Que nadie vaya a creer ahora que Óscar estaba sólo para hablar de enfermeras. Después de todo, yo tenía mi profesión. El semestre de verano de la Academia de Bellas Artes acababa de empezar, y tuve que abandonar aquel trabajo ocasional de grabador de inscripciones practicado durante las vacaciones porque, a cambio de un buen salario, Óscar tenía que estarse quieto, sirviendo como base para la confirmación de los viejos estilos y, junto con la musa Ulla, para la experimentación de los nuevos. Suprimían nuestra objetividad, rechazábamos, calumniábamos, echaban sobre tela y papel líneas, cuadrados y espirales, cosas hechas de memoria que hubieran servido en todo caso para el papel que usan los tapiceros, y daban a estos modelos, en los que había de todo menos Óscar y Ulla y, por lo mismo, todo menos misterio y tensión, títulos sensacionales como: Trenzado vertical - Himno al tiempo - Rojo en espacios nuevos.
Eso era lo que hacían sobre todo los nuevos alumnos, que ni siquiera sabían dibujar bien todavía. Mis viejos amigos de los talleres de los profesores Wuchen y Maruhn, y los alumnos-maestros Ziege y Raskolnikoff estaban demasiado sobrados de arabescos y curvas anémicas.
En cuanto a la musa Ulla, que cuando bajaba a tierra revelaba un gusto muy al día por todo lo relacionado con el arte, se entusiasmó a tal punto con las nuevas muestras de papel pintado que no tardó en olvidar al pintor Lankes, que la había dejado, y encontraba bonitas, alegres, cómicas, fantásticas, colosales e inclusive elegantes las decoraciones que, en diversos tamaños, ejecutaba un pintor de cierta edad ya, de nombre Meitel. No hay que conceder demasiada importancia al hecho de que se prometiera en seguida con este artista, al que le gustaban las formas como las que tienen los empalagosos huevos de Pascua, ya que al correr del tiempo había de encontrar a menudo ocasión de prometerse de nuevo, y está actualmente —así me lo reveló anteayer en ocasión de una visita en la que nos trajo a mí y a Bruno unos bombones— en vísperas de un noviazgo serio, tal como suele decir siempre.
A principios del semestre, Ulla sólo quería servir de musa a las nuevas tendencias, tan ciegas, ¡ay!, y ella sin darse cuenta. Esta idea se la había inculcado su pintor de huevos pascuales, el tal Meitel, quien, a guisa de regalo de novios, le había transmitido un vocabulario que ella ensayaba hablando de arte conmigo. Hablaba de relaciones, de constelaciones, de acentos, de perspectivas, de estructuras fluidas, de procesos de fusión, de fenómenos de erosión. Y ella, que de día sólo comía plátanos y bebía jugo de tomate, me hablaba de células originarias, de átomos de color, los cuales, en rasante dinámica dentro de sus respectivos campos de energía, no sólo hallaban su posición natural, sino que además… Así me hablaba Ulla durante los descansos y también cuando ocasionalmente íbamos a tomarnos un café a Ratingerstrasse. E inclusive cuando su noviazgo con el dinámico pintor de huevos había llegado ya a su término y ella, después de un brevísimo episodio con una lesbiana, se entregó nuevamente a un alumno de Ruchen y, por ende, al mundo de la objetividad, entonces todavía siguió conservando aquel léxico que sometía su carita a tales esfuerzos que se le formaron dos pequeños pliegues agudos, algo fanáticos, alrededor de su boquita de musa.
Digamos aquí que no fue idea exclusiva de Raskolnikoff el pintar a la musa Ulla de enfermera al lado de Óscar. En efecto, después de la Madona 49, volvió a pintarnos como el «Rapto de Europa», en donde el toro era yo. Y a continuación del rapto, que fue algo discutido, vio la luz el cuadro: «El bufón cuidando a la enfermera».
