El Bodegón de las Cebollas

Así como nosotros amábamos los prados a orillas del Rin, así amaba el fondista Ferdinand Schmuh la orilla derecha, entre Düsseldorf y Kaiserswerth. Por lo regular, nosotros ensayábamos nuestra música arriba de Stockum. Schmuh, en cambio, exploraba con su escopeta de caza los setos y las matas del declive de la orilla, en busca de gorriones. Éste era su pasatiempo favorito; con él se reponía. Cuando Schmuh tenía contrariedades en el negocio, ordenaba a su mujer que se pusiera al volante del Mercedes, tomaban a lo largo de la orilla, dejaban el coche arriba de Stockum, y él se echaba a caminar a pie campo traviesa con sus pies ligeramente planos y su escopeta apuntando hacia abajo, arrastrando a su esposa, que hubiera preferido quedarse en el auto, la instalaba sobre alguna cómoda piedra de la orilla y desaparecía entre los setos. Nosotros tocábamos nuestro rag-time, en tanto que él hacía resonar los matorrales. Mientras nosotros cultivábamos la música, Schmuh cazaba gorriones.

Scholle, que al igual de Klepp conocía a todos los fondistas del barrio viejo, decía, así que se oían los primeros disparos entre la verdura:

—Schmuh anda cazando gorriones.

Comoquiera que Schmuh ya no vive, puedo pronunciar mi oración fúnebre aquí mismo: Schmuh era un buen cazador y, posiblemente también, un buen hombre; porque cuando Schmuh cazaba gorriones, guardaba sin duda su munición de pequeño calibre en su bolsillo izquierdo, pero su bolsillo derecho, en cambio, estaba lleno a reventar de alpiste que repartía con grandes movimientos generosos, y no antes de tirar, sino después, entre los gorriones. Por lo demás Schmuh no mataba nunca más de doce gorriones en una tarde.

Estando Schmuh en vida todavía, dirigiósenos una fresca mañana de noviembre del año cuarenta y nueve —hacía ya semanas que estábamos ensayando a la orilla del Rin—, y no en forma discreta, sino alzando la voz: —¿Cómo voy a poder tirar, si ustedes con su música me asustan a los pajaritos?

—¡Ah! —dijo Klepp en son de excusa, presentando su flauta a modo de fusil—, usted es el señor que anda tirando por los setos en forma tan sumamente musical y tan exactamente adaptada a nuestras melodías; ¡mis respetos, señor Schmuh!

A Schmuh le halagó que Klepp lo conociera por su nombre, pero le preguntó de todos modos que de dónde lo conocía. Klepp se hizo el sorprendido: Pero si todo el mundo conoce al señor Schmuh, ahí viene el señor Schmuh, ha visto usted al señor Schmuh, dónde está hoy el señor Schmuh, el señor Schmuh está cazando gorriones.

Convertido por la gracia de Klepp en un Schmuh de dominio público, Schmuh nos ofreció cigarrillos, nos preguntó nuestros nombres y nos rogó que le tocáramos algo de nuestro repertorio. Le ofrecimos un Tigerrag, al final del cual hizo señas a su esposa que estaba sentada con su abrigo de pieles sobre una piedra y dejaba volar sus pensamientos con las olas del Rin. Vino ella con su abrigo, y tuvimos nuevamente que tocar. Le dedicamos High Society y, cuando terminamos, exclamó la de las pieles: —¡Pero Ferdy, si esto es precisamente lo que andabas buscando para el negocio! —Él pareció ser de la misma opinión, y creyó seguramente que nos habría buscado y encontrado, pero tomándose tiempo para hacer bien sus cuentas, posiblemente, hizo rebotar algunos guijarros planos, no sin habilidad, sobre la superficie de las aguas del Rin, antes de hacernos la siguiente proposición: Música en el Bodegón de las Cebollas, de nueve de la noche a dos de la madrugada, diez marcos por cabeza; bueno, que sean doce. Klepp dijo diecisiete para que Schmuh pudiera decir quince, pero Schmuh dijo catorce cincuenta y cerramos el trato.

Visto desde la calle, el Bodegón de las Cebollas parecíase a muchos otros de esos pequeños restaurantes modernos que se distinguen de los más antiguos en que son más caros. La razón de los precios más altos podría buscarse en la extravagante decoración interior de los locales modernos, llamados locales de artistas, así como en los nombres que suelen ostentar, desde el discreto «Ravioli», pasando por el misterioso o existencialista «Tabú», hasta el fuerte y fogoso «Paprika» —o el Bodegón de las Cebollas, por ejemplo.

Con mano deliberadamente inhábil habían pintado el nombre de Bodegón de las Cebollas y la imagen expresivamente ingenua de una cebolla en un escudo de esmalte que, a la manera alemana antigua, colgaba frente a la fachada de una horca de hierro colado con muchos recovecos. Vidrios abombados de un verde color botella de cerveza vestían la única ventana. Ante la verja pintada al minio, que en los malos años pudo haber servido de puerta de un refugio antiaéreo, montaba guardia, revestido de una zamarra rústica, el portero. No todo el mundo podía entrar en el Bodegón de las Cebollas. Sobre todo los viernes, en que los sueldos semanales se convertían en cerveza, era cosa de negar la admisión a los cofrades del barrio viejo, para los que, por lo demás, el Bodegón de las Cebollas habría resultado demasiado caro. Pero el que podía entrar hallaba detrás de la verja de minio cinco gradas de cemento, bajábalas, hallábase en un descansillo de un metro por un metro —al que el cartel de una exposición de Picasso confería mayor categoría y originalidad—, bajaba otras gradas, cuatro esta vez, y se encontraba ante el guardarropa. «¡Se ruega pagar después!», rezaba un letrero de cartón, y el joven de detrás del guardarropa —por lo regular un discípulo barbudo de la Academia de Bellas Artes— nunca aceptaba el dinero por adelantado, porque el Bodegón de las Cebollas era caro, sin duda, pero serio, eso sí.

