El último tranvía, o adoración de un tarro

Su sola voz: aquel tono gangoso, pretenciosamente amanerado. Estaba encaramado en la horcadura del manzano, y dijo: —¡Tiene usted un perro muy inteligente, señor mío!

Y yo, un poco desconcertado: —¿Qué está usted haciendo ahí, en el manzano? —adoptó un tono afectado y estiró su largo torso: —No son más que manzanas para compota; no tenga miedo, se lo ruego.

Lo corté en seco: —¿Y a mí qué me importan sus manzanas y sus compotas? ¿Y de qué podría yo tener miedo?

—Bueno —murmuró—, podría usted tomarme por la serpiente del Paraíso, por lo de las manzanas.

Yo, furioso: —¡Verborrea alegórica!

Él, sutil: —¿Cree usted, por ventura, que sólo la fruta de mesa vale la pena de pecar?

Me disponía yo a marcharme. En aquellos momentos nada me hubiera sido tan insoportable como una discusión acerca de las clases de fruta del Paraíso. Pero él saltó con agilidad de la horcadura y, alto y expuesto al viento junto al cerco, me espetó a boca de jarro: —¿Qué fue lo que el perro le trajo del centeno?

No sé por qué le dije: —Me trajo una piedra.

Aquello se convirtió en un interrogatorio: —¿Y usted se ha metido la piedra en el bolsillo?

—Me gusta llevar piedras en el bolsillo.

—A mí, lo que el perro le trajo me pareció más bien un palito.

—Mantengo lo de la piedra, aunque fuera o pudiera ser diez veces un palito.

—¡Ah! ¿Conque era un palito?

—Igual me da, palo o piedra, manzanas de compota o fruta de mesa…

—¿Un palito móvil?

—El perro quiere ya volver a casa. ¡Buenas tardes!

—¿Un palito de color carne?

—¡Haría usted mejor en cuidar de sus manzanas! ¡Vamos, Lux!

—¿Un palito móvil, de color carne, con un anillo?

—¿Qué pretende usted? Yo soy un paseante que ha alquilado un perro.

—Pues mire usted, a mí también me gustaría tomar prestado algo. ¿Me permitiría usted pasarme al meñique, por un segundo, el bello anillo que brillaba en su palito y hacía del palito un dedo anular? Mi nombre es Vittlar, Godofredo Vittlar, el último de mi linaje.

Así fue como vine a conocer a Vittlar, y ya el mismo día hice amistad con él, y aún hoy le sigo dando el título de amigo. Y por eso mismo le decía hace sólo unos días, cuando vino a visitarme: —Me alegro, querido Vittlar, que fueras tú, mi amigo, el que en aquella ocasión presentara la denuncia a la policía, y no otra persona cualquiera.

Si hay ángeles, éstos han de parecerse a Vittlar: Largos, aéreos, vivaces, plegables, más dispuestos a abrazar el más infecundo de los faroles callejeros que a una muchacha tierna y efusiva.

A Vittlar no se le percibe en seguida. Mostrando alternativamente aspectos diversos de su persona, puede, según el ambiente, convertirse en hilo, en espantajo, en perchero, en horcadura de árbol. De ahí que no me llamara la atención cuando estaba yo sentado en el tambor del cable y él estaba encaramado en el manzano. Y tampoco el perro le ladró, porque los perros ni olisquean ni ladran a los ángeles.

—Hazme un favor, querido Godofredo —le dije anteayer—, mándame una copia de la denuncia que presentaste hace unos dos años y que inició mi proceso.

Aquí la tengo, y le cedo ahora la palabra a él, que fue mi acusador ante el tribunal:

Yo, Godofredo von Vittlar, me hallaba aquel día encaramado en la horcadura de un manzano que, en el huerto de mi madre, da año tras año tantas manzanas de compota como compota de manzana pueden contener los siete tarros que poseemos a dicho efecto. Me hallaba tendido en la horcadura, o sea de lado, con el iliaco izquierdo apoyado en el punto más profundo, algo musgoso, de aquélla. Mis pies apuntaban en dirección de la fábrica de vidrio de Gerresheim. Miraba —¿hacia dónde?—, miraba fijamente hacia adelante, esperando que algo surgiera en mi campo visual.

El acusado, que es hoy mi amigo, se introdujo en mi campo visual. Lo acompañaba un perro, que describía vueltas a su alrededor, se comportaba como suelen comportarse los perros y se llamaba, según se le escapó al acusado, Lux: era un rottweiler que podía conseguirse en alquiler en un instituto de alquiler de perros, cerca de la iglesia de San Roque.

El acusado se sentó sobre el tambor vacío de cable que desde fines de la guerra se encuentra junto al huerto de mi madre, Alicia von Vittlar. Como es del dominio del Tribunal, la talla del acusado ha de designarse como pequeña e inclusive deforme. Esto me llamó la atención. Pero más me la llamó todavía el comportamiento del pequeño señor elegantemente vestido. En efecto, con dos ramas secas se puso a tocar el tambor sobre la herrumbre del tambor del cable. Ahora, si se considera que el acusado es un profesional del tambor y que, según se ha demostrado, ejerce dicha profesión dondequiera que vaya, así como, por otra parte, que el tambor del cable —no en vano se le llama así— puede inducir a tamborilear a cualquiera, inclusive a un profano, habrá que convenir que el acusado Matzerath tomó asiento un día bochornoso de verano sobre aquel tambor de cable que quedaba frente al huerto de la señora Alicia von Vittlar y entonó, con dos ramas secas de sauce desiguales, ruidos rítmicamente ordenados.

