3. Los muchachos de antes

La habitación tiene una agradable terraza exterior bajo un arco abierto a la bahía, por donde entra la última claridad del anochecer. Precavido, Max corre las cortinas, va al cuarto de baño y regresa con una toalla que dispone en el suelo para tapar la rendija inferior de la puerta. Después se pone unos guantes de goma fina y enciende las luces. La habitación es sencilla, con sillones en damasco y grabados con vistas napolitanas en las paredes. Hay flores frescas en un jarrón sobre la cómoda, y todo está ordenado y limpio. En el cuarto de baño, un neceser de lona monogram contiene un frasco de perfume Chanel y cremas hidratantes y limpiadoras Elizabeth Arden. Max mira sin tocar nada y registra la habitación procurando dejarlo todo como estaba. En los cajones, sobre la cómoda y las mesillas de noche, hay objetos personales, cuadernos de notas y un bolsito con algunos miles de liras en billetes y monedas. Max se pone las gafas y echa un vistazo a los libros: dos novelas policíacas de Eric Ambler en inglés —le suenan de kioscos de ferrocarril— y una de un tal Soldati, en italiano: Le lettere da Capri. Debajo, con un sobre con membrete del hotel como marcapáginas, está una biografía en inglés de Jorge Keller, con su foto en la portada bajo el título A Young Chessboard Life y varios párrafos subrayados a lápiz. Max lee uno al azar:

«Recuerda estar muy disgustado cada vez que perdía una partida, hasta el extremo de llorar desconsolado y negarse a comer durante días. Pero su madre solía decirle: Sin derrotas no hay victorias.»

Tras dejar el libro en su sitio, Max abre el armario. En la parte superior hay dos maletas Vuitton muy usadas; y abajo, ropa dispuesta en perchas, estantes y cajones: una chaqueta de ante, vestidos y faldas de tonos oscuros, blusas de seda o algodón, rebecas de punto, pañuelos franceses de seda fina, zapatos ingleses e italianos buenos y cómodos, con poco tacón o suela plana. Bajo la ropa doblada, Max descubre un estuche grande de piel negra, con una pequeña cerradura. Entonces gruñe complacido, al modo en que lo haría un gato hambriento ante una raspa de sardina, hormigueantes los dedos con el latir de viejas maneras. Medio minuto más tarde, con ayuda de un clip metálico doblado en L, el estuche está abierto. Dentro hay un pequeño fajo de francos suizos y un pasaporte chileno a nombre de Mercedes Inzunza Torrens, nacida en Granada, España, el 7 de junio de 1905. Con domicilio actual en Chemin du Beau-Rivage, Lausana, Suiza. La fotografía es reciente, y Max la estudia al detalle reconociendo el pelo encanecido de corte casi masculino, la mirada fija en el objetivo de la cámara, las arrugas en torno a los ojos y la boca, que pudo advertir cuando ella pasó cerca en la terraza del hotel, y que en la fotografía se ven tratadas con menos piedad por la luz cruda del flash del fotógrafo. Una mujer mayor, concluye. Sesenta y un años. Tres menos que él, con la diferencia de que el tiempo es más inclemente, en su devastación, con las mujeres que con los hombres. Aun así, la belleza que Max conoció hace casi cuatro décadas a bordo del Cap Polonio sigue manifestándose en la foto del pasaporte: la expresión serena de los ojos que el fogonazo del flash hace parecer más claros de lo que él recuerda, el dibujo admirable de la boca, las líneas delicadas del rostro, el cuello todavía largo y elegante de hembra de refinada casta. Incluso al envejecer, se dice Max con melancolía, ciertos animales hermosos pueden hacerlo razonablemente bien.

Colocando en su sitio el pasaporte y el dinero, atento a no alterar nada, registra el resto de lo que contiene el estuche. Hay unas pocas joyas: pendientes sencillos, un brazalete de oro estrecho y liso, un reloj de señora Vacheron Constantin con pulsera de piel negra. También hay otro estuche cuadrado, plano, de piel marrón muy ajada por el uso. Y cuando lo abre y reconoce dentro el collar de perlas —doscientas piezas perfectas, con un broche de oro sencillo—, no puede evitar que le tiemblen las manos mientras una sonrisa satisfecha le cruza la cara, en una mueca de triunfo inesperado que rejuvenece su rostro absorto, crispado por la emoción del hallazgo.

Con los dedos protegidos por la goma de los guantes, saca el collar del estuche y lo contempla junto a una lámpara: está intacto, impecable, tal como en otro tiempo lo conoció. Hasta el cierre es el mismo. Las hermosas perlas reflejan la luz con suavidad casi mate. Hace treinta y ocho años, cuando ese mismo collar estuvo durante unas horas en su poder, un joyero de Montevideo llamado Troianescu le pagó por él, tasándolo en menos de su valor real, la entonces respetable suma de tres mil libras esterlinas.

Estudiando las perlas, Max intenta calcular lo que ahora valen. Siempre tuvo buen ojo para esos peritajes rápidos: golpe de vista afinado con el tiempo, la práctica y las ocasiones. Las perlas auténticas originales se depreciaron mucho con la sobreproducción de las cultivadas, aunque las antiguas de buena calidad siguen siendo valiosas: éstas aún llegarán a cinco mil dólares. Colocadas a un perista italiano de confianza —conoce a alguno de sus tiempos que sigue en activo—, pueden alcanzarse los cuatro quintos de esa cantidad: casi dos millones y medio de liras, lo que equivale a su salario de casi tres años como chófer en Villa Oriana. De ese modo tasa Max el collar de Mecha Inzunza: la mujer a la que conoció y también la otra, a la que ya no conoce. La de la foto del pasaporte, cuyo aroma nuevo, desconocido, tal vez olvidado, percibió al entrar en la habitación y mientras registraba la ropa del armario. La mujer distinta, aunque no del todo, que hace menos de una hora pasó por su lado sin reconocerlo. Los recuerdos de Max se agolpan atropellados en el tacto tibio de las perlas: música y conversaciones, luces de otro tiempo que parecen de otro siglo, orillas de Buenos Aires, repiquetear de lluvia en una ventana frente al Mediterráneo, sabor de café tibio en labios de una mujer, seda y piel tersa. Sensaciones físicas olvidadas hace mucho, que de pronto retornan en tropel, como una racha de viento otoñal cuando arrastra hojas secas. Desbocando de forma inesperada el viejo pulso que parecía calmado para siempre.

Pensativo, Max va a sentarse en la cama y permanece un rato mirando el collar mientras pasa las perlas entre los dedos cual si fueran cuentas de un rosario. Al fin suspira, se levanta, alisa la colcha y pone el collar en su sitio. Se guarda las gafas, dirige un último vistazo alrededor, apaga la luz, quita la toalla de la puerta y la devuelve doblada al cuarto de baño. Luego descorre la cortina de la terraza. Ya es de noche, y las luces de Nápoles se distinguen en la distancia. Al salir retira el cartelito de Non disturbare y cierra la puerta. Después se quita los guantes de goma y camina sobre la alfombra con pasos largos, elásticos, una mano en el bolsillo izquierdo y la otra ajustando entre los dedos pulgar e índice el nudo de la corbata. Tiene sesenta y cuatro años, pero se siente rejuvenecido. Interesante, incluso. Y, sobre todo, audaz.

Iban y venían botones con telegramas y mensajes, clientes bien vestidos, mozos empujando carritos con maletas. El ajetreo era propio de un lugar como aquél, caro y cosmopolita. Gruesas alfombras en el suelo lucían el emblema del establecimiento. Hacía una hora y quince minutos que Max Costa esperaba junto al vestíbulo de columnas del hotel Palace de Buenos Aires, en el fumoir situado al pie de la monumental escalera con barandilla de hierro y bronce. Bajo el alto plafond decorado con pinturas y adornos, el sol de la tarde iluminaba los grandes vitrales que envolvían al bailarín mundano en una agradable claridad multicolor. Estaba sentado en un sillón de cuero desde el que podía ver la puerta giratoria de la calle, el gran vestíbulo en toda su extensión, uno de los dos ascensores y el mostrador de conserjes. Había llegado al Palace cinco minutos antes de las tres de la tarde, hora a la que estaba citado con el matrimonio De Troeye; pero el reloj situado sobre la chimenea del salón marcaba ya las cuatro y diez. Tras comprobar de nuevo la hora, cambió de postura las piernas mientras procuraba no abolsar las rodilleras del pantalón del traje gris que él mismo había planchado en su cuarto de pensión, y apagó el cigarrillo en un gran cenicero de latón que tenía cerca. Se estaba tomando con calma la impuntualidad del compositor y su esposa. Después de todo, en ciertas situaciones —en realidad, siempre—, la paciencia era una cualidad práctica. Una virtud extremadamente útil. Y él era un cazador virtuoso y paciente.

