La reforma monetaria vino demasiado pronto, hizo de mí un loco y me obligó a reformar asimismo el sistema monetario de Óscar. En adelante, me vi obligado a buscar en mi joroba, ya que no un capital, sí al menos mis medios de subsistencia.
Y sin embargo, yo hubiera sido un excelente ciudadano. La época que siguió a la reforma, que —según estamos viendo— comportaba todas las premisas del refinamiento burgués que luego floreció, hubiera también podido favorecer los rasgos burgueses de Óscar. En cuanto esposo y hombre de bien, habría participado en la reconstrucción, poseería ahora una empresa mediana de marmolista, daría pan y trabajo a treinta oficiales, aprendices y ayudantes, sería el encargado de conferir cierto decoro a todos esos inmuebles comerciales y palacios de seguros de nueva construcción mediante los adornos tan populares de caliza conchífera y de mármol travertino; en una palabra, sería un hombre de negocios, un buen burgués y un esposo. Pero María me dio calabazas.
Así pues, Óscar se acordó de su joroba y se consagró al arte. Antes de que me despidiera Korneff, cuya existencia fundada en las piedras sepulcrales quedaba asimismo en vilo por virtud de la reforma monetaria, despedíme yo mismo y me encontré en la calle, cuando no permanecía haciendo girar los pulgares en la cocina del piso de Gusta Köster. Poco a poco iba gastando mi elegante traje a la medida y haciéndome negligente. Nada de discusiones con María, claro está; pero, por si acaso, las más de las veces dejaba la habitación de Bilk apenas entrada la mañana, visitaba primero a los cines de la Plaza Graf Adolf y luego a los del Hofgarten y me quedaba sentado en el parque, pequeño y meditabundo, pero en ningún modo amargado, enfrente casi de la Oficina del Trabajo y de la Academia de Bellas Artes, que en Düsseldorf son vecinas.
Cuando uno se queda así sentado horas enteras en uno de esos bancos del parque, acaba por sentirse como de madera y necesita alguna forma de expansión. Ancianos sujetos a las condiciones atmosféricas, mujeres de edad avanzada que lentamente se van convirtiendo de nuevo en muchachitas locuaces, la estación en curso, cisnes negros, niños que se persiguen chillando, y parejas amorosas que a uno le gustaría observar hasta el momento fácil de adivinar en que han de separarse. Los hay que tiran algún papel. Flota por un momento y se arrastra luego por el suelo hasta que un hombre con gorra, pagado por la ciudad, lo pica con su bastón en punta.
Óscar sabía permanecer sentado, cuidando de que las rodilleras de su pantalón siguieran un proceso idéntico. Sin duda, los dos muchachos flacos con la muchacha de anteojos me habían llamado la atención ya antes de que la gorda, que llevaba un abrigo de piel ceñido con un antiguo cinturón de la Wehrmacht, me dirigiera la palabra. La idea de hablarme provenía sin duda de los dos muchachos, que vestían de negro y parecían anarquistas. Pero, por muy peligrosos que parecieran, no se atrevían a hablarme directamente y sin rodeos, a mí, un jorobado, en el que se adivinaba cierta grandeza oculta. Convencieron pues a la gorda del abrigo: se me acercó, se quedó plantada sobre las columnas separadas de sus piernas y empezó a tartamudear, hasta que yo la invité a tomar asiento. Se sentó, tenía los cristales de los anteojos empañados, porque había bruma y casi niebla del lado del Rin, y empezó a hablar y hablar, hasta que yo la rogué que se limpiara primero los anteojos y formulara luego su demanda en forma que también yo pudiera comprenderla. Acto seguido hizo una seña a los dos jóvenes tenebrosos, y éstos se me presentaron en seguida y sin yo pedírselo como artistas, artistas pintores, dibujantes, escultores en busca de un modelo. Finalmente me dieron a entender, no sin vehemencia, que creían ver en mí a un modelo y, comoquiera que yo hiciera con el pulgar y el índice unos movimientos rápidos, sacaron en el acto a relucir las posibilidades de ganancia de un modelo de academia: la de Bellas Artes pagaba un marco ochenta la hora, y para un desnudo —aunque en mi caso no había que pensar en eso, dijo la gorda— hasta dos marcos.
¿Por qué dijo Óscar que sí? ¿Atraíame el arte? ¿Atraíame la ganancia? Arte y ganancia me atraían a la vez y le permitieron a Oscar decir que sí. Me levanté, dejé tras de mi el banco del parque y las posibilidades de una existencia en el banco del parque para siempre, seguí a la muchacha de anteojos, que iba marcando el paso, y a los dos muchachos que andaban algo encorvados como si llevaran su genio a cuestas, pasamos junto a la Oficina del Trabajo, doblamos en la calle de Éiskellerberg y entramos en el edificio en parte destruido de la Academia de Bellas Artes.
