Heme ahí, pues, en el corredor, llevando en la cartera un mechón de pelo rubio descolorido. Por espacio de un segundo me esforcé por sentirlo a través de la piel de la cartera, a través del forro de la chaqueta, del chaleco, de la camisa y de la camiseta, pero estaba demasiado cansado y, dentro de mi malhumor, demasiado satisfecho para ver en el botín robado de la alcoba algo más que un desecho como el que suelen recoger los peines.
Sólo en ese punto hubo de confesarse Óscar que, en realidad, había buscado tesoros de muy distinta índole. Lo que había estado tratando de encontrar durante mi permanencia en la alcoba de la señorita Dorotea era algo que me permitiese identificar a aquel doctor Werner en algún lugar del cuarto, siquiera por uno de esos sobres que yo ya conocía. Pero es el caso que no encontré nada por el estilo. Ni sobre ni, menos aún, una hoja escrita. Óscar confiesa que sacó del compartimiento de los sombreros las novelas policíacas de la señorita Dorotea una por una, que las abrió y las examinó en busca de alguna dedicatoria o de alguna señal, así como tal vez de alguna foto, pues Óscar conocía a todos los médicos del Hospital de Santa María, si no de nombre, por lo menos de vista; pero todo fue en vano, pues no apareció foto alguna del doctor Werner.
Éste parecía no conocer el cuarto de la señorita Dorotea y, si lo había visitado alguna vez, había conseguido no dejar tras de sí la menor traza. Así pues, Óscar hubiera debido tener motivo de alegrarse. ¿No le llevaba yo al doctor una ventaja considerable? La ausencia de toda huella del médico, ¿no revelaba acaso que las relaciones entre él y la enfermera sólo existían en el hospital y eran, por consiguiente, de carácter meramente profesional y, si no profesional, por lo menos unilaterales?
Pero los celos de Óscar necesitaban de algún motivo. Por mucho que la más insignificante huella del doctor me hubiese afectado, no era menos cierto, por otro lado, que me hubiera proporcionado una satisfacción que no se dejaba comparar con la del minúsculo y breve resultado de la estancia en el armario.
No sé cómo volví a mi cuarto. Sólo recuerdo que, detrás de aquella puerta del otro extremo del corredor que cerraba el cuarto de un tal señor Münzer, oí una tos fingida que solicitaba atención. ¿Qué me importaba a mí aquel señor Münzer? ¿No tenía yo ya bastante con la inquilina del Erizo? ¿Necesitaba imponerme una carga a cuenta de aquel Münzer, que vaya usted a saber lo que tras ese nombre ocultaría? Óscar hizo pues caso omiso de aquella tos que lo invitaba, o, mejor dicho, sólo cuando me hallé en mi cuarto comprendí que aquel señor Münzer, al que no conocía y me era indiferente, había tosido para atraerme a mí, Óscar, a su cuarto.
Por algún tiempo sentí no haber reaccionado ante aquella tos, porque el cuarto se me hacía a la vez tan terriblemente estrecho y tan vasto, que una conversación con el señor Münzer que tosía, por molesta y forzada que hubiera sido, me habría hecho el efecto de un sedante. Sea como fuere, el caso es que no tuve el valor de restablecer tardíamente la comunicación, tal vez tosiendo a mi vez en el corredor, con el señor que estaba tras la puerta del otro extremo del mismo. Me abandoné sin voluntad al inexorable ángulo recto de la silla de cocina de mi cuarto, empecé, como siempre que me siento en alguna silla, a sentir síntomas de agitación, tomé de encima de la cama una obra médica de consulta, dejé caer el valioso libraco, que había adquirido con dinero penosamente ganado haciendo de modelo, de modo que se le formaron pliegues y cantos, cogí de la mesa el tambor que me había regalado Raskolnikof f, y me lo coloque en posición, pero sin lograr darle ni con los palillos ni con las lágrimas que, de haberlas conseguido, hubieran caído sobre el blanco esmalte circular y hubieran podido proporcionarme un desahogo rítmico.
