—Te has vuelto loco.
Tiziano Spadaro, el recepcionista del hotel Vittoria, se inclina sobre el mostrador para echar un vistazo a la maleta que Max ha puesto en el suelo. Después alza la mirada, recorriéndolo de abajo arriba: zapatos de tafilete marrón, pantalón de franela gris, camisa de seda con pañuelo al cuello y americana blazer azul oscuro.
—En absoluto —responde el recién llegado, con mucha calma—. Sólo me apetece cambiar de ambiente unos días.
Spadaro se pasa una mano por la calva, pensativo. Sus ojos suspicaces estudian los de Max buscando intenciones ocultas. Significados peligrosos.
—¿Ya no recuerdas lo que cuesta una habitación aquí?
—Claro. Doscientas mil liras a la semana… ¿Y?
—Estamos completos. Te lo dije.
La sonrisa de Max es amistosa y segura. Casi benévola. Hay en ella rastro de antiguas lealtades y extremas confianzas.
—Tiziano… Frecuento hoteles hace cuarenta años. Siempre hay algo disponible.
La mirada de Spadaro desciende, renuente, hasta el mostrador de caoba barnizada. En el espacio que dejan sus manos apoyadas en él, simétricamente dispuesto entre una y otra, Max ha colocado un sobre cerrado que lleva dentro diez billetes de diez mil liras. El recepcionista del Vittoria lo estudia como un jugador de baccarat a quien hayan dado cartas que no se decide a descubrir. Al fin una de las manos, la izquierda, se mueve despacio y lo roza con el dedo pulgar.
—Telefonéame un poco más tarde. Veré qué puedo hacer.
A Max le gusta el gesto: tocar el sobre sin abrirlo. Viejos códigos.
—No —dice suavemente—. Resuélvemelo ahora.
Guardan silencio mientras unos clientes pasan cerca. El recepcionista mira hacia el vestíbulo: no hay nadie en la escalera que lleva a las habitaciones, ni en la puerta acristalada del jardín de invierno, donde se oye rumor de conversaciones; y el conserje está ocupado en su puesto, colocando llaves en los casilleros.
—Creí que te habías retirado —comenta bajando la voz.
—Y así es. Te lo dije el otro día. Sólo quiero unas vacaciones, como en los viejos tiempos. Un poco de champaña frío y buenas vistas.
De nuevo la mirada suspicaz de Spadaro, tras otro vistazo a la maleta y a la elegante indumentaria de su interlocutor. A través de la ventana, el recepcionista alcanza a ver el Rolls aparcado junto a la escalera que desciende hacia el vestíbulo del hotel.
—Muy bien deben de irte ahora las cosas en Sorrento…
—Me van de maravilla, como ves.
—¿Así, de golpe?
—Exacto. De golpe.
—¿Y tu jefe, el de Villa Oriana?…
—Te lo contaré otro día.
Se frota de nuevo la calva Spadaro, valorativo. Su larga vida laboral ha hecho de él un perro viejo, con olfato de sabueso; y no es la primera vez que Max le pone un sobre encima del mostrador. La última fue hace diez años, cuando el recepcionista aún trabajaba en el hotel Vesubio de Nápoles. A una madura actriz de cine llamada Silvia Massari, cliente habitual del establecimiento, le desapareció un valioso moretto de Nardi de la habitación contigua a la de Max —facilitada por Spadaro— mientras almorzaba con éste en la terraza del hotel, después de pasar la noche anterior y toda la mañana entregados a intimidades otoñales aunque vigorosas. Durante el lamentable suceso, Max sólo abandonó unos minutos la terraza, la espléndida vista y la tierna mirada de su acompañante para ir a lavarse las manos. De modo que a la Massari ni le pasó por la cabeza dudar de la integridad de sus maneras, sonrisa espléndida y otras muestras de afecto. Todo se resolvió, finalmente, con una camarera del servicio de habitaciones investigada y despedida, aunque nada pudo probársele. El seguro de la actriz se hizo cargo del asunto, y Tiziano Spadaro, en el momento de liquidar Max la cuenta y dejar el hotel repartiendo propinas con sus modales de perfecto caballero, recibió un sobre de características similares al que ahora tiene delante, aunque más abultado.
—No sabía que te interesara el ajedrez.
—¿No? —la antigua sonrisa profesional, ancha y blanca, es de las más escogidas del viejo repertorio—. Bueno. Siempre fui algo aficionado. Es un ambiente curioso. Una ocasión única de ver a dos grandes jugadores… Mejor que el fútbol.
—¿Qué tramas, Max?
Sostiene éste su mirada inquisitiva, flemático.
—Nada que ponga en peligro tu próxima jubilación. Tienes mi palabra. Y nunca te falté a ella.
Una pausa larga, reflexiva. A Spadaro se le marca una arruga profunda entre las cejas.
—Es cierto —admite al fin.
—Celebro que lo recuerdes.
Se mira el otro los botones del chaleco y los sacude pensativo, como si retirase imaginarias motas de polvo.
—La policía verá tu ficha de registro.
—¿Y qué?… Siempre estuve limpio en Italia. Además, esto nada tiene que ver con la policía.
—Oye. Estás mayor para ciertas cosas… Todos lo estamos. No deberías olvidarlo.
Impasible, sin responder, Max sigue mirando al recepcionista. Éste observa el sobre que sigue cerrado, sobre la madera reluciente.
—¿Cuántos días?
—No sé —Max hace un ademán negligente—. Una semana bastará, supongo.
—¿Supones?
—Bastará.
Pone el otro un dedo encima del sobre. Al cabo suspira y abre lentamente el libro de registro.
—Sólo puedo garantizarte una semana. Luego, ya veremos.
—De acuerdo.
Con la palma de la mano, Spadaro pulsa tres veces el timbre para llamar a un botones.
—Una habitación pequeña, individual, sin vistas. El desayuno no va incluido.
Max saca sus documentos del bolsillo de la chaqueta. Cuando los pone encima del mostrador, el sobre ha desaparecido.
Le sorprendió ver entrar al marido en el salón bar de segunda clase del Cap Polonio. Era media mañana, y Max estaba sentado tomando el aperitivo, un vaso de absenta con agua y unas aceitunas, cerca de un ancho ventanal corrido que daba a la cubierta de paseo de babor. Le gustaba aquel sitio porque desde allí podía ver todo el salón —sillones de mimbre en vez de las confortables butacas de cuero rojo de primera clase— y contemplar el mar. Seguía haciendo buen tiempo, sol durante todo el día y cielo despejado por las noches. Tras cuarenta y ocho horas de molesta marejada, el barco había dejado de balancearse y los pasajeros se movían con más seguridad, mirándose unos a otros en vez de caminar pendientes de las posiciones que adoptaba el suelo. En cualquier caso, Max, que había cruzado el Atlántico cinco veces, no recordaba una travesía tan apacible como aquélla.
En las mesas próximas, algunos pasajeros, casi todos varones, jugaban a las cartas, al backgammon, al ajedrez o al steeple-chase. A Max, que sólo era jugador eventual y práctico —ni siquiera cuando vistió uniforme en Marruecos había experimentado la pasión que algunos hombres tenían por los juegos de azar—, le complacía, sin embargo, observar a los profesionales de la baraja que frecuentaban las líneas transatlánticas. Tretas, engaños e ingenuidades, reacciones de unos y otros, códigos de conducta que con tanto detalle reflejaban la compleja condición humana, eran una excelente escuela abierta a quien supiera mirar del modo adecuado; y Max solía extraer de ella útiles enseñanzas. Ocurría que, como en todos los barcos del mundo, en el Cap Polonio había tahúres de primera clase, de segunda y hasta de tercera. Por supuesto, la tripulación se mantenía al corriente; y tanto el comisario de a bordo como los mayordomos y jefes de sala conocían a varios habituales, los vigilaban por el rabillo del ojo y subrayaban sus nombres en la lista de pasajeros. Tiempo atrás, en el Cap Arcona, Max había conocido a un jugador llamado Brereton, al que acompañaba la aureola legendaria de haber mantenido una larga partida de bridge en el escorado salon-fumoir de primera clase del Titanic mientras éste se hundía en las aguas heladas del Atlántico Norte, y haberla terminado con ganancias y a tiempo de echarse al agua y alcanzar el último bote salvavidas.
El caso es que, esa mañana, Armando de Troeye entró en el salón bar de segunda clase del Cap Polonio, y a Max Costa le sorprendió verlo allí, pues no era frecuente que los pasajeros cruzasen los límites del territorio establecido por la categoría de cada cual. Pero aún le sorprendió más que el famoso compositor, vestido con chaqueta Norfolk de sport, chaleco con cadena de reloj de oro, pantalones bombachos y gorra de viaje, se detuviera en la puerta con una ojeada al recinto; y al descubrir a Max se dirigiese a él directamente, con sonrisa amistosa, para ocupar el sillón contiguo.
