El anular

—Conque —decía Zeidler— ustedes ya no quieren trabajar —le sacaba de quicio que Klepp y Óscar permanecieran sentados, ya fuera en el cuarto de aquél o en el de éste, y no hicieran prácticamente nada. Cierto que con el resto del anticipo que el doctor Dösch me había dado en el cementerio del Sur en ocasión del entierro de Schmuh había yo pagado la renta de octubre de los dos cuartos, pero ya noviembre se acercaba y amenazaba con ser un mes igualmente sombrío desde el punto de vista financiero.

Y, sin embargo, no nos faltaban las ofertas. Hubiéramos podido tocar jazz en algún dancing o en algún local nocturno. Pero Óscar ya no quería volver a tocar jazz. Klepp y yo estábamos de uñas. Él pretendía que mi nueva manera de tocar el tambor ya nada tenía que ver con el jazz. Yo no le contradecía, y esto lo llevaba a él a llamarle traidor a la idea del jazz.

Sólo cuando a principios de noviembre consiguió Klepp un nuevo baterista —Bobby, del «Unicornio», un muchacho entusiasta— y, juntamente con él, un nuevo contrato en el barrio viejo, volvimos a ser amigos, pese a que en dicha época Klepp empezara más bien a hablar que a pensar conforme a la línea del Partido Comunista Alemán.

A mí sólo me quedaba ya abierta la puertecita de la agencia de conciertos del doctor Dösch. Con María no podía ni quería volver, sobre todo por cuanto su admirador, aquel Stenzel, quería divorciarse, para convertir luego a mi María en una María Stenzel. De vez en cuando grababa con Korneff algún epitafio en el Bittweg, o hacía una que otra aparición en la Academia de Bellas Artes y me dejaba poner negro y abstraer por apóstoles aplicados del arte; visitaba también con frecuencia, pero sin intención alguna, a la musa Ulla, que poco después de nuestro viaje al Muro del Atlántico hubo de romper su compromiso con el pintor Lankes, porque éste ya sólo quería pintar cuadros caros de monjas y ni siquiera la vapuleaba.

De todos modos, la tarjeta del doctor Dösch seguía, muda y apremiante, sobre la mesita de mi cuarto, al lado de la bañera. Cuando en una ocasión la rompí y tiré los pedazos, porque no quería tener nada que ver con aquel doctor Dösch, comprobé con horror que me había aprendido el número de teléfono y la dirección completa de memoria, como si fuera una poesía. Estuve así tres días, y comoquiera que el número de teléfono no me dejara dormir, al cuarto día me metí en una cabina telefónica, conseguí a Dösch al aparato, y éste me rogó que pasara por la agencia aquella misma tarde, pues quería presentarme al jefe: el jefe esperaba al señor Matzerath.

La agencia de conciertos «Oeste» se hallaba en el octavo piso de un inmueble de oficinas. Antes de tomar el ascensor pregúnteme si detrás del nombre de la agencia no se escondería algún tenebroso propósito político. Si hay una agencia de conciertos que se llama «Oeste», ha de haber también sin duda en algún otro inmueble una agencia llamada «Este». El nombre no estaba mal escogido, porque inmediatamente di yo mi preferencia a la agencia «Oeste» y, al abandonar el ascensor en el octavo piso, tenía ya la impresión de haberme decidido por la elección correcta. Alfombras, mucho latón, iluminación indirecta, todo a prueba de ruidos, armoniosa distribución de puertas, secretarias de piernas largas que transportaban en un crujir de seda el olor de los cigarros de sus jefes: estuve en un tris de salir corriendo de las oficinas de la agencia «Oeste».

El doctor Dösch me recibió con los brazos abiertos. Óscar se alegró de que no le apretara contra su pecho. Al entrar yo, la máquina de escribir de una muchacha de chaleco verde se calló, pero recuperó en seguida el tiempo que mi entrada le había hecho perder. Dösch me anunció al jefe. Óscar tomó asiento en el borde izquierdo anterior de un gran sillón tapizado en rojo inglés. Abrióse una puerta de dos batientes, la máquina de escribir contuvo el aliento, una corriente me aspiró en cierto modo del asiento, las puertas se cerraron tras de mí, y una alfombra que corría a través de una sala iluminada me llevó hasta un mueble de acero que me dijo: Óscar está ya frente al escritorio del jefe. ¿Cuántos quintales pesará? Levanté mis ojos azules, busqué al jefe detrás de la inmensa placa de roble vacía de la mesa y encontré, en una silla de ruedas que podía subirse y bajarse y orientarse lo mismo que una silla de dentista, paralítico y con vida sólo en los ojos y las puntas de los dedos, a mi amigo y mentor Bebra.