Llevaba en tierra cinco días, el mismo tiempo que los De Troeye. Después de hacer escala en Río de Janeiro y Montevideo, el Cap Polonio había remontado las aguas fangosas del Río de la Plata, y tras lentas maniobras de atraque quedó amarrado junto a las grúas, los tinglados y los grandes almacenes de ladrillo rojo entre los que hormigueaba una multitud esperando a los pasajeros. Aunque era otoño en Europa, empezaba la estación primaveral en el cono sur americano; y, visto desde las elevadas cubiertas del transatlántico, todo en los muelles era ropa ligera, trajes de tonos claros y sombreros de paja blanca. Max, que no iba a desembarcar hasta que lo hiciera el pasaje, vio desde la cubierta de segunda clase a Mecha Inzunza y su marido bajar por la escala principal, ser recibidos al pie de ésta por media docena de personas y un grupo de periodistas, y alejarse con ellos para reunirse con su equipaje: una pila de maletas y baúles custodiada por tres mozos y un empleado de la compañía. Los De Troeye habían dicho adiós a Max dos días antes, después de la cena de despedida a cuyo término Mecha Inzunza bailó tres piezas con el bailarín mundano mientras el marido fumaba sentado junto a su mesa, observándolos. Luego lo invitaron a tomar una copa en el bar de primera clase; y aunque eso contravenía las reglas vigentes para los empleados a bordo, Max aceptó por tratarse de su último día de trabajo. Bebieron unos combinados de champaña, siguieron hablando de música argentina hasta avanzada la noche, y acordaron verse, una vez en tierra, para que Max cumpliera su promesa de llevarlos a algún lugar de tango ejecutado a la manera vieja.

Y aquí estaba, en Buenos Aires, atento al vestíbulo del hotel con la misma calma profesional con la que, fiado en su intuición —esa paciencia asumida como virtud útil—, había estado esperando durante los últimos cinco días, tumbado en la cama del cuarto alquilado en una casa de huéspedes de la avenida Almirante Brown, mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo y bebía vasos de absenta que lo hacían despertarse con dolor de cabeza. Estaba a punto de concluir el plazo que se había concedido a sí mismo antes de ir en busca del matrimonio, ingeniando cualquier pretexto, cuando la patrona llamó a la puerta. Un caballero lo requería al teléfono. Armando de Troeye tenía un compromiso a la hora del almuerzo, aunque libres el resto de la tarde y la noche. Podían verse para tomar juntos un café y quedar después, a la hora de la cena, antes de emprender la prometida excursión a territorio enemigo. De Troeye había dicho lo de territorio enemigo en un tono ligero, como si no tomase en serio las advertencias sobre los riesgos de explorar antros porteños. Nos acompañará Mecha, naturalmente. Eso lo había añadido tras una breve pausa, respondiendo a la pregunta que Max no llegó a formular. Tiene más curiosidad que yo, añadió el compositor tras un silencio, como si su mujer estuviese cerca de él cuando hablaba —el Palace era un hotel moderno con teléfono en todas las habitaciones—, y Max los imaginó mirándose de manera significativa, cambiando comentarios en voz baja mientras el marido tapaba el auricular con una mano. La última noche, cuando lo discutieron a bordo del Cap Polonio, ella había insistido en acompañarlos.

—No voy a perderme eso —lo dijo con mucha calma y firmeza— por nada del mundo.

En esa ocasión estaba sentada en un taburete alto junto a la barra del bar de primera clase, mientras el barman mezclaba bebidas. En el cuello de Mecha Inzunza relucía el collar de perlas dispuesto en tres vueltas, y un vestido de Vionnet blanco y liso, con los hombros y la espalda descubiertos —la cena de despedida era de etiqueta—, le acentuaba la elegancia de un modo asombroso. Durante los tres tangos que bailó esa noche con ella —no la había visto hacerlo con el marido en todo el viaje—, Max apreció de nuevo, complacido, el tacto de su piel desnuda bajo el raso del vestido largo hasta los zapatos de tacón alto, que al moverse al compás de la música moldeaba las líneas de su cuerpo, tan próximas entre las manos profesionales, y no siempre indiferentes, del bailarín mundano.

—Puede haber situaciones incómodas —insistió Max.

—Cuento con usted y con Armando —respondió ella, impasible—. Para protegerme.

—Llevaré mi Astra —dijo el marido, frívolo, palmeando un bolsillo vacío de su traje de etiqueta.

Lo hizo guiñándole un ojo a Max, y a éste no le gustaron la ligereza del marido ni la seguridad de la mujer. Por un momento dudó de la conveniencia de todo aquello, aunque otra ojeada al collar lo convenció de lo contrario. Riesgos posibles y ganancias probables, se consoló. Simple rutina de vida.

—No es práctico llevar armas —se limitó a decir entre dos sorbos a su copa—. Ni allí ni en ningún otro sitio. Siempre existe la tentación de usarlas.

—Para eso están, ¿no?

Armando de Troeye sonreía, casi fanfarrón. Parecía disfrutar adoptando aquel aire truculento y festivo, como dándoselas de humorístico aventurero. Max sintió de nuevo la familiar punzada de rencor. Imaginaba al compositor, más tarde, pavoneándose de la aventura arrabalera con sus amigos millonarios y snobs: aquel Diaguilev de los ballets rusos, por ejemplo. O el tal Picasso.

—Sacar un arma es invitar a otros a que utilicen las suyas.

—Vaya —comentó De Troeye—. Parece saber mucho de armas, para ser un bailarín.

Había una nota burlona, ácida, tras el comentario hecho con aparente buen humor. A Max no le gustó advertirlo. Pudiera ser, pensaba, que el famoso compositor no siempre fuese tan simpático como parecía. O quizá los tres tangos bailados con su mujer se le antojaban demasiados para una noche.

—Algo sí sabe —dijo ella.

De Troeye se volvió a mirarla, ligeramente sorprendido. Como si calculase cuánta información sobre Max tenía su mujer que él ignoraba.

—Claro —dijo en tono de conclusión, de un modo oscuro. Después volvió a sonreír, esta vez con naturalidad, y metió la nariz en su copa como si lo importante del mundo quedase fuera de ésta.

Max y Mecha Inzunza se sostuvieron un momento la mirada. Habían salido a la pista como otras veces, errando los ojos de ella más allá del hombro derecho de él y sin mirarse apenas, o tal vez procurando no hacerlo. Desde el tango silencioso en el jardín de palmeras, algo flotaba entre los dos que hacía distinto su contacto en las evoluciones del baile: una complicidad serena, hecha de silencios, movimientos y actitudes —algunos cortes y pasos laterales los emprendían de mutuo acuerdo, con un toque cómplice de humor compartido, casi transgresor—, y también de miradas que no llegaban a afirmarse del todo, o de situaciones sólo en apariencia sencillas, como ofrecer él uno de sus Abdul Pashá y encendérselo a ella pausadamente, ladearse para conversar con el marido cual si en realidad se dirigiese a la mujer, o aguardar de pie, inmóvil, los talones juntos y el aire casi militar, a que Mecha Inzunza se levantase de la silla y extendiera, con ademán negligente, una mano hacia la suya, apoyara la otra en la solapa de raso negro del frac, y empezar ambos a moverse en perfecta sincronía, sorteando con destreza a las otras parejas más torpes o menos atractivas que se movían por la pista.

—Será divertido —dijo Armando de Troeye apurando su copa. Parecía la conclusión de un largo razonamiento interior.

—Sí —convino ella.

Desconcertado, Max no supo a qué se referían. Ni siquiera estaba seguro de que los dos hablaran de lo mismo.

El reloj del salón de fumar del hotel Palace de Buenos Aires señalaba las cuatro y cuarto cuando los vio cruzar el vestíbulo: Armando de Troeye llevaba sombrero canotier y bastón; y su mujer, un elegante vestido de crespón georgette con cinturón de cuero y pamela de paja. Max cogió su sombrero —un Knapp-Felt flexible, correctísimo aunque muy usado— y salió a su encuentro. Se disculpó el compositor por el retraso —«Ya sabe, el Jockey Club y esta excesiva hospitalidad argentina, todos hablando de carne congelada y caballos ingleses»—; y ya que el bailarín mundano llevaba esperando largo rato, De Troeye propuso dar un paseo para estirar las piernas y tomar café en alguna parte. Se disculpó Mecha Inzunza alegando cansancio, quedó en reunirse con ellos a la hora de la cena y se fue camino de un ascensor, mientras se quitaba los guantes. Salieron el marido y Max a la calle, en conversación bajo los arcos de las recovas de la avenida Leandro Alem, que se sucedían a lo largo del paseo ajardinado frente al puerto, con viejos árboles que la estación cubría de flores amarillas y doradas.

