caboto se interrumpía a las once de la noche—, estaban un pasaporte de la República Francesa, la pitillera con iniciales ajenas, una cajita de cerillas del Cap Polonio y una billetera que —su contenido no estaba a la vista, pensó Max con alivio— sólo tenía dentro siete billetes de cincuenta pesos y tres de veinte.

—Un guante tiene importancia —dijo ella—. No se abandona así como así.

Seguía mirándolo todo. Después se quitó el sombrero con mucha calma mientras sus ojos, con apariencia casual, se detenían en el bailarín mundano. Inclinaba ligeramente la cabeza a un lado, y él admiró una vez más la línea larga y elegante de su cuello, que parecía aún más desnudo bajo el cabello cortado a la altura de la nuca.

—Interesante lugar, el de ayer… Armando quiere volver.

Retornó Max con cierto esfuerzo a sus palabras.

—¿Esta noche?

—No. Hoy tenemos que asistir a un concierto en el teatro Colón… ¿Le irá bien mañana?

—Por supuesto.

Ella se sentó en el borde de la cama con perfecto aplomo, ignorando la silla vacía. Sostenía guante y sombrero en las manos, y al momento los puso a un lado, con el bolso. Sentada, la falda dejaba al descubierto sus rodillas bajo las medias color carne que cubrían las piernas esbeltas y largas.

—En cierta ocasión —dijo Mecha Inzunza— leí algo sobre guantes de mujer abandonados.

Parecía realmente pensativa, como si no hubiera reflexionado sobre ello hasta entonces.

—Un par de guantes no es un guante —añadió—. Dos serían olvido casual. Uno es…

Lo dejó en el aire, atenta a Max.

—¿Deliberado? —aventuró éste.

—Si algo me agrada de usted es que nunca podré llamarlo estúpido.

Sostenía el bailarín mundano, sin parpadear, la fijeza de los ojos color de miel.

—Y a mí me agrada cómo me mira —dijo suavemente.

La vio fruncir el ceño cual si analizara las implicaciones del comentario. Luego Mecha Inzunza cruzó las piernas y apoyó una mano a cada lado, sobre la colcha. Parecía molesta.

—¿De veras?… Vaya. Me decepciona —había un punto de frialdad en su tono—. Eso suena presuntuoso, me temo. Impropio.

Él no respondió esta vez. Seguía en pie frente a la mujer, inmóvil. Aguardando. Al cabo de un instante ella se encogió de hombros, indiferente, a la manera de quien se da por vencida ante una adivinanza absurda.

—Dígame cómo lo miro —dijo.

Max sonrió de pronto, con aparente sencillez. Aquélla era su mejor mueca de buen chico, ensayada cientos de veces ante espejos de hoteles baratos y pensiones de mala muerte.

—Hace sentir lástima por los hombres a quienes nunca una mujer miró así.

Apenas pudo disimular su desconcierto mientras ella se ponía en pie, como si estuviera dispuesta a marcharse. Desesperado, reflexionó a toda prisa para averiguar cuál había sido su error. El gesto o la palabra equivocados. Pero Mecha Inzunza, en vez de recuperar sus cosas y salir de la habitación, dio tres pasos hacia él. Max había olvidado que aún tenía jabón de afeitar en la cara; de manera que se sorprendió cuando la mujer alargó una mano para rozarle la mejilla y, tomando un poco de espuma blanca con el dedo índice, le dio un toque en la punta de la nariz.

—Parece un payaso guapo —dijo.