Y, por supuesto, también su voz. De lo hondo de Bebra llegó hasta mí: —Una vez más volvemos a encontrarnos, señor Matzerath. ¿No os dije yo hace ya varios años, cuando preferíais enfrentaros al mundo con vuestros tres años de edad: la gente como nosotros no se pierde? Compruebo únicamente, y me duelo de ello, que habéis modificado vuestras proporciones en forma exageradamente pronunciada y desventajosa. ¿No medíais en aquel tiempo a lo sumo noventa y cuatro centímetros?

Asentí, casi a punto de romper a llorar. En la pared, detrás de la silla de ruedas accionada por un motor eléctrico de ronroneo regular, colgaba por todo cuadro la imagen enmarcada, de tamaño natural y de busto, de mi Rosvita, la gran Raguna. Sin seguir mi mirada, pero conociendo perfectamente la meta de mis ojos, dijo Bebra: —Sí, ¡la pobre Rosvita! ¿Habríale gustado el nuevo Óscar? Lo dudo. Era muy diferente al Óscar que ella amaba: un Óscar de tres años, mofletudo y, con todo, muy enamorado. Lo adoraba, según me lo anunció, más que confesármelo. Pero ese Óscar, un día, no quiso ir a buscarle café, y entonces fue ella misma, y pasó a mejor vida. Que yo sepa, no es éste el único crimen cometido por aquel Óscar mofletudo. ¿No fue él, en efecto, el que con su tambor llevó a su pobre mamá a la tumba?

Asentí, logré verter, gracias a Dios, algunas lágrimas y mantuve los ojos fijos en Rosvita. Pero ya Bebra se aprestaba a asestarme otro golpe: —¿Y cómo fue aquello del funcionario del Correo, Jan Bronski, al que el Óscar de tres años acostumbraba llamar su presunto padre? Lo entregó a los esbirros. Éstos le atravesaron el pecho a balazos. ¿Podríais decirme acaso, señor Óscar Matzerath, que así os atrevéis a presentaros bajo otra figura, podríais decirme qué fuera del segundo presunto padre del tambor de tres años, de aquel negociante en ultramarinos Matzerath?

Confesé el nuevo crimen, admití haberme librado de Matzerath, describí su muerte por asfixia provocada por mí y dejé de esconderme detrás de aquella pistola ametralladora rusa, diciendo: —Fui yo, maestro Bebra. Hice eso y aquello, y provoqué esta muerte, y tampoco soy inocente de la otra. ¡Piedad! —Bebra se echó a reír. No podría decir con qué rió. Su silla de ruedas temblaba, un soplo de aire agitaba su canoso pelo de gnomo sobre aquellas infinitas arrugas que surcaban su cara.

Nuevamente volví a implorar misericordia. Di a mi voz una dulzura de la que yo sabía que producía su efecto; me llevé las manos, de las que sabía también que eran bellas e impresionaban, a la cara: —¡Compadeceos de mí, querido maestro Bebra, tenedme compasión!

Él, convertido en mi juez y representando admirablemente su papel, apretó entonces uno de los botones de aquella tablita de color marfil que tenía entre los dedos y las rodillas.

La alfombra trajo a la muchacha del chaleco verde. Venía con un cartapacio y lo extendió sobre aquella tabla de roble que, apoyada en un armazón de tubos de acero, quedaba aproximadamente a la altura de mis clavículas y no me permitía ver lo que estaba dejando en ella la muchacha. Luego me tendió una pluma estilográfica: tratábase de obtener la compasión de Bebra al precio de mi firma.

Me atreví, sin embargo, a formular en dirección de la silla de ruedas unas preguntas. Se me hacía difícil estampar a ciegas mi firma en el lugar que una uña barnizada me señalaba.

—Es un contrato de trabajo —me informó Bebra—. Se requiere el nombre completo. Escriba usted Óscar Matzerath, para que sepamos con quién tratamos.

