El Erizo

Construido, talado, extirpado, admitido, borrado, comprendido: sólo en calidad de subarrendatario aprendió Óscar el arte de evocar el pasado con el tambor. No fueron sólo el cuarto, el Erizo, el depósito de ataúdes del patio y el señor Münzer los que me ayudaron a ello; la señorita Dorotea se me ofreció asimismo cual estímulo.

¿Conocen ustedes el Parsifal? Tampoco yo lo conozco muy bien. Lo único que de él he retenido es la historia de las tres gotas de sangre en la nieve. Y esta historia es verídica, porque podría ser la mía. Es posible que pudiera ser la de cualquiera que tenga una idea. Pero Óscar escribe acerca de sí mismo; de ahí que yo la lleve escrita sobre el cuerpo en forma casi sospechosa.

Seguía yo sirviendo al arte y dejándome pintar en azul, en verde, en amarillo y en color de tierra; me dejaba también dibujar al carboncillo y poner ante los distintos fondos. Por espacio de un semestre de invierno fecundé, acompañado de la musa Ulla, la Academia de Bellas Artes —dimos también nuestra inspirada bendición al semestre siguiente—; pero entonces había ya caído la nieve que chupara aquellas tres gotas de sangre que fijaron mi mirada, lo mismo que la del loco Parsifal, de quien el loco Óscar sabe tan poco que puede identificarse con él en forma natural.

Mi torpe imagen les resultará sin embargo lo suficientemente clara: la nieve es el uniforme de una enfermera; la Cruz Roja, que la mayoría de las enfermeras —así también la señorita Dorotea— llevan en el centro del broche que cierra el cuello de sus capas, brillaba a mis ojos en lugar de las tres gotas de sangre. Y heme ahí sentado, sin poder apartar la mirada.

Pero antes de sentarme en el cuarto de baño de la antigua vivienda de Zeidler, hubo que buscar dicho cuarto. El semestre de invierno tocaba a su fin, y los estudiantes desalojaban en parte sus cuartos, se iban por Pascua a sus casas y luego volvían, o no volvían. Mi colega, la musa Ulla, me ayudó a buscar un cuarto y me acompañó a la oficina del servicio estudiantil. Allí me facilitaron varias direcciones y me proveyeron con un escrito de recomendación de la Academia de Bellas Artes.

Antes de empezar a visitar los alojamientos, fui a ver de nuevo, después de mucho tiempo de no hacerlo, al marmolista Korneff en su taller de Bittweg. Movióme a ello el afecto, y además el deseo de encontrar trabajo durante las vacaciones de verano, ya que las pocas horas que había de posar con y sin Ulla como modelo particular apenas alcanzaban a mantenerme las seis semanas siguientes. Por otra parte, necesitaba también reunir el alquiler para una habitación amueblada.

Korneff no había cambiado y lo encontré, con dos furúnculos casi curados en la nuca y otro aún por madurar, inclinado sobre una losa de granito belga que ya había desbastado y que ahora iba cincelando golpe a golpe. Hablamos un poco, yo jugué en forma alusiva con algunos buriles para inscripciones y eché una ojeada en busca de losas ya dispuestas sobre caballetes y que, esmeriladas y pulidas, aguardaran los epitafios. Dos lápidas de a metro de caliza conchífera y un mármol de Silesia para una sepultura doble parecían estar vendidos y esperar sólo a un hábil grabador de inscripciones. Me alegré de ello por el marmolista, el cual, después de la reforma monetaria, había atravesado una temporada difícil. Pero ya entonces hubimos de consolarnos con la reflexión de que inclusive una reforma monetaria tan optimista como aquélla no podía, con todo, impedir que la gente se muriera y que encargara piedras funerarias.

Así había ocurrido, efectivamente. La gente seguía muriéndose y comprando. Además había encargos que no se daban antes de la reforma: las carnicerías dejaban revestir sus fachadas e inclusive su interior con mármol coloreado de Lahn, y en la arenisca y la toba de varios bancos y grandes almacenes dañados por las bombas había que vaciar y volver a rellenar unos cuadrados más o menos grandes, para que dichos bancos y almacenes recobraran su decoro en obsequio de cuentahabientes y compradores.

