Hablábase mucho, a la sazón, de armas milagrosas y de victoria final. Nosotros, los Curtidores, no hablábamos ni de una cosa ni de la otra, pero teníamos el arma milagrosa.
Al asumir Óscar la jefatura de la banda, que contaba de unos treinta a cuarenta miembros, me hice presentar primero por Störtebeker al jefe del grupo de Neufahrwasser. Moorkähne, muchacho de unos diecisiete años y que cojeaba, era hijo de un alto funcionario de la oficina de Pilotos de Neufahrwasser y, debido a su impedimento físico —su pierna derecha era dos centímetros más corta que la izquierda— no había sido admitido ni como recluta ni como auxiliar de la Defensa Antiaérea. Pese a que Moorkähne exhibiera su cojera en forma ostensible y sin disimulo, era tímido y hablaba bajito. Aquel adolescente que sonreía siempre en forma socarrona pasaba por ser el mejor alumno de la clase superior del Conradinum y, caso de que el ejército ruso no viniera a ponerle algún reparo, tenía todas las probabilidades de terminar su bachillerato en forma ejemplar. Moorkähne quería estudiar filosofía.
Lo mismo que Störtebeker me respetaba en forma incondicional, así veía también el cojo en mí a Jesús que precedía a los Curtidores. Desde el primer momento hízose mostrar Óscar por ambos el depósito y la caja, porque los dos grupos reunían los botines de sus hazañas en la misma bodega. Ésta se hallaba, seca y espaciosa, en una residencia discreta y elegante de Langfuhr, en el camino de Jeschkental. Habitaban esta residencia, emparrada de múltiples enredaderas y separada de la carretera por un prado en suave declive, los padres de Angelote, que se llamaban «von Puttkamer»; mejor dicho, el señor von Puttkamer se hallaba en la hermosa Francia al mando de una división, era poseedor de la cruz de caballero y de linaje pomeranio-polaco-prusiano, en tanto que la señora Elisabeth von Puttkamer disfrutaba de la casa salud y se hallaba desde hacía ya varios meses en la Alta Babiera, donde había de curarse. Wolfgang von Puttkamer, pues, al que los Curtidores llamaban Angelote, era dueño y señor de la residencia, ya que a la vieja sirvienta medio sorda que tenía a su cargo en las habitaciones superiores el bienestar del señorito no la vimos nunca: nosotros nos introducíamos en la bodega por el lavadero.
En el depósito amontonábanse latas de conservas, cajas de cigarros y varias pacas de seda de paracaídas. De un estante colgaban dos docenas de cronómetros de reglamento, del ejército, que por orden de Störtebeker Angelote tenía que mantener constantemente andando, acordándolos uno con otro. Tenía también que limpiar las dos pistolas ametralladoras, el fusil de asalto y los revólveres. Me mostraron asimismo una granada antitanque, munición para las ametralladoras y veinticinco bombas de mano. Todo esto, lo mismo que una hilera considerable de latas de petróleo, estaba destinado al asalto de la Oficina de Racionamiento. Así pues, la primera orden de Óscar, que yo pronuncié en mi calidad de Jesús fue: —Enterrad las armas y el petróleo en el jardín. Entregad las matracas a Jesús. ¡Nuestras armas son de otra clase!
Cuando los muchachos me mostraron una caja de cigarros llena de condecoraciones e insignias robadas, les permití, sonriendo, que tomaran posesión de las mismas. En cambio, hubiera debido quitarles los cuchillos de paracaidistas. Más tarde hicieron uso de aquellas hojas que tan bien se ajustaban a la mano y clamaban por dar servicio.
Luego me trajeron la caja. Óscar dejó que contaran, contó a su vez e hizo anotar un efectivo de dos mil cuatrocientos veinte marcos del Reich. Esto era a principios de septiembre del cuarenta y cuatro. Y cuando a mediados de enero del cuarenta y cinco Koniev y Zukov forzaron el paso del Vístula, nos vimos obligados a abandonar nuestra caja en el depósito de la bodega. Angelote confesó y, sobre la mesa de la Audiencia Territorial, amontonáronse, en paquetes y en pilas, treinta y seis mil marcos.
