Sobre la alfombra de coco

En esta forma proporcionó Óscar a su amigo Klepp motivos para levantarse. Pero, por más que él diera muestras de un entusiasmo irrefrenable al dejar sus sábanas mugrosas y se reconciliara inclusive con el agua, convirtiéndose por completo en ese hombre que dice «¡adelante!» y «¡el mundo es mío!», ahora que el encamado es Óscar, me entran ganas de afirmar: Klepp quiere vengarse de mí; quiere hacerme odiosa la cama con barrotes del sanatorio, porque yo le hice a él odiosa la cama de su cocina de espaguetis.

Una vez por semana he de soportar su visita, su optimista verborrea sobre el jazz y sus manifiestos comunistomusicales, porque él, que en su cama era un monárquico fiel y devoto de la casa real inglesa, convirtióse, apenas le hube yo quitado su cama y su gaita isabelina, en miembro cotizante del Partido Comunista Alemán, lo que sigue practicando todavía cual pasatiempo ilegal, al tiempo que bebe cerveza, devora morcillas y predica a unos bonachones inocentes, que se apoyan en los mostradores y estudian las etiquetas de las botellas, las felices analogías entre una banda de jazz que trabaja a pleno rendimiento y un koljós soviético.

Al soñador despabilado sólo le quedan hoy en día muy pocas posibilidades. Una vez reñido con la cama modelada por su cuerpo, Klepp pudo convertirse en camarada, inclusive ilegal, lo que aumentaba todavía el aliciente. La segunda religión que se le ofrecía era la manía del jazz y, como tercera posibilidad, él, que era protestante, hubiera podido convertirse y hacerse católico.

En esto hay que hacer justicia a Klepp: ha sabido mantenerse abiertas las vías de todas las confesiones. La prudencia, sus carnes pesadas y lustrosas y su humor, que vive del aplauso, le proporcionaron una receta según cuyas reglas socarronas las enseñanzas de Marx han de mezclarse con el mito del jazz. Si algún día se atravesara en su camino un cura algo izquierdista, el tipo del cura proletario, que poseyera además una discoteca con música a la Dixieland, veríase a partir de dicho día a un marxista fanático del jazz recibir los domingos los sacramentos y mezclar su olor corporal antes descrito con las emanaciones de una catedral neogótica.

¡Líbreme a mí de ello mi cama, de la que Klepp quiere arrancarme con promesas cálidas de vida! No cesa de presentar al tribunal escrito tras escrito, trabaja mano a mano con mi abogado y solicita la revisión del proceso: lo que persigue es una sentencia absolutoria para Óscar, la libertad de Óscar —¡sáquenlo ya del establecimiento!—; y todo eso sólo porque Klepp me envidia mi cama.

Y sin embargo, no lamento haber convertido, en calidad de inquilino de Zeidler, a un amigo yacente en un amigo andante, y aun, en ocasiones, en un amigo que corre. Con excepción de aquellas horas pesadas que dedicaba, caviloso, a la señorita Dorotea, tenía yo ahora una vida privada sin preocupaciones. —¡Hola, Klepp! —le dije, dándole una palmadita en la espalda—, fundemos una banda de jazz! —y él me acariciaba la joroba, a la que casi quería tanto como a su vientre—. ¡Óscar y yo! —anunció Klepp al mundo— creamos una banda de jazz! Sólo nos falta un guitarrista que sepa también tocar el banjo.

Efectivamente, el tambor y la flauta requieren además otro instrumento melódico. Tampoco un contrabajo, siquiera desde el punto de vista meramente óptico, hubiera estado mal, pero ya los contrabajos escaseaban en aquella época, de modo que nos pusimos activamente a buscar el guitarrista que nos faltaba. Íbamos mucho al cine, nos hacíamos fotografiar, según ya lo indiqué al principio, dos veces por semana y efectuábamos con las fotos de pasaporte, saboreando cerveza, morcilla y cebollas, toda clase de sandeces. Klepp conoció entonces a la pelirroja Use, le regaló imprecavidamente una foto, y es únicamente por ello por lo que hubo de hacerla su mujer; pero en cuanto al guitarrista, seguíamos sin hallarlo.