Esto podría ser el punto de partida para un tratado acerca de la inocencia perdida; podría colocarse aquí al Óscar con tambor, en sus tres años permanentes, al lado del Óscar jorobado, sin voz, sin lágrimas y sin tambor. Pero ello no correspondería a la realidad, porque ya en sus días de tambor Óscar había perdido la inocencia varias veces, si bien después había vuelto a hallarla o la había dejado crecer de nuevo, y que la inocencia se parece a una mala hierba de crecimiento rápido —piensen ustedes en todas esas inocentes abuelitas que fueron en su día unas miserables y rencorosas criaturitas. No, no fue el jueguecito de culpa e inocencia lo que hizo levantarse a Óscar de la silla, sino que fue más bien el amor de la señorita Dorotea el que me obligó a dejar el tambor no tocado, a abandonar el cuarto, el corredor y el piso de los Zeidler, y a irme a la Academia de Bellas Artes, por más que el profesor Kuchen sólo me había citado para el atardecer.
Al dejar Óscar el cuarto con paso inseguro, al salir al corredor y abrir la puerta en forma intencionadamente complicada y ruidosa, tendí por espacio de unos momentos el oído hacia la puerta del señor Münzer. Pero éste no tosió, y yo, avergonzado, indignado, satisfecho y ávido, lleno de hastío y de anhelo de vida, tan pronto sonriendo como a punto de saltárseme las lágrimas, abandoné el piso y, finalmente, la casa de la Jülicherstrasse.
Pocos días después puse en ejecución un plan largamente premeditado, a cuyo propósito el hecho de rechazarlo reiteradamente había de revelarse como excelente método para prepararlo con todo detalle. Aquel día no tenía yo nada que hacer en toda la mañana. Sólo a las tres de la tarde tenía que posar con Ulla para el ingenioso pintor Raskolnikof f: yo como Ulises, que a su regreso obsequia a Penélope con su joroba. Fue en vano que yo tratara de disuadir al artista de esta idea. Por entonces él saqueaba con éxito los dioses y semidioses griegos, y Ulla se encontraba en la mitología como en su casa. Así que cedí y me dejé pintar de Vulcano, de Plutón con Proserpina y, finalmente, aquella tarde, de Ulises jorobado. Pero me interesa más la descripción de aquella mañana. Óscar pasa por alto el indicar a ustedes cómo estaba Ulla de Penélope y les dice sencillamente: en el piso de los Zeidler reinaba el silencio. El Erizo había salido con sus maquinillas de cortar el pelo en viaje de negocios, la señorita Dorotea tenía servicio de día, o sea que se hallaba fuera de la casa desde las seis, y la señora Zeidler estaba todavía en la cama cuando, al poco rato, llegó el correo.
Revisé inmediatamente la correspondencia y no encontré en ella nada para mí —la última carta de María la había recibido dos días antes—, pero descubrí en cambio, a primera vista, un sobre depositado en el correo de la ciudad que llevaba, inconfundiblemente, la escritura del doctor Werner.
Primero puse dicha carta con la demás correspondencia destinada al señor Münzer y a los Zeidler, me fui a mi cuarto y esperé a que la Zeidler hubiera salido al corredor y entregado al inquilino Münzer su carta, se fuera luego a la cocina, a continuación a su cuarto y, transcurridos unos diez minutos escasos, dejara el piso y la casa, pues en la oficina Mannesmann el trabajo empezaba a las nueve.
Para mayor seguridad, Óscar esperó todavía un rato, vistióse en forma exageradamente lenta, se limpió las uñas aparentemente tranquilo, y sólo entonces se decidió a actuar. Me fui a la cocina, coloqué una cacerola de aluminio a medio llenar con agua sobre la mayor de las tres llamas del horno de gas, dejé primero arder la llama grande hasta que el agua empezó a desprender vapores, bajé a continuación la llave hasta dejar la llama más pequeña y, guardando luego mis pensamientos y manteniéndolos lo más cerca posible de la acción, salí en dos pasos al corredor, frente a la alcoba de la señorita Dorotea, cogí la carta que la Zeidler había deslizado a medias bajo la puerta de cristal esmerilada, volví a la cocina y mantuve el reverso del sobre con toda precaución sobre el vapor, hasta que pude abrirlo sin dañarlo. Sobra decir que Óscar había apagado ya el gas antes de atreverse a poner la carta del doctor Werner sobre la cacerola de aluminio.
No leí la comunicación del médico en la cocina, sino tendido sobre mi cama. Primero me sentí decepcionado, porque ni la alocución inicial ni el floreo final revelaban nada acerca de las relaciones entre el médico y la enfermera. «¡Querida señorita Dorotea!», decía, y: «Su devoto Erich Werner».
