¡Ah, sí, la fuga! Es lo que me queda por contar. Huí para reforzar el valor de la denuncia de Vittlar. No hay fuga sin objetivo fijo, me dije. ¿A dónde piensas huir, Óscar?, me pregunté. Las condiciones políticas, el llamado Telón de Acero, me impedían una fuga hacia el este. Así pues, hube de borrar de la lista de objetivos las cuatro faldas de mi abuela Ana Koljaiczek, que aun hoy siguen hinchándose protectoras en los campos de patatas cachubas, pese a que me dijera que la única fuga con probabilidades de éxito era —si es que de fuga se trataba— la fuga en dirección de las faldas de mi abuela.
Dicho sea de paso, celebro hoy mi trigésimo aniversario. A los treinta está uno obligado a hablar del tema fuga como un hombre y no como un mozalbete. María, al traerme el pastel con las treinta velas, me ha dicho: —Ya tienes treinta años, Óscar. Es hora de que vayas entrando en razón.
Klepp, mi amigo Klepp, me ha regalado, como siempre, discos de música de jazz, y ha necesitado cinco cerillas para encender las treinta velas de mi pastel de cumpleaños: —¡La vida empieza a los treinta! —ha dicho. Él sólo cuenta veintinueve.
Vittlar, en cambio, mi amigo Godofredo, que es el que me queda más cerca del corazón, me ha regalado dulces e, inclinándose sobre la barandilla de mi cama, me ha dicho con su voz gangosa: —Cuando Jesús cumplió treinta años, se puso en marcha y se rodeó de discípulos.
A Vittlar siempre le ha gustado confundirme. Tengo que abandonar mi cama y buscar discípulos, sólo porque he cumplido treinta años. Luego ha venido mi abogado, agitando un papel, me ha felicitado con su voz de trombón, ha colgado su sombrero de nylon al pie de la cama y nos ha anunciado, a mí y a todos mis invitados: —Esto es lo que llamo yo una feliz coincidencia. Mi cliente celebra su trigésimo aniversario y, precisamente, el día de su trigésimo aniversario recibo la noticia de que se va a revisar el proceso del anular, pues se ha encontrado una nueva pista, aquella señorita Beata, saben ustedes…
Así, lo que he venido temiendo desde hace años, lo que temo desde mi huida, se anuncia hoy, en que cumplo treinta años; se da con el verdadero culpable, se empieza de nuevo el proceso, se me absuelve, se me da de alta del sanatorio, se me arrebata mi dulce cama, se me pone en la calle, fría y expuesta a todos los vientos, y se obliga a un Óscar de treinta años a juntar discípulos en torno a él y su tambor.
Así que fue la señorita Beata la que, amarilla de celos, hubo de asesinar a mi señorita Dorotea.
Tal vez ustedes lo recuerden todavía. Había allí un doctor Werner, el cual, como suele ocurrir tan a menudo en el cine y en la vida, se hallaba entre las dos enfermeras. Una fea historia: Beata estaba enamorada de Werner, pero Werner estaba enamorado de Dorotea, en tanto que Dorotea, por su parte, no estaba enamorada de nadie o, a lo sumo, en secreto, del pequeño Óscar. En esto Werner cayó enfermo. Dorotea lo cuidaba, porque estaba en su sección. Pero como esto no podía contemplarlo ni tolerarlo Beata, habría invitado a Dorotea a un paseo y, en un campo de centeno cerca de Gerresheim, hubo de matarla o, mejor dicho, de eliminarla. Ahora Beata podía cuidar sin estorbo a Werner. Parece ser, sin embargo, que lo cuidó de tal modo que no sólo no se curó, sino al contrario. Es posible que la enfermera enamorada se dijera: Mientras siga enfermo, me pertenece. ¿Diole acaso demasiadas medicinas? ¿Diole medicinas contraindicadas? El caso es que, fuesen muchas o impropias, el doctor Werner falleció. Pero ante el tribunal Beata no confesó que hubiesen sido demasiadas ni impropias, ni tampoco aquel paseo al campo de centeno que había de ser el último paseo de la señorita Dorotea. En cuanto a Óscar, que tampoco confesó nada pero poseía un pequeño dedo acusador dentro de un tarro, lo condenaron a causa del campo de centeno; sin embargo, considerando que no estaba en sus cabales, lo internaron, para su observación, en un sanatorio. No obstante, antes de que lo condenaran e internaran, Óscar huyó, porque con mi fuga quería yo reforzar considerablemente el valor de la denuncia presentada por mi amigo Godofredo.