Inmediatamente después que hube firmado, el zumbido del motor eléctrico se quintuplicó; levanté la mirada de la estilográfica y alcancé todavía a ver que una silla de ruedas, que se desplazaba rápidamente haciéndose más pequeña a medida que se alejaba, se plegaba y, siguiendo el entarimado, desaparecía por una puerta lateral.

No faltará quien crea ahora que aquel contrato que firmé en dos ejemplares me compraba el alma o me obligaba a hechos abominables. ¡Todo lo contrario! Cuando, con la ayuda del doctor Dösch, leí en la antesala el texto del contrato, comprendí muy pronto y sin mayor dificultad que la obligación de Óscar consistía en tocar él solo, con su tambor, ante el público, y que había de tocar tal como lo había hecho a los tres años de edad y, más adelante, una noche en el Bodegón de las Cebollas de Schmuh. La agencia de conciertos se comprometía por su parte a preparar mis giras y, antes de que apareciera «Óscar, el Tambor», a tocar ella el tambor de la propaganda.

Mientras se procedía a ésta, viví de un segundo munífico anticipo que me concedió la agencia de conciertos «Oeste». De vez en cuando iba al inmueble de oficinas, hablaba con los periodistas y dejaba que me hicieran fotos, y una vez inclusive me extravié en aquel edificio que olía, se veía y tocaba por todas partes cual algo sumamente indecente que hubieran recubierto con un preservativo aislante e infinitamente extensible. El doctor Dösch y la muchacha del chaleco me trataban con toda clase de consideraciones, pero al maestro Bebra ya no volví a verlo.

En realidad, ya después de la primera gira me hubiera podido permitir una habitación mejor. Pero, a causa de Klepp, me quedé con los Zeidler y busqué una reconciliación con el amigo que me tomaba tan a mal mi trato con los empresarios; pese a ello, no cedí, ni fui ya más con él al barrio viejo, ni volví a beber cerveza ni a comer morcilla fresca con cebollas, sino que, preparándome ya para mis futuros viajes, comía en los excelentes restaurantes de las estaciones del ferrocarril.

Óscar no encuentra aquí lugar para narrar en detalle sus éxitos. Una semana antes de iniciar mi gira, hicieron su aparición aquellos carteles escandalosamente eficaces que preparaban mi triunfo y anunciaban mi presentación como la de un mago, de un curandero o de un Mesías. Primero hube de causar estragos en las ciudades de la región del Ruhr. Las salas en las que me exhibía eran para mil quinientas o más de dos mil personas. Yo me sentaba ante un telón de terciopelo negro, completamente solo. Un proyector me señalaba con su dedo. Vestía de smoking. Aunque tocara el tambor, mis admiradores no eran los fanáticos juveniles del jazz. Eran más bien los adultos de cuarenta y cinco años para arriba los que venían a oírme y a aplaudirme. Para ser más preciso, debería decir que los adultos entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cinco años constituían aproximadamente la cuarta parte de mi público. Eran mis admiradores más jóvenes. Otra cuarta parte eran personas entre los cincuenta y cinco y los setenta años. Los ancianos y las ancianas constituían más de la mitad, y desde luego la más agradecida de mis oyentes. Dirigíame a gente de edad provecta, y cuando hacía hablar a mi tambor de los tres años, ellos me contestaban, no permanecían callados y manifestaban su alegría no ciertamente en el lenguaje de los ancianos, sino con un balbucear y un tartamudear infantiles, y así, tan pronto como Óscar les tocaba algo de la vida maravillosa del maravilloso Rasputín, respondía a coro con un «Rachu, Rachu, Rachu». Pero, más que con Rasputín, que a la mayoría de los oyentes les resultaba ya demasiado complicado, alcanzaba mis mejores éxitos con aquellos temas que, sin acción alguna particular, sólo describían determinados estados a los que yo daba títulos por el estilo de: Los primeros dientes de leche - La terrible tosferina - Las medias largas de lana pican - Quien juega con fuego, moja la cama.

