Desinfectantes

La noche pasada he tenido unos sueños fugaces. La cosa era como cuando en los días de visita vienen a verme los amigos. Los sueños se cedían mutuamente el paso y se iban, después de haberme contado lo que los sueños consideran digno de contar: historias tontas llenas de repeticiones, monólogos a los que uno por desgracia no puede sustraerse, porque se nos declaman en forma harto insistente, con la mímica de pésimos actores. Cuando durante el desayuno traté de explicarle a Bruno las historias, no hallé manera de deshacerme de ellas, pues lo había olvidado todo. Óscar carece de dotes de soñador.

Cuando se llevó los restos del desayuno le pregunté: como de paso: —Mi excelente Bruno, ¿cuánto mido exactamente?

Bruno, colocando el platito con la mermelada sobre la taza de café, mostrábase preocupado: —Pero señor Matzerath, no ha vuelto usted a tocar la mermelada.

Este reproche ya lo conozco. Lo oigo siempre después del desayuno. Todas las mañanas me trae Bruno esa mancha de mermelada de fresa para que yo la tape inmediatamente con algún papel, doblando el periódico en forma de tejado. Porque la mermelada no puedo verla ni comerla. Así que rechacé el reproche de Bruno en forma reposada pero categórica: —Ya sabes, Bruno, lo que pienso a propósito de la mermelada: mejor dime cuánto mido.

Bruno tiene unos ojos de pulpo muerto. Y en cuanto tiene que pensar algo envía al techo esa mirada prehistórica, y habla casi siempre en dicha dirección; así que también esta mañana dijo dirigiéndose al techo: —¡Pero si es mermelada de fresa! —y no fue sino después de una pausa prolongada, durante la cual mi silencio mantuvo en pie la pregunta acerca de la talla de Óscar, cuando Bruno, apartando la mirada del techo y fijándola en los barrotes de mi cama, me respondió que medía yo un metro y veinte centímetros.

—¿No quisieras, querido Bruno, por cuestión de método, volver a medirme?

Sin desviar la mirada, extrajo Bruno del bolsillo trasero de su pantalón un metro plegable, apartó con fuerza casi brutal la manta de mi cama, me cubrió las vergüenzas con la camisa que se me había arremangado, desplegó el metro amarillento que estaba roto a la altura de uno setenta y ocho, me lo extendió a lo largo, comprobó, procedió minuciosamente con las manos en tanto que su mirada seguía perdida en la época de los saurios y, finalmente, haciendo como que leía el resultado, dejó el metro en reposo: —¡Seguimos en un metro y veintiún centímetros!

¿Por qué hizo tanto ruido al plegar el metro y al recoger el desayuno? ¿Será que mi medida no le gusta?

Luego que hubo salido del cuarto con la bandeja del desayuno y el metro color de yema al lado de la mermelada de fresa de un color escandalosamente natural, Bruno aplicó una vez más, desde el corredor, su ojo a la mirilla y, antes de dejarme al fin solo con mi metro y veintiún centímetros, su mirada me hizo sentirme antediluviano.

¡De modo que ésa es la talla de Óscar! Para un enano, un gnomo o un liliputiense, es casi demasiado. ¿Qué altura alcanzaba mi Rosvita, la Raguna, hasta la coronilla? ¿Qué talla supo conservar para sí mi maestro Bebra, que descendía del Príncipe Eugenio? Inclusive a Kitty y a Félix podría mirarlos hoy desde arriba, siendo así que todos los que acabo de nombrar podían en un tiempo mirar hacia abajo y con cierta envidia a Óscar, que hasta sus veintiún anos midió noventa y cuatro centímetros.

Fue en el entierro de Matzerath, en el cementerio de Saspe, al darme la piedra en el cogote, cuando empecé a crecer. Óscar dice: la piedra. Me decido, por consiguiente, a completar el informe acerca de los acontecimientos del cementerio.