El dueño recibía personalmente a cada uno de sus huéspedes, lo que hacía con cejas y gestos extremadamente móviles, como si se tratara de practicar con todo nuevo huésped una ceremonia de iniciación. Como ya sabemos, el dueño se llamaba Schmuh, cazaba ocasionalmente gorriones y poseía el sentido de aquella sociedad que, después de la reforma monetaria, vino a formarse en Düsseldorf con cierta rapidez, y en otros sitios con no tanta, pero de todos modos.

El Bodegón de las Cebollas propiamente dicho era —y en eso se aprecia la seriedad del local acreditado— una bodega auténtica, inclusive algo húmeda. Comparémosla con un tubo largo de pie plano, de unos cuatro metros por dieciocho, que habían de caldear dos estufas de tubos asimismo originales. Claro que, en realidad, la bodega no era tal bodega. Le habían quitado el techo, ampliándola arriba con la planta baja. Y así, la única ventana del Bodegón de las Cebollas tampoco era una ventana de bodega, sino la antigua ventana del local de la planta baja, lo que sin embargo sólo en forma insignificante afectaba a la seriedad del local acreditado. Comoquiera, sin embargo, que de no haber estado provista de vidrios abombados se hubiera podido ver por la ventana, y comoquiera que se había construido en la parte de la bodega ampliada hacia arriba una galería, a la que se podía subir por una escalera de gallinero de lo más original, bien puede designarse al Bodegón de las Cebollas como local serio, aunque no fuera propiamente una bodega; después de todo, ¿por qué había de serlo?

Se me estaba pasando indicar que tampoco la escalera de gallinero de la galería era en realidad una escalera de gallinero propiamente dicha, sino más bien una especie de escalerilla de barco, ya que, a derecha e izquierda de la escalera peligrosamente empinada, uno podía agarrarse a sendas cuerdas de tender de lo más originales también. Este conjunto oscilaba un poco, hacía pensar en un viaje por mar y encarecía en consecuencia el Bodegón de las Cebollas.

Unas lámparas de carburo, como las que suelen usar los mineros, iluminaban el Bodegón de las Cebollas, esparcían un olor a carburo —lo que daba ocasión a un nuevo aumento de los precios— y transportaban al huésped de pago del Bodegón de las Cebollas a las galerías de una mina, digamos de potasio, a novecientos cincuenta metros bajo tierra: mineros con los torsos desnudos que pican en la roca y atacan una vena, el raspador que recoge el mineral, las perforadoras que rugen, las vagonetas que se llenan; allá a lo lejos, donde la galería dobla hacia la sala Friedrich Dos, una luz que oscila: es el jefe de turno; se acerca, dice «¡buena suerte!» y mueve una lámpara de carburo exactamente igual que aquellas lámparas de carburo que colgaban de las paredes sin revoque, someramente enjalbegadas, del Bodegón de las Cebollas, iluminando, oliendo, aumentando los precios y esparciendo una atmósfera original.

Los asientos incómodos —unas cajas vulgares— estaban tapizados con sacos de cebollas, pero las mesas de madera, en cambio, brillaban bien pulidas y sacaban al parroquiano de la mina hacia unos apacibles comedores campestres, como suelen verse en el cine.

Eso era todo. ¿Y el mostrador? No había mostrador. ¡Camarero, la carta, por favor! Ni camarero, ni carta. Sólo falta nombrarnos a nosotros, «The Rhine River Three». Klepp, Scholle y Óscar sentábanse bajo la escalera de gallinero que era en realidad una escalera de barco, llegaban a las nueve, sacaban sus instrumentos y empezaban a tocar a eso de las diez. Pero como ahora sólo son las nueve y cuarto, dejemos para después lo que a nosotros se refiere. Por lo pronto pongamos nuestra mira en Schmuh tal como Schmuh apuntaba con su escopeta a los gorriones.

Una vez que el Bodegón de las Cebollas se había llenado —medio lleno contaba como lleno—, Schmuh, el dueño, se ponía el mandil. El mandil, de seda azul cobalto, era estampado, especialmente estampado, y se menciona porque el acto de ponérselo el dueño revestía importancia. El motivo estampado puede designarse como cebollas doradas. Y sólo cuando él se lo ponía podía decirse que el Bodegón estaba abierto.

Los parroquianos: comerciantes, médicos, abogados, artistas y actores, periodistas, gente del cine, deportistas conocidos, altos funcionarios del Estado o del Municipio y, en resumen, todos cuantos hoy en día se dicen intelectuales sentábanse allí con sus esposas, sus amigas, sus secretarias, sus decoradoras, así como también con amiguitas masculinas, sobre las cajas tapizadas de arpillera y, hasta tanto que Schmuh no se ponía el mandil con las cebollas doradas, hablaban en voz baja, en tono de cansancio y como cohibidos. Esforzábanse por iniciar una conversación, pero sin conseguirlo; los mejores propósitos naufragaban sin llegar a tocar los verdaderos problemas; de buena gana habríanse soltado, diciendo de una vez por todas la verdad, descargándose el hígado, el corazón, los pulmones, dejando de lado toda reflexión, para exponer la verdad sin tapujos y mostrarse al desnudo; pero no era posible. Aquí y allá se apuntan los contornos de una carrera frustrada, de un matrimonio desgraciado. Aquel señor de la cabeza maciza e inteligente y de manos blandas y casi delicadas parece tener dificultades con su hijo, que no quiere aceptar el pasado de su padre. Las dos damas de abrigo de visón, que a la luz del carburo no tienen mal aspecto, pretenden haber perdido la fe. ¿En qué? No se sabe. Tampoco se ha llegado a saber nada del pasado de aquel señor de la cabeza maciza, ni de cuáles pueden ser las dificultades que le crea el hijo al padre a propósito de su pasado; es, en conjunto —perdónesele a Óscar la comparación—, como antes de poner el huevo: esfuerzos, más esfuerzos…

