Fortuna Norte

Las piedras funerarias sólo podían permitírselas en aquella época los que dejaban sobre la tierra algo de valor. No era preciso que fueran un diamante o una sarta de perlas del largo de una vara. Por cinco quintales de patatas obteníase ya una losa pulida de caliza conchífera de Grenzheim. Un monumento de granito belga sobre tres pedestales para dos personas nos reportó tela para dos trajes con chaleco. La viuda del sastre, que es la que tenía la tela y que seguía empleando a un operario, nos ofreció la hechura por una bonita orla de dolomita.

Así que una tarde, al salir del trabajo, Korneff y yo tomamos el 10 en dirección de Stockum, visitamos a la viuda Lennert y nos hicimos tomar las medidas. Óscar llevaba entonces un ridículo uniforme de cazador de tanques, que María le había arreglado y, pese a que le había corrido los botones, no lograba yo abrochar debido a mis dimensiones particulares.

El operario, al que la viuda Lennert llamaba Antonio, hízome de una tela azul oscuro de rayado fino un traje a mi medida: chaqueta recta, con forro gris ceniza, los hombros acolchados, pero sin aparentar más de la cuenta, la joroba sin disimulo, antes bien decorosamente subrayada, y el pantalón con vuelta, pero no demasiado ancha. El Maestro Bebra seguía siendo mi modelo en materia de indumentaria elegante. De ahí que el pantalón tampoco tuviera pasadores para el cinturón, sino botones para los tirantes, en tanto que el chaleco era lustroso por detrás y mate por delante, con el forro rosa añejo. Hubo necesidad de cinco pruebas.

Y aún mientras el operario trabajaba en el traje cruzado de Korneff y en el mío recto, un traficante en zapatos andaba ya buscando para su esposa, fallecida en el cuarenta y tres a consecuencia de un bombardeo, una losa de a metro. El hombre quería al principio pagarnos con vales, pero nosotros queríamos mercancía. Por el mármol de Silesia con borde de piedra artificial y su colocación obtuvo Korneff un par de zapatos bajos marrón oscuro y unas zapatillas con suela de cuero. A mí me tocó un par de zapatos de lazos, bastante pasados de moda pero extraordinariamente flexibles. Tamaño treinta y cinco: conferían a mis débiles pies un apoyo firme y elegante.

De las camisas se encargó María. Le puse un fajo de marcos sobre la balanza de la miel artificial: —¿Podrías comprarme un par de camisas blancas, una de rayitas, y dos corbatas, una gris claro y otra marrón? El resto es para el pequeño Kurt o para ti, mi querida María, que nunca piensas en ti misma y siempre sólo en los demás.

Puesto a sentirme espléndido, le regalé a Gusta un paraguas con mango de cuerno auténtico y un juego de naipes de skat de Altenburg apenas usados, ya que le gustaba echarlos para saber cuándo iba a regresar Köster, y le molestaba tener que pedirlos prestados a algún vecino.

María se apresuró a cumplir mi encargo y con lo que le sobró del dinero se compró un impermeable para ella y una mochila escolar de piel artificial para el pequeño Kurt, la cual, por horrorosa que fuera, no dejaría de cumplir provisionalmente su cometido. A las camisas y corbatas añadió tres pares de calcetines grises que se me había olvidado encargarle.

Cuando Korneff y Óscar fueron a recoger sus trajes, nos miramos cohibidos en el espejo de la sastrería, impresionadísimos el uno con el otro. Korneff apenas se atrevía a mover su nuca surcada por las cicatrices de los furúnculos. Los brazos le colgaban desmañadamente y trataba de mantener derechas las piernas. A mí el traje nuevo me daba, sobre todo cuando cruzaba los brazos sobre el pecho y agrandaba así mis proporciones horizontales superiores, apoyándome en la delgada pierna derecha e inclinando negligentemente la izquierda, un aire demoníaco e intelectual. Sonriendo con satisfacción ante la cara de asombro que ponía Korneff, me acerqué al espejo, y me planté tan cerca de aquella superficie dominada por mi imagen que hubiera podido besarla; pero no hice más que echarle el aliento y decir, en son de broma: —¡Hola, Óscar! ¡Ya sólo te falta un alfiler de corbata!