Declaro asimismo que el perro Lux desapareció por algún tiempo en un campo de centeno a punto de cortar. Si se me preguntara que por cuánto tiempo, no sabría qué responder, porque, tan pronto como me tiendo en la horcadura de nuestro manzano, pierdo toda noción del tiempo. Si digo, sin embargo, que el perro desapareció por algún tiempo, esto quiere decir que lo echaba de menos, porque su piel negra y sus orejas caídas me gustaban.

El acusado, en cambio —así creo poder afirmarlo—, no parecía echar de menos al perro.

Cuando éste regresó del campo de centeno maduro, llevaba algo en el hocico. No quiero decir con esto, sin embargo, que lograra identificar lo que llevaba. Pensé más bien en un palito, en una piedra, menos en una lata y mucho menos todavía en una cuchara de metal. Pero sólo cuando el acusado sacó del hocico del perro el corpus delicti pude darme cuenta de lo que se trataba. Sin embargo, desde el momento en que el perro frotó su hocico, cargado todavía, contra la pierna del pantalón del acusado —creo que fue la izquierda— hasta aquél, desgraciadamente imposible de precisar, en que el acusado metió la mano para apoderarse del objeto, transcurrieron —con la debida reserva— varios minutos.

Por mucho que el perro se esforzara en atraer la atención de su amo de alquiler, éste seguía tamborileando, sin interrupción, a la manera monótonamente característica y, con todo, desconcertante en que suelen hacerlo los niños. No fue hasta que el perro recurrió a un procedimiento dudoso y metió su morro húmedo entre las piernas del acusado, cuando éste dejó las ramas de sauce y le dio a aquél con la pierna derecha —lo recuerdo exactamente— un puntapié. El perro describió aquí una semicircunferencia, volvió a acercársele temblando, como lo hacen los perros, y le presentó nuevamente el hocico.

Sin levantarse, o sea pues, sentado, el acusado le metió al perro la mano —esta vez fue la izquierda— entre los dientes. Liberado de su hallazgo, el perro reculó algunos metros. El acusado, en cambio, permaneció sentado; tenía el hallazgo en la mano, la cerró, la volvió a abrir, la cerró una vez más y, al abrirla de nuevo, dejó que algo reluciera. Cuando el acusado se hubo acostumbrado a la vista del hallazgo, lo levantó, con el índice y el pulgar, aproximadamente a la altura de la vista.

Sólo en ese momento di al hallazgo el nombre de dedo y, ampliando el concepto a causa de aquel brillo, me dije: dedo anular, con lo que, sin darme cuenta de ello, bauticé uno de los procesos más interesantes de la posguerra. En efecto, ahora me llaman Godofredo Vittlar, el testigo más importante del proceso del Anular.

Comoquiera que el acusado se mantuvo quieto, permanecí quieto yo también. Y cuando él envolvió cuidadosamente el dedo con el anillo en ese pañuelito que llevara antes, a la manera de un caballero, en el bolsillo de su chaqueta, sentí simpatía por aquel individuo del tambor del cable: he aquí un caballero pulcro, me dije: me gustaría conocerlo.

Así pues, cuando se disponía a marcharse con el perro en dirección de Gerresheim, lo llamé. Pero, al principio, él reaccionó en forma irritada, casi arrogante. Aún hoy no acierto a comprender por qué el interpelado, por el solo hecho de hallarme yo encaramado en un manzano, persistiera en ver en mí el símbolo de una serpiente. Y sus sospechas se hicieron extensivas a las manzanas de compota de mi madre, de las que dijo que eran sin duda de naturaleza paradisíaca.

Admito, por mi parte, que entre las costumbres del Maligno figure la de apostarse de preferencia en las horcaduras de las grandes ramas. Pero debo hacer constar que lo único que me movía a buscar varias veces por semana un asiento en el manzano era un aburrimiento fácil y en mí habitual. Aunque, ¿quién sabe si el aburrimiento no es ya en sí mismo lo maligno? De todos modos y sea ello como fuere, ¿qué es lo que llevaba el acusado a las afueras de la ciudad de Düsseldorf? A él, según me lo confesó más adelante, lo empujaba la soledad. ¿Es que la soledad no es por ventura ya el nombre de pila del aburrimiento? Expongo estas consideraciones con objeto de explicar al acusado, en modo alguno para inculparlo. Como que fue precisamente su manera de jugar con el Maligno, su tamboreo, que disolvía al Maligno, lo que me lo hizo simpático hasta el punto de buscar luego su amistad. Lo mismo que esa denuncia que nos cita a mí como testigo y a él como acusado ante el alto Tribunal no es más que un juego inventado por nosotros: un medio más para disipar y nutrir nuestro aburrimiento y nuestra soledad.