Después de que a resultas de un jueguecito vi que sólo un «¡debo, es preciso, quiero!», me despojé del tambor, lo eché con los palillos en la tumba de Matzerath, me decidí por el crecimiento, experimenté simultáneamente un zumbido progresivo en los oídos, y no fue sino entonces cuando un guijarro del tamaño de una nuez, lanzado con la fuerza de sus cuatro años y medio de mi hijo Kurt, me dio en el cogote. Aunque el golpe no me agarró de sorpresa —pues ya sospechaba yo las intenciones de mi hijo— no por eso dejé de caerme junto a mi tambor en la fosa de Matzerath. El viejo Heilandt me sacó del hoyo con sus secas manos de anciano, dejando adentro el tambor y los palillos y, al empezar yo a echar sangre por las narices, me puso el cogote contra el hierro del pico. Como ya sabemos, la hemorragia cedió rápidamente; el crecimiento, en cambio, empezó a progresar, si bien en forma tan imperceptible que sólo Leo Schugger pudo apreciarlo y anunciarlo, gritando y revoloteando cual un pájaro alado.

Hasta aquí este complemento de información, por lo demás superfluo. Porque el crecimiento había empezado ya antes de la pedrada y de mi caída en la fosa de Matzerath. Para María y el señor Fajngold, sin embargo, no hubo desde el principio otra causa de mi crecimiento, que ellos llamaban enfermedad, que la pedrada en la nuca y la caída en la fosa. María zurró al pequeño Kurt en el propio cementerio. A mí el pequeño Kurt me daba lástima, porque bien podía ocurrir que él me hubiera destinado el guijarro para ayudarme a acelerar mi crecimiento. Puede que deseara tener un verdadero padre adulto o, simplemente, un sustituto de Matzerath, ya que, en mí, jamás ha reconocido y respetado al padre.

Durante aquel crecimiento que duró cosa de un año, hubo médicos bastantes, de uno y otro sexo, que confirmaron la culpa de la piedra y de la desdichada caída, y que dijeron y escribieron en mi historia clínica que: Óscar Matzerath es un Óscar deforme, porque le dio una piedra en la nuca, etcétera, etcétera.

No estaría de más recordar mi tercer aniversario. ¿Qué decían en realidad los adultos acerca del origen de mi propia historia? A la edad de tres años se cayó Óscar por la escalera de la bodega al piso de cemento. Esta caída interrumpió su crecimiento, etc., etc.

Puede apreciarse en estas explicaciones el comprensible afán humano de proceder a la demostración de todo milagro. Óscar ha de admitir que él también investiga previamente todo milagro, antes de descartarlo cual fantasía indigna de crédito.

Al regresar del cementerio de Saspe nos encontramos en la habitación de mamá Truczinski con nuevos inquilinos. Una familia polaca de ocho cabezas poblaba la cocina y los dos cuartos. Eran gente amable que nos querían acoger hasta que hubiéramos encontrado otra cosa, pero el señor Fajngold era contrario a semejante hacinamiento y quería cedernos nuevamente el dormitorio, quedándose él provisionalmente con el salón. Pero a esto fue María la que se opuso, porque consideraba que no era conveniente que, siendo tan reciente su viudez, viviera ella en forma tan íntima con un señor solo. El señor Fajngold, que ocasionalmente no se daba cuenta de que no hubiera a su alrededor ni señora Luba ni familia alguna, y que tan a menudo percibía tras de sí a la esposa enérgica, tenía motivos suficientes para comprender las razones de María. En aras de la decencia y de la señora Luba dejó estar la cosa, pero en cambio nos cedió la bodega. Nos ayudó inclusive en la instalación de la bodega, pero no quiso tolerar que también yo me alojara en ella. Considerando que estaba yo enfermo, lamentablemente enfermo, me instalaron en una cama de emergencia en el salón, al lado del piano de mi pobre mamá.

Resultaba difícil hallar un médico. La mayoría de ellos habían abandonado la ciudad a tiempo, junto con los transportes de tropas, porque ya en enero se había enviado al oeste la caja del Fondo de Atención Médica de Prusia Occidental, con lo que para muchos médicos el concepto de paciente se había hecho irreal. Después de una larga búsqueda dio el señor Fajngold en la Escuela Helena Lange, en la que yacían heridos alemanes junto a los del Ejército Rojo, con una doctora de Elbing, que allí amputaba. Prometió pasar y pasó, efectivamente, después de cuatro días, sentóse a mi cabecera, fumó mientras me examinaba tres o cuatro cigarrillos y se quedó dormida mientras fumaba el cuarto.