Tampoco en la lectura del escrito mismo hallé una sola palabra marcadamente tierna. El doctor Werner sentía no haberle hablado la víspera a la señorita Dorotea, pese a que la había visto frente a la puerta de la Sección privada para Hombres. Sin embargo, por motivos que el doctor Werner no se explicaba, la señorita Dorotea había dado media vuelta al sorprender al médico en conversación con la señorita Beata —esto es, con la amiga de Dorotea—. Y el doctor Werner sólo pedía una explicación, ya que su conversación con la señorita Beata había tenido un carácter exclusivamente profesional. Como la señorita Dorotea bien sabía —decía—, él se esforzaba siempre por mantener cierta distancia frente a dicha Beata, que no siempre se controlaba. Que esto no había siempre de resultarle fácil, ella, Dorotea, que conocía a Beata, debía de comprenderlo sin dificultad, ya que la señorita Beata solía manifestar sus sentimientos sin el menor reparo, sentimientos, sin embargo, a los que él, el doctor Werner, nunca correspondía. La última frase del escrito afirmaba: «Créame, se lo ruego, que puede usted hablarme en cualquier momento». Pese al formalismo, a la frialdad y aun a la presunción de dichas líneas, no había de resultarme difícil desenmascarar finalmente el estilo del doctor Werner y de ver en la carta lo que efectivamente se proponía ser, es decir: una apasionada carta de amor.
Mecánicamente deslicé el papel dentro del sobre, prescindiendo de toda precaución, humedecí ahora con la lengua de Óscar el engomado que posiblemente humedeciera antes el doctor Werner con la suya, me eché a reír, me di entre risa y risa unas palmadas en la frente y la nuca, hasta que, en medio de este juego, logré llevar la mano de Óscar de su frente al picaporte de mi cuarto, abrir la puerta, salir al corredor y deslizar la carta del doctor Werner, a medias, bajo aquella puerta que, con su marco pintado de gris y su vidrio esmerilado, cerraba el dormitorio que yo ya conocía de la señorita Dorotea.
Permanecía yo todavía en cuclillas, con un dedo o posiblemente dos sobre la carta, cuando desde el cuarto del otro extremo del corredor oí la voz del señor Münzer. No perdí palabra del ruego que me dirigió, en forma lenta y como si dictara: —Mi querido señor, ¿no me haría usted el favor de traerme un poco de agua?
Me enderecé y pensé que el hombre estaría enfermo, pero en el mismo instante comprendí que el individuo de detrás de la puerta no estaba enfermo, y que Óscar sólo trataba de persuadirse de que podía estarlo para tener un motivo de llevarle el agua, porque una simple demanda, sin motivación alguna, nunca me hubiera atraído al cuarto de un sujeto al que no conocía en absoluto.
Primero me proponía llevarle el agua, tibia todavía, de la cazuela de aluminio que me había ayudado a abrir la carta del médico. Pero luego lo pensé mejor, vertí el agua usada en el fregadero, la dejé correr fresca en la cazuela y llevé ésta con el agua ante aquella puerta tras la cual había de hallarse aquella voz del señor Münzer que nos solicitaba a mí y al agua, o tal vez sólo a esta última.
Óscar llamó, entró y se topó en seguida con ese olor que es tan característico de Klepp. Si designo la emanación como acidulada, paso por alto su sustancia al propio tiempo dulzona. El aire alrededor de Klepp nada tenía que ver, por ejemplo, con la atmósfera acética de la señorita Dorotea. Sería asimismo inexacto designarla como agridulce. Aquel señor Münzer o Klepp, como le llamo hoy, era un flautista y clarinete de jazz, regordete y perezoso, pero no exento de movilidad, propenso siempre al sudor, supersticioso y sucio, pero sin llegar a la degeneración, arrebatado a cada rato de los brazos de la muerte y que exhalaba y exhala el olor de un cadáver que no cesara de fumar cigarrillos, de chupar bombones de menta y de oler a ajo. Así olía ya entonces y así sigue oliendo hoy cuando se inclina sobre mí los días de visita, esparciendo a su alrededor la alegría de vivir y el gusto de la muerte, y obliga a Bruno, inmediatamente después de su salida complicada y anunciadora del retorno, a abrir las ventanas y las puertas y a establecer una corriente de aire purificadora.