Conforme a mi natural, durante las operaciones Óscar manteníase en la sombra. Durante el día buscaba yo, por lo regular solo o a lo sumo en compañía de Störtebeker, un objetivo que valiera la pena para la empresa nocturna, dejaba la organización de la misma a Störtebeker o a Moorkähne, y rompía con mi canto —ésta era, en efecto, el arma milagrosa—, a mayor distancia que nunca sin abandonar la habitación de mamá Truczinski, a altas horas de la noche y desde la ventana del dormitorio, los vidrios de la planta baja de distintas oficinas del Partido, la ventana del patio de una imprenta en la que se imprimían las tarjetas de racionamiento y, en una ocasión, a petición de los muchachos y de mal grado, la ventana de la cocina del domicilio particular de un maestro del que querían vengarse.
Estábamos ya en noviembre. Los VI y V2 volaban hacia Inglaterra, y yo, lanzando mi canto por encima de Langf uhr, y haciéndole seguir por el arbolado de la Avenida Hindenburg, la Estación Central, el barrio viejo y la orilla derecha, busqué la calle de los Carniceros y el Museo e hice que mis hombres penetraran en él en busca de Níobe, el mascarón de proa.
No la hallaron. A mi lado, mamá Truczinski permanecía clavada a su silla, movía la cabeza y tenía conmigo algo en común, porque si Óscar cantaba a distancia, lo mismo hacía ella con sus pensamientos, buscando en el cielo a su hijo Heriberto y en el sector del centro a su hijo Fritz. También a su hija Gusta, que a principios del cuarenta y cuatro se había casado en Renania, tenía que buscarla en la lejana Düsseldorf, porque era allí donde el jefe de camareros Kóster tenía su domicilio, aunque por el momento se encontrara en Curlandia. Gusta sólo pudo conocerlo y retenerlo las dos semanas que estuvo de permiso.
Eran unas veladas apacibles. Óscar se sentaba a los pies de mamá Truczinski, fantaseaba un poco sobre su tambor, extraía del tubo de la estufa de azulejos una manzana cocida y desaparecía, llevándose esta fruta arrugada, manjar de ancianas y de niños, en el oscuro dormitorio; subía aquí el papel del oscurecimiento, abría un palmo la ventana, dejaba que entrara algo del frío y de la noche, y mandaba afuera su canto de control remoto; pero no le cantaba a estrella alguna ni tenía nada que buscar en la Vía Láctea. Lo que buscaban era la Plaza de Winterfeld y, en ésta, no el edificio de la radio, sino aquel armatoste de enfrente en donde la dirección regional de la Juventud Hitleriana alineaba puerta con puerta sus despachos.
Si el tiempo era claro, mi trabajo no requería ni un minuto. Mientras tanto, la manzana cocida se había enfriado un poco en la ventana. De modo que volvía comiéndomela al lado de mama Truczinski y de mi tambor, me iba en seguida a la cama, y podía estar seguro de que, mientras Óscar dormía, los Curtidores robaban en nombre de Jesús las cajas del Partido, tarjetas de racionamiento y, lo que era aún más importante, sellos oficiales, formularios impresos o alguna lista del Servicio de Patrullas de la Juventud Hitleriana.
Con ánimo tolerante, dejaba yo que Störtebeker y Moorkähne hicieran toda clase de tonterías con documentos falsificados. El enemigo principal de la banda era, decididamente, el Servicio de Patrullas. Lo que es por mí, podían cazar a sus contrincantes como les diera la gana, curtirlos y —según lo decía y lo hacía Carboncillo— pulirles los testículos.
De estos actos, que sólo constituían un preludio y no revelaban nada todavía de mis verdaderos planes, siempre me mantuve alejado, de modo que tampoco puedo atestiguar si fueron los Curtidores los que, en septiembre del cuarenta y cuatro, ataron a dos jefes superiores del Servicio de Patrullas, entre ellos al temido Helmut Neitberg, y los ahogaron en el Mottlau, arriba del Puente de las Vacas.