Cuando huí contaba yo veintiocho años. Y hace sólo unas pocas horas ardían todavía en torno de mi pastel de cumpleaños treinta velas que se iban derritiendo gota a gota. También entonces, cuando huí, estábamos en septiembre. Nací bajo el signo de la Virgen. Pero no me propongo hablar aquí de mi nacimiento bajo las bombillas, sino de mi fuga.
Puesto que, como ya queda dicho, el camino del este y de mi abuela me estaba vedado, me vi obligado, como le ocurre ahora a todo el mundo, a huir en dirección oeste. Si por causa de la alta política no puedes huir hacia tu abuela, Óscar, entonces huye hacia tu abuelo, que vive en Buffalo, en los Estados Unidos: veamos hasta dónde llegas.
Lo de mi abuelo Koljaiczek en América ocurrióseme ya mientras la vaca me lamía en aquel prado detrás de Gerresheim y yo no abría los ojos todavía. Eso debió de ser hacia las siete de la mañana, así que me dije: a las ocho abren los comercios. Me fui riendo, dejé el tambor junto a la vaca y me dije: Godofredo estaba cansado; es posible que no presente la denuncia hasta las ocho o las ocho y media; aprovecha esta ventajilla. Necesité diez minutos para encontrar un teléfono y llamar un taxi desde el suburbio soñoliento de Gerresheim. El taxi me llevó a la Estación Central. Durante el trayecto conté mi dinero, pero me equivoqué varias veces, porque siempre volvía sobre mí la risa matutina y transparente. Luego hojeé mi pasaporte y, gracias a la previsión de la agencia de conciertos «Oeste», encontré en él un visado válido para Francia y uno para los Estados Unidos. Siempre había sido el deseo predilecto del doctor Dösch regalar a dichos países con una gira del tambor Óscar.
Voilà, me dije, huyamos a París: eso está bien, se oye bien y podría ocurrir en una película con Gabin, que me persigue fumando bonachonamente la pipa. Pero ¿quién representaría mi papel? ¿Chaplin? ¿Picasso? Riendo y excitado por estos pensamientos de fuga, seguía yo dándome con la mano en el pantalón ligeramente ajado cuando el taxista me pedía ya siete marcos. Pagué y desayuné en el restaurant de la estación. Al lado del huevo pasado por agua tenía yo el horario de los Ferrocarriles Federales, encontré un tren favorable, tuve tiempo todavía después del desayuno de proveerme de divisas, me compré asimismo una maletita de piel fina, llénela, pues temía el retorno a la Jülicherstrasse, con camisas caras pero mal adaptadas a mi figura, metí además un pijama verde pálido, un cepillo de dientes y un dentífrico y, comoquiera que no necesitaba ahorrar, tomé un billete de primera, y al poco tiempo instalábame cómodamente en un asiento acojinado junto a la ventanilla. Huía, pero sin prisas. Los cojines favorecían mis reflexiones. Tan pronto como el tren partió, salió de la estación y comenzó la fuga, Óscar se puso a pensar en algo que pudiera asustarlo, ya que no hay fuga sin temor. Pero ¿qué puedes ya temer tú, Óscar, y qué puede inducirte a huir, si la propia policía no te provoca otra cosa que una risa matutina y transparente?
Hoy tengo treinta años; la fuga y el proceso quedan atrás. Pero el miedo que durante la fuga yo mismo me inculqué sigue subsistiendo.