Esforzábase en vano el Bodegón de las Cebollas, hasta que el dueño Schmuh hacía una breve aparición con el mandil de marras, agradecía el «¡Ah!» con que se le acogía, desaparecía luego durante unos minutos detrás de un telón al final de la bodega, donde quedaban los excusados y un depósito, y salía de nuevo a escena.

Pero ¿por qué acoge al patrón, al presentarse éste de nuevo ante sus huéspedes, otro «¡Ah!» más alegre todavía y casi de liberación? Veamos: el dueño de un acreditado local nocturno desaparece tras un telón, toma algo del depósito, regaña un poco en voz baja a la mujer de los lavabos que está sentada allí leyendo una revista ilustrada, sale de nuevo a escena y se le acoge como si fuera el Salvador o el tío millonario.

Schmuh avanzaba entre sus huéspedes con un pequeño cesto colgándole del brazo. Recubría el cestito un paño de cuadros azules y amarillos. Sobre el paño había unas tablitas de madera recortadas con figuras de puercos y de peces. El fondista Schmuh repartía entre sus huéspedes estas tablitas delicadamente pulidas. Hacía unas reverencias y unos cumplidos reveladores de que había pasado su juventud en Budapest y en Viena. La sonrisa de Schmuh parecíase a la copia que se hubiese sacado de una copia de la presunta Mona Lisa auténtica.

Los parroquianos tomaban las tablitas con la mayor ceremonia. Algunos las cambiaban entre sí. A uno le gustaba más la figura del puerco, otro —u otra, si se trataba de una dama— prefería al puerco doméstico ordinario la figura más misteriosa del pez. Husmeaban las tablitas, las pasaban de un lado a otro, y el patrón Schmuh esperaba, después de haber servido asimismo a los clientes de la galería, hasta que todas las tablitas quedaran en reposo.

Luego —todos los corazones se mantenían expectantes—, luego apartaba, con un gesto parecido al de un mago, el paño que cubría el cesto: aparecía, recubriendo a éste, un segundo paño sobre el que se hallaban, difíciles de identificar a primera vista, los cuchillos de cocina.

Lo mismo que anteriormente, Schmuh distribuía ahora los cuchillos. Pero ahora procedía a su ronda con mayor rapidez, aumentando aquella tensión que le permitía a él aumentar los precios, y ya no hacía cumplidos ni permitía que se cambiaran los cuchillos de cocina, sino que imprimía a sus movimientos una premura bien dosificada y anunciaba en voz alta: —¡Preparados! ¡Listos! ¡Ya! —y, arrancando del cesto la segunda cubierta, metía la mano en él y distribuía, repartía, esparcía entre el pueblo; era el dispensador benévolo, el proveedor de sus clientes; y les daba cebollas, unas cebollas como las que, doradas y ligeramente estilizadas, ostentaba en su mandil: cebollas comunes y corrientes, bulbos, nada de bulbos de tulipanes, sino cebollas como las que compra el ama de casa, cebollas como las que vende la verdulera, cebollas como las que plantan y cosechan el campesino o la campesina o la sirvienta, como las que, más o menos bien reproducidas, pueden verse pintadas en los bodegones de los pequeños maestros holandeses. Éstas eran las cebollas que repartía el fondista Schmuh entre sus huéspedes, hasta que todos ellos las tenían y ya no se oía más que el ronronear de las estufas de tubos y el sisear de las lámparas de carburo: tal era el silencio que se producía después de la gran distribución de las cebollas. Y Ferdinand Schmuh exclamaba: —¡Cuando gusten, damas y caballeros! —echábase uno de los extremos del mandil sobre el hombro izquierdo, tal como lo hacen los esquiadores en el momento de lanzarse, y daba con ello la señal.