También llegó a decirse luego que los Curtidores habían tenido contactos con los piratas Edelweiss, de Colonia, y que guerrilleros polacos de la región de Tuchler habían alentado nuestras acciones o inclusive las habían dirigido. Yo, que en mi doble carácter de Óscar y de Jesús presidí la banda, desmiento categóricamente la especie relegándola al dominio de la leyenda.
También se nos acusó, en el curso del proceso, de haber tenido relación con los autores del atentado del veinte de julio, porque el padre de Angelote, August von Puttkamer, era allegado del mariscal Rommel y se había suicidado. Angelote, que durante la guerra sólo había visto a su padre cuatro o cinco veces, en visitas rápidas y siempre con insignias de diferente grado, no se enteró de aquella historia de oficiales, que en el fondo a nosotros nos dejaba indiferentes, sino en el curso del proceso, y lloró entonces en forma tan lamentable e incontrolada, que Carboncillo, que estaba a su lado en el banquillo, hubo de curtirlo en presencia de los jueces.
Sólo en una ocasión establecieron los adultos contacto con nosotros en relación con nuestras actividades. Fue cuando unos trabajadores de los astilleros —de filiación comunista, según yo lo intuí inmediatamente— trataron de ganar influencia sobre nuestros aprendices de Schichau para convertirnos en un movimiento clandestino rojo. Los aprendices no parecían ver la cosa con malos ojos. Pero los estudiantes se opusieron a toda tendencia política. El auxiliar de la Defensa Antiaérea que llamábamos Míster cínico y teorizante de la banda de los Curtidores, expresó su opinión, en el curso de una asamblea: —Nada tenemos que ver con los partidos; nosotros luchamos contra nuestros padres y contra todos los demás adultos, lo mismo si están a favor o en contra de lo que sea.
Aunque el Míster se hubiera expresado con la mayor exageración, la mayoría de los estudiantes se pronunciaron a su favor. Hubo una escisión en la banda, y los aprendices de Schichau fundaron un nuevo grupo —lo que yo sentí, pues los muchachos eran muy activos— aunque, no obstante las objeciones de Störtebekery Moorkähne, siguieron ostentándose como la banda de los Curtidores. En el proceso —ya que su tienda saltó al mismo tiempo que la nuestra— se les atribuyó el incendio del buque escuela de submarinos en los terrenos del astillero. Más de cien tripulantes y aspirantes a marineros que seguían allí su instrucción perecieron entonces en forma atroz. El incendio estalló sobre la cubierta e impidió que la tripulación del submarino, que dormía bajo cubierta, pudiera abandonar sus camarotes, y cuando los aspirantes, que contaban apenas dieciocho años, trataron de saltar por las escotillas al agua salvadora del puerto, quedaron atrapados por las caderas, en tanto que el fuego, que se extendía rápidamente, los alcanzaba por detrás, de modo que hubo que matarlos a tiros desde las barcazas de motor, porque gritaban en forma demasiado fuerte y persistente.
El incendio no lo provocamos nosotros. Tal vez fueron los aprendices de Schichau, o quizá los del grupo de Westerland. Los Curtidores no eran incendiarios, aunque yo, su jefe espiritual, pudiera tener inclinaciones incendiarias por parte de mi abuelo Koljaiczek.
Me acuerdo bien del mecánico que había sido trasladado de los astilleros alemanes de Kiel a Schichau y vino a vernos poco antes de la división de la banda de los Curtidores. Erich y Horst Pietzger, hijos de un estibador de Fuchswall, lo condujeron a la bodega de nuestra residencia. Examinó con atención nuestro depósito, lamentó la ausencia de armas utilizables, pero, aunque con reservé) nos hizo algunos elogios; y cuando, habiendo preguntado por el jefe de la banda, Störtebeker y Moorkähne me señalaron a mí, el primero espontáneamente y el segundo con cierta vacilación, rompió en un ataque de risa tan insolente y prolongado, que faltó poco para que, a indicación de Óscar, se le entregara a los Curtidores para ser curtido.