Cediendo a mi ruego, el acusado sacó después de algunas vacilaciones el anillo, que se dejaba sacar fácilmente, del anular y me lo puso en el meñique. Me quedaba a la medida, de lo que me alegré. Por supuesto, antes de la prueba del anillo, yo había ya abandonado la horcadura de mi árbol. Nos hallábamos a uno y otro lado del cerco, nos presentamos con nuestros respectivos nombres, iniciamos la conversación tocando de paso algunos temas políticos, y él me entregó el anillo. El dedo, en cambio, lo conservó y lo trataba con cuidado. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de un dedo de mujer. Mientras yo llevaba el anillo y lo exponía a la luz, empezó el acusado, con su mano izquierda libre, a arrancarle al cerco un ritmo de bailable, alegre y animado. Bien; el cerco de madera del huerto de mi madre es tan inconsistente, que respondía a los deseos tamborísticos del acusado castañeteando y vibrando en forma lígnea. No recuerdo por cuánto tiempo estuvimos así; nos entendíamos con la mirada. Nos hallábamos sumidos en este juego anodino, cuando un avión a media altura dejó oír sus motores. Probablemente se proponía aterrizar en Lohhausen. Aunque a los dos nos interesara saber si el avión aterrizaba con dos o con cuatro motores, no por eso dejamos de mirarnos, ni hicimos mayor caso del avión y, más adelante, cuando de vez en cuando hallamos ocasión de practicarlo, llamamos a este juego el Ascetismo de Leo Schugger, ya que el acusado pretende haber tenido hace algunos años un amigo con el que solía practicarlo, de preferencia en los cementerios.

Después que el avión hubo aterrizado —no puedo realmente decir si se trataba de un aparato bimotor o de un tetramotor— le devolví el anillo. El acusado lo puso en el anular, sirvióse nuevamente de su pañuelo para envolverlo, y me invitó a acompañarlo.

Esto era el siete de julio de mil novecientos cincuenta y uno. En Gerresheim, junto a la terminal del tranvía, no tomamos éste, sino un taxi. También más adelante había el acusado de tener múltiples ocasiones de mostrarse generoso conmigo. Fuimos a la ciudad, dejamos el taxi frente la instituto para el alquiler de perros junto a la iglesia de San Roque, entregamos el perro Lux, volvimos al taxi, y éste nos llevó a través de la ciudad, por Bilk y Oberbilk, al cementerio de Wersten; aquí el señor Matzerath hubo de pagar por encima de doce marcos, y luego visitamos el taller de lápidas funerarias del marmolista Korneff.

Allí todo era suciedad, así que me alegré cuando el marmolista hubo ejecutado el encargo de mi amigo en una hora. Mientras mi amigo me iba explicando en forma detallada y amable los utensilios y las distintas calidades de piedra, el señor Korneff, sin malgastar palabra alguna a propósito del dedo, hizo de éste, sin anillo, un modelo en yeso. Durante la operación sólo miré con el rabo del ojo, ya que el dedo había que tratarlo previamente: lo untaron con grasa, pusieron un hilo a lo largo de su perfil, y sólo después aplicaron el yeso; y antes de que éste se pusiera duro, separaron la forma con el hilo. Sin duda, por cuanto soy decorador de oficio, la preparación de un molde de yeso no es nada nuevo para mí; de todos modos, tan pronto como el marmolista lo tomó en sus manos, el dedo adquirió un aspecto feo, que sólo volvió a desaparecer cuando el acusado, una vez vertido el molde con éxito, lo tomó, lo limpió de la grasa y lo envolvió de nuevo en su pañuelo. Mi amigo pagó al marmolista por su trabajo. Al principio, el otro no quería cobrar nada, ya que consideraba al señor Matzerath como colega. Dijo también que el señor Matzerath le había exprimido en su tiempo los furúnculos sin cobrarle por ello. Cuando el molde se hubo endurecido, el marmolista separó la forma, entregó la reproducción conforme al original, prometió sacar en los próximos días nuevas reproducciones de la forma, y nos acompañó a través de su exposición de lápidas funerarias hasta el Bittweg.

Otra carrera en taxi nos llevó a la Estación Central. Allí el acusado me invitó a una abundante cena en el excelente restaurante de la estación. Hablaba él con el camarero en plan de familiaridad, lo que me dio a entender que el señor Matzerath había de ser un cliente habitual del restaurante de la estación. Comimos pecho de buey con rábanos frescos, salmón del Rin y, finalmente, queso, a continuación de lo cual nos bebimos una botellita de champaña Cuando la conversación vino a recaer nuevamente en el dedo y yo aconsejé al acusado considerarlo como propiedad ajena y entregarlo, sobre todo por cuanto ya poseía ahora un modelo en yeso, me declaró él en forma categórica y decidida que se consideraba como legítimo propietario del mismo, ya que le había sido prometido en ocasión de su nacimiento, si bien en forma enigmática y con el nombre de palillo de tambor. Podía alegar también las cicatrices de la espalda de su amigo Heriberto Truczinski, las cuales, largas de un dedo, se lo habían profetizado asimismo. Y, a mayor abundamiento, aquel casquillo de bala hallado en el cementerio de Saspe, igualmente con la medida y el significado de un futuro anular.