Cuando a la semana siguiente visité un domingo por la tarde los hospitales municipales y me mostré a las enfermeras hecho todo un pimpollo, satisfecho y sin que me faltara el menor detalle, era yo ya poseedor de un alfiler de corbata con una perla.

Al verme sentado en su sala de guardia, las excelentes muchachas se quedaron patidifusas. Esto sucedía a fines del verano del cuarenta y siete. Crucé en la consabida forma mis brazos ante el pecho y jugueteé con mis guantes de piel. Hacía ya un año que era yo practicante de lapidario y maestro en materia de vaciado con la gubia. Crucé una pierna del pantalón sobre la otra, sin por ello descuidar los pliegues de las mismas. La buena de Gusta cuidaba del vestido como si hubiera sido confeccionado para aquel Köster que a su regreso había de cambiarlo todo. La señorita Helmtrud quería tocar la tela, y la tocó, en efecto. Para el pequeño Kurt compré en la primavera del cuarenta y siete, cuando celebramos su séptimo aniversario con rompope y tarta seca de confección casera —receta: ¡tómese!—, un abrigo gris ratón de paño sin batanar. Ofrecí a las enfermeras, a las que había venido a añadirse la señorita Gertrudis, unos bombones que nos había reportado, junto con veinte libras de azúcar cande, una losa de diabasa. A mi modo de ver, al pequeño Kurt le gustaba demasiado ir a la escuela. La maestra, fresca y sin comparación alguna con la Spollenhauer, io elogiaba y decía que era inteligente aunque algo serio. ¡Cuan alegres pueden ser las enfermeras cuando se les ofrecen bombones! Al encontrarme unos momentos a solas con la señorita Gertrudis en la sala de guardia, le pregunté acerca de sus domingos libres.

—Bueno, hoy, por ejemplo, tengo libre a partir de las cinco. Pero de todos modos tampoco se puede hacer nada en la ciudad —dijo con aire de resignación.

Mi opinión fue que era cosa de probarlo. Al principio, ella era del parecer que no valía la pena intentarlo y que prefería recuperar el sueño atrasado. Entonces me hice más insinuante y formulé mi invitación y, al ver que no acababa de decidirse, concluí en tono de misterio: —¡Anímese usted, señorita Gertrudis! ¡La juventud pasa, y los cupones para pasteles no nos faltan! —a título de acompañamiento me di unas palmaditas ligeramente estilizadas en el pecho, sobre la tela del bolsillo interior, le ofrecí otro bombón y no dejé de sentir, curiosamente, cierto escalofrío cuando la robusta muchacha de Westfalia, que no era en modo alguno mi tipo, dijo, mirando al botiquín: —Bueno, pues, si a usted le parece. Digamos a las seis; pero no aquí; digamos en la Plaza Cornelius.

Nunca me hubiera yo atrevido a dar a la señorita Gertrudis una cita en el vestíbulo o ante la entrada principal de los hospitales municipales. Así pues, la esperé bajo el reloj automático de la Plaza Cornelius, que, resentido todavía de los efectos de la guerra, aún no marcaba las horas. Vino puntualmente, según pude comprobarlo en el reloj de bolsillo, no muy caro, que había adquirido yo unas semanas antes. Casi no la hubiera reconocido, porque de haberla percibido a tiempo al bajarse ella en la parada del tranvía de enfrente, digamos a unos cincuenta pasos de distancia, me hubiera yo escabullido decepcionado; porque la señorita Gertrudis no venía como la señorita Gertrudis, es decir en blanco con el broche de la Cruz Roja, sino cual una señorita Gertrudis Wilms cualquiera, de Hamm o de Dortmund o de cualquier otro lugar entre Hamm y Dortmund, en un vestido civil de confección mediocre.

No se dio cuenta de mi desencanto y me contó que había estado en un tris de no llegar, porque la enfermera jefe, sólo para fastidiarla, le había confiado un encargo poco antes de las cinco.