También el profesor Kuchen —barba negra, ojos de carbón, sombrero negro de ala audaz y bordes negros en las uñas: me recordaba el aparador negro de mi infancia— vio en mí al mismo excelente modelo que sus discípulos habían visto en el hombre del banco del parque.
Me contempló por algún tiempo desde todos los lados, moviendo sus ojos de carbón en círculo y de un lado para otro, resopló de modo que le salió un polvo negro de las aletas de la nariz, y dijo, estrangulando con sus uñas negras a un enemigo invisible: —¡El arte es acusación, expresión, pasión! ¡El arte es como el carboncillo negro que se hace polvo sobre el papel blanco!
Serví, pues, de modelo a este arte que se hace polvo. El profesor Kuchen me introdujo en el taller de sus alumnos, me subió con sus propias manos sobre la plataforma giratoria y la hizo girar, no para marearme, sino para exhibir las proporciones de Óscar desde todos los ángulos. Dieciséis caballetes se acercaron al perfil de Óscar, otra pequeña conferencia del profesor, que resoplaba polvo de carboncillo. Expresión, era lo que pedía: la palabreja se le había pegado y hablaba, por ejemplo, de expresión desesperadamente negra, y sostenía que yo, Óscar, expresaba la figura destrozada del hombre en forma acusadora, provocadora, intemporal y expresiva, con todo, de la locura de nuestro siglo, fulminando finalmente por encima de los caballetes: —¡No lo dibujéis, ese engendro: sacrificadlo, crucificadlo, clavadlo con carboncillo en el papel!
Esto debía ser la señal del comienzo, porque dieciséis veces crujió detrás de los caballetes el carboncillo, chilló al hacerse polvo, se estrelló en mi expresión —léase en mi joroba—, la hizo negra, la ennegreció y la dibujó; porque todos los alumnos del profesor Kuchen andaban tras mi expresión con tanta espesa negrura, que inevitablemente caían en la exageración, sobreestimando las dimensiones de mi joroba; habían de recurrir a hojas cada vez mayores y, con todo, no acertaban a llevarla al papel.
Entonces el profesor Kuchen dio a los dieciséis despilfarradores de carboncillo el consejo acertado de no empezar con el perfil de mi joroba demasiado expresiva —que por lo visto rompía todos los formatos—, sino de esbozar primero mi cabeza en el quinto superior de la hoja, lo más a la izquierda posible.
Tengo un hermoso pelo castaño oscuro y brillante, pero hicieron de mí un gitano con mechones. A ninguno de los dieciséis apóstoles del arte llamóle la atención que Óscar tuviera los ojos azules. Cuando en el curso de una pausa —porque todo modelo tiene derecho a un cuarto de hora de descanso después de tres cuartos de hora de posar— examiné los quintos superiores izquierdos de las dieciséis hojas, sorprendióme, sin duda, frente a cada caballete, lo que de acusación social había en mi cara acongojada; pero eché en falta, ligeramente molesto, el brillo de mis ojos azules: allí donde hubieran debido brillar claros y seductores, unos trazos del más negro de los carboncillos rodaban, se fruncían, se desmenuzaban y me apuñalaban.
Teniendo en consideración la libertad del arte, decíame a mí mismo: los jóvenes hijos de las musas y las muchachas enredadas en el arte han reconocido sin duda en ti a Rasputín, pero quién sabe si algún día sabrán descubrir y despertar a aquel Goethe que dormita en ti y llevarlo al papel, no tanto con expresión como con un argénteo lápiz mesurado. Ni los dieciséis alumnos, por muy dotados que fueran, ni el profesor Kuchen, por muy inconfundible que se dijera ser su trazo de carboncillo, lograron legar a la Posteridad un retrato definitivo de Óscar. Pero de todos modos yo ganaba bastante, se me trataba con respeto, me pasaba seis horas diarias sobre la plataforma giratoria, con la cara vuelta ya hacia el lavabo permanentemente obstruido, ya hacia las ventanas grises, azul celestes y ligeramente nubladas del taller, ya mirando a un biombo, e irradiando expresión a razón de un marco ochenta por hora.
