Háganme ustedes el favor de imaginarse una piscina de baldosas azul cielo en la que nadan dos tipos de aspecto deportivo tostados por el sol. Al borde de la piscina están sentados, delante de las cabinas, hombres y mujeres de aspecto igualmente bronceado. Se oye, apenas, la música que difunde un altavoz. Un tedio saludable, un ligero erotismo que no compromete y que pone tensos los trajes de baño. Las baldosas son lustrosas y, sin embargo, nadie resbala. Aquí y allá, unos cuantos cartelitos con prohibiciones que salen sobrando, porque los bañistas sólo vienen un par de horas y hacen las cosas prohibidas fuera del establecimiento. De vez en cuando, alguien salta del trampolín de tres metros, pero sin lograr conquistar las miradas de los nadadores ni apartar de las revistas ilustradas las de los bañistas tendidos. Y de pronto, se alza un vientecillo. No, no es un vientecillo. Es más bien un hombre joven que sube lentamente, deliberadamente, barrote tras barrote, al trampolín de los diez metros. Bájanse ya las revistas con los reportajes de Europa y ultramar; las miradas suben con él, los cuerpos tendidos se alargan, una mujer joven se pone la mano sobre los ojos, alguien olvida lo que estaba pensando, una palabra queda suspendida en el aire, un flirt apenas iniciado termina prematuramente a mitad de la frase: ahí está él, apuesto y fuerte, en el trampolín; da unos saltitos, se apoya en la curva elegante de la barandilla de tubo, mira como aburrido hacia abajo, se desprende de la barandilla con un elegante movimiento de la cadera, avanza por la parte sobresaliente del trampolín que se cimbrea a cada uno de sus pasos, mira abajo, permite a su mirada afinarse en una piscina azul, sorprendentemente pequeña, en la que rojos, amarillos, verdes, blancos, rojos, amarillos, verdes, blancos, rojos, amarillos, los gorros de baño de las nadadoras están siempre mezclándose. Y allí han de estar las muchachas, Doris y Erika Schüler, y también Jutta Daniels con su amigo, que no le hace ningún caso. Le hacen señas, Jutta le hace señas también. Sin descuidar su equilibrio, él les responde con la mano. Y ahora gritan. ¿Qué querrán? ¡Venga!, gritan, ¡salta!, grita Jutta. Pero él ni siquiera había pensado en ello; sólo quería ver cómo se ve desde arriba, para luego volver a bajar tranquilamente, barrote tras barrote. Y luego gritan fuerte, en forma que todos puedan oírlo, gritan: ¡Salta! ¡Salta ya! ¡Salta!
Ustedes habrán de convenir en que, por muy cerca del cielo que se pueda estar en lo alto del trampolín, la situación es terriblemente endemoniada. Eso es lo que nos sucedió, aunque no durante la temporada de baño, a los miembros de la banda de los Curtidores y a mí en enero del cuarenta y cinco. Nos habíamos atrevido a subir muy arriba, nos apretujábamos ahora sobre el trampolín, y abajo, formando una herradura alrededor de la piscina sin agua, estaban sentados los jueces, los asesores, los testigos y los ujieres.
Störtebeker avanzó por la parte sobresaliente, sin barandilla, del trampolín.
—¡Salta! —clamaba el coro de los jueces.
Pero Störtebeker no saltaba.
En esto se levantó abajo, en los bancos de los testigos, una figura delgada de muchacha que llevaba una chaquetita a la Berchtesgaden y una falda gris tableada. Alzó una cara blanca, pero no borrosa —yo sigo afirmando todavía que formaba un triángulo—, a manera de un blanco reluciente; Lucía Rennwand no gritó, sino que susurró: —¡Salta, Störtebeker, salta!
Y Störtebeker saltó. Y Lucía volvió a sentarse en la madera del banco de los testigos y se estiró las mangas de su chaqueta de punto a la Berchtesgaden sobre los puños.
Moorkähne avanzó saltando por el trampolín. Los jueces lo conminaron a saltar. Pero Moorkähne no quería, sonreía perplejo mirándose las uñas y esperó a que Lucía se subiera las mangas, sacara los puños de lana y le mostrara el triángulo enmarcado de negro con los ojos como un trazo. Entonces saltó con furia hacia el triángulo, pero sin dar en él.
Carboncillo y el Angelote, que ya durante el ascenso se habían hecho de palabras, llegaron a las manos sobre el trampolín. El Angelote fue curtido, y ni siquiera en el salto soltóle Carboncillo.