El señor Fajngold no se atrevió a despertarla. María le dio tímidamente con el codo. Pero la doctora no volvió en sí hasta que el cigarrillo, que se iba quemando, le chamuscó el índice izquierdo. Incorporándose entonces inmediatamente, pisó la colilla sobre al alfombra y dijo, en forma breve e irritada: —Perdonen. No he pegado un ojo en las tres últimas semanas. Estuve en Käsemark con un transporte de niños de la Prusia Oriental. Pero no pudimos utilizar las barcas de pasaje. Reservadas para la tropa. Eran unos cuatro mil. Todos palmaron —a continuación me acarició la creciente mejilla infantil con la misma superficialidad con que había mencionado a los niños que habían palmado, se metió otro cigarrillo en la boca, se arremangó la manga izquierda, sacó de su maletín una ampolleta y, mientras se administraba a sí misma una inyección estimulante, le dijo a María—: No tengo ni idea de lo que le pasa a este niño. Habría que llevarlo a una clínica. Pero no aquí. Miren de salir en alguna forma, de irse al oeste. Las articulaciones de la rodilla, de la mano y del hombro están hinchadas. Probablemente empieza también a hincharse la cabeza. Aplíquenle unas compresas frías. Aquí les dejo un par de tabletas, para el caso de que tenga dolores y no pueda dormir.

Esta doctora concisa, que no sabía lo que yo tenía y lo confesaba espontáneamente, me gustó. En el curso de las semanas siguientes, María y el señor Fajngold me aplicaron varios centenares de compresas frías, que me consolaron bastante, aunque sin impedir que las articulaciones de la rodilla, de la mano y del hombro, así como la cabeza, siguieran hinchándose y me dolieran. Lo que horrorizaba a María y al señor Fajngold era sobre todo mi cabeza, que se iba ensanchando. Ella me daba de aquellas tabletas, que se agotaron rápidamente. Él empezó a trazar curvas de fiebre con la regla y el lápiz, lo que lo llevó a meterse en experimentos: hacía con mi fiebre, que me tomaba cinco veces al día con la ayuda de un termómetro adquirido en el mercado negro a cambio de miel artificial, unas composiciones atrevidas que daban a los cuadros del señor Fajngold un aspecto de montañas terriblemente accidentadas —a mí se me antojaban los Alpes o la nevada cordillera de los Andes. Y sin embargo, mi fiebre no era para tanto. Por las mañanas tenía generalmente treinta y ocho, por las noches subía a treinta y nueve; treinta y nueve cuatro fue la mayor temperatura que registré durante el período de mi crecimiento. Bajo los efectos de la fiebre veía y oía yo toda clase de cosas. Estaba subido en un tiovivo y quería bajar, pero no podía; iba sentado con muchos otros niños en autos de bomberos, en cisnes huecos, en perros, gatos, caballitos y ciervos, y daba vueltas, vueltas y más vueltas, y quería bajar, pero no me dejaban. Y todos los niños se ponían a llorar, y querían bajar lo mismo que yo de los autos de bomberos, de los cisnes huecos, de los perros, gatos, caballitos y ciervos, y ya no querían ir en el tiovivo, pero no les dejaban bajar. El Padre celestial estaba al lado del dueño del tiovivo y nos pagaba siempre otra vuelta. Y nosotros le suplicábamos: —¡Ay, Padre nuestro, ya sabemos que tú tienes mucho dinero, que te gusta pagarnos el tiovivo, que te divierte demostrarnos la redondez de este mundo, pero guárdate ya la bolsa, por favor, y di ya stop, di alto, bueno, basta, bajen, porque ya estamos mareados y somos unos pobrecitos niños, y estamos cuatro mil en Käsemark, aquí en el Vístula, pero no nos dejan pasar, porque tu tiovivo, tu tiovivo…!