Después de algunas semanas, los alumnos lograron hacer dibujos bastante aceptables. Lo que significa que se habían moderado algo en el esbozo de la expresión, ya no exageraban mis dimensiones hasta lo desmesurado y me trasladaban ocasionalmente al papel de la cabeza a los pies y desde los botones de mi chaqueta hasta aquel lugar donde la tela de mi vestido, tendida al máximo, limitaba mi joroba. En muchas de las hojas de dibujo quedaba inclusive sitio para un fondo. Pese a la reforma monetaria, aquellos jóvenes seguían mostrándose impresionados todavía por la guerra y construían detrás de mí ruinas con ventanas desmanteladas acusadoramente negras, o me colocaban cual un refugiado desnutrido y desesperado entre troncos de árboles segados por los obuses, o extendían a mi alrededor, con suma aplicación de carboncillo, alambradas de púas exageradamente grandes, haciéndome vigilar desde torres que amenazaban asimismo desde el fondo; otras veces me ponían con una escudilla de hojalata en la mano, delante o debajo de unas ventanas con barrotes que servían de aliciente gráfico, y dentro de una indumentaria de presidiario, todo ello, por supuesto, en nombre de la expresión artística.
Comoquiera, sin embargo, que todo eso se me aplicaba como a un moreno Óscar gitano, y comoquiera que se me dejaba contemplar toda esa miseria no con ojos azules, sino negros, manteníame yo quieto en mi calidad de modelo, sabiendo que no se puede dibujar el alambre de púas; de todos modos me sentí contento cuando los escultores, que como es sabido han de arreglárselas sin escenario, me tomaron por modelo, por modelo para desnudo.
Esta vez no me buscó ningún alumno, sino el propio maestro. El profesor Maruhn era amigo de mi profesor de carboncillo, el maestro Kuchen. Al posar yo en una ocasión en el taller particular de Kuchen, un local sombrío lleno de manchas de carboncillo enmarcadas, para que aquel barbudo locuaz me fijara con su trazo inconfundible en el papel, vino a verlo el profesor Maruhn, un quincuagenario fornido y rechoncho, el cual, a no ser por la boina que atestiguaba su condición de artista, no se hubiera distinguido mucho, con su bata blanca de escultor, de un cirujano.
Pude darme cuenta en el acto de que Maruhn, amante de las formas clásicas, me miraba con hostilidad, a causa de mis proporciones. Preguntó en son de mofa a su amigo si no le bastaban aquellos modelos gitanos a los que había ennegrecido hasta ahí y a los que debía en los círculos artísticos su apodo de Gitanazo. ¿Quería probar ahora su talento con los deformes? ¿Se proponía, después de aquel período de éxito artístico y comercial de los gitanos, probar fortuna con un período más ventajoso todavía, artística y comercialmente, de enanos?
El profesor Kuchen convirtió la broma de su amigo en trazos de carboncillo furioso y negro como la noche: ése fue sin duda el retrato más negro que jamás hiciera de Óscar; en realidad era todo negro, con excepción de unos pocos claros en mis pómulos, mi nariz, la frente y las manos, que Kuchen me hacía siempre demasiado grandes, exhibiéndolas provistas de nudosidades reumáticas, de mucha fuerza expresiva, en el centro de sus orgías de carboncillo. De todos modos, en ese dibujo, que más adelante había de causar sensación en una exposición, tengo ojos azules, es decir: unos ojos claros, sin el menor brillo siniestro. Óscar atribuye este hecho a la influencia del escultor Maruhn, que no era en modo alguno un furibundo adepto al carbón, sino un clásico para el que mis ojos brillaban con una claridad goethiana. Hubo de ser sin duda la mirada de Óscar la que indujo al escultor Maruhn, que en el fondo no amaba sino las proporciones regulares, a ver en mí un modelo, su modelo de escultor.
El taller de Maruhn era claro y polvoriento; estaba casi vacío y no exhibía ni una sola obra terminada. Por todas partes se veían armazones de esculturas en proyecto, las cuales estaban tan perfectamente concebidas que el alambre, el hierro y los tubos curvados anunciaban ya, aun sin la arcilla de modelar, futuras formas llenas de armonía.
Posaba yo cinco horas diarias para el escultor como modelo de desnudo, y cobraba dos marcos por hora. Él marcaba con tiza un punto en la plataforma giratoria indicándome en dónde había de enraizarse en adelante mi pierna derecha que me servía de apoyo. Una vertical trazada desde el tobillo interno de la pierna de apoyo había de tocar exactamente, arriba, mi cuello entre las dos clavículas. La pierna izquierda era la pierna libre, pero esta expresión es equívoca, porque aunque había de ponerla ligeramente doblada y en forma descuidada a un lado, no podía, con todo, desplazarla ni moverla a mi antojo: también la pierna libre quedaba arraigada a la plataforma por medio de un trazo marcado con tiza.