La Trilla, que tenía unas pestañas largas y sedosas, cerró antes del salto sus ojos de corzo vanamente tristes.
Antes de saltar hubieron de despojarse los auxiliares de la Defensa Antiaérea de sus uniformes.
Tampoco los hermanos Rennwand pudieron saltar del trampolín vestidos de monaguillos: su hermanita Lucía, que estaba sentada con su chaqueta de pésima lana de guerra en el banco de los testigos y pedía el salto, nunca lo hubiera permitido.
En contraste con la Historia, aquí saltaron primero Belisario y Narses, y luego Totila y Teya.
Saltó Barba Azul, saltó Corazón de León, saltó la infantería de la banda: Narigotas, el Salvaje, el Petrolero, el Pito, Mostaza, Yatagán y el Tonelero.
Y cuando hubo saltado Stuchel, un estudiante de tercer año, que era bizco al extremo de marearle a uno y en realidad sólo pertenecía a la banda a medias y en forma casual, entonces ya no quedaba en el trampolín más que Jesús, interpelado por los jueces en coro como Óscar Matzerath e invitado por ellos al salto, invitación de la que Jesús no hizo caso. Y cuando en el banco de los testigos se levantó la severa Lucía con su delgada trenza a la Mozart entre los omóplatos, abrió las mangas tejidas de sus brazos y, sin mover los labios apretados, susurró: —¡Salta, dulcísimo Jesús, salta! —entonces comprendí yo la naturaleza tentadora de un trampolín de diez metros: sentí unos gatitos grises que empezaban a hacerme cosquillas en las corvas, unos erizos que se me aparejaban bajo las plantas de los pies, unas golondrinas que se me echaban a volar en los sobacos, y vi que a mis pies tenía al mundo entero y no sólo a Europa. Americanos y japoneses ejecutaban una danza de antorchas en la isla de Luzón, y uno y otros, los ojioblicuos y los ojirredondos, perdían todos sus botones. En cambio, en Estocolmo, había un sastre que, en aquel mismo momento, cosía los botones a un pantalón rayado de etiqueta. Mountbatten nutría a los elefantes de Birmania con proyectiles de todos los calibres, mientras en Lima una viuda enseñaba a su papagayo a decir ¡Caramba! Dos portaviones adornados como sendas catedrales góticas se embestían en medio del Pacífico, dejaban que sus respectivos aviones alzaran el vuelo y se hundían mutuamente. Pero los aviones ya no podían aterrizar, sino que flotaban desamparados en el aire, cual ángeles meramente simbólicos, y consumían, zumbando vanamente, todo su combustible: cosa que no molestaba mayormente a un conductor de tranvía de Haparanda que acababa de terminar su jornada de trabajo y rompía unos huevos en una sartén, dos para sí y dos para su novia, a la que esperaba sonriente y con toda premeditación. Claro está que también habría podido preverse que los ejércitos de Koniev y Zukov reanudarían su avance; y, efectivamente, mientras en Irlanda llovía, rompieron el frente del Vístula, tomaron Varsovia demasiado tarde y Königsberg demasiado pronto, sin que ello fuera óbice para que una mujer de Panamá, que tenía cinco hijos y un solo marido, dejara que se le quemara la leche sobre la llamita del gas. Y así era también fatal que el hilo de los acontecimientos, que por delante se mostraba hambriento todavía y formaba mallas y hacía historia, fuera dejando armado tras de sí el tejido del Acontecer. Llamóme asimismo la atención que actividades como hacer girar los pulgares, fruncir el entrecejo, cabecear, apretarse las manos, hacer niños, imprimir moneda falsa, apagar la luz, lavarse los dientes, fusilar y cambiar los pañales se practicaran, aunque con habilidad diversa, en todo el mundo. Estas múltiples acciones de propósitos tan distintos me desconcertaron. De ahí que volviese a prestar atención al proceso organizado en mi honor al pie del trampolín. —¡Salta, dulce Jesús, salta! —susurraba la precoz testigo Lucía Rennwand. Estaba sentada sobre las rodillas de Satanás, lo que realzaba más todavía su virginidad. Él la excitaba, ofreciéndole un emparedado de salchicha. Y ella mordía y, sin embargo, permanecía casta. —¡Salta, dulce Jesús, salta! —masticaba, ofreciéndome su triángulo intacto.