Aunque, por razón de mi actuación como modelo, el barrio viejo de Düsseldorf, con sus vidrieras de cristales abombados de colores, su mostaza sobre queso, su olor de cerveza y su bambolla renana me fuera relativamente conocido, sólo con Klepp llegué a conocerlo bien. Buscamos al guitarrista alrededor de la iglesia de San Lamberto, en todas las tabernas y, sobre todo, en la Ratingerstrasse, en el «Unicornio», porque allí tocaba Bobby, quien de vez en cuando nos dejaba colaborar con la flauta y el tambor y aplaudía mi actuación, pese a que él mismo era un excelente músico de batería al que por desgracia le faltaba un dedo de la mano derecha.

Y si en el «Unicornio» no encontramos al guitarrista, de todos modos adquirí allí cierta rutina; contaba además con mi experiencia del Teatro de Campaña y me hubiera convertido en muy poco tiempo en un músico pasable de batería, a no ser por la señorita Dorotea, que de vez en cuando me estropeaba las entradas.

La mitad de mis pensamientos estaban siempre con ella, y esto hubiera sido soportable, si la otra mitad se hubiera mantenido por completo y punto por punto cerca de mi tambor. Pero es el caso que un pensamiento empezaba en el tambor y terminaba en el broche de la Cruz Roja de la señorita Dorotea. Klepp, que se las arreglaba admirablemente para tapar con su flauta mis ausencias, preocupábase cada vez que veía a Óscar medio sumido en cavilaciones. —¿Es que tienes apetito? ¿Quieres que pida morcilla?

Detrás de cada pena de este mundo olfateaba Klepp un apetito canino, y creía por consiguiente poder curar toda pena con una porción de morcilla. En aquel tiempo, Óscar comía mucha morcilla fresca con ruedas de cebolla y bebía la correspondiente cerveza, para hacer creer a su amigo Klepp que la pena de Óscar provenía del hambre y no de la señorita Dorotea.

Por lo regular salíamos muy temprano del piso de los Zeidler en la Jülicherstrasse y desayunábamos en el barrio viejo. A la Academia ya sólo iba yo cuando necesitábamos dinero para el cine. En cuanto a la musa Ulla, se había vuelto a prometer entretanto por tercera o cuarta vez con el pintor Lankes, del que no había manera de arrancarla, porque él consiguió en aquel entonces sus primeros grandes encargos industriales. Y el posar sin musa no le hacía a Óscar ninguna gracia. Volvían a dibujarlo, a ponerle terriblemente negro, y así acabé por entregarme por completo a mi amigo Klepp, porque tampoco junto a María y Kurt hallaba yo reposo alguno: allí concurría noche tras noche el Stenzel de marras, que era su patrón y su admirador casado.

Cuando un día de principios de otoño del cuarenta y nueve Klepp y yo salimos de nuestros respectivos cuartos y nos hallábamos ya en el corredor aproximadamente a la altura de la puerta de cristal esmerilada disponiéndonos a salir provistos de nuestros instrumentos, Zeidler, que había dejado la puerta de su salón-dormitorio entreabierta, nos llamó.