¿Fue el zumbar de los rieles o fue la tonadilla del tren? La letra se me pegaba monótona, hasta que me di cuenta poco antes de llegar a Aquisgrán; se apoderó de mí, que me hallaba sumido en los cojines de primera clase, y subsistió después de Aquisgrán —pasamos la frontera aproximadamente a las diez y media— en forma cada vez más clara y terrible, a tal punto que me alegré cuando los aduaneros vinieron a distraerme. Mostraron más interés por mi joroba que por mi nombre o por mi pasaporte, y yo me dije: ¡ese Vittlar, qué dormilón! Son casi las once y no ha ido todavía con el tarro a la policía, en tanto que, por su causa, yo me encuentro desde muy temprano en plan de fuga y me estoy inculcando miedo, para que la fuga tenga también un motor. ¡Qué miedo me entró en Bélgica, cuando el tren iba cantando: ¿Está la Bruja Negra ahí?! ¡Sí, sí, sí! ¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!
Hoy tengo treinta años, y ahora, por virtud de la revisión del proceso y de la probable sentencia absolutoria, voy a tener que viajar y exponerme en trenes y tranvías a la letra: ¿Está la Bruja Negra ahí? ¡sí, sí, sí!
Sin embargo, y prescindiendo de mi miedo a una Bruja Negra cuya terrible aparición esperaba yo en cada estación, el viaje fue bonito. Me quedé solo en mi compartimiento —tal vez ella estaba sentada en el contiguo—, conocía a aduaneros belgas y luego franceses, me dormía de vez en cuando por unos minutos, despertaba a continuación con un grito, hojeaba —para no estar sólo a merced de la Bruja Negra— el último número del Spiegel, que había comprado todavía en Düsseldorf desde la ventanilla; admirábame una vez más de los vastos conocimientos de los periodistas, hallé inclusive un comentario acerca de mi empresario, el doctor Dösch de la agencia «Oeste», y vi confirmado allí lo que ya sabía, o sea: que la agencia de Dösch contaba con un solo pilar, el Tambor Óscar —una excelente foto mía. Y así, hasta poco antes de llegar a París, el pilar Óscar se representó el hundimiento de la agencia de conciertos «Oeste», que mi detención y la aparición terrible de la Bruja Negra habían necesariamente de acarrear.
Nunca en mi vida había temido yo a la Bruja Negra. No fue sino durante la fuga, cuando yo mismo quise meterme miedo, cuando se me metió bajo la piel y allí se me fijó, aunque durmiendo por lo regular, hasta el día de hoy, en que celebro mi trigésimo aniversario, y adopta figuras diversas. Así, por ejemplo, puede ser la palabra Goethe la que me haga gritar y meterme temeroso bajo la colcha. Por mucho que ya de pequeño estudiara yo al príncipe de los poetas, su serenidad olímpica siempre me inspiró cierto miedo. Y si hoy, disfrazado de negro y de bruja, y no ya claro y clásico, sino más tenebroso que Rasputín, se presenta ante mi cama de barrotes y en ocasión de mi trigésimo aniversario me pregunta: —¿Está la Bruja Negra ahí? —me invade un gran miedo.
¡Sí, sí, sí!, iba cantando el tren que llevaba al fugitivo Óscar hacia París. En realidad, yo esperaba ya encontrarme a los funcionarios de la policía internacional en la Estación del Norte —en la Gare du Nord, como dicen los franceses—, pero el único que allí me interpeló fue un mozo de cuerda con un olor tan fuerte a vino tinto, que ni con la mejor voluntad pude yo tomarlo por la Bruja Negra. Le entregué mi maletita con toda confianza y dejé que me la llevara hasta cerca de la barrera de control. Pensaba: los funcionarios y la Bruja Negra se habrán querido ahorrar el billete de andén y te esperan y te detendrán al otro lado de la barrera. Harás bien, pues, en cargar tú mismo con tu maletita antes de llegar al control. Y en esta forma hube de arrastrarla yo mismo hasta el metro, porque ni siquiera los funcionarios estaban allí para descargarme de mi equipaje.