Hoy Óscar es quien guarda cama. Pero entonces, en la habitación de los Zeidler, hallé a Klepp en los restos de una cama. Pudríase con el mejor de los humores, mantenía al alcance de la mano un mechero de gas muy pasado de moda y de estilo harto barroco, una buena docena de paquetes de espaguetis, latas de sardinas, tubos de salsa de tomate, algo de sal gruesa en un papel de periódico y una caja de botellas de cerveza, la cual, como no había de tardar en comprobar, estaba tibia. Acostumbraba orinar acostado en las botellas vacías, cerraba luego, según había de informarme confidencialmente antes de que transcurriera una hora, los recipientes verdosos, llenos en su mayoría y adaptados a su capacidad, y los colocaba aparte, estrictamente separados de las botellas de cerveza propiamente dicha, a fin de evitar en caso de sed del encamado una posible confusión. Aunque tenía agua en el cuarto y, con un mínimo de iniciativa, habría podido perfectamente orinar en el lavabo, era demasiado perezoso o, mejor dicho, se hallaba demasiado impedido por sí mismo de levantarse, para dejar una cama adaptada con tanta fatiga a su cuerpo e ir a buscar agua en su cazuela de espaguetis.
Comoquiera que Klepp, en tanto que señor Münzer, cocía siempre con toda precaución sus pastas en la misma agua, o sea que guardaba como la pupila de sus ojos aquella agua varias veces hervida que se iba haciendo cada vez más espesa, lograba, gracias al depósito de botellas vacías, conservar a menudo hasta cuatro días consecutivos su posición adaptada a la cama. La emergencia presentábase cuando el caldo de los espaguetis quedaba reducido a un mero residuo salado y pegajoso. Cierto que Klepp hubiera podido abandonarse en este caso al hambre, pero para ello faltábanle entonces todavía las premisas ideológicas necesarias y, por lo demás, su ascetismo parecía también limitarse a períodos de cuatro o cinco días, ya que, en otro caso, bien la señora Zeidler, que le llevaba el correo, o bien una cazuela mayor y un depósito de agua más adecuado a su reserva de pastas hubieran podido hacerle más independiente todavía del medio exterior.
Cuando Óscar violó el secreto personal, hacía ya cinco días que Klepp yacía independiente en su cama: con lo que le quedaba de su agua de espaguetis hubiera podido pegar carteles en las carteleras. Pero en esto oyó en el corredor mis pasos indecisos, dedicados a la señorita Dorotea y a sus cartas. Después que la experiencia le hubo revelado que Óscar no reaccionaba a los accesos de tos fingida e invitadora, decidióse, el día en que yo leía la carta fríamente apasionada del doctor Werner, a forzar un poco su voz y a pedir: —Mi querido señor, ¿no me haría usted el favor de traerme un poco de agua?
Y yo cogí la cazuela, vertí el agua tibia, abrí el grifo, la dejé correr fresca hasta llenar la mitad de la cazuela y aun otro poco más, otro chorrito, y se la llevé: fui, pues, el querido señor que había supuesto en mí y me presenté a él como Matzerath, lapidario y grabador de inscripciones.
Él, con la misma cortesía, incorporó su torso en algunos grados y dijo llamarse Egon Münzer, músico de jazz, rogándome de todos modos que le llamara Klepp, puesto que su padre se llamaba también Münzer. Lo que yo comprendí tanto mejor cuanto que prefería también llamarme Koljaiczek o simplemente Óscar, no llevaba el apellido Matzerath más que por humildad y sólo raramente me decidía a llamarme Óscar Bronski. Así que no tuve dificultad alguna en llamar a aquel joven grueso y tendido —treinta años le calculaba yo, pero tenía menos—, sencilla y llanamente, Klepp. Él me llamó Óscar, porque el apellido Koljaiczek le resultaba demasiado difícil de pronunciar.