Fue una idea mía la que encendió la fantasía de Raskolnikoff, Cavilaba éste sombríamente, pérfido y pelirrojo, lavando sus pinceles y hablando, mientras miraba fijamente a Ulla, de crimen y castigo. En esto yo le sugerí que me pusiera a mí de crimen y a Ulla de castigo: mi crimen era manifiesto; el castigo cabía perfectamente bien en un uniforme de enfermera.
La culpa de que aquel excelente cuadro recibiera otro título, un título desconcertante, fue exclusivamente de Raskolnikoff. Yo lo hubiera llamado «Tentación», porque mi mano derecha, pintada, aprieta en él un picaporte y abre un cuarto en el que la enfermera está de pie. También hubiera podido llamarse el cuadro de Raskolnikoff sencillamente «El picaporte», porque, si yo tuviera interés en dar otro nombre a la tentación, me atrevería a proponer el de picaporte, ya que dicho apéndice tangible está pidiendo que lo agarren, y así lo hacía yo todos los días con el de la puerta de cristal esmerilado cuando sabía que el Erizo estaba de viaje, la enfermera del hospital y la señora Zeidler en su oficina de la empresa Mannesmann.
Óscar dejaba entonces su cuarto con la bañera sin desagüe, salía al corredor del piso zeidleriano, deteníase frente al cuarto de la enfermera y asía el picaporte.
Hasta mediados de junio, como había tenido ocasión de comprobar casi todos los días, la puerta no quiso ceder. Disponíame ya a ver en la enfermera a una criatura acostumbrada de tal modo al orden como resultado de un trabajo lleno de responsabilidad, que parecía prudente abandonar toda esperanza fundada en una puerta dejada abierta por descuido. Eso explica también aquella reacción necia y mecánica que me hizo volver a cerrar inmediatamente la puerta al encontrarla un día abierta.
Es evidente que Óscar sintió que todo el pellejo se le encogía en el corredor, y que estuvo así por espacio de varios minutos, dejándose asaltar a un tiempo por pensamientos tan diversos, que su corazón no atinaba a imprimir a dichos impulsos algo parecido a un plan.
Sólo hasta que logré encauzar mis pensamientos, y a mí mismo, por otros vericuetos, pensando en María y en su pretendiente: María tiene un pretendiente, el pretendiente acaba de regalarle una cafetera a María, el pretendiente y María van los sábados al Apolo, María sólo tutea al pretendiente fuera del establecimiento, porque dentro lo trata de usted, porque es el dueño —sólo hasta que hube pensado en María y en su pretendiente desde éstos y aquellos ángulos conseguí establecer en mi alocada cabeza un principio de método, y abrí la puerta de cristales.
Ya anteriormente me había yo representado el cuarto cual un cuarto sin ventanas, porque la parte superior de la puerta, de un vidrio vagamente transparente, nunca había revelado un rayo de luz diurna. Lo mismo exactamente que en mi cuarto, hallé el conmutador de la luz a mano derecha. Para iluminar esta cámara, demasiado pequeña para ser designada como cuarto, la bombilla de cuarenta vatios era más que suficiente. Me resultó molesto encontrarme inmediatamente con mi media figura plantada al otro lado del espejo. Pero Óscar no se arredró ante su imagen trastocada, que tan pocas novedades podía suministrarle, porque los objetos del tocador, que era del mismo ancho que el espejo, lo atrajeron con fuerza irresistible y le hicieron avanzar de puntillas.
El esmalte blanco de la palangana ostentaba unas marcas entre azules y negras. También la plancha de mármol del tocador, en la que la palangana se sumía hasta sus bordes sobresalientes, estaba algo dañada. Faltábale el ángulo izquierdo, delante del espejo, al que mostraba sus vetas. Trazas de un pegamento que se iba desconchando en la fractura revelaban un intento poco hábil de reparación. Sentí que un escozor recorría mis dedos de lapidario, y me acordé en el acto de la masilla para mármol que Korneff preparaba él mismo y con la que hasta el mármol del Lahn más quebradizo se convertía en aquellas placas resistentes que se pegaban a las fachadas de las carnicerías.
Luego que mi familiaridad con la piedra calcárea me hizo olvidar aquella imagen mía mal reflejada por el mísero espejo, logré identificar también aquel olor que ya al entrar había llamado especialmente la atención de Óscar.