Se acometieron sin más palabras ni contemplaciones, con violencia, despojándose de cuanto estorbaba a la piel y la carne por las que se abrían camino en el cuerpo del otro; y, retirando la colcha de la cama, sumaron el olor de la mujer al del hombre que impregnaba las sábanas arrugadas durante la noche. Siguió luego un duro combate de sentidos; un largo choque de urgencias y deseos aplazados que transcurrió tenaz, sin piedad por ambas partes, y exigió de Max toda su sangre fría peleando en tres frentes simultáneos: mantener la calma necesaria, controlar las reacciones de la mujer y sofocar sus gemidos, evitando que toda la pensión Caboto se informara del lance. El rectángulo de sol de la ventana se había movido despacio hasta encuadrar la cama, y deslumbrados por él se inmovilizaban a veces, exhaustas lengua, boca, manos y caderas, ebrios de saliva y aroma del otro, relucientes de sudor mezclado, indistinto, que parecía escarcha de cristal bajo aquella luz cegadora. Y en cada ocasión se miraban muy de cerca con ojos desafiantes o asombrados, incrédulos ante el placer feroz que los ataba, recobrando el aliento a la manera de luchadores en una pausa del combate, entrecortada la respiración y martilleantes de sangre los tímpanos, antes de lanzarse de nuevo uno contra otro, con la avidez de quien resuelve al fin, casi con desesperación, un complejo asunto personal mucho tiempo aplazado.

Por su parte, en los relámpagos de lucidez, cuando se aferraba a detalles concretos o a pensamientos que permitiesen, demorándose en ellos, mantener por más tiempo el control de sí mismo, Max retuvo aquella mañana dos hechos singulares: en momentos intensos, Mecha Inzunza susurraba procacidades impropias de una señora; y en su carne suave y tibia, deliciosamente mórbida en los lugares oportunos, había marcas azuladas que parecían huellas de golpes.

Hace rato que se encendieron las bombillas en sus farolillos de cartón y papel, después de que el sol se ocultara sobre los acantilados que enmarcan la Marina Grande de Sorrento. Con esa luz artificial, menos precisa y fiel que la que acaba de extinguirse tras un último resplandor cárdeno del cielo y la orilla del agua, en las facciones de la mujer que Max Costa tiene delante parecen difuminarse los rasgos más recientes. De ese modo, la suave claridad eléctrica que ilumina las mesas de la trattoria Stéfano borra la huella de los años transcurridos y devuelve el antiguo delineado preciso, de extrema belleza, al rostro que Mecha Inzunza tuvo en otro tiempo.

—Nunca pude imaginar que el ajedrez cambiase mi vida de ese modo —está diciendo—. En realidad, quien la cambió fue mi hijo. El ajedrez no es más que la circunstancia… Quizá si hubiera sido músico, o matemático, los resultados habrían sido los mismos.

La temperatura es todavía agradable junto al mar. La mujer tiene los brazos desnudos, con una chaqueta ligera de color crema puesta en el respaldo de la silla, y lleva un vestido sencillo de una pieza en algodón violeta, largo y elegante, que realza su figura todavía esbelta de un modo que parece ignorar, en forma deliberada, la moda de falda corta y colores vivos que incluso las mujeres de cierta edad adoptan en los últimos tiempos. Al cuello luce el collar de perlas, puesto en tres vueltas. Sentado frente a ella, Max permanece inmóvil, mostrando un interés que trasciende las simples maneras de cortesía. Haría falta un detenido examen para reconocer al chófer del doctor Hugentobler en el tranquilo y canoso caballero que escucha atento, ligeramente inclinado sobre la mesa, ante una copa en la que apenas ha mojado los labios, fiel al viejo hábito: poco alcohol cuando te juegues algo que importe. Impecable de maneras con su blazer cruzado y oscuro, pantalón de franela gris, camisa Oxford azul pálido y corbata de punto marrón.

—O tal vez no los mismos —continúa Mecha Inzunza—. El ajedrez profesional es un mundo complejo. Exigente. Requiere cosas singulares. Una forma especial de vivir. Condiciona mucho el mundo de quienes rodean a los ajedrecistas.

Se detiene de nuevo, pensativa, e inclina la cabeza mientras pasa un dedo —uñas romas y cuidadas, sin barniz— por el borde de su taza vacía de café.

