Vida y obra de Günter Grass

«Como sabéis, nací en la Ciudad Libre de Danzig, la cual fue separada del Reich Alemán después de la primera guerra mundial y sometida a los municipios colindantes, al control de la Sociedad de Naciones. El artículo 73 de la Constitución rezaba: “Todos los súbditos de la Ciudad Libre de Danzig son iguales ante la ley. Las leyes de excepción son ilícitas.” El artículo 96 rezaba: “Existe completa libertad de cultos y de conciencia.”».

Un sentimiento que no puede simplificarse con el concepto nostalgia, y que en modo alguno guarda relación con un supuesto o efectivo infantilismo, caracteriza la memoria personal de Günter Grass cuando escribe acerca de su tierra natal, Danzig. Corredor geográfico, accidente natural, comunidad que resulta de la integración paulatina de pueblos, de costumbres, religiones, etnias, culturas e idiomas distintos, región de tránsito, localidad independiente, Grass vería en ella la primera luz el 16 de octubre de 1927. Y ya desde niño, ese escenario destinado a sufrir contradicciones y contrastes llenaría su recuerdo como apremiándole al retorno.

De una u otra forma, Grass aludirá siempre en sus escritos a esa infancia apenas vislumbrada en la realidad. Es así, sobre la reflexión en perspectiva, sobre la emotividad y la intención literaria, como el nombre de la ciudad adquiere la condición de una contraseña mágica. Desde los catorce años el adolescente habrá de sumar a la distorsión comprobable de los rasgos ciertos de su mundo próximo el factor de la distancia y de lo mudable, pues ha de incorporarse a las organizaciones de las juventudes del III Reich: La Jungevolk, la Juventud hitleriana a renglón seguido, y poco más tarde, la Luftwaffe, donde interviene como auxiliar, y por fin una compañía de carros que alcanzara el armisticio con sus efectivos mermados, luego de combatir en los últimos meses de la contienda a pie firme. Grass será herido en las proximidades de un Berlín asediado y en ruinas.

Resulta sencillo deducir que el escamoteo de la atmósfera de la infancia provoca un anhelo de regreso a las raíces y de motivaciones tan profundas como las que unen a Grass con Danzig. El autor de El tambor de hojalata cuenta diecinueve años escasos cuando es liberado, tras la convalecencia en el hospital militar de Marienbad y el campo de concentración en Baviera, regidos por el ejército norteamericano. Sus compañeros de cautiverio tienen edades comprendidas entre los diecisiete y los diecinueve años, y casi todos ellos se han entregado a tropas aliadas huyendo del avance soviético.

Fueron nueve meses de encarcelamiento que no estuvieron exentos de riesgo. Con la imagen poderosa de Danzig, el propio Grass ha recordado que el hecho de llevar incrustados en la espalda fragmentos de metralla le libró del traslado forzoso a Gran Bretaña que sufrieron casi todos sus camaradas de prisión militar, incorporados en un país extranjero a los duros trabajos de las minas. Gracias a uno de sus amigos extrañados, Grass tendría un lugar al que dirigirse confiado cuando fuese liberado, en 1946: Colonia. Desconoce el paradero de su familia, y sus esfuerzos de aquella época se orientarán en la búsqueda de un trabajo. Se inicia también por entonces su vocación viajera, dado que la subsistencia entraña dificultades insalvables allá donde se dirige. Colonia, Gotinga, el Sarre…, y empleos de auxiliar de granja, albañil, minero, indican las etapas de su difícil desplazamiento a Danzig, donde en 1947 se reunirá de nuevo con sus parientes.

Ese período de «hambre casi total» no ha concluido. Tampoco se cerrará en los años siguientes. Pero importa más que en Danzig, prevaleciendo sobre otras preocupaciones, y considerada inútil la tentativa de continuar los estudios de bachillerato —interrumpidos por la guerra—, Grass opta por viajar a Dusseldorf. Su objetivo se concreta en la Academia de Arte. Si en el seno de la Juventud del Pueblo halló espacio para dar curso a su creatividad, y publicó poemas y cuentos en boletines como Ayuda y Participa, aspira ahora a realizar su propósito de convertirse en escultor. Debe costearse sus estudios, sin embargo, en una época en que predomina la demanda de lápidas. Su trabajo como cantero acentúa esa voluntad de disociar el arte del «sudor» de lo corriente y monótono. Los profesores Sepp Mages y Otto Pankok, prestigiosos por mantener criterios evolutivos dentro de la creación plástica moderna, guiarán los esfuerzos de Grass en este terreno.