Procedíase a mondar las cebollas. Dícese de éstas que tienen siete pieles. Las damas y los caballeros mondaban las cebollas con los cuchillos de cocina. Les iban quitando la primera, la tercera piel rubia, dorada, pardo rojiza o, mejor dicho, la piel color de cebolla, e iban pelando hasta que la cebolla se hacía vitrea, verde, blancuzca, húmeda, acuosa, pegajosa, y olía, olía a cebolla; y luego procedían a cortar, tal como se cortan las cebollas, y cortaban, con mayor o menor habilidad, sobre unas tablitas que tenían figura de puercos y de peces, cortaban en éste y en el otro sentido, y el jugo saltaba en chorritos y se comunicaba a la atmósfera por encima de las cebollas. Los señores de cierta edad, poco expertos en materia de cuchillos de cocina, tenían que poner cuidado en no cortarse los dedos, lo que de todos modos hacían algunos sin darse cuenta; las damas, en cambio, eran mucho más hábiles, no todas, pero sí aquéllas que en la casa eran buenas amas de casa y sabían cómo deben cortarse las cebollas para las patatas salteadas, digamos, o para el hígado frito con rizos de cebolla; pese a lo cual, en el Bodegón de las Cebollas de Schmuh nada servían de comer, y el que quería comer tenía que irse a algún otro sitio, al «Pescadito» por ejemplo, y no al Bodegón de las Cebollas, porque aquí sólo se cortaban cebollas. ¿Cómo así? Porque así se llamaba justamente, y, lo que es más, porque la cebolla, la cebolla cortada, si bien se mira adentro… no, los clientes de Schmuh ya no veían nada, o algunos ya no veían nada, porque les venían las lágrimas a los ojos. No porque se les desbordara el corazón, porque no se ha dicho que cuando el corazón se desborda los ojos hayan necesariamente de llorar; los hay que no lo logran nunca, sobre todo durante los últimos decenios pasados, y por ello algún día se designará a nuestro siglo como el siglo sin lágrimas, pese a todos los sufrimientos, y por ello también precisamente, por razón de esta falta de lágrimas, la gente que disponía de los medios para ello iba al Bodegón de las Cebollas de Schmuh y se hacía servir por el dueño una tablita de picar —puerco o pescado— y un cuchillo de cocina por ochenta pfennigs y, por doce marcos, una vulgar cebolla de cocina, de jardín o de campo, y la iban cortando en pedacitos cada vez más pequeños, hasta que el jugo lo lograba. ¿Qué lograba? Lograba eso que el mundo y el dolor de este mundo no lograban producir, a saber: la lágrima esférica y humana. Aquí sí se lloraba. Aquí, por fin, volvíase a llorar. Se lloraba discretamente, o sin reserva, abiertamente. Aquí corrían las lágrimas y ío lavaban todo. Aquí llovía, aquí caía el rocío. Óscar piensa en esclusas que se abren, en diques que se rompen en caso de inundación. ¿Cómo es el nombre de ese río que se sale todos los años de su cauce sin que el gobierno haga nada por evitarlo? Y después de aquel cataclismo natural por doce marcos ochenta, la humanidad, libre ya de sus lágrimas, hablaba. Vacilantes aún y sorprendidos por la novedad de su propio lenguaje escueto, los parroquianos del Bodegón de las Cebollas abandonábanse tras el banquete, sentados en incómodas cajas tapizadas de arpillera, los unos a los otros, y se dejaban preguntar y volver del revés como se vuelve un abrigo. Óscar, sin embargo, que estaba sentado con Klepp y Scholle, sin lágrimas, bajo aquella casi escalera de gallinero, quiere ser discreto, y de todas aquellas revelaciones, autoacusaciones, confesiones y declaraciones no contará más que la historia de aquella señorita Pioch que volvía siempre a perder a su señor Vollmer, lo que le endureció el corazón y le secó los ojos y hacía que tuviera siempre que volver al costoso Bodegón de las Cebollas de Schmuh.

Nos encontramos, decía la señorita Pioch después de haber llorado, en el tranvía. Yo volvía del negocio —posee y dirige una excelente librería—, el coche estaba repleto, y Willy —ése era el señor Vollmer— me pisó con rudeza el pie derecho. Yo no podía aguantarme de pie; fue un amor a primera vista. Mas como tampoco podía andar, él me ofreció su brazo y me acompañó, o, mejor dicho, me llevó a casa y, a partir de aquel día, cuidó tiernamente aquella uña del pie que con su pisotón se me había puesto azul negruzca. Pero también en lo demás se comportó con mucho cariño, hasta que la uña se me desprendió del dedo gordo derecho y nada se oponía ya al crecimiento de una uña nueva. A partir del día en que se me cayó la uña mala, su cariño empezó a enfriarse. Sufríamos los dos por efecto de aquel decaimiento. Y en esto me hizo Willy, porque seguía queriéndome y también porque los dos teníamos mucho en común, aquella espantosa proposición: Deja que te pise el dedo gordo izquierdo, hasta que la uña se ponga azul rojiza y luego azul negruzca. Yo accedí y él lo hizo. Instantáneamente volvía a entrar en posesión de su amor y pude saborearlo hasta que la uña del dedo gordo izquierdo se me cayó también cual hoja seca. Y nuevamente nuestro amor se hizo otoñal. Ahora quería Willy volver a pisarme el dedo gordo derecho, cuya uña había crecido entretanto, para poder seguir amándome de nuevo. Pero yo no lo permití y le dije: si tu amor es verdaderamente grande y sincero, ha de poder sobrevivir a una uña de dedo gordo. Pero él no me comprendió y me dejó. Después de varios meses, volvimos a encontrarnos en una sala de conciertos. Pasado el intermedio, y comoquiera que a mi lado había un lugar vacío, él se vino a sentar conmigo sin que yo se lo pidiera. Cuando durante la Novena Sinfonía empezó a cantar el coro, deslicé hacia los suyos mi pie derecho, del que previamente me había quitado el zapato. Él pisó y yo logré no perturbar el concierto. Después de siete semanas, Willy me abandonó de nuevo. Dos veces más pudimos todavía pertenecemos mutuamente por espacio de algunas semanas, porque en dos ocasiones le tendía una vez el dedo gordo izquierdo y luego el derecho. Hoy tengo los dos dedos hechos una lástima. Las uñas no quieren ya crecer. De vez en cuando Willy viene a visitarme, se sienta a mis pies sobre la alfombra y contempla conmovido y lleno de compasión para conmigo y para con él mismo, pero sin amor y sin lágrimas, las dos víctimas, desuñadas, de nuestro amor. A veces le digo: Ven, Willy, vamos al Bodegón de las Cebollas de Schmuh y lloremos allí a moco tendido. Pero hasta el presente nunca ha querido acompañarme. El pobre no conoce el consuelo de las lágrimas.