—Pues bien, señorita Gertrudis, ¿puedo hacerle algunas proposiciones? Podríamos ir primero tranquilamente a un salón de té, y luego a lo que usted quiera: al cine tal vez, porque para el teatro ya no hay, desgraciadamente, manera de conseguir entradas; o bien, ¿qué le parecería a usted un dancing?

—¡Oh, sí, vamos a bailar! —exclamó entusiasmada, y sólo demasiado tarde se dio cuenta, pero entonces disimulando apenas su espanto, que como pareja de baile haría yo una figura bien vestida, sin duda, pero de todos modos imposible.

Con cierta maliciosa satisfacción —¡Ah, si hubiera venido con aquel uniforme de enfermera que yo apreciaba tanto!— me aferré al proyecto que había obtenido ya su visto bueno, y ella, que carecía de imaginación, no tardó en olvidar su susto, comió conmigo —yo un pedacito y ella tres pedacitos— un pastel que debían haber confeccionado con cemento y, después que hube pagado con cupones y con dinero sonante, cogió conmigo, junto al almacén de Koch del Wehrhahn, el tranvía que iba a Gerresheim, porque me había dicho Korneff que al pie del Grafenberg había un local de baile.

Tuvimos que hacer a pie el último tramo del camino, ya que el tranvía paraba antes de la subida. Era un atardecer de septiembre, tal como se lee en los libros. Las sandalias de la señorita Gertrudis, que eran de suela de madera y no requerían cupones para su adquisición, castañeteaban como el molino junto al arroyo. Eso me ponía alegre. La gente que venía cuesta abajo se volvía para mirarnos. A la señorita Gertrudis eso le resultaba penoso. Yo ya estaba acostumbrado y no me importaba: al cabo eran mis cupones los que le habían proporcionado tres pedacitos de pastel de cemento en el salón de té de Kürten.

El dancing se llamaba Wedig, y llevaba el subtítulo de Castillo del León. Ya en la taquilla se produjeron risas sofocadas y, cuando entramos, las cabezas se volvieron hacia nosotros. Vestida de civil, la señorita Gertrudis sentíase insegura y, si el camarero y yo no la hubiéramos sostenido, habría tropezado con una silla plegable. El camarero nos asignó una mesa cerca de la pista y yo pedí dos refrescos, añadiendo por lo bajo, en forma que sólo lo oyera el camarero: —Con piquete, por favor.

El Castillo del León constaba principalmente de una sala que en otro tiempo pudo haber servido de picadero. La parte superior de la misma, o sea el techo abundantemente dañado, hallábase adornado con serpentinas y guirnaldas de papel procedentes del último carnaval. Unas luces esmeriladas y coloreadas ponían reflejos en el pelo peinado firmemente hacia atrás de jóvenes traficantes del mercado negro, elegantes en parte, y en las blusas de satén de unas muchachas que parecían conocerse todas entre sí.

Cuando nos hubieron servido los refrescos con piquete, le compré al camarero diez cigarrillos americanos, ofrecí uno a la señorita Gertrudis y otro al camarero, que se lo puso detrás de la oreja y, una vez que le hube dado fuego a mi dama, saqué la boquilla de ámbar de Óscar y me fumé hasta la mitad un cigarrillo Camel. Las mesas de al lado se calmaron. La señorita Gertrudis atrevíase ya a levantar la mirada. Y cuando apagué en el cenicero la soberbia mitad del Camel y la dejé allí abandonada, la señorita Gertrudis la cogió con mano experta y la guardó en uno de los compartimientos interiores de su bolsito de mano de plástico.

—Para mi prometido en Dortmund —dijo—; fuma como un desesperado.

Me alegré de no tener que ser su prometido, así como de que empezara la música.

La orquesta, compuesta de cinco músicos, tocó: Don't fence me in. Atravesando la pista en diagonal y sin toparse unos con otros, los varones, que caminaban sobre suelas de crepé, se pescaban muchachas, las cuales, al levantarse, dejaban sus bolsos a alguna amiga para que se los guardara.

Había algunas parejas que bailaban con gran soltura, como si fueran profesionales. Mascábase mucho chewing-gum. Algunos bailarines parábanse por algunos compases y sostenían del brazo a las muchachas que seguían agitándose con impaciencia desde su punto de apoyo. Palabras sueltas en inglés conferían sabor al vocabulario renano. Antes de que las parejas volvieran a unirse para el baile, pasábanse pequeños objetos de mano en mano: los verdaderos traficantes de mercado negro no conocen el descanso.