Yo alabé la actividad de Korneff y le pregunté si podía él sólo con tanto trabajo. Al principio me contestó evasivamente, pero confesó luego que a veces deseaba tener cuatro manos, y acabó por proponerme que le grabara inscripciones por medias jornadas; pagaba cuarenta y cinco pfennigs por cada letra hueca en piedra calcárea, cincuenta y cinco pfennigs en granito y diabasa y, en cuanto a las letras en relieve, las pagaba a setenta y cinco pfennigs.

Puse en el acto manos a la obra con una caliza conchífera, no tardé en recobrar mi habilidad y grabé en letra hueca: Aloys Küfer - nacido el 3-9-1887 - fallecido el 10-6-1946. Terminé las letras y las cifras en cuatro horas escasas y recibí, al irme, conforme a la tarifa, trece marcos cincuenta.

Esto representaba un tercio del alquiler mensual que yo me había propuesto. No quería pagar más de cuarenta marcos, porque Óscar se había impuesto el deber de seguir contribuyendo, aunque en forma modesta, al presupuesto doméstico de María, el muchacho y Gusta Köster.

De las cuatro direcciones que me había proporcionado amablemente la gente de la oficina estudiantil di preferencia a la de Zeidler, Jülicherstrasse número 7, porque quedaba cerca de la Academia de Bellas Artes.

Principios de mayo. Era un día caluroso, brumoso y renano; con dinero suficiente en el bolsillo me puse en camino. María me había arreglado el traje y mi aspecto era decoroso. La casa en la que Zeidler ocupaba un alojamiento de tres cuartos en el segundo piso levantábase, con su revoque que se desconchaba, detrás de un castaño polvoriento. Comoquiera que la mitad de la Jülicherstrasse no era más que ruinas, resultaba difícil hablar de casas contiguas o de enfrente. A la izquierda, una montaña erizada de hierros en T, cubierta de verdura y de dientes de león, dejaba adivinar la existencia anterior de un edificio de cuatro pisos contiguo a la casa de Zeidler. A la derecha, habíase logrado restaurar hasta el segundo piso un inmueble parcialmente destruido. Pero probablemente los medios no habían alcanzado por completo, porque quedaba por reparar la fachada de granito sueco negro pulido, agrietada y llena de agujeros. A la inscripción «Pompas Fúnebres Schoermann» faltábanle varias letras, no recuerdo cuáles. Afortunadamente, las dos hojas de palmera excavadas que seguían mostrando el granito impecablemente pulido estaban intactas, contribuyendo en esta forma a conferir a la empresa dañada un aspecto hasta cierto punto piadoso.

El depósito de ataúdes de esta empresa, que existía desde hacía ya setenta y cinco años, se hallaba en el patio y había de proporcionarme materia de contemplación más que suficiente desde la ventana de mi cuarto, que daba atrás. Veía yo a los trabajadores que, cuando el tiempo era bueno, sacaban algunos ataúdes, rodándolos sobre polines, del cobertizo, los ponían sobre caballetes de madera y se servían de mil procedimientos para refrescar el pulido de estas cajas, las cuales, en la forma que me era familiar, se afinaban todas hacia el pie.

El propio Zeidler vino a abrirme después que hube tocado el timbre. Allí estaba, pequeño, rechoncho, asmático, igualito a un erizo, con unos anteojos de gruesos cristales, ocultando la mitad inferior de la cara bajo una coposa espuma de jabón y, con la derecha, aplicándose la brocha a la mejilla: parecía alcohólico y, a juzgar por su habla, de Westfalia.

—Si el cuarto no le gusta, dígalo usted en seguida. Me estoy afeitando y tengo que lavarme todavía los pies.

Zeidler no era amigo de cumplidos. Examiné el cuarto. No podía gustarme, porque era un cuarto de baño fuera de servicio, revestido en una buena mitad de losetas verde turquesa y, en cuanto al resto, de un papel bastante chillón. Sin embargo, no dije que el cuarto no podía gustarme. Sin preocuparme por la espuma jabonosa que se le iba secando a Zeidler en la cara, ni por sus pies sin lavar, golpeé con los nudillos la bañera y pregunté si no se podría prescindir de ella, ya que de todos modos tampoco tenía tubo de desagüe.