—¿Qué está bebiendo? —preguntó mientras llamaba la atención del camarero—. ¿Absenta?… Demasiado fuerte para mí. Creo que tomaré un vermut.
Cuando el mozo de chaquetilla roja trajo la bebida, Armando de Troeye había felicitado a Max por su habilidad en la pista de baile y mantenía una conversación ligera, adecuadamente social, sobre transatlánticos, música y danza profesional. Era el autor de los Nocturnos —aparte otras obras de éxito como Scaramouche o el ballet Pasodoble para don Quijote, que Diaguilev había hecho mundialmente famoso— un hombre seguro de sí, confirmó el bailarín mundano; un artista consciente de quién era y lo que representaba. Pese a ello, aunque en el bar de segunda clase seguía manteniendo una actitud de elegante superioridad —gran compositor de música ante humilde obrero del escalón más elemental de ésta—, era evidente que se esforzaba por mostrarse agradable. Su actitud, incluso con todas las reservas que traslucía, quedaba lejos de la displicencia de los días anteriores, cuando Max bailaba con su mujer en el salón de primera clase.
—Lo he observado bien, se lo aseguro. Usted roza la perfección.
—Gracias por decir eso. Aunque exagera —Max sonreía a medias, cortés—. Esas cosas también dependen de la pareja… Es su esposa la que baila maravillosamente, como sabe de sobra.
—Por supuesto. Es una mujer singular, sin duda. Pero la iniciativa era de usted. Marcaba el terreno, para entendernos. Y eso no se improvisa —De Troeye había cogido el vaso que el camarero había puesto sobre la mesa y lo miraba al trasluz, como si sospechara de la calidad de un vermut servido en el bar de segunda clase—… ¿Me permite una pregunta profesional?
—Claro.
Un sorbo cauto. Un gesto complacido bajo el fino bigote.
—¿Dónde aprendió a bailar así el tango?
—Nací en Buenos Aires.
—Qué sorpresa —De Troeye bebió de nuevo—. No tiene acento.
—Me fui pronto. Mi padre era un asturiano que emigró en los años noventa… No le salieron bien las cosas, y al fin regresó, enfermo, a morir en España. Antes de eso tuvo tiempo de casarse con una italiana, hacerle algunos hijos y llevarnos a todos de vuelta con él.
El compositor se inclinaba sobre el brazo del sillón de mimbre, interesado.
—¿Cuánto tiempo vivió usted allí, entonces?
—Hasta los catorce años.
—Eso lo explica todo. Esos tangos tan auténticos… ¿Por qué sonríe?
Encogió Max los hombros, sincero.
—Porque no tienen nada de auténticos. El tango original es diferente.
Sorpresa genuina, o que lo aparentaba bien. Quizá sólo era educada atención. El vaso estaba a medio camino entre la mesa y la boca entreabierta de De Troeye.
—Vaya… ¿Cómo es?
—Más rápido, tocado por músicos populares y orejeros. Más lascivo que elegante, por resumirlo de algún modo. Hecho de cortes y quebradas, bailado por prostitutas y rufianes.
Se echó a reír el otro.
—En ciertos ambientes sigue siendo así —apuntó.
—No del todo. El original cambió mucho, sobre todo al ponerse de moda en París hace diez o quince años con los bailes apaches de los bajos fondos… Entonces empezó a imitarlo la gente bien. De allí volvió a la Argentina afrancesado, convertido en tango liso, casi honorable —volvió a encogerse de hombros, apuró lo que quedaba de absenta y miró al compositor, que sonreía amistoso—. Supongo que me explico.
—Por supuesto. Y es muy interesante… Resulta usted una grata sorpresa, señor Costa.
Max no recordaba haberle dicho el apellido, ni tampoco a su mujer. Posiblemente De Troeye lo había visto en la lista del personal a bordo. O lo había buscado a propósito. Pensó en eso un momento, sin analizarlo mucho, antes de seguir satisfaciendo la curiosidad de su interlocutor. Con el cuño parisién, añadió, la clase alta argentina, que antes rechazaba el tango por inmoral y prostibulario, lo adoptó en seguida. Dejó de ser algo reservado a gentuza de arrabal y pasó a los salones. Hasta entonces, el tango auténtico, el que bailaban en Buenos Aires las golfas y los rufianes orilleros, había sido una música clandestina entre la buena sociedad: algo que las niñas bien tocaban a escondidas en el piano de casa, con partituras suministradas por los novios y los hermanos tarambanas y noctámbulos.
—Pero usted —opuso De Troeye— baila el tango moderno, por decirlo de algún modo.
La palabra moderno hizo sonreír a Max.
—Claro. Es el que me piden. Aunque también el que conozco. Nunca llegué a bailar el tango viejo en Buenos Aires; era demasiado niño. Pero vi hacerlo muchas veces… Paradójicamente, lo que bailo lo aprendí en París.
—¿Y cómo llegó usted allí?
—Es una larga historia. Le aburriría.
De Troeye había llamado al camarero, encargando otra ronda sin atender las protestas de Max. Parecía acostumbrado a encargar rondas sin consultar con nadie. Era, o aparentaba serlo, de esa clase de individuos que se comportaban como anfitriones incluso en mesas ajenas.
—¿Aburrirme? En absoluto. No se hace idea de hasta qué punto me interesa lo que dice… ¿Todavía hay quien toca a la manera antigua en Buenos Aires?… ¿El tango puro, por así decirlo?
Lo consideró Max un instante y al fin movió la cabeza, dubitativo.
—Puro no hay nada. Pero todavía quedan sitios. No en los salones de moda, desde luego.
Se miraba el otro las manos. Anchas, fuertes. No eran elegantes, al menos como el bailarín mundano había imaginado las de un compositor famoso. Uñas cortas y pulidas, observó Max. Aquel anillo de oro con sello azul en el mismo dedo que la alianza matrimonial.
—Voy a pedirle un favor, señor Costa. Algo importante para mí.
Habían llegado las nuevas bebidas. Max no tocó la suya. De Troeye sonreía, amistoso y seguro.
—Quisiera invitarlo a almorzar —prosiguió—, para que hablemos de esto con más detalle.
Disimuló su sorpresa el bailarín mundano con una sonrisa de contrariedad.
—Se lo agradezco, pero no puedo ir al comedor de primera clase. A los empleados no nos lo permiten.
—Tiene razón —el compositor arrugaba la frente, pensativo, cual si considerase hasta qué punto podía alterar las normas a bordo del Cap Polonio—. Es un desagradable inconveniente. Podríamos comer juntos en el de segunda… Aunque tengo una idea mejor. Mi mujer y yo disponemos de dos cabinas en suite, donde se puede arreglar perfectamente una mesa para tres… ¿Nos haría el honor?
Titubeó Max, todavía desconcertado.
—Es usted muy amable. Pero no sé si debo…
—No se preocupe. Lo arreglaré con el sobrecargo —De Troeye bebió un último sorbo y puso el vaso con firmeza sobre la mesa, como si aquello zanjase el asunto—. ¿Acepta, entonces?
Las últimas reservas por parte de Max consistían en simple cautela. Lo cierto es que nada encajaba en la idea que hasta entonces se había hecho del asunto. Aunque tal vez sí, concluyó tras reflexionar un instante. Necesitaba un poco de tiempo y más información para calcular los pros y los contras. De improviso, Armando de Troeye se introducía en el juego como un elemento nuevo. Insospechado.
—Quizá su esposa… —empezó a decir.
—Mecha estará encantada —zanjó el otro mientras enarcaba las cejas llamando la atención del camarero para que trajese la cuenta—. Dice que es usted el mejor bailarín de salón que ha conocido nunca. También para ella será un placer.
Sin mirar el importe, De Troeye firmó con su número de habitación, dejó un billete como propina en el platillo y se puso en pie. Por reflejo cortés quiso Max imitarlo, pero De Troeye le puso una mano en el hombro, reteniéndolo. Una mano más fuerte de lo que se hubiera sospechado en un músico.
—Quiero en cierto modo pedirle consejo —había sacado del chaleco su reloj al extremo de la cadena de oro, y comprobaba la hora con ademán negligente—. A las doce, entonces… Cabina 3 A. Lo esperamos.