Dejamos pasar esa pieza, y también el fox siguiente. Óscar miraba ocasionalmente las piernas de los varones y, cuando la banda atacó Rosamunda, invitó a bailar a la señorita Gertrudis, que no sabía lo que le pasaba.

Recordando las habilidades de danzarín de Jan Bronski, me lancé a un tango; medía dos cabezas menos que la señorita Gertrudis y no sólo me daba cuenta del aspecto grotesco de nuestro acoplamiento, sino que más bien tendía a subrayarlo. Ella se dejaba conducir con resignación, y yo, aguantándola por las posaderas con la palma de la mano hacia fuera —sentí treinta por ciento de lana— empujé a la robusta señorita Gertrudis, con mi mejilla junto a su blusa, hacia atrás, siguiendo sus pasos y solicitando sitio con nuestros brazos tendidos por la izquierda, de un extremo a otro de la pista. La cosa fue mejor de lo que yo me había atrevido a esperar. Me permití practicar unas evoluciones y, sin perder arriba contacto con su blusa, aguantábame abajo ya a la derecha ya a la izquierda de su cadera, que me ofrecía apoyo, y giraba a su alrededor, sin perder en ello esa actitud clásica del tanguista, que tiene por objeto dar la impresión de que la dama se va a caer hacia atrás y el caballero que trata de tumbarla va a caerse sobre ella, y sin embargo ni él ni ella se caen, porque los dos son excelentes bailarines.

No tardamos en tener espectadores. Yo oía exclamaciones por el estilo de: —¿No te dije yo que ése era un Jimmy? ¡Mira qué bien baila el Jimmy! ¡Venga, Jimmy! Come on, Jimmy! Let's go, Jimmy!

Desgraciadamente yo no alcanzaba a ver la cara de la señorita Gertrudis y sólo me cabía esperar que ella tomara estas incitaciones con satisfacción y calma, cual una ovación de la juventud, y que se adaptara al aplauso con la misma naturalidad con que sabía adaptarse a menudo, en su trabajo de enfermera, a los piropos de los pacientes.

Cuando nos sentamos seguían aplaudiendo. La banda de los cinco marcó la rúbrica, en la que el de la batería se distinguió especialmente, y luego otra y otra más. —¡Jimmy! —gritaban, y—: ¿Ya viste la pareja? —En esto levantóse Gertrudis, balbuceó algo acerca de que iba a la toilette, cogió su bolso con el medio cigarrillo para el prometido de Dortmund y, toda colorada y dándose contra las sillas y las mesas, se abrió paso en dirección de la toilette al lado de la taquilla.

Ya no volvió. Del hecho de que antes de irse vaciara de un solo trago su vaso de refresco pude deducir que el vaciar el vaso significa adiós: la señorita Gertrudis me dejó plantado.

¿Y Óscar? Con un cigarrillo americano en la boquilla de ámbar, pidió al camarero que retirara discretamente el vaso vaciado hasta las heces por la señorita Gertrudis, un alcohol sin refresco. Costara lo que costara, Óscar sonreía. Sonreía dolorosamente, sin duda, pero sonreía y, cruzando arriba los brazos y poniendo abajo una pierna del pantalón sobre la otra, mecía negligentemente un elegante zapato de lazos, tamaño treinta y cinco, y saboreaba la superioridad del abandonado.

Los jóvenes asiduos al Castillo del León se mostraron simpáticos y, al pasar junto a mí girando sobre la pista, me hacían señas amistosas: «Hallo!», gritaban los varones; «Take it easy!», decían las muchachas. Yo daba las gracias con mi boquilla a aquellos representantes del verdadero humanitarismo, y me sonreí satisfecho cuando el de la batería empezó a redoblar profusamente y, ejecutando un solo de tambor, bombo, platillos y triángulo, que me recordaba mis buenos tiempos de debajo de las tribunas, anunció que ahora tocaba a las damas escoger a sus caballeros.