—Barracas, dice —comentó De Troeye tras escuchar con mucha atención—. ¿Es una calle, o un barrio?

—Un barrio. Y creo que el adecuado… Otra posibilidad es La Boca. También podríamos probar allí.

—¿Y qué aconseja usted?

Era mejor Barracas, opinó Max. Los dos lugares tenían cafetines y prostíbulos, pero en La Boca estaban demasiado cerca del puerto, abundante en marineros, estibadores y viajeros de paso. Tugurios de gentuza forastera, por decirlo de algún modo. Allí se tocaba y bailaba un tango afrancesado estilo parisién, interesante pero menos puro. Barracas, sin embargo, con sus inmigrantes italianos, españoles y polacos, era más auténtico. Hasta los músicos lo eran. O lo parecían.

—Ya entiendo —De Troeye sonreía, complacido—. El cuchillo suburbial es más tango que la navaja marinera, quiere decir.

Max se echó a reír.

—Algo así. Pero no se engañe. El filo puede ser tan peligroso en un sitio como en otro… Además, ahora casi todos prefieren llevar pistola.

Torcieron a la izquierda en la esquina de Corrientes, cerca de la Bolsa, dejando atrás las arcadas. Calle arriba, el suelo de macadán y asfalto se veía levantado en parte hasta el edificio viejo de Correos, por las obras del nuevo tren subterráneo.

—Lo que sí le ruego —añadió Max— es que tanto usted como la señora vistan con discreción, como dije… Nada de joyas ni ropa excesiva. Ni carteras abultadas.

—No se preocupe. Seremos discretos. No quiero ponerlo en un compromiso.

Se detuvo Max para ceder el paso a su acompañante, a fin de esquivar una zanja.

—Si hay compromiso nos veremos los tres en él, no sólo yo… ¿De verdad es necesario que venga su esposa?

—Usted no conoce a Mecha. Jamás me perdonaría que la dejara en el hotel. Esa excursión arrabalera la excita como nada.

El bailarín mundano consideró las implicaciones del verbo excitar, sintiéndose irritado. No le gustaba la frivolidad con que De Troeye utilizaba ciertas palabras. Después recordó los ojos color de miel de Mecha Inzunza: su mirada a bordo del Cap Polonio cuando se planteó la visita a los barrios bajos de Buenos Aires. Tal vez, concluyó, ciertas palabras no fuesen tan improcedentes como parecían.

—¿Por qué nos acompaña usted, Max?… ¿Por qué hace esto por nosotros?

Cogido por sorpresa, miró a De Troeye. La pregunta había sonado sincera. Natural. La expresión del compositor, sin embargo, parecía ausente. Cual si enunciase una demanda cortés, de pura fórmula, mientras pensaba en otra cosa.

—No sé qué decirle.

Siguieron caminando calle arriba tras dejar atrás Reconquista y San Martín. Había obreros y más zanjas bajo los cables de tranvía y los faroles eléctricos, y entre ellos circulaban numerosos automóviles y mateos de alquiler tirados por caballos, que se detenían en los pasos estrechos. Las veredas estaban animadas de gente: mucho sombrero de paja y uniformes oscuros de policías bajo los toldos que daban sombra a los escaparates de tiendas, cafés y confiterías.

—Lo gratificaré adecuadamente, por supuesto.

Sintió Max otra punzada de irritación. Más aguda esta vez.

—No se trata de eso.

Balanceaba su bastón el compositor, con desenfado. Llevaba desabotonada la chaqueta del traje color crema, un dedo pulgar colgado del bolsillo del chaleco del que salía una cadena de oro.

—Sé que no se trata de eso. Por esta razón hice la pregunta.

—Ya le digo que no sabría decirle —Max se tocó el ala del sombrero, incómodo—. A bordo del barco, ustedes…

Se interrumpió deliberadamente, mirando hacia el rectángulo de sol que alfombraba el cruce de Corrientes y Florida. En realidad, las suyas sólo eran palabras de circunstancias; para salir del paso. Anduvo un trecho callado mientras pensaba en la mujer: su piel desnuda en la espalda o bajo el roce suave del vestido en las caderas. Y el collar en el escote espléndido, bajo la luz eléctrica del salón de baile del transatlántico.

—Es hermosa, ¿verdad?

Sin necesidad de volverse, supo que Armando de Troeye lo miraba. Prefirió no adivinar de qué forma lo hacía.

—¿Quién?

—Sabe quién. Mi mujer.

Otro silencio. Al fin, Max se volvió hacia su interlocutor.

—¿Y usted, señor De Troeye?

No me gusta su sonrisa, decidió de pronto. No ahora, desde luego. Esa forma de torcer el bigote. Tal vez ni siquiera me gustaba antes.

—Llámeme Armando, por favor —dijo el otro—. A estas alturas.

—De acuerdo, Armando… ¿Qué pretende?

Habían torcido a la izquierda, internándose por Florida: sólo peatones desde las tres de la tarde, automóviles aparcados en las esquinas y muchos escaparates. La calle entera parecía una doble galería de vitrinas comerciales. De Troeye señaló el lugar como si allí la respuesta fuese obvia.

—Ya lo sabe. Componer un tango inolvidable. Darme ese gusto y ese capricho.

Había hablado mirando distraído el escaparate de camisas masculinas de Gath & Chaves. Avanzaban entre la multitud de transeúntes, sobre todo mujeres bien vestidas, que discurría por las veredas. Un kiosco de prensa exponía el último número de Caras y Caretas con la ancha sonrisa de Gardel en la portada.

—En realidad todo empezó por una apuesta. Estaba en San Juan de Luz, en casa de Ravel, y éste me hizo escuchar un disparate que ha compuesto para el ballet de Ida Rubinstein: un bolero insistente, sin desarrollo, basado sólo en diferentes graduaciones de orquesta… Si tú puedes hacer un bolero, le dije, yo puedo hacer un tango. Nos reímos un rato y apostamos una cena… Y bueno. Aquí me tiene.

—No me refería a eso al preguntarle qué pretende. No sólo al tango.

—Un tango no se compone únicamente con música, amigo mío. El comportamiento humano también cuenta. Prepara el camino.

—¿Y qué pinto yo en ese camino?

—Hay varias razones. En primer lugar, usted es una llave útil a un ambiente que me interesa. Por otra parte, es un admirable bailarín de tangos. Y en tercer lugar, me cae simpático… No es como buena parte de los nacidos aquí, convencidos de que ser argentinos es mérito suyo.

Al paso, sin detenerse, Max se vio reflejado con De Troeye en el escaparate de una tienda de máquinas de coser Singer. Vistos allí, uno junto al otro, el famoso compositor no le llevaba ninguna ventaja. Incluso el balance físico era favorable a Max. Pese a la impecable elegancia y maneras de Armando de Troeye, él era más esbelto y alto: casi una cabeza. De modales tampoco andaba mal provisto. Y aunque más modesta, o usada, la ropa le sentaba mejor.

—¿Y a su esposa?… ¿Cómo le caigo?

—Eso debería usted saberlo mejor que yo.

—Pues se equivoca. No tengo la menor idea.

Se habían parado, por iniciativa del otro, ante los cajones de una librería de las muchas que había en aquel tramo de la calle. De Troeye se colgó el bastón del antebrazo, y sin quitarse los guantes tocó algunos de los libros expuestos, aunque mostrando poco interés. Después hizo un ademán indiferente.

—Mecha es una mujer especial —dijo—. No sólo bella y elegante, sino algo más. O mucho más… Yo soy músico, no lo olvide. Por mucho éxito que tenga, y por desenvuelta que parezca la vida que llevo, mi trabajo se interpone entre el mundo y yo. A menudo Mecha es mis ojos. Mis antenas, por decirlo de algún modo. Filtra el universo para mí. En realidad no empecé a aprender seriamente de la vida, ni de mí mismo, hasta que la conocí a ella… Es de esas mujeres que ayudan a comprender el tiempo en que nos toca vivir.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

De Troeye se volvió a mirarlo con calma. Socarrón.

—Me temo que ahora se da usted demasiada importancia, querido amigo.

Se había parado de nuevo, apoyado en el bastón, y seguía estudiando a Max de arriba abajo. Como si valorase, objetivo, la buena planta del bailarín mundano.

—O tal vez no, pensándolo bien —añadió al cabo de un momento—. Tal vez se dé la importancia justa.