Olía a vinagre. Más adelante, y hasta hace sólo unas cuantas semanas, disculpaba yo aquel olor inoportuno, suponiendo que la enfermera se habría lavado la cabeza el día anterior; era vinagre que mezclaba al agua antes de enjuagarse el cabello. Cierto que sobre el tocador no había botella alguna de vinagre. Tampoco en otros recipientes con etiqueta pude identificar el menor rastro de vinagre, y no hacía más que repetirme una y otra vez que la señorita Dorotea, que podía disponer en el Hospital de Santa María de los cuartos de baño más modernos, no iba a ir a calentarse agua en la cocina de los Zeidler, solicitando previamente permiso para ello, para luego lavarse la cabeza en su cuarto en forma asaz complicada. Pero cabía suponer que una prohibición general, o de la enfermera jefe, impidiera a las enfermeras el uso de determinadas instalaciones higiénicas del hospital y que, por ello, la señorita Dorotea se viera obligada a lavarse la cabeza en aquella palangana y ante un espejo impreciso.
Pero, si bien no había sobre el tocador ninguna botellita de vinagre, no faltaban los frascos y cajitas sobre el frío mármol. Un paquete de algodón hidrófilo y otro medio vacío de toallas higiénicas quitáronle en aquella ocasión a Óscar el valor de examinar el contenido de las diversas cajitas. Pero a la fecha sigo convencido de que no había en ellas otra cosa que productos cosméticos o, a lo sumo, algún ungüento inofensivo.
El peine de la enfermera estaba plantado en el cepillo. Tuve que hacerme alguna violencia para extraerlo de las cerdas y examinarlo con detalle. Fue bueno que lo hiciera, porque en el mismo momento hizo Óscar su descubrimiento más importante: la enfermera tenía el pelo rubio, tal vez rubio ceniza, aunque resulta difícil extraer conclusiones decisivas de un pelo muerto arrancado por el peine. Permítaseme, pues, que siga simplemente: la señorita Dorotea tenía el pelo rubio.
La carga sospechosamente abundante del peine revelaba además que a la señorita Dorotea se le caía el cabello. La culpa de esta enfermedad, penosa y amarga, sin duda, para el alma de una mujer, debía atribuirse indudablemente a las cofias, pese a lo cual no las acusé, porque es evidente que no se puede prescindir de las cofias en un hospital que se respete.
Por encima de lo desagradable que fuera para Óscar el olor a vinagre, el hecho de que a la señorita Dorotea se le cayera el pelo no hizo sino suscitar en mí un amor endulzado de compasión. Es característico de mi estado de ánimo que me vinieran inmediatamente a la mente varios remedios contra la calvicie, pregonados como seguros, que me proponía comunicar a la enfermera en cuanto se ofreciera la ocasión. Y ya con el pensamiento en este encuentro —Óscar se lo representaba bajo un cielo caluroso y tranquilo de verano, entre trigales—, quité del peine los cabellos sueltos, formé con ellos un pequeño haz, los anudé unos con otros, soplé para quitarle algo del polvo y de la caspa y me los metí con precaución en uno de los compartimientos de la cartera, que desalojé rápidamente al objeto.
Cuando tuve el botín a buen recaudo dentro de mi cartera y mi bolsillo, volví a coger el peine, que, a fin de poder manipular mejor la cartera, había depositado sobre la plancha de mármol. Lo miré a contraluz de la bombilla, carente de tulipa, seguí con la mirada las dos series de púas de diverso grueso, comprobé que faltaban dos de ellas entre las más delgadas, y no pude resistir la tentación de hacer zumbar la uña de mi índice izquierdo a lo largo de las puntas de las púas mayores, con lo que pudo alegremente Óscar verificar durante esta pequeña diversión el brillo de algunos cabellos que había dejado allí ex profeso, con objeto de no suscitar sospechas.
El peine volvió a sumirse definitivamente en el cepillo. Apárteme del tocador, que me informaba de modo demasiado unilateral. Al dirigirme a la cama de la enfermera, di con una silla de cocina de cuyo respaldo colgaba un sostén.