Se fue tras decir eso, sin aguardar respuesta, dando por sentado que el bailarín mundano acudiría a la cita. Y un rato después de que Armando de Troeye abandonara el salón bar, Max seguía mirando la puerta por donde se había ido. Reflexionaba sobre el giro imprevisto que aquello daba, o podía dar, a los sucesos que había procurado establecer, o disponer, para los próximos días. Quizá después de todo, determinó, el asunto ofreciese posibilidades complejas, de más provecho que cuanto había previsto. Al fin, con ese pensamiento, puso un terrón de azúcar en una cucharilla colocada sobre la copa de absenta y vertió un chorrito de agua encima, mirando deshacerse el terrón en el licor verdoso. Sonreía apenas, para sí, cuando se llevó el vaso a los labios. El sabor fuerte y dulce de la bebida no le recordó esta vez al cabo segundo legionario Boris Dolgoruki-Bragation ni los tugurios morunos de Marruecos. Sus pensamientos estaban ocupados por el collar de perlas que había visto relucir, reflejando las arañas del salón de baile, en el escote de Mecha Inzunza de Troeye. También por la línea del cuello desnudo que arrancaba de los hombros de aquella mujer, hasta la nuca. Sintió deseos de silbar un tango, y a punto estuvo de hacerlo antes de recordar dónde se encontraba. Cuando se puso en pie, el sabor de la absenta en su boca era dulce como un presagio de mujer y de aventura.
Spadaro, el recepcionista, ha mentido: la habitación es pequeña, en efecto, amueblada con una cómoda y un armario antiguo con espejo grande; el cuarto de baño es angosto, y la cama individual no parece gran cosa. Pero no es cierto que el lugar carezca de vistas. A través de la única ventana, orientada a poniente, puede verse la parte de Sorrento situada sobre la Marina Grande, con la arboleda del parque y las villas escalonadas en la ladera montañosa de la punta del Capo. Y cuando Max abre las hojas de la ventana y se asoma al exterior, deslumbrado por la luz, alcanza a ver una parte de la bahía, con la isla de Ischia difuminada en la distancia.
Recién duchado, desnudo bajo un albornoz que lleva el emblema del hotel bordado en el pecho, el chófer del doctor Hugentobler se observa en el espejo del armario. Su mirada crítica, adiestrada por hábito profesional en el estudio de los seres humanos —de ello dependieron siempre el éxito o el fracaso de cuanto emprendió—, se demora en la estampa del anciano inmóvil que contempla su propio pelo gris mojado, las arrugas de la cara, los ojos cansados. Todavía es un buen aspecto el suyo, concluye, si se consideran con benevolencia los estragos que a esa edad suelen mostrar otros hombres. Los daños, pérdidas y decadencias. Las derrotas irreparables. De modo que, en demanda del consuelo adecuado, palpa el tejido del albornoz: hay debajo más peso y anchura que hace unos años, sin duda; pero la cintura todavía tiene dimensiones razonables, la figura se ve erguida y los ojos se mantienen vivos e inteligentes, confirmando una apostura que la decadencia, los años oscuros y la ausencia final de esperanzas nunca lograron doblegar del todo. A modo de prueba, como el actor que ensaya un pasaje difícil de su papel, Max sonríe repentinamente al anciano reflejado en el espejo, y éste corresponde con un gesto de aparente espontaneidad que parece iluminarle el rostro: simpático, persuasivo, aquilatado al extremo para inspirar confianza. Aún permanece así un momento más, inmóvil, dejando desvanecerse despacio la sonrisa. Después, cogiendo un peine de encima de la cómoda, se alisa el pelo a su manera antigua, hacia atrás, marcando la raya recta e impecable en el lado izquierdo, muy alta. También los modales siguen siendo elegantes, concluye mientras con ojo crítico analiza el resultado. O pueden serlo. Todavía traslucen una supuesta buena crianza —de ahí a la supuesta buena cuna sólo medió en otros tiempos un paso fácil de franquear— que los años, la costumbre, la necesidad y el talento perfeccionaron hasta eliminar todo rastro que delatase la superchería original. Vestigios, en fin, de un pasado atractivo que en otras épocas le permitió moverse con descarado aplomo de cazador por territorios inciertos, a menudo hostiles. Medrar en ellos y sobrevivir. O casi. Hasta hace poco.
Despojándose del albornoz, Max silba Torna a Sorrento mientras empieza a vestirse con la meticulosa lentitud de los viejos tiempos, cuando enfundarse la ropa adecuada con rutina minuciosa, vigilando el detalle de la inclinación de un sombrero, el modo de anudarse una corbata o las cinco maneras de disponer un pañuelo blanco en el bolsillo superior de una chaqueta, le hacía sentirse, en momentos de optimismo y fe en los propios recursos, como un guerrero equipándose para el combate. Y esa vaga sensación de antaño, el aroma familiar de expectación o lance inminente, acaricia su orgullo recobrado, mientras se pone los calzoncillos de algodón, los calcetines grises —que requieren un pequeño esfuerzo, sentado en la cama, para doblar la cintura—, la camisa procedente del guardarropa del doctor Hugentobler, ligeramente holgada en el talle. En los últimos años se llevan las prendas ceñidas al cuerpo, los pantalones de pata ancha, las americanas y camisas de cintura estrecha; pero a Max, que no consigue plegarse a tales modas, le agrada la hechura clásica de la Sir Bonser de seda azul pálido con botones en los picos del cuello que le cae como hecha a medida, a la manera de siempre. Antes de abotonarla, sus ojos se demoran en la cicatriz que marca la piel en forma de pequeña estrella de una pulgada de diámetro en el lado izquierdo del tórax, a la altura de las últimas costillas: huella de la bala de un paco rifeño que le rozó un pulmón en Taxuda, Marruecos, el 2 de noviembre de 1921; y que, tras una temporada en el hospital de Melilla, dio fin a la corta vida militar del legionario Max Costa, alistado con ese nombre cinco meses antes —dejando así atrás, para siempre, el original de Máximo Covas Lauro— en la 13.ª Compañía, Primera Bandera, del Tercio de Extranjeros.
El tango, explicó Max, era confluencia de varias cosas: tango andaluz, habanera, milonga y baile de esclavos negros. Los gauchos criollos, a medida que se acercaban con sus guitarras a las pulperías, almacenes y prostíbulos de las orillas de Buenos Aires, llegaron a la milonga, que era cantada, y por fin al tango, que empezó como milonga bailada. La música y la danza negras fueron importantes, porque en esa época las parejas bailaban enlazadas, no abrazadas. Más sueltas que ahora, con cruzados, retrocesos y vueltas sencillas o complicadas.
—¿Tangos de negros? —Armando de Troeye parecía de veras sorprendido—. No sabía que hubiera negros allí.
—Los hubo. Antiguos esclavos, naturalmente. Los diezmó a finales de siglo una epidemia de fiebre amarilla.
Permanecían los tres sentados en torno a la mesa dispuesta en la cabina doble de primera clase. Olía a cuero bueno de baúles y maletas, agua de colonia y trementina. A través de una amplia ventana se veía el mar azul y apacible. Max, vestido con el traje gris, camisa de cuello blando y corbata escocesa, había llamado a la puerta cuando eran las doce y dos minutos; y tras unos primeros momentos en los que el único que parecía hallarse a sus anchas era Armando de Troeye, la comida —consomé de pimientos dulces, langosta con mayonesa y un vino del Rhin muy frío— había discurrido en conversación agradable, casi toda al principio por cuenta del compositor; que tras referir algunas anécdotas personales había interrogado a Max sobre su infancia en Buenos Aires, el regreso a España y su vida como animador profesional en hoteles de lujo, balnearios de temporada y transatlánticos. Prudente, como siempre que de su vida se trataba, Max había resuelto el asunto con breves comentarios y vaguedades calculadas. Y al cabo, con el café, el coñac y los cigarrillos, a demanda del compositor, había vuelto a hablar del tango.
—Los blancos —siguió contando—, que al principio sólo miraban a los negros, adoptaron sus bailes haciendo más lento lo que no podían imitar y metiendo movimientos del vals, la habanera o la mazurca… Tengan en cuenta que, más que una música, el tango era entonces una manera de bailar. Y de tocar.
A veces, mientras hablaba, apoyadas en el borde de la mesa las muñecas y los puños con gemelos de plata, sus ojos se encontraban con los de Mecha Inzunza. La mujer del compositor había permanecido en silencio durante casi toda la comida, escuchando la conversación, y sólo a veces hacía un comentario breve o deslizaba una pregunta, cuya respuesta aguardaba con atención cortés.
—Bailado por italianos y emigrantes europeos —continuó Max—, el tango se hizo más lento, menos descompuesto; aunque los compadritos suburbiales adoptaron algunos modos de los negros… Cuando se bailaba en senda derecha, como se dice allí, el hombre se interrumpía para lucirse o marcar una quebrada, deteniendo su movimiento y el de la pareja —miró a la mujer, que seguía escuchando atenta—. Es el famoso corte, que usted, en la versión honorable de aquellos tangos que bailamos ahora, resuelve tan bien.
Mecha Inzunza agradeció el comentario con una sonrisa. Llevaba un vestido ligero de charmeuse color champaña, y la luz de la ventana enmarcaba su cabello corto en la nuca: la línea esbelta del cuello que tanto había ocupado los pensamientos de Max durante los últimos días, desde el silencioso tango sin música bailado en el salón de palmeras del transatlántico. Las únicas joyas que lucía en ese momento eran el collar de perlas puesto en dos vueltas y su anillo de casada.