Empujaba ante sí un rollo de alfombra, angosto pero grueso, en dirección de nosotros, y nos pidió que le ayudáramos a colocarla y fijarla. Tratábase de una alfombra de pasillo, de coco, que medía ocho metros y veinte centímetros. Mas comoquiera que el corredor del piso de los Zeidler sólo media siete metros y cuarenta y cinco centímetros, Klepp y yo tuvimos que cortarle los otros setenta y cinco centímetros. Lo hicimos sentados, ya que el corte de las fibras de coco se nos hacía pesado. La alfombra resultó dos centímetros demasiado corta. Como tenía exactamente el ancho del corredor, Zeidler, que por lo visto no podía agacharse, nos rogó que la claváramos, juntando para ello nuestras fuerzas, al entarimado. Fue ocurrencia de Óscar que estiráramos la alfombra al clavarla, con lo cual llegamos a recuperar, excepto en una insignificancia, los dos centímetros faltantes. Nos servimos en la operación de clavos de cabeza ancha y plana, ya que los de cabeza estrecha no hubieran proporcionado aguante suficiente a la alfombra de coco, que era de trenzado flojo. Ni Óscar ni Klepp se dieron en los pulgares, aunque sí torcieron algunos clavos; pero esto fue culpa de la mala calidad de los mismos, que procedían de la reserva de Zeidler, o sea de la época anterior a la reforma monetaria. Cuando tuvimos fijada la mitad de la alfombra sobre el entarimado, dejamos los martillos sobre el piso, en forma de cruz, y miramos al Erizo, que vigilaba nuestro trabajo, no con insistencia, pero sí con ojos expectantes. En vista de lo cual él desapareció en dirección de su salón-dormitorio y regresó al poco rato llevando tres copitas de su reserva y una botella de aguardiente de trigo. Bebimos a la salud de la longevidad de la alfombra de coco y volvimos a insinuar, sin insistencia, igualmente, pero, igualmente, con expectación: la fibra de coco da sed. Probablemente las copitas del Erizo se alegraron de que se las llenara varias veces consecutivas con aguardiente antes de que un ataque de cólera familiar las hiciera pedazos. Cuando por un descuido Klepp volcó una de las copitas vacías sobre la alfombra, la copita ni se rompió ni dejó oír el menor ruido. Todos alabamos la alfombra de coco. Pero cuando la señora Zeidler, que nos estaba contemplando desde el salón-dormitorio, loó a su vez la alfombra de coco, porque ésta había preservado a la copita de romperse, entonces el Erizo se enfureció. Pisoteó la parte no clavada todavía de la alfombra de coco, agarró las tres copitas vacías, desapareció con ellas en el salón-dormitorio, oímos tintinear la vitrina —sacó más copitas, ya que con tres no le bastaba— y acto seguido oyó Óscar una música que ya le era familiar: ante su ojo interior surgió la estufa zeidleriana de tipo continuo, ocho copitas de las de licor yacían hechas polvo al pie de la misma, y Zeidler se inclinaba para alcanzar el recogedor y la escobilla y barrer, en cuanto Zeidler, lo que como Erizo había roto. Y la señora Zeidler, en tanto que tras de ella el vidrio se rompía y saltaba en pedazos, no se movió de la puerta. Parecía interesarse mucho en nuestro trabajo, sobre todo por cuanto al enfurecerse el Erizo nosotros habíamos vuelto a nuestros martillos. Ya no regresó, pero había dejado junto a nosotros la botella del aguardiente. Al principio, al llevarnos alternativamente la botella a la boca, nos sentíamos todavía algo cohibidos a causa de la señora Zeidler. Pero ésta nos hacía con la cabeza unos signos amistosos, pese a los cuales no logramos decidirnos a pasarle la botella y ofrecerle un trago. De todos modos trabajamos pulcramente y seguimos clavando la alfombra de coco clavo tras clavo. Al clavar Óscar la alfombra frente a la habitación de la enfermera, los vidrios esmerilados vibraron a cada martillazo. Esto lo afectó dolorosamente y, por espacio de unos momentos penosos, hubo de dar reposo al martillo. Mas tan pronto como hubo dejado atrás la puerta de cristal esmerilada de la señorita Dorotea, él y su martillo volvieron a sentirse mejor. Y comoquiera que todo ha de terminar alguna vez, así terminó también el clavado de la alfombra de coco. De cabo a cabo iban los clavos de cabeza ancha, metidos en el entarimado hasta el cuello, pero manteniendo las cabezas a ras de las fibras de coco, ondulantes y alborotadas. Nos paseamos satisfechos por el corredor, saboreando el largo de la alfombra y elogiando nuestra labor, tanto más, según discretamente lo hicimos notar, que no era nada fácil estirar en ayunas una alfombra de coco y clavarla; con lo que finalmente logramos también que la señora Zeidler se aventurara a su vez sobre la alfombra nueva —casi diría virgen— de coco, se dirigiera sobre la misma a la cocina, nos sirviera café y nos friera un par de huevos en la sartén. Comimos en mi cuarto, y la Zeidler se largó, porque tenía que ir a la oficina de Mannesmann, en tanto que nosotros dejamos la puerta abierta y contemplábamos, mascando y ligeramente agotados, nuestra obra: la alfombra de coco semejante a un río.

¿Por qué dedicar tanta abundancia de palabras a una alfombra de coco barata, que a lo sumo poseería algún valor antes de la reforma monetaria? Óscar se hace cargo de esta legítima pregunta y la contesta anticipando algo: Porque sobre dicha alfombra me encontré la noche siguiente, por vez primera, con la señorita Dorotea.