Durante las semanas en que estuve sirviendo de modelo al escultor Maruhn, éste no logró hallar para mis brazos una postura equiparable a la de las piernas e inconmovible. Tan pronto me hacía dejar colgado el brazo izquierdo, y formar con el derecho un ángulo sobre mi cabeza, como me pedía que cruzara ambos brazos sobre el pecho o bajo mi joroba, o que los apoyara en las caderas; dábanse mil posibilidades, y el escultor las ensayó todas conmigo y con las armazones de tubo flexible.
Cuando finalmente, después de un mes de búsqueda activa de una actitud adecuada, se decidió a convertirme en arcilla, ya fuese con las manos cruzadas detrás de la nuca o prescindiendo en absoluto de los brazos, como torso, habíase agotado en la construcción y la reconstrucción de la armazón a tal punto que, apenas había echado mano a la arcilla de la caja, volvió a arrojar el material informe, con un chasquido apagado, se sentó mirándome a mí y a la armazón y empezaron a temblarle desesperadamente los dedos: ¡la armazón era demasiado perfecta!
Suspirando con resignación y simulando una jaqueca, pero sin mostrar el menor resentimiento para con Óscar, renunció a la empresa y puso en el rincón, junto a todas las demás armazones precozmente terminadas, la armazón gibosa, comprendidas las piernas libres y de apoyo, con los brazos de tubo levantados y los dedos de alambre que se cruzaban tras la nuca de hierro. Suavemente, sin sarcasmo, antes bien conscientes de su propia inutilidad, bamboleaban en mi vasta armazón gibosa los barrotes de madera, llamados también mariposas, que hubieran debido soportar la carga de arcilla.
A continuación tomamos té y charlamos como cosa de una hora, que el escultor me pagó de todos modos como hora de trabajo. Hablóme de tiempos pretéritos en los que, cual joven Miguel Ángel, colgaba él la arcilla por quintales y sin reparo en las armazones y ejecutaba esculturas que, en su mayor parte, habían sido destruidas durante la guerra. Y yo, por mi parte, le hablé de las actividades de Óscar como marmolista y grabador de inscripciones. Conversamos un poco de los respectivos oficios, hasta que él me llevó a sus alumnos, para que vieran en mí el modelo escultural y construyeran armazones adecuadas a las proporciones de Óscar.
Si el cabello largo ha de considerarse como indicativo del sexo, de los diez alumnos del profesor Maruhn seis tendrían que designarse como muchachas. Cuatro de ellas eran feas y competentes. Las otras dos eran lindas, locuaces y verdaderas muchachas. Nunca me he sentido cohibido para posar desnudo. Y aun diría que Óscar saboreó la sorpresa de las dos lindas y locuaces muchachas esculturas cuando éstas me contemplaron por vez primera sobre la plataforma giratoria y comprobaron con cierta irritación que, pese a la joroba y pese a su talla exigua, Óscar ostentaba unos órganos genitales que, dado el caso, hubieran podido compararse con cualquier otro atributo viril de los llamados normales.
Con los alumnos del maestro Maruhn la cosa era distinta que con éste. A los dos días habían levantado ya sus armazones, se comportaban como genios y, poseídos de una urgencia genial, empezaron a hacer chasquear la arcilla entre los tubos de plomo fijados con apresuramiento y poca ciencia: probablemente habían colocado demasiado pocas mariposas en la armazón de mi joroba, porque, apenas el peso de la arcilla húmeda trabajaba el soporte, confiriéndole a Óscar un aspecto ferozmente desgarrado, ya el Óscar de formación reciente oscilaba multiplicado por diez, la cabeza se me caía entre los pies, la arcilla se desprendía de los tubos y la joroba se me deslizaba hasta las corvas. Allí pude apreciar la pericia del maestro Maruhn, constructor tan excelente de armazones que ni siquiera necesitaba recubrir el esqueleto con materia barata.
Hasta las lágrimas se les saltaban a las escultoras feas pero competentes al ver que el Óscar de arcilla se desprendía del Óscar-armazón. En cambio, las dos muchachas lindas y locuaces se rieron de buena gana cuando, en forma casi simbólica, la carne se me desprendió de los huesos. Mas comoquiera que al cabo de algunas semanas los aprendices de escultor lograron sacar adelante algunos buenos modelos, primero en arcilla y luego en escayola pulida para su exposición semestral, tuve yo reiteradamente ocasión de establecer comparaciones entre las muchachas feas y competentes y las bonitas y locuaces. En tanto que las feas copiaban con esmero mi cabeza, mis miembros y mi joroba, y, movidas por un curioso sentido del pudor, omitían o estilizaban neciamente mis partes genitales, las dos bonitas, en cambio, cuyos grandes ojos y bellos dedos no les daban ninguna habilidad, dedicaban poca atención a las proporciones articuladas de mi cuerpo y ponían todo su interés en la reproducción lo más exacta posible de mis partes respetables. Y para no olvidar en esta conexión a los cuatro jóvenes adictos a la escultura, quede dicho que me abstraían, me reducían a simples planos con sus planchitas acanaladas y, con su árida comprensión masculina, dejaban erigirse cual viga cuadrangular sobre dos cubos iguales, a la manera del órgano fálico ávido de perpetuarse del rey de una caja de construcciones, aquello mismo que las muchachas feas omitían y las bonitas dejaban florecer en toda su carnosa naturaleza.