De pronto echó a andar de nuevo, inclinándose el sombrero sobre los ojos, y Max se puso a su altura.

—¿Sabe qué es un catalizador? —preguntó De Troeye, sin mirarlo—. ¿No?… En términos científicos, algo capaz de producir reacciones y transformaciones químicas sin que se alteren las substancias que las producen… Dicho en términos simples, favorecer o acelerar el desarrollo de ciertos procesos.

Ahora Max lo oía reír. De forma queda, casi entre dientes. Como de un buen chiste cuyo sentido fuese el único en advertir.

—Usted me parece un catalizador interesante —añadió el músico—. Y déjeme decirle algo que seguramente compartirá… Ninguna mujer, ni siquiera la mía, vale más de un billete de cien pesos o una noche en vela, a menos que uno esté enamorado de ella.

Max se apartó para ceder el paso a una señora cargada con paquetes. A su espalda, en el cruce que acababan de dejar atrás, sonó la bocina de un automóvil.

—Es un juego peligroso —opinó—. El que se trae entre manos.

La risa del otro se hizo más desagradable y al fin se extinguió despacio, como por fatiga. Estaba parado otra vez y miraba a los ojos de Max, ligeramente de abajo arriba por la diferencia de estatura.

—Usted no sabe qué juego me traigo. Pero estoy dispuesto a pagarle tres mil pesos por participar en él.

—Me parece mucho dinero por un tango.

—Es mucho más que eso —un dedo índice le apuntaba al pecho—. ¿Lo toma o lo deja?

Encogió los hombros el bailarín mundano. El asunto nunca había estado en discusión, y ambos lo sabían. No mientras Mecha Inzunza tuviera que ver con ello.

—Barracas, entonces —dijo—. Esta noche.

Armando de Troeye asintió despacio. La expresión seria de su rostro contrastaba con el tono satisfecho, casi risueño, de sus palabras.

—Maravilloso. Sí. Barracas.

Hotel Vittoria, en Sorrento. El sol de media tarde dora las cortinas sobre las vidrieras entreabiertas de la sala. Al fondo, frente a ocho filas de asientos ocupados por el público, una instalación de luz artificial amortiguada, uniforme, ilumina la mesa de juego situada en una tarima y un gran tablero mural de madera que hay en la pared, junto a la mesa del árbitro, donde un ayudante de éste reproduce el desarrollo de la partida. En la amplia estancia de techo decorado y espejos reina un silencio solemne, roto a largos intervalos por el roce de una pieza movida en el tablero y el clic del doble reloj que suena acto seguido, cuando cada jugador pulsa el botón correspondiente antes de anotar, en la hoja de registro que tiene sobre la mesa, el movimiento que acaba de hacer.

Sentado en la quinta fila, Max Costa observa a los adversarios. El ruso, vestido con traje castaño, camisa blanca y corbata verde, juega echado atrás en el respaldo de la silla, con la cabeza baja. Mijaíl Sokolov tiene un ancho rostro encajado en un cuello demasiado grueso, que la corbata parece oprimir en exceso; aunque la tosquedad de su aspecto se ve suavizada por los ojos, cuyo azul acuoso tiene una expresión triste y tierna. Su corpulencia, el pelo rubio corto y erizado, le dan aspecto de oso apacible. A menudo, después de hacer un movimiento —ahora juega con piezas negras— aparta los ojos del tablero y se mira durante mucho rato las manos, que cada diez o quince minutos sostienen un nuevo cigarrillo encendido. En los intervalos, el campeón del mundo se hurga la nariz o se muerde la piel en torno a las uñas antes de ensimismarse otra vez, o coger otro cigarrillo del paquete que tiene cerca, junto a un encendedor y un cenicero. En realidad, observa Max, el ruso mira durante más tiempo sus manos, como abstraído en ellas, que las piezas de ajedrez.

Un nuevo chasquido del reloj de juego. Al otro lado del tablero, Jorge Keller acaba de mover un caballo blanco; y tras quitar el capuchón a su pluma estilográfica anota la jugada, que el ayudante del árbitro reproduce de inmediato en el panel de la pared. Como cada vez que se mueve una pieza, entre los espectadores corre una especie de estremecimiento físico, acompañado por un suspiro expectante y un murmullo apenas audible. La partida va por la mitad.

Jugando, Jorge Keller parece más joven todavía. El pelo negro que se le despeina sobre la frente, la chaqueta de sport sobre el arrugado pantalón caqui, la corbata estrecha con el nudo flojo y las insólitas zapatillas deportivas dan al joven chileno un aspecto descuidado pero agradable. Simpático, es la palabra. Su apariencia y maneras hacen pensar más en un estudiante excéntrico que en el temible jugador de ajedrez que dentro de cinco meses disputará a Sokolov el título de campeón del mundo. Max lo ha visto llegar al comienzo de la partida con una botella de zumo de naranja cuando el ruso ya esperaba sentado, estrechar su mano sin mirarlo, poner la botella sobre la mesa y ocupar su sitio, jugando el primer movimiento de inmediato, sin mirar apenas el tablero; como si trajera esa primera jugada prevista con horas o días de antelación. A diferencia de Sokolov, el joven no fuma ni apenas hace otros ademanes mientras medita o espera que alargar una mano hacia la botella de naranjada y beber directamente del gollete. Y a veces, mientras aguarda a que el ruso haga sus movimientos —aunque los dos tardan en resolver cada jugada, Sokolov suele emplear más tiempo para decidirse—, Keller cruza los brazos sobre el borde de la mesa y reclina la cabeza en ellos, como si pudiera ver con la imaginación mejor que con los ojos. Y sólo la levanta cuando mueve el otro, como si lo alertara el suave golpe de la pieza enemiga en el tablero.

Todo transcurre de forma demasiado lenta para Max. Una partida de ajedrez, sobre todo de esta categoría y protocolo, le parece aburridísima. Duda que su interés por los pormenores del juego aumentara incluso con Lambertucci y el capitano Tedesco explicándole el intríngulis de cada movimiento. Pero la coyuntura permite espiar a gusto desde un puesto de observación privilegiado. Y no sólo a los jugadores. En una silla de ruedas situada en primera fila, acompañado por una asistente y un secretario, está el mecenas del duelo, el industrial y millonario Campanella, impedido de las piernas desde que hace diez años se estrelló con un Aurelia Spider en una curva entre Rapallo y Portofino. Sentada en la misma fila y a la izquierda, entre la joven Irina Jasenovic y el hombre grueso y calvo de barba entrecana, también está Mecha Inzunza. Desde su asiento, con sólo inclinarse a un lado para evitar la cabeza del espectador que tiene delante, Max alcanza a verla en escorzo: los hombros cubiertos por la habitual rebeca de lana ligera, el cabello corto y gris que deja al descubierto la nuca esbelta, el perfil de líneas aún bien dibujadas, apreciable cuando la mujer se vuelve a hacer algún comentario en voz muy baja al hombre grueso sentado a su derecha. Y también aquella manera serena y firme de ladear la cabeza atenta a lo que ocurre en la partida, del mismo modo que en el pasado la fijaba en otras cosas y otras jugadas cuya complejidad, piensa Max con una mueca evocadora y melancólica, no era menor que las de ajedrez que se desarrollan ahora frente a sus ojos, en el tablero puesto sobre la mesa y en el otro de la pared, donde el ayudante del árbitro registra cada movimiento de las piezas.

—Aquí es —dijo Max Costa.

El automóvil —una limusina Pierce-Arrow de color berenjena con la insignia del Automóvil Club en el radiador— se detuvo en la esquina de un extenso muro de ladrillo, a treinta pasos de la estación de ferrocarril de Barracas. Aún no había salido la luna, y cuando el chófer apagó los faros sólo quedaron la luz solitaria de un farol eléctrico cercano y la de cuatro bombillas amarillentas en la elevada marquesina del edificio. Hacia el este, por las calles de casas bajas que conducían a la orilla izquierda y los docks del Riachuelo, la noche extinguía un último rescoldo de claridad rojiza en el cielo negro de Buenos Aires.

—Menudo sitio —comentó Armando de Troeye.

—Ustedes querían tango —repuso Max.

Había bajado del automóvil, y tras ponerse el sombrero mantenía la portezuela abierta para que bajaran el compositor y su esposa. A la luz del farol cercano vio que Mecha Inzunza se recogía el chal de seda sobre los hombros mientras miraba alrededor, impasible. Iba sin sombrero ni joyas, con un vestido claro de tarde, tacón mediano y guantes blancos largos hasta los codos. Demasiado elegante, pese a todo, para deambular por aquella parroquia. No parecía impresionada por la esquina acechada de sombras ni por la lóbrega vereda de ladrillo que se alejaba hacia la oscuridad, entre el muro y la elevada estructura de hierro y cemento de la estación de ferrocarril. El marido, sin embargo —traje cruzado de sarga azul, sombrero y bastón—, echaba vistazos inquietos en torno. En su caso, era obvio que el escenario superaba lo imaginado.