Muy tarde, hacia la medianoche, regresaba yo a casa lleno de cerveza y de morcilla. A Klepp lo había dejado en el barrio viejo. Seguía buscando al guitarrista. Di, sin duda, con la cerradura del piso zeidleriano, hallé la alfombra de coco en el corredor, pasé junto al vidrio esmerilado en aquella hora oscuro, hallé el camino de mi cuarto y de mi cama, salí primero de mi ropa, pero no encontré mi pijama —se lo había mandado a María para lavar— y encontré, en cambio, aquel pedazo de setenta y cinco centímetros de largo que habíamos cortado de la alfombra de coco. Lo puse a un lado de la cama y me acosté, sin conseguir, con todo, conciliar el sueño.

No hay por qué referir a ustedes lo que Óscar pensó o barajó en su mente, sin pensarlo, mientras trataba de conciliar el sueño. Hoy creo haber descubierto la causa de mi insomnio de entonces. Antes de subir a la cama había estado unos momentos de pie, descalzo, sobre la antecama, o sea sobre aquel pedazo de alfombra de coco. Las fibras de éste se comunicaron a mis pies y, a través de la piel, me penetraron en la sangre, de modo que, inclusive cuando ya llevaba un rato tendido, me seguía sintiendo sobre las fibras de coco, y eso era lo que me impedía dormir, ya que no hay nada tan excitante, tan contrario al sueño y tan favorecedor de pensamientos como el estar de pie y descalzo sobre una alfombra de coco.

Mucho después de medianoche, hacia eso de las tres, Óscar seguía echado y de pie a un tiempo, pero sin conciliar el sueño, sobre la cama y en la estera a la vez, cuando oyó en el corredor primero una puerta y luego otra. Será Klepp, pensé, que vuelve sin guitarrista pero bien saturado de morcilla, aunque ya sabía que no era Klepp el que movía primero una puerta y luego otra. Igualmente pensé: de nada te sirve quedarte aquí acostado en la cama, sintiendo las fibras de coco en los pies; mejor será que dejes esta cama y te pongas decididamente de pie, y no sólo con la imaginación, sobre la antecama de coco. Eso hizo Óscar. Y tuvo consecuencias. Porque, apenas me sentí de pie sobre la estera, el pedazo de alfombra de setenta y cinco centímetros me traspasó las plantas de los pies y me hizo recordar su procedencia, a saber: la alfombra de siete metros y cuarenta y tres centímetros del corredor. Sea, pues, que sintiera compasión por el trozo cortado de la alfombra, sea porque hubiera oído las puertas del corredor y creyera, sin creerlo, que se trataba del retorno de Klepp, el caso es que Óscar se agachó y, como no había encontrado su pijama al meterse en la cama, cogió con las manos dos puntas de la antecama de coco, separó las piernas hasta que sus pies ya no quedaron sobre la fibra sino sobre el entarimado, tiró de la estera entre sus piernas, la levantó en alto y puso los setenta y cinco centímetros ante su cuerpo desnudo, que medía un metro y veintiún centímetros, o sea tapando decorosamente su desnudez, con lo cual, sin embargo, venía a quedar expuesto a la influencia de las fibras de coco desde las clavículas hasta las rodillas. Influencia que se acrecentó al dejar Óscar su oscura habitación y salir detrás de su pantalla de fibra al oscuro corredor, y por ende al pisar la alfombra de coco.

¿Qué tiene de particular, pues, que bajo la incitación fibrosa de la alfombra del pasillo procediera yo a pasitos rápidos y quisiera sustraerme al influjo que actuaba bajo mis pies, tratara de salvarme y corriera hacia donde no había fibras de coco, es decir, hacia el excusado?

Pero éste estaba tan oscuro como el corredor y como el cuarto de Óscar y, sin embargo, estaba ocupado. Así me lo reveló un tenue grito femenino. También mi piel de fibra de coco topó con la rodilla de una persona sentada. Comoquiera que yo no daba señales de abandonar el excusado —porque allá afuera me esperaba la alfombra de coco—, la que estaba sentada allí delante trató de echarme: —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¡Váyase! —decía frente a mí una voz que en ningún caso podía pertenecer a la señora Zeidler. Y con un tono compungido: —¿Quién es usted?