Pero yo no salté ni saltaré jamás de un trampolín. Aquel no había de ser el último proceso de Óscar. En diversas otras ocasiones, y aún no hace mucho, me han querido tentar al salto. Lo mismo que en el proceso de los Curtidores, en ocasión del proceso del Anular —que mejor designo como el tercer proceso de Jesús— había también espectadores bastantes, alrededor de la piscina azul cielo sin agua. Estaban en los bancos de los testigos, y se proponían vivir durante mi proceso y después del mismo.
Pero yo me di vuelta, ahogué las golondrinas de mis sobacos, aplasté los erizos que celebraban sus nupcias bajo mis plantas y dejé morir de hambre a los gatitos grises de mis corvas; rígido, despreciando la exaltación del salto, me dirigí a la barandilla, llegué a la escalera y me hice confirmar por cada barrote que no sólo se puede subir a los trampolines, sino que se puede también bajar de ellos sin haber saltado.
Abajo me esperaban María y Matzerath. El reverendo Wiehnke me impartió la bendición sin habérsela pedido. Greta Scheffler me había traído un abriguito de invierno y también pasteles. El pequeño Kurt había crecido y no quiso reconocerme ni como padre ni como medio hermano. Mi abuela Koljaiczek sostenía a su hermano Vicente del brazo. Éste conocía el mundo y hablaba confusamente.
Cuando abandonábamos el edificio del juzgado, se acercó a Matzerath un funcionario vestido de paisano, le remitió un escrito y le dijo: —Usted debería realmente reconsiderarlo, señor Matzerath. El niño no debe andar solo por las calles. Ya ve usted mismo, ahora, qué clase de elementos son capaces de abusar de una criaturita tan indefensa.
María lloraba y me colgó del cuello el tambor que el reverendo Wiehnke había guardado durante el proceso. Ños fuimos andando hacia la parada del tranvía frente a la Estación Central. La última parte del trayecto fue Matzerath el que me llevó en brazos. Por encima de su espalda buscaba yo entre la gente una cara triangular y deseaba saber si también ella había debido subir al trampolín, si había saltado después de Störtebeker y Moorkähne, o bien si había percibido, como yo, la segunda posibilidad de una escalera, a saber: el descenso.
Hasta la fecha no he logrado desprenderme todavía de la costumbre de buscar por las calles y en las plazas a una adolescente flaca, ni bonita ni fea, pero capaz de mandar fríamente a los hombres a la muerte. E incluso en la cama de mi sanatorio me asusto cuando Bruno me anuncia una visita desconocida. Mi horror me hace decirme entonces: ahí viene Lucía Rennwand, es el coco y la Bruja Negra y te exhorta por última vez al salto.
Por espacio de diez días estuvo Matzerath considerando si debía firmar el escrito y mandarlo al Ministerio de la Salud. Cuando el día que hacía once lo suscribió y lo envió, la ciudad estaba ya bajo el fuego de la artillería y era dudoso, por consiguiente, que el correo encontrara todavía manera de dar con el papel. Puntas blindadas del ejército del mariscal Rokosovski avanzaron hasta Elbing. El segundo ejército de Von Weis tomó posición en las alturas alrededor de Danzig. Empezó la vida en la bodega.
Como todos sabemos, nuestra bodega se hallaba bajo la tienda. Podía llegarse a ella por la entrada del zaguán, frente al retrete, bajando dieciocho peldaños, detrás de las bodegas de Heilandt y de los Kater y delante de las de los Schlager. El viejo Heilandt seguía allí. La señora Kater, en cambio, y también el relojero Laubschad, los Eyke y los Schlager, se habían ido con lo que habían podido arramblar. De todos ellos se dijo más tarde, lo mismo que de Greta y de Alejandro Scheffler, que habían logrado hallar sitio, en el último minuto, en un barco de la organización La Fuerza por la Alegría y habrían partido en dirección de Stettin o de Lübeck, como también que habían topado con una mina y volado por el aire. Sea como fuere, más de la mitad de las habitaciones y de las bodegas estaban vacías.
