Soñolienta, regordeta y bonachona, Gusta Truczinski no necesitó cambiar para convertirse en Gusta Köster, tanto más cuanto que sólo había tenido que soportar a Köster —generalmente en los catres de los refugios antiaéreos— los quince días que duró su noviazgo, poco antes de embarcarse él para el frente del Ártico, y luego cuando volvió él con licencia para casarse. Aunque después de la capitulación del ejército de Curlandia no había recibido Gusta noticia alguna acerca del paradero de Köster, al preguntársele por su esposo, contestaba ella con seguridad y señalando con el pulgar hacia la cocina: —Allá anda, en cautiverio con Iván. Cuando vuelva, todo cambiará.
Los cambios reservados a Köster en el piso de Bilk se referían a María y, en último término también, a la carrera del pequeño Kurt. Cuando fui dado de alta del hospital y me hube despedido de las enfermeras, prometiéndoles algunas visitas ocasionales, tomé el tranvía y me fui a Bilk, a casa de las dos hermanas y de mi hijo Kurt, donde, en el segundo piso de un inmueble que había ardido desde el tejado hasta el tercero, me encontré instalado un centro de mercado negro dirigido por María y mi hijo de seis años, que contaba con los dedos.
María, fiel y adicta todavía a Matzerath, inclusive en el mercado negro, se dedicaba a la miel artificial. Vaciábala de unos baldes desprovistos de toda inscripción, poníala sobre la balanza y, apenas llegué y me hube familiarizado con la situación, me asignó la confección de los paquetes de a cuarto de libra.
El pequeño Kurt estaba sentado detrás de una caja de Persil que usaba a manera de mostrador, y contempló a su padre que volvía curado al hogar; pero su mirada gris y siempre algo invernal estaba puesta en algo que debía verse a través de mí y que seguramente era motivo de contemplación. Alineaba sobre un papel columnas imaginarias de números: seis semanas escasas de asistencia a la escuela en clases repletas y mal calentadas le daban aires de pensador y de pelotillero.
Gusta Köster bebía café. Café auténtico, comprobó Óscar, al ofrecerme ella una taza. Mientras yo me dedicaba a la miel artificial, consideraba ella mi joroba con curiosidad no exenta de compasión hacia su hermana María. A duras penas conseguía estarse sentada y no acariciármela, porque para todas las mujeres el acariciar una joroba trae suerte. Para Gusta la suerte significaba en este caso el retorno de Köster, que todo lo había de cambiar. Pero se contenía, acariciaba a modo de compensación, aunque sin suerte, su taza de café, y dejaba escapar aquellos suspiros que en los meses que siguieron había yo de oír diariamente: —¡Bueno, de eso podéis estar seguros: cuando Köster vuelva, todo cambiará, y en un abrir y cerrar de ojos!
Gusta desaprobaba el mercado negro, lo que sin embargo no le impedía deleitarse con el café auténtico que obteníamos de la miel artificial. Cuando venían clientes, abandonaba la estancia, se metía en la cocina y empezaba a trastear estrepitosamente y en son de protesta.
Venían muchos clientes. A partir de las nueve de la mañana, inmediatamente después del desayuno, empezaba a sonar el timbre: breve - largo - breve. Ya entrada la noche, hacia las diez, Gusta desconectaba el timbre, pese a las protestas del pequeño Kurt, a quien sus obligaciones escolares no le permitían atender el negocio más que la mitad del tiempo.
La gente decía: —¿Miel artificial?
María hacía que sí con la cabeza y preguntaba: —¿Un cuarto, o media? —Había otros que no querían miel artificial. Éstos preguntaban: —¿Piedras de encendedor? —A continuación de lo cual el pequeño Kurt, que atendía alternativamente por las mañanas o por las tardes, emergía de sus columnas de números, se palpaba debajo del jersey las bolsitas y, con su clara voz provocadora de niño, lanzaba cifras en el ambiente del salón: —¿Desea usted tres o cuatro? Le aconsejo que se lleve cinco, porque van a subir por lo menos a veinticuatro. La semana pasada estaban todavía a dieciocho, esta mañana tuve que ponerlas a veinte, y si usted hubiera venido un par de horas antes, al salir yo de la escuela, hubiera podido dárselas todavía a veintiuno.
En cuatro calles a lo largo y seis a lo ancho, el pequeño Kurt era el único traficante en piedras de encendedor. Las sacaba de alguna parte, pero nunca decía dónde estaba su mina, aunque repetía constantemente, incluso al acostarse, como si fuera una oración: —¡Tengo una mina!
En mi calidad de padre, creía yo tener derecho a saber cuál era la mina de mi hijo. Así pues, al oírle proclamar, no ya con aire de secreto, sino seguro de sí mismo: —¡Tengo una mina! —le preguntaba yo en el acto: —¿De dónde sacas tú las piedras? ¡Ahora me vas a decir inmediatamente de dónde las sacas!
A lo que invariablemente, durante todos aquellos meses en que yo me empeñaba en averiguar la procedencia de las piedras, respondía María: —Deja ya al niño, Óscar. En primer lugar, eso no te concierne y, segundo, si alguien ha de preguntar, ésa soy yo. Y en tercero, deja de comportarte como si fueras su padre. Acuérdate que hace apenas dos meses no podías decir ni pío.