Zeidler sacudió sonriendo su cabeza de erizo y trató inútilmente de sacarle espuma a la brocha. Ésa fue toda su respuesta. En vista de ello, me declaré dispuesto a alquilarle el cuarto, incluyendo la bañera, por la suma de cuarenta marcos mensuales.

Cuando estábamos de nuevo en el corredor, especie de tubo mal iluminado al que daban varias habitaciones con sus puertas diversamente pintadas y en parte con vidrios, pregunté quién más vivía en el piso.

—Mi mujer y unos inquilinos.

Toqué una puerta de vidrio esmerilado en el centro del corredor a la que podía accederse, desde la del piso, con un solo paso.

—Aquí se aloja la enfermera. Pero para usted es igual. De todos modos no llegará usted a verla, porque sólo viene a dormir, y eso no siempre.

No voy a decir que al oír la palabra «enfermera» Óscar se estremeciera. Asintió con la cabeza, no se atrevió a preguntar más acerca de los otros inquilinos y se dio por enterado respecto a su cuarto con bañera; éste quedaba a la derecha y, con el ancho de su puerta, cerraba el paso del corredor.

Zeidler me tocó la solapa: —Si dispone de un infiernillo de alcohol, puede usted cocinar en su cuarto. Por mi parte tampoco tengo inconveniente en que lo haga en la cocina, si el fogón no le queda demasiado alto.

Era su primera insinuación a propósito de la talla de Óscar. El escrito de recomendación de la Academia de Bellas Artes, al que había echado un rápido vistazo, produjo su efecto, pues iba firmado por el director, profesor Reuser. Dije que sí y amén a todas sus recomendaciones, tomé nota de que la cocina quedaba a la izquierda, junto a mi cuarto, y le prometí que daría mi ropa a lavar afuera, porque él temía que el vapor pudiera estropear el empapelado del cuarto de baño; eso podía prometérselo con alguna seguridad, pues María se había declarado dispuesta a lavarme mi ropa.

Aquí hubiera yo debido irme, llevar mi equipaje y llenar los formularios del cambio de domicilio. Pero Óscar no hizo nada de eso. No se decidía a separarse del alojamiento. Sin motivo alguno para ello, rogó al futuro arrendador que le indicara el excusado. Con el pulgar señaló éste una puerta de madera recién terciada que recordaba los años de guerra y los años inmediatamente posteriores. Al disponerse Óscar a servirse al instante del lugar, Zeidler, al que el jabón se le secaba en la cara y le escocía, le encendió la luz.

Ya dentro, comencé a irritarme, porque Óscar no sentía ninguna necesidad. Esperé de todos modos con obstinación a soltar algo de agua, lo que, dada la poca presión de la vejiga, me costó bastante trabajo, y además, como estaba demasiado cerca del asiento de madera, tuve que esforzarme por no mojarlo, ni tampoco las baldosas. Con el pañuelo eliminé las trazas en el asiento desgastado, y las suelas de Óscar tuvieron que borrar unas gotas desafortunadas que habían caído en las baldosas.

Pese al jabón que se le endurecía desagradablemente en la cara, Zeidler no había recurrido durante mi ausencia al espejo ni al agua caliente, sino que me esperaba en el corredor y, habiendo sin duda olfateado en mí al bufón, dijo: —¡Qué hombre más raro es usted! ¡Ni siquiera ha firmado el contrato y ya va al excusado!

Acercóseme con su brocha fría y encostrada, con ánimo sin duda de soltar algún chiste tonto, pero luego, sin molestarme, abrió la puerta del piso. Al escabullirse Óscar reculando junto al Erizo hacia la caja de la escalera, y en parte sin perderlo de vista, observé que la puerta del excusado quedaba entre la de la cocina y aquella otra de vidrio esmerilado, detrás de la cual tenía su cuartel nocturno ocasional, o sea irregular, una enfermera.

Cuando, al atardecer, provisto de su equipaje del que colgaba el nuevo tambor regalo de Raskolnikoff, Óscar volvió a tocar el timbre del piso de Zeidler exhibiendo los formularios del cambio de domicilio, el Erizo, ya afeitado y probablemente con los pies lavados, me introdujo en su sala de estar.