Nuestra bodega tenía la ventaja de una segunda entrada que, según sabemos también, consistía en una trampa situada en la tienda detrás del mostrador. Así pues, nadie podía ver lo que Matzerath llevaba a la bodega y lo que de ésta sacaba; de lo contrario, nadie nos habría permitido constituir en época de guerra los depósitos de víveres que Matzerath logró acumular. El local, seco y cálido, estaba lleno de comestibles: legumbres, pastas, azúcar, miel artificial, harina de trigo y margarina. Cajas de pan de centeno amontonadas sobre cajas de vegetalina. Latas de ensalada de Leipzig junto a latas de ciruelas y guisantes en los anaqueles que Matzerath, hábil como era, había confeccionado él mismo y clavado en la pared. Algunas vigas empotradas hacia la mitad de la guerra y por indicación de Greff entre el techo y el piso de cemento de la bodega conferían a ésta la seguridad de un abrigo antiaéreo reglamentario. En varias ocasiones estuvo Matzerath a punto de suprimir las vigas, ya que, con excepción de algunos ataques de desgaste, Danzig no sufrió bombardeos mayores. Pero cuando ya Greff no pudo seguir manteniéndose en su papel de encargado de la defensa pasiva, entonces fue María la que le rogó que no las tocara, pues quería seguridad para el pequeño Kurt y, a veces también, para mí.
Durante los primeros bombardeos aéreos de fines de enero, Matzerath y el viejo Heilandt bajaban todavía, uniendo sus fuerzas, el sillón con mamá Truczinski a nuestra bodega. Pero luego, a petición suya, o tal vez también para evitarse la molestia, la dejaron en su habitación, junto a la ventana. Y después del gran bombardeo del centro de la ciudad, María y Matzerath encontraron a la pobre anciana con la mandíbula inferior colgando y una mirada tan convulsa como si un mosquito pegajoso se le hubiera metido en el ojo.
Sacóse pues de sus goznes la puerta del dormitorio. El viejo Heilandt fue a buscar en su cobertizo utensilios y algunas tablas de cajas y, fumando un cigarrillo marca Derby que Matzerath le regalara, empezó a tomar las medidas. Óscar le ayudó en su trabajo. Los demás se fueron a la bodega, porque el cañoneo volvía a hacerse sentir desde las alturas.
El viejo quería hacerlo de prisa y confeccionar una simple caja sin afinarla hacia el pie. Pero Óscar era partidario de la forma tradicional del ataúd, y le puso las tablas bajo la sierra en forma tan resuelta, que lo decidió finalmente por el afinamiento hacia el pie, al que tiene derecho todo cadáver humano.
Una vez terminado, el ataúd tenía muy buen aspecto. La Greff lavó el cuerpo de mamá Truczinski, tomó del armario un camisón limpio, le recortó las uñas, le arregló el moño sujetándoselo con tres agujas de tejer y, en una palabra, hizo todo lo posible para que, aun en la muerte, mamá Truczinski siguiera pareciéndose a un ratón gris que, en vida, gustaba de beber café de malta y comer puré de patatas.
Mas comoquiera que durante el ataque aéreo el ratón se había puesto rígido en su silla y sólo se dejaba meter en el ataúd con las piernas encogidas y las rodillas en alto, el viejo Heilandt, aprovechando un momento en que María salió de la habitación con el pequeño Kurt en sus brazos, tuvo que romperle las piernas, a fin de poder clavar la tapa.
Por desgracia sólo teníamos pintura amarilla, pero no negra. Así que mamá Truczinski fue sacada de la habitación y llevada escaleras abajo en aquellas tablas sin pintar, pero que de todos modos se afinaban hacia el pie. Óscar cerraba la marcha con su tambor y podía contemplar la tapa del ataúd en la que se leía, tres veces, a intervalos regulares: Margarina Vitello - Margarina Vitello - Margarina Vitello, lo que venía a confirmar en forma póstuma el gusto de mamá Truczinski, que en vida siempre había preferido la margarina vegetal Vitello a la mejor mantequilla porque la margarina es sana, se conserva fresca, alimenta y alegra el corazón.
El viejo Heilandt tiró de la carretilla de la verdulería Greff con el ataúd encima por la calle de la Virgen María y el paseo Antón Möller —aquí ardían dos casas—, en dirección de la Clínica de Mujeres. El pequeño Kurt se había quedado con la viuda Greff en nuestra bodega. María y Matzerath empujaban, en tanto que Óscar estaba sentado arriba y le daban ganas de encaramarse sobre el ataúd, cosa que no le permitieron. Las calles estaban atestadas de fugitivos de la Prusia Oriental y del delta. Por el paso a desnivel frente al Salón de los Deportes apenas se podía pasar. Matzerath propuso abrir un hoyo en el jardín del Conradinum, pero María se opuso. El viejo Heilandt, que tenía la misma edad que mamá Truczinski, hizo con la mano un signo de desaprobación. También yo estaba en contra del jardín escolar. De todos modos, había que renunciar a los cementerios municipales, porque, a partir del Salón de los Deportes, la Avenida Hindenburg sólo estaba abierta a los transportes militares. Así que no pudimos enterrar al ratón al lado de su hijo Heriberto, pero le escogimos un rinconcito detrás del Campo de Mayo, en el Parque Steffen, que quedaba frente a los cementerios municipales.