Sea ello debido a mis ojos azules o a las lámparas de luz cenital que los escultores disponían a mi alrededor en torno al Óscar desnudo, es el caso que unos jóvenes pintores que visitaban a las dos lindas esculturas descubrieron, ya fuese en el azul de mis ojos o en el rojo cangrejo de mi piel irradiada, un aliciente pictórico. Arrebatándome al taller de escultura y artes gráficas de la planta baja me llevaron a los pisos superiores del edificio y empezaron en seguida a mezclar los colores en sus paletas a imagen de los míos.
Al principio los pintores se mostraron demasiado impresionados por mi mirada azul. A tal punto parecía yo mirarlos con ojos azules, que el pincel del pintor me pintaba todo en dicho color. La carne robusta de Óscar, su pelo castaño ondulado y su boca fresca y sanguínea marchitábanse y se apagaban en unos tonos macabramente azules y, para acelerar todavía más la putrefacción, introducíanse aquí y allá, entre mis carnes azules, algo de verde agónico y de amarillo bilioso.
Óscar no pudo lograr otros colores hasta que, llegado el carnaval, que se celebró por espacio de una semana en los sótanos de la Academia, descubrió a Ulla y la llevó en calidad de musa a los pintores.
¿Fue el lunes de carnaval? Sí, fue el lunes de carnaval cuando me decidí a participar en la fiesta, a disfrazarme y a mezclar entre la muchedumbre a un Óscar disfrazado.
Al verme ante el espejo, María dijo: —Quédate en casa, Óscar. Te van a pisotear. —Pero luego me ayudó a disfrazarme, recortó retazos de tela, y su hermana Gusta los cosió inmediatamente, con aguja locuaz, para proporcionarme un traje de bufón. Al principio pensaba yo en algo por el estilo de Velázquez. Me hubiera también gustado verme de Narses, o tal vez de Príncipe Eugenio. Y cuando finalmente pude contemplarme en el espejo grande, al que los incidentes de la guerra habían deparado una grieta diagonal que deformaba ligeramente la imagen; cuando tuve la visión de aquel material coloreado, hinchado, rasgado en tiras y adornado con cascabeles, y vi a mi hijo Kurt presa de un ataque de risa y de tos, me dije para mis adentros, no precisamente feliz: Ahora es Yorick el bufón. Pero ¿dónde encontrarás un rey a quien entretener, Óscar?
Ya en el tranvía que me llevaba a la Puerta de Rating, junto a la Academia, pude darme cuenta de que no sólo no provocaba yo risa alguna entre la gente, entre todos aquéllos que disfrazados de cowboy o de andaluza trataban de olvidar el escritorio y el mostrador, sino que más bien la asustaba. Se mantenían a distancia, y así, no obstante que el tranvía iba repleto, logré de todos modos un asiento. Frente a la Academia, los policías agitaban sus porras auténticas, que nada tenían de disfraz. El «Charco de las Musas» —tal era el nombre de la fiesta de los discípulos del arte— estaba lleno a rebosar, pese a lo cual la gente quería asaltar el edificio y discutía con los policías en tono muy subido de color —léase sangre.
Cuando Óscar hizo sonar el cascabel que le pendía de la manga izquierda, la multitud se apartó; un policía, que por razón de su oficio reconoció mi grandeza, me saludó desde arriba, me preguntó qué deseaba y, agitando su porra me acompañó hasta los sótanos en que se celebraba la fiesta. Allí la carne hervía, pero no estaba a punto todavía.
Ahora, nadie debe imaginarse que una fiesta de artistas sea una fiesta en la que los artistas celebran una fiesta. La mayoría de los estudiantes de la Academia permanecía con caras serias y tensas, aunque pintadas, detrás de mostradores ingeniosos pero inestables, y vendían cerveza, champaña, salchichas vienesas y copitas mal servidas, tratando de procurarse unos ingresos complementarios. La verdadera fiesta de artistas la celebraban los burgueses, que una vez al año echan la casa por la ventana y quieren vivir y festejarse como artistas.