—¿De verdad conoce bien este sitio, Max?

—Claro. Nací a tres cuadras de aquí. En la calle Vieytes.

—¿A tres cuadras?… Diablos.

Se inclinó el bailarín mundano sobre la ventanilla abierta del chófer, a darle instrucciones. Era éste un italiano corpulento y silencioso, de rostro afeitado y cabello muy negro bajo la gorra con visera del uniforme. En el Palace lo habían recomendado como conductor experto y hombre de confianza cuando De Troeye pidió un servicio de limusina. Max no quería estacionar el automóvil delante del local al que se dirigían, por no llamar en exceso la atención. El matrimonio y él iban a recorrer a pie el último trecho, así que dijo al chófer dónde debía situarse para esperarlos: a la vista del sitio, aunque no demasiado cerca. También, bajando un poco la voz, le preguntó si iba armado. Asintió el otro brevemente con la cabeza, señalando la guantera.

—¿Pistola o revólver?

—Pistola —fue la seca respuesta.

Sonrió Max.

—¿Su nombre?

—Petrossi.

—Siento hacerle esperar, Petrossi. Serán un par de horas, como mucho.

No costaba nada ser amable: invertir de cara al futuro. De noche, en paraje como aquél, un italiano corpulento y artillado era algo a tener en cuenta. Una garantía más. Max vio al chófer asentir de nuevo, inexpresivo y profesional, aunque a la luz del farol advirtió también una rápida mirada de reconocimiento. Le puso un instante la mano en el hombro, dando allí un golpecito amistoso, y se reunió con los De Troeye.

—No sabíamos que éste era su barrio —comentó el compositor—. Nunca lo dijo.

—No había razón para ello.

—¿Y siempre vivió aquí, hasta que se fue a España?

Se mostraba locuaz De Troeye, seguramente para disimular la inquietud que, sin embargo, traslucía su charla. Mecha Inzunza caminaba a su lado, entre él y Max, cogida del brazo del marido. Seguía callada, observándolo todo, y de ella sólo se oía el sonido de los tacones en el suelo de ladrillo. Los tres caminaban por la vereda a lo largo del muro, adentrándose en las sombras silenciosas del barrio que Max reconocía a cada paso —el aire cálido y húmedo, el olor vegetal de los matojos que crecían en los baches del empedrado, el hedor fangoso del Riachuelo próximo—, entre la estación de ferrocarril y las casas bajas que por aquella parte aún no perdían la costumbre de arrabal orillero.

—Sí. Mis primeros catorce años los viví en Barracas.

—Vaya. Es un baúl lleno de sorpresas.

Los condujo por el túnel que multiplicaba el triple eco de pasos, buscando el baldazo de luz de otro farol eléctrico situado más allá de la estación de ferrocarril. Max se volvió a De Troeye.

—¿Ha traído la Astra, como dijo?

Rió fuerte el compositor.

—Claro que no, hombre… Bromeaba. Nunca llevo armas.

Asintió con alivio el bailarín mundano. Lo había inquietado imaginar a Armando de Troeye entrando en un tugurio suburbial, pese a sus consejos, con una pistola en el bolsillo.

—Mejor así.

Poco parecía haber cambiado el lugar en los doce años que, pese a regresar un par de veces a Buenos Aires, llevaba Max sin visitarlo. A cada momento ponía los pies en su propia huella, recordando el cercano conventillo donde pasó la infancia y la primera juventud: una casa de inquilinato idéntica a otras de la misma calle Vieytes, el barrio y la ciudad. Un lugar abigarrado, promiscuo, opuesto a cualquier clase de intimidad imaginable, aprisionado entre las paredes de un decrépito edificio de dos plantas donde se hacinaba centenar y medio de personas de toda edad: voces en español, italiano, turco, alemán o polaco. Piezas cuyas puertas nunca conocieron llaves, alquiladas por familias numerosas y grupos de hombres solos, emigrantes de ambos sexos que —los afortunados— trabajaban en el Ferrocarril Sud, en los muelles del Riachuelo o en las fábricas cercanas, cuyas sirenas, sonando cuatro veces al día, regulaban la vida doméstica en hogares donde escaseaban los relojes. Mujeres que paleaban ropa mojada en las tinas, enjambres de criaturas jugando en el patio donde a todas horas colgaban prendas tendidas que se impregnaban de olor a fritanga o a vapor de pucheros mezclado con el de letrinas comunes de paredes alquitranadas. Hogares donde las ratas eran animales domésticos. Un lugar donde sólo los niños y algunos muchachos sonreían abiertamente, con la inocencia de sus pocos años, sin adivinar aún la derrota insoslayable que la vida reservaba a casi todos ellos.

—Ahí lo tienen… La Ferroviaria.

Se habían parado cerca del farol eléctrico. Más allá de la estación de ferrocarril, al otro lado del túnel, la calle recta y oscura era casi toda de casas bajas, excepto algunos edificios de dos plantas, en uno de los cuales lucía un luminoso con el rótulo Hotel, del que estaba apagada la última letra. El local que buscaban podía verse en la penumbra del extremo de la calle: casa baja con aspecto de almacén, techo y paredes de chapa galvanizada, en cuya puerta había un amarillento farolito. Max aguardó hasta que, por la derecha, asomaron las luces gemelas del Pierce-Arrow, que avanzó despacio hasta estacionarse donde le había pedido al chófer que lo hiciera, a cincuenta metros, junto al cantón de la cuadra vecina. Cuando se apagaron los faros del automóvil, el bailarín mundano observó a los De Troeye y advirtió que el compositor abría la boca como un pez fuera del agua, boqueando de excitación, y que Mecha Inzunza sonreía con un extraño brillo en la mirada. Entonces se inclinó un poco el sombrero sobre los ojos, dijo «vamos» y los tres cruzaron la calle.

La Ferroviaria olía a humo de cigarro, a porrón de ginebra, a pomada para el pelo y a carne humana. Como otros boliches de tango próximos al Riachuelo, era un espacioso almacén, despacho de comestibles y bebidas durante el día y lugar de música y baile por la noche: suelo de madera que crujía al pisarlo, columnas de hierro, mesas y sillas ocupadas por hombres y mujeres frente a un mostrador de estaño iluminado con bombillas eléctricas sin pantalla, con individuos de aspecto patibulario acodados o recostados en él. En la pared, detrás del gallego que atendía el mostrador asistido por una camarera flaca y desgarbada que se movía con pereza entre las mesas, campeaban un gran espejo polvoriento con publicidad de Cafés Torrados Águila y un cartel de la Francoargentina de Seguros ilustrado con un gaucho mateando. A la derecha del mostrador, junto a la puerta por la que se veían toneles de sardinas saladas y cajones de fideos con tapas de vidrio, entre una estufa de queroseno apagada y una vieja y desvencijada pianola Olimpo, había una pequeña tarima para la orquesta, donde tres músicos —bandoneón, violín y piano con las teclas de la izquierda quemadas de cigarrillos— tocaban un aire porteño que sonaba a quejido melancólico, y en cuyas notas Max Costa creyó reconocer el tango Gallo viejo.

—Estupendo —murmuró Armando de Troeye con admiración—. Esto es inesperado, perfecto… Otro mundo.

No había más que echarle a él un vistazo, se dijo Max con resignación. El compositor había dejado el sombrero y el bastón sobre una silla, unos guantes amarillos asomaban del bolsillo izquierdo de su chaqueta, y cruzaba las piernas descubriendo los empeines de unas polainas abotonadas bajo los pantalones de raya perfecta. Se encontraba, desde luego, en las antípodas de los dancings que él y su mujer habían conocido vestidos de etiqueta; La Ferroviaria era otra clase de mundo, y lo poblaban seres diferentes. La concurrencia femenina consistía en una docena de mujeres, casi todas jóvenes, sentadas en compañía de hombres o bailando con otros en el espacio que las mesas dejaban libre. Aquéllas no eran exactamente prostitutas, explicó Max en voz baja, sino coperas: parejas de baile encargadas de animar a los hombres a danzar con ellas —recibían una ficha por cada pieza, que el patrón canjeaba por unos centavos— y a consumir la mayor cantidad posible de bebida. Unas tenían novios o amigos, y otras, no. Algunos de los allí presentes estaban relacionados con eso.