Empezamos a charlar, esforzándonos, sin embargo, al principio por ser naturales. Rozamos, charlando, los temas más ligeros: yo le pregunté si consideraba nuestro destino como inmutable, cosa que él afirmó. Preguntóle Óscar si creía que todos los hombres habían de morir. También la muerte final de todos los individuos teníala él por segura, pero no estaba seguro de que todos hubieran debido nacer, y hablaba de sí mismo como de un nacimiento equivocado, en lo que Óscar volvió a sentir lo mucho que tenía con él en común. Creíamos también los dos en el cielo. Mas él, al decir cielo, dejó escapar una risa ligeramente indecente y se rascó bajo la colcha: diríase que ya en la vida el señor Klepp andaba planeando obscenidades que se proponía ejecutar luego en el cielo. Al llegar a la política, casi se apasionó y me citó más de trescientas casas principescas alemanas a las que quería conferir dignidad, la corona, el poder; la región de Hannover, en cambio, atribuíala al Imperio Británico. Cuando le pregunté por la suerte de la otrora Ciudad Libre de Danzig, no sabía por desgracia hacia dónde quedaba, lo que no le impidió proponer para príncipe de aquella pequeña ciudad, que lamentaba no saber dónde quedaba, a un conde del país de Berg que, según él, descendía en línea directa dejan Wellen. Finalmente —nos aprestábamos ya a definir el concepto de verdad, en lo que hacíamos buenos progresos— yo logré enterarme, por medio de algunas preguntas incidentales hábiles, que hacía ya tres años que el señor Klepp venía pagando a Zeidler alquiler en calidad de inquilino. Lamentamos no habernos conocido antes. Yo achaqué la culpa de ello al Erizo, que no me había facilitado datos suficientes a propósito del encamado, lo mismo que tampoco se le había ocurrido confiarme más acerca de la enfermera que aquella mísera indicación: ahí, detrás de esa puerta de vidrio esmerilado, vive una enfermera.
Óscar no quiso molestar desde el principio al señor Münzer, o Klepp, con sus propias preocupaciones. No le pedí, pues, información alguna acerca de la enfermera, sino que me interesé ante todo por su salud: —Por lo que hace a la salud —intercalé—, ¿no se encuentra usted bien?
Klepp volvió a incorporar el torso algunos grados, pero, al ver que no lograba ponerse en ángulo recto, se dejó caer nuevamente y me informó que, en realidad, él guardaba cama para saber si se encontraba bien, regular o peor. Esperaba poder llegar dentro de algunas semanas a la conclusión de que iba tirando.
Y luego se produjo lo que yo había temido y estaba tratando de evitar por medio de una conversación prolongada y ramificada. —Mi querido señor, ¿le gustaría acompañarme a una ración de espaguetis? —Comimos, pues, unos espaguetis cocidos en el agua fresca que yo le había llevado. No me atreví a pedirle la pegajosa cazuela para someterla en el fregadero a un lavado concienzudo. Apoyado sobre un costado, Klepp se puso a cocinar sin decir palabra y con la seguridad de movimientos de un sonámbulo. Vertió el agua con precaución en una lata de conservas algo mayor, metió luego la mano bajo la cama, sin modificar con ello sensiblemente su posición, sacó un plato grasiento y encostrado con restos de salsa de tomate, pareció indeciso por una fracción de segundo, pero volvió a meter la mano bajo la cama, sacó a la luz del día una bola de papel de periódico amarillento, restregó con ella el plato, volvió a meter el papel bajo la cama, echó el aliento sobre el disco embadurnado, como si quisiera quitarle el último grano de polvo y, con ademán casi majestuoso, me alargó el más abominable de los platos, rogándome que me sirviera sin cumplidos.
Me resistí a hacerlo antes que él, y le rogué que empezara. Después que me hubo provisto con unos misérrimos cubiertos que se pegaban a los dedos, amontonó sobre mi plato, con una cuchara sopera y un tenedor, una buena parte de los espaguetis, apretó el tubo de salsa de tomate, con movimientos elegantes y haciendo salir en arabescos un largo gusano sobre el mondongo, añadióle un buen chorro de aceite de la lata, hizo lo mismo para sí en la cazuela, esparció algo de pimienta sobre ambas raciones, removió su parte y me invitó con los ojos a hacer lo mismo con la mía.
—Perdone, mi querido señor, que no tenga parmesano en polvo en la casa. Pero de todos modos, deseo a usted un excelente provecho.
Óscar sigue todavía sin comprender cómo pudo encontrar fuerzas suficientes para servirse de la cuchara y el tenedor. Pero lo más curioso es que el plato me gustó. E inclusive estos espaguetis a la Klepp habían de convertirse para mí en un punto de referencia culinario con el que en adelante mediría yo todo menú que se me presentara.