La banda se prodigó con ardor y tocó Jimmy the Tiger. Esto era sin duda alguna en mi honor, aunque nadie del Castillo del León pudiera tener la menor noticia de mi carrera de tambor debajo de las tribunas. En todo caso, aquel temblorín de muchacha de pelo revuelto de color caoba que me eligió para formar pareja con ella me susurró al oído, con su voz enronquecida por el tabaco y mascando chewing-gum: —Jimmy the Tiger. —Y mientras evocando la jungla y sus peligros girábamos velozmente, lo que duró aproximadamente unos diez minutos, el tigre rondaba por allí sobre sus patas de tigre. Y nuevamente hubo redoble de tambor, y aplauso, y nuevo redoble, porque yo llevaba una joroba bien vestida, era ágil de piernas y, cual Jimmy the Tiger, no hacía en ningún modo mala figura. Invité a mi mesa a la dama que me mostraba tal afecto, y Helma —tal era su nombre— me pidió permiso para llamar a su amiga Hannelore. Ésta era taciturna, sedentaria y bebía mucho. A Helma, en cambio, le daba más por los cigarrillos americanos, y tuve que pedirle más al camarero.

Una simpática velada. Yo bailé «Hebaberiba», «In the mood» y «Shoeshine boy», conversé en los intermedios y entretuve a dos muchachas fáciles de contentar, que me contaron que trabajaban las dos en la central telefónica de la Plaza Graf Adolf, sección de larga distancia, y que había además otras muchas de la misma central que venían todos los domingos al Castillo del León. En todo caso, ellas venían todos los fines de semana, siempre que no estaban de servicio, y también yo prometí volver más a menudo, porque Helma y Hannelore eran un encanto y porque con las muchachas de larga distancia —aquí hice un juego de palabras que las dos captaron inmediatamente— uno podía también entenderse perfectamente muy de cerca.

Dejé de ir a los hospitales municipales por algún tiempo. Y cuando luego volví una que otra vez por ellos, la señorita Gertrudis había sido transferida a la sección de ginecología, así que ya no la volví a ver; sólo en una ocasión, de lejos, cambiamos un saludo. Del Castillo del León, en cambio, me hice cliente asiduo. Las muchachas me trataban bien, pero sin excederse. Por su mediación conocí a algunos miembros del ejército británico de ocupación, aprendí unas cien palabras en inglés y contraje asimismo amistad con algunos músicos de la orquesta, con los que inclusive llegué a tutearme. Sin embargo, por lo que se refiere al tambor, me abstuve, y nunca me senté detrás de la batería; me daba por satisfecho con la pequeña felicidad que me procuraba la percusión de los epitafios en la barraca de marmolista de Korneff.

Durante el rudo invierno del cuarenta y siete al cuarenta y ocho mantuve el contacto con las dos muchachas de la central telefónica y hallé también algún calor, no demasiado costoso, con la callada y sedentaria Hannelore, en lo que sin embargo guardamos cierta distancia, limitándonos al manoseo sin compromiso.

El marmolista suele cuidarse durante el invierno. Hay que reforjar los utensilios, se prepara la superficie de algunos bloques antiguos para las inscripciones y, donde faltan los cantos, se practican filetes o ranuras. Korneff y yo volvimos a llenar el depósito de losas funerarias, aligerado durante el otoño, y colamos algunas piedras artificiales con restos de caliza conchífera. Por mi parte probé también mi habilidad con el pantógrafo en esculturas fáciles, ejecuté algunos relieves, cabezas de ángel, Cristos coronados de espinas y la paloma del Espíritu Santo. Cuando nevaba, abría yo paso en la nieve con la pala, y cuando no nevaba, deshelaba la tubería de agua con la pulidora.