—¡A ver, señorita Dorotea, adivínelo usted! —arriesgué en son de broma, para atenuar un poco lo que nuestro encuentro tenía de penoso. Pero ella no trataba de adivinar, antes bien se levantó, alargó las manos hacia mí y trató de empujarme fuera del excusado y hacia la alfombra del corredor; pero no calculó la altura y dio con sus manos en el vacío, por encima de mi cabeza, buscó a continuación más abajo, y al topar sólo con mi delantal fibroso y con mi piel de coco volvió a gritar —eso es lo que hacen siempre las mujeres— confundiéndome con alguna otra persona, porque se echó a temblar y susurró: —¡Dios mío, el diablo! —lo que me hizo soltar una risita ahogada, por supuesto que sin mala intención. Pero ella la tomó por la risa sarcástica del diablo. Como a mí esa palabreja de diablo no me hacía gracia, al preguntar ella una vez más, pero ya muy apocada: —¿Quién es usted? —contestóle Óscar: —¡Soy Satanás, que viene a ver a la señorita Dorotea! —Y ella: —¡Dios mío!, ¿pero por qué?

Y yo, adaptándome poco a poco al papel y sintiendo en mí a Satanás de apuntador: —Porque Satanás ama a la señorita Dorotea. —¡No, no, no, yo no quiero! —logró suspirar todavía, intentado escapar; mas topó nuevamente con las fibras satánicas de mi traje de coco —su camisón debía de ser muy ligero— y sus diez dedos se enredaron con la jungla tentadora, lo que la hizo débil y vacilante. Fue sin duda una debilidad pasajera lo que la hizo abalanzarse a la señorita Dorotea hacia adelante. Con mi pelliza, que levanté apartándomela del cuerpo, la retuve cuando iba a caer y la sostuve todo el tiempo necesario para adoptar una decisión adecuada a mi papel de Satanás; permití luego, cediendo un poco, que se pusiera de rodillas, en lo que tuve buen cuidado, sin embargo, de que éstas no entraran en contacto con las frías baldosas del excusado, sino con la alfombra de coco del corredor; déjela luego resbalarse en todo su largo hacia atrás, sobre la alfombra, con la cabeza en dirección oeste, o sea hacia el cuarto de Klepp, y la cubrí por delante, ya que la parte posterior de su cuerpo tocaba la fibra de coco por lo menos en un metro sesenta, con el mismo material fibroso, aunque sólo disponía para ello de aquellos setenta y cinco centímetros; pero como le puse uno de los bordes casi pegado a la barbilla, el otro borde le quedaba algo demasiado abajo de las caderas, de modo que tuve que correr la estera unos diez centímetros más arriba, hasta su boca, dejándole no obstante libre la nariz, a fin de que la señorita Dorotea pudiera respirar sin dificultad. Y, efectivamente, cuando Óscar se tendió a su vez sobre su antecama, la oyó respirar activamente bajo el efecto de las mil fibras excitantes. De momento, Óscar no trató de establecer un contacto directo, sino que esperó a que la fibra de coco produjera su cabal efecto, iniciando a dicho fin con la señorita Dorotea, que seguía sintiéndose débil y murmurando «Dios mío, Dios mío» y preguntando el nombre y la procedencia de Óscar, una conversación que la hacía estremecerse, entre alfombra y estera, cada vez que yo me daba como Satanás. Siseaba yo dicho nombre en forma muy satánica y describía con palabras tajantes mi domicilio infernal; al propio tiempo agitábame a más y mejor sobre mi antecama, manteniéndola en movimiento, porque, poquito a poco, las fibras de coco iban comunicando a la señorita Dorotea una sensación análoga a la que años antes le transmitiera el polvo efervescente a mi amada María. Sólo que éste me proporcionaba antaño una satisfacción plena, completa y triunfante, en tanto que sobre la alfombra de coco debía de experimentar yo ahora una derrota ominosa. No logré echar el ancla. Aquello que en tiempos del polvo efervescente y en tantas otras ocasiones posteriores se había revelado rígido y agresivo, ahora, bajo el signo de la fibra de coco, inclinaba lamentablemente la cabeza y se mostraba desganado, mezquino, sin tratar de alcanzar el objetivo ni hacer el menor caso a las diversas exhortaciones, tanto a mis artes persuasivas puramente intelectuales como a los suspiros de la señorita Dorotea, que murmuraba, gemía, lloriqueaba: —¡Ven, Satanás, ven! —a lo que respondía yo, tratando de tranquilizarla y consolarla: —Satanás viene pronto, ya no le falta mucho. —Y mantenía al propio tiempo un diálogo con aquel Satanás que desde mi bautismo llevo dentro, increpándole: ¡No seas aguafiestas, Satanás!, suplicándole: ¡Por favor, Satanás, ahórrame esta humillación!, halagándole: Pero si tú no sueles ser así; acuérdate de María o, mejor aún, de la viuda Greff, o de los juegos que hacíamos los dos en París con la amable Rosvita. Pero él, poco dispuesto a cooperar y sin temor a repetirse, sólo me daba una respuesta: No tengo ganas, Óscar. Cuando Satanás no las tiene, triunfa la virtud. Al cabo, alguna vez tendría Satanás derecho a no tenerlas.