Y si yo no cedía y me empeñaba con demasiado encarnizamiento en averiguar cuál era la mina del pequeño Kurt, María daba un palmetazo a uno de los baldes de miel artificial, indignábase hasta los codos y, atacándonos simultáneamente a mí y a Gusta, que en ocasiones me apoyaba en mis deseos de investigación, exclamaba: —¡Eso faltaba! Queréis estropearle al niño el negocio, y eso que vivís de lo que saca. Cuando pienso en el par de calorías que le dan a Óscar por enfermo y que él se zampa en dos días, me pongo mala, pero me río.
Óscar ha de conceder que en aquella época gozaba yo de un apetito que era una bendición, y la mina del pequeño Kurt nos procuraba más provecho que la miel artificial, de modo que gracias a eso pude recuperar mis fuerzas, después de la pobre alimentación del hospital.
Así pues, el padre había de callar avergonzado y, provisto de dinero para gastos menudos por la gracia infantil del pequeño Kurt, veíase constreñido a abandonar el piso de Bilk lo más a menudo posible, para no tener que contemplar su propia vergüenza.
Hay que oír ahora a todos esos críticos sapientes del milagro económico cuando dicen, con tanto mayor entusiasmo cuanto menos se acuerdan de aquella situación: —¡Qué tiempo aquél, antes de la reforma monetaria! ¡Qué negocios! La gente no tenía nada en el estómago y, sin embargo, hacían cola ante los teatros. Y hasta las fiestas improvisadas a base de aguardiente de patata eran simplemente de fábula y mucho más divertidas que las actuales pese al champaña y al Dujardin.
Así hablan los románticos de las oportunidades fallidas. En realidad, yo debiera lamentarme en la misma forma, porque es el caso que, en aquellos años en que la mina de las piedras del pequeño Kurt producía con abundancia, pude yo fomentarme una instrucción casi sin gastos en el círculo de los entusiastas de la recuperación y de la cultura, asistí a cursos de la Universidad Popular, me hice contertulio de la peña del British Center llamada «El Puente», discutía la culpa colectiva con católicos y protestantes y me sentía culpable con todos aquellos que pensaban: liquidemos todo esto ahora, para acabar de una vez con el problema y no tener cargos de conciencia cuando vengan los tiempos de bonanza.
En todo caso, debo a la Universidad Popular mi nivel cultural, modesto, claro está, pero lleno de magníficas lagunas. En aquel tiempo leí yo mucho. Ya no me conformaba con aquellas lecturas que antes de mi crecimiento me repartían el mundo a medias entre Rasputín y Goethe, ni con mis conocimientos del Calendario de la Flota de Köhler de cero cuatro hasta dieciséis. Qué sé yo todo lo que leí. Leía en el excusado; leía en las interminables colas ante los teatros, cogido entre muchachas con trenzas a la Mozart que también leían; leía mientras el pequeño Kurt vendía sus piedras de encendedor; leía mientras hacía los paquetes de miel artificial. Y cuando cortaban la corriente, leía entre velas, pues gracias a las piedras de Kurt no llegaron a faltarnos.
Me avergüenza confesar que la lectura de aquellos años no penetraba en mí, sino que me atravesaba. He retenido algunos jirones de palabras y fragmentos de textos. ¿Y el teatro? Nombres de actores: La Hoppe, Peter Esser, la r de la Flickenschildt, estudiantes de arte dramático que aspiraban a mejorar todavía la r de Flickenschildt, Gründgens, que en el papel de Tasso, vestido todo de negro, se quita de la peluca la corona de laurel prescrita por Goethe porque, según dice, el verde le quema los rizos, y el propio Gründgens, igualmente de negro, en el papel de Hamlet. Y la Flickenschildt, que pretende: Hamlet está gordo. Y la calavera de Yorick, la cual me impresionó mucho, porque Gründgens hacía a su propósito comentarios impresionantes. Y luego daban ante un público emocionado, en salas desprovistas de calefacción, Delante de la puerta; y yo me representaba a Beckmann, con sus anteojos rotos, como el marido de Gusta, como el Köster que regresa al hogar y que, al decir de Gusta, ha de cambiarlo todo y ha de cegar la mina de las piedras de encendedor de mi hijo Kurt.
Hoy, en que todo esto queda atrás y ya sé que una embriaguez de posguerra no es precisamente más que eso, una embriaguez a la que sigue el dolor de cabeza, que convierte en historia todo lo que ayer era para nosotros, fresco aún y cruento, proeza o crimen, hoy, digo, aprecio las lecciones de Greta Scheffler entre sus recuerdos de la organización La Fuerza por la Alegría y sus labores de tejido: Rasputín sin excesos, Goethe con moderación, la Historia de la ciudad de Danzig de Keyser en frases concisas, la artillería de un navio de línea hundido tiempo ha, la velocidad en nudos de todos los torpederos japoneses que participaron en la batalla naval de Tsushima y, además, Belisario y Narses, Totila y Teya; la Lucha por Roma de Félix Dahn.
Ya en la primavera del cuarenta y siete renuncié a la Universidad Popular, al British Center y al pastor Niemóller, y me despedí, desde la segunda fila, de Gustaf Gründgens, que seguía figurando en el programa con el papel de Hamlet.