El suelo estaba helado. Mientras Matzerath y el viejo Heilandt se iban relevando con el pico y María trataba de arrancar algo de yedra junto a los bancos de piedra, Óscar se independizó y no tardó en encontrarse entre los troncos de la Avenida Hindenburg. ¡Qué movimiento! Los tanques replegados de las alturas y del delta se remolcaban mutuamente. De los árboles —tilos, si no recuerdo mal— colgaban reservistas y soldados. Unos letreritos de cartón prendidos en sus capotes y hasta cierto punto legibles decían que los que allí colgaban de los árboles o los tilos eran traidores. Me fijé en la cara contraída de varios de los ahorcados y establecí comparaciones en general y, en particular, con el verdulero Greff. Vi también racimos de muchachos colgando en uniformes que les quedaban grandes y más de una vez creí reconocer a Störtebeker; pero todos los muchachos ahorcados se parecen. Con todo, me dije: ahora han colgado a Störtebeker —¿le habrán echado también la soga a Lucía Rennwand?
Este pensamiento dio alas a Óscar. Escrutó los árboles a derecha e izquieda en busca de una muchacha flaca que colgara y atrevióse a pasar a través de los tanques al otro lado de la Avenida; pero tampoco aquí encontró más que viejos reservistas, soldados y muchachos parecidos a Störtebeker. Decepcionado, recorrí la Avenida hasta la altura del Café de las Cuatro Estaciones, que estaba medio destruido, volví atrás de mala gana y, mientras esparcía con María yedra y hojas secas sobre la tumba de mamá Truczinski, seguía representándome con toda firmeza y precisión la imagen de Lucía ahorcada.
No devolvimos la carretilla a la verdulería. Matzerath y el viejo Heilandt la desarmaron, colocaron las distintas partes delante del mostrador, y el negociante en ultramarinos metió en el bolsillo del viejo tres paquetes de cigarrillos Derby y le dijo: —Tal vez la necesitemos todavía. Aquí estará segura, en lo que cabe.
El viejo Heilandt no dijo nada, pero cogió de los anaqueles casi vacíos algunos paquetes de macarrones y dos cucuruchos de azúcar. Y luego, arrastrando las zapatillas de fieltro que había llevado también durante el entierro, salió de la tienda y dejó que Matzerath trasladara a la bodega los contados artículos que quedaban aún en los anaqueles.
Ya casi no salíamos de aquel agujero. Decíase que los rusos estaban ya en Zigankenberg, Pietzgendorf, en Schidlitz. En todo caso debían haber ocupado las alturas, porque tiraban a mansalva sobre la ciudad. La orilla derecha, el barrio viejo, el barrio del Pebre, los suburbios, el barrio moderno, el barrio nuevo y la ciudad baja, en los que se había edificado por espacio de setecientos años, ardieron en tres días. Claro que no era éste el primer incendio de la ciudad de Danzig. Ya anteriormente, haciendo historia, los pomerelianos, los brandeburgueses, los caballeros de la Orden, los polacos, los suecos y otra vez los suecos, los franceses, los prusianos y los rusos, e inclusive los sajones, habían considerado, cada par de decenios, a la ciudad digna del fuego. Y ahora eran los rusos, los polacos, los alemanes y los ingleses juntos los que cocían por centésima vez los ladrillos de la arquitectura gótica, sin por ello convertirlos en bizcochos. Ardieron la calle Mayor, la calle Ancha, la calle de los Tejedores y el callejón del mismo nombre, la calle de los Perros, la de Tobías, el Paseo del barrio viejo, el del suburbio, las murallas y el Puente Largo. La Puerta de la Grúa era de madera, por lo que ardió de forma particularmente espectacular. En el callejón de los Pantaloneros, el fuego se hizo tomar medidas para unos cuantos pantalones más que deslumbrantes. La iglesia de Nuestra Señora ardió de adentro para fuera y, a través de sus ventanales góticos, mostró una iluminación de gran festividad. Las campanas que no habían sido evacuadas todavía, las de Santa Catalina, San Juan, Santa Brígida, Santa Bárbara, Santa Isabel, San Pedro y San Pablo, la Trinidad y el Divino Cuerpo, se fundieron en sus soportes y gotearon sin ton ni son. En el Molino Grande molieron trigo rojo. En la calle de los Carniceros se quemó el asado dominical. En el Teatro Municipal se representó Sueños de incendiario, pieza en un acto, pero de doble sentido. El Ayuntamiento, después del incendio, acordó a los bomberos un aumento de salarios con carácter retroactivo. La calle del Espíritu Santo ardió en nombre de éste. El convento de los franciscanos lo hizo también alegremente en nombre de San Francisco, al que como es sabido le gustaba el fuego. La calle de las Damas inflamóse a la vez por el Padre y por el Hijo. De más está decir que ardieron los Mercados de la Madera, del Carbón y del Heno. En la calle de los Panaderos, los panecillos no salieron del horno. En el callejón de los Cántaros de Leche, la leche hirviendo se derramó. El único que, por razones puramente simbólicas, no quiso arder fue el edificio de la Compañía de Seguros contra Incendios de la Prusia Occidental.