Negóme, pues, su apoyo, alegó ésta y otras sentencias de calendario por el estilo, en tanto que yo, desfalleciendo lentamente, seguía manteniendo la estera de coco en movimiento y torturaba y lastimaba la piel de la señorita Dorotea, hasta que finalmente respondía a su sediento: ¡Ven, Satanás, ven de una vez! con un ataque desesperado y necio, sin ningún fundamento, debajo de las fibras de coco: con una pistola descargada traté de dar en el blanco. Ella se dispuso a ayudar a Satanás, sacó los dos brazos de debajo de la estera, quiso abrazarse y me abrazó, encontró en eso mi joroba y mi cálida piel humana, que nada tenía de la fibra de coco, no se topó con su anhelado Satanás y cesó de balbucear aquél: ¡Ven, Satanás, ven!; carraspeó más bien, y volvió a plantear, en otro tono de voz, la pregunta inicial: —Por el amor de Dios, ¿quién es usted, qué quiere? —No tuve más remedio que rendirme y confesar que, según decían mis papeles, me llamaba Óscar Matzerath, era vecino suyo y amaba a la señorita Dorotea con un amor apasionado y fervoroso.

Si ahora algún espíritu malévolo cree que la señorita Dorotea me lanzó con un juramento y de un puñetazo sobre la alfombra de coco, puede Óscar informar, con melancolía por descontado, pero también con una leve satisfacción, que la señorita Dorotea sólo apartó de mi joroba sus manos y sus brazos lentamente, casi diría pensativamente, lo que me hizo el efecto de una caricia infinitamente triste. Tampoco tuvieron nada de violento el lloro y los sollozos en que rompió acto seguido. Apenas me di cuenta de que se me escurría de debajo de la estera, se me escapaba, se me iba soltando, ni de cómo la alfombra iba absorbiendo sus pasos por el corredor. Oí abrirse una puerta, moverse una llave en la cerradura y, al instante, los seis cuadrados esmerilados de la alcoba de la señorita Dorotea se iluminaron por dentro y se hicieron reales.

Óscar permanecía tendido y cubriéndose con la estera, que conservaba todavía algún calor de aquel juego satánico. Mis ojos colgaban de los cuadrados iluminados. De vez en cuando deslizábase una sombra sobre el vidrio lechoso. Ahora va al armario, me decía, ahora a la cómoda. Óscar emprendió un último intento de tipo perruno. Me arrastré con la estera por la alfombra hasta la puerta, rasqué la madera y deslicé una mano suplicante sobre los dos vidrios inferiores. Pero la señorita Dorotea no abrió y siguió moviéndose, infatigable, entre el armario y la cómoda con el espejo. Lo sabía, aunque no quería confesármelo: la señorita Dorotea estaba haciendo sus maletas y huía, huía de mí.

Inclusive tuve que renunciar a la leve esperanza de que al dejar su alcoba me mostraría su cara iluminada eléctricamente. Primero se apagó la luz detrás del vidrio esmerilado, oí luego la llave, la puerta se abrió, sonaron unos pasos sobre la alfombra de coco. Yo alargué los brazos, me topé con una maleta, con una pantorrilla, y en esto diome en el pecho con uno de aquellos rudos zapatos de deporte que yo había visto en el armario, me echó sobre la alfombra y, cuando Óscar se levantó y suplicó una vez más: —Señorita Dorotea —ya la puerta del piso se cerraba: una mujer me había abandonado.