Durante la comida tuve tiempo de examinar en detalle, sin aparentarlo, el cuarto del encamado. La atracción del lugar consistía en un agujero de chimenea, circular, abierto a ras mismo del techo y que respiraba negrura. Afuera, ante las dos ventanas, hacía viento. En todo caso, parecían ser ráfagas de viento las que de vez en cuando introducían nubes de hollín en el cuarto de Klepp por el agujero de la chimenea. Se iban depositando regularmente, en forma fúnebre, sobre los muebles. Comoquiera que todo el mobiliario consistía en la cama, colocada en el centro del cuarto, y en algunas alfombras enrolladas y envueltas en papel de embalaje de procedencia zeidleriana, podía afirmarse sin lugar a error que en aquel cuarto no había cosa alguna más ennegrecida que la sábana antaño blanca, la almohada bajo el cráneo de Klepp y una toalla que el encamado se echaba sobre la cara cada vez que alguna ráfaga mandaba al interior una nube de hollín.
Las dos ventanas del cuarto daban, lo mismo que las del salón y dormitorio de los Zeidler, a la Jülicherstrasse o, mejor dicho, al verde follaje de aquel castaño que se erguía frente a la fachada de la casa. Por todo cuadro colgaba entre las dos ventanas, fijado con chinches, el retrato, sacado probablemente de alguna revista ilustrada, de la reina Isabel de Inglaterra. Abajo del cuadro colgaba una gaita cuya procedencia escocesa llegaba todavía a percibirse bajo la capa de hollín. Mientras contemplaba yo aquella foto en colores, pensando menos en Isabel y en su Felipe que en la señorita Dorotea, que se hallaba entre Óscar y el doctor Werner y posiblemente se desesperara, explicóme Klepp que él era un fiel y entusiasta devoto de la casa real inglesa y que, por ello, había tomado clases de gaita entre los gaiteros de un regimiento escocés del ejército inglés de ocupación, sobre todo por cuanto dicho regimiento lo mandaba la reina Isabel en persona; él, Klepp, la había visto en unas actualidades, vestida de cuadros de arriba abajo, pasando revista al regimiento en cuestión.
En forma curiosa sentí que se me alborotaba el catolicismo. Expresé dudas de que Isabel entendiera lo más mínimo en materia de música de gaita, hice también algunas consideraciones acerca del fin lamentable de María Estuardo y, en una palabra, Óscar dio a entender a Klepp que consideraba a Isabel como carente de todo sentido musical.
En realidad, yo me esperaba un arrebato de cólera del monárquico. Pero éste se limitó a sonreír con aire de superioridad y me rogó que le diera una explicación de la que él pudiese colegir que yo, el pequeñito —así me llamó el gordo—, tenía algún criterio en materia de música.
Óscar se quedó mirando a Klepp por algún tiempo. Sin saberlo, había tocado en mí una fibra sensible. De la cabeza me pasó fulminantemente a la joroba. Aquello parecía el Día del Juicio de todos mis viejos tambores rotos y liquidados. Los mil tambores que había convertido yo en chatarra y aquel que había enterrado en Saspe se levantaban, volvían a nacer y celebraban, enteros y nuevecitos, su resurrección: resonaban, me invadían, me hacían levantar del lado de la cama, me obligaban a dejar el cuarto después de haberle pedido a Klepp un momento de paciencia, me arrastraban pasando junto a la puerta de cristal esmerilada de la señorita Dorotea —el rectángulo de la carta seguía allí, visible a medias, sobre el entarimado—, me hacían penetrar a latigazos en mi cuarto y me llevaron hasta el tambor que el pintor Raskolnikoff me había regalado al pintar la Madona 49. Y yo agarré el tambor y los palillos, me volví, o aquello me volvió, dejé el cuarto, pasé corriendo junto a la maldita alcoba, entré cual un superviviente que regresa de una larga odisea en la cocina de espaguetis de Klepp, me senté sin cumplidos al borde de la cama, me coloqué el instrumento esmaltado en rojo y blanco en posición, jugueteé primero con los palillos en el aire —estaba yo probablemente algo cohibido todavía y fijaba la mirada más allá del Klepp atónito— y dejé luego caer, como casualmente, uno de los palillos sobre