Más adelante —y esto Óscar sólo lo revela para satisfacer la curiosidad que puedan haber sentido ustedes— vino también al Bodegón de las Cebollas el señor Vollmer, que por lo demás tenía un negocio de aparatos de radio. Lloraron juntos y, según me lo dijo ayer Klepp durante la hora de visita, parece que se han casado no hace mucho.

Aunque la tragedia de la existencia humana se manifestara así ampliamente de lunes a sábado —los domingos el Bodegón permanecía cerrado— después del consumo de cebollas, quedaba reservado a los clientes de los lunes proporcionar los llorones no más trágicos, pero sí más violentos. Los lunes era más barato. Schmuh ofrecía las cebollas a la juventud a mitad de precio. Las más de las veces venían estudiantes de medicina de ambos sexos, pero también los de la Academia de Bellas Artes, sobre todo los que más adelante querían ser profesores de dibujo, gastaban en cebollas parte de sus becas. Pero ¿de dónde —me sigo hoy preguntando— sacaban los alumnos y las alumnas de bachillerato el dinero para sus cebollas?

La juventud llora de otro modo que la vejez. También los problemas de la juventud son muy distintos de los de ésta. No siempre son problemas de exámenes o de graduación. Sin duda que se discutían también en el Bodegón de las Cebollas historias de padres e hijos y de madres e hijas, pero, por más que la juventud se sintiera incomprendida, dicha incomprensión no lograba arrancarle muchas lágrimas. Alegrábase Óscar de que la juventud siguiera llorando por amor, lo mismo que antes, y no sólo por amor sexual. Gerardo y Gudrún: al principio se sentaban siempre abajo y sólo luego lloraban juntos en la galería.

Ella, grande, fuerte, una pelotari que estudiaba química. Se anudaba la abundante cabellera en la nuca. Gris y no obstante maternal, tal como antes del fin de la guerra pudo verse por espacio de varios años en los carteles de la Organización Femenina, su mirada era absolutamente limpia y, las más de las veces, directa. Por muy blanca, lisa y combada que fuera su frente, su rostro revelaba las trazas de su desgracia. De la nuez para arriba, sobre la fuerte barbilla redonda y comprendiendo ambas mejillas, una barba absolutamente masculina, que la infeliz trataba siempre de afeitarse, dejábale unas huellas horrorosas. Es probable que la piel delicada no soportara bien la hoja de afeitar. Gudrún lloraba su desgracia: una cara enrojecida, agrietada, llena de granos, en la que la barba nunca se cansaba de crecer. Gerardo sólo vino al Bodegón de las Cebollas algo más tarde. Se conocieron no en el tranvía, como la señorita Pioch y el señor Vollmer, sino en el tren. Estaban sentados frente a frente y regresaban de las vacaciones semestrales. Él la quiso en seguida, con barba y todo. Ella, acomplejada de su barba, no se atrevía a quererlo, pero admiraba —justamente lo que a él lo hacía infeliz— la piel de la barbilla de Gerardo, lisa como la de las nalgas de un bebé, porque al mozo no le crecía la barba, y por eso era tímido con las muchachas. De todos modos, Gerardo le habló a Gudrún y, cuando bajaron del tren en la Estación Central de Düsseldorf, eran ya por lo menos amigos. A partir de aquel viaje, siguieron viéndose a diario. Hablaban de esto y de aquello, comunicábanse también una parte de sus pensamientos respectivos, pero salvando siempre aquello de la barba ausente y de la que no se cansaba de crecer. Además, Gerardo trataba a Gudrún con delicadeza y, a causa de su piel martirizada, no la besaba nunca. Y en esta forma, ambos se mantuvieron castos, aunque ni al uno ni a la otra les importara mucho la castidad, ya que, al cabo, ella estaba entregada a la química y él aspiraba a hacerse médico. Cuando en una ocasión un amigo común les aconsejó el Bodegón de las Cebollas, los dos, escépticos como suelen serlo los químicos y los médicos, sonrieron al principio despectivamente. Pero de todos modos acabaron por ir, para practicar allí, según se lo aseguraban mutuamente, cierto tipo de estudios. Óscar ha visto raramente dos personas jóvenes llorar como lloraban ellos. Volvían una y otra vez, ahorraban los seis marcos cuarenta de sus alimentos y lloraban a causa de la barba ausente y de aquélla que destrozaba la delicada piel de la muchacha. A veces trataban de evitar el Bodegón de las Cebollas y dejaban efectivamente de acudir un lunes, pero al siguiente volvían y revelaban llorando, desmenuzando entre los dedos los pedacitos de cebolla, que habían querido ahorrarse los seis marcos cuarenta. Habían probado la cosa en su covacha con una cebolla barata, pero no era lo mismo que en el Bodegón de las Cebollas. Hacía falta un auditorio. Era mucho más fácil llorar en compañía. Al sentimiento verdadero de comunidad sólo podía llegarse si a derecha e izquierda y arriba en la galería lloraban también los condiscípulos de ésta o aquella facultad, los de la Academia de Bellas Artes y hasta los colegiales.

Pero en el caso de Gerardo y Gudrún fue produciéndose, después de las lágrimas, una curación progresiva. Es posible que el líquido lacrimal se llevara sus respectivos complejos. Llegaron, como suele decirse, a mayor intimidad. Él besaba la piel desollada de ella, y ella hallaba placer en la piel fina de él, hasta que un buen día dejaron de venir: ya no lo necesitaban. Óscar se los encontró meses más tarde y casi no los hubiera reconocido: él, el Gerardo barbilampiño, ostentaba una magnífica barba pelirroja, y ella, la Gudrún de piel martirizada, ya sólo dejaba ver un ligero vello oscuro, que la favorecía mucho, arriba del labio superior. Su barbilla y sus mejillas, en cambio, brillaban lisas y sin traza alguna de vegetación. Se casaron siendo estudiantes todavía. Óscar puede oírlos cincuenta años más tarde, rodeados de sus nietos. Ella, Gudrún: —Eso era cuando el abuelito no tenía barba todavía —y él, Gerardo: —Eso era cuando a la abuelita la atormentaba todavía su barba, y los dos íbamos los lunes al Bodegón de las Cebollas.