—¿Qué es un compadrito? —quiso saber ella.
—Más bien era, en realidad.
—¿Ya no es?
—En diez o quince años han cambiado muchas cosas… Cuando yo era niño llamábamos compadrito al joven de condición modesta, hijo o nieto de aquellos gauchos que, después de traer las reses, echaron pie a tierra en los arrabales de la ciudad.
—Suena peligroso —apuntó De Troeye.
Hizo Max un ademán de indiferencia. Ésos de peligrosos tenían poco, explicó. Otra cosa eran los compadres y los compadrones. Gente más correosa: algunos hampones auténticos y otros que sólo aparentaban serlo. Se recurría a ellos en política, para guardaespaldas, elecciones y cosas así. Pero a los de verdad, que solían tener apellidos españoles, los desplazaban ahora los hijos de inmigrantes que pretendían imitarlos: malevos de baja estofa que aún adoptaban las maneras antiguas del cuchillero suburbial sin tener ya sus códigos ni su coraje.
—¿Y el verdadero tango es un baile de compadritos y compadres? —se interesó Armando de Troeye.
—Lo fue. Aquellos primeros tangos bailados eran obscenos sin disimulo, con las parejas juntando los cuerpos y enlazando las piernas en movimientos de caderas que venían, como dije antes, de las danzas de negros… Tengan en cuenta que las primeras bailarinas de tangos fueron las chinas cuarteleras y las mujeres de los burdeles.
De soslayo, Max advirtió la sonrisa de Mecha Inzunza: desdeñosa e interesada al tiempo. Había visto esa sonrisa antes en mujeres de su clase, al mencionar asuntos parecidos.
—De ahí la mala fama, naturalmente —dijo ella.
—Claro —por delicadeza, Max seguía dirigiéndose al marido—. Fíjense en que uno de los primeros tangos se llamó Dame la lata…
—¿La lata?
Otra mirada de reojo. Titubeaba el bailarín mundano, ocupado en elegir las palabras adecuadas.
—La ficha —dijo al fin— que la madame del prostíbulo daba por cada cliente atendido, y que la prostituta entregaba a su cafiolo, que se hacía cargo del dinero.
—Lo de cafiolo suena exótico —comentó la mujer.
—Se refiere al maquereau —apuntó De Troeye—. Al chulo.
—Lo entendí perfectamente, querido.
Incluso cuando el tango se hizo popular y llegó a las fiestas familiares, prosiguió Max, estaban prohibidos los cortes, por inmorales. Cuando él era un niño sólo se bailaba en las matinés de las sociedades de fomento italianas o españolas, en los prostíbulos y en las garçonnières de los niños bien. Todavía ahora, cuando triunfaba en salones y teatros, se mantenía la prohibición de cortes y quebradas en determinados ambientes. Meter pierna, como se decía vulgarmente. Ser aceptado por la sociedad le costó al tango su carácter, concluyó. Le fatigó el paso y lo hizo más lento y menos lascivo. Ése era el tango domesticado que había viajado a París para hacerse famoso.
—Se convirtió en ese baile monótono que vemos en los salones, o en la estúpida parodia que hizo Valentino en el cinematógrafo.
Los ojos de color miel estaban fijos en él. Consciente de eso, evitándolos con cuanta calma era capaz de esgrimir, Max sacó su pitillera y la ofreció abierta a la mujer. Tomó ésta un cigarrillo turco, y otro el marido, que encendió el de su mujer, puesto en la boquilla corta de marfil, con un encendedor de oro. Ella, que se había inclinado un poco hacia la llama, alzó la cabeza y volvió a mirar a Max entre la primera bocanada de humo que la luz procedente de la ventana tornaba espeso y azulado.
—¿Y en Buenos Aires? —preguntó Armando de Troeye.
Sonrió Max, que tras golpear suavemente un extremo del cigarrillo en la pitillera cerrada encendía su Abdul Pashá. El giro de conversación le facilitó encarar de nuevo los ojos de la mujer. Lo hizo tres segundos, manteniendo la sonrisa. Luego se volvió al marido.
—En el arrabal, en los bajos fondos, alguno sigue quebrando la cintura y metiendo pierna, a veces. Ahí están los últimos restos del tango viejo… Lo que nosotros bailamos es en realidad un remedo suave de ése. Una elegante habanera.
—¿Ocurre lo mismo con la letra?
—Sí, aunque es un fenómeno más reciente. Al principio sólo era música, o cuplés de teatro. Cuando yo era niño apenas se oían tangos cantados, y siempre eran pícaros y obscenos, historias de doble sentido narradas por rufianes cínicos…
Se detuvo, dudando un momento sobre la conveniencia de añadir algo más.
—¿Y?
Era ella quien había formulado la pregunta, jugueteando con una de las cucharillas de plata. Eso decidió a Max.
—Bueno… Sólo tienen que fijarse en los títulos de entonces: Qué polvo con tanto viento, Siete pulgadas, Cara Sucia, que en realidad se refiere a otra cosa, o La c…ara de la l…una, así, con puntos suspensivos en el título, que en realidad, disculpen la crudeza, significa La concha de la lora.
—¿Lora?… ¿Qué significa?
—Prostituta, en lunfardo. El argot de allí… El que usa Gardel cuando canta.
—¿Y concha?
Max miró a Armando de Troeye, sin responder. La mueca divertida del marido se ensanchó en una amplia sonrisa.
—Comprendido —dijo.
—Comprendido —repitió ella al cabo de un instante, sin sonreír.
El tango sentimental, siguió contando Max, era un fenómeno reciente. Fue Gardel quien popularizó esas letras lloronas, llenando el tango de malevos cornudos y mujeres perdidas. En su voz, el cinismo del rufián se había hecho lágrimas y melancolía. Cosa de poetas.
—Lo conocimos hace dos años, cuando actuaba en el Romea de Madrid —apuntó De Troeye—. Un hombre muy simpático. Algo charlatán, pero agradable —miró a su mujer—. Con esa sonrisa, ¿verdad?… Como si no se relajara nunca.
—Sólo lo vi una vez de lejos, comiendo puchero de gallina en El Tropezón —dijo Max—. Estaba rodeado de gente, por supuesto. No me atreví a acercarme.
—La verdad es que canta muy bien. Tan lánguido, ¿no?
Max dio una chupada a su cigarrillo. De Troeye, que se servía más coñac, le ofreció; pero él negó con la cabeza.
—Realmente inventó la manera. Antes sólo eran cuplés y canciones de burdel… Apenas había antecedentes.
—¿Y la música? —De Troeye había mojado los labios en el coñac y miraba a Max por encima del borde de la copa—. ¿Cuáles son, a su juicio, las diferencias entre el tango viejo y el moderno?
Se recostó el bailarín mundano en la silla, golpeando suavemente el cigarrillo con el dedo índice para dejar caer la ceniza en el cenicero.
—No soy músico. Sólo bailo para ganarme la vida. Ni siquiera sé distinguir una corchea de una breve.
—Aun así, me gustaría conocer su opinión.
Max dio otras dos chupadas al cigarrillo antes de responder.
—Puedo hablar de lo que conozco. Lo que recuerdo… Ahí pasó lo mismo que con la manera de bailar y de cantar. Al principio los músicos eran intuitivos y tocaban temas mal conocidos, sobre la partitura del piano o de memoria. A la parrilla, como allí se dice… Parecido a los músicos de jazz-band cuando improvisan yendo a su aire.
—¿Y cómo eran esas orquestas?
Pequeñas, precisó Max. Tres o cuatro tipos, bajos de bandoneón, acordes simples y mayor velocidad de ejecución. Era más una manera de interpretar que de componer. Con el tiempo, tales orquestas fueron arrinconadas por las modernas: solos de piano en vez de guitarras, contracantos de violín, rezongo de fuelle. Eso favorecía a los bailarines inexpertos, a los nuevos aficionados. Las orquestas profesionales se adaptaron en seguida al nuevo tango.
—Es el que bailamos nosotros —concluyó, apagando con mucho cuidado el cigarrillo—. El que suena en el salón del Cap Polonio y en los lugares respetables de Buenos Aires.
Mecha Inzunza había apagado su cigarrillo en el mismo cenicero, tres segundos después de que lo hiciera Max.
—¿Y el otro? —preguntó jugueteando con la boquilla de marfil—… ¿Qué pasa con el antiguo?
El bailarín mundano apartó, no sin esfuerzo, la mirada de las manos de la mujer: delgadas, elegantes, de buena casta. Relucía en el anular izquierdo la alianza de oro. Cuando levantó la vista, comprobó que Armando de Troeye lo miraba inexpresivo, con fijeza.
—Ahí sigue, todavía —respondió—. Marginal y cada vez más raro. Cuando lo tocan, según los sitios, la gente apenas sale a bailar. Es más difícil. Más crudo.