No voy a extenderme en comentarios acerca del olor, mundialmente conocido, del metro de París. Este perfume, según lo he leído últimamente, está a la venta, y uno puede rociarse con él. Lo que me llamó la atención fue, primero, que el metro, lo mismo que el tren, aunque con distinto ritmo, preguntara por la Bruja Negra y, segundo, que todos los pasajeros parecieran conocer y temer, como yo, a la bruja, porque a mi alrededor todos ellos respiraban igualmente pánico y angustia. Mi plan era llegar en el metro hasta la Puerta de Italia y tomar allí un taxi que me llevara al aeropuerto de Orly; la detención, ya que no había tenido lugar en la Estación del Norte, se me antojaba particularmente graciosa y original en el famoso aeropuerto de Orly, con la bruja de stewardess. Tuve que hacer un trasbordo, me alegré que mi maleta fuera ligera. Luego me dejé llevar por el metro en dirección del sur, e iba pensando: ¿dónde vas a bajarte, Óscar? ¡Dios mío, cuántas cosas pueden ocurrir en un solo día! Esta mañana estabas todavía algo atrás de Gerresheim, una vaca te lamía, tú estabas alegre y contento, y he aquí que ahora estás en París. ¿Dónde vas a bajarte, dónde te va a salir al encuentro, negra y terrible? ¿En la Plaza de Italia o en la Puerta?
Me bajé una estación antes de la Puerta, en Maison Blanche, porque me decía: ellos piensan, naturalmente, que tú piensas que ellos estarán en la Puerta. Pero la bruja, en cambio, sabe perfectamente lo que yo pienso y lo que piensan ellos. Por otra parte ya estaba yo harto. La fuga y el fatigoso mantenimiento del miedo me cansaban. Y Óscar ya no quería ir al aeropuerto de Orly, sino que Maison Blanche le parecía mucho más original, lo que los hechos habían de confirmar; porque dicha estación cuenta con una escalera mecánica que había de encenderme el ánimo y recordarme, con su traqueteo, lo de: ¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!
Óscar experimenta cierto embarazo. Su huida se acerca a su término y con ella termina también su relato: ¿será la escalera mecánica de la estación del metro de Maison Blanche lo bastante alta, empinada y simbólica para proporcionar un adecuado cuadro final a sus descripciones?
Recurro aquí de nuevo a la fecha que hoy celebro. A título de final, puedo ofrecer mi trigésimo aniversario a todos aquellos a los que la escalera mecánica les resulta demasiado ruidosa y a los que la Bruja Negra no les inspira miedo alguno. Porque, ¿no es acaso el trigésimo aniversario el más significativo de todos los aniversarios? Contiene el tres y permite adivinar los sesenta, aunque los hace superf luos. Mientras esta mañana las treinta velas ardían alrededor de mi pastel de aniversario, hubiera podido llorar de alegría y entusiasmo, pero me he contenido por causa de María: porque a los treinta años ya no se debe llorar.
Cuando me vi arrastrado por el primer peldaño de la escalera mecánica —suponiendo que en el caso de una escalera mecánica pueda hablarse de un primer peldaño—, rompí a reír. A pesar del miedo, o quizá por el miedo. Iba subiendo empinada y lentamente; y ellos estaban arriba. Daba tiempo todavía para medio cigarrillo. Dos peldaños más arriba, una pareja desenvuelta se besuqueaba. Un peldaño más abajo, una señora anciana, de la que al principio sospeché sin motivo que podría ser la Bruja Negra. Llevaba un sombrero cuyos adornos representaban frutos. Mientras fumaba, se me iban ocurriendo —esforzábame en tal sentido— toda clase de pensamientos relacionados con la escalera mecánica: Primero, Óscar representa el papel de Dante que regresa del Infierno, y arriba, allí donde termina la escalera, lo esperan los corresponsales permanentes del Spiegel y le preguntan: —Bueno, Dante, ¿y qué tal, allá abajo? —El mismo juego lo repetí cual Goethe, el príncipe de los poetas, y dejé que la gente del Spiegel me preguntara cómo me había ido, allá abajo, con las Madres. Finalmente ya tenía bastante de poetas y me dije: allá arriba no están los corresponsales del Spiegel ni aquellos señores con las chapas de metal en los bolsillos; quien está ahí es la Bruja Negra; la escalera mecánica traquetea: ¿Está la Bruja Negra ahí?, y Óscar respondió: —¡Sí, sí, sí!