Olía ésta a humo de cigarros enfriados, a cigarros varias veces encendidos. Añádanse a ello las emanaciones de una porción de alfombras, posiblemente valiosas, enrolladas y apiladas en los rincones del cuarto. Olía también a viejos calendarios, pero no vi ninguno: lo que así olía eran las alfombras. En cambio, cosa rara, los cómodos sillones forrados de piel no emitían olor alguno. Eso me decepcionó, porque Óscar, que nunca se había sentado todavía en un sillón de piel, poseía una idea tan real del olor de dicha piel, que sospechó inmediatamente de los recubrimientos de los sillones y las sillas de Zeidler y los tuvo por cuero artificial.

En uno de estos sillones lisos, inodoros y, según había de resultar más adelante, de piel auténtica, hallábase sentada la señora Zeidler. Llevaba un traje sastre gris sport que le sentaba más o menos bien. La falda se le había arremangado sobre las rodillas y dejaba ver unos tres dedos de ropa interior. Comoquiera que ella no se alargara la falda y —según Óscar creyó observarlo— tenía los ojos llorosos, no me atreví a iniciar una conversación de presentación y saludo. Mi inclinación fue muda y volvióse nuevamente, en su fase final, hacia Zeidler, quien me había presentado a su esposa con un movimiento del pulgar y carraspeando.

La habitación era espaciosa y cuadrangular. El castaño que se levantaba frente a la casa la oscurecía, la agrandaba y la reducía a la vez. Dejé la maleta y el tambor junto a la puerta y me acerqué con los formularios a Zeidler, que se hallaba sentado entre las ventanas. Óscar no percibió el ruido de sus propios pasos, porque —según había de establecerse más adelante— pisaba sobre cuatro alfombras, dispuestas una sobre otra en dimensiones decrecientes, las cuales, con sus bordes desigualmente coloreados, con fleco o sin él, formaban una escalera multicolor cuyo último peldaño, pardo rojizo, arrancaba junto a las paredes, en tanto que el siguiente, de color verde, desaparecía en gran parte debajo de los muebles, cual el pesado aparador, la vitrina, llena de copitas para licor que se contaban por docenas, y la espaciosa cama de matrimonio. El borde de la tercera alfombra, que era azul con un dibujo, percibíase ya por completo de un extremo a otro. En cuanto a la cuarta, que era de un terciopelo rojo vinoso, tenía por misión soportar la mesa redonda, extensible y provista de un hule protector, y cuatro sillas, de asiento y respaldo de piel, con remaches metálicos a intervalos regulares.

Como además colgaban de la pared otras alfombras que en realidad no eran tapices, y las había también enrolladas en las esquinas, Óscar supuso que, antes de la reforma monetaria, el Erizo se habría dedicado al negocio de alfombras y que después de la reforma se habría quedado con algunos saldos.

Por todo cuadro colgaba de la pared de las ventanas, entre saltos de cama de estilo oriental, un retrato con cristal del Príncipe Bismarck. El Erizo llenaba por completo un sillón debajo del Canciller y tenía con éste un parecido familiar. Al tomarme de la mano el formulario del cambio de domicilio y examinarlo con ojo despierto, crítico e impaciente, su mujer le preguntó en voz baja que si algo no estaba en orden, y la pregunta le produjo un acceso de cólera que lo hizo más parecido todavía al Canciller de Hierro. Hizo erupción en el sillón. De pie sobre las cuatro alfombras, con el formulario en la mano, hincháronse él y su chaqueta de aire y arremetió contra su esposa, que entretanto se había inclinado sobre su labor, con una frase por el estilo de: ¡quienhablaaquícuandonoselepreguntaynadatienequedecirsoyyoyaysóloyo! ¡Niunapalabramás!

Comoquiera que la señora Zeidler se mantuvo quieta y no chistó, sino que siguió cosiendo en su labor, el problema para el Erizo, impotente sobre las alfombras, consistió en hacer resonar y dejar apagarse su cólera en forma plausible. De una zancada se puso frente a la vitrina, la abrió haciéndola tintinear, tomó con precaución y con los dedos separados ocho de las copitas de licor, retiró las manos sobrecargadas de la vitrina sin romper nada, avanzó con pasos contados, cual un anfitrión que se dispone a divertirse a sí mismo y a sus siete invitados con una demostración de habilidad en dirección de la estufa de losetas verdes y, deponiendo allí toda precaución, lanzó con violencia la frágil carga contra la fría puerta de hierro colado de la estufa.