Ustedes y todos los que comprenden mi dolor dirán ahora: Vete a la cama, Óscar. ¿Qué andas buscando todavía por el corredor, después de este episodio humillante? Son las cuatro de la madrugada. Estás desnudo sobre una alfombra de coco y te cubres precariamente con una estera fibrosa. Tu corazón está sangrando, tu sexo te hace daño, tu vergüenza clama al cielo. Has despertado al señor Zeidler. Éste ha despertado a su mujer. Van a venir, abrirán la puerta de su salón-dormitorio y te verán. ¡Vete a la cama, Óscar, ya van a dar las cinco!

Éstos eran exactamente los consejos que yo mismo me daba mientras permanecía tirado allí sobre la alfombra. Estaba tiritando y sin embargo permanecía tendido. Trataba de evocar para mí el cuerpo de la señorita Dorotea. Pero no sentía más que las fibras de coco; las tenía inclusive entre los dientes. Luego, una franja de luz cayó sobre Óscar: la puerta del salón-dormitorio de los Zeidler se abrió cosa de un palmo y se asomó por ella la cabeza de erizo de Zeidler y, por encima de ésta, la cabeza llena de rizadores de la Zeidler. Me miraron estupefactos, él tosió y ella se rió por lo bajo, él me interpeló y yo no respondí, ella siguió riendo, él reclamó silencio, ella me preguntaba lo que me pasaba, él dijo que esto no podía ser, ella dijo que aquélla era una casa honesta, él me amenazó con despedirme, pero yo callé, porque mi medida no estaba colmada todavía. En esto, los Zeidler abrieron de par en par la puerta y él prendió la luz del corredor. Y se me fueron acercando con unos ojos pequeños llenos de malquerencias, y él se proponía no descargar esta vez su furor contra las copitas de licor, y Óscar aguardaba el furor del Erizo; pero éste no tuvo ocasión de descargarlo, porque se oyó un ruido en la caja de la escalera, porque una llave insegura empezó a buscar y finalmente halló, y porque entró Klepp llevando consigo a alguien que estaba exactamente tan borracho como él: a Scholle, el guitarrista con que al fin había dado.

Entre los dos tranquilizaron a Zeidler y consorte, se inclinaron sobre Óscar, le hicieron preguntas, me cogieron y me llevaron, juntamente con aquel pedazo satánico de alfombra de coco, a mi cuarto.

Klepp me frotó hasta que me hizo reaccionar. El guitarrista trajo mi ropa. Entre los dos me vistieron y secaron mis lágrimas. Sollozos. Ante las ventanas tenía lugar la mañana. Gorriones. Klepp me colgó mi tambor y me mostró su pequeña flauta de madera. Sollozos. El guitarrista se echó al hombro la guitarra. Gorriones. Estaba entre amigos: me cogieron entre los dos y se llevaron a un Óscar sollozante, que no ofrecía resistencia, fuera del piso, fuera de la casa de la Jülicherstrasse, hacia los gorriones. Me sustrajeron a la influencia de la fibra de coco y me condujeron por las calles matinales a través del parque del Hofgarten frente al Planetario y hasta la orilla del Rin, que corría grisáceo hacia Holanda y llevaba barcazas sobre las que se veía flotar ropa tendida.

Desde las seis de la mañana hasta las nueve estuvimos sentados, aquel día brumoso de septiembre, el flautista Klepp, el guitarrista Scholle y el baterista Óscar, en la orilla derecha del Rin, haciendo música, ensayando, bebiendo de una botella y guiñándoles a los álamos de la otra orilla; dimos a unos barcos cargados de carbón que desde Duisburgo remontaban la corriente el acompañamiento de una música del Misisipi, ora rápida y alegre, ora lenta y triste, y buscamos un nombre para la banda de jazz que acababa de constituirse.

Cuando algo de sol coloreó la neblina y la música reveló deseos de un copioso desayuno, levantóse Óscar, que había interpuesto entre sí y la pasada noche a su tambor, sacó dinero del bolsillo de su chaqueta —lo que significaba desayuno— y anunció a sus amigos el nombre de la orquesta acabada de nacer: «The Rhine River Three» nos llamábamos, y fuimos en pos de nuestro desayuno.