Pero el Buen Dios, el Padrenuestro y propietario del tiovivo sonreía, como dicen los libros, y hacía saltar otra moneda de su bolsa, para que los cuatro mil niños, entre ellos Óscar, siguieran dando vueltas en autos de bomberos, en cisnes huecos, perros, caballitos y ciervos, y cada vez que yo pasaba con mi ciervo —sigo creyendo todavía que iba montado en un ciervo— frente al Padrenuestro y dueño del tiovivo, lo veía cambiar de cara: tan pronto era Rasputín que, riendo, tenía entre sus dientes de curandero la moneda de la próxima vuelta, como era Goethe, el príncipe de los poetas, que iba sacando de una bolsita de fino bordado las monedas con su perfil acuñado de Padrenuestro; y nuevamente el exaltado Rasputín, y luego el comedido señor Goethe. Un poco de locura con Rasputín y luego, en homenaje a la razón, Goethe. Los extremistas en torno a Rasputín; las fuerzas del orden, alrededor de Goethe. La muchedumbre, alebrestada con Rapustín, se entregaba con Goethe a aforismos de almanaque… Hasta que, finalmente —pero no porque la fiebre hubiera cedido, sino porque siempre se inclina alguien caritativamente sobre quien tiene fiebre—, el señor Fajngold se inclinaba sobre mí y paraba el tiovio. Paraba los bomberos, los cisnes y los ciervos, devaluaba la moneda de Rasputín, mandaba a Goethe abajo con las Madres, dejaba que cuatro mil niños mareados volaran hacia Käsemark, sobre el Vístula y hacia el cielo, y levantaba a Óscar de su cama febril para sentarlo en una nube de lisol, lo que quiere decir que me desinfectaba.

Al principio, esto tenía todavía relación con los piojos, pero luego se convirtió en costumbre. Los piojos los descubrió primero en el pequeño Kurt, luego en mí, luego en María y en sí mismo. Es probable que nos los legara aquel calmuco que había dejado a María sin su Matzerath. ¡Cómo gritó el señor Fajngold al descubrir los piojos! Llamó a su mujer y a sus hijos, sospechaba que toda su familia estaba infestada, trocó miel artificial y cajas de avena por paquetes de los desinfectantes más diversos y empezó a desinfectarse diariamente a sí mismo y a toda su familia, al pequeño Kurt, a María y a mí, sin excluir mi cama. Nos frotaba, nos rociaba y nos empolvaba. Y mientras rociaba, empolvaba y frotaba, mi fiebre estaba en plena flor, y su discurso fluía. Y así tuve noticia de vagones enteros de ácido fénico, de cloro y de lisol que él había rociado, esparcido y regado cuando, estando todavía encargado de la desinfección del campamento de Treblinka, rociaba cada día a las dos de la tarde con agua de lisol, en su carácter de desinfectador Mariusz Fajngold, las pistas del campamento, las barracas, las duchas, los hornos crematorios los hatos de ropa, a los que esperaban y no se habían duchado todavía, a los que estaban tendidos y ya habían pasado por la ducha: todo lo que salía de los hornos crematorios y todo lo que entraba en ellos. Y me enumeraba los nombres, porque se los sabía todos: contaba de un tal Bilauer, que uno de los días más calurosos de agosto, le había aconsejado al desinfectador no rociar las pistas de Treblinka con agua de lisol sino con petróleo. Así lo hizo Fajngold. Y el tal Bilauer tenía la cerilla. Y el viejo Zew Kurland, del Z.O.B., les tomó a todos juramento. Y el ingeniero Galewski abrió el cuarto de las armas. El propio Bilauer abatió a tiros al comandante Kutner. Sztulbach y un tal Warynski se precipitaron sobre Zisenis, y los otros sobre la gente de Trawniki, y otros más tocaron la cerca y allí quedaron. Pero el sargento Schópke, que al llevar a la gente a la ducha solía siempre hacer chistes, se parapetó a la entrada del campamento y empezó a disparar, lo que no le sirvió de mucho, porque los otros se le echaron encima: Adek Kawe, un tal Motel Lewit y Henoch Lerer, así como Hersz Rotblat y Letek Zagiel y Tosias Baran con su Debora. Y Lolek Begelmann gritaba: —Que venga también Fajngold, antes de que vengan los aviones —pero el señor Fajngold aguardaba todavía a su esposa Luba, la cual ya no acudía a sus llamadas. Así que lo agarraron por ambos brazos: a la izquierda Jakub Gelernter y a la derecha Mordechaj Szwarcbard. Delante de él corría el pequeño doctor Atlas, que ya en el campamento de Treblinka y más tarde en los bosques de Wilna había aconsejado el rociado activo con lisol: el lisol es más precioso que la vida. Así lo había de confirmar el señor Fajngold, porque con lisol había rociado muertos, no un muerto, sino muertos, para que dar un número, muertos que había rociado con lisol. Y se sabía tantos nombres que acababa por aburrirme, ya que para mí, que nadaba en lisol, la cuestión acerca de la vida o la muerte de cien mil nombres no resultaba tan importante como la de saber si con los desinfectantes del señor Fajngold se había desinfectado a tiempo y debidamente la vida y, si no la vida, la muerte.