Se detuvo un momento. La sonrisa que ahora afloró a sus labios era espontánea. Evocadora.
—Un amigo mío decía que hay tangos para sufrir, y tangos para matar… Los originales eran más bien de estos últimos.
Mecha Inzunza había apoyado un codo en la mesa y el óvalo del rostro en la palma de la mano. Parecía escuchar con extrema atención.
—Tango de la Guardia Vieja, lo llaman algunos —precisó Max—. Para diferenciarlo del nuevo. Del moderno.
—Bonito nombre —comentó el marido—. ¿De dónde viene?
Ya no tenía el rostro inexpresivo. Otra vez el gesto amable, de atento anfitrión. Max movió las manos como para remarcar una obviedad.
—No sé. Un antiguo tango se llamaba así: La Guardia Vieja… No sabría decirles.
—¿Y sigue siendo… obsceno? —preguntó ella.
Un tono opaco, el suyo. Casi científico. El de una entomóloga averiguando, por ejemplo, si era obscena la cópula de dos escarabajos. Suponiendo, concluyó Max, que los escarabajos copularan. Que, seguramente, sí.
—Según en qué lugares —confirmó.
Armando de Troeye parecía encantado con todo aquello.
—Lo que nos cuenta es fascinante —dijo—. Mucho más de lo que imagina. Y cambia algunas ideas que yo traía en la cabeza. Quisiera presenciar eso… Verlo en su ambiente.
Torció Max el gesto, evasivo.
—No se toca en locales recomendables, desde luego. No que yo sepa.
—¿Conoce sitios así en Buenos Aires?
—Alguno conozco. Pero adecuado no es la palabra —miró a Mecha Inzunza—. Son lugares peligrosos… Impropios para una señora.
—No se inquiete por eso —dijo ella con mucha frialdad y mucha calma—. Ya hemos estado en lugares impropios, antes.
Pasa la media tarde. El sol declinante se encuentra todavía por encima de la punta del Capo, enmarcando en tonos verdes y rojizos las villas que cubren la ladera de la montaña. Max Costa, vestido con la misma chaqueta azul oscuro y el pantalón de franela gris que llevaba cuando llegó al hotel —sólo ha cambiado el pañuelo de seda por una corbata roja con pintas azules y nudo Windsor—, baja de su habitación y se mezcla con los clientes que toman el aperitivo antes de la cena. Terminaron el verano y sus aglomeraciones, pero el duelo de ajedrez mantiene animado el establecimiento: casi todas las mesas del bar y la terraza están ocupadas. Un cartel puesto en un caballete anuncia para mañana la próxima partida del duelo Sokolov-Keller. Deteniéndose delante, Max observa a los dos adversarios en las fotografías que lo ilustran. Bajo unas cejas rubias y espesas, a tono con un pelo que recuerda el de un erizo, los ojos claros y acuosos del campeón soviético miran con recelo las piezas puestas en un tablero. Su cara redonda y rústica hace pensar en la de un campesino atento al ajedrez igual que varias generaciones de sus antepasados pudieron estarlo a la madurez de un campo de trigo o al paso de las nubes trayendo agua o sequía. En cuanto a Jorge Keller, su mirada se dirige hacia el fotógrafo distraída, casi soñadora. Tal vez un punto inocente, cree apreciar Max. Como si en vez de mirar a la cámara lo hiciese a alguien o algo situado ligeramente más allá, que nada tuviera que ver con el ajedrez sino con ensueños juveniles o inconcretas quimeras.
Brisa templada. Rumor de conversaciones con música suave de fondo. La terraza del Vittoria es amplia y espléndida. Más allá de la balaustrada se aprecia una bella panorámica de la bahía de Nápoles, que empieza a tamizarse en una luz dorada cada vez más horizontal. El jefe de camareros guía a Max hacia una mesa situada junto a una mujer de mármol semiarrodillada y desnuda que mira hacia el mar. Acomodándose, Max pide una copa de vino blanco frío y echa un vistazo alrededor. El entorno es elegante, adecuado al lugar y la hora. Hay clientes extranjeros bien vestidos, sobre todo norteamericanos y alemanes que visitan Sorrento fuera de temporada. El resto son invitados del millonario Campanella: gente distinguida a la que éste paga el viaje y los gastos del hotel. También hay aficionados al ajedrez que pueden permitírselo por cuenta propia. En las mesas cercanas, Max reconoce a una bella actriz de cine en compañía de otras personas entre las que se encuentra su marido, productor de Cinecittà. Cerca se mueven dos jóvenes con aspecto de periodistas locales, uno de ellos con una Pentax colgada al cuello; y cada vez que alza la cámara, Max disimula el rostro con ademán discreto, pasándose una mano por la cara o volviéndose a mirar algo en dirección opuesta. Reacción automática, ésta, de cazador atento a no ser cazado. Antiguos reflejos evasivos, naturales por hábito, que su instinto profesional desarrolló durante muchos años para rebajar riesgos. En aquellos tiempos, nada hacía a Max Costa más vulnerable que poner su rostro e identidad a disposición de algún policía capaz de preguntarse qué estaría tramando, en este o aquel lugar, un veterano caballero de industria de los que en otra época eran llamados, con ingenuo eufemismo, ladrones de guante blanco.
Cuando los periodistas se alejan, Max mira alrededor, buscando. Al bajar pensaba que sería un extraordinario golpe de suerte encontrar a la mujer al primer intento; pero lo cierto es que está allí mismo, no muy lejos, sentada ante una mesa en compañía de otras personas entre las que no se encuentran ni el joven Keller ni la muchacha que iba con ellos. Esta vez no lleva el sombrero de tweed y muestra el cabello corto, de un tono gris plateado que parece por completo natural. Mientras conversa inclina el rostro hacia sus acompañantes, cortésmente interesada —un gesto que Max recuerda con asombrosa nitidez—, y a veces se reclina en el respaldo de la silla, asintiendo a la charla con una sonrisa. Viste de modo sencillo, con la misma elegante negligencia que ayer: una falda oscura amplia, con cinturón ancho que ciñe la cintura de una blusa de seda blanca. Calza mocasines de ante, y la rebeca de punto cubre sus hombros, puesta por encima. No lleva pendientes ni joyas: sólo un delgado reloj en la muñeca.
Prueba Max el vino, complacido por la temperatura que empaña la copa; y cuando se inclina un poco para dejar ésta en la mesa, la mirada de la mujer se cruza con la suya. Es un encuentro casual que apenas dura un segundo. Ella está diciendo algo a sus acompañantes, y al hacerlo pasea la vista alrededor, coincidiendo un momento con los ojos del hombre que la observa desde tres mesas más allá. Los de la mujer no se detienen en él: siguen adelante mientras continúa la conversación, y alguien dice ahora cualquier cosa que ella escucha atenta, sin volver a apartar la mirada de sus acompañantes. Max, con una punzada melancólica que lastima su vanidad, sonríe para sí y busca consuelo en otro sorbo de Falerno. Es cierto que él ha cambiado; pero ella también, decide. Mucho, sin duda, desde la última vez que se vieron en Niza hace veintinueve años, otoño de 1937. Y más, todavía, desde lo ocurrido en Buenos Aires, nueve años antes de eso. También ha pasado mucho tiempo desde la conversación que Mecha Inzunza y él mantuvieron en la cubierta de botes del Cap Polonio, cuatro días después de que ella y su marido lo invitaran a comer en su lujoso camarote para hablar de tangos.
También aquel día la buscó deliberadamente, después de una noche de insomnio en su camarote de segunda clase, que pasó con los ojos abiertos mientras sentía el suave movimiento del barco y la lejana trepidación interior de las máquinas en los mamparos del transatlántico. Había preguntas que requerían respuesta, y planes por trazar. Pérdidas y ganancias posibles. Pero también, aunque se negaba a reconocerlo ante sí mismo, latía en aquello un impulso personal, inexplicable, que nada tenía que ver con las circunstancias materiales. Algo inusualmente desprovisto de cálculo, hecho de sensaciones, atractivos y recelos.
La encontró en la cubierta de botes, como la otra vez. El buque navegaba a buena marcha, hendiendo una ligera bruma que el sol ascendente —un difuso disco dorado cada vez más alto en el horizonte— iba venciendo poco a poco. Estaba sentada en un banco de teca, bajo una de las tres grandes chimeneas pintadas en blanco y rojo. Vestía de corte deportivo, falda plisada y jumper de lana a rayas. Los zapatos eran de tacón bajo, y le ovalaba el rostro inclinado sobre un libro el ala corta, acampanada, de un sombrero de paja tagal. Esta vez Max no pasó de largo con un breve saludo, sino que dijo buenos días y se detuvo ante ella, quitándose la gorra de viaje. El bailarín mundano tenía el sol a la espalda, el mar estaba tranquilo, y su sombra oscilaba levemente en el libro abierto y en el rostro de la mujer cuando ella alzó la vista para mirarlo.