Eso era lo que más les gustaba a los viejitos; eso los entusiasmaba. Sufrían con los primeros dientes. Dos mil ancianos se agitaban convulsos cuando yo esparcía la tosferina. ¡Ay, cómo se rascaban con las medias largas de lana! ¡Cuánta dama, cuánto señor anciano mojaban su ropa interior y los asientos, cuando yo dejaba jugar con fuego a los niñitos! Ya no recuerdo si fue en Wuppertal o en Bochum; no, fue en Recklinghausen: tocaba yo ante un auditorio de viejos mineros; el sindicato subvencionaba el concierto, y me dijo que aquellos viejos camaradas bien podrían soportar un pequeño susto negro, ya que por espacio de tantos años habían manipulado el negro carbón. Óscar les tocó, pues, «La Bruja Negra» y pudo comprobar que mil quinientos camaradas que tenían en su haber explosiones de grisú, galerías inundadas, huelgas y períodos de paro forzoso, prorrumpieron en un clamor tan grande —por eso lo menciono— a causa de la perversa Bruja Negra, que detrás de los tupidos telones se rompieron algunos vidrios de la sala. Y así, por medio de este rodeo, volvía a hallar mi voz vitricida, aunque sólo hice de ella un uso muy discreto, porque no quería estropearme el negocio.

Porque es el caso que mi gira era todo un negocio. Cuando regresé e hice cuentas con el doctor Dösch, resultó que mi tambor de hojalata era una mina de oro.

Sin haber preguntado por el maestro Bebra —había ya perdido la esperanza de volver a verlo— el doctor Dösch me anunció que Bebra me esperaba.

Mi segunda visita al maestro fue bastante distinta de la primera. Óscar ya no tuvo que estar de pie ante el muelle de acero, sino que encontró para sí una silla de ruedas accionada por un electromotor, dirigible, colocada frente a la silla del maestro. Por mucho tiempo estuvimos sentados, sin decir palabra, escuchando noticias y comentarios de prensa a propósito del arte tamborístico de Óscar, que el doctor Dösch había tomado en cinta magnetofónica y ahora nos pasaba. Bebra parecía estar satisfecho. A mí, en cambio, la verborrea de los periodistas más bien me molestaba. Me convertían en objeto de culto, en un ídolo, y nos atribuían a mí y a mi tambor curas milagrosas. Decían que lográbamos eliminar la pérdida de la memoria, y allí sonó por vez primera el término ése de «Oscarismo», que más tarde había de convertirse en consigna.

A continuación la muchacha del chaleco me sirvió una taza de té. El maestro se puso dos pildoras sobre la lengua. Charlamos. Esta vez ya no me acusó. Era más bien como antaño, cuando estábamos sentados en el Café de las Cuatro Estaciones, con la diferencia, sin embargo, de que faltaba la signora, nuestra Rosvita. Cuando pude observar que, durante mis profusas descripciones del pasado de Óscar, Bebra se había dormido, jugué primero como cosa de un cuarto de hora todavía con mi silla eléctrica de ruedas, la hice ronronear y dispararse sobre el entarimado, le di vuelta a la derecha y luego a la izquierda, la dejé crecer y encogerse y me costó trabajo, en una palabra, separarme de aquel mueble universal que, con sus infinitas posibilidades, se me ofrecía cual vicio inocente.

Mi segunda gira cayó en el Adviento. Combiné pues en consecuencia mi programa y pude registrar los elogios tanto de la prensa católica como de la protestante. En efecto, logré convertir a unos viejos pecadores empedernidos en niñitos que, con sus vocecitas delgadas y conmovidas, cantaban canciones navideñas. «Jesús, por ti vivo, Jesús, por ti muero» cantaron dos mil quinientas personas a las cuales, en edad tan avanzada, nadie habría creído capaces de un fervor religioso tan infantil.

En forma parecida procedí en mi tercera gira, que cayó en los días del carnaval. En ninguno de los llamados carnavales infantiles hubiera podido darse un espectáculo tan alegre y espontáneo como en ocasión de mis conciertos, que convertían a toda abuelita temblorosa y todo abuelito tambaleante en una cómica o ingenua novia de bandido o en un capitán de bandoleros haciendo peng-peng.

Después del carnaval firmé los contratos con las compañías grabadoras de discos. Las impresiones las hice en unos estudios al alto vacío y experimenté al principio alguna dificultad a causa de aquella atmósfera excesivamente esterilizada; pero luego me hice colgar de las paredes del estudio fotografías gigantescas de ancianitos como los que se ven en los asilos o en los bancos de los parques, con lo que logré tocar el tambor lo mismo que durante los conciertos en las salas caldeadas por el público.