Lo sorprendente fue que durante esta escena, que requería sin duda cierta puntería, el Erizo conservó en el campo visual de sus anteojos a su esposa, que se había levantado y trataba, junto a la ventana de la derecha, de enhebrar su aguja, cosa que consiguió, revelando una mano segura, un segundo después del estropicio. A continuación, la señora Zeidler volvió a su sillón, caliente todavía, y se sentó en forma que se le arremangara nuevamente la falda y volviera a enseñar tres dedos de enaguas rosadas.

El Erizo había observado el desplazamiento de su esposa hacia la ventana, el acto de enhebrar y el regreso al sillón con ojo malévolo, aunque sumiso. Y apenas estuvo ella sentada nuevamente, alargó la mano por detrás de la estufa, halló allí la pala para la basura y una escobilla, barrió los cascos y los recogió en un papel de periódico medio lleno ya de cascos de copitas y que hubiera resultado insuficiente para un tercer destrozo vitricida.

Si ahora el lector imagina que Óscar se vio a sí mismo en el Erizo destructor de vidrio y reconoció en éste al Óscar que por espacio de años lo rompiera con su canto, no puedo negar que el lector tiene algo de razón. También yo, en mis tiempos, complacíame en convertir mi cólera en cascos de vidrio; pero nadie me vio nunca echar mano del recogedor ni de la escobilla.

Cuando Zeidler hubo eliminado las huellas de su cólera, tornó a su sillón. Nuevamente tendióle Óscar el formulario que el Erizo hubo de dejar caer al meter las dos manos en la vitrina.

Zeidler firmó el formulario y me dio a entender que en su casa había de imperar el orden, de otro modo, dónde iríamos a parar; después de todo, hacía ya quince años que él era vendedor, por supuesto que de maquinillas de cortar el pelo; ¿sabía yo lo que era una maquinilla de cortar el pelo?

Óscar lo sabía, y practicó unos movimientos descriptivos en el aire de la habitación, por lo que Zeidler pudo deducir que en materia de maquinillas de cortar el pelo estaba yo al corriente. Su pelo bien cortado estilo cepillo permitía reconocer a un buen vendedor. Después de explicarme su método de trabajo —viajaba siempre una semana y permanecía luego dos días en casa—, perdió todo interés en Óscar, empezó a mecerse a la manera de un erizo en la piel pardo claro que crujía, lanzó una serie de rayos con los vidrios de sus anteojos y, con o sin motivo, dijo: yayayayaya. —Ya era hora de que me fuera.

Primero se despidió Óscar de la señora Zeidler. La señora tenía una mano fría y blanda, pero seca. El Erizo me hizo un gesto de adiós desde su sillón, señalando en dirección de la puerta donde se hallaba el equipaje de Óscar. Tenía yo ya las dos manos ocupadas, cuando me alcanzó su voz: —¿Qué es eso que cuelga ahí de su maleta?

—Es mi tambor de hojalata.

—¿Y usted se propone tocar aquí el tambor?

—No necesariamente. Antes sí, tocaba mucho.

—Lo que es por mí, no veo inconveniente. De todos modos no estoy nunca en casa.

—Hay pocas posibilidades de que vuelva yo a tocar el tambor.

—¿Y cómo es que se ha quedado usted tan pequeño?

—Una caída desgraciada frenó mi crecimiento.

—¡Con tal que no me cree usted dificultades, con ataques y cosas por el estilo!

—En estos últimos años, mi estado de salud ha ido mejorando progresivamente. Vea usted, si no, cuan ágil soy —aquí Óscar ejecutó para el señor y la señora Zeidler algunos saltos y unos ejercicios casi acrobáticos que había aprendido durante su temporada del Teatro de Campaña, lo que hizo que la señora se riera discretamente y que él, como un auténtico erizo, se diera todavía palmadas en los muslos cuando yo estaba ya en el corredor, y, pasando frente a la puerta de vidrio esmerilado de la enfermera, la del excusado y la de la cocina, llegué con mi equipaje y el tambor a mi cuarto.