A fines de febrero del cuarenta y ocho —el carnaval me había enflaquecido y posiblemente había adquirido cierto aire intelectual, porque algunas muchachas del Castillo del León me llamaban «doctor»—, vinieron, poco después del miércoles de Ceniza, los primeros campesinos de la orilla izquierda del Rin y examinaron nuestro depósito de lápidas. Korneff estaba ausente. Se hallaba practicando su cura anual contra el reumatismo, trabajaba en unos altos hornos en Duisburg y, cuando después de dos semanas volvió desecado y sin furúnculos, había ya logrado yo vender ventajosamente tres lápidas, entre ellas una para un panteón de tres plazas. Korneff se arregló por su parte para dos lápidas de caliza conchífera de Kichheim y, a mediados de marzo, empezamos con la colocación. Un mármol de Silesia fue a Grevenbroich; las dos lápidas de Kirchheim se levantan en el cementerio de una aldea cerca de Neus, y la arenisca roja del Meno con las cabezas de ángel esculpidas por mí puede admirarse hoy todavía en el cementerio de Stomml. La diabasa con el Cristo coronado de espinas para el panteón triple la cargamos a fines de marzo y fuimos lentamente, porque el cochecito estaba sobrecargado, en dirección de Kappes Hamm y del puente de Neus. De ahí fuimos a Rommerskirchen pasando por Grevenbroich, dejamos Niederaussem atrás y llevamos la pieza con el pedestal, sin rotura del eje, al cementerio de Oberaussem, situado sobre una colina que se tiende suavemente hacia la aldea.

¡Qué panorama! A nuestros pies la cuenca carbonífera del Erftland. Las ocho chimeneas de la fábrica Fortuna, que elevan sus penachos de humo hacia el cielo. Se trata de la nueva central eléctrica Fortuna Norte, siempre siseante, siempre a punto de explotar. Detrás, los escoriales con sus funiculares y sus vagonetas de volquete. Cada tres minutos, un tren eléctrico, cargado de coque o vacío. Viniendo de la central o yendo hacia la central, pasando sobre el ángulo izquierdo del cementerio, primero como de juguete y, luego, como de juguete para gigantes, la línea de alta tensión en columnas de tres en fondo, zumbando y tensa, en dirección de Colonia. Otras líneas, en el horizonte, hacia Bélgica y Holanda: un nudo, empalme del universo. Colocábamos el panteón de diabasa para la familia Flies: la electricidad se produce cuando… El sepulturero y su ayudante, que aquí sustituía a Leo Schugger, vinieron con sus utensilios cerca de donde estábamos, en el campo de tensión, y empezaron con una exhumación tres hileras más abajo de nosotros —tenían lugar aquí unos trabajos de reparación—, y hasta nosotros llegaban los olores típicos de una exhumación demasiado precoz. Nada repelente, no, estábamos en marzo. Tierras de labranza entre montañas de coque. El sepulturero llevaba unos anteojos de alambre y discutía a media voz con su Leo Schugger, hasta que la sirena de Fortuna Norte emitió su aliento por espacio de un minuto, dejándonos a nosotros sin él —no hablemos ya de la mujer que se trataba de exhumar—; sólo la alta tensión se mantenía, y luego la sirena se volcó, cayó por el bordo y se ahogó, en tanto que de los grises tejados de pizarra de la aldea se elevaban en rizos las humaredas de mediodía e, inmediatamente después, las campanas de la iglesia: ora et labora —industria y religión mano a mano. Cambio de turno en Fortuna Norte; nosotros, nuestro pan con tocino. Pero una exhumación no admite descanso, como tampoco la alta corriente, que venía sin cesar y a toda velocidad hacia las potencias victoriosas, iluminando a Holanda, en tanto que aquí seguíamos con los cortes; con todo, la mujer volvió a la luz.