Se perfila al mismo tiempo el carácter polifacético que distinguirá la personalidad del futuro escritor. En ese aspecto, Dusseldorf representa un ámbito donde, a la manera de la picaresca española, con la que Grass detecta un parentesco que trasciende la literatura y que ha dilucidado y exaltado en su obra, la supervivencia se confunde a menudo con el humor. Cantero, obrero en los veranos, forma parte de un trío de jazz «con precios para ricos»; flauta, banjo y tabla de lavar son los instrumentos del conjunto. Grass prueba su virtuosismo como maestro de la tabla, protagonizando por anticipado algunos capítulos donde habrá de manifestarse el ingenio de Óscar para conciliar la lucha cotidiana contra el hambre y su ironía aristocrática.

Los años que siguen favorecen ya una visión del escritor en ciernes, en consecuencia. Danzig queda, en apariencia, en un segundo plano, quizá poseída por las brumas del recuerdo que disimulan las iniciativas literarias de Grass niño y uniformado, cuando publica sus primeras historias, poemas tímidos, y hasta se atreve a preparar una novela, Los cachubas, inconclusa. ¿Brumas, segundo plano, recuerdo? En 1951 Grass «busca el sur». Viaja por el continente y vuelve a caer en el desafío de otra novela, esta vez inspirada en un acontecimiento real ocurrido en Alemania en 1910. El artista en período de formación, en tránsito por algunas de las capitales del arte de Europa, busca compaginar sus afanes expresivos por caminos disímiles. Repite una indagación, y la fortuna no le prodiga sus favores. Los nazarenos, título que habría llevado la obra —de concluirse— refería la aventura de un grupo de sabios que resuelven alejarse de lo mundano para situar su refugio en un convento medieval abandonado. El contraste de imágenes como las enunciadas con los juicios del filósofo Ortega respecto a la era de las masas, en un siglo de convulsiones multitudinarias, resulta significativo.

En 1955, implantados y sólidos los vínculos personales con el Grupo 47, formación que auspicia una actitud crítica de entendimiento y apertura dentro del panorama intelectual en lengua alemana —frente a las tesis de formaciones de realismo social o socialista militante, y a las prosas testimoniales de la literatura de las ruinas—, Grass se atreve ya a presentar sus textos en público, como realizaciones acabadas, maduras. Sus trabajos se resumen en colecciones de relatos breves que abordan la contienda —y, por ende, la realidad— al margen de una postura política definida o partidaria. La captación de la naturaleza, la atención global que retrata al ser humano, el desarrollo de un lenguaje de resistencia al propagandismo imperioso de los vencedores —en lo fundamental, de habla sajona; no debe olvidarse que esta influencia determina los hábitos sociales de la Europa de la segunda posguerra mundial—, y la inquietud por cimentar actitudes renovadoras en las diversas áreas de la escritura y del arte, reflejan puntos cruciales del credo del Grupo 47. Todos ellos, postulados que tienden hacia la ecuanimidad como medio idóneo para superar beligerancias domésticas.

Con todo, tras el intenso estímulo derivado de un apoyo de naturaleza generacional, El tambor de hojalata no se publicará hasta 1959. En casi un lustro, a la par que da satisfacción a sus ambiciones plásticas, Grass contrae matrimonio con Anna Schwartz; se traslada con su esposa a París, donde tendrá ocasión de relacionarse con creadores franceses, suizos, alemanes e italianos; se responsabiliza de dos gemelos; gana premios y menciones a sus poemas y relatos, compuestos como colaboraciones radiofónicas; cambia varias veces de domicilio; elabora libretos para ballet; completa obras teatrales, que estrena; publica relatos en revistas alemanas como Akzente; viaja a España («al saber que yo era alemán, los españoles me saludaban brazo en alto»); esculpe, pinta, dibuja, y vende sus trabajos a los amigos… Escribe en el sótano de la avenida Italia, escribe. Y para finalizar su proyecto se desplaza a varias ciudades de Polonia, contemplando, curioseando en los escenarios intuidos por su memoria y su imaginación. El fruto se titula El tambor de hojalata, cuya aparición en las librerías no resulta incompatible con una muestra del trabajo plástico de su autor. Grass no quiere renunciar tampoco, en lo personal, a sus peculiares orígenes artísticos. Su vida supone un desafío constante y laborioso al tiempo de los relojes. Las múltiples facetas de su personalidad, entre las que se cuenta la paciencia metódica, parecen responder no obstante a un impulso único.