Los discos se vendieron como pan caliente, y Óscar se hizo rico. ¿Dejé acaso por ello mi mísero cuarto de baño del piso de los Zeidler? No, no lo dejé, porque allí seguía mi amigo Klepp y también la puerta vidriera esmerilada tras la cual había vivido antaño la señorita Dorotea. ¿Qué hizo, pues, Óscar con el dinero? Le hizo a María, a su María, una proposición.

Le dije: mira, si le das a Stenzel el pasaporte y no sólo no te casas con él, sino que lo pones sencillamente de patitas en la calle, te compro una moderna tienda de comestibles finos en el mejor centro comercial; a fin de cuentas, tú has nacido, querida María, para el negocio y no para el primer señor Stenzel que se te presente.

Con María no me había equivocado. Dejó plantado a Stenzel y, con mi dinero, abrió una tienda de comestibles finos de primera en la Friedrichstrasse, de la que, según me lo comunicó ayer María contenta y no sin agradecimiento, pudimos abrir la semana pasada, a tres años de distancia, una sucursal en Oberkassel.

¿Volvía yo de mi séptima o de mi octava gira? Era durante el caluroso mes de julio. En la Estación Central llamé un taxi y me hice llevar directamente al edificio comercial. Lo mismo que junto a la estación, esperábanme también allí los molestos cazadores de autógrafos, en su mayoría hombres pensionados y abuelas que hubieran hecho mejor en cuidar de sus nietos. Pedí que me anunciaran inmediatamente al jefe y hallé efectivamente abiertos los batientes de la puerta y la alfombra que conducía al mueble de acero, pero, detrás del escritorio no estaba sentado el maestro, ni me esperaba a mí mi silla de ruedas, sino la sonrisa del doctor Dösch.

Bebra había muerto. Hacía ya varias semanas que el maestro Bebra había dejado de existir. A petición suya no se me había informado a mí de su deceso. Nada, ni siquiera su muerte, había de interrumpir mi gira. Poco después, al abrirse su testamento, heredé una fortuna apreciable y el retrato de Rosvita, pero experimenté sensibles pérdidas financieras, porque suspendí sin aviso previo dos giras ya contratadas por el sur de Alemania y en Suiza y tuve que hacer frente a una demanda por incumplimiento de contrato.

Descontando algunos miles de marcos, la muerte de Bebra me afectó profundamente y por algún tiempo. Encerré mi tambor y apenas lograban sacarme de mi cuarto. Añadióse a esto que, por aquellos días, se casó mi amigo Klepp, haciendo su esposa a una vendedora pelirroja de cigarrillos, porque en una ocasión le había regalado una de sus fotos. Poco antes del casamiento, al que no me invitaron, Klepp dejó su cuarto, se trasladó a Stockum, y Óscar se quedó como único inquilino de Zeidler.

Mi relación con el Erizo había variado algo. Después de que casi todos los periódicos hubieran publicado mi nombre en letras de molde, tratábame con respeto y, a cambio de cierta cantidad de dinero, me entregó también la llave del cuarto vacío de la señorita Dorotea, que más tarde alquilé yo mismo, para que él no pudiera realquilarlo.

En esta forma, mi tristeza tenía un proyecto claramente definido. Abría yo las puertas de los dos cuartos y me iba de la bañera del mío a la alcoba de Dorotea siguiendo la alfombra de coco, me extasiaba allí ante el armario vacío, dejaba que el espejo de la cómoda hiciera mofa de mí, desesperábame ante la pesada cama sin ropa, huía al corredor y de éste a mi cuarto, que también se me hacía insoportable.

Contando probablemente como clientes con las personas solitarias, un prusiano oriental muy listo para los negocios, que había perdido una heredad en Masuria, abrió cerca de la Jülicherstrasse un negocio que, en forma sencilla y apropiada, se designaba como «Instituto de alquiler de perros».

Allí alquilé yo a Lux, un rottweiler negro de pelo brillante, fuerte y tal vez un poco demasiado gordo. Salía con él de paseo, para no tener que correr en el piso de los Zeidler de mi bañera al armario vacío de la señorita Dorotea y viceversa.