No hacía dos años todavía que yo me había decidido junto a la tumba de Matzerath por el crecimiento, y ya la vida de los adultos me tenía sin cuidado. Lo que añoraba eran las proporciones perdidas de los tres años: deseaba medir nuevamente, inamoviblemente, mis noventa y cuatro centímetros y ser más pequeño que mi amigo Bebra y que la difunta Rosvita. Óscar echaba de menos su tambor. Unos paseos prolongados llevábanle a proximidad de los hospitales. Y comoquiera que de todos modos tenía que ir mes con mes a ver al profesor Irdell, que le consideraba un caso interesante, volvía siempre a visitar a las enfermeras que conocía y, aunque éstas no dispusieran de tiempo para él, sentíase a gusto y casi feliz junto a aquellos uniformes blancos, atareados y prometedores de curación o de muerte.
Las enfermeras me querían, me hacían bromas infantiles y sin malicia respecto a mi joroba, servíanme algo bueno de comer y me confiaban sus infinitos y complicados chismes de hospital, que pe producían una agradable languidez. Y yo escuchaba, aconsejaba y mediaba inclusive en pequeñas querellas, porque contaba con la simpatía de la enfermera jefe. Entre aquellas veinte o treinta muchachas escondidas en su uniforme de enfermeras, Óscar era el único hombre y —lo que son las cosas— sentíase deseado.
Bruno ya lo ha dicho: Óscar tiene unas manos bellas y elocuentes, un pelo ligeramente ondulado y esos ojos azules a la Bronski que siguen fascinando. Es posible que mi joroba y el tórax que me empieza inmediatamente debajo de la barbilla, tan abultado como angosto, formen un contraste suficiente con la belleza de mis manos y lo agradable de mi pelo; eso no quita para que a menudo cuando me sentaba en su sala de guardia, las enfermeras tomaran mis manos, jugaran con mis dedos, me acariciaran el pelo y, al salir yo, dijéranse unas a otras: —Cuando se le mira a los ojos, podría olvidarse una de todo lo demás.
Así que era yo tan superior a mi joroba que, de haber tenido todavía mi tambor y haberme sentido seguro de mi capacidad de tambor reiteradamente comprobada, hubiérame sin duda alguna decidido a hacer conquistas en el ámbito de los hospitales. Avergonzado, inseguro y desconfiado de las eventuales incitaciones de mi cuerpo, abandonaba en cambio los hospitales después de aquellos tiernos preludios, eludiendo cualquier acción directa, y me desahogaba paseando por el jardín o alrededor de la alambrada de malla estrecha y regular que circundaba los terrenos y me dejaba perfectamente indiferente. Poníame a contemplar los tranvías que salían en dirección de Werstern y Benrath, aburríame agradablemente en los paseos al lado de las pistas reservadas a los ciclistas y sonreía ante los esfuerzos de la naturaleza que jugaba a la primavera y, conforme al programa, hacía estallar las yemas como si fueran petardos.
Enfrente, el pintor dominguero que llevamos todos iba poniendo cada día más verde tierno, acabado de salir del tubo, en los árboles del cementerio de Werstern. Siempre me han atraído los cementerios. Están cuidados y son concretos, lógicos, varoniles y vivientes. En ellos puede uno armarse de valor y tomar decisiones; sólo en ellos la vida adquiere contornos —no me refiero aquí a los marcos sepulcrales— y, si se quiere, un sentido.
Aquí corría a lo largo del muro norte del cementerio una calzada que llamaban Bittweg. En ella se hacían mutuamente competencia siete talleres de lapidarios. Algunos eran empresas importantes, como C. Schnoog o Julius Wöbel. Otros eran más bien barracas: Krauter, R. Haydenreich, J. Bois, Kühn & Müller y P. Korneff. Mezclas de barraca y taller, con sus muestras en los tejados, recién pintadas o a punto ya de desaparecer, y en las que abajo del nombre de las empresas se leían inscripciones por el estilo de: Lápidas sepulcrales - Monumentos funerarios y marcos - Talleres de piedra natural y artificial - Arte funerario. Arriba de la barraca de P. Korneff logré deletrear: P. Korneff, lapidario y escultor funerario.
Entre el taller y la alambrada que cercaba el terreno adyacente, arringlerábanse en forma panorámica, sobre pedestales simples o dobles, los monumentos funerarios para tumbas de una a cuatro plazas, llamadas estas últimas panteones familiares. Inmediatamente detrás del cercado, soportando en tiempo de sol la sombra cuadriculada de la cerca, veíanse las almohadas de caliza conchífera de pocas pretensiones, las losas pulidas de diabasa con ramos de palma mates y las típicas lápidas de ochenta centímetros de alto para las sepulturas de los niños, con los contornos acanalados a cincel, en mármol silesiano ligeramente veteado y con relieves en el tercio superior representando en su mayoría rosas tronchadas. Y luego una hilera de losas comunes de arenisca del Meno, procedentes de las fachadas de los bancos y de los grandes almacenes destruidas por los bombardeos y que aquí celebraban su resurrección, si es que tal puede decirse de una losa funeraria. En el centro de la exposición, la obra maestra: un monumento de mármol blanco azulado del Tirol, compuesto de tres pedestales, dos piezas laterales y una lápida central ricamente perfilada, en la que destacábase majestuosamente lo que los lapidarios llaman un corpus. Era éste un corpus con la cabeza y las rodillas inclinadas a la izquierda, la corona de espinas y los tres clavos, imberbe, mostrando las palmas de las manos y con la herida del pecho sangrando en forma estilizada; creo que eran cinco gotas.