Sólo con sus puños podía Óscar llenar las dos formas negativas de aquel sostén, de bordes usados y descoloridos; pero los puños no las llenaban por completo, sino que se movían extraños, torpes, demasiado duros y demasiado nerviosos, en aquellas dos copas que de buena gana habría vaciado yo diariamente a cucharaditas, aun desconociendo la calidad del alimento y admitiendo inclusive una náusea pasajera, porque todo caldo da a veces ganas de vomitar, pero se hace luego dulce, demasiado dulce, o tan dulce, que la náusea resulta sabrosa y pone el verdadero amor a prueba.
Me acordé del doctor Werner y saqué los dos puños del sostén. Lo olvidé acto seguido, y pude plantarme ante la cama de la señorita Dorotea. ¡La cama de la señorita Dorotea! ¡Cuántas veces la había visto Óscar con los ojos de su imaginación! Y ahora resultaba ser aquella misma horrenda armadura que ofrecía también a mi reposo y a mi insomnio ocasional su marco pintado de oscuro. Hubiérale yo deseado una cama metálica esmaltada en blanco, con bolas de latón y una leve baranda, y no ese armatoste totalmente desprovisto de gracia. Inmóvil, con la cabeza pesada, incapaz de pasión y hasta de celos, permanecí de pie por algún tiempo ante ese altar del sueño, cuya colcha lo mismo hubiera podido ser de granito, y me volví, sustrayéndome a esta deplorable visión. Nunca hubiera podido Óscar representarse a la señorita Dorotea y su sueño en esa tumba de aspecto tan odioso.
Hallábame ya de vuelta camino del tocador, con intención tal vez de abrir por fin las supuestas cajitas de ungüentos, cuando el armario me obligó a considerar sus dimensiones, a designar su pintura como pardo negruzca, a seguir el perfil de sus molduras y, finalmente, a abrirlo, porque todo armario reclama ser abierto.
Doblé hacia arriba el clavo que en lugar de cerradura mantenía juntas las puertas: inmediatamente, y sin que yo hiciera nada para ello, separáronse las hojas con un gemido y me ofrecieron una visión tal, que hube de retroceder unos pasos para poder contemplarla fríamente con los brazos cruzados. Óscar no quería ya extraviarse en detalles, como frente al tocador, ni quería tampoco, como frente a la cama, pronunciar un veredicto cargado de prejuicios; quería enfrentarse al armario con la espontaneidad del primer día, así como el armario lo recibía a él con los brazos abiertos.
Y sin embargo Óscar, el esteta empedernido, no pudo sustraerse por completo a la crítica: algún bárbaro había cortado las patas al armario, sacándole con las prisas algunas astillas, para que descansara directamente sobre el entarimado.
El orden interior del mueble era impecable. A la derecha apilábanse en tres profundos compartimientos la ropa interior y las blusas. El blanco y el rosa alternaban con un azul claro, a prueba indudablemente de lavado. Dos bolsas de hule, de cuadros rojos y verdes y unidas entre sí, colgaban cerca de los compartimientos de la ropa interior de la puerta posterior de la hoja derecha del armario, y guardaban arriba las medias zurcidas y, abajo, las que estaban pendientes de zurcir. Comparadas con las medias que María recibía regaladas de su jefe y admirador y se ponía, éstas se me antojaban no más groseras, pero sí más tupidas y resistentes. En la parte más espaciosa del armario colgaban de sendas perchas, a la izquierda, unos uniformes de enfermera, almidonados y de brillo mate. En el compartimiento de los sombreros mostraban su delicadeza y su repugnancia al contacto de manos inexpertas las cofias en su bella simplicidad. Me bastó una ojeada a los vestidos civiles, que estaban a la izquierda de los compartimientos de la ropa interior. El surtido, descuidado y barato, vino a confirmar mi interés moderado a dicha parte de su ajuar. Había también tres o cuatro sombreros en forma de maceta, colocados negligentemente uno encima de otro y apretándose mutuamente las respectivas y grotescas flores de imitación, en el compartimiento de sombreros al lado de las cofias; presentaban en conjunto el aspecto de un pastel malogrado. Apoyábanse asimismo en el compartimiento de sombreros una escasa docena de libros de lomos de colores contra una caja de zapatos llenas de restos de lana.