El perro Lux me conducía a menudo a orillas del Rin. Allí ladraba a los barcos. El perro Lux me conducía a menudo a Rath, al bosque de Grafenberg, donde ladraba a las parejas de enamorados. A fines de julio del cincuenta y uno, el perro Lux me llevó a Gerresheim, un suburbio de Düsseldorf, que sólo a duras penas lograba disimular su origen aldeano rural mediante unas pocas industrias y una fábrica de vidrio de cierta importancia. Inmediatamente después de Gerresheim había unos huertecillos y, entre ellos y por todos lados, unos pastos delimitados por cercos y campos en los que los cereales —creo que se trataba de centeno— ondulaban al viento.

¿He dicho ya que fue un día caluroso cuando el perro Lux me llevó a Gerresheim y desde allí, por entre los huertecillos, hacia los campos de cereales? No solté a Lux hasta que hubimos dejado atrás las últimas casas del suburbio. Y, sin embargo, no se movió de mi lado, porque era un perro fiel, un perro particularmente fiel, ya que, en cuanto perro de un instituto de alquiler de perros, había de ser fiel a muchos amos.

En otras palabras; el rottweiler Lux me obedecía, era todo lo contrario de un salchicha. Esta obediencia canina se me hacía exagerada, y hubiera preferido verlo correr, y hasta llegué a darle algún puntapié para que lo hiciera; pero él se agachaba, como si no tuviera limpia la conciencia, y no cesaba de volver hacia mí su negro cuello lustroso y de mirarme con ojos proverbialmente caninos.

—¡Corre, Lux! —le gritaba—. ¡Corre!

Lux obedeció varias veces, pero en forma tan breve, que hubo de sorprenderme agradablemente al ver que, una de ellas, tardaba algo más y desaparecía en el trigal que aquí era centeno y se mecía al viento. Bueno, mecerse no: el aire estaba inmóvil y amenazaba una tormenta.

Estará persiguiendo un conejo, pensaba yo. O tal vez sólo experimenté la necesidad de estar solo y de poder ser perro, lo mismo que Óscar, antes del perro, hubiese deseado ser hombre.

No prestaba yo la menor atención a mis alrededores. Ni los huertecillos, ni Gerresheim, ni la ciudad que se extendía atrás envuelta en la neblina a ras del suelo atraían mi mirada. Me senté sobre un rodete de cable vacío y herrumbroso, que ahora no puedo menos que designar como tambor de cable, porque apenas Óscar se hubo sentado sobre la herrumbre, empezó a tamborilear en ella con los nudillos. Hacía calor, la ropa me pesaba, no era lo suficientemente estival. Lux se había ido y no volvía. Por supuesto, el tambor de cable no reemplazaba mi tambor de hojalata, pero en fin, lentamente me fui deslizando hacia el pasado y, cuando ya no podía seguir, cuando volvían siempre a interponerse las imágenes de los últimos años llenas de ambiente de hospitales, cogí dos palos secos y me dije: Ahora verás, Óscar. Ahora vamos a ver lo que eres y de dónde vienes. Y ya las dos bombillas de sesenta vatios de mi nacimiento se encendían. La mariposa nocturna daba alternativamente contra una y otra. A lo lejos, una tormenta se desplazaba con estrépito de carro de mudanzas. Y yo oía hablar a Matzerath y, a continuación, a mamá. Él me prometía el negocio, en tanto que mamá me prometía el juguete: a los tres años me darían el tambor. Así pues, esforzóse Óscar por pasar aquellos tres primeros años lo más rápidamente posible: comía, bebía, devolvía, aumentaba, me dejaba pesar, envolver en pañales, bañar, cepillar, empolvar, vacunar, admirar, dejaba que me llamaran por mi nombre, echaba sonrisitas cuando me las pedían, me ponía contento para darles gusto, me dormía a mi hora, me despertaba puntualmente y ponía durante el sueño eso que los adultos llaman carita de ángel. Varias veces tuve diarrea, me resfrié a menudo, contraje la tosferina, la retuve por algún tiempo y no la solté hasta que hube comprendido su ritmo y me lo hube fijado para siempre en las muñecas; porque, como ya sabemos, el numerito «Tosferina» formaba parte de mi repertorio, y cuando Óscar evocaba con su tambor la tosferina ante dos mil personas, dos mil viejitos y viejitas tosían al unísono.