Después de que durante cosa de una hora hube asustado por la escalera, en los rincones y bajo las mesas a unas parejitas que se disponían a sacar provecho de la incomodidad, hice amistad con dos chinitas que debían de tener sangre griega en sus venas, pues practicaban un amor por el estilo del que hace siglos fue cantado en la isla de Lesbos. Aunque ambas se atacaran con ardor y abundancia de dedos, no llegaron a propasarse en los momentos culminantes, ofreciéndome un espectáculo en parte muy divertido, y luego bebieron conmigo un champaña demasiado caliente y, con mi permiso, probaron la resistencia del punto extremo de mi joroba, lo que sin duda les traería suerte y confirmó una vez más mi tesis de que una joroba trae suerte a las mujeres.
Sin embargo, cuanto más se prolongaba, más triste me ponía este comercio con mujeres. Asaltábame una serie de pensamientos, la política me inspiraba preocupaciones; dibujé con champaña en la bandeja de la mesa el bloqueo de Berlín, esbozando el puente aéreo, desesperé, en presencia de aquellas dos chinitas que no podían unirse, de la reunificación de Alemania, e hice lo que en otras circunstancias no hice nunca: Óscar-Yorick buscó el sentido de la vida.
Cuando mis dos damas no encontraron ya nada más que enseñarme y se pusieron a llorar, lo que ponía en sus caras pintadas unas huellas acusadoras, me levanté yo, rasgado, hinchado y agitando los cascabeles; mis dos tercios me empujaban a casa, y el tercero buscaba otra pequeña aventura carnavalesca, cuando vi —no, fue él el que me dirigió la palabra— al cabo Lankes.
¿Se acuerdan ustedes? Nos encontramos en el muro del Atlántico el verano del cuarenta y cuatro. Él vigilaba allí el cemento y se fumaba los cigarrillos de mi maestro Bebra.
Quería yo subir por la escalera en la que estaba sentada una multitud espesa y apretujada, y sacaba ya fuerzas para ello, cuando sentí que me tocaban y un cabo de la última guerra me interpeló: —Oye, chiquitín, ¿no tienes un cigarrillo que me regales?
No es extraño que, gracias a tales palabras y debido también a que su disfraz era de color gris campaña, lo reconociera en el acto. Y, sin embargo, no hubiera yo renovado esta relación, a no ser porque el cabo y pintor de cemento tenía sobre sus rodillas gris campaña a la musa en persona.
Permítanme ustedes que hable primero con el pintor y que pase después a describir a la musa. No sólo le regalé el cigarrillo, sino que hice funcionar asimismo mi encendedor y, mientras él empezaba a echar humo, le dije: —¿No me recuerda usted, cabo Lankes? ¿El Teatro de Campaña de Bebra? ¿Místico, Bárbaro, Aburrido?
Al hablarle yo en esta forma el pintor se llevó un susto morrocotudo y dejó caer, no el cigarrillo, pero sí a la musa que tenía sobre las rodillas. Yo recogí a la niña, que estaba completamente borracha y tenía las piernas largas, y se la devolví. Mientras los dos, Lankes y Óscar, hablábamos acerca del teniente Herzog, al que Lankes trataba de loco, y recordábamos a mi maestro Bebra y a las monjas que en aquel tiempo buscaban cangrejos entre los espárragos rommelones, admirábame yo del aspecto de la musa. Había venido de ángel, llevaba un sombrero de cartón prensado, por el estilo del que se emplea para embalar los huevos de exportación y, a pesar de toda su borrachera y de sus alas tristemente plegadas, reflejaba la gracia de una criatura celeste.
—Ésta es Ulla —me explicó el pintor Lankes—. En realidad es modista, pero ahora le ha dado por el arte, cosa que a mí no me convence, porque con la costura gana algo, y con el arte nada.
A esto, Óscar, que ganaba con el arte su buen dinero, se ofreció a introducir a la modista Ulla cual modelo y musa entre los pintores de la Academia de Bellas Artes. Lankes se mostró tan entusiasmado con mi proposición, que sacó de mi cajetilla tres cigarrillos a la vez, a cambio de lo cual, sin embargo, nos invitó a su taller, siempre que yo —dijo, dando a su invitación las proporciones justas— pagara el taxi.
Nos fuimos inmediatamente, dejamos el carnaval atrás, yo pagué el taxi, y Lankes, que tenía su taller en la Sittardstrasse, preparó con una lamparita de alcohol un café que reanimó a la musa. Y después de que, con ayuda de mi índice derecho, ésta se hubo provocado un vómito, su aspecto era casi sobrio.