Al lado de la escalera mecánica había además la escalera normal. Ésta llevaba a la estación del metro, hacia abajo, a los peatones de la calle. Afuera debía de estar lloviendo. La gente iba mojada. Esto me preocupó, porque en Düsseldorf ya no me había dado tiempo de comprarme un impermeable. Sin embargo, con una mirada hacia arriba Óscar vio que aquellos señores de las caras llamativas que no querían llamar la atención llevaban todos paraguas de paisano —lo que, sin embargo, no ponía en modo alguno en cuestión la existencia de la Bruja Negra.
¿Cómo voy a dirigirme a ellos?, preocupábame yo, mientras saboreaba el lento fumar de un cigarrillo sobre una escalera mecánica que iba elevando lentamente los sentimientos y enriqueciendo la experiencia: sobre una escalera mecánica uno se hace más joven; sobre una escalera mecánica uno envejece más. Quedábame la elección entre dejar la escalera como rapaz de tres años o cual sexagenario, entre presentarme a la policía internacional como niño pequeño o cual anciano, entre temer a la Bruja Negra en aquélla o en esta edad.
Debe de ser ya muy tarde. Mi cama metálica parece muy fatigada. Y también mi enfermero Bruno ha aplicado ya dos veces su ojo castaño preocupado a la mirilla. Aquí, bajo la acuarela de las anémonas, queda el pastel intacto con las treinta velas. Probablemente María está ya durmiendo. Alguien, creo que Gusta, la hermana de María, me ha deseado felicidad en los próximos treinta años. María goza de un sueño envidiable. Pero ¿qué fue lo que me deseó mi hijo Kurt, estudiante del Instituto, alumno modelo y primero de su clase, en mi aniversario? Cuando María duerme, duermen también los muebles a su alrededor. ¡Ah, ya sé!: el pequeño Kurt me ha deseado que me alivie. Y yo, por mi parte me deseo una rebanada del sueño de María, porque estoy cansado y apenas encuentro las palabras. La joven esposa de Klepp ha compuesto a cuenta de mi joroba un pequeño poema natalicio tan tonto como bien intencionado. También el Príncipe Eugenio era deforme, lo que no le impidió conquistar la ciudad y la fortaleza de Belgrado. María habría de comprender finalmente que una joroba trae suerte. También el Príncipe Eugenio tenía dos padres. Ahora tengo treinta años, pero mi joroba es más joven. Luis XIV fue uno de los presuntos padres del Príncipe Eugenio. Antes, ocurría con frecuencia que bellas mujeres me tocaran la joroba en la calle, porque eso trae suerte. El Príncipe Eugenio era deforme y por ello murió de muerte natural. Si Jesús hubiera sido jorobado, difícilmente lo habrían crucificado. ¿Debo ahora realmente, sólo porque tengo treinta años, salir al mundo y rodearme de discípulos?
Y sin embargo, todo aquello no era más que una ocurrencia inspirada por la escalera mecánica. Ésta me iba llevando cada vez más arriba. Delante y arriba de mí, la pareja desenfadada. Detrás y más abajo, la señora anciana con su sombrero. Afuera llovía, y arriba, muy arriba, estaban los señores de la policía internacional. Listones de madera recubrían los peldaños de la escalera mecánica. Cuando se está sobre una escalera mecánica, hay que volver a pensarlo todo: ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres? Sentíame invadir de olores: la vainilla de María en su juventud; el aceite de las sardinas que mi pobre mamá calentó y se bebió caliente hasta que ella misma se en frió y fue a dar con su cuerpo bajo tierra; Jan Bronski, que derrochaba agua de Colonia y, ello no obstante, en todos sus trajes exhalaba siempre un olor de muerte precoz; la bodega del verdulero Greff, que olía a patatas de invierno, y, nuevamente, el olor de las esponjas secas de las pizarras de los alumnos de primer año. Y mi Rosvita, que olía a canela y nuez moscada. Cuando el señor Fajngold esparcía sobre mi fiebre sus desinfectantes, nadaba yo en una nube de ácido fénico. ¡Ah!, y el catolicismo de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, todos aquellos vestidos sin airear, el polvo frío, y yo, ante el altar lateral izquierdo, prestando mi tambor, ¿a quién?