Luego cedió la fiebre y entramos en el mes de abril. Pero luego arreció de nuevo, y el tiovivo daba vueltas y el señor Fajngold seguía rociando lisol sobre los vivos y los muertos. Luego volvió a ceder la fiebre, y ya el mes de abril había pasado. A principios de mayo, el cuello se me acortó y el tórax se me ensanchó y me subió, de modo que con la barbilla y sin necesidad de bajar la cabeza podía yo frotarme la clavícula. Volvió otro poco de fiebre y algo más de lisol. Y en el lisol flotaban palabras de María: —¡Con tal que no se deforme! ¡Con tal que no le salga una joroba! ¡Con tal que no resulte hidrocefalia!

Pero el señor Fajngold consolaba a María y le contaba de gentes a las que él conocía y que, a pesar de la joroba y la hidrocefalia, se habían hecho importantes. Contaba de un tal Román Frydrich, que había emigrado con su joroba a la Argentina y había fundado un negocio de máquinas de coser que con el tiempo fue creciendo y se hizo famoso.

El relato de los éxitos del jorobado Frydrich no fue ningún consuelo para María, pero inspiró al narrador, o sea al propio señor Fajngold, tal entusiasmo, que se decidió a dar a nuestro negocio de ultramarinos otro sesgo. A mediados de mayo, poco después del final de la guerra, hicieron su aparición en la tienda nuevos artículos. Surgieron las primeras máquinas de coser y las piezas de repuesto para las mismas, aunque los comestibles subsistieron por algún tiempo y facilitaron el traspaso. ¡Tiempos paradisíacos! Apenas se pagaba nada con dinero contante: todo se trocaba y se volvía a trocar, y la miel artificial, la avena y los últimos saquitos de levadura del Dr. Oetker, así como el azúcar, la harina y la margarina se transformaron en bicicletas y piezas de repuesto, unas y otras en electromotores, éstos en herramientas, las herramientas en artículos de piel, y las pieles las transformó el señor Fajngold como por arte de encantamiento en máquinas de coser. En este jueguecito del toma y daca el pequeño Kurt sabía hacerse útil: traía clientes, mediaba en los negocios y se adaptó a la nueva línea mucho más de prisa que María. Era casi como en tiempos de Matzerath. María permanecía detrás del mostrador, servía a aquella parte de la antigua clientela que seguía en el país y hacía esfuerzos en polaco por enterarse de los deseos de los clientes recién venidos. El pequeño Kurt tenía facilidad para los idiomas. Estaba en todas partes. El señor Fajngold podía contar con él. Con sus escasos cinco años, Kurt se había hecho todo un especialista, y entre cosa de cien modelos malos o mediocres que se ofrecían en el mercado negro de la calle de la Estación escogió en seguida las excelentes máquinas de coser Singer y Pf af f; el señor Fajngold tenía en mucho sus conocimientos. Cuando a fines de mayo mi abuela Ana Koljaiczek vino a pie de Bissau a Langfuhr pasando por Brenntau y nos visitó, dejándose caer jadeante sobre el sofá, el señor Fajngoíd hizo grandes elogios del pequeño Kurt y tuvo también algunas palabras elogiosas para María. Y cuando le explicó a mi abuela toda la historia de mi enfermedad, volviendo siempre sobre la utilidad de sus desinfectantes, halló también a Óscar digno de elogio, porque durante toda la enfermedad se había portado muy bien y nunca había gritado.