Esto ocurría a principios de mayo. A partir de aquel día me tentó, me invadió y me conquistó el misterio de la enfermera. Las enfermeras me ponían enfermo, incurablemente enfermo, probablemente porque aún hoy, cuando todo esto queda atrás, contradigo a mi enfermero Bruno, que sostiene categóricamente: Sólo los hombres pueden ser verdaderos enfermeros: la manía de los pacientes de hacerse cuidar por enfermeras no es más que un síntoma adicional de la enfermedad, pues en tanto que el enfermero cuida al paciente fatigosamente y a veces lo cura, la enfermera sigue el método femenino, es decir: a fuerza de seducción lleva al paciente a la curación o a la muerte, a la que impregna de un erotismo fácil y da cierto sabor.

Hasta aquí mi enfermero Bruno, al que no me gusta darle la razón. Aquél que como yo se ha hecho confirmar la vida cada dos o tres años por enfermeras, les conserva gratitud, y no permite fácilmente que un enfermero gruñón, aunque simpático, le enajene a sus hermanas sólo por celos profesionales.

La cosa empezó con mi caída de la escalera de la bodega, en ocasión de mi tercer aniversario. Creo que ella se llamaba señorita Lotte y era oriunda de Praust. A la señorita Inge, la del doctor Hollatz, la conservé por espacio de varios años. Después de la defensa del edificio del Correo polaco, caí en manos de varias enfermeras a la vez. De éstas sólo el nombre de una me ha quedado: se llamaba señorita Erni, o Berni. Enfermeras innominadas en Lüneburg, en la clínica de la Universidad de Hannover. Luego las enfermeras de los hospitales municipales de Düsseldorf, con la señorita Gertrudis en primer término. Y luego vino ésta, sin que hubiera necesidad de internarse en ningún hospital. En plena salud dio Óscar con una enfermera que, lo mismo que yo, era inquilina de los Zeidler. A partir de aquel día el mundo estuvo lleno de enfermeras para mí. Cuando salía muy de mañana a mi trabajo, a gravar inscripciones con Kornef f, mi parada de tranvía se llamaba Hospital de Santa María. Ante la entrada de ladrillo, en la explanada recargada de flores del hospital, siempre había enfermeras que iban o venían, esto es, enfermeras que tenían por hacer o ya hecho su agotador servicio. Luego llegaba el tranvía. A menudo no era posible evitar que yo me topara con alguna de estas enfermeras, que tenían un aire de tremenda fatiga, o de cansancio al menos, en el mismo remolque o en el mismo andén. Al principio me repugnaba su olor, pero pronto vine a buscarlo y me ponía a su lado y aun entre sus uniformes.

Luego venía el Bittweg. Si el tiempo era bueno grababa yo la inscripción afuera, entre las lápidas expuestas, y veía cómo venían, de dos en dos, de cuatro en cuatro, del brazo una de otra, en su hora libre, charlando y obligando a Óscar a levantar la mirada de su diabasa y a descuidar su trabajo, porque cada mirada me costaba veinte pfennigs.

Carteleras de cine: en Alemania ha habido siempre muchas películas de enfermeras. La atracción de María Schell me llevaba al cine. Vestía un uniforme de enfermera, reía, lloraba, cuidaba con espíritu de sacrificio, tocaba música seria sonriendo y sin quitarse la cofia, pero luego se desesperaba, llegaba casi a desgarrarse el camisón, sacrificaba después de un conato de suicidio su amor —Borsche de médico— y se mantenía fiel a la profesión, fiel a la cofia y al broche de la cruz roja. En tanto que el cerebro y el cerebelo de Óscar reían y decían toda una serie de indecencias de la cinta, sus ojos lloraban lágrimas, y yo vagaba medio ciego por un desierto lleno de samaritanas anónimas vestidas de blanco, buscando a la señorita Dorotea, de la que sólo sabía que tenía alquilado el cuarto tras la puerta vidriera esmerilada del piso de los Zeidler.