—En mi vida —añade tras unos instantes— hubo situaciones que fueron cortes radicales, giros que marcaron etapas siguientes. La muerte de Armando durante la guerra de España fue uno de esos momentos. Me devolvió cierta clase de libertad que tal vez ni siquiera deseaba, o necesitaba —se interrumpe, mira a Max y hace un ademán ambiguo, tal vez resignado—. Otro momento fue cuando descubrí que mi hijo era un niño superdotado para el ajedrez.

—Le consagraste la vida, tengo entendido.

Ella pone a un lado la taza y se echa un poco atrás, recostándose en la silla.

—Quizá sea excesivo decirlo de ese modo. Un hijo es algo que no se puede explicar a terceros. ¿Nunca tuviste ninguno?

Sonríe Max. Recuerda muy bien que ella hizo la misma pregunta en Niza, hace casi treinta años. Y él dio la misma respuesta.

—No, que yo sepa… ¿Por qué el ajedrez?

—Porque fue lo que obsesionó a Jorge desde niño. Su goce y su agonía. Imagínate ver a alguien a quien amas profundamente, con toda tu alma, intentando resolver un problema inexacto y complejo al mismo tiempo. Ansías ayudarlo, pero no sabes cómo. Buscas entonces quien pueda hacer por él lo que no puedes tú. Maestros, ayudantes…

Mira en torno con una sonrisa pensativa, mientras Max sigue atento a cada uno de sus gestos y palabras. Más allá, hacia la parte del muellecito pesquero, las mesas de otro restaurante contiguo, la trattoria Emilia, están desocupadas, y un camarero de aspecto aburrido charla en la puerta con la cocinera. Sólo un grupo de americanos ríe y habla fuerte en la terraza de un tercer establecimiento situado al otro extremo de la playa, donde suena de fondo una rockola o un tocadiscos con la voz de Edoardo Vianello cantando Abbronzatissima.

—Es algo semejante a una madre cuyo hijo sea adicto a una droga… Al no poder apartarlo de eso, decide proporcionárselo ella misma.

Su mirada se pierde más allá de Max y las barcas de pescadores varadas en la arena, hacia las luces lejanas que circundan la bahía y ascienden por la lejana ladera negra del Vesubio.

—Era insoportable verlo sufrir ante un tablero —continúa—. Incluso ahora lo paso mal. Al principio quise evitarlo. No soy de las madres que empujan a sus hijos al extremo, proyectando en ellos su propia ambición. Al contrario. Procuré alejarlo del juego… Pero cuando me convencí de que era imposible, que jugaba a escondidas y eso podía separarlo de mí, no lo dudé.

Lambertucci, el dueño, se asoma por si necesitan algo, y Max niega con la cabeza. No me conoces, le advirtió al telefonear a media tarde para reservar una mesa. Iré a las ocho, cuando se haya marchado el capitano y guardes el ajedrez. Oficialmente no he estado más que un par de veces en tu local, así que nada de confianzas por esta noche. Quiero una cena discreta y tranquila: pasta con almejas de primer plato, pescado fresco a la plancha de segundo, vino blanco, bueno y frío, y que no se le ocurra aparecer a tu sobrino con la guitarra, como suele, destrozando ‘O sole mio. El resto ya te lo explicaré algún día. O quizás no.

—Cuando lo castigaba —sigue contando Mecha Inzunza—, entraba a veces en su cuarto y lo veía inmóvil en la cama, mirando hacia arriba. Me di cuenta de que no necesitaba ver las piezas. Jugaba con su imaginación, usando el techo como tablero… Así que me puse de su parte, con todos los medios de que disponía.

—¿Cómo fue, de pequeño?… He leído que empezó a jugar muy pronto.