Aunque a lo largo del Bittweg abundaran los corpus orientados hacia la izquierda —antes de empezar la temporada de primavera solía haber lo menos diez por el estilo, con los brazos extendidos—, el Jesucristo de Korneff me había afectado particularmente, porque, bueno, porque era el que, mostrando los músculos e hinchando el pecho, más se parecía a mi atlético gimnasta del altar mayor de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Podía pasarme yo horas junto a aquel cercado. Deseando esto y aquello, pensando en todo y en nada, dejaba resbalar un palo por el alambrado. Korneff siguió todavía sin aparecer. De una de las ventanas del taller salía un tubo de estufa, de lámina, varias veces acodado, que se elevaba finalmente por encima del tejado. La humareda amarillenta de un carbón pésimo salía en poca cantidad, caía sobre el cartón del tejado, bajaba rezumando a lo largo de las ventanas y de los canalones y se perdía finalmente entre piedras no trabajadas y planchas rotas de mármol del Lahn. Frente a la puerta corredera del taller, cubierto por una porción de lonas y como camuflándose contra los ataques aéreos, había un auto de tres ruedas. Los ruidos que salían del taller —la madera golpeando el hierro y el hierro haciendo saltar la piedra— revelaban al lapidario dedicado a su trabajo.
En mayo no estaban ya las lonas sobre el auto de tres ruedas y la puerta corredera del taller permanecía abierta. En el interior del taller, gris sobre gris, veíanse bloques de piedra sobre los bancos de las sierras, la horca de la pulidora, estantes con modelos de yeso y, finalmente, a Korneff. Andaba encorvado y con las rodillas dobladas. La cabeza tiesa y algo hacia adelante. Unos emplastos color de rosa, ennegrecidos por la grasa, le cruzaban el cogote. Venía rastrillando entre las piedras sepulcrales expuestas, pues estábamos en primavera. Lo hacía con cuidado, dejando tras sí unas huellas cambiantes en la gravilla, y recogía asimismo hojarasca del año anterior pegada a algunos de los monumentos. Llegado junto al alambrado, mientras pasaba cuidadosamente el rastrillo entre almohadas de caliza conchífera y planchas de diabasa, me sorprendió su voz: —Dime, muchacho, ¿es que ya no te quieren en tu casa, o qué?
—Es por sus piedras funerarias, que me gustan extraordinariamente —le dije para halagarlo.
—Eso no hay que decirlo en voz alta —dijo— porque de lo contrario no se tarda en tener una encima.
Sólo entonces hizo un esfuerzo con su nuca rígida, me miró o, mejor dicho, vio mi joroba de soslayo, y dijo:
—¿Qué es lo que han hecho contigo? ¿No te estorba eso al dormir?
Le dejé que se riera y le expliqué a continuación que una joroba no es un estorbo necesariamente, que en cierto modo yo dominaba la mía y que inclusive había mujeres y muchachas a las que la joroba les gustaba, que se adaptaban a las condiciones y posibilidades del jorobado y a las que, para decirlo de una vez, la joroba les hacía gracia.
Korneff meditaba con la barbilla apoyada en el rastrillo: —Sí, es muy posible; ya he oído yo algo de eso.
Luego me contó de cuando había trabajado en el Eifel, en las canteras de basalto, y había tenido relaciones con una mujer a la que se le podía quitar una pierna de madera, creo que la izquierda, lo que comparaba con mi joroba, aunque mi «caja» no se dejara desmontar. El marmolista evocaba sus recuerdos a lo largo, a lo ancho y con todo detalle. Esperé con paciencia a que hubiera terminado y la mujer se hubiera vuelto a poner la pierna, y le rogué que me mostrara su taller.
Korneff abrió la puerta de lámina del centro de la cerca, señaló con el rastrillo a manera de invitación en dirección de la puerta corredera, y yo hice crujir bajo mis plantas la gravilla, hasta que me envolvió el olor de azufre, de cal y de humedad.
Unos pesados bloques de madera, aplanados por arriba y en forma de pera, con surcos que dejaban ver la fibra y revelaban un golpear constante en el mismo sentido, resposaban sobre unas superficies desbastadas, de lados ya escuadrados. Cinceles para desbastar, buriles con mango de madera, hierros dentados reforjados y azules todavía, los largos raspadores con muelles para el mármol, pasta de esmeril secándose sobre unos taburetes cuadrados de madera; sobre polines de madera, lista para salir, una lápida vertical de mármol travertino mate, ya pulida: grasa, amarilla, porosa, para una sepultura de dos cuerpos.
—Esto es el mazo, esto es la gubia, esto la escuadra, y esto —y Korneff levantaba un listón del ancho de la mano y de unos tres pasos de largo y lo verificaba poniéndose el canto junto al ojo—, esto es la regla. Con esto guío los punzones cuando no muerden.
Mi pregunta no fue de pura cortesía: —¿Tiene usted aprendices?