—¿Qué clase de gnomo es éste? —le dijo a Moorkähne, señalándome con el pulgar por encima de la espalda.
Antes de que Moorkähne, que sonreía sin saber qué responder, pudiera decir nada, Störtebeker le contestó, en forma impresionantemente reposada: —Éste es nuestro Jesús.
El mecánico, que se llamaba Walter, no encajó bien la palabrita y se permitió externar su cólera en nuestros dominios: —Bueno, ¿sois políticos de veras, o monaguillos preparando algún Nacimiento para la Navidad?
Störtebeker abrió la puerta de la bodega, hizo una señal a Carboncillo, dejó saltar de la manga de su chaqueta la hoja de un cuchillo de paracaidista y dijo, más a la banda que al mecánico: —Somos monaguillos y estamos preparando un nacimiento para Navidad.
De todos modos, no se le hizo al señor mecánico ningún daño, sino que se le vendaron los ojos y se le condujo fuera de la residencia. Poco después nos quedamos solos, porque los aprendices de los astilleros de Schichau se separaron, constituyeron un grupo propio bajo la dirección del mecánico, y tengo la plena seguridad de que fueron ellos los que prendieron fuego al buque escuela.
En mi opinión, Störtebeker había dado la respuesta correcta. No nos interesaba la política y, después que las Patrullas de la Juventud Hitleriana, atemorizadas, ya apenas salían de sus locales de servicio o controlaban a lo sumo en la Estación Central los papeles de las muchachitas de vida alegre, empezamos a trasladar nuestro campo de acción a las iglesias y a ensayar, según las palabras del mecánico, Nacimientos.
De momento, tratábase de compensar la pérdida de los aprendices de Schichau, que habían sido muy activos. A fines de octubre, Störtebeker tomó juramento a dos monaguillos de la iglesia del Sagrado Corazón. Eran los hermanos Félix y Pablo Rennwand. Störtebeker los había conocido por la hermana de ellos, Lucía. A pesar de mi protesta, la muchacha, que contaba apenas diecisiete años, asistió a la toma de juramento. Los hermanos Rennwand tuvieron que poner la mano izquierda sobre mi tambor, en el que los muchachos, exaltados como eran, veían una especie de símbolo, y pronunciar la fórmula de los Curtidores: un texto tan idiota y abracadabrante, que no acierto a recordarlo.
Durante el acto de la jura, Óscar observaba a Lucía. Tenía los hombros subidos, y en la mano izquierda un emparedado de salchicha que temblaba ligeramente, se mordía el labio inferior mostraba una cara rígida y triangular, de raposa; su mirada ardía en la espalda de Störtebeker. Yo sentí miedo por el futuro de los Curtidores.
Empezamos con la transformación de nuestra bodega. Desde la habitación de mamá Truczinski dirigía yo, en colaboración con los monaguillos, la adquisición del mobiliario. De la iglesia de Santa Catalina adquirimos un San José de tamaño mediano, que resultó ser auténtico, del siglo dieciséis, unos candelabros, algunos vasos sagrados y un pendón del Corpus. Una visita nocturna a la iglesia de la Trinidad nos proporcionó un ángel con trompeta, de madera, de ningún interés artístico, y un tapiz de figuras que podía servirnos de adorno mural. Era una copia de un modelo más antiguo, que mostraba a una dama haciéndole carantoñas a un animal fabuloso que le estaba sometido y se llamaba unicornio. Aunque Störtebeker hiciera observar, no sin razón, que la sonrisa tejida de la muchacha del tapiz era tan cruelmente juguetona como la cara de la raposa de Lucía, confiaba yo que mi lugarteniente no se dejara amansar como el unicornio fabuloso. Cuando el tapiz estuvo colgado a la pared frontal de la bodega, en la que antes se viera toda clase de necedades, como la «Mano Negra» y la «Calavera», y finalmente el tema del unicornio presidió todas nuestras deliberaciones, me dije: ¿Por qué, Óscar, por qué acoges aquí, donde entra y sale Lucía para reírse a tus espaldas, a esta segunda Lucía tejida, que convierte a tus subordinados en unicornios y que, tejida o en persona, te busca a ti, porque sólo tú, Óscar, eres realmente fabuloso, eres el animal singular de cuerno exageradamente enroscado?