Y sin embargo, todo aquello no era más que una ocurrencia inspirada por la escalera mecánica. Hoy quieren clavarme, y me dicen: Tienes treinta años. Por consiguiente, has de buscar discípulos. Acuérdate de lo que dijiste cuando te detuvieron. Cuenta las velas alrededor de tu pastel de aniversario, abandona tu cama y reúne tus discípulos. ¡Por lo demás, los treinta años ofrecen tantas posibilidades! Así, por ejemplo, en caso de que realmente me expulsen del sanatorio, podría yo hacerle a María una nueva proposición de matrimonio. Hoy cuento decididamente con más probabilidades para ello. Óscar le ha montado el negocio, ya se sabe, y sigue además ganando buen dinero con sus discos; por otra parte, ha madurado y se ha hecho más hombre en este tiempo. ¡Treinta años es una buena edad para casarse! O bien puedo permanecer soltero, elijo uno de mis oficios, me compro una buena cantera de caliza conchífera, contrato marmolistas y sirvo directamente, de la cantera al edificio. ¡Treinta años es una buena edad para labrarse un porvenir! O bien —en caso de que a la larga las piezas prefabricadas para las fachadas lleguen a fastidiarme—, voy a buscar a la musa Ulla y sirvo con ella y a su lado de modelo inspirador de las bellas artes. Y aun es posible que algún día me case con ella, con la musa que tan a menudo y tan brevemente se promete. ¡Treinta años es una buena edad para casarse! O bien, si me canso de Europa, emigro: América, Buffalo, mi sueño de siempre, y busco a mi abuelo, el millonario y exincendiario Joe Colchic, antes José Koljaiczek. ¡Treinta años es una buena edad para hacerse sedentario! O bien cedo, me dejo clavar, me lanzo al mundo, sólo porque tengo treinta años, imito para ellos al Mesías que se empeñan en ver en mí y, contra mi propia convicción, hago de mi tambor más de lo que representa: lo convierto en símbolo y fundo una secta, un partido o cuando menos una logia.
Pese a la pareja amorosa de delante y a la señora con sombrero de detrás, estas ideas se me ocurrieron en la escalera mecánica. ¿Dije ya que la pareja estaba dos peldaños, no uno, arriba de mí y que en el peldaño de en medio coloqué yo mi maletita? La gente joven es en Francia muy peculiar. Así, por ejemplo, mientras la escalera mecánica nos iba llevando a todos hacia arriba, ella le desabrochó la chaqueta de piel y luego la camisa y empezó a manosearle su piel masculina de dieciocho años. Y procedía en ello con tanta solicitud y con unos movimientos tan prácticos y tan totalmente desprovistos de todo erotismo, que hubo de asaltarme la sospecha de que aquella pareja estaba oficialmente subvencionada para exhibir en plena calle el ardor amoroso, a fin de que la metrópoli francesa no pierda su reputación. Pero cuando vi que, pese a todo, la pareja se besaba, entonces mi sospecha se desvaneció: él estuvo a punto de asfixiarse con la lengua de la muchacha y, cuando yo apagué mi cigarrillo para no presentarme fumando a los funcionarios judiciales, él seguía presa de un ataque convulsivo de tos. En cuanto a la señora anciana abajo de mí y de su sombrero —quiero decir que el sombrero quedaba a mi altura, porque mi talla compensaba la diferencia de los dos peldaños de la escalera—, no hacía nada de particular, aunque murmurara un poco y refunfuñara, lo que, después de todo, hacen muchos viejos en París. El pasamanos de la escalera mecánica iba subiendo con nosotros. Podía ponerse la mano encima y dejarla subir con uno. Es lo que habría hecho, si en ocasión del viaje hubiera llevado unos guantes conmigo. Los azulejos de la caja de la escalera reflejaban cada uno una gotita de