Korneff se lamentó: —Aquí habría trabajo para cinco, pero no hay manera de hallarlos. ¡Ahora todos aprenden el mercado negro, los muy…! —lo mismo que yo, el marmolista estaba en contra de aquellos negocios oscuros que impedían a más de un joven de talento aprender un oficio regular. Mientras Korneff me mostraba diversas muelas de carborundo, de grano grosero o fino, y me demostraba su acción pulidora sobre una losa de Solnhofen, acariciaba yo una idea. Piedra pómez, piedra laca para pulir, tierra de trípoli para dar brillo a lo que antes fuera mate; y, cada vez más clara, mi idea. Korneff me mostraba modelos de escritura y hablaba de caracteres en relieve y bajorrelieve, del dorado de las inscripciones, y de que el dorado no era tan caro como se suponía, ya que con un buen tálero de los de antes bien podían dorarse el caballo y el jinete, lo que en el acto me hizo recordar el monumento ecuestre del emperador Guillermo de Danzig, en el Mercado del Heno, que cabalgaba siempre en dirección de Sandgrube y que ahora los conservadores de monumentos polacos se propusieran tal vez dorar, pero sin renunciar por ello, pese al caballo y al jinete y al dorado de hoja, a mi idea, que cada vez se me iba haciendo más valiosa, y que seguía acariciando y formulaba ya para mis adentros cuando Korneff me mostró el pantógrafo de tres patas para los trabajos de escultura, golpeando con los nudillos los diversos modelos en yeso del Crucificado, orientados ora a la izquierda ora a la derecha: —¿Conque, necesitaría usted un aprendiz? —mi idea se ponía en marcha—. Entonces, si he comprendido bien, ¿usted anda buscando un aprendiz? —Korneff se frotó los emplastos de su nuca furunculosa—. Quiero decir, ¿me emplearía usted, llegado el caso, como aprendiz? —la cuestión estaba mal planteada y la rectifiqué inmediatamente—: No subestime usted mis facultades, apreciable señor Korneff. Sólo mis piernas son algo debiluchas, pero los brazos, a ésos sí que no les falta nada —entusiasmado ante mi propia decisión y lanzándome ahora a fondo, descubrí mi brazo izquierdo y ofrecí a Korneff, para que lo palpara, un músculo pequeño, eso sí, pero tenso como el de un buey; y, comoquiera que él no hiciera ademán de palparlo, tomé de la caliza conchífera un cincel de desbastar, hice rebotar el metal hexagonal a título de prueba sobre mi montículo del tamaño de una pelota de tenis y no cesé en esta demostración hasta que Korneff puso en marcha la pulidora, hizo girar chirriando un disco azul grisáceo de carborundo sobre el pedestal de travertino de la lápida doble y, con los ojos puestos en la máquina, gritó finalmente, superando el ruido de la máquina: —Piénselo, joven. Esto no es una golosina. Y si al fin te decides, entonces puedes venir, digamos a título de practicante.
Siguiendo el consejo del lapidario, lo estuve consultando con la almohada durante toda la semana, en tanto que de día comparaba las piedras de encendedor del pequeño Kurt con las piedras funerarias del Bittweg y oía los reproches de María: —¡Eres una carga para todos, Óscar! ¡Haz algo: té, cacao o leche en polvo! —pero yo no hacía nada y dejaba que Gusta tomara mi partido contra el mercado negro e invocara el ejemplo del ausente Köster. El que sí me hacía sufrir era mi hijo Kurt, el cual, inventando columnas de cifras y anotándolas en el papel, afectaba no verme, exactamente del mismo modo que yo había afectado no ver por espacio de tantos años a Matzerath.
Estábamos sentados a la mesa para la comida del mediodía. Gusta había desconectado el timbre a fin de que la clientela no nos sorprendiera comiendo huevos revueltos con tocino. María dijo: —Ves, Óscar, esto nos lo podemos permitir porque nos movemos —el pequeño Kurt emitió un suspiro. Las piedras de encendedor habían bajado a dieciocho. Gusta comía abundantemente sin decir palabra. Yo la imitaba y aquello me gustaba; pero por lo mismo y probablemente a causa de aquellos huevos en polvo, sentíame infeliz y, al morder en el tocino algo cartilaginoso experimenté de repente y hasta los bordes mismos de las orejas un gran anhelo de felicidad; contra toda ciencia quería yo la felicidad, contra todo mi escepticismo, que no lograba atemperar mi afán de felicidad. Quería ser inmensamente feliz, y mientras los otros seguían comiendo y se daban por satisfechos con los huevos en polvo, me levanté y me dirigí al armario, como si en su interior se hallara la felicidad; hurgué en mi cajón y hallé, no la felicidad, por cierto, pero sí, tras el álbum de fotos y mi texto, los dos paquetes de desinfectante del señor Fajngold, y de uno de ellos extraje, no la felicidad, por supuesto, pero sí el collar de rubíes de mi pobre mamá perfectamente bien desinfectado; aquél que, hacía años, Jan Bronski cogiera una noche invernal que olía a nieve de un escaparate en el que poco antes Óscar, que entonces era aún feliz y cortaba el vidrio con su canto, había practicado un agujero redondo. Y dejé la casa llevándome la alhaja, viendo en la alhaja el escalón, viendo el camino, y tomé el tranvía de la Estación Central, porque —pensaba yo— si esto me sale bien… bueno, estaba claro que… pero el Manco y el Sajón, al que los otros llamaban Asesor, sólo se dieron cuenta del valor material, sin que llegaran remotamente a sospechar cómo me estaba abriendo la puerta de la felicidad al ofrecerme por el collar de mi pobre mamá una cartera de piel auténtica y quince cartones de cigarrillos Lucky Strike.