—Vaya —dijo—. El bailarín perfecto.
Sonreía, aunque los ojos que lo estudiaban, valorativos, parecían absolutamente serios.
—¿Cómo le va, Max?… ¿Cuántas jovencitas y solteronas han pisoteado sus zapatos en los últimos días?
—Demasiadas —gimió—. No me lo recuerde.
Hacía cuatro días que Mecha Inzunza y su marido no iban al salón de baile. Max no había vuelto a verlos desde el almuerzo en la cabina.
—He estado pensando en lo que dijo su marido… Lo de lugares adecuados para ver bailar el tango en Buenos Aires.
Se acentuó la sonrisa. Una bonita boca, pensó él. Un bonito todo.
—¿Tango a la manera de la guardia antigua?
—Vieja. Es Guardia Vieja. Y sí. A ése me refiero.
—Estupendo —ella cerró el libro y se movió a un lado del banco, con mucha naturalidad, dejando espacio libre para que él se sentara—. ¿Podrá llevarnos allí?
No por esperado el plural incomodó menos a Max. Seguía de pie ante ella, la gorra todavía en una mano.
—¿A los dos?
—Sí.
Hizo un ademán afirmativo el bailarín mundano. Luego se puso de nuevo la gorra —ligeramente inclinada sobre el ojo derecho, con leve coquetería— y se sentó en la parte del banco que ella había dejado libre. El lugar estaba protegido de la brisa, al resguardo de una estructura metálica pintada de blanco y rematada por una de las grandes bocas de aireación que jalonaban la cubierta. De reojo, Max echó un vistazo al título del libro que ella tenía sobre la falda. Estaba en inglés: The Painted Veil. No había leído nada de aquel Somerset Maugham cuyo nombre figuraba en la cubierta, aunque le sonaba conocido. Él no era de libros.
—No veo inconveniente —respondió—. Siempre y cuando esté dispuesta a afrontar cierta clase de azares.
—Me asusta usted.
No parecía estarlo en absoluto. Max miraba más allá de los botes salvavidas, sintiendo los ojos de la mujer fijos en él. Dudó un instante sobre si debía sentirse molesto por alguna ironía velada, y decidió que no. Tal vez ella era sincera, aunque realmente no lograba imaginarla asustada de ese modo. Por cierta clase de azares.
—Se trata de sitios populares —aclaró—. De lo que podríamos llamar barrios bajos, como dije. Pero sigo sin saber si usted…
Calló mientras se volvía hacia ella. Parecía divertida por aquella pausa deliberada, cauta.
—¿Si debo arriesgarme en lugares así, quiere decir?
—En realidad tampoco es tan peligroso. Todo consiste en no hacer demasiada ostentación.
—¿De qué?
—De dinero. De joyas. De ropa cara o demasiado elegante.
Ella echó atrás la cabeza y rió fuerte. Aquella risa despreocupada y sana, pensó absurdamente Max. Casi deportiva. Acuñada en pistas de tenis, playas de moda, clubs de golf e Hispano Suizas de dos asientos.
—Entiendo… ¿Debo disfrazarme de golfa para pasar inadvertida?
—No se burle.
—No lo hago —lo miraba con inesperada seriedad—. Le asombraría saber cuántas niñas sueñan con vestirse de princesas, y cuántas mujeres adultas desean vestirse de putas.
La palabra putas no había sonado vulgar en su boca, apreció el desconcertado Max. Sólo provocadora. Propia de una mujer capaz de ir, por curiosidad o diversión, a un barrio de mala fama para ver bailar tangos. Y es que hay modos de decir las cosas, concluyó el bailarín mundano. De pronunciar ciertas palabras o mirar a los ojos de un hombre como ella lo hacía en ese momento. Dijera lo que dijese, Mecha Inzunza no sería vulgar ni proponiéndoselo. El cabo segundo legionario Boris Dolgoruki-Bragation, cuando estaba vivo, llegó a resumir eso bastante bien. Cuando toca, ni aunque te quites, decía. Y cuando no te toca, ni aunque te pongas.
—Es asombroso el interés de su marido por el tango —logró decir, reponiéndose—. Lo creía…
—¿Un compositor serio?
Ahora le llegó a Max el turno de reír. Lo hizo con suavidad y calculado aplomo de hombre de mundo.
—Es una forma de decirlo. Uno tiende a situar la música que hace él y los bailes populares en planos distintos.
—Podríamos llamarlo capricho. Mi marido es un hombre singular.
Mentalmente, Max se mostró de acuerdo con eso. Singular era sin duda la palabra. Que él supiera, Armando de Troeye figuraba entre la media docena de compositores más conocidos y mejor pagados del mundo. De los músicos españoles vivos, sólo Falla estaba a la altura.
—Un hombre admirable —añadió ella tras un instante—. En trece años ha conseguido lo que otros apenas sueñan… ¿Sabe quiénes son Diaguilev y Stravinsky?
Sonrió Max, vagamente ofendido. Sólo soy un bailarín profesional, decía el gesto. La música la conozco de oído. Pero hasta ahí llego.
—Claro. El director de los ballets rusos y su compositor favorito.
Asintió ella y se puso a contar. Su marido los había frecuentado en Madrid durante la guerra europea, en casa de una amiga chilena, Eugenia de Errazuriz. Estaban allí para representar El pájaro de fuego y Petrushka en el Teatro Real. Armando de Troeye era entonces un compositor de mucho talento, aunque poco conocido. Simpatizaron, él les enseñó Toledo y El Escorial, y se hicieron amigos. Al año siguiente volvieron a verse en Roma, donde a través de ellos conoció a Picasso. Terminada la guerra, cuando Diaguilev y Stravinsky llevaron de nuevo Petrushka a Madrid, De Troeye los acompañó a Sevilla para que vieran las procesiones de Semana Santa. A la vuelta eran íntimos. Tres años después, en 1923, los ballets rusos estrenaban en París Pasodoble para don Quijote. El éxito fue extraordinario.
—Lo demás lo conocerá usted —concluyó Mecha Inzunza—: la gira por los Estados Unidos, el gran triunfo de Nocturnos en Londres con asistencia de los reyes de España, la rivalidad con Falla y el escándalo magnífico del Scaramouche en la sala Pleyel de París el año pasado, con Serge Lifar y decorados de Picasso.
—Eso es triunfar —estimó Max con objetiva calma.
—¿Y qué es triunfar, para usted?
—Quinientas mil pesetas seguras al año. De ahí para arriba.
—Vaya… No exige demasiado.
Creyó detectar cierto sarcasmo en el tono de la mujer, y la miró con curiosidad.
—¿Cuándo conoció a su marido?
—En casa de Eugenia de Errazuriz, precisamente. Es mi madrina.
—Una vida interesante junto a él, supongo.
—Sí.
Esta vez el monosílabo había sido brusco. Neutro. Ella miraba el mar al otro lado de los botes salvavidas, donde el sol cada vez más alto aclaraba la atmósfera brumosa, dorada y gris.
—¿Y qué tiene que ver el tango con todo eso? —preguntó Max.
La vio inclinar la cabeza como si hubiera varias respuestas posibles y las considerase una por una.
—Armando es un humorista —dijo al fin—. Le gusta jugar. En muchos sentidos. Incluido su trabajo, naturalmente… Juegos arriesgados, innovadores. Eso es precisamente lo que fascinó a Diaguilev.
Permaneció callada un momento, mirando la tapa del libro: en la ilustración de cubierta, un hombre elegantemente vestido miraba el mar desde una playa de aspecto oriental bordeada de palmeras.
—Suele decir —prosiguió al fin— que le da igual que una música se escriba para piano, violín o tambor de pregonero… Una música es una música, sostiene. Y no hay más que hablar.
Fuera del resguardo donde se hallaban, la brisa marina era suave, movida sólo por el desplazamiento del transatlántico. El disco de sol, cada vez más diáfano y resplandeciente, calentaba la teca. Mecha Inzunza se puso en pie y Max la imitó en el acto.
—Y siempre ese sentido del humor, tan de mi marido —siguió diciendo ella con naturalidad, sin interrumpir su conversación—. Una vez dijo a un periodista que le habría gustado trabajar, como Haydn, para diversión de un monarca… ¿Una sinfonía? Voilà, majestad. Y si no le gusta, se la devuelvo arreglada como vals y le pongo letra… Le gusta fingir que compone por encargo, aunque sea mentira. Es su guiño particular. Su coquetería.
—Se requiere mucha inteligencia para disfrazar de artificio las propias emociones —dijo Max.
Había leído o escuchado aquello en alguna parte. A falta de verdadera cultura personal, era diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar palabras propias. En elegir los momentos oportunos para situarlos. Ella lo miró con ligera sorpresa.
—Vaya. Quizá lo hemos subestimado, señor Costa.