luz eléctrica. Unos tubos y unos haces de cables ventrudos acompañaban, en color crema, nuestra ascensión. Y no porque la escalera hiciera un ruido de todos los demonios; pese a su carácter mecánico, se comportaba más bien campechanamente. No obstante el renqueante estribillo de la terrible Bruja Negra, la estación del metro de Maison Blanche se me antojaba familiar y casi confortable. Me sentía en aquella escalera mecánica como en mi propia casa y, por encima del miedo y del terror infantil, me hubiera considerado feliz si la escalera hubiera llevado conmigo, hacia arriba, en lugar de toda aquella gente que me era totalmente ajena, a mis amigos y parientes vivos y muertos: a mi pobre mamá entre Matzerath y Jan Bronski, al ratón con canas, mamá Truczinski, con sus hijos Heriberto, Gusta, Fritz y María, al verdulero Greff y su Lina desaseada y, naturalmente también, al maestro Bebra y a la grácil Rosvita: a todos los que enmarcaban mi existencia dudosa o habían naufragado en ella. En tanto que allá arriba, allá donde a la escalera se le acababa el aliento, hubiera yo preferido encontrar, en lugar de los agentes de la policía criminal, lo contrario de la terrible Bruja Negra, a saber: a mi abuela Ana Koljaiczek esperándome como una montaña en reposo y tomándonos, a mí y a mi escolta, bajo sus faldas, y acogiéndonos en la montaña después de una feliz ascensión.
Pero es el caso que lo que había allí eran dos señores que no llevaban faldas acampanadas, sino unos impermeables de corte americano. También hube de confesarme hacia el final de la ascensión, sonriendo con los diez dedos de los pies en mis zapatos, que la pareja amorosa desenvuelta, arriba de mí, y la vieja señora rezongona, más abajo, no eran sino simples agentes de la policía.
¿Qué más diré? Nací bajo bombillas, interrumpí deliberadamente el crecimiento a los tres años, recibí un tambor, rompí vidrio con la voz, olfateé vainilla, tosí en iglesias, nutrí a Lucía, observé hormigas, decidí crecer, enterré el tambor, huí a Occidente, perdí el Oriente, aprendí el oficio de marmolista, posé como modelo, volví al tambor e inspeccioné cemento, gané dinero y guardé un dedo, regalé el dedo y huí riendo; ascendí, fui detenido, condenado, internado, saldré absuelto; y hoy celebro mi trigésimo aniversario y me sigue asustando la Bruja Negra. —Amén.
Dejé caer el cigarrillo apagado. Fue a parar a las planchas de la escalera eléctrica. Después de haber ascendido por algún tiempo en dirección del cielo en un ángulo de pendiente de cuarenta y cinco grados, Óscar fue llevado todavía, en sentido horizontal, cosa de unos tres pasitos más allá y, después de la desenvuelta pareja amorosa policíaca y antes de la abuela-policía, se dejó empujar de la parrilla de madera de la escalera ascendente a una parrilla fija de hierro, y, cuando los agentes de policía criminal se hubieron identificado y le hubieron llamado Matzerath, dijo, siguiendo aquella ocurrencia de la escalera mecánica, primero en alemán: «Ich bin Jesús!». Luego, como se hallaba en presencia de la policía internacional, lo repitió en francés y, finalmente, en inglés: «I am Jesús!».
A pesar de ello, me arrestaron en calidad de Óscar Matzerath. Sin oponer resistencia me confié a la custodia y, comoquiera que afuera, en la Avenida de Italia, llovía, a los paraguas de la policía criminal, sin por ello dejar de mirar intranquilo a mi alrededor, buscando a la Bruja Negra, a la que inclusive vi varias veces —esto entra en sus tácticas— entre la muchedumbre de la avenida y, con su mirada terriblemente tranquila, en el apiñamiento del coche de la policía.