Por la tarde estaba yo de regreso en Bilk con la familia. Abrí el bulto: quince cartones —una fortuna— de Lucky Strike en paquetes de a veinte cada uno; dejé que los otros se pasmaran, empujé hacia ellos la montaña de tabaco rubio y dije: esto es para vosotros, pero en adelante dejadme en paz, ya que los cigarrillos bien valen mi tranquilidad y, además, una fiambrera diaria de comida para el mediodía, que desde mañana pienso llevarme cada día en la cartera a mi trabajo. Disfrutad vosotros con la miel artificial y las piedras de encendedor, dije sin resentimiento ni acusación, ya que mi arte es de otra clase y mi felicidad se inscribirá en adelante sobre piedras sepulcrales o, mejor dicho, se cincelará en ellas.
Korneff me contrató a título de practicante por cien marcos mensuales. Eso era tanto como nada y, sin embargo, valió finalmente la pena. Ya al cabo de una semana hubo de revelarse que mis fuerzas no alcanzaban para las labores pesadas de desbaste. Tenía que desbastar un bloque de granito belga recién llegado de la cantera para un panteón de cuatro plazas, y ya apenas transcurrida una hora casi no podía sostener el cincel y, en cuanto al martillo, sólo lograba manejarlo pesadamente. También el afinado bruto hube de dejarlo a Korneff; me mostré ducho, en cambio, en el pulido, el dentellado, el escuadrado de una superficie con dos reglas, el trazado de los cuatro bordes y el biselado de los mismos. Un cepo cuadrado de madera, en posición vertical, con una plancha encima en forma de T, me servía de asiento; sostenía el buril con la derecha, golpeaba y hacía resonar los mazos de madera y los diversos martillos y, con los sesenta y cuatro dientes del martillo de afinar, mordía la piedra y la ablandaba a la vez. Felicidad: no era el tambor, sin duda, sino tan sólo un sustituto; pero la felicidad bien puede ser también un sustituto, y hasta es posible que la felicidad sólo se dé como sustituto: la felicidad sustituye a la felicidad y se va sedimentando. Felicidad del mármol, felicidad de la arenisca —arenisca del Elba, arenisca del Meno, del más, de todos: felicidad de Kirchheim, felicidad de Grenzheim. Felicidad dura: mármol. Nebulosa, frágil felicidad: alabastro. El acero penetra con toda felicidad la diabasa. Dolomita: felicidad en verde. Blanda felicidad: la toba. Felicidad multicolor del Lahn. Felicidad porosa: basalto. Felicidad fría del Eifel. Cual un volcán brotaba la felicidad, y se sedimentaba en polvo, y me rechinaba entre los dientes.
Mi mano más feliz se revelaba en el grabado de las inscripciones. Incluso a Korneff lo aventajaba en esto y ejecutaba la parte ornamental de la escultura: hojas de acanto, rosas tronchadas para las lápidas infantiles, ramos de palma, símbolos cristianos como el XP o el INRI, ranuras, listones, óvalos, cordones y cordones dobles. Con toda clase de perfiles imaginables proporcionaba Óscar felicidad a piedras sepulcrales de todos los precios. Y cuando después de ocho horas de trabajo había logrado grabar en una lápida pulida de diabasa, que mi aliento volvía siempre mate, una inscripción por el estilo de: Aquí descansa en Dios mi querido esposo —otra línea—, nuestro excelente padre, hermano y tío —otra línea— José Esser —otra línea—, nacido el 3.4.1885 fallecido el 22.6.1946 —otra línea— la Muerte es la puerta de la Vida, entonces, al releer el texto, sentíame sustitutivamente ¡ay! agradablemente feliz, y daba gracias una y otra vez por esa felicidad al tal José Esser, fallecido a los sesenta y un años de edad, y a las nubéculas verdes de diabasa que se formaban ante mi cincel, poniendo por lo demás particular esmero en el grabado de las oes del epitafio asseriano. Por donde vino a resultar que la letra O, que a Óscar le producía especial satisfacción, la sacara yo siempre felizmente regular e infinita, aunque tal vez un poco demasiado grande.
Mi trabajo de practicante de lapidario había empezado a fines de mayo. A principios de octubre le salieron a Korneff dos nuevos furúnculos, y tuvimos que colocar la lápida de mármol travertino de Hermann Webknecht y Elsa Webknecht (Freytag, de soltera) en el cementerio del Sur. Hasta aquel día el marmolista, que no se fiaba todavía de mis fuerzas, nunca me había querido llevar con él a los cementerios. Por lo regular le ayudaba en los trabajos de instalación un operario casi sordo, pero por lo demás bastante útil, de la empresa Julius Wöbel. En compensación, Korneff siempre estaba dispuesto a echar una mano cuando a Wöbel, que normalmente ocupaba a ocho obreros, le faltaba gente. Reiteradamente había ofrecido yo mi colaboración en esos trabajos de instalación, dada la atracción que ejercían sobre mí los cementerios, aunque entonces no tuviera ninguna decisión que tomar en ellos; pero hasta ahí todo había sido en vano. Felizmente, a principios de octubre inicióse en el taller de Wöbel un período de gran actividad, de modo que hasta las primeras heladas no podía prescindir de uno solo de sus hombres. Korneff tuvo que atenerse a mí.