Mi abuela quería petróleo, porque en Bissau no había alumbrado. Fajngold contóle las experiencias que había hecho en el campamento de Treblinka con el petróleo, así como sus múltiples tareas en calidad de desinfectador, dijo a María que llenara de petróleo dos botellas de a litro, añadió a éstas un paquete de miel artificial y un surtido de desinfectantes y, cuando mi abuela se puso a contar todo lo que había sucedido en Bissau y en Bissau-Abbau durante las operaciones militares, sólo escuchó con la mente ausente y haciendo ligeras inclinaciones de cabeza. Mi abuela estaba también al corriente de los daños que había sufrido Viereck, que ahora volvían a llamar Firoga, como antes. Y a Bissau lo llamaban también, como antes de la guerra, Bysewo. En cuanto a aquel Ehlers que había sido jefe local de los campesinos de Ramkau y hombre muy activo y que se había casado con la esposa del hijo de su hermana, o sea la Eduvigis dejan el del Correo, los trabajadores del campo lo habían ahorcado frente a su oficina. Y poco faltó para que colgaran también a Eduvigis, ya que habiendo sido esposa de un héroe polaco se había casado con un jefe local de campesinos, y también porque Esteban había llegado a teniente y Marga había ingresado en la Federación de Muchachas Alemanas.

Bueno —dijo mi abuela—, con Esteban ya no podían nada, porque ése ya cayó, allá arriba, en el Ártico. Pero a Marga sí querían llevársela y meterla en un campo de concentración. Pero en esto abrió Vicente la boca y habló como nunca lo había hecho. Así que la Eduvigis y Marga están ahora con nosotros y nos ayudan en el campo. Pero a Vicente el hablar lo ha afectado a tal punto, que posiblemente ya no pueda aguantar por mucho tiempo. Y lo que es la abuela, anda mala del corazón y de todas partes y hasta de la cabeza, porque uno de aquellos condenados le dio en ella, creyendo que debía.

Así se lamentó Ana Koljaiczek, se agarró la cabeza, y acariciando la mía en instancia de crecimiento, llegó a la siguiente inspirada conclusión: —Ves, Oscarcito, con los cachubas es siempre lo mismo. Les dan siempre en la cabeza. Pero vosotros os iréis allá, donde la cosa está mejor, y aquí se quedará sólo la abuela. Porque con los cachubas no hay modo de moverlos: ellos han de quedarse siempre y aguantar la cabeza, para que otros les puedan dar en ella, porque nosotros no somos ni polacos de veras ni bastante alemanes, y si se es cachuba, nadie queda contento, ni los unos ni los otros, porque lo que quieren es precisión.

Soltó una carcajada y ocultó las botellas de petróleo, la miel artifical y los desinfectantes bajo aquellas cuatro faldas que, pese a los más violentos acontecimientos militares, políticos e históricos, no habían perdido nada de su color patata.

Cuando se disponía a marcharse, el señor Fajngold le rogó que se esperara un momento, pues quería presentarle a su esposa Luba y al resto de la familia. Viendo que la señora Luba no aparecía, dijo Ana Koljaiczek: —Mire, no se moleste usted. Igual yo grito siempre: Agnés, hija, ven y ayuda a tu madre a retorcer la ropa. Pero no viene, lo mismo que su Luba de usted. Y mi hermano Vicente, enfermo como está, sale de noche cuando está muy oscuro hasta la puerta y despierta de su sueño a los vecinos, porque llama a su hijo Jan, que estaba al servicio del Correo polaco y ya se fue.

Estaba ya junto a la puerta, poniéndose su pañuelo, cuando yo grité desde mi cama: —¡Babka, babka! —es decir, abuela, abuela. Y ella se volvió y ya empezaba a levantar sus cuatro faldas, como si quisiera admitirme bajo ellas y llevarme consigo, cuando de pronto se acordó probablemente de las botellas de petróleo, de la miel artificial y de los desinfectantes, que ocupaban ya aquel lugar, y se fue; se fue sin mí, sin Óscar.

A principios de junio partieron los primeros transportes en dirección oeste. María no dijo nada, pero yo observé que también ella se despedía de los muebles, de la tienda, del edificio, de las tumbas a ambos lados de la Avenida Hindenburg y del túmulo del cementerio de Saspe.