—Al principio era un niño nervioso. Mucho. Lloraba desconsolado cuando cometía un error y perdía. Primero yo, y luego sus profesores, tuvimos que obligarlo a pensar antes de mover las piezas. Ya apuntaba lo que luego sería su estilo de jugador: elegante, brillante y rápido, siempre dispuesto a sacrificar piezas en los ataques.

—¿Otro café? —propone Max.

—Sí, gracias.

—En Niza vivías de café y de cigarrillos.

Sonríe la mujer de un modo vago. Indolente.

—Son los únicos viejos hábitos que conservo. Aunque ahora los modero.

Acude Lambertucci y atiende el pedido con expresión inescrutable y un punto de exagerada corrección, mirando a la mujer de soslayo. Parece aprobar su aspecto, pues guiña un ojo con disimulo antes de instalarse junto al camarero y la cocinera de la otra trattoria, a charlar de sus cosas. De vez en cuando se vuelve a medias, y Max penetra lo que está pensando: en qué combinaciones andará esta noche el viejo pirata. Insólitamente de punta en blanco, como sin darle importancia, y acompañado.

—Suele creerse que el ajedrez consiste en improvisaciones de genio —está diciendo Mecha Inzunza—, pero no es cierto. Requiere métodos científicos, explorar todas las situaciones posibles en busca de nuevas ideas… Un gran jugador conoce los movimientos de miles de partidas propias y ajenas, que trata de mejorar con nuevas aperturas o variantes, estudiando a sus predecesores como quien aprende idiomas o cálculo algebraico. Para eso se apoya en los equipos de ayudantes, preparadores y analistas de que te hablé esta mañana. Según el momento, Jorge se rodea de varios. Uno es su maestro, Emil Karapetian, que nos acompaña siempre.

—¿También el ruso tiene ayudantes?

—De todas clases. Hasta lo acompaña un funcionario de su embajada en Roma, figúrate. Para la Unión Soviética, el ajedrez es asunto de Estado.

—He oído que ocupan un edificio de apartamentos entero, junto al jardín del hotel. Y que hasta hay gente del Kagebé.

—Que no te sorprenda. El séquito de Sokolov llega a la docena de personas, aunque el Premio Campanella sólo sea un tanteo previo al campeonato del mundo… Dentro de unos meses, en Dublín, Jorge dispondrá de cuatro o cinco analistas y asistentes personales. Calcula la gente que llevarán los rusos.

Bebe Max un corto sorbo de su copa.

—¿Cuántos tenéis vosotros?

—Aquí somos tres, si me cuentas a mí. Aparte de Karapetian, nos acompaña Irina.

—¿La chica?… Creí que era novia de tu hijo.

—Y lo es. Pero también una extraordinaria jugadora de ajedrez. Tiene veinticuatro años.

Atendió Max como si fuese la primera noticia que le llegaba de aquello.

—¿Rusa?

—De padres yugoslavos, pero nacida en Canadá. Formó parte del equipo de ese país en la olimpiada de Tel Aviv, y está entre las doce o quince mejores mujeres jugadoras del mundo. Tiene el título de gran maestro. Ella y Emil Karapetian son el núcleo duro de nuestro equipo de analistas.

—¿Te gusta como nuera?

—Podría ser peor —la mujer responde impasible, sin aceptar el juego propuesto por la sonrisa de Max—. Es una chica complicada, como todos los ajedrecistas. Con cosas en la cabeza que tú y yo no tendremos nunca… Pero ella y Jorge se entienden bien.

—¿Es buena como ayudante, analista o como se diga?

—Sí. Mucho.

—¿Y cómo lo toma el maestro Karapetian?

—Bien. Al principio estaba celoso y ladraba como un perro que defiende un hueso. Una chica, gruñía. Todo eso. Sin embargo, ella es lista. Supo metérselo en el bolsillo.

—¿Y a ti?

—Oh, lo mío es distinto —Mecha Inzunza apura el resto de su café—. Yo soy la madre, ¿comprendes?

—Claro.

—Lo mío es mirar de lejos… Atenta, pero lejos.