Pero ¿por qué, preguntarán ustedes, siguen los tres músicos sentados bajo la escalera que podía ser de barco o de gallinero? ¿Es que, con todo aquel llorar, gemir y rechinar de dientes, aquella tienda de cebollas necesitaba además una orquesta auténtica y permanente?

Una vez que los clientes habían agotado sus lágrimas y vaciado sus corazones, nosotros echábamos mano de nuestros instrumentos y proporcionábamos la transición a la conversación normal, facilitando a los huéspedes la salida del Bodegón para que pudieran entrar otros. Klepp, Scholle y Óscar eran contrarios a las cebollas. Además, había en nuestro contrato con Schmuh una cláusula que nos prohibía a nosotros saborear las cebollas en la misma forma que los clientes. Pero tampoco las necesitábamos. Scholle, el guitarrista, no tenía motivo alguno de queja, pues siempre se le veía feliz y contento, aun cuando en medio de un rag-time se le rompieran dos cuerdas del banjo a la vez. Por lo que se refiere a mi amigo Klepp, las nociones de llorar y reír siguen trabucándosele totalmente todavía. Encuentra el llorar alegre; nunca lo he visto reír tanto como en ocasión del entierro de su tía que, antes de que él se casara, le lavaba las camisas y los calcetines. Pero ¿qué pasaba con Óscar? Óscar sí hubiera tenido motivo suficiente para llorar. ¿No tenía que lavarse, a fuerza de lágrimas, la imagen de la señorita Dorotea y de aquella larga noche inútil sobre una alfombra de coco más larga todavía? Y mi María, ¿no me daba ya bastante motivo de queja? ¿No entraba y salía del piso de Bilk como le daba la gana su famoso jefe, el tal Stenzel? ¿Acaso mi hijo, el pequeño Kurt, no llamaba al negociante de comestibles finos y esporádicamente también de artículos de carnaval primero «tío Stenzel», y luego «papá Stenzel»? Y detrás de María, ¿no yacían allá lejos, bajo la arena suelta del cementerio de Saspe y bajo la arcilla del de Brenntau, mi pobre mamá, el alocado de Jan Bronski y el cocinero Matzerath, que sólo sabía expresar sus sentimientos en sopas? A todos hubiera tenido que llorarlos. Pero Óscar pertenecía al número reducido de los bienaventurados que para llorar no necesitan cebollas. Mi tambor me ayudaba en ello. Sólo se necesitaban unos cuantos compases determinados para que a Óscar le fluyeran lágrimas ni mejores ni peores que las costosas lágrimas del Bodegón de las Cebollas.

Tampoco el dueño Schmuh recurría nunca a las cebollas. Los gorriones que cazaba en setos y arboledas durante sus horas libres le proporcionaban un sustituto perfecto. ¿No ocurría con frecuencia que Schmuh, después de los tiros, alineara los doce pajarillos cazados sobre un papel de periódico, llorara a lágrima viva sobre los cuerpecitos emplumados, tibios todavía y, sin dejar de llorar, esparciera alpiste por los prados del Rin y sobre la grava de la orilla? Esto aparte, ofrédasele además en el Bodegón de las Cebollas otra posibilidad de desahogar su dolor. Tenía por costumbre increpar una vez por semana a la mujer de los excusados, insultándola a veces con palabras anticuadas, como manceba, ramera, coima, alevosa, meretriz. —¡Fuera de aquí —oíasele gritar—, apártate de mi vista, infame! —y la despedía en el acto y contrataba a otra. Pero topó con dificultades, pues ya no había manera de encontrarlas nuevas, de modo que tenía que volver a confiar el puesto a mujeres que ya había despedido alguna vez. Ellas volvían de buena gana, primero porque no entendían la mayoría de los insultos que les dirigía Schmuh, y luego porque en el Bodegón de las Cebollas ganaban buen dinero. El llorar hacía que los huéspedes tuvieran que acudir a los toilettes con mayor frecuencia que en otros lugares y, además, el hombre que llora es más generoso que el de ojo seco. En particular eran los caballeros que «se excusaban un momento» los que, con caras encendidas, húmedas y congestionadas, se metían más profundamente y de buena gana la mano en el bolsillo. Además, las encargadas de los toilettes vendían a los parroquianos los célebres pañuelos de cebollas estampadas que llevaban atravesada la inscripción «Al Bodegón de las Cebollas». Dichos pañuelos eran bastante graciosos y se podían utilizar no sólo para secarse las lágrimas, sino también para ponérselos en la cabeza. Los clientes masculinos del Bodegón se mandaban hacer unos banderines triangulares con los cuadrados de colores y los colgaban en el cristal de atrás de sus autos, de modo que durante los meses de vacaciones llevaban el Bodegón de las Cebollas de Schmuh a París, a la Costa Azul, a Roma, Ravena, Rimini e inclusive a la remota España.