A Óscar los incendios nunca lo han impresionado mayormente. Así pues, cuando Matzerath subió corriendo las escaleras para contemplar desde el desván la ciudad en llamas, yo me hubiera quedado tranquilamente en la bodega, a no ser por el hecho de que, por ligereza, había yo depositado en dicho desván precisamente mis escasos bienes combustibles. Había que salvar el último de los tambores que me quedaba del Teatro de Campaña, así como mi Goethe y mi Rasputín. Además guardaba yo también entre las hojas del libro un abanico, tenue como un hálito y delicadamente pintado, que mi Rosvita, la Raguna, había agitado graciosamente en vida. María se quedó en la bodega. En cambio, el pequeño Kurt quería subir con Matzerath al tejado para ver el incendio. Por una parte, aquella capacidad incontrolada de entusiasmo de mi hijo me molestó, pero por la otra me dije: eso le viene de su bisabuelo, de mi abuelo Koljaiczek, el incendiario. Pero María lo retuvo abajo y me dejó subir solo con Matzerath; recogí mis bártulos, eché una mirada por el tragaluz del tendedero del desván, y hube de maravillarme de la chisporroteante energía de que estaba dando muestra la antigua y venerable ciudad.
Al caer unas granadas allí cerca, dejamos el desván. Más tarde quiso subir de nuevo Matzerath, pero María se lo prohibió. Él no Asistió y, llorando, se puso a describir punto por punto el incendio a la viuda Gref f, que había permanecido en la bodega. Todavía subió al piso y puso la radio, pero ya no se oía nada. Ni siquiera el crepitar de la emisora en llamas; no se diga comunicados especiales.
Temblando casi como un niño que no sabe si ha de seguir creyendo en San Nicolás, estaba Matzerath plantado en medio de la bodega, agarrándose los tirantes y exteriorizando por vez primera dudas acerca de la victoria final; por consejo de la viuda Greff, se quitó la insignia del Partido, pero no sabía qué hacer con ella, porque el piso de la bodega era de cemento y la Greff no la quería. María dijo que la enterrara entre las patatas, pero las patatas no le parecían a Matzerath bastante seguras y ya no se atrevía a subir, porque ellos no tardarían en llegar, si es que no estaban ya allí, o en camino, pues cuando subimos al desván estaban ya luchando en Brenntau y en Oliva. Una y otra vez se lamentaba de no haber tirado aquel bombón arriba, en la arena de la defensa pasiva; porque si ellos los encontraban allí abajo, con el bombón en la mano… En esto la dejó caer sobre el cemento, y quiso ponerle el pie encima y dárselas de bruto; pero ya el pequeño Kurt y yo nos habíamos echado sobre ella, y yo la cogí primero y me hice fuerte, aunque el pequeño Kurt me pegara, como pegaba siempre que quería algo, y no quise darle la insignia a mi hijo, porque no quería comprometerlo, ya que con los rusos no hay que andarse con bromas. Esto lo sabía Óscar por su lectura de Rasputín, y mientras el pequeño me pegaba y María trataba de separarnos, pensaba yo si serían rusos blancos o rusos grandes, cosacos o georgianos, calmucos o inclusive tártaros de Crimea, rutenios o ucranianos, quién sabe si quirguises los que encontrarían la insignia del Partido de Matzerath entre las manos del pequeño Kurt, caso de ceder Óscar a los golpes de su hijo.