No fue hasta entonces cuando pude darme cuenta de que sus ojos azul claro se movían en perpetuo asombro; logré asimismo oír su voz, un poco chillona y metálica, es cierto, pero no sin encanto. Cuando el pintor Lankes le sometió mi proposición y le ordenó más que le propuso actuar de modelo en la Academia de Bellas Artes, negóse ella al principio y no quería ser ni modelo ni musa, sino sólo pertenecer al pintor Lankes.
Mas éste, en forma seca y sin decir palabra, tal como les gusta hacerlo a los pintores de talento, le administró con la palma de la mano varios bofetones, volvió a preguntarle y volvió a reír bonachonamente cuando ella, sollozando lo mismo que un ángel, se declaró dispuesta a hacer de modelo y eventualmente de musa para los pintores de la Academia de Bellas Artes.
Hay que tener en cuenta que Ulla mide aproximadamente un metro setenta y ocho, es esbelta, graciosa y frágil y hace pensar a un tiempo en Botticelli y en Cranach. Posamos para el doble desnudo. La carne de langosta recuerda algo el color de su carne alargada y lisa, que recubre un vello delicadamente infantil. Sus cabellos son algo ralos, pero largos y de un rubio pajizo. El pelo del pubis, rojizo y rizado, sólo cubre un pequeño triángulo. Semanalmente se afeita las axilas.
Como era de esperar, los alumnos corrientes de la Academia no supieron ver todas las posibilidades que nosotros les brindábamos; le hacían a ella unos brazos demasiado largos y a mí una cabeza demasiado grande, y cayeron en el defecto de todos los principiantes, o sea que no acertaban a darnos las proporciones adecuadas.
Únicamente cuando nos descubrieron Ziege y Raskolnikoff surgieron cuadros que hicieron justicia a nuestras respectivas figuras de musa y de Óscar.
Ella durmiendo y yo asustándola: Fauno y Ninfa.
Yo acurrucado y ella, con unos senos pequeños siempre algo temblorosos, inclinándose sobre mí y acariciándome el cabello: La Bella y la Bestia.
Ella tendida y yo jugando con sus largas piernas con una máscara de caballo cornudo: La Dama y el Unicornio.
Todo esto en el estilo de Ziege o de Raskolnikoff, unas veces en colores y otras en tonos grises distinguidos; ya en detalle de fina pincelada, ya a la manera de Ziege, con el color simplemente echado sobre la tela con espátula genial; otras veces era apenas la insinuación del hábito de misterio alrededor de Ulla y Óscar, luego fue Raskolnikoff el que con nuestra ayuda halló el camino del surrealismo. La cara de Óscar se convertía en un cuadrante color de miel, como el que en un tiempo ostentara nuestro reloj de pie; en mi joroba florecían unas rosas que se emparraban mecánicamente y que Ulla tenía que coger; sentado, veíame yo hojeando un libro de estampas, entre el bazo y el hígado en el vientre abierto de Ulla, que arriba sonreía y abajo mostraba sus piernas largas. También le gustaba encajarnos en toda clase de disfraces, y hacer de Ulla una colombina y de mí un triste mimo con la cara enharinada. Finalmente estábale reservado a Raskolnikoff —a quien llamaban así porque hablaba siempre de crimen y castigo— pintar el cuadro verdaderamente grande: Yo sentado —desnudo, un niño deforme— sobre el muslo ligeramente velloso de Ulla; ella era la Madona y yo representaba al niño Jesús.
Este cuadro circuló luego por muchas exposiciones con el nombre de Madona 49, y surtió igualmente cierto efecto en forma de cartel, con lo que vino a ojos de mi buena burguesita de María y provocó un escándalo doméstico, pese a lo cual fue comprado en dinero sonante por un industrial de la región del Rin y sigue posiblemente colgado hoy todavía en la sala de conferencias de alguna oficina matriz, ejerciendo su influencia sobre los miembros del consejo de administración.
Aquellas travesuras artísticas que cometían con mi joroba y mis proporciones me divertían. Añádase a ello que a Ulla y a mí, que éramos muy solicitados, nos pagaban dos marcos cincuenta por hora de doble desnudo. También Ulla sentíase bien de modelo. El pintor Lankes, el de las grandes manos propensas al bofetón, la trataba mejor desde que le llevaba regularmente dinero a casa, y ya no la pegaba más que cuando sus abstracciones geniales exigían de él una mano colérica. Así que también para este pintor que ópticamente nunca la utilizó como modelo era en cierto sentido una musa, ya que sólo aquellos bofetones que le administraba conferían a su mano el poder realmente creador.