Junto a mí, Lux gimoteaba y se me restregaba contra las rodillas. ¡Qué perro éste del instituto de alquiler de perros que mi soledad me había hecho adoptar! Ahí estaba, sobre sus cuatro patas y moviendo la cola; un perro que tenía la mirada canina y exhibía algo en su hocico babeante: un palo, una piedra, o cualquier otra cosa de las que suelen ser preciosas a los perros.

Poco a poco mi edad temprana, tan importante, se me fue escabullendo. Cedió el dolor de las encías que me anunciaba los primeros dientes de leche, y, cansado, me recliné buscando apoyo: un adulto, un jorobado elegantemente vestido, aunque con ropa demasiado calurosa, con su reloj de pulsera, su tarjeta de identidad y un fajo de billetes en la cartera. Tenía ya un cigarrillo entre los labios, una cerilla lista, y me disponía a dejar que el tabaco fuera eliminando de mi boca aquel gusto infantil tan característico.

¿Y Lux? Lux se frotaba contra mis piernas. Lo rechacé, le eché al hocico el humo del cigarrillo. Eso no le gustaba, pero se quedó de todos modos y siguió restregándose contra mí. Me lamía con los ojos. Eché un vistazo a los alambres tendidos entre los primeros postes telegráficos en busca de golondrinas, pues quería servirme de ellas cual medio contra perros molestos. Pero no había golondrinas y Lux seguía en sus trece. Su hocico se me metió entre las piernas del pantalón y halló el lugar con tanta seguridad como si el alquilador de perros de la Prusia Oriental lo hubiese amaestrado expresamente a tal objeto.

Le di dos veces con el tacón. Apartóse algo, pero seguía allí, temblando sobre sus cuatro patas, tendiéndome su hocico con el palo, la piedra o lo que fuera, en forma tan insistente, como si en lugar de un palo o una piedra me estuviese mostrando mi cartera, que palpaba yo en mi chaqueta, o el reloj, que seguía haciéndome tic tac en la muñeca.

¿Qué es, pues, lo que me tendía? ¿Qué era aquello tan importante y tan digno de mostrar?

Metí los dedos entre sus dientes cálidos, lo sentí inmediatamente en la mano, reconocí en el acto lo que tenía y, sin embargo, hice como si buscara la palabra que designara aquel hallazgo que Lux me había traído del campo de centeno.

Hay partes del cuerpo humano que, una vez desprendidas y separadas del centro, se dejan contemplar más fácilmente y examinar mejor. Aquello era un dedo. Un dedo de mujer. Un dedo anular. Un dedo anular femenino. El dedo se había dejado cortar entre el metacarpo y la primera falange, unos dos centímetros abajo del anillo. Un segmento limpio y claramente visible conservaba el tendón del músculo extensor.

Era un dedo bello y móvil. La piedra del anillo, sostenida por seis garras de oro, era una aguamarina, según me pareció entonces y había de revelarse más adelante. El anillo mismo se veía tan usado en un lugar, delgado hasta casi el punto de romperse, que lo tuve por una alhaja de familia. Aunque bajo la uña la basura o, mejor dicho, la tierra dibujara un borde, como si el dedo hubiera tenido que raspar o excavar tierra, el corte y la comisura de la uña daban la impresión de un dedo bien cuidado. En cuanto a lo demás, una vez extraído de la boca cálida del perro, el dedo se sentía frío, lo que confirmaba asimismo su palidez peculiar.

Desde hacía ya varios meses, Óscar llevaba en el bolsillo pectoral de su chaqueta un pañuelo de caballero que le salía en triángulo. Sacó el pedazo de seda, lo extendió, envolvió en él el anular y apreció que la cara interior del dedo exhibía hasta la altura de la tercera falange unas líneas que indicaban aplicación, tenacidad y una obstinación ambiciosa.

Una vez que hube guardado el dedo en el pañuelo, me puse en pie, acaricié el cuello del perro Lux y me eché a andar con el pañuelo y el dedo envuelto en éste en la mano derecha. Quería regresar a Gerresheim y a casa, proponiéndome hacer con el hallazgo esto o aquello, y llegué inclusive hasta el primer cerco de un huertecito, cuando sentí que alguien me interpelaba y vi a Vittlar, que estaba encaramado en una de las ramas de la horcadura de un manzano y nos había observado a mí, al perro y a su descubrimiento.