Aunque al principio la demostración de mi nuevo amigo me hiciera sonreír, he de confesar de todos modos que para un hombre inteligente no ha de ser difícil establecer la serie palillo de tambor - cicatriz - casquillo - anular.

Un tercer taxi me llevó después de la cena a mi casa. Nos dimos cita, y cuando conforme a la misma visité a los tres días al acusado, éste me había preparado una sorpresa.

Primero me mostró su habitación, es decir, su cuarto, porque el señor Matzerath vivía allí en calidad de subarrendatario. Al principio sólo tenía un cuarto muy mezquino, que era un antiguo cuarto de baño, pero luego, cuando su arte tamborístico le reportó fama y dinero, pagaba además un alquiler suplementario por una alcoba sin ventanas que él llamaba la cámara de la señorita Dorotea; tampoco rehuía pagar un precio exagerado por un tercer cuarto, ocupado anteriormente por un tal señor Münzer, músico y colega del acusado, ya que el señor Zeidler, inquilino principal del piso, conociendo la buena situación financiera del señor Matzerath, aumentaba los alquileres en forma desvergonzada.

La sorpresa me la tenía preparada el acusado en la cámara llamada de la señorita Dorotea. Allí, en efecto, sobre la plancha de mármol de una cómoda-tocador con espejo, había un tarro como los que mi madre, Alicia von Vittlar, utiliza para elaborar la compota de manzana de nuestras manzanas de compota. En ése, sin embargo, flotaba en alcohol el anular. Con satisfacción me mostró el acusado varios gruesos libros científicos que le habían guiado en la conservación del dedo. Por mi parte, hojeé los volúmenes superficialmente, deteniéndome apenas en los grabados, pero confesé que el acusado había logrado preservar el aspecto del dedo y que, ante el espejo, el tarro con su contenido quedaba bonito y decorativamente interesante, en lo que yo, en mi calidad de decorador, no tenía más remedio que convenir.

Cuando el acusado observó que ya me había familiarizado con la vista del tarro, me reveló que ocasionalmente él lo adoraba. Curioso e inclusive algo insolente, le rogué en seguida que me ofreciera una muestra de su plegaria. Él me pidió a su vez otro favor: me proveyó con papel y lápiz y me rogó que escribiera su plegaria y que, si se me antojaba durante ésta formular alguna pregunta acerca del dedo, él trataría de contestarla a su mejor conocimiento.

Cito a continuación en testimonio palabras del acusado, mis preguntas y sus respuestas. La adoración de un tarro: Yo adoro. ¿Cuál yo? ¿Óscar o yo? Yo, con fervor; Óscar, distraídamente. Yo, fervorosamente, sin temor a flaquezas ni repeticiones. Yo, vidente, porque carezco de memoria. Óscar, vidente, porque está lleno de recuerdos. Frío, ardiente, caliente, yo. Culpable a petición. Inocente sin demanda. Culpable por haber sucumbido porque, me hice culpable aun cuando, me disculpé de, sacudí en, me abrí paso a mordiscos a través de entre, me mantuve libre de, me reí de sobre, lloré para antes sin, blasfemé de palabra, me callé blasfemando, no hablo, no callo, oro. Adoro. ¿Qué? El vidrio. ¿Qué vidrio? El tarro. ¿Qué conserva el tarro? El tarro conserva el dedo. ¿Qué dedo? El anular. ¿De quién? De una rubia. ¿Qué rubia? Estatura mediana. ¿Mide un metro sesenta? Mide un metro sesenta y tres. ¿Señas particulares? Una peca. ¿Dónde? Antebrazo interior. ¿Derecho, izquierdo? Derecho. ¿Cuál anular? Izquierdo. ¿Prometida? Sí, pero soltera. ¿Confesión? Protestante. ¿Virgen? Virgen. ¿Nacimiento? No sé. ¿Cuándo? En Hannover. ¿Cuándo? En diciembre. ¿Sagitario o Capricornio? Sagitario. ¿Y el carácter? Tímido. ¿Voluntad? Aplicada, también gárrula. ¿Seria? Ahorradora, sobria, alegre. ¿Temerosa? Golosa, sincera y beata. Pálida, suele soñar en viajes. Menstruación irregular, perezosa, le gusta sufrir y hablar de ello, un poco sin ingenio, pasiva, a lo que venga, escucha atentamente, asiente con la cabeza, cruza los brazos, al hablar baja los párpados, cuando se le habla abre los ojos muy grandes, gris claro con pardo cerca de la pupila, anillo regalado por su superior, casado, al principio no quiso, luego aceptó, aventura horripilante, fibrosa, Satanás, mucho blanco, se fue, se mudó, volvió, no puede dejar de, celos infundados, enfermedad pero no ella misma, muerte pero no ella misma, sí, no, no sé, no quiero, cogía amapolas, en esto vino, no, ya la acompañaba antes, no puedo más… ¿Amén? Amén.