Correspondíanos además, a los músicos y a nuestra música, otra misión. De vez en cuando, sobre todo cuando algunos clientes habían cortado una a continuación de otra dos cebollas, producíanse en el Bodegón explosiones que fácilmente hubieran degenerado en orgías. Por una parte, esta falta de continencia no le gustaba a Schmuh, de modo que, en cuanto algunos señores empezaban a desanudarse las corbatas y algunas damas a manipularse las blusas, nos ordenaba hacer música, para contrarrestar con música la impudicia incipiente. Pero por otra parte era el propio Schmuh el que siempre volvía, hasta cierto punto, a abrir las puertas de la orgía, facilitando a los huéspedes más sensibles una segunda cebolla inmediatamente después de la primera.

Hasta donde llegan mis noticias, la explosión más fuerte que se produjo en el Bodegón de las Cebollas había de convertirse también para Óscar, si no en punto crítico de su existencia, sí por lo menos en acontecimiento decisivo. La esposa de Schmuh, la vivaracha Billy, no solía frecuentar mucho el Bodegón, pero cuando lo hacía, venía en compañía de unos amigos que a Schmuh no le gustaban. Una noche se presentó con el crítico musical Woode y el arquitecto fumador de pipa Wackerlei. Los dos señores formaban parte de los clientes habituales del Bodegón, pero el peso de sus cuitas era abrumador y fastidioso: Woode lloraba por motivos religiosos —quería convertirse, o se había ya convertido, o estaba a punto de volver a convertirse—, en tanto que el fumador de pipa Wackerlei lloraba a cuenta de una cátedra que había sacrificado, en sus veintes, por una danesa extravagante, que luego se había casado con otro, un sudamericano con el que había tenido seis hijos; eso era lo que le molestaba a Wackerlei y hacía que la pipa se le apagara constantemente. Fue Woode, siempre malicioso, el que convenció a la señora Schmuh de que cortara una cebolla. Así lo hizo ella, derramó lágrimas y empezó a desembuchar, poniendo al descubierto a Schmuh, el dueño, y revelando cosas que Óscar, por discreción, no les dirá. Y sólo con el concurso de unos forzudos se pudo contener a Schmuh cuando éste se abalanzó sobre su esposa, ya que, en definitiva, lo que sobraba allí eran cuchillos de cocina. Logróse, con todo, contener al enfurecido hasta que la insensata Billy pudo salir del ruedo con sus amigos Woode y Wackerlei.

Schmuh estaba alterado y confuso. Yo se lo conocí en las manos agitadas, con las que a cada rato trataba de componer el mandil. Desapareció varias veces tras la cortina, increpó a la mujer de los lavabos y volvió finalmente con un cesto lleno, anunciando a sus parroquianos, con voz entrecortada y un júbilo fuera de toda proporción, que se sentía de humor dadivoso e iba a proceder a una ronda gratis de cebollas; acto seguido empezó a repartirlas.

El mismo Klepp, que en cualquier situación, por espinosa que fuera, veía siempre excelente motivo de broma, púsose en aquella ocasión, si no pensativo, sí en guardia por lo menos, manteniendo su flauta al alcance de la mano. Bien sabíamos lo peligroso que resultaba ofrecer a aquella sociedad sensible y refinada una segunda posibilidad inmediata de lágrimas liberadoras.

Schmuh, viéndonos con los instrumentos a punto, nos prohibió hacer música. En las mesas, los cuchillos comenzaron la labor de desmenuzamiento. Las primeras pieles, tan bellas en su color palo de rosa, quedaron descartadas sin ningún miramiento. La carne vítrea de la cebolla, con sus estrías verde pálido, cayó bajo los cuchillos. En forma curiosa, los llantos no empezaron esta vez en las damas. Señores en la flor de su edad, como el propietario de una industria molinera, un fondista que estaba con su amigo ligeramente empolvado, un representante general de ascendencia nobiliaria, una mesa entera con fabricantes del ramo de la confección, que se hallaban de paso en la ciudad con motivo de una convención, y aquel actor calvo a quien entre nosotros llamábamos el Castañuelas, porque al llorar le castañeteaban siempre los dientes: ellos fueron los que empezaron a llorar, antes de que las damas cooperaran. Pero ni damas ni caballeros se abandonaron a ese llanto liberador que se producía después de la primera cebolla, sino que fueron presa de un llorar convulsivo. El Castañuelas castañeteaba en forma tan espantosa que, de haberlo hecho en cualquier teatro, hubiera arrastrado al público a castañetear con él; el molinero topaba una y otra vez con la cabeza canosa y bien cuidada contra la tabla de la mesa; el fondista fundía sus convulsiones lacrimales con las de su grácil amigo; Schmuh, al pie de la escalera, dejaba colgar su mandil y contemplaba con ojos maliciosos y no exento de satisfacción a la sociedad ya medio desencadenada. Y luego, una dama de cierta edad se desgarró la blusa ante los ojos de su yerno. Y de repente el amigo del fondista, cuyo carácter algo exótico había llamado ya antes la atención, se plantó con su torso desnudo, de un bronceado natural, sobre una de las mesas y, a continuación sobre otra, y empezó a bailar como debe bailarse en el Oriente, anunciando con ello el principio de una orgía que, aunque había estallado con violencia, no merece, con todo, por falta de ocurrencias —o porque éstas sólo fueron necias— los honores de una descripción detallada.

Schmuh no fue el único en mostrarse decepcionado; también Óscar arqueó hastiado las cejas. No faltaron algunas escenas graciosas de desvestimiento: caballeros que se ponían prendas íntimas de señora, amazonas que se lanzaban ávidamente sobre corbatas y tirantes, parejas que desaparecían aquí y allá bajo las mesas; en rigor, habría que mencionar al Castañuelas, que desgarró unos sostenes con los dientes, los mascó y en parte se los tragó probablemente.