Óscar agachó la cabeza y tuvo que acercarse para poder leer los títulos. Sonriendo con indulgencia volví a enderezar la cabeza: la buena de la señorita Dorotea leía novelas policíacas. Pero dejemos ya la parte civil del armario, pues es el caso que, atraído por los libros, conservé la favorable posición ganada junto a él y, lo que es más, me asomé a su interior, sin poder resistir por más tiempo al deseo cada vez más vehemente de pertenecerle, de formar parte de aquel armario al que la señorita Dorotea confiaba una parte no escasa de su aspecto exterior.
Ni siquiera necesité empujar a un lado los prácticos zapatos deportivos que, alineados con sus tacones bajos sobre la tabla inferior y pulcramente limpios, parecían esperar la salida. Porque, casi intencionadamente, el orden del armario estaba dispuesto de tal manera que, con las rodillas encogidas y sentado sobre sus tacones, Óscar encontraba en su interior y en el centro mismo, lugar y cobijo suficientes, sin necesidad de apretar vestido alguno. Me metí, pues, con las mayores esperanzas.
Sin embargo, no logré concentrarme de inmediato. Óscar se sentía observado por el mobiliario y por la bombilla del cuarto. Con objeto de conferir a mi estancia en el interior del armario mayor intimidad, traté de atraer hacia mí las puertas. No resultó tan fácil, porque los cantos de las puertas estaban gastados y las dejaban entreabiertas por arriba; entraba pues algo de luz, pero no tanta como para estorbarme. En cambio, el olor se hizo más fuerte, olía a viejo, a limpio, no a vinagre, sino, discretamente, a productos contra la polilla; era un olor agradable.
¿Qué hizo Óscar, sentado en el armario? Apoyó la frente contra el primer vestido profesional de la enfermera, un delantal con mangas que se cerraba a la altura del cuello, y en el acto vio abrirse las puertas de todas las salas de guardia de los hospitales. En esto, mi mano derecha, en busca tal vez de un apoyo, se tendió hacia atrás, más allá de los vestidos civiles, se extravió, perdió el equilibrio, se agarró, cogió algo liso que cedía, halló finalmente y sin soltar la cosa lisa un punto de apoyo y se deslizó a lo largo de un listón de refuerzo clavado horizontalmente, que nos prestaba soporte a la vez a mí y al fondo del armario. Y ya Óscar volvía a tener su mano derecha ante sí y hubiera podido darse por satisfecho, cuando se me ocurrió mostrarme lo que había cogido a mis espaldas.
Vi un cinturón de charol negro, pero vi al propio tiempo algo más que el cinturón de charol, porque, en aquella semioscuridad del armario, un cinturón de charol no tenía que ser sólo eso. Lo mismo hubiera podido ser también otra cosa, algo igualmente liso y alargado que había visto yo en la escollera de Neufahrwasser, cuando andaba con mi tambor y mis tres años: mi pobre mamá con su abrigo de primavera azul marino con adornos color frambuesa, Matzerath con su gabán, Jan Bronski con su cuello de terciopelo, y la gorra de marinerito de Óscar, con la inscripción «S.M.S. Seydlitz», formaban parte de la compañía, y el gabán y el cuello de terciopelo corrían delante de mí, en tanto que mamá, que por culpa de sus tacones altos no podía saltar de piedra en piedra, se iba tambaleando hasta el semáforo bajo el cual estaba sentado el pescador con la cuerda de tender y el saco de patatas lleno de sal y de movimiento. Y nosotros, al ver el saco y la cuerda, quisimos saber por qué el individuo del semáforo pescaba con una cuerda de tender, pero él, que era de Neufahrwasser o de Brösen o de donde fuera, no hizo más que soltar una carcajada y lanzar al agua un escupitajo pardo que estuvo meciéndose por algún tiempo junto a la escollera, hasta que vino una gaviota y se lo llevó, porque las gaviotas siempre se lo llevan todo y no tienen nada de las palomas delicadas, no digamos ya de las enfermeras. Sería demasiado sencillo si todo lo que va de blanco pudiera clasificarse bajo una misma etiqueta y meterse en un mismo armario, y lo