Sonrió él. Caminaban despacio, paseando hacia la barandilla que quedaba a popa de la cubierta, tras la última de las tres chimeneas.
—Max, recuerde.
—Claro… Max.
Llegaron a la barandilla y se apoyaron en ella, observando la animación de abajo: gorras de viaje, sombreros flexibles y panamás blancos, pamelas de ala ancha, sombreros femeninos de casquete corto, a la moda, de fieltro o paja con cintas de color. En la cubierta de primera clase, donde los corredores de paseo de babor y estribor se unían en la terracilla exterior del fumoir-café, los ventanales de éste se encontraban abiertos y todas las mesas de afuera ocupadas por pasajeros disfrutando del mar en calma y la suave temperatura. Era la hora del aperitivo: una docena de camareros de chaqueta color cereza se movían entre las mesas manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de bebidas y platillos con entremeses, mientras un mayordomo uniformado vigilaba que todo transcurriera como el elevado precio del pasaje exigía.
—Parecen simpáticos —comentó ella—. Camareros felices… Quizá sea el mar.
—Pues no lo son. Viven atemorizados por el sobrecargo y los oficiales. Ser simpáticos sólo es parte de su trabajo: les pagan para que sonrían.
Ella lo miraba con curiosidad renovada. De manera distinta.
—Parece saber de eso —aventuró.
—No le quepa duda. Pero estábamos hablando de su marido. De su música.
—Oh, sí… Le iba a decir que a Armando le gusta ahondar en los apócrifos, forzar anacronismos. Más le divierte trabajar con la copia que con el original, haciendo guiños aquí y allá, a la manera de éste o aquél: Schummann, Satie, Ravel… Enmascararse adoptando maneras de pastiche. Parodiando incluso, y sobre todo, a los que parodian.
—¿Un plagiario irónico?
Lo estudió otra vez en silencio, penetrante. Examinándolo por dentro y por fuera.
—Hay quien llama a eso modernidad —suavizó él, temiendo haber ido demasiado lejos.
La suya era una sonrisa profesional: de buen muchacho sin pretensiones ni dobleces. O, como había dicho ella un rato antes, de bailarín perfecto. Tras un instante, la vio apartar la mirada y mover la cabeza.
—No se confunda, Max. Él es un compositor extraordinario, que merece su éxito. Finge buscar cuando ya tiene, o desdeñar detalles que antes ha dispuesto minuciosamente. Sabe ser vulgar, pero incluso entonces se trata de una vulgaridad distinguida. Como esa negligencia estudiada que algunos elegantes usan para vestir… ¿Conoce usted la introducción del Pasodoble para don Quijote?
—No. Lo siento. En materia musical voy poco más allá de los bailes de salón.
—Lástima. Comprendería mejor cuanto acabo de decir. La del Pasodoble es una introducción que no introduce nada. Una broma genial.
—Demasiado complejo para mí —dijo él con sencillez.
—Seguramente —la mujer volvía a estudiarlo con atención—. Sí.
Max seguía apoyado en la barandilla pintada de blanco. Su mano izquierda estaba a veinte centímetros de la derecha de ella, la que sostenía el libro. El bailarín mundano miró abajo, a los pasajeros de primera clase. Su largo adiestramiento personal, esfuerzo de años, le hacía sentir únicamente una especie de vago rencor. Nada que no fuera soportable.
—¿También el tango de su marido será una broma? —preguntó.
En cierto modo, repuso ella. Pero no sólo eso. El tango se había vuelto vulgar. Ahora enloquecía a la gente lo mismo en los salones elegantes que en los teatros, el cinema y las verbenas de barrio. Así que la intención de Armando de Troeye era jugar con esa locura. Devolver al público la composición popular, filtrada a través de la ironía de la que Max y ella hablaban antes.
—Enmascarándolo a su manera, como suele —concluyó—. Con su inmenso talento. Un tango que sea pastiche de pastiches.
—¿Un libro de caballerías que acabe con todos los libros de caballerías?
Por un momento pareció sorprendida.
—¿Ha leído el Quijote, Max?
Hizo él un cálculo rápido de probabilidades. Mejor no arriesgarse en eso, decidió. Con vanidades inútiles. Agarran antes a un embustero listo que a un sincero torpe.
—No —de nuevo una sonrisa irreprochable, espontáneamente profesional—. Pero he leído cosas sobre él en diarios y revistas.
—Tal vez acabar no sea la palabra. Aunque sí dejarlos atrás. Algo insuperable, puesto que lo contendría todo. Un tango perfecto.
Se apartaron de la barandilla. Sobre el mar, cada vez más azul y menos gris, el sol disipaba el último rastro de neblina baja. Trincados en sus calzos y pintados de blanco, los ocho botes salvavidas de estribor reverberaban con una claridad cegadora que obligó a Max a inclinar un poco más sobre los ojos la visera de su gorra. Mecha Inzunza sacó de un bolsillo del jumper unas gafas oscuras y se las puso.
—Lo que usted dijo sobre el tango original lo fascinó —dijo al cabo de unos pasos—. No para de darle vueltas… Cuenta con su promesa de llevarlo allí.
—¿Y usted?
Lo observó de lado sin dejar de pasear, volviendo el rostro dos veces, cual si no comprendiera el alcance de la pregunta. Agua embotellada Inzunza, recordó Max. Había buscado anuncios en las revistas ilustradas del salón de lectura y preguntado al sobrecargo. A finales de siglo, el abuelo farmacéutico había amasado una fortuna embotellando agua de manantial en Sierra Nevada. Después, el padre construyó en ese lugar dos hoteles y un moderno balneario, recomendado para dolencias de riñón e hígado, que se había puesto de moda en la temporada veraniega de la alta burguesía andaluza.
—¿Con qué cuenta usted, señora? —insistió Max.
A esas alturas de conversación esperaba que pidiera que la llamase Mecha, o Mercedes. Pero ella no lo hizo.
—Llevo casada con él cinco años. Y lo admiro profundamente.
—¿Por eso desea que la lleve allí? ¿Que los lleve a los dos? —se permitió una mueca escéptica—. Usted no compone música.
No hubo respuesta inmediata. Ella seguía paseando despacio, ocultos los ojos tras los cristales oscuros.
—¿Y usted, Max? ¿Seguirá a bordo en el viaje de vuelta a Europa o se quedará en la Argentina?
—Quizá me quede un tiempo. Tengo una oferta por tres meses en el Plaza de Buenos Aires.
—¿Bailando?
—De momento, sí.
Un silencio. Breve.
—No parece una profesión con mucho futuro. Excepto…
Se calló de nuevo, aunque Max pudo en sus adentros completar la frase: excepto si logras embaucar con ese estupendo físico, tu sonrisa de buen chico y tus tangos, a una millonaria perfumada de Roger & Gallet que te lleve de chevalier servant con gastos pagados. O, como dicen con más crudeza los italianos, de gigoló.
—No es mi intención dedicarme a eso toda la vida.
Ahora los cristales oscuros estaban vueltos hacia él. Inmóviles. Se veía reflejado en ellos.
—El otro día dijo usted algo interesante. Habló de tangos para sufrir y tangos para matar.
Hizo Max un ademán evasivo que dejaba pasar aquello. También esta vez su intuición le aconsejaba ser sincero.
—No son palabras mías, sino de un amigo.
—¿Otro bailarín?
—No… Era soldado.
—¿Era?
—Ya no lo es. Murió.
—Lo siento.
—No tiene por qué sentirlo —sonrió para sí, evocador—. Se llamaba Dolgoruki-Bragation.
—Eso no suena a simple soldado. Más bien a oficial, ¿no?… Tipo aristócrata ruso.
—Era exactamente eso: ruso y aristócrata. O así lo contaba él.
—¿Y lo era de verdad?… ¿Aristócrata?
—Es posible.
Ahora, quizá por primera vez, Mecha Inzunza parecía desconcertada. Se habían detenido en la barandilla exterior, al pie de un bote salvavidas. El nombre del barco estaba pintado con letras negras en la proa. Ella se quitó el sombrero —Max alcanzó a leer Talbot en la etiqueta del interior— y agitó el cabello para que lo adecuase la brisa.
—¿Fue usted soldado?
—Un tiempo. No demasiado.
—¿En la guerra europea?
—África.
Ella ladeó un poco la cabeza, interesada, como si viese a Max por primera vez. Durante años, el norte de África había acaparado dramáticamente los titulares de la prensa española, llenando con retratos de jóvenes oficiales las revistas ilustradas: capitán Fulano de Regulares, teniente Mengano del Tercio de Extranjeros, alférez Zutano de Caballería, muertos heroicamente —todos morían heroicamente en las páginas de sociedad de La Esfera o Blanco y Negro— en Sidi Hazem, en Ketama, en Bab el Karim, en Igueriben.
—¿Se refiere a Marruecos?… ¿Melilla, Annual y todos esos sitios horribles?
—Sí. Todos ésos.