Es de creer que ese espantoso barullo, esos «¡yuhú!» y «¡yuhá!» detrás de los cuales no había prácticamente nada, determinaran al decepcionado Schmuh, que posiblemente temía también a la policía, a abandonar su lugar junto a la escalera. Inclinóse hacia nosotros, que permanecíamos sentados allí abajo, le dio primero a Klepp y luego a mí, y susurró: —¡Música! ¡Música digo, tocad! ¡Música, para acabar con este desenfreno!

Mas resultó que a Klepp, que no era muy difícil de contentar, aquello le divertía. Desternillábase de risa y no hallaba manera de llevarse la flauta a la boca. En cuanto a Scholle, que veía en Klepp a su maestro, lo imitaba en todo, y así también en lo de la risa. Sólo quedaba Óscar; pero Schmuh podía contar conmigo. Saqué el tambor de debajo del banco, encendí tranquilamente un cigarrillo y empecé a tocar.

No obstante no haberme trazado plan alguno, logré hacerme comprender con mi tambor. Me olvidé en aquellos momentos de toda música rutinaria de café. Óscar tampoco tocó nada de jazz. Por otra parte, tampoco me gustaba que la gente sólo viera en mí a un baterista desenfrenado, porque, aunque resultara un experto tamborista, no era ni mucho menos un incondicional del jazz. Claro que me gusta, lo mismo que me gusta el vals vienes. Podía tocar una y otra cosa, pero sentí que no era eso lo que debía tocar. Así que cuando Schmuh me rogó que atacara el tambor, no toqué lo que sabía, sino lo que sentía salírseme del corazón. Óscar logró poner los palillos en las manos del Óscar de tres años. Me fui, pues, por los viejos caminos, evoqué el mundo desde el punto de vista del niño de tres años, y empecé por meter en cintura a aquella sociedad de la posguerra incapaz de verdaderas orgías, lo que debe entenderse que la llevé al Posadowskiweg, al kindergarten de la señora Kauer, hasta que la fui dejando boquiabierta, cogida de las manos y con las puntas de los pies vueltas hacia adentro, esperándome a mí, su cazador de ratas. Y así abandoné mi lugar bajo la escalera de gallinero, me fui a lo alto, les di primero y a título de muestra a las damas y caballeros las «tortas, tortitas» y, una vez registrada con éxito la alegría infantil general, les coloqué sin transición un susto mayúsculo con la Bruja Negra, la misma que ya anteriormente me asustaba de cuando en cuando y hoy me espanta cada vez más, gigantesca, más negra que el carbón, y agitándose enfurecida por el Bodegón de las Cebollas, con lo que logré aquello que el fondista Schmuh sólo lograba con cebollas: que las damas y caballeros empezaran a derramar gruesas lágrimas, tuvieran miedo y solicitaran temblorosos mi compasión. Y así, para tranquilizarlos algo y para ayudarlos también a meterse en sus vestidos y en su ropa interior, en sus sedas y terciopelos, toqué «Verdes, verdes, verdes son todos mis vestidos», y luego «Azules, azules, azules…», «Amarillos, amarillos, amarillos…»; recorrí todos los colores y matices, hasta que volví a tener enfrente a una sociedad elegantemente vestida; formé luego el kindergarten para el desfile y me lo llevé a través del Bodegón de las Cebollas, como si aquello fuera el camino de Jeschkental, como si subiéramos al Erbsberg dando vuelta al detestable monumento a Gutenberg, como si allí en el Prado de San Juan florecieran auténticas margaritas que las damas y los caballeros pudieran recoger en medio de su regocijo infantil. Y luego, a fin de que todos los presentes y el propio Schmuh pudieran dejar un recuerdo de aquella tarde entre juegos de jardín de párvulos, les permití la satisfacción de una pequeña necesidad, y dije con mi tambor, a punto ya de entrar en el oscuro Desfiladero del Diablo: —Ahora podéis, chiquitines —y todos se hicieron una pequeña necesidad: todos se la hicieron, las damas y los caballeros, y el propio Schmuh y mis amigos Klepp y Scholle, y también la remota mujer de los lavabos; todos hicieron pispispispis, mojándose sus calzoncitos, agachándose para ello y escuchándose los unos a los otros. Y cuando se hubo apagado esta música —Óscar sólo había acompañado a la orquesta infantil con un discreto redoble— pasé, mediante un golpe fuerte y directo, a la alegría desbordante. Con un desenvuelto:

Vidrio, vidrio, vidrio roto,

Cerveza sin grano,

La bruja abre la ventana

Y toca el piano…

llevé a aquella sociedad exultante, gozosa, riente y parlanchina, cual una bufanda de niños inocentes, primero al guardarropa, en donde un barbudo estudiante desconcertado proveía de abrigos a los infantiles parroquianos de Schmuh, y luego, al son de la popular «Quién quiere ver a las lavanderitas», por la escalera de cemento arriba, junto al portero con zamarra, y a la calle. Bajo un cielo estrellado de cuento de hadas, que parecía hecho ex profeso, despedí aquella noche de primavera no exenta de frescor del año cincuenta a las damas y caballeros que, por algún rato todavía, siguieron ejecutando travesuras infantiles por el barrio viejo, sin hallar el camino de sus respectivos hogares, hasta que la vista de algún policía los reintegró a sus edades, a su decoro y al recuerdo de los números de sus teléfonos.

En cuanto a Óscar, que seguía riendo por lo bajo y acariciaba su tambor, volvió al Bodegón de las Cebollas, en donde Schmuh continuaba aplaudiendo, al pie de la escalera, con el compás abierto y la entrepierna húmeda, y parecía sentirse tan contento en el kindergarten de la señorita Kauer como en los prados del Rin en los que, de mayor, cazaba gorriones.