propio podría decirse de lo negro; porque en aquel tiempo no temía yo todavía a la Bruja Negra, sino que permanecía sentado, sin temor alguno, en el armario, que a veces ya no era armario, y estaba asimismo de pie, sin temor, en la escollera de Neufahrwasser, y tenía en la mano algo que aquí era cinturón de charol y allí era algo negro y escurridizo también, pero no cinturón; y buscaba ahora, sentado en el armario, un término de comparación, porque los armarios nos obligan a buscar términos de comparación. Y decía Bruja Negra, pero eso no me ponía todavía en aquel tiempo carne de gallina, y resultaba que era yo mucho más experto en materia de blanco, porque si bien apenas acertaba a distinguir entre una gaviota y la señorita Dorotea, rechazaba en cambio las palomas y otras necedades por el estilo, sobre todo porque no estábamos en Pentecostés, sino que fue un Viernes Santo cuando fuimos a Brösen y luego a Neufahrwasser, y tampoco había palomas arriba del semáforo bajo el cual estaba sentado aquel individuo de Neufahrwasser con la cuerda de tender y que escupía al agua. Y cuando aquel individuo de Brösen tiró de la cuerda hasta que se acabó, revelando por qué le había costado tanto halarla del agua salobre del Mottlau; cuando mi pobre mamá puso entonces la mano sobre el hombro y el cuello de terciopelo de Jan Bronski, porque se le había venido el queso a la cara y quería marcharse, y sin embargo tuvo que mirar cómo el individuo hacía rebotar la cabeza del caballo sobre las piedras y cómo las anguilas verdes más pequeñas salían por entre las crines, en tanto que las mayores, más oscuras, las extraía el otro del cadáver como si se tratara de tornillos; cuando alguien desgarró un edredón, quiero decir, cuando vinieron las gaviotas y atacaron, porque, cuando se juntan tres o más, fácilmente se llevan una anguila pequeña, en tanto que las mayores les dan más trabajo; en esto, pues, el individuo agarró al caballo por la boca y le introdujo un madero entre las quijadas, con lo que el caballo soltó también la carcajada, y metiéndole el otro su brazo hirsuto dentro, agarró con una mano y luego con la otra, lo mismo que agarraba yo con una y otra mano en el armario. Así hizo él y sacó afuera, lo mismo que yo, el cinturón de charol, sólo que dos a la vez, y las agitó en el aire y las golpeó contra las piedras, hasta que mi pobre mamá soltó el desayuno por la boca, y éste se componía de café con leche, clara de huevo y yema, así como de algo de mermelada y de pellas de pan blanco, y era tan abundante, que las gaviotas se tendieron en el acto, bajaron un piso y atacaron con las patas abiertas, sin hablar del chillido ni de que las gaviotas tienen ojos malignos, cosa que todo el mundo sabe, y no se dejaron ahuyentar. No por Jan Bronski, claro, porque éste les tenía miedo y se tapaba con las manos sus azules ojos asustados; tampoco hicieron caso a mi tambor; no hacían más que tragar, en tanto que yo golpeaba furiosamente mi tambor, e inclusive alcanzaba a sacarle algunos nuevos ritmos. Pero a mi pobre mamá todo aquello le era indiferente, porque ella sólo quería vomitar, y sólo vomitar; pero ya no salía nada más, porque no había comido mucho, ya que quería adelgazar, y por ello iba dos veces por semana a hacer ejercicios de gimnasia en la Organización Femenina, lo cual apenas le servía de nada, porque comía a escondidas y siempre hallaba algún pretexto. Así también aquel individuo de Neufahrwasser, el cual, contrariamente a toda teoría y cuando ya todos creían que no saldría nada más, sacóle todavía al caballo una anguila de la oreja. Y ésta estaba cubierta de una sémola blanca, porque había hurgado en el cerebro del caballo. Pero el tipo la agitó hasta que se le cayó la sémola y pudo mostrar su barniz, que brillaba como un cinturón de charol; porque lo que quiero decir es esto: cuando salía con carácter privado y no llevaba el broche de la Cruz Roja, la señorita Dorotea llevaba un cinturón muy parecido.