A veces oía sus pasos cuando regresaba de su servicio nocturno. Oíala también hacia las nueve de la noche, cuando había terminado su servicio diurno y se recogía en su cuarto. No siempre permanecía Óscar sentado en su silla cuando oía a la enfermera en el corredor. No pocas veces manipulaba el picaporte. Porque, ¿quién se aguanta? ¿Quién no levanta la mirada cuando pasa algo que posiblemente pase para él? ¿Quién permanece sentado en su silla cuando cualquier ruido del cuarto contiguo parece no tener más objeto que el de hacerle saltar a uno de la silla?

Y hay algo peor: el silencio. Ya lo habíamos experimentado con aquel mascarón de proa, que sin embargo era una figura de madera, quieta y pasiva. Allí yacía el primer conserje del museo en su sangre. Se dijo: Níobe lo ha matado. Luego, el director buscó otro conserje, porque no era cosa de cerrar el museo. Cuando murió el segundo, la gente exclamó: Níobe lo ha matado. El director se vio en apuros para hallar un tercer conserje —¿o andaba ya por el undécimo?—. Lo mismo daba el número. Un día, el conserje hallado con dificultad estaba muerto, igual de muerto. Todo el mundo gritaba: Níobe, Níobe la de verde, la de los ojos de ámbar, Níobe la de madera; desnuda, no se mueve, no tirita, no suda, no respira, ni siquiera tenía carcoma, porque estaba inyectada contra la carcoma, porque era histórica y preciosa. Por su culpa hubo que quemar a una bruja; al escultor de la figura le cortaron la mano experta; hundíanse los barcos y ella se salvaba a nado. Era de madera y, sin embargo, a prueba de fuego: mataba y seguía siendo preciosa. Con su silencio redujo al silencio a bachilleres, estudiantes, a un viejo párroco y a un coro de conserjes de museo. Mi amigo Heriberto Truczinski la asaltó y pereció en la empresa; Níobe siguió seca, acrecentando su silencio.

Cuando muy de mañana, a eso de las seis, la enfermera dejaba su cuarto, el corredor y el piso, todo era presa del silencio, aunque ella, presente, no hiciera ningún ruido. Para poder resistirlo, Óscar tenía que hacer crujir su cama, mover alguna silla o hacer rodar una manzana hasta la bañera.

A eso de las ocho producíase un ruido. Era el cartero que por la rendija del buzón de la puerta echaba las cartas y las tarjetas postales. Además de Óscar, también la señora Zeidler esperaba este ruido. Ella sólo empezaba a las nueve con su trabajo de secretaria en la empresa Mannesmann, y dejaba que yo me adelantara. Así que Óscar era el primero que se guiaba por el ruido del cartero. Yo procuraba hacer el menor ruido posible, aun sabiendo que ella me oía; dejaba la puerta de mi cuarto abierta, para no tener que encender luz, recogía todo el correo de una vez, metíame en el bolsillo del pijama, si la había, la carta en que María me informaba pulcramente una vez por semana acerca de sí misma, de Kurt y de su hermana Gusta, y revisaba a continuación rápidamente el resto de la correspondencia. Todo lo que venía destinado a Zeidler o a un tal señor Münzer, que ocupaba el cuarto del otro extremo del corredor, dejábalo deslizarse nuevamente, antes de levantarme, sobre el piso; en cuanto a la correspondencia de la enfermera, en cambio, Óscar la examinaba, la olía, la palpaba, especulando muy principalmente respecto al remitente.

La señorita Dorotea recibía muy pocas cartas, aunque de todos modos más que yo. Su nombre completo era Dorotea Köngetter, pero yo sólo la llamaba señorita Dorotea, olvidándome de vez en cuando de su apellido, el cual, por lo demás, tratándose de una enfermera, no hace al caso. Recibía correo de su madre, que vivía en Hildesheim. Le llegaban también cartas y tarjetas postales de los más diversos hospitales de la Alemania occidental. Escribíanle enfermeras con las que había hecho sus estudios. Mantenía estas relaciones con sus colegas en forma negligente y fastidiosa a base sólo de postales, y recibía contestaciones totalmente necias e insulsas, según pudo apreciar Óscar superficialmente.