¡Qué estupendo que llegara el Advietno y que, con figuras de Nacimiento de tamaño natural, de talla ingenua, que evacuábamos de las iglesias de los alrededores, pudiera yo pronto tapar el tapiz a tal punto que la fábula no se prestara a la imitación en forma tan inmediata! A mediados de diciembre desencadeno Rundstedt su ofensiva de las Ardenas, y también nosotros estábamos listos para nuestro gran golpe.
Después que de la mano de María, que para consternación de Matzerath vivía ahora por completo entregada al catolicismo, hube ido varios domingos consecutivos a misa de diez y hube asimismo ordenado a la banda la asistencia a misa, nos introducimos la noche del dieciocho al diecinueve de diciembre, familiarizados ya con los lugares, sin que Óscar necesitara romper cristal alguno y con la ayuda de los monaguillos Félix y Pablo Rennwand, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
Nevaba, pero la nieve se escurría. Los tres carretones de mano los dejamos detrás de la sacristía. El menor de los Rennwand tenía la llave del portal principal. Óscar iba delante; llevó a los muchachos, uno después de otro, a la pila de agua bendita y les hizo arrodillarse en la nave central, mirando al altar mayor. Luego ordené la velación de la estatua del Sagrado Corazón con una manta del Servicio del Trabajo, para que su mirada azul no estorbara demasiado nuestros afanes. Los utensilios los transportaron la Trilla y el Míster a la nave izquierda ante el altar lateral. Hubo primero que evacuar hacia la nave central el establo lleno de figuras y de ramas de pino. Pastores, ángeles, ovejas, burros y vacas teníamos de sobra. Nuestra bodega estaba llena de comparsas, y sólo nos faltaban los actores principales. Belisario limpió de flores el altar. Totila y Teya enrollaron la alfombra. Carboncillo fue sacando los utensilios. Óscar, arrodillado en un pequeño reclinatorio, vigilaba el desmantelamiento.
Primero aserramos al niño Bautista en su piel de mechones color de chocolate. ¡Qué suerte el llevar con nosotros una sierra metálica! Dentro del yeso unas barras de metal del grueso de un dedo unían al Bautista con la nube. Aserraba Carboncillo. Lo hacía como un estudiante, es decir, torpemente. ¡Cómo echamos de menos a los aprendices del astillero de Schichau! Störtebeker relevó a Carboncillo. La cosa iba así algo mejor y, después de media hora de ruido, pudimos tumbar al Bautista, envolverlo en una manta de lana y saborear el silencio de la iglesia a medianoche.
El aserrado del Niño Jesús, pegado con todo su asiento al muslo izquierdo de la Virgen, nos llevó más tiempo. Sus buenos cuarenta minutos estuvieron en ello la Trilla, el mayor de los Rennwand y Corazón de León. Pero ¿por qué tardaba tanto Moorkähne? Se proponía venir directamente de Neufahrwasser con su gente y juntársenos en la iglesia, para no llamar tanto la atención. Störtebeker estaba de mal humor y se me antojaba nervioso. Preguntó varias veces a los hermanos Rennwand por Moorkähne. Y cuando finalmente cayó, como todos esperábamos, la palabrita Lucía Störtebeker ya no hizo más preguntas, arrancó a Corazón de León la sierra de las manos y, trabajando con encarnizamiento feroz acabó al poco rato con el Niño Jesús.
Al tumbar la figura se rompió la aureola. Störtebeker se disculpó conmigo. A duras penas logré dominar la irritación que también me iba invadiendo y ordené que recogieran en dos gorras los fragmentos de yeso dorado. Carboncillo creía que aquello se podría arreglar con pegamento. Acolchamos al Jesús aserrado con cojines y lo envolvimos en dos mantas de lana.