Entre los dos colocamos la losa de travertino sobre unos caballetes atrás del auto, la pusimos luego sobre unos polines de madera dura y la hicimos pasar rodando hasta la plataforma de carga; a continuación cargamos el pedestal, protegimos los cantos con sacos vacíos de papel, cargamos los utensilios, cemento, arena, gravilla y los polines y los caballetes para la descarga, yo cerré la tapa, y ya Korneff estaba sentado al volante y ponía el motor en marcha, cuando sacó la cabeza y la nuca con sus furúnculos por la portezuela lateral y gritó: —¡Vamos, pues, muchacho, ven! ¡Toma tu fiambrera y súbete!
Lento rodeo de circunvalación por los hospitales municipales. Frente al portal principal, nubes blancas de enfermeras. Entre ellas, una conocida mía, la señorita Gertrudis. La saludo con la mano; me contesta. He ahí de nuevo o todavía la felicidad, pienso. Tendría que invitarla —aunque ya no la veo, porque vamos ya en dirección del Rin— a alguna cosa —en dirección de Kappes Hamm—, tal vez al cine o al teatro, a ver a Gründgens. Mas ya nos hace seña el edificio de ladrillo amarillo: invitarla, pero por qué al teatro —y el humo sube del crematorio por encima de unos árboles medio muertos. ¿Qué tal, señorita Gertrudis, si fuéramos alguna vez a otra parte? Otro cementerio, otros talleres de marmolería. Vuelta en honor de la señorita Gertrudis delante de la entrada principal: Beutz & Kanrich, Piedras naturales de Pottgiesser, Bóhm, Pintura funeraria, Gockeln, Flores para cementerio. Control en la puerta; no resulta tan fácil entrar en el cementerio. Conserje con gorra funeraria, travertino para tumba doble, número setenta y nueve, sección ocho, mano a la gorra funeraria, las fiambreras pueden calentarse en el crematorio; y frente a la necrópolis, Leo Schugger.
Le dije a Korneff: —¿No es ése un tal Leo Schugger, el de los guantes blancos?
Korneff, llevándose la mano a los furúnculos: —Ése es Guillermo Babas, y no Leo Schugger; aquí vive.
¿Cómo podía darme yo por satisfecho con semejante información? Después de todo, también yo estaba antes en Danzig y ahora estaba aquí y seguía llamándome Óscar. Allá en mi tierra había uno exactamente igual y se llamaba Leo Schugger, y antes, cuando se llamaba Leo nada más, estaba en el seminario.
Korneff, con la mano izquierda en los furúnculos y dando vuelta con la derecha al coche frente al crematorio: —Puede que haya en ello algo de cierto. Porque yo conozco a varios que antes estaban en el seminario y ahora viven en los cementerios y llevan otros nombres. Pero éste es Guillermo Babas.
Pasamos junto a Guillermo Babas. Nos saludó con su guante blanco y yo me sentí en el cementerio del Sur como en mi casa.
Octubre. Avenidas de cementerio; al mundo se le caen el pelo y los dientes: continuamente van cayendo al suelo, meciéndose, las hojas amarillas. Silencio, gorriones, paseantes; el ruido del motor en dirección de la sección ocho, algo lejos todavía. Y en medio, viejas con regaderas y nietos, sol sobre el negruzco granito sueco, obeliscos, columnas simbólicamente quebradas o destrozos reales de la guerra, un ángel cubierto de moho detrás de un tejo o de algo por el estilo. Una mujer con la mano de mármol ante los ojos, deslumbrada por el propio mármol. Un Cristo en pétreas sandalias da la bendición a los álamos, y otro Cristo, en la sección cuatro, bendice un abedul. Bellos pensamientos en la avenida entre la sección cuatro y la cinco: el mar. Y el mar arroja, entre otras cosas, un cadáver a la playa. Del lado del malecón de Zoppot, música de violines y el tímido arranque de unos fuegos artificiales en beneficio de los ciegos de la guerra. Me inclino, cual Óscar de tres años, sobre los restos de la playa, y espero que sea María, o tal vez la señorita Gertrudis, a la que debería invitar. Pero es la bella Lucía, la pálida Lucía, según me lo dice y confirma aquel fuego artificial que ahora se aproxima a su punto culminante. Lleva asimismo, como siempre que tiene malas intenciones, su chaqueta de punto de Berchtesgaden. La lana que le quitó está mojada. Mojada también la chaqueta que lleva debajo de la chaqueta de Berchtesgaden. Y vuelve a florecerme una chaqueta de punto de Berchtesgaden. Y al final, cuando también el fuego se ha apagado y sólo quedan los violines, bajo la lana encuentro sobre la lana, en lana envuelto en una malla de la Federación de Muchachas Alemanas, su corazón, el corazón de Lucía, una minúscula lápida fría sobre la que está escrito: Aquí yace Óscar… Aquí yace Óscar… Aquí yace Óscar…
—¡No te duermas, muchacho! —Korneff interrumpió mis bellos pensamientos traídos por el mar e iluminados por fuegos de artificio. Doblamos a la izquierda, y la sección ocho, un campo nuevo sin arbolado y con pocas tumbas, abríase ante nosotros, llano y ávido. Destacábanse claramente de la monotonía de las tumbas no cuidadas, por demasiado frescas todavía, los cinco últimos entierros: montañas putrescentes de coronas con cintas deslavadas por la lluvia.