Sin duda, también a mí podía Ulla irritarme con su fragilidad lacrimógena, que en el fondo no era más que la tenacidad de un ángel; sin embargo, siempre logré dominarme y, cuando sentía desos de recurrir al látigo, invitábala a un salón de té, o, con cierto esnobismo adquirido en mi contacto con los artistas, llevábala a pasear, cual una planta rara y estirada en contraste con mis proporciones, por el Paseo del Rey, animado y lleno de mirones, y le compraba medias color lila y guantes rosas.
La cosa era distinta con el pintor Raskolnikof f, el cual, sin acercársele, mantenía con Ulla unas relaciones de las más íntimas. Hacíala posar sobre la plataforma giratoria con las piernas bien abiertas, pero no pintaba, sino que se sentaba a algunos pasos de distancia en un taburete y, musitando insistentemente más palabras relacionadas con el crimen y el castigo, miraba fijamente en aquella dirección, hasta que el sexo de la musa se humedecía y se entreabría, con lo que también Raskolnikoff llegaba mediante el mero hablar y mirar a un resultado satisfactorio, se levantaba de un salto del taburete y atacábase sobre el caballete y con grandiosas pinceladas a la Madona 49.
También a mí me miraba a veces Raskolnikoff con la misma fijeza, aunque por motivos diferentes. Decía que me faltaba algo. Hablaba de un vacío entre mis manos y me fue poniendo sucesivamente entre los dedos los más divertidos objetos que le inspiraba su abundante fantasía surrealista. Así, armó a Óscar con una pistola: Jesús apuntaba a la Madona. Tuve también que sostener frente a ella un reloj de arena y un espejo que la desfiguraba atrozmente, porque era convexo. Sostuve, con ambas manos, tijeras espinas de peces, auriculares de teléfono, calaveras, avioncitos, tanques de guerra, barcos transatlánticos, sin llegar con todo —Raskolnikoff lo veía en seguida— a llenar el vacío.
Óscar tenía terror al día en que el pintor acertara con el objeto que era el único destinado a ser sostenido por mí. Y cuando finalmente vino con el tambor, grité: —¡No!
Raskolnikoff: —¡Toma el tambor, Óscar, te he reconocido!
Yo, temblando: —¡Nunca más! ¡Eso ya pasó!
Él, tétrico: —¡Nada pasa, todo vuelve; crimen, castigo, y nuevamente crimen!
Yo, con el último resto de mis fuerzas: —¡Óscar ya expió, hacedle gracia del tambor, lo aguantaré todo, pero no el tambor!
Ya estaba llorando cuando la musa Ulla se inclinó sobre mí y, cegado como me hallaba por las lágrimas, no pude evitar que me besara, que la musa me besara terriblemente. Todos aquéllos de ustedes que hayan probado alguna vez el beso de una musa comprenderán sin más que Óscar volviera a tomar, inmediatamente después del beso, aquel tambor que había apartado de sí hacía años enterrándolo en la arena del cementerio de Saspe.
Pero no lo toqué. No hice más que posar y, por lamentable que parezca, fui pintado cual Jesús tocando el tambor sobre el muslo izquierdo desnudo de la Madona 49.
Así me vio María en el cartel artístico que anunciaba una exposición de pinturas. Visitó sin yo saberlo dicha exposición y hubo de detenerse por largo rato y acumulando su cólera frente al cuadro, porque al pedirme explicaciones me pegó con la regla escolar de mi hijo Kurt. Ella, que desde hacía algunos meses había encontrado un trabajo bien remunerado en un negocio de comestibles finos de cierta importancia, primero como vendedora y luego, gracias a su actividad, como cajera, presentábase ahora cual una persona que se había adaptado perfectamente al occidente, ya no era una refugiada oriental que practicara el mercado negro y estaba en condiciones, por consiguiente, de llamarme, con bastante autoridad, obsceno, prostituto y degenerado, y gritó asimismo que ya no quería ver nada del sucio dinero que yo ganaba con aquélla porquería, ni quería verme más a mí mismo.
Aunque María no tardara en retirar esta última frase y unos quince días después volviera a añadir al presupuesto doméstico una parte no mezquina de mi dinero de modelo, decidí renunciar a la comunidad de habitación con ella, con su hermana Gusta y con mi hijo Kurt; en el fondo quería irme muy lejos, tal vez a Hamburgo y, posiblemente, otra vez al mar; pero María, que se conformó sin tardanza con el cambio que tenía yo proyectado, me convenció, secundada por su hermana Gusta, de que tomara un cuarto no lejos de ella y de Kurt, y en todo caso en el mismo Düsseldorf.