Ahora ya no me quedan palabras y, sin embargo, he de reflexionar todavía acerca de lo que Óscar piensa hacer una vez que lo hayan dado de alta del sanatorio, lo que parece inevitable. ¿Casarse? ¿Seguir soltero? ¿Emigrar? ¿Comprar una cantera? ¿Buscar discípulos? ¿Fundar una secta?
Todas estas posibilidades, que son las que hoy en día se le ofrecen a uno a los treinta años, merecen ser examinadas. Pero ¿examinadas con qué, si no con mi tambor? Así pues, voy a ejecutar con mi tambor esa cancioncilla que se me va haciendo cada vez más viva y angustiosa y voy a invocar y consultar a la Bruja Negra, para poder anunciarle mañana a mi enfermero Bruno la clase de existencia que Óscar piensa llevar en adelante, a la sombra de su miedo infantil que se le va haciendo cada vez más negro. Porque lo que antaño me asustaba en las escaleras, lo que en la bodega al ir a buscar el carbón hacía ¡buh! —¡me daba risa!—, había estado siempre presente: hablando con los dedos, tosiendo a través del ojo de la cerradura, suspirando en la estufa, chirriando con la puerta, saliendo en nubes por las chimeneas; cuando los barcos hacían sonar la sirena en la niebla o cuando una mosca se iba muriendo por espacio de varias horas entre los vidrios dobles de la ventana, o también cuando las anguilas tenían ganas de mi mamá y mi pobre mamá de las anguilas, cuando el sol desaparecía tras el cerro de la torre y vivía para sí —¡ámbar! ¿En quién pensaba Heriberto cuando asaltó la madera? Y también tras el altar mayor— ¿qué sería, en efecto, el catolicismo sin la bruja que ennegrece todos los confesonarios? Ella es la que proyectaba su sombra cuando se rompía el juguete de Segismundo Markus; y los rapaces del patio del edificio de alquiler, Axel Mischke y Nuchy Eyke, Susi Kater y el pequeño Hans Kollin, ellos lo decían y lo contaban, al cocer su sopa de ladrillos: «¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!». La culpa es tuya y nada más que tuya. ¿Está la Bruja Negra ahí?… Desde siempre había estado ahí, inclusive en el polvo efervescente Waldmeister, por muy inocente que fuera su verde espuma; en todos los armarios en que entonces me acurrucaba, acurrucábase ella también, y más adelante tomó prestada la cara triangular de raposa de Lucía Rennwand y devoraba emparedados de salchicha y llevó a los Curtidores al trampolín —no quedó más que Óscar, que contemplaba las hormigas y sabía: ésta es su sombra, que se ha multiplicado y busca el azúcar. Y todas aquellas palabras: bendita, dolorosa, bienaventurada, virgen entre vírgenes… y todas aquellas piedras: basalto, toba, diabasa, nidos en la caliza conchífera, alabastro, tan blando… y todo el vidrio roto con la voz, vidrio transparente, vidrio fino como el aliento… y los comestibles: harina y azúcar en cucuruchos de a libra y media libra. Más adelante, cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, el muro que hubo que enjalbegar de nuevo, los polacos empeñados en morir, así como los comunicados especiales, quién hundía y qué, las patatas que caían rodando de la báscula, lo que se afina hacia el pie, los cementerios en los que estuve, las baldosas sobre las que me arrodillé, las fibras de coco sobre las que me tendí… todo lo vertido en el cemento, el jugo de las cebollas que arranca lágrimas, el anillo en el dedo y la vaca que me lamió… ¡No preguntéis a Óscar quién es! Ya no le quedan palabras. Porque lo que antaño se sentaba en mi espalda y besó mi joroba, ahora se me aparece por delante y para siempre:
Negra, la Bruja Negra estuvo siempre detrás de mí.
Ahora también se me aparece por delante ¡negra!
Vuelve al revés el manto y la palabra ¡negra!
Me paga con dinero negro ¡negra!
Mientras los niños cantan y no cantan:
¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!