Antes de bajar con el pequeño Kurt a la bodega, sentábase a veces durante la velada al lado de mi cama, junto al piano de mi pobre mamá, cogía con la mano izquierda su armónica, tocaba una canción y trataba de acompañarme en el piano con un dedo de la mano derecha.

Al señor Fajngold la música le hacía sufrir y rogaba a María que callara, pero en cuanto ella dejaba su armónica y se disponía a cerrar la tapa del piano, le volvía a rogar que siguiera tocando un poco.

Y luego se hizo la proposición de matrimonio. Óscar lo había visto venir. El señor Fajngold llamaba cada vez menos a su esposa Luba y, cuando un anochecer de verano lleno de moscas y de zumbidos estuvo seguro de su ausencia, le hizo a María su proposición. Estaba dispuesto a llevarse a ella y a los dos niños, inclusive a Óscar enfermo, le ofreció la habitación y una participación en el negocio.

María contaba a la sazón veintidós años. Su belleza inicial, en cierto modo fortuita, habíase afirmado, cuando no endurecido. Los últimos meses de la guerra y de la posguerra le habían despojado de aquella permanente que había llevado por cuenta de Matzerath. Ya no llevaba trenzas, como en mi tiempo; la larga cabellera le bajaba sobre los hombros y permitía ver en ella a una muchacha un poco seria, tal vez algo amargada; y esta muchacha dijo que no y rechazó la proposición del señor Fajngold. De pie sobre nuestra antigua alfombra, María tenía al pequeño Kurt a su izquierda y señalaba con el pulgar derecho hacia la chimenea de azulejos, y el señor Fajngold y Óscar la oyeron decir: —No es posible. Esto de aquí está deshecho y perdido. Nos vamos al Rin, con mi hermana Gusta. Está casada con un camarero de la industria hotelera llamado Kóster y, de momento, nos acogerá a los tres.

Ya al día siguiente se puso en movimiento. A los tres días ya teníamos los papeles. El señor Fajngold no dijo nada más, sino que cerró el negocio y, mientras María hacía las maletas, permanecía sentado en la tienda oscura sobre el mostrador, junto a la balanza, y sin siquiera tomar una cucharadita de miel artificial. Y no fue sino al ir María a despedirse de él cuando se bajó de su asiento, se fue a buscar la bicicleta con el remolque y nos ofreció acompañarnos a la estación.

Óscar y el equipaje —teníamos derecho a cincuenta libras por persona— fueron en el remolque de dos ruedas provistas de neumáticos. El señor Fajngold empujaba la bicicleta. María llevaba al pequeño Kurt de la mano y, en la esquina de la Elsenstrasse, cuando doblamos a la izquierda, volvióse una vez más. Yo ya no pude volverme en dirección del Labesweg, porque el volverme me producía dolores. Así pues, la cabeza de Óscar permaneció quieta entre sus hombros, y sólo con los ojos, que conservaban su movilidad, me despedí de la calle de la Virgen María, el Striessbach, el Parque de Kleinhammer, el paso a desnivel, que seguía rezumando desagradablemente, la calle de la Estación, mi iglesia del Sagrado Corazón de Jesús indemne y la estación del suburbio de Langf uhr, que ahora se llamaba Wrzeszcz, cosa casi imposible de pronunciar.

Tuvimos que esperar. Al entrar el tren, resultó ser un tren de mercancías. Había mucha gente y muchos, muchísimos niños. El equipaje fue controlado y pesado. Unos soldados echaron en cada vagón una paca de paja. No había música ni llovía. El cielo estaba de sereno a nublado y soplaba el viento del este.

Nos tocó el cuarto vagón a partir de la cola. El señor Fajngold estaba de pie sobre la vía, con su escaso pelo rojizo suelto al viento, y cuando la locomotora anunció su llegada mediante una sacudida, se acercó y puso en manos de María tres paquetitos de margarina y dos pequeños botes de miel artificial, añadiendo a nuestras provisiones de viaje, en el momento en que voces de mando en polaco, gritos y lloros anunciaron la partida, un paquete de desinfectantes —el lisol es más precioso que la vida. Así partimos, dejando atrás al señor Fajngold que, tal como debe ser y corresponde en las salidas de los trenes, se fue haciendo cada vez más pequeño con su pelo rojizo suelto al viento, y luego ya fue sólo una mano de adiós, y luego nada.