Cuando María, con el auxilio de la viuda Greff, logró separarnos, yo seguía teniendo victoriosamente el bombón en mi puño izquierdo. Matzerath estaba feliz de haberse desembarazado de su condecoración. María trataba de hacer calle al pequeño Kurt, que aullaba. A mí, el alfiler abierto me picaba en la palma de la mano. Seguía, como antes, sin poder hallarle gusto a aquella cosa. Pero, cuando me disponía a prendérselo de nuevo a Matzerath por la espalda —pues, en definitiva, yo qué tenía que ver con el Partido— he aquí que ya estaban arriba de nosotros en la tienda y, a juzgar por los chillidos de las mujeres, muy probablemente también en las bodegas de los vecinos.
Cuando levantaron la trampa, el alfiler me seguía picando. ¿Qué podía yo hacer más que acurrucarme ante las rodillas temblorosas de María y contemplar las hormigas, cuyo camino iba desde las patatas, cruzando en diagonal la bodega, hasta un saco de azúcar? Rusos completamente normales, ligeramente mezclados, pude apreciar así que, en número de seis, aparecieron en lo alto de la escalera mirándonos por encima de sus pistolas ametralladoras. En medio de aquel griterío resultaba tranquilizador que las hormigas no se dejaran impresionar por la aparición del ejército ruso. Ellas sólo pensaban en las patatas y en el azúcar, en tanto que los de las pistolas ametralladoras ponían por delante otras conquistas. Me pareció normal que los adultos levantaran las manos. Así lo habíamos visto en las actualidades, y así había sido también, exactamente, cuando la defensa del Correo polaco. Pero que el pequeño Kurt se pusiera a remedar a los adultos, me resultó incomprensible. Él hubiera debido seguir mi ejemplo, el ejemplo de su padre; o, si no el de su padre, el de las hormigas. Comoquiera que tres de los uniformes cuadrados se entusiasmaron rápidamente a la vista de la viuda Greff, se produjo cierto movimiento. La Greff, que después de una viudez y un ayuno tan prolongados jamás hubiera podido esperar un acoso de tal envergadura, gritó al principio por la pura sorpresa, pero no tardó en acomodarse a aquella situación que ya casi había olvidado.
Había yo leído ya en Rasputín que los rusos aman a los niños. Hube de comprobarlo en nuestra bodega. María temblaba sin motivo y no acertaba a comprender por qué los cuatro que no se habían metido con la Greff dejaban al pequeño Kurt sentado en su regazo, en vez de ocuparlo ellos mismos uno después de otro, y lo acariciaban, le decían dadadá y también a ella le acariciaban las mejillas.
Unos brazos nos levantaron en vilo a mí y a mi tambor, lo que me impidió seguir observando a las hormigas y medir los acontecimientos a través de su laboriosidad. El tambor me colgaba sobre la barriga, y aquel hombretón de poros dilatados se puso a tamborilear con sus dedazos, y ni siquiera mal para un adulto, algunos compases a cuyo son se habría podido bailar. De buena gana hubiera correspondido Óscar y habría ejecutado sobre la hojalata algunas de sus piezas más brillantes, pero no podía, porque la insignia del Partido de Matzerath seguía picándole en la palma de la mano izquierda.
El ambiente se hizo casi apacible y familiar en nuestra bodega. La Greff, cada vez más silenciosa, soportaba alternativamente a tres de aquellos tipos, y cuando uno de ellos se dio por satisfecho, el que me tenía en brazos y tocaba el tambor con tanta pericia me pasó a otro, probablemente un calmuco, que sudaba y tenía los ojos ligeramente oblicuos. Mientras me levantaba con la izquierda, abrochábase los pantalones con la derecha y no parecía objetar en absoluto que su predecesor, mi tamborero, hiciera lo contrario. Para Matzerath, en cambio, la situación no ofrecía variedad alguna. Seguía plantado delante del anaquel en donde estaban las latas de ensalada de Leipzig, con las manos en alto y mostrando todas las líneas de las mismas; pero nadie quería leérselas. Resultaba sorprendente, por el contrario, la capacidad de adaptación de las mujeres. María aprendía las primeras palabras en ruso, ya no le temblaban las rodillas, y hasta se reía; hubiera estado en condiciones de tocar su armónica, de haber tenido a mano su tambor de boca.