Nuestra idea era aserrar a la Virgen por arriba de la pelvis y practicar un segundo corte entre las plantas de los pies y la nube. Ésta queríamos dejarla en la iglesia y llevarnos sólo a nuestra bodega de los Puttkamer las dos mitades de la Virgen, el Niño Jesús, por supuesto, y, de ser posible, el niño Bautista. Contrariamente a lo que esperábamos, resultó que habíamos estimado demasiado alto el peso de los fragmentos de yeso. El grupo entero, en efecto, había sido colado en vacío, las paredes tenían a lo sumo un grueso de dos dedos y sólo la armazón metálica presentaba dificultades.
Los muchachos, sobre todo Carboncillo y Corazón de León, estaban agotados. Había que concederles un descanso, porque los demás, comprendidos los hermanos Rennwand, no sabían aserrar. La banda estaba desparramada por los bancos de la iglesia, tiritando de frío Störtebeker, de pie, abollaba su sombrero de fieltro, que se había quitado en el interior de la iglesia. Aquella atmósfera no me gustaba. Había que hacer algo. Los muchachos resentían el vacío y la nocturnidad de la arquitectura sagrada. La ausencia de Moorkähne contribuía también a aumentar la tensión. Los hermanos Rennwand parecían tener miedo a Störtebeker, se mantenían apartados y cuchicheaban, hasta que Störtebeker impuso silencio.
Lentamente, y aun creo que suspirando, me levanté de mi reclinatorio y me fui directamente hacia la Virgen remanente. Su mirada, que antes se dirigiera a Juan, caía ahora sobre las gradas llenas de polvo del altar. Su índice derecho, que antes señalara a Jesús, apuntaba ahora al vacío o, más bien, hacia la nave lateral oscura. Subí las gradas una por una, me volví, y busqué los ojos sumisos de Störtebeker; estaban ausentes, hasta que Carboncillo le dio con el codo y le hizo accesible a mi demanda. Me miró, inseguro cual nunca lo había visto antes y sin comprender, hasta que comprendió al fin o en parte, se acercó muy despacio, despacísimo, pero luego brincó las gradas de un solo salto y me subió sobre la superficie blanca irregular, reveladora del manejo inhábil de la sierra, del muslo izquierdo de la Virgen, que dibujaba aproximadamente el trasero del Niño Jesús.
Störtebeker dio inmediatamente la vuelta, se plantó de un salto sobre las baldosas e iba ya a sumirse nuevamente en su ensimismamiento pero volvió la cabeza, achicó sus ojos ya juntos de por sí, al punto que parecían dos luces de control, y hubo de mostrarse impresionado, lo mismo que el resto de la banda desparramada por los bancos de la iglesia, al verme sentado en el lugar de Jesús en forma tan natural y digna de adoración.
No necesitó mucho tiempo para comprender mi plan, y hasta con creces. Hizo que nos enfocaran directamente a mí y a la Virgen las dos lámparas de bolsillo que Narses y Barba Azul habían sostenido durante el desmantelamiento; ordenó, al ver que la luz me molestaba, que la pasaran al rojo, hizo seña a los hermanos Rennwand que se acercaran, les dijo por lo bajo algo que ellos no querían, acercóse al grupo Carboncillo, sin que Störtebeker le hubiera hecho señal alguna, y mostraba ya sus nudillos dispuestos a curtir cuando los hermanos cedieron y desaparecieron en la sacristía, seguidos de cerca por Carboncillo y el auxiliar de la Defensa Antiaérea, Míster. Óscar aguardaba sin impaciencia, poniéndose el tambor en posición, y no se sorprendió en lo más mínimo cuando el largo Míster y los dos hermanos Rennwand volvieron, aquél con hábitos sacerdotales y éstos en el de monaguillos en rojo y blanco. Carboncillo, metido a medias en la ropa del vicario, traía todo lo que requiere la misa, lo dispuso sobre la nube y se eclipsó. El mayor de los Rennwand tenía el incensario, y el otro la campanilla. A pesar de que los hábitos le vinieran bastante grandes, el Míster no imitaba nada mal al reverendo Wiehnke; al principio lo hizo todavía con un cinismo de estudiante, pero luego se dejó llevar por el texto y la acción sagrada y nos ofreció a todos, pero en particular a mí, no una parodia, sino una misa, que más adelante, ante el tribunal, siguió designándose como misa, aunque negra.