No tardamos en hallar el número setenta y nueve al principio de la cuarta hilera, junto a la sección siete, que ostentaba algunos árboles jóvenes de crecimiento rápido y buen número de lápidas comunes regularmente dispuestas, en su mayoría de mármol de silesia. Nos acercamos al setenta y nueve por detrás y descargamos los bártulos, el cemento, la gravilla, la arena, el pedestal y la losa de travertino, de brillo ligeramente grasiento. Las tres ruedas brincaron al hacer rodar nosotros el bloque sobre los polines desde la plataforma a los caballetes. Korneff quitó de la cabecera de las sepulturas la cruz provisional de madera, en cuyo travesaño se leía: H. Webknecht y E. Webkencht, pidióme el azadón y empezó a cavar los dos hoyos de uno sesenta de profundidad, conforme al reglamento del cementerio, para los soportes de cemento, en tanto que yo iba a buscar agua a la sección siete, preparaba luego la mezcla y la tenía lista cuando él, al llegar a uno cincuenta, dijo: listos, y yo pude empezar a llenar los hoyos. Ahora Korneff, jadeante, estaba sentado sobre la losa de travertino y, llevándose la mano a la nuca, se palpaba los furúnculos. —Ya están a punto. Sé muy bien cuándo están maduros y van a reventar. —Yo iba vertiendo el cemento sin pensar en nada en particular. Del lado de la sección siete avanzaba lentamente un cortejo fúnebre protestante, cruzando la sección ocho, hacia la nueve. Al pasar a tres hileras de distancia de nosotros, Korneff se incorporó de su asiento y, conforme a las disposiciones del cementerio, nos quitamos las gorras a partir del pastor y hasta que hubieron desfilado los allegados más próximos. Iba detrás del ataúd, completamente sola, una viejita de negro toda torcida. Los que seguían eran todos mucho más altos y fornidos.
—¡No los llenes del todo! —gimió Korneff a mi lado—. Siento que van a reventar antes de que acabemos de fijar la losa.
Entretanto el cortejo había llegado a la sección nueve, cerraba filas y dejaba oír la voz alternativamente ascendente y descendente de un pastor. Hubiéramos podido colocar ahora el pedestal sobre la base, ya que la mezcla había cuajado. Pero Korneff se echó de bruces sobre la losa de travertino, puso la gorra entre la frente y la piedra y, dejando su nuca al descubierto empezó a soltarse el cuello de la chaqueta y de la camisa, en tanto que iban llegando a la sección ocho detalles de la vida del difunto de la nueve. No sólo tuve que encaramarme sobre la losa, sino que me senté directamente sobre la espalda de Korneff y pude darme cuenta del asunto: eran dos, uno al lado del otro. Un rezagado, con una corona demasiado grande para él, dirigíase a la sección nueve y al sermón que ya iba tocando a su fin. Después de haber separado el emplasto de un solo tirón, aparté con una hoja de haya el ungüento antiséptico y percibí los dos quistes, casi iguales, de un pardo alquitranado tirando a amarillo. «Oremos», soplaba desde la sección nueve el viento. Lo interpreté como una indicación, ladeé la cabeza y, poniéndome unas hojas de haya bajo los pulgares, empecé a apretar y a tirar. «Padre Nuestro…», rechinaba Korneff: —¡No aprietes, tira! —Tiré: «… sea Tu nombre», alcanzaba a seguir a Korneff, «vénganos el Tu reino». En esto, viendo que el tirar no servía de nada, apreté. «Hágase Tu voluntad, así como». Fue un milagro que no explotara. Y de nuevo «dánosle hoy». Korneff volvía al texto: «deudores y no nos dejes caer…». Era más de lo que yo esperaba. «Reino, Poder y Grandeza». Yo exprimía el resto colorado. «Eternidad, Amén». Y en tanto que yo seguía exprimiendo, Korneff: «Amén»; y yo volví a apretar: «Amén», cuando los de la sección nueve empezaban ya con el pésame, y Korneff otra vez: «Amén»; y seguía tendido de bruces sobre el travertino, y libre ya, gemía: «Amén» y también: —¿Tienes más cemento para el pedestal inferior? —Sí, lo tenía, y él: «Amén».
Las últimas paletadas las eché a manera de unión entre los dos soportes. En esto delizóse Korneff de la superficie pulida de la inscripción y se hizo mostrar por Óscar las hojas otoñales coloradas con el contenido igualmente colorado de los furúnculos. Nos pusimos nuevamente las gorras, echamos mano a la losa y levantamos el monumento funerario de Hermann Webknecht y de Elsa Webknecht, de soltera Freytag, en tanto que el cortejo fúnebre de la sección nueve se iba desintegrando.