Yo, Godofredo von Vittlar, sólo añado a mi declaración ante el Tribunal esta plegaria escrita, porque, por muy confusa que parezca, contiene datos acerca de la propietaria del anular que coinciden en su mayor parte con los datos judiciales acerca de la interfecta, la enfermera Dorotea Köngetter. No es de mi incumbencia poner aquí en duda la declaración del acusado de que ni ha asesinado a la enfermera ni la ha visto nunca cara a cara.

Es digno de notarse, y me parece hoy todavía que habla en favor del acusado, el fervor con que mi amigo se arrodilló en aquella ocasión ante el tarro, que había colocado sobre una silla, y trabajó su tambor, que tenía apretado entre las rodillas.

En el curso de más de un año he vuelto a menudo a tener ocasión de oír rezar y tocar el tambor al acusado, ya que, con un sueldo considerable, hizo de mí el compañero de sus viajes y me llevó con él en sus giras, que había interrumpido por algún tiempo pero reemprendió poco después del hallazgo del anular. Viajamos por toda la Alemania Occidental, recibimos ofertas asimismo de la zona oriental e inclusive del extranjero. Pero el señor Matzerath no quería salir de las fronteras de la Federación ni, según sus propias palabras, verse arrastrado en el jaleo de los viajes de conciertos habituales. Nunca lo vi rezar y adorar el tarro antes de sus conciertos. Sólo después de sus sesiones y de cenas muy prolongadas nos reuníamos en su cuarto del hotel: él tocaba el tambor y rezaba, y yo le hacía preguntas y anotaba, y luego comparábamos la oración con las oraciones de los días y las semanas anteriores. Hay, por supuesto, oraciones más largas y otras más cortas. Ocurre también que las palabras salgan un día premiosas y fluyan al siguiente casi contemplativas y en períodos largos. Con todo, todas las oraciones recogidas por mí, que remito por el presente al Tribunal, no dicen más que aquella primera copia que adjunté a mi declaración.

Durante ese año de viajes tuve ocasión de conocer superficialmente a algunos conocidos y parientes del señor Matzerath. Así me presentó, por ejemplo, entre otros, a su madrastra, la señora María Matzerath, a la que el acusado venera, pero con recato. Aquella tarde me saludó asimismo el medio hermano del acusado, Kurt Matzerath, un estudiante de liceo, de once años de edad y bien educado. Me causó también una excelente impresión la señora Augusta Köster, hermana de la señora María Matzerath. Según me lo confesó el acusado, sus relaciones familiares se habían visto durante los primeros años de la posguerra más que enturbiadas. Sólo cuando el señor Matzerath instaló a su madrastra un gran negocio de comestibles finos, que tiene también frutas del Mediterráneo, volviendo a ayudar con sus medios siempre que el negocio atravesaba dificultades, se llegó entre madrastra y ahijado al lazo realmente amistoso que existe en la actualidad.

Asimismo me presentó el señor Matzerath a algunos de sus antiguos colegas, en su mayor parte músicos de jazz. Por jovial y correcto que me pareciera el señor Münzer, al que el acusado llama familiarmente Klepp, hasta el presente no he hallado ni el valor ni la voluntad de seguir cultivando dichos contactos.

Aunque gracias a la munificencia del acusado no haya tenido yo necesidad de seguir ejerciendo mi oficio de decorador, de todos modos, así que regresábamos de alguna gira, me encargaba, por amor del oficio, de la decoración de algunos escaparates. También el acusado se interesaba amablemente por mi profesión y, con frecuencia, permanecía hasta muy avanzada la noche en la calle, en calidad de espectador de mi modesto arte. En ocasiones, una vez terminado el trabajo, deambulábamos todavía por el Düsseldorf nocturno, pero evitando siempre el barrio viejo, ya que el acusado no puede sufrir ni los vidrios abombados de colores ni los antiguos escudos alemanes de las fondas. Uno de estos paseos de después de medianoche —y llego así al final de mi declaración— nos llevó en una ocasión a través del Unterrath nocturno ante la cochera de los tranvías.

Estábamos allí, de pie y perfectamente concordes, y contemplábamos la llegada, conforme al horario, de los últimos tranvías. Es un espectáculo bonito. Alrededor, la ciudad oscura. A lo lejos hace escándalo, porque estamos en viernes, un albañil borracho. Por lo demás, silencio, ya que los últimos tranvías que van llegando, aunque toquen sus campanillas y hagan rechinar los rieles en las curvas, no hacen ruido. La mayoría de los tranvías iban directamente al depósito. Algunos de ellos, sin embargo, permanecían en las vías, un poco en todas direcciones, vacíos pero iluminados como para una fiesta. ¿De quién fue idea? Nuestra, pero fui yo el que dije: —Bueno, querido amigo, ¿qué te parece? —el señor Matzerath asintió con la cabeza, subimos sin prisa alguna, yo me metí en la cabina del conductor, y me sentí en seguida como en casa: arranqué suavemente, fui ganando velocidad y me revelé cual buen conductor de tranvía, lo que el señor Matzerath me confirmó amablemente —habíamos dejado ya atrás la claridad del depósito— diciendo: —Sin duda alguna eres un católico bautizado, Godofredo, porque de lo contrario no conducirías tan bien.