Mientras Korneff excavaba los hoyos para las bases hasta uno cincuenta, la sacaron al fresco, y no hacía mucho que yacía abajo; estaba en la oscuridad sólo desde el otoño y, sin embargo, había ya avanzado mucho; así como todo hoy en día adelanta rápidamente y como avanza también el desmantelamiento junto al Rin y al Ruhr, así aquella mujer, durante el invierno que yo había dilapidado tontamente en el Castillo del León, había combatido severamente consigo misma bajo la costra de tierra helada de la cuenca carbonífera y ahora era preciso convencerla, en tanto que nosotros vertíamos el cemento y colocábamos el pedestal, de que se dejara exhumar por partes. Pero para ello estaba ya la caja de zinc, para que nada, absolutamente nada se perdiera —como pasaba con los niños que a la salida de los camiones sobrecargados de Fortuna Norte los seguían corriendo para recoger el carbón que se les caía, porque el cardenal Frings había dicho desde el pulpito: En verdad os digo, robar carbón no es pecado. Pero a ella nadie tenía que calentarla. No creo que en el aire de marzo proverbialmente fresco tuviera frío, mayormente por cuanto le quedaba todavía piel bastante, aunque permeable y deshilachada, pero en compensación, en cambio, conservaba pedazos de tela y cabello, con permanente todavía —de ahí probablemente el nombre—; y además los herrajes del ataúd eran igualmente dignos de traslado, e inclusive los pedacitos de madera querían descansar en otro cementerio donde no hubiera campesinos ni mineros de Fortuna. No; la mujer quería volver a la ciudad, donde siempre hay mucho movimiento y funcionan diecinueve cines a la vez, porque se trataba de una evacuada, según lo explicaba el sepulturero, y no de una de allí: —La vieja vino de Colonia y va ahora a Müllheim, del otro lado del Rin —dijo, y hubiera dicho más todavía, a no ser por la sirena, que volvió a serlo por espacio de un minuto; y yo, aprovechando la sirena, me acerqué a la exhumación, sustrayéndome con rodeos a la una, pues quería ser testigo de la otra, y llevó algo conmigo que luego, junto a la caja de zinc, resultó ser mi pala, que yo tal vez no había llevado para ayudar, sino simplemente porque la tenía conmigo, y así también la moví y recogí con ella algo: la pala era una pala procedente del antiguo Servicio de Trabajo del Reich. Y lo que recogí con la pala del S.T.R. era lo que habían sido o seguían siendo los dedos medio y anular —según sigo creyendo— de la mujer evacuada, que no se habían desprendido solos, sino que más bien el que estaba sacándolos, totalmente desprovisto de sentimientos, había cortado. Y a mí me parecía que debían de haber sido bellos y hábiles, lo mismo que la cabeza de la mujer, depositada ya en la caja de zinc, había también conservado a lo largo de aquel invierno de posguerra del cuarenta y siete, que como es sabido fue duro, cierta regularidad, de modo que también aquí podía hablarse de belleza, aunque ya en ruinas. Por lo demás, la cabeza y los dedos de la mujer me afectaban más de cerca y en forma más humana que la belleza de la central Fortuna Norte. Es posible que yo saboreara la atmósfera del paisaje industrial a la manera como había saboreado antes a Gustaf Gründgens en el teatro, pero frente a esas bellezas aprendidas manteníame, con todo, escéptico, en tanto que la evacuada me afectaba en forma mucho más natural. Admito que la alta tensión me inspiraba, lo mismo que Goethe, un sentimiento universal, pero los dedos de la mujer, en cambio, me hablaban al corazón, aunque yo me la representara más bien como hombre, porque esto convenía mejor a las decisiones que me proponía adoptar y se adaptaba también mejor a la comparación que hacía de mí a un Yorick y de la mujer —mitad abajo todavía y mitad en la caja de zinc— a un Hamlet, o sea un hombre, si es que puede considerarse hombre a Hamlet. Y yo, Yorick, acto quinto, el bufón: «Conocíle, Horacio», primera escena; yo, que en todos los escenarios del mundo —«¡Ay, pobre Yorick!»— presto mi calavera a Hamlet, a fin de que un Gründgens o un Sir Laurence Olivier cualquiera pueda emitir a su propósito, en el papel de Hamlet, sus reflexiones: «¿Dónde quedan tus chistes, tus ocurrencias?», yo tenía en mi pala del Servicio de Trabajo del Reich los dedos de Hamlet, y plantado en el suelo firme de la cuenca carbonífera del Bajo Rin, entre unas tumbas de mineros, campesinos y sus familiares, miraba abajo los tejados de pizarra de la aldea de Oberaussem, tomaba el cementerio rural por centro del universo y la central Fortuna Norte por una imponente semidivinidad que se me enfrentaba; aquellos campos se me hacían los campos de Dinamarca, el Erft era mi Belt, y toda aquella pudrición pudríase en el reino de los daneses. Yo, Yorick, exaltado, tenso, crepitante, cantando arriba de mí mismo; pero eran los ángeles de la alta tensión los que cantaban en columnas de tres en fondo, hacia el horizonte, donde quedaban Colonia y su Estación Central junto al monstruo gótico, al que proveían de corriente, volando sobre campos de nabos, en tanto que la tierra suministraba carbón y el cadáver no de Yorick, sino de Hamlet. Los demás, en cambio, que nada tenían que ver con el teatro, tenían que quedarse abajo —«Los que habían llegado hasta allí. Lo demás es silencio»— y se les ponían losas encima, lo mismo que nosotros imponíamos a la familia Flies la triple lápida de diabasa. En cuanto a mí, sin embargo, en cuanto a Óscar Matzerath, Bronski y Yorick, empezaba para mí una nueva época y, consciente apenas de ello, contemplaba yo rápidamente, antes de que pasara, los dedos momificados del Príncipe Hamlet en mi pala: «Está demasiado gordo y respira con dificultad». Dejaba, acto tercero, que Gründgens se preguntara en la primera escena a propósito del ser o no ser, y rechazaba este planteamiento estúpido por cosas mucho más concretas: mi hijo y las piedras de encendedor de mi hijo, mis presuntos padres terrenales y celestiales, las cuatro faldas de mi abuela, la belleza imperecedera en las fotos de mi pobre mamá, el laberinto de cicatrices en la espalda de Heriberto Truczinski, los cestos de cartas chupadores de sangre del edificio del Correo polaco, América —pero ¿qué es América, comparada con la línea del tranvía número 9 de Brösen?—, opuse el olor de vainilla de María, perceptible todavía en ocasiones, a la locura de la cara triangular de Lucía Rennwand, rogué a aquel señor Fajngold que desinfectaba aun la muerte que buscara en la tráquea de Matzerath la insignia del Partido imposible de hallar, y le dije a Korneff o, más bien, a los postes de la alta tensión —próximo ya a llegar a la decisión pero sintiendo, con todo, la necesidad de encontrar una fórmula teatral que pusiera a Hamlet en solfa e hiciera de mí, Yorick, un verdadero ciudadano— díjele pues a Korneff, cuando éste me llamó porque había que afirmar las junturas del pedestal con la lápida de diabasa —díjele, bajando más la voz y animado del deseo de poder convertirme finalmente en ciudadano, e imitando superficialmente a Gründgens, aunque éste no era para el papel de Yorick— díjele por encima de la pala: —Casarme o no casarme, ésa es la cuestión.