—¿Cafiolos? —insinuó De Troeye, recurriendo al término que había utilizado Max a bordo del Cap Polonio.

—Más o menos —confirmó éste—. Pero aquí no todas las mujeres tienen uno… Algunas sólo son trabajadoras del baile. Se ganan la vida sin ir más allá, como otras lo hacen en las fábricas o talleres de la vecindad… Tangueras decentes, dentro de lo que cabe.

—Pues no parecen decentes cuando bailan —dijo De Troeye, mirando alrededor—. Ni siquiera cuando están sentadas.

Max indicó a las parejas abrazadas que se movían en el espacio de baile. Los hombres serios, graves, masculinos hasta la exageración, interrumpían sus movimientos en mitad de la música —más rápida que el tango moderno habitual— para obligar a la mujer a moverse en torno, sin soltarse, rozándolos o pegándose mucho. Y cuando eso ocurría, ellas agitaban las caderas en fugas interrumpidas, deslizando una pierna a uno u otro lado de las del hombre. Sensuales en extremo.

—Es otra forma de tango, como ven. Otro ambiente.

Vino la camarera con un porrón de ginebra y tres vasos, los puso en la mesa, miró de arriba abajo a Mecha Inzunza, dirigió un vistazo de indiferencia a los dos hombres y se fue, secándose las manos en el delantal. Tras el incómodo y repentino silencio de la entrada —una veintena de miradas curiosas los habían seguido desde la puerta—, en las mesas se habían reanudado las conversaciones, aunque no cesaban las ojeadas descaradas o furtivas. Eso le parecía lógico a Max, que no esperaba otra cosa. Era común encontrar a gente de la alta sociedad porteña en incursiones noctámbulas a la busca de pintoresquismo y malevaje, haciendo la ronda por cabarets de mala muerte o cafetines de arrabal; pero Barracas y La Ferroviaria quedaban fuera de esos itinerarios canallas. Casi toda la clientela del boliche era nativa del barrio, con algún marinero de las chatas y gabarras amarradas en los muelles del Riachuelo.

—¿Y qué me dice de los hombres? —se interesó De Troeye.

Max bebió del vaso de ginebra, sin mirar a nadie.

—Clásicos compadritos de barrio, o que aún juegan a serlo. Apegados a esto.

—Suena casi afectuoso.

—No tiene nada que ver con el afecto. Ya les dije que un compadrito es un plebeyo de arrabal con aires de valentón pendenciero… Los menos, siéndolo; y los otros queriéndolo ser, o aparentarlo.

De Troeye hizo un ademán que abarcaba el entorno.

—Y éstos, ¿son o aparentan?

—De todo hay.

—Qué interesante. ¿No te parece, Mecha?

Estudiaba el compositor, ávidamente, a los individuos sentados junto a las mesas o acomodados en el estaño, todos con aire de estar dispuestos a cualquier cosa mientras fuera ilegal: sombreros de ala caída sobre los ojos, pelo engrasado y reluciente hasta el cuello de la chaqueta ribeteada a lo malandro, sacos cortos sin tajo, botines de punta. Cada cual con su copa de grapa, coñac o porrón de ginebra en la mesa, un Avanti humeante en la boca y algún bulto de cuchillo apuntando hacia la pretina del pantalón o en la sisa del chaleco.

—Aspecto peligroso tienen todos —concluyó De Troeye.

—Algunos pueden serlo. Por eso le aconsejo que no los mire fijamente mucho tiempo, ni a las mujeres cuando bailen con ellos.

—Pues ellos no se recatan en mirarme a mí —dijo Mecha Inzunza, divertida.

Se volvió Max hacia su perfil. Los ojos color de miel exploraban el recinto, curiosos y desafiantes.

—No pretenderá que no la miren, en lugar como éste. Y ojalá se conformen con mirar.

Rió la mujer en tono quedo, casi desagradable. Al cabo de unos instantes se volvió hacia él.

—No me asuste, Max —dijo fríamente.

—No creo —sostenía su mirada con mucha calma—. Ya dije que dudo se asuste de esta clase de cosas.

Sacó su pitillera, ofreciéndola al matrimonio. De Troeye negó con la cabeza, encendiendo uno de sus propios cigarrillos. Mecha Inzunza aceptó un Abdul Pashá y lo encajó en la boquilla, inclinada para que el bailarín mundano le diese fuego con un fósforo. Recostándose en la silla, Max cruzó las piernas y exhaló la primera bocanada de humo mirando a las parejas que bailaban.

—¿Cómo distinguir a las prostitutas de las que no lo son? —quiso saber Mecha Inzunza.

Dejaba caer con indiferencia la ceniza del cigarrillo al piso de madera mientras observaba a una mujer que bailaba con un hombre grueso aunque sorprendentemente ágil. Aquélla era todavía joven, de aire eslavo. Tenía el cabello rubio de color oro viejo peinado en rodete y los ojos claros, rodeados de humo de sándalo. Llevaba una blusa de flores rojas y blancas con poca ropa interior debajo. La falda, excesivamente corta, aleteaba al milonguear, descubriendo a veces un palmo extra de carne enfundada en medias negras.

—No siempre es fácil —respondió Max, sin apartar los ojos de la tanguera—. Con experiencia, supongo.

—¿Tiene usted mucha experiencia en diferenciar mujeres?

—Razonable.

Interrumpida la música, el gordo y la mujer habían dejado de bailar. El hombre se enjugaba el sudor con un pañuelo; y la rubia, sin cambiar palabra, tomaba asiento junto a una mesa donde estaban sentados otra mujer y otro hombre.

—Aquélla, por ejemplo —indicó Mecha Inzunza—. ¿Es prostituta o simple bailarina, como usted en el Cap Polonio?

—No lo sé —Max sintió una punzada de irritación—. Tendría que acercarme un poco más.

—Acérquese, entonces.

Miró él la brasa del cigarrillo como para comprobar su correcta combustión. Luego lo llevó a la boca e inhaló una porción precisa de humo, exhalándola despacio.

—Más tarde, tal vez.

La orquesta había atacado una nueva pieza y otras parejas salían a bailar. Algunos hombres mantenían a su espalda la mano izquierda, con la que fumaban, para no molestar con el humo a la pareja. Sonriente, complacido, Armando de Troeye no perdía detalle. En dos ocasiones, Max lo vio sacar un pequeño lápiz y tomar notas con letra minúscula y apretada en el puño almidonado de su camisa.

—Tenía usted razón —dijo el compositor—. Bailan rápido. Más descompuestos de figura. Y la música es diferente.

—Es la Guardia Vieja —Max estaba aliviado por cambiar de conversación—. Bailan como se toca: más rápido y cortado. Y fíjese en la manera.

—Ya me fijo. Es deliciosamente puerca.

Mecha Inzunza apagó con violencia su cigarrillo en el cenicero. De pronto parecía molesta.

—No seas fácil.

—Me temo que es la palabra, querida. Fíjate… Casi excita mirarlos.

Se ensanchaba la sonrisa del compositor, interesada y cínica. Había algo que latía en el ambiente, advirtió Max. Un lenguaje tácito entre los De Troeye que no alcanzaba a descifrar, sobreentendidos y alusiones que se le escapaban. Lo inquietante era que, de algún modo, él mismo parecía estar incluido. Algo molesto, no sin curiosidad, se preguntó de qué modo. Hasta dónde.

—Como les conté en el barco —explicó—, originalmente era baile de negros. Bailaban sueltos, ¿comprenden?… Hasta en la versión más decente, hacer eso con la pareja abrazada cambia mucho las cosas… El tango de salón alisó todas esas posturas, volviéndolas respetables. Pero aquí, como ven, la respetabilidad importa poco.

—Curioso —comentó De Troeye, que atendía a sus palabras con avidez—. ¿Esa música es la del tango de verdad?… ¿La original?

Lo original no consistía en la música, repuso Max, sino en la manera de tocarla. Aquélla era gente que ni siquiera leía partituras. Tocaban a su manera, al modo antiguo, rápido. Mientras decía eso, señaló a la pequeña orquesta: tres hombres consumidos, flacos, abundantes en canas y bigotazos teñidos de nicotina. El más joven era el del bandoneón, y habría cumplido los cincuenta. Tenía los dientes tan gastados y amarillos como las teclas de su instrumento. En ese instante miraba a sus compañeros consultándoles la siguiente pieza a ejecutar. Asintió el del violín, golpeteó el suelo varias veces con un pie marcando el ritmo, martilleó el piano, gimió entrecortado el fuelle y empezaron a tocar El esquinazo. Al instante se llenó el espacio de baile de parejas.