Se oyen las voces de los americanos que pasan a espaldas de Max y se alejan en dirección a la rampa de muralla que conduce a la parte alta de Sorrento. Después todo queda en silencio. La mujer mira pensativa los cuadros blancos y rojos del mantel, de un modo que recuerda el de un jugador ante un tablero.

—Hay cosas que yo no puedo dar a mi hijo —añade de pronto, alzando la cabeza—. Y no se trata sólo de ajedrez.

—¿Hasta cuándo?

Mientras él quiera, responde ella sin vacilar. Mientras Jorge necesite tenerla cerca. Cuando llegue el momento de acabar, espera darse cuenta a tiempo y retirarse discretamente, sin dramatismos. En Lausana tiene una casa confortable, llena de libros y de discos. Una biblioteca y una vida de algún modo aplazada, pero que ha dispuesto durante todos estos años. Un lugar donde extinguirse en paz cuando llegue el momento.

—Aún estás muy lejos de eso. Te lo aseguro.

—Siempre fuiste un adulador, Max… Un pícaro elegante y un guapo embustero.

Inclina él la cabeza, modesto, cual si el picante elogio lo abrumara en exceso. Qué decir a ello, responde su gesto de hombre de mundo. A nuestra edad.

—Leí algo hace mucho tiempo —añade ella— que me hizo pensar en ti. Te lo digo de memoria, pero era más o menos esto: «Los hombres acariciados por muchas mujeres cruzarán el valle de las sombras con menos sufrimiento y menos miedo»… ¿Qué te parece?

—Retórico.

Un silencio. Ella estudia ahora las facciones del hombre como intentando reconocerlo pese a ellas. Sus ojos relucen suavemente con la luz de los farolillos de papel.

—¿De verdad nunca te casaste, Max?

—Eso habría limitado, supongo, mi capacidad de cruzar el valle de las sombras cuando me toque.

La carcajada de ella, espontánea y vigorosa como la de una muchacha, hace volver la cabeza a Lambertucci, al camarero y a la cocinera que siguen conversando en la trattoria vecina.

—Maldito tramposo. Siempre fuiste bueno en esa clase de réplicas… Capaz de apropiarte de todo lo ajeno con rapidez.

Se toca él los puños de la camisa para asegurarse de que sobresalen lo adecuado de las mangas de la chaqueta. Detesta la costumbre moderna de mostrar casi el puño entero, como también las cinturas entalladas, las corbatas excesivas, las camisas con cuello de pico largo y los pantalones ceñidos de pata ancha.

—Durante todos estos años, ¿de verdad pensaste en mí alguna vez?

Lo pregunta mirando los iris dorados de la mujer. Ésta ladea ligeramente la cabeza, sin dejar de observarlo.

—Confieso que sí. Alguna vez.

Recurre Max al más eficaz de sus recursos: el trazo blanco, de apariencia espontánea, que en otro tiempo le animaba el rostro con efectos devastadores según el temple de las destinatarias.

—¿Tango de la Guardia Vieja aparte?

—Claro.

Ha asentido la mujer con movimiento de cabeza y tenue sonrisa en los labios, aceptando el juego. Eso envalentona un poco a Max y lo hace recrearse en la suerte como un torero que, con el público de su parte, prolongase la faena. El pulso late a buen ritmo en sus viejas arterias, decidido y firme como en lejanos tiempos de aventura; con un punto de euforia optimista parecida a la que proporcionan, tras una noche de sueño incierto, dos aspirinas tomadas con un café.

—Sin embargo —argumenta con perfecta calma—, ésta es sólo la tercera vez que nos encontramos tú y yo: el Cap Polonio y Buenos Aires en el veintiocho, y Niza nueve años después.

—Quizá siempre tuve debilidad por los canallas.

—Sólo era joven, Mecha.