Él se había recostado en la barandilla disfrutando de la brisa que le refrescaba la cara, entornados los ojos cegados por el resplandor del sol en el mar y en la pintura blanca del bote. Mientras introducía una mano en el bolsillo interior de la americana y sacaba la pitillera con iniciales ajenas, advirtió que Mecha Inzunza lo observaba con mucho detenimiento. Siguió mirándolo mientras él le ofrecía la pitillera abierta, y negó con la cabeza. Max cogió un Abdul Pashá, cerró la pitillera y golpeó suavemente sobre ella el extremo del cigarrillo antes de ponérselo en la boca.
—¿Dónde aprendió a comportarse así?
Él había sacado una caja de cerillas con el emblema de la Hamburg-Südamerikanische y buscaba el resguardo del bote salvavidas para encender el cigarrillo. Esta vez también fue sincero en la respuesta.
—No sé a qué se refiere.
Ella se había quitado las gafas de sol. Los iris parecían mucho más claros y transparentes con aquella luz.
—No se ofenda, Max, pero hay algo en usted que desorienta. Sus maneras son impecables y el físico le ayuda, por supuesto. Baila maravillosamente y lleva la ropa como pocos caballeros de los que conozco. Pero no parece un hombre…
Sonrió él para disimular su incomodidad, mientras rascaba una cerilla. Pese a que protegía la llama haciendo hueco con las manos, la apagó la brisa antes de poder acercarla al cigarrillo.
—¿Educado?
—No quise decir eso. No practica usted el exhibicionismo torpe del arribista, ni la ostentación vulgar del que pretende aparentar lo que no es. Ni siquiera tiene la petulancia natural en un hombre joven de buena planta. Parece caerle bien a todo el mundo, como sin proponérselo. Y no sólo a las señoras… ¿Entiende de qué le hablo?
—Más o menos.
—Sin embargo, el otro día habló de su infancia en Buenos Aires y el regreso a España. La vida no parece haberle dado muchas oportunidades en esa época… ¿Mejoró después?
Encendió Max otra cerilla, esta vez con éxito, y miró a la mujer entre la primera bocanada de humo. De pronto había dejado de sentirse intimidado por ella. Recordó el Barrio Chino de Barcelona, la Canebière de Marsella, el sudor y el miedo de la Legión. Los cadáveres de tres mil hombres, secos bajo el sol, esparcidos por el camino entre Annual y Monte Arruit. Y a la húngara Boske, en París: su cuerpo soberbio, desnudo a la luz de la luna que entraba por la única ventana de la buhardilla de la rue Furstenberg inundando las sábanas arrugadas entre sombras de plata.
—Algo —respondió al fin, mirando el mar—. En realidad mejoré algo.
El sol se ha ocultado tras la punta del Capo, y la bahía napolitana se oscurece lentamente con un último resplandor cárdeno en el agua. A lo lejos, bajo la falda sombría del Vesubio, se encienden las primeras luces en la línea de costa que va de Castellammare a Pozzuoli. Es la hora de la cena, y la terraza del hotel Vittoria se despuebla poco a poco. Desde su silla, Max Costa ve cómo la mujer se levanta y camina hacia la puerta acristalada. Por un momento sus miradas se cruzan de nuevo; pero la de ella, casual y distraída, pasa por el rostro de él con la misma indiferencia. Es la primera vez que Max la ve así de cerca en Sorrento; y comprueba que, aunque conserva rastros de su antigua belleza —los ojos son idénticos, y el contorno de la boca permanece fino de líneas y bien dibujado—, el tiempo ha dejado en ella sus naturales estragos: el pelo muy corto es gris y casi argentado, como el de Max; la piel se aprecia mate y menos tersa, tramada por infinidad de arrugas minúsculas en torno a la boca y los ojos; y las manos, aunque todavía delgadas y elegantes, se advierten moteadas en el dorso con manchas inequívocas de vejez. Pero sus movimientos son los mismos que él recuerda: serenos, seguros de sí. Los de una mujer que durante toda su vida caminó por un mundo hecho expresamente para que ella caminara. Quince minutos antes, Jorge Keller y la joven de la trenza se han unido al grupo de la mesa, y ahora van con ella mientras cruza la terraza, pasa junto a Max y desaparece de su vista. Un hombre grueso, calvo y de barba entrecana, los acompaña. Apenas han pasado los cuatro, Max se levanta y camina detrás, cruza la puerta y se detiene un momento junto a los sillones Liberty y los maceteros con palmeras que decoran el jardín de invierno. Desde allí puede ver la puerta acristalada que comunica con el vestíbulo del hotel y la escalera que conduce al restaurante. El grupo continúa hasta el vestíbulo. Cuando Max llega allí, los cuatro han subido los peldaños de la escalera exterior y caminan por la avenida ajardinada del hotel en dirección a la plaza Tasso. Max regresa al vestíbulo y se acerca al mostrador del conserje.
—¿Ése era Keller, el campeón de ajedrez?
La sorpresa está maravillosamente fingida. Asiente el otro, circunspecto. Es un joven huesudo y alto, que lleva dos pequeñas llaves de oro cruzadas en las solapas del chaqué negro.
—En efecto, señor.
Si algo aprendió Max Costa en cincuenta años de rodar por toda clase de sitios, es que los subalternos son más útiles que los jefes. Por eso procuró siempre estrechar relaciones con quienes de verdad resuelven problemas: conserjes, porteros, camareros, secretarias, taxistas o telefonistas. Gente por cuyas manos pasan los resortes de una sociedad acomodada. Pero tan prácticas relaciones no se improvisan; se establecen con tiempo, sentido común y algo imposible de conseguir con dinero: una naturalidad de trato equivalente a decir hoy por mí, mañana por ti, y en todo caso te la debo, amigo mío. En lo que a Max se refiere, una propina generosa o un soborno descarado —sus buenas maneras difuminaron siempre la imprecisa línea entre una y otro— nunca fueron otra cosa que pretextos para la sonrisa devastadora que dedicaba después, antes del procedimiento final, tanto a víctimas como a cómplices voluntarios o involuntarios. De ese modo minucioso, durante toda su vida, el chófer del doctor Hugentobler atesoró un amplio elenco de relaciones personales, atadas a él por lazos singulares y discretos. Esto incluye también ciertas reputaciones dudosas: individuos de ambos sexos, poco recomendables en términos objetivos, capaces de robarle sin escrúpulos un reloj de oro; pero también de empeñar ese reloj para prestarle dinero en caso de apuro, o a fin de pagar una deuda contraída con él.
—El maestro irá a cenar, claro.
Vuelve a asentir el empleado sin comprometerse mucho, esta vez con una mueca cortés, mecánica: consciente de que el viejo caballero de buen porte que está al otro lado del mostrador, que con ademán negligente saca ahora del bolsillo interior de la chaqueta una bonita cartera de piel, paga por cada cuatro noches en el Vittoria una cantidad equivalente a la que un conserje percibe como salario de un mes.
—Adoro el ajedrez… Me gustaría saber dónde cena el señor Keller. Fetichismo de aficionado, ya sabe.
El billete de cinco mil liras, doblado discretamente en cuatro, cambia de mano y desaparece en el bolsillo del chaqué con llavecitas en las solapas. La sonrisa del conserje es ahora menos mecánica. Más natural.
—Restaurante ‘O Parrucchiano, en el corso Italia —dice tras consultar el cuaderno de reservas—. Un buen sitio para comer canelones o pescado.
—Iré un día de éstos. Gracias.
—A usted siempre, señor.
Hay tiempo de sobra, considera Max. Así que sube por la amplia escalera decorada con figuras vagamente pompeyanas, y deslizando los dedos por el pasamanos llega al segundo piso. Antes del cambio de turno, Tiziano Spadaro le proporcionó los números de las habitaciones que ocupan Jorge Keller y sus acompañantes. La de la mujer es la número 429, y Max se dirige a ella por el pasillo, sobre la larga alfombra que apaga el sonido de sus pasos. La puerta es convencional, sin problemas, con llave clásica de las que permiten mirar por el ojo de la cerradura. Prueba primero con su propia llave —no sería la primera vez que el azar ahorra complicaciones técnicas— y luego, tras echar una mirada de precaución a uno y otro lado, saca del bolsillo una ganzúa sencilla, tan perfecta en su género como un Stradivarius: una barrita de acero de medio palmo de longitud, fina, estrecha y doblada en un extremo, que ya probó hace un par de horas en la cerradura de su propia habitación. Antes de medio minuto, tres suaves chasquidos indican que el paso queda franco. Entonces Max hace girar el pomo y abre la puerta con la serenidad profesional de quien, durante buena parte de su vida, abrió puertas ajenas con absoluta paz de conciencia. Luego, tras una última mirada de precaución al pasillo, cuelga el tarjetón de Non disturbare y entra silbando entre dientes, muy bajito, El hombre que desbancó Montecarlo.