—Ahí los tienen —sonrió Max—. Los muchachos de antes.

En realidad se sonreía a sí mismo: a su memoria de arrabal. Al tiempo lejano en que oía aquella música en las verbenas o bailongos de los domingos por la mañana, en las noches de verano mientras jugaba con otros chicos en las veredas del barrio, bajo la luz de faroles que todavía eran de gas. Viendo bailar de lejos a las parejas, acechando burlones a quienes se abrazaban en los zaguanes oscuros —«Soltá el hueso, perro», seguido de carreras y risas—, escuchando cada día esas notas conocidísimas y populares en labios de hombres que regresaban de la fábrica, de mujeres congregadas en torno a las piletas salpicadas de agua jabonosa de los conventillos. Las mismas melodías que malevos con el ala del sombrero sobre los ojos, disimulándoles la cara, silbaban entre dientes al acercarse por parejas a algún noctámbulo incauto, reluciente el cuchillo en la penumbra.

—Me gustaría charlar un rato con los músicos —propuso De Troeye—. ¿Cree que será posible?

—No veo por qué no. Cuando acaben, invítelos a unas botellas. O mejor págueles algo… Aunque le aconsejo que no enseñe mucho dinero. Bastante nos calan ya.

Milongueaba la gente en el espacio de baile. La rubia de aire eslavo había salido otra vez a la pista, ahora con el hombre de la mesa a la que estaba sentada. Desafiante, taciturno, perdida la mirada en las lejanías veladas de humo de tabaco, éste la hacía moverse al compás de la música, guiándola con levísimos ademanes, con leves presiones de la mano que apoyaba en su espalda, y a veces con simples miradas; deteniéndose en un corte en apariencia inesperado para que ella, inexpresivo el rostro y mirando con fijeza su cara, se moviese a un lado y a otro, desdeñosa y lasciva al mismo tiempo, pegada de pronto al cuerpo masculino como si buscara excitar su deseo; retorciéndose con movimiento de caderas y piernas a uno y otro lado, en obediente sumisión, cual si aceptara con naturalidad absoluta el ritual íntimo del tango.

—Si no tuviera el bandoneón como freno —explicó Max—, el ritmo sería mucho más veloz todavía. Más descompuesto. Tengan en cuenta que la Guardia Vieja original no utilizaba fuelle y piano, sino flauta y guitarra.

Muy interesado, Armando de Troeye anotó aquello. Callaba Mecha Inzunza sin apartar los ojos de la tanguera rubia y su acompañante. En varias ocasiones, al pasar bailando cerca, éste cruzó con ella la mirada. Era un fulano curtido en la cuarentena, observó Max: sombrero inclinado, aire peligroso de español o italiano. Asentía De Troeye por su parte, reflexivo y feliz. Su tono era de excitación. Ahora seguía la música con los dedos sobre la mesa, igual que si tecleara sobre teclas invisibles.

—Ya veo —dijo el compositor, complacido—. Comprendo lo que usted quería decir, Max. Tango puro.

El fulano, sin dejar de bailar con la rubia, seguía mirando a Mecha Inzunza cada vez que pasaba cerca, y con más insistencia que antes. Era un clásico local, o pretendía serlo: bigote espeso, saco apretado, botines que se movían con agilidad sobre el suelo de madera, trazando luengos arabescos entre el taconeo de su pareja de baile. Todo en él, hasta las maneras, traslucía un toque artificial, un aire de compadrón trasnochado con ínfulas de compadre. El ojo avezado de Max localizó el anacrónico bulto del cuchillo en el costado izquierdo, entre el saco y el chaleco sobre el que pendían los dos largos extremos de un pañuelo de seda blanca anudado al cuello con deliberada coquetería. De reojo, el bailarín mundano advirtió que Mecha Inzunza, desafiante, parecía seguir el juego de aquel individuo, sosteniéndole la mirada; y su antiguo instinto arrabalero barruntó problemas. Quizá no fuese buena idea quedarse mucho tiempo, se dijo inquieto. La señora De Troeye parecía tomar, equivocadamente, La Ferroviaria por el salón de primera clase del Cap Polonio.

—Lo de tango puro es excesivo —le respondió al marido, esforzándose por concentrarse en lo que éste había comentado—. Digamos que lo ejecutan a la manera antigua. Al viejo modo… ¿Percibe la diferencia de ritmo, de estilo?

Volvió a asentir el marido, satisfecho.

—Claro. Ese maravilloso dos por cuatro, los solos de tecla de cuatro compases, los contracantos de cuerda… El martilleo del piano y los fraseos primarios con bajos de bandoneón.

Tocaban así porque eran gente mayor, detalló el bailarín mundano; y La Ferroviaria, boliche de tradiciones. En la noche de Barracas la gente era bronca, irónica, gustosa de cortes y quebradas. De arrimarse la hembra al macho, de meter pierna y de chulería; como esa tanguera rubia y su acompañante. Si aquella manera de tocar música se ejecutase en un baile popular, de familias y domingo, o de gente joven, casi nadie saldría a bailar. Ni por moralidad, ni por gusto.

—La moda —concluyó— se aleja cada vez más de todo esto. Dentro de poco sólo se bailará ese otro tango domesticado, inexpresivo y narcótico: el de los salones y el cinematógrafo.

De Troeye reía, sarcástico. Había terminado la música y la orquesta empezaba otra pieza.

—Amanerado, vamos —dijo.

—Puede —Max bebió un sorbo de ginebra—. Quizá sea una forma de decirlo.

—Desde luego, ése que se acerca no parece amanerado en absoluto.

Siguió Max la mirada de De Troeye. El compadrón había dejado a la rubia en la mesa, con la otra mujer, y se dirigía hacia ellos caminando con la antigua parsimonia de los guapos porteños: lento, seguro, muy concertado paso con paso. Pisando el suelo con ensayada delicadeza. Sólo faltaba para completar el estilo, pensó Max, el ruido de fondo de tacos y bolas de billar.

—Si hay problemas —dijo con rapidez a los De Troeye, en un susurro— no se paren a mirar… Vayan disparados hacia la puerta y métanse en el coche.

—¿Qué clase de problemas? —inquirió el marido.

No hubo tiempo para una respuesta. El compadrón se hallaba delante, inmóvil y muy serio, la mano izquierda metida con elegancia canalla en el bolsillo del saco. Miraba a Mecha Inzunza como si estuviera sola.

—¿Desea bailar la señora?

Max atisbó, fugazmente, el porrón de ginebra. En caso necesario, con el pico de vidrio roto en el borde de la mesa podía convertirlo en un arma razonable. Sólo el tiempo necesario para tener las cosas a raya, o procurarlo, mientras se rajaban de allí.

—No creo que… —empezó a decir en voz baja.

Se dirigía a la mujer, no al tipo que aguardaba de pie; pero ella se levantó con absoluta serenidad.

—Sí —dijo.

Se quitó los guantes tomándose su tiempo, y los dejó sobre la mesa. El boliche entero estaba pendiente de ella y del compadrón que aguardaba sin dar muestras de impaciencia. Cuando estuvo dispuesta, el otro la tomó por la cintura con la mano derecha, apoyándola sobre la curva suave que quedaba encima de las caderas. Ella pasó su brazo izquierdo por los hombros de él, y sin mirarse el uno al otro empezaron a moverse entre las otras parejas, más próximas sus cabezas que en el tango convencional, aunque manteniendo los cuerpos una distancia razonable. Cualquiera diría, pensó Max, que habían bailado juntos antes; aunque el recuerdo de la facilidad con que Mecha Inzunza y él mismo se adaptaban a bordo del Cap Polonio atenuó su sorpresa. Era, sin duda, una bailarina muy intuitiva e inteligente, capaz de adaptarse a cualquiera que bailase bien. Se movía el fulano masculinamente seguro de sí —canchero, decían en Buenos Aires— mientras guiaba hábil a la mujer, trenzando ágiles garabatos sobre un pentagrama invisible. Se bamboleaba la pareja de modo suave, obediente ella al compás de la música y a las indicaciones silenciosas que transmitían las manos y los ademanes de su pareja. De pronto éste hizo un corte, despegando el talón del pie derecho del suelo casi con negligencia, describiendo un semicírculo con la punta; y, para sorpresa de Max, la mujer remató la vuelta con toda naturalidad deslizándose a un lado y a otro, pegada por dos veces al hombre para retirarse después de trabarse en él, cruzándole las piernas con impecable aplomo arrabalero. Lo sazonó con una elegancia académica de suburbio, tan bien lograda que arrancó gestos aprobadores a los que observaban desde las mesas.

—Caray —bromeó Armando de Troeye—. Espero que no acaben haciendo el amor delante de todos.