Con todo, algo saqué de la vida anterior de la señorita Dorotea gracias a estas tarjetas postales, las cuales exhibían en su mayoría, en la cara anterior, fachadas de hospitales emparradas con yedra: había trabajado por algún tiempo en el Hospital de San Vicente, de Colonia, en una clínica particular en Aquisgrán y también en Hildesheim, que era de donde le escribía su madre. Era pues oriunda de la Baja Sajonia, o bien, como en el caso de Óscar, una refugiada del este que había venido poco después de la guerra. Averigüé, además, que la señorita Dorotea trabajaba cerca de allí, en el Hospital de Santa María y que debía de tener mucha amistad con otra tal señorita Beata, pues muchas de las mencionadas tarjetas aludían a este hecho e incluían saludos para dicha Beata.

La tal amiga me tenía intranquilo. Óscar se hacía conjeturas a propósito de su existencia. Componía cartas dirigidas a la señorita Beata, pidiéndole su intercesión en una y omitiendo en la otra toda mención a la señorita Dorotea, pues deseaba ganarme primero su confianza y tratarle después el otro punto. Redacté cinco o seis de estas cartas, y algunas hasta las metí en los sobres y las llevé al correo, pero no llegué a echar ninguna.

Con todo, es muy posible que en mi locura hubiera acabado por mandar una de aquellas cartas a la señorita Beata, de no haber encontrado un lunes —fue cuando María empezó sus relaciones con su patrón, un tal Stenzel, cosa que me dejó curiosamente indiferente—, en el corredor, aquella carta que había de convertir en celos mi pasión, en la que no era amor lo que faltaba.

El membrete del remitente me revelaba que un tal doctor Erich Werner, del Hospital de Santa María, había escrito una carta a la señorita Dorotea. El martes llegó otra carta, y la tercera vino el jueves. ¿Qué pasó aquel jueves? Óscar se retiró a su cuarto, se dejó caer en una de las sillas de cocina que formaban parte del mobiliario, sacó del bolsillo de su pijama el informe semanal de María —a pesar de su nuevo pretendiente, María seguía escribiendo puntualmente, esmeradamente, sin omitir cosa alguna—, abrió inclusive el sobre, leyó, pero sin leer, oyó a la señora Zeidler en el corredor y, a continuación, su voz: llamaba al señor Münzer, que no respondía, por más que debía de estar en su cuarto, porque la señora abrió la puerta del mismo y le entregó su correspondencia, sin parar de hablar un momento.

Mas yo dejé de oírla aun antes de que se hubiera callado. Me abandoné a la locura del papel pintado de la pared, a aquella locura vertical, horizontal y diagonal, y a sus innúmeras curvas; me vi cual Matzerath, comiendo con él el pan sospechoso y consentidor de todos los burlados y no me resultó difícil disfrazar a Jan Bronski de seductor barato, con un maquillaje satánico, y hacerlo aparecer unas veces metido en su abrigo tradicional con el cuello de terciopelo, otras en la bata blanca del doctor Hollatz y, finalmente, cual doctor Werner, para seducir, y corromper, y profanar, y ultrajar, y pegar, y atormentar para hacer, en una palabra todo lo que a un seductor que se respete corresponde.

Hoy puedo sonreírme al recordar aquella ocurrencia que, entonces, puso lívido a Óscar y le contagió la locura del papel pintado: quería estudiar medicina lo más rápidamente posible. Quería ser médico, del Hospital de Santa María, por supuesto. Quería despedir a aquel doctor Werner, desenmascararlo y acusarlo de incuria y hasta de homicidio por negligencia en el curso de una operación de la laringe. Con ello se habría podido comprobar que aquel señor Werner nunca había estudiado medicina. Durante la guerra habría trabajado en un hospital de sangre, donde adquiriría algunos conocimientos empíricos: ¡fuera con el falsario! Y Óscar era nombrado médico jefe, tan joven y, sin embargo, en un puesto de tanta responsabilidad. Era ya un nuevo Sauerbruch que acompañado de la señorita Dorotea, su asistenta en las operaciones, y rodeado de un enjambre de enfermeras vestidas de blanco, andaba por los sonoros corredores, efectuando sus visitas y decidiéndose sólo en el último momento por la operación. ¡Qué suerte que no llegara a rodarse esta película!