A partir de aquel cambio en el cementerio, frente a Fortuna Norte, dejé de concurrir al dancing del Castillo del León llamado Wedig y rompí toda relación con las muchachas de la central de larga distancia, cuya ventaja principal había consistido precisamente en poder establecer rápida y satisfactoriamente la conexión.

En mayo compré para María y para mí entradas para el cine. Después de la sesión fuimos a un restaurant, comimos relativamente bien y conversamos; María estaba preocupada porque la mina de las piedras de encendedor del pequeño Kurt se había agotado, porque el negocio de la miel artificial aflojaba y porque yo con mis pobres fuerzas —así lo dijo— hacía ya meses que sostenía a toda la familia. La tranquilicé, le dije que Óscar lo hacía de buena gana, que nada le era tan grato como llevar una gran responsabilidad, le hice al propio tiempo unos cumplidos a propósito de su aspecto y me atreví finalmente a hacerle mi proposición de matrimonio.

Ella solicitó tiempo para pensarlo. Mi pregunta a la Yorick no fue contestada en absoluto por espacio de varias semanas o sólo lo fue en forma evasiva, hasta que finalmente vino a contestarla la reforma monetaria.

María me enumeró una cantidad de razones, acariciándome al tiempo la manga, me llamó «querido Óscar», dijo también que yo era demasiado bueno para este mundo, y me rogó que me hiciera cargo y que le conservara de todos modos mi amistad; deseóme toda clase de suerte en mi oficio de marmolista y, preguntada una vez más en forma apremiante, se negó a casarse conmigo.

Y así, pues, Yorick no se convirtió en ciudadano, sino en Hamlet, un loco.