Y efectivamente, dicho pequeño trabajo de ocasión me proporcionaba una gran alegría. En el depósito parecían no haberse dado cuenta de nuestra salida, ya que nadie nos perseguía y, además, con quitar la corriente hubieran podido parar nuestro vehículo sin la menor dificultad. Conduje el coche en dirección de Flingern, atravesamos Flingern, y yo estaba pensando si en Haniel tomaría a la izquierda, hacia Rath y arriba hasta Ratingen, cuando el señor Matzerath me rogó que tomara la línea de Grafenberg-Gerresheim. Pese a que temía yo la subida al pie del dancing llamado Castillo del León, cedí al deseo del acusado, logré la subida, y ya habíamos dejado atrás el dancing cuando tuve que dar un frenazo, porque había allí tres hombres en la vía que más bien me obligaron que me invitaron a parar.

Ya poco después de Haniel, el señor Matzerath se había metido en el interior del tranvía para fumar un cigarrillo. Así pues, en mi calidad de conductor hube de gritar: —¡Suban, por favor! —Me llamó la atención que el tercer hombre, que no llevaba sombrero y al que los otros dos, provistos de sombreros verdes con cinta negra, tenían en medio, fallara varias veces el estribo al subir, sea por falta de habilidad o por falta de vista. En forma bastante brutal sus acompañantes o guardianes lo subieron a mi cabina y, a continuación, se lo llevaron al interior del tranvía.

Había yo arrancado ya de nuevo cuando detrás de mí, en el interior del coche, oí primero unos gemidos plañideros y, a continuación, un ruido, como si alguien estuviera repartiendo bofetones; pero luego, para mi tranquilidad, reconocí la voz firme del señor Matzerath, que reprendía a los nuevos pasajeros y los exhortaba a no pegar a un pobre hombre herido, medio ciego, que había perdido sus anteojos.

—¡Usted no se meta en lo que no le importa! —oí gritar a uno de los sombreros verdes—. ¡Éste verá hoy lo que es bueno! ¡Ya era hora de que lo pescáramos!

Mi amigo, el señor Matzerath, preguntó, mientras yo me dirigía lentamente hacia Gerresheim, de qué crimen se acusaba a aquel pobre miope. La conversación tomó acto seguido un giro extraño. Bastó un par de frases para remontarnos a plena época de guerra o, mejor dicho, al primero de septiembre del año treinta y nueve, al iniciarse aquélla, y al cegato se le motejaba de guerrillero que habría defendido, contrariamente a la ley, el edificio del Correo polaco. Lo formidable era que el señor Matzerath, que a la sazón contaría a lo sumo quince años, estaba al corriente y reconoció inclusive al miope, al que llamó Víctor Weluhn, un pobre cartero de giros postales que durante la refriega había perdido sus anteojos, huyó sin ellos y escapó de los esbirros, los cuales, sin embargo, no cejaron, sino que siguieron persiguiéndolo hasta el final de la guerra y aun después de ésta, exhibiendo un papel, una orden de fusilamiento extendida en el año treinta y nueve. ¡Al fin lo tenemos!, gritaba uno de los sombreros verdes, y el otro aseguraba que celebraba que la cosa hubiese llegado finalmente a término. Había tenido que sacrificar todo su tiempo libre, decía, inclusive sus vacaciones, para dar cumplimiento a una orden de fusilamiento que databa del año treinta y nueve; al fin y al cabo, él tenía otro oficio, era viajante y también su compañero tenía los problemas típicos de todo refugiado del este; había tenido que volver a empezar de nuevo, en tanto que en el este había sido propietario de un buen negocio de sastrería; pero ahora todo había terminado, y aquella misma noche, por fin, iba a ejecutarse la sentencia, con lo que el pasado quedaba definitivamente atrás —¡menos mal que hemos alcanzado todavía el último tranvía!

Así pues, me vi convertido contra mi voluntad en un conductor de tranvía que llevaba a un condenado a muerte y a sus dos verdugos, provistos de una orden de fusilamiento, a Gerresheim. Al llegar a la Plaza del Mercado del suburbio, desierta y ligeramente inclinada, tomé a la derecha, proponiéndome llevar el coche hasta la terminal, junto a la fábrica de vidrio, para descargar allí a los dos sombreros verdes y al Víctor miope y emprender con mi amigo el viaje de regreso. Tres paradas antes de la terminal, el señor Matzerath dejó el interior del coche y puso su cartera de negocios —en la que yo sabía que llevaba, en posición vertical, el tarro— allí donde aproximadamente los tranviarios profesionales suelen poner sus fiambreras.

—Hemos de salvarlo. ¡Es Víctor, el pobre Víctor! —al señor Matzerath se le veía manifiestamente agitado.

—¡No ha logrado todavía encontrar unos anteojos adecuados! ¡Es muy miope, lo fusilarán y él ni siquiera mirará en la dirección debida! —yo creía que los verdugos no llevaban armas. Pero al señor Matzerath las chaquetas rígidamente abultadas de los dos sombreros verdes le habían llamado la atención.