El comentario incomodó a Max, trocando en malhumor su admiración ante la soltura con que Mecha Inzunza se desenvolvía en la pista. El compadrón la guiaba milonguero, gustándose, los ojos oscuros fijos en el vacío y bajo el mostacho un rictus de artificial indiferencia; cual si, en su caso, alternar con mujeres de aquella clase fuera cosa de diario. De pronto, al compás de la música, el hombre hizo una salida de flanco con parada en seco, solemne, acompañándose con un talonazo de mucha intención orillera. Sin desconcertarse en absoluto, igual que si hubieran previsto de antemano el movimiento, la mujer lo rodeó, rozándole el cuerpo de lado a lado, entregada. Con una sumisión de hembra obediente que a Max le pareció casi pornográfica.

—Dios mío —oyó murmurar a Armando de Troeye.

Estupefacto, volviéndose a medias, Max comprobó que el compositor no parecía enfadado, sino que miraba absorto a la pareja que danzaba. A ratos bebía un poco de ginebra, y parecía que el alcohol imprimiera en sus labios una sonrisa cínica, vagamente complacida. Pero el bailarín mundano no tuvo tiempo de reparar mucho en eso, porque terminó la música y despejaron la pista. Mecha Inzunza volvió taconeando altanera, escoltada por el compadrón. Y cuando ella ocupó su silla, tan desenvuelta y serena como si acabara de bailar un vals, el otro se inclinó ligeramente, tocándose el ala del sombrero.

—Juan Rebenque, señora —dijo ronco, sosegado—. A su servicio.

Luego, sin mirar apenas al marido ni al bailarín mundano, giró sobre los talones, encaminándose flemático a la mesa donde estaban las dos mujeres. Y viéndolo irse, Max intuyó que aquél no era su verdadero apellido —se llamaría Funes, Sánchez o Roldán— sino un apodo gauchesco tan rezagado como su aspecto y el cuchillo que abultaba bajo la chaqueta. Los tipos auténticos a los que intentaba parecerse habían desaparecido del arrabal quince o veinte años atrás; y hacía mucho que, incluso entre hombres como aquél, el revólver reemplazaba al facón. Seguramente el tal Rebenque era un carrero que de noche tallaba en boliches de mala muerte, bailaba tangos, manejaba minas y a veces sacaba su anacrónico cuchillo para asentar la hombría. En hombres de su calaña, simples malevos de barrio, la hidalguía orillera era limitada, aunque la peligrosidad se mantuviese intacta.

—Es su turno —dijo Mecha Inzunza, dirigiéndose a Max.

Acababa de sacar del bolso una polvera lacada. Había minúsculas gotas de sudor en su labio superior, perlando el suave maquillaje. Por reflejo galante, Max le ofreció el pañuelo limpio que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Perdón? —inquirió.

La mujer había tomado de entre sus dedos el dobladillo de batista blanca.

—No querrá —repuso con mucha calma— que las cosas queden así.

Iba Max a decir es suficiente, pediré la cuenta y nos vamos de aquí, cuando sorprendió en Armando de Troeye, dirigida a su esposa, una mirada que nunca había visto allí antes: un destello rápido de cinismo y desafío. Duró sólo el instante necesario para que la máscara de frívola indiferencia cayese de nuevo, velándolo todo. Entonces Max, cambiando de idea, se volvió hacia Mecha Inzunza con deliberada lentitud.

—Claro —dijo.

Desleídos tal vez en la ginebra, los ojos claros sostuvieron los suyos. Parecían más líquidos que nunca en la luz amarillenta de las bombillas eléctricas. Después ella hizo algo extraño. Reteniendo el pañuelo, cogió uno de los guantes que había dejado sobre la mesa antes de bailar y se lo introdujo a Max en el bolsillo superior de la chaqueta, arreglándolo con un rápido toque hasta que tomó la forma de una flor blanca y elegante. Entonces el bailarín mundano retiró su silla, se puso en pie y caminó hacia la mesa donde estaban sentados el compadrón y las dos mujeres.

—Con su permiso —le dijo al hombre.

Lo estudiaba el otro entre fanfarrón y curioso; pero Max dejó de prestarle atención, pendiente como estaba de la mujer rubia. Se volvió ésta un momento a la compañera —una morena vulgar, de más edad— y luego miró al compadrón en demanda de conformidad. El otro, sin embargo, seguía mirando al bailarín mundano, que aguardaba de pie, juntos los talones, el aire educado y una suave sonrisa en los labios; con la misma corrección circunspecta que habría mostrado ante cualquier dama de buena sociedad en un té del Palace o el Plaza. Por fin la mujer se levantó, enlazándose a Max con desenvoltura profesional. De cerca parecía más joven que de lejos, pese a las huellas de cansancio bajo los ojos, mal disimuladas por el espeso maquillaje. Tenía unos ojos azules ligeramente rasgados, que con el cabello rubio recogido tras la nuca, acentuaban su aire eslavo. Posiblemente fuera rusa o polaca, dedujo Max. Sintió, al abrazarla, la intimidad del cuerpo muy próximo; tibieza de carne fatigada, olor a tabaco en el vestido y el pelo, aliento del último sorbo de grapa con limonada. Colonia de baja calidad sobre la piel: Agua Florida mezclada con talco húmedo y el suave sudor de hembra que llevaba un par de horas bailando con toda clase de hombres.

Sonaban los compases de otro tango, en los que reconoció, pese a lo desgarbado de la orquesta, las notas de Felicia. Salían a bailar más parejas. Arrancaron la mujer y Max bien sincronizados, dejando éste que el instinto y la costumbre guiaran los movimientos. No era una gran bailarina, comprendió a los primeros pasos; pero se movía con soltura displicente, profesional, perdida la mirada en la distancia, dirigiendo rápidas ojeadas al rostro del hombre para prevenir pasos e intenciones. Pegaba con indiferencia el torso al de Max, que sentía las puntas de sus pechos bajo el percal escotado de la blusa; y evolucionaba, obediente, con piernas y caderas alrededor de su cintura en los pasos más atrevidos a que la música y las manos de él la conducían. Lo hacía sin alma, concluyó el bailarín mundano. Como una autómata melancólica y eficaz, sin voluntad ni impulso; semejante a una profesional que accediera al acto sexual sin experimentar placer alguno. Por un momento la imaginó así de pasiva y sumisa en un cuarto de hotel barato como el de la calle, con su letra fundida en el rótulo luminoso, mientras el malevo del mostacho se guardaba los diez pesos de la tarifa en el bolsillo del saco. Despojándose ella del vestido para tumbarse en una cama de sábanas usadas y somier que rechinaba. Complaciente, sin obtener a cambio placer ninguno. Con el mismo aire fatigado que ahora mostraba al trazar los pasos del tango.

Por alguna razón, que no era momento de analizar, la idea lo excitó. Qué otra cosa era el tango así bailado sino sumisión de la hembra, se dijo, asombrado de sí mismo; sorprendido de no haber llegado antes a esa conclusión, pese a tantos bailes, tantos tangos y tantos abrazos. Qué otra cosa era aquello bailado a la manera de siempre, lejos de los salones y la etiqueta, sino una entrega absoluta, cómplice. Un avivar de viejos instintos, rituales deseos quemantes, promesas hechas piel y carne durante unos instantes fugaces de música y seducción. El tango de la Guardia Vieja. Si había un modo de bailar idóneo en cierta clase de mujeres, era sin duda aquél. Considerarlo desde esa perspectiva hizo sentir a Max una punzada de deseo inesperado hacia el cuerpo que se movía obediente entre sus brazos. Ella debió de notarlo, pues por un momento clavó en él sus ojos azules, inquisitiva, antes de que una mueca de indiferencia retornase a sus labios y la mirada volviera a perderse en los rincones lejanos del almacén. Para desquitarse, Max hizo un corte, fija una pierna y simulando la otra un paso hacia adelante y hacia atrás; obligando, con la presión de su mano derecha en la cintura de la mujer, a que ésta pegase de nuevo su torso al suyo y, deslizando la cara interna de los muslos a uno y otro lado de la pierna inmóvil, retornase a la sumisión perfecta. Al gemido silencioso, agudamente físico, de hembra resignada sin posibilidad de fuga.

Tras esa evolución, deliberadamente procaz por ambas partes, el bailarín mundano miró por primera vez hacia la mesa donde estaba el matrimonio De Troeye. La mujer fumaba un cigarrillo puesto en la boquilla de marfil, impasible, mirándolos con fijeza. Y en ese momento comprendió Max que la tanguera que tenía entre los brazos era sólo un pretexto. Una turbia tregua.