Pero Óscar, que no podía cambiar tan súbitamente, buscaba algo con qué sustituir a sus hormigas, y se concentró en la observación de unos animalitos achatados, de color gris pardusco, que se paseaban por el borde del cuello de mi calmuco. De buena gana hubiera atrapado uno de aquellos piojos para observarlo detenidamente, ya que también eran objeto de mención en mis lecturas, no tanto en Goethe, pero sí en Rasputín. Mas como me resultaba difícil agarrarlos con una sola mano, traté de desembarazarme de la insignia del Partido. Por vía de explicación, Óscar dice: como el calmuco llevaba ya varias condecoraciones en el pecho, tendí la mano cerrada con el bombón que me picaba y me impedía cazar los piojos, a Matzerath, que se hallaba a un lado frente a mí.
Podrá decirse ahora que no debía haberlo hecho. Pero también podría decirse: Matzerath no tenía por qué haber alargado la mano.
El caso es que la alargó. Y yo me desembaracé del bombón. Al sentir Matzerath la insignia del Partido entre los dedos, el terror fue subiéndole de punto. En cuanto a mí, ya con las manos libres, no quise ser testigo de lo que Matzerath hiciera con el bombón. Demasiado preocupado para dedicarse a la caza de los piojos, Óscar se disponía a concentrarse de nuevo en las hormigas, cuando percibió un rápido movimiento de la mano de Matzerath, lo que le hace decir ahora, ya que no alcanza a recordar lo que pensó entonces: hubiera sido más sensato guardar tranquilamente aquella cosa redonda y de colores en la mano cerrada.
Pero él quería deshacerse de ella y, a pesar de su acreditada fantasía de cocinero y decorador del escaparate de la tienda de ultramarinos, no se le ocurrió más escondrijo que el de su cavidad bucal.
¡Qué importancia puede revestir a veces un pequeño movimiento de la mano! De la mano a la boca: eso bastó para asustar a los dos Ivanes sentados pacíficamente a derecha e izquierda de María y hacerles levantarse de un salto. De pie, apuntaban con sus pistolas ametralladoras al vientre de Matzerath, y todo el mundo pudo ver que éste trataba de tragar algo.
¡Si por lo menos hubiera cerrado antes con tres dedos el prendedor! Pero el bombón rebelde se le atragantaba, y se ponía rojo, los ojos se le hinchaban, tosía, lloraba y reía a un tiempo y, con tantas excitaciones simultáneas, ya no podía mantener las manos en alto. Eso era lo que los Ivanes no podían tolerar. Gritaban y querían verle nuevamente las palmas. Pero Matzerath sólo podía atender a sus órganos respiratorios, y ya ni siquiera podía toser debidamente, sino que empezó a bailar y a mover los brazos, y de pronto rodaron del anaquel unas cuantas latas de ensalada de Leipzig, con lo que mi calmuco, que hasta entonces había asistido impasible y entornando los ojos al espectáculo, me depositó con todo cuidado sobre el piso, se llevó una mano atrás, puso algo en posición horizontal y disparó desde la cadera, vaciando el cargador antes de que Matzerath acabara de ahogarse.
¡Lo que no se hace cuando el Destino aparece en escena! Mientras mi presunto padre se tragaba el Partido y moría, yo aplasté, sin quererlo ni darme cuenta, un piojo que momentos antes acababa de agarrarle al calmuco. Matzerath se había desplomado cuan largo era sobre el camino de las hormigas. Los Ivanes abandonaron la bodega por la escalera de la tienda, llevándose unos paquetes de miel artificial. Mi calmuco fue el último en retirarse, pero sin llevarse nada de miel artificial, porque tenía que volver a cargar su pistola ametralladora. La viuda Greff, desfondada y torcida, colgaba entre las cajas de margarina. María apretaba al pequeño Kurt contra su pecho como si quisiera ahogarlo. A mí me rondaba por el magín una frase leída en Goethe. Las hormigas, afrentadas a una situación de emergencia, no se dejaron arredrar Por el rodeo y trazaron su vía estratégica en torno al encorvado Matzerath, porque el azúcar que se escurría del saco reventado nada había perdido de su dulzor durante la ocupación de la ciudad de Danzig por el ejército del mariscal Rokosovski.