—Era cartero de giros postales en el Correo polaco de Danzig. Ahora ejerce el mismo oficio en el Correo federal. Pero después del cierre lo siguen persiguiendo, porque existe todavía la orden de fusilamiento.

Aunque por mi parte no comprendiera yo enteramente los razonamientos del señor Matzerath, le prometí, con todo, acompañarle en el fusilamiento y, de ser ello posible, evitarlo.

Detrás de la fábrica de vidrio, poco antes de los primeros huertos —de haber habido luna hubiera podido verse el jardín de mi madre con el manzano—, frené el tranvía y grité a los de dentro: —¡Terminal! ¡Todos abajo! —y los otros se dispusieron en seguida a obedecerme, con sus sombreros verdes de cinta negra. El miope volvió a tener dificultades con el estribo. Luego bajó el señor Matzerath, se sacó el tambor de debajo de la chaqueta y me rogó, al bajar, que tomara su cartera de negocios con el tarro.

Dejamos atrás el tranvía, que nos siguió iluminando por un buen trecho, y fuimos tras los pasos de los verdugos y la víctima.

Seguíamos los cercos de los huertos, y eso me fatigaba. Cuando los tres se detuvieron delante de nosotros, observé que habían escogido como lugar para la ejecución el huerto de mi madre. El señor Matzerath no fue el único en protestar, sino que yo también lo secundé. Pero no nos hicieron el menor caso: derribaron el cerco, que por lo demás ya estaba carcomido, ataron al miope, al que el señor Matzerath llamaba el pobre Víctor, al manzano, debajo de mi horcadura, y, viendo que seguíamos protestando, volvieron a mostrarnos a la luz de sus lámparas de bolsillo la orden toda arrugada de fusilamiento firmada por un inspector de justicia en campaña llamado Zelewski. La fecha indicaba, según creo, Zoppot, 5 de octubre del treinta y nueve, y también los sellos concordaban, así que prácticamente nada podía hacerse. Ello no obstante, seguimos hablando de las Naciones Unidas, de la democracia, de la culpabilidad colectiva, de Adenauer, etcétera. Pero uno de los sombreros verde atajó todas nuestras objeciones diciendo que aquello no nos concernía, que no se había firmado todavía ningún tratado de paz, que él votaba lo mismo que nosotros por Adenauer, pero que, en cuanto a la orden, seguía conservando su validez; que ellos se habían dirigido con el papel a las instancias superiores y habían pedido consejo, y que no hacían, en fin de cuentas, más que cumplir con su maldito deber; que lo mejor que podíamos hacer era largarnos.

Pero no nos fuimos. Antes bien, cuando los sombreros verdes se desabrocharon sus gabardinas y sacaron las pistolas ametralladoras, el señor Matzerath se adaptó el tambor —en aquel momento, una luna casi llena, sólo ligeramente abollada, partió las nubes iluminando sus contornos como si fueran los bordes angulosos y metálicos de una lata de conservas— y sobre una lámina de hojalata parecida, aunque indemne, el señor Matzerath empezó a manejar los palillos en forma desesperada. Aquello sonaba extraño y, sin embargo, me parecía conocerlo. Sin cesar volvía a redondearse la letra O: ¡todo perdido, aún no perdido, no está perdido todo todavía. Polonia no está perdida todavía! Pero ésta era ya la voz del pobre Víctor, que se sabía el texto del ritmo del señor Matzerath: Mientras nos quede vida, Polonia no está perdida todavía. Y también los sombreros verdes parecían conocerlo, porque se estremecieron detrás de sus partes metálicas iluminadas por la luna, ya que aquella marcha que el señor Matzerath y el pobre Víctor entonaron en el huerto de mi madre hizo entrar en escena a la caballería polaca. Es posible que la luna contribuyera a ello, que el tambor, la luna y la voz quebrada del miope Víctor hicieran surgir del suelo tantos corceles y jinetes: retumbaban los cascos, resoplaban los ollares, tintineaban las espuelas, los potros relinchaban, ¡husa! ¡heisa!… mas no era nada: nada retumbaba, resoplaba, tintineaba, relinchaba, ni gritaba ¡husa! o ¡heisa!, sino que todo se iba deslizando en silencio sobre los campos cosechados de detrás de Gerresheim y era, sin embargo, un escuadrón de ulanos polacos, porque las banderolas de las lanzas ondeaban en rojo y blanco, como el tambor esmaltado del señor Matzerath; pero no ondeaban, sino que flotaban, lo mismo que el escuadrón entero, bajo la luna; venían posiblemente de ésta, flotaban, operaban una conversión a la izquierda, hacia nuestro huerto, flotando; aquello no parecía ser carne ni sangre: flotaba, fantasmagórico, como de juguete, comparable tal vez a aquellos monigotes que el enfermero del señor Matzerath anuda con cordeles. Una caballería polaca anudada, sin ruido y, sin embargo, retumbante; sin carne, sin sangre y, no obstante, polaca y a galope tendido hacia nosotros, que nos echamos al suelo y dejamos pasar sobre nosotros la luna y el escuadrón polaco; y cayeron también sobre el huerto de mi madre y sobre todos los demás huertos bien cuidados, pero sin arrasar nada, sino que sólo se llevaron al pobre Víctor y a los dos verdugos, y se perdieron a campo abierto bajo la luna —perdidos, aún no perdidos, cabalgando hacia el este, hacia Polonia, tras la luna.