En particular con motivo de la publicación en Alemania Federal de El tambor de hojalata, que desencadena la «Trilogía de Danzig», por incorporación de los volúmenes El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963), donde también asomará, aunque de modo casual, casi subrepticio, Óscar Matzerath. En particular, por reforzar un sentido imaginativo y mítico de la vida, que no ignora las lecciones históricas. La novela no aparecería en España hasta 1978: un somero análisis de la misma desvela una explicación comprensible acerca de prohibición tan prolongada.

Un hecho fantástico, la decisión de Óscar de frenar por propia voluntad su crecimiento a los tres años de edad, entronca con una de las líneas clásicas de las letras germanas. En esa corriente se hallan, entre otros, Grimmelshausen, Von Chamisso, Goethe, Hesse, Thomas Mann o Alf red Dóblin. Sin embargo, el propósito de Grass no cristaliza en una fundamentación verosímil o creíble de la realidad que fluye —o se estanca— en paralelo con la fábula. Lo que Grass establece en sus obras es un código simbólico propio, estremecedor. Esta concepción narrativa transforma El tambor de hojalata, y con posterioridad los sucesivos títulos de producción, en creaciones susceptibles de lecturas múltiples.

Acaso una de las excepciones se encuentre en Anestesia local (1969), inspirada en Davor, pieza dramática estrenada bajo la influencia ambiental que desencadena la campaña presidencial del líder del SPD, Willy Brandt, en la que Grass participa. En Anestesia local se advierte una réplica a lo inmediato que adquiere rasgos protagónicos, además de periodísticos, y que años después tendrá su lugar adecuado, como un factor literario de relevancia menor. Partos mentales o los alemanes se extinguen (1980) recogería esta enseñanza con el pretexto de un relato de viajes por países como China o India, afectados por su expansión demográfica. Al margen de estos casos, el resto de las ficciones de Grass plantea esa variedad de registros formales, inquietudes y conflictos de fondo que le han elevado a la condición de artífice de metáforas inclasificables, donde se celebra —desde un sentido riguroso de la escritura, rayando en lo artesanal— la libertad creadora del autor, cual una premisa inamovible.

Todo ello sustenta —a pesar de las distancias y fronteras que denuncian las fechas— una rebelión fatal contra el entorno, resorte sorprendente, vital y mágico en El tambor de hojalata. Óscar encarna esa faceta consciente que se nutre del Mal, de un modo activo. Es el estilita, el juez supremo por «demasiado humano», el verdugo impune; obra desde las alturas y asimismo desde la inocencia. Nunca deja de ser un niño.

Surge, por tanto, un nuevo arquetipo. Surge una búsqueda picara e inocente a la par que se alimenta del infierno de la infancia, en expresión de Milán Kundera. Y un fenómeno similar puede verificarse en las dudas exploratorias de los niños y en la conducta de los mayores, en las obras que siguen a El tambor…, en concreto en El gato y el ratón, y con tintes más ambiciosos, estructuras renovadoras y sugerencias crueles, en Años de perro. Más adelante Grass regresará a esas obsesiones, conjugando géneros narrativos, episodios históricos o experiencias personales. Así se aprecia, en una evolución lenta, detallista, pero incesante: Diario de un caracol (1972), entre la crónica, la crítica histórica y la fábula, eludiendo el lirismo; en El rodaballo (1977), que suscita furiosas reacciones, la resurrección de la guerra de los sexos, junto a otros espectros, hogueras feministas y condenas; en la simbología de fácil traducción literaria que se despliega en Encuentro en Telgte (1979), y en La ratesa (1986), narración compleja que vuelve a señalar las vicisitudes del Tercer Mundo como foco ilustrativo para las civilizaciones post-industriales, acogida con frialdad, cuando no con menosprecio. Grass parte de la comprobación del infierno real, que plasma con una intensidad poética, para festejar el absoluto del arte y la vida.

Esta investigación cobra formas corrientes en otros títulos de su producción, ya en piezas dramáticas, como en Tío, tío (1957), o Inundación (1957) o Los plebeyos ensayan la rebelión (1966), y en otros ámbitos expresivos, como el de la poesía, el dibujo, el grabado y —en un retorno comprensible— la escultura. En esta parte del trabajo de Grass los hechos son reconocibles, ya sea mediante una óptica ligada al absurdo o al sentido del compromiso político e histórico.