Pero nosotros nos fuimos a casa, pese a que Matzerath quería quedarse todavía, porque estaba entrando y levantando olas un finlandés de unas mil ochocientas toneladas. El tipo dejó la cabeza del caballo sobre la escollera. En el acto el caballo negro se hizo blanco y se puso a chillar. Pero no chillaba como suelen relinchar los caballos, sino más bien como chilla una nube blanca, sonora y hambrienta, que envuelve una cabeza de caballo. Lo que en el fondo resultó agradable, porque así ya no se veía al caballo aunque uno pudiera imaginarse fácilmente lo que había dentro de aquel tumulto. Pero también nos distrajo el finlandés, que llevaba un cargamento de madera y estaba todo lleno de herrumbre, lo mismo que la verja del cementerio de Saspe. Mi pobre mamá, en cambio, no se volvió ni hacia el finlandés ni hacia las gaviotas. Tenía bastante. Y aunque antes no sólo tocara en nuestro piano, sino que cantara también aquello de «Gaviotita, vuela hacia Helgoland», ya nunca hubo de volverlo a cantar, ni eso ni ninguna otra canción, como al principio tampoco quería comer más pescado, y sin embargo empezó un buen día a comer tanto y tan graso, que luego ya no pudo más o, mejor dicho, no quiso, porque ya estaba harta, no sólo de la anguila, sino también de la vida y, en particular, de los hombres y tal vez también de Óscar, pues es el caso que ella, que antes no había sabido renunciar a nada, se volvió de repente frugal y abstinente y se hizo enterrar en Brenntau. Y es probable que de ella me venga esto de no poder por una parte renunciar a nada y de poder, por otra, renunciar a todo: de lo único que no puedo prescindir, por caras que sean, es de las anguilas ahumadas. Y esto se aplica también a la señorita Dorotea, a la que no había visto nunca y cuyo cinturón de charol sólo me gustaba con moderación, sin que, con todo, pudiera librarme de él, que no me dejaba y se iba multiplicando. Con la mano libre me desabroché la bragueta, para poder pensar de nuevo en la enfermera, que con todas aquellas charoladas y luego con el finlandés había estado a punto de perdérseme.
Poco a poco, y con la ayuda de las gaviotas, Óscar, que se sentía arrastrado siempre hacia la escollera, logró volver al mundo de la señorita Dorotea, por lo menos en aquella mitad del armario que alojaba su ropa profesional, vacía y, con todo, atrayente. Cuando por fin llegué a verla claramente y creía yo percibir detalles de su cara, el pestillo resbaló por la miserable cerradura: rechinaron las puertas del armario, deslumbróme una claridad repentina, y Óscar se vio en aprietos para no mancillar las mangas del delantal de la señorita Dorotea, que eran las que le quedaban más cerca.
Sólo con ánimo de crear alguna transición y para terminar en forma juguetona la estancia en el interior del armario, que se me había hecho más pesada de lo que esperaba, me puse a tamborilear con los dedos —lo que no había hecho desde hacía ya varios años— algunos compases más o menos notables en el fondo seco del armario, del que salí acto continuo, examinando una vez más su estado de limpieza: realmente no tuve de qué reprocharme, ya que inclusive el cinturón de charol conservaba aún su brillo, con excepción de algún lugar que hubo de frotar, después de echarle el aliento, para que volviera a ser aquello que recordaba las anguilas que en los tiempos de mi primera infancia podían pescarse en la escollera de Neufahrwasser.
Yo, Óscar, abandoné el cuarto de la señorita Dorotea, después de apagar aquella bombilla de cuarenta vatios que me había observado durante todo el tiempo de mi visita.