Esperamos, jadeantes, hasta que la noche se calmara, hasta que el cielo se cerrara y suprimiera aquella luz, sola capaz de convencer para un supremo ataque a aquélla caballería desde hacía tanto putrefacta. Me levanté primero y felicité al señor Matzerath, aunque no subestimara la influencia de la luna, por su gran éxito. Pero él hizo con la mano, fatigado y deprimido, un ademán desdeñoso: —¿Éxito, querido Godof redo? Ya estoy saturado de éxito. Me gustaría por una vez no tenerlo. Pero eso es difícil y requiere un tremendo esfuerzo.

A mí este comentario no me gustó, porque soy hombre laborioso y nunca tengo éxito. El señor Matzerath me pareció desagradecido, y así se lo dije: —¡Eres presuntuoso, Óscar! —me atreví a decirle, porque entonces ya nos tuteábamos—. Todos los periódicos están llenos de ti. Te has hecho un nombre. Y más vale no hablar del dinero. Pero ¿crees tú acaso que sea fácil para mí, al que ningún periódico nombra, aguantar a tu lado, al lado del que todo el mundo celebra? ¡Cuánto daría por realizar alguna vez, una sola vez y completamente solo, una hazaña única, como ésta que tú acabas de realizar ahora y que llevara mi nombre, en letras de molde, a los periódicos: Ésto lo ha hecho Godofredo Vittlar!

La carcajada del señor Matzerath me molestó. Estaba tendido boca arriba, escarbaba en la tierra suelta un lecho para su joroba, arrancaba la hierba con ambas manos, echaba los puñados al aire y se reía cual un dios inhumano que todo lo puede: —¡Mi querido amigo, nada más fácil! ¡Toma, aquí tienes mi cartera de negocios! Fue un milagro que no cayera bajo los cascos de la caballería polaca. Te la regalo, y ya sabes que contiene el tarro con el anular. ¡Tómalo todo y ve corriendo a Gerresheim, allí está parado todavía el tranvía iluminado, sube y condúcete a ti y mi regalo a la Jefatura de Policía, en dirección del Fürstenwall, presenta la denuncia y ya mañana verás tu nombre deletreado en todos los periódicos!

Al principio rechacé la proposición, alegando que sin duda él no podría vivir sin el dedo del tarro. Pero él me tranquilizó, diciendo que, en el fondo, toda aquella historia del dedo ya le causaba náuseas y que, por lo demás, poseía varios modelos en yeso e inclusive había encargado que le hicieran uno de oro; que me decidiera, pues, de una vez a tomar la cartera, me fuera al tranvía y presentara la denuncia a la policía.

Me fui, pues, y por mucho rato seguí oyendo reír al señor mientras yo me dirigía hacia la ciudad tocando la campanilla del tranvía, él quería someterse a la influencia de la noche, arrancar la hierba y seguir riendo. A mí, en cambio, gracias a la bondad del señor Matzerath, la denuncia —no la presenté hasta la mañana siguiente— me ha llevado varias veces a los periódicos.

Por mi parte, yo, el bondadoso señor Matzerath, estuve tendido toda la noche, riendo a carcajadas, en la hierba oscura detrás de Gerresheim; me revolqué muerto de risa bajo las pocas severas estrellas visibles, escarbé para mi joroba un lecho tibio en la madre tierra, y me decía: Duerme, Óscar, duerme una horita, antes de que despierte la policía. Ya nunca más volverás a estar tendido tan libremente bajo la luna.

Y cuando desperté, observé, antes de que pudiera observar nada, que era de día y que algo, alguien, me lamía la cara: era algo tibio, rugoso, regular y húmedo.

¿Sería ya la policía, avisada por Vittlar, que había venido y me estaba despertando a lametones? De todos modos, no quise abrir los ojos inmediatamente, sino que dejé que aquella cosa tibia, rugosa, regular y húmeda me fuera lamiendo y dándome placer, siéndome por lo demás indiferente quién me lamiera: será la policía, conjeturaba Óscar, o una vaca. Y fue sólo entonces cuando abrí mis ojos azules.

Era negra con manchas blancas, estaba tendida a mi lado y respiraba y me lamía hasta que abrí los ojos. Ya había abierto plenamente el día, de nublado a sereno, y me dije: Óscar, no te quedes aquí con esta vaca, por muy celestial que sea su mirada y por mucho que, con su lengua rugosa, tranquilice y reduzca tu memoria. Ya es de día, las moscas zumban y tú tienes que emprender la fuga. Vittlar te denuncia y, por consiguiente, tienes que huir. Una denuncia auténtica necesita una fuga auténtica. Deja mugir la vaca y huye. Te alcanzarán aquí o allá, pero eso no te importa.

Emprendí pues la fuga, lamido, lavado y peinado por una vaca. A los pocos pasos me dio un ataque de risa matutino y transparente. Dejé mi tambor junto a la vaca, que permaneció tendida y mugiendo, y me fugué sin contener la risa.