En esa búsqueda, Grass refleja la propia vida.

Tal vez estos factores dionisíacos, presentes en El tambor de hojalata, sosteniendo esa creencia de Grass que identifica el arte auténtico con una actividad «a la contra», hayan desplazado a segundo término libros como Cartas a través de la frontera (1967), Evidencias políticas (1968), El burgués y su voz (1974), el ya mencionado Partos mentales, La carrera de las utopías (1979) o En el patio trasero (1982). Desde 1965 resulta extraño reconocer a Grass en lo alto de un estrado o encima de una camioneta, apoyando los postulados de la socialdemocracia, altavoz o micrófono en mano, a la vez que sus artículos provocan complejas controversias cuando sus críticas se centran en la evolución del mundo en las últimas décadas. Produce mayor inquietud distinguir en él a una figura que no teoriza, sino que reproduce a viva voz o por escrito sus experiencias, y que busca refugio en la India cuando estima irrespirable el ambiente político de su país.

Circunstancias semejantes empujaron al escritor de prestigio al ruedo de la discusión política. Renacían fantasmas vinculados al autoritarismo de uno u otro signo —formaciones juveniles que promovían la lucha armada, asociaciones herederas del nacionalsocialismo; folletinismo vigilante en sectores influyentes de la prensa, cultivado con el pretexto de salvaguardar la honorabilidad del sistema democrático…—, enardeciendo pendencias y resentimientos superados en apariencia. Ese clima, descrito por Grass desde esa época hasta nuestros días, vuelve a dotar de actualidad el sustrato, común en sus novelas, que hermana la épica con un tratamiento lírico del lenguaje, la mitología con el periodismo, y la pesada marcha del caracol con el progreso. Los mecanismos de poder omnímodo empleados por el nazismo quedan desvelados en El tambor de hojalata, pero a ellos —idénticos a los instrumentados por otras ideologías institucionalizadas, por poderes de orientación diferente, de áreas distintas de implantación— corresponde una realidad. En la existencia de Günter Grass esa realidad evocada, memorizada, por la que sólo siente añoranza, tiene el nombre de Danzig, el ámbito de sus raíces que arrebataran litigios como los que se enuncian, con el tono en que se relatan los cuentos de hadas a los niños, en el fragmento que encabeza esta comprimida biografía, perteneciente a Diario de un caracol.

Al leer y releer la producción de Grass, que abarca con obstinación más de treinta años de convulsiones mediante una escritura mágica constante, no puede sorprender que el joven autor encerrado en un sótano parisino que compusiera El tambor de hojalata halle, como en un tropiezo, la polémica como sinónimo de su destino. A partir de El rodaballo (1977) y hasta La ratesa (1986) esta cita reiterada, interrumpida en contadas oportunidades, cobrará connotaciones amargas. Si a finales de los setenta Grass era blanco de creadores malditos como Rainer Werner Fassbinder, en las postrimerías de los ochenta se le reprocha el retrato que ofrecen sus libros de los conflictos sociales en el Tercer Mundo.

Éste será el conflicto de las discusiones de la XLIX asamblea del PEN Club Internacional, que en 1986 se reúne en Hamburgo, donde Grass mantiene acalorados debates con Mario Vargas Llosa, Saúl Bellow y Gay Tálese, a propósito de la dimensión política del trabajo intelectual. Los países menos favorecidos en el plano económico, que aspiran con dificultad a una democracia política, centran la esgrima argumental de los autores. Grass, al igual que quienes sostienen una postura contraria a la suya, cuenta lo que ha visto, con veinte años de trayectoria crítica en defensa de la democracia en la RFA y en el mundo. Y sus temores, que se enfrentan al conservadurismo de maneras liberales como al socialismo de actitudes stalinistas, vuelven a recordar lo insustancial de las fórmulas políticas frente al imperio de la fuerza. En resumen, que una tierra que ya no existe con su nombre genuino, Danzig, y que parece aludir a un mundo imaginario, vivió la historia como una ciudad libre, donde la conciencia y los credos de los demás eran respetados… En la sala, curiosamente, no se dejó oír el redoble de ningún tambor.

Francisco J. Satué, Junio 1987