la lámina ¡ay! y la lámina respondió; y ya el segundo palillo atacaba a su vez; y empecé a tocar observando el orden: en el principio fue el principio. Y la mariposa entre las bombillas anunció sobre el tambor mi nacimiento; toqué luego la escalera de la bodega con sus diecinueve peldaños y mi caída de la misma, mientras los demás celebraban mi tercer aniversario; toqué, al derecho y al revés, el horario de la Escuela Pestalozzi; subí con el tambor a la Torre de la Ciudad, sentéme con él debajo de las tribunas políticas, toqué anguilas y gaviotas, el sacudir de las alfombras en Viernes Santo; toqué sentado sobre el ataúd que se afinaba hacia el pie de mi pobre mamá; tomé luego, en calidad de notas, la espalda surcada de cicatrices de Heriberto Truczinski y observé a distancia, cuando me hallaba en la defensa del edificio del Correo polaco de la Plaza Hevelius, un movimiento en la cabecera de aquella casa sobre la que estaba sentado; vi con el rabo del ojo a Klepp, medio incorporado, que sacaba de debajo de la almohada una flauta ridicula, se la aplicaba a la boca y le extraía unos sonidos tan delicados e inefables, que pude llevarlo conmigo al cementerio de Saspe, con Leo Schugger, y luego, cuando Leo Schugger hubo terminado su danza, pude evocar, ante él, para él y con él, la espuma de los polvos efervescentes de mi primer amor; inclusive a la selva de la señora Lina Greff pude llevarlo, hice zumbar asimismo la máquina tambor del verdulero Greff mantenida en equilibrio por un peso de setenta y cinco kilos, me llevé a Klepp al Teatro de Campaña de Bebra, dejé que Jesús tocara mi tambor, evoqué a Störtebeker y a todos los Curtidores saltando del trampolín —abajo estaba Lucía sentada—, hasta que las hormigas y los rusos ocuparon mi tambor; pero no lo conduje luego una vez más al cementerio de Saspe, en donde dejé que mi tambor siguiera a Matzerath, sino que me ataqué al grandioso tema interminable: los campos de patatas cachubas, la llovizna oblicua de octubre y las cuatro faldas de mi abuela; y poco faltó para que el corazón de Óscar quedara allí petrificado al oír que de la flauta de Klepp caía, murmurando, la lluvia de octubre; que la flauta de Klepp descubría bajo la lluvia y las cuatro faldas a mi abuelo, el incendiario Koljaiczek, y que la misma flauta celebraba y confirmaba la concepción de mi pobre mamá.
Estuvimos tocando por espacio de varias horas. Cuando hubimos ejecutado variaciones suficientes sobre el tema de mi abuelo corriendo sobre las balsas, terminamos el concierto, agotados pero al propio tiempo felices, con el himno alusivo al salvamento posible y milagroso del incendiario desaparecido.
Con el último tono temblando todavía en la flauta, Klepp se levantó de un salto de la cama moldeada por su cuerpo. Siguiéronle unos olores de cadáver. Pero él abrió violentamente las ventanas, tapó con papel de periódico el agujero de la chimenea, hizo pedazos el retrato en colores de la reina Isabel, proclamó el fin de la era monárquica, dejó correr el agua del grifo por el lavabo, y empezó a lavarse: se lavó; Klepp empezó a lavarse. Y se puso a lavarlo todo; aquello ya no era un lavado, era una purificación. Y cuando el purificado dejó el agua y se planto ante mí, grueso, goteante, desnudo y a punto de reventar, con el sexo colgándole feamente de lado, tendió los brazos y me levantó, levantó a Óscar, ya que éste era y sigue siendo de muy poco peso; y cuando la risa reventó en él e hizo irrupción y rebotó en el techo, entonces comprendí que no sólo acababa de resucitar el tambor de Óscar, sino que también Klepp era un resucitado: y nos felicitamos mutuamente y nos besamos en las mejillas.
Ese mismo día —al atardecer salimos, bebimos cerveza y comimos morcilla con cebolla— me propuso Klepp fundar con él una orquesta de jazz. Claro que le pedí algún tiempo para pensarlo, pero ya Óscar estaba decidido a abandonar no sólo su oficio de marmolista y grabador de epitafios con Korneff, sino también el de modelo con la musa Ulla, y a convertirse en músico de batería en una banda de jazz.