El gesto con el que acompaña la respuesta es otro selecto comodín de su repertorio: una inclinación de cabeza, llena de modestia, acompañada por un ademán negligente de la mano izquierda que pretende apartar lo superfluo. Que es todo cuanto lo rodea, excepto la mujer que tiene delante.

—Sí. Un joven y elegante canalla, como digo. De eso vivías.

—No —protesta él, cortés—. Eso me ayudaba a vivir, que no es lo mismo… Fueron tiempos duros. En el fondo todos lo son.

Lo ha dicho mirando el collar, y Mecha Inzunza repara en ello.

—¿Lo recuerdas?

Max elabora un gesto de gentilhombre ofendido, o muy cerca de estarlo.

—Naturalmente que lo recuerdo.

—Deberías, desde luego —ella toca un instante las perlas—. Es el mismo de Buenos Aires… El que acabó en Montevideo. El de siempre.

—No podría olvidarlo —el antiguo bailarín mundano se detiene en la pausa melancólica apropiada—. Sigue siendo magnífico.

Ahora ella parece no prestar atención, ensimismada en sus propias evocaciones.

—Aquel asunto de Niza… ¡Cómo me utilizaste, Max!… Y qué tonta fui. Tu segunda jugarreta me costó la amistad de Suzi Ferriol, entre otras cosas. Y no volví a saber de ti. Nunca.

—Me buscaban, recuerda. Tenía que irme. Esos hombres muertos… Habría sido una locura quedarme allí.

—Me acuerdo muy bien. De todo. Hasta el punto de comprender que eso fue para ti un pretexto perfecto.

—Te equivocas. Yo…

Ahora es ella quien alza una mano.

—No sigas por ese camino. Estropearías esta agradable cena.

Prolongando el ademán, alarga con naturalidad la mano por encima de la mesa y toca la cara de Max, rozándola sólo un momento. Instintivamente, éste desliza un beso suave en los dedos mientras ella la retira.

—Dios mío… Es cierto. Eras la mujer más hermosa que vi nunca.

Mecha Inzunza abre el bolso, saca un paquete de Muratti y se pone uno en la boca. Inclinándose sobre la mesa, Max se lo enciende con el Dupont de oro que hace unos días estaba en el despacho del doctor Hugentobler. Ella exhala el humo y se echa atrás en la silla.

—No seas idiota.

—Todavía eres hermosa —insiste él.

—No seas más idiota aún. Mírate. Ni siquiera tú eres el mismo.

Ahora Max es sincero. O tal vez podría serlo.

—En otras circunstancias, yo…

—Todo fueron casualidades. En otras circunstancias no habrías tenido la menor oportunidad.

—¿De qué?

—Sabes de qué. De acercarte a mí.

Una pausa muy larga. La mujer evita los ojos de Max y fuma mirando los farolitos, las casas de pescadores que se alzan a lo largo de la playa, los montones de redes y las barcas varadas en la penumbra de la orilla.

—Tu primer marido sí que era un canalla —dice él.

Mecha Inzunza tarda en responder: dos chupadas al cigarrillo y un largo silencio.

—Déjalo en paz —responde al fin—. Armando lleva casi treinta años muerto. Y era un compositor extraordinario. Además, se limitó a darme lo que yo deseaba. Como yo hago con mi hijo, en cierta forma.

—Siempre estuve seguro de que te…

—¿Corrompió?… No digas tonterías. Tenía sus gustos, naturalmente. Peculiares, a veces. Pero nada me obligaba a ese juego. Yo tenía los míos. En Buenos Aires, como en todas partes, fui dueña absoluta de mis actos. Y recuerda que en Niza él ya no estaba conmigo. Lo habían matado en España. O estaban a punto de hacerlo.

—Mecha…

Él ha puesto una mano sobre la que la mujer apoya en el mantel. Ella la retira despacio, sin violencia.

—Ni se te ocurra, Max. Si dices que fui el gran amor de tu vida, me levanto y me voy.