Los tres muchachos empezaron con el Introito: la banda de los bancos y las baldosas hincó la rodilla, se persignó y el Míster empezó a celebrar la misa, dominando el texto hasta cierto punto y sostenido por la rutina de los monaguillos. Ya a partir del Introito empecé yo a mover discretamente los palillos sobre la hojalata. El Kirie lo acompañé más fuerte. Gloria in excelsis Deo, glorificaba yo en mi tambor, exhortando a la oración; en lugar de la epístola del día, introduje un número bastante largo de tambor. El Aleluya me salió particularmente bien. En el Credo pude observar que los muchachos creían en mí. Al llegar al Ofertorio aflojé algo con el tambor, dejé que el Míster presentara el pan y mezclara el vino con agua, dejé que nos incensaran al cáliz y a mí, y miré cómo el Míster se comportaba en el lavamanos. Orate, fratres, marqué con el tambor en la luz roja de las lámparas de bolsillo, pasando a la Transubstanciación: Éste es mi cuerpo. Oremus, cantó el Míster. Exhortado por una admonición celeste, los muchachos de los bancos me ofrecieron dos versiones distintas del Padrenuestro, pero el Míster supo unir, en la Comunión, a los católicos y a los protestantes. Mientras ellos comulgaban todavía, anuncié yo con el tambor el Confiteor. La Virgen señalaba con el dedo a Óscar, el tambor. Accedía yo a la sucesión de Jesucristo. La misa iba como sobre ruedas. La voz del Míster se hinchaba y disminuía. ¡Cuan bellamente produjo la bendición: indulgencia, remisión y perdón! Y cuando confió al espacio de la iglesia las palabras finales «Vite, missa est» —id, estáis liberados—, entonces tuvo realmente lugar una liberación espiritual, y la instancia secular ya sólo podía ejercerse sobre una comunidad de Curtidores fortalecida en la fe y fortificada en el nombre de Óscar y de Jesús.
Ya durante la misa había oído yo los autos. También Störtebeker volvió la cabeza. Así pues él y yo fuimos los dos únicos que no nos sorprendimos cuando en el portal principal, en la sacristía e igualmente en el portal lateral percibimos el ruido de voces y de tacones de botas sobre las baldosas de la iglesia.
Störtebeker quiso bajarme del muslo de la Virgen. Yo le hice señal de que no. Él comprendió a Óscar, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y obligó a la banda a permanecer de rodillas y a esperar, de rodillas, a la policía judicial. Y los muchachos permanecieron así, temblando sin duda, y aun alguno hincó las dos rodillas, pero esperaron de todos modos sin chistar a que, a través de la nave lateral, de la nave central y desde la sacristía, nos hallaran y nos rodearan.
Muchas linternas deslumbrantes, no amortiguadas en rojo. Störtebeker se levantó, se santiguó, mostróse a las linternas, entregó su sombrero de fieltro a Carboncillo que seguía arrodillado, dirigióse en su impermeable hacia una sombra hinchada que no llevaba linterna, hacia el reverendo Wiehnke, sacó de detrás de la sombra hacia la luz algo flaco que se resistía con las manos y los pies —Lucía Rennwand—, y le pegó a la muchacha en la cara, triangular y huraña bajo la boina, hasta que el golpe de un policía lo mandó a él entre los bancos.
—¡Qué bárbaros, Jeschke! —oí exclamar a uno de los policías al pie de la Virgen—. ¡Si es el hijo del jefe!
Así saboreó Óscar la ligera satisfacción de haber tenido entre sus activos subordinados al hijo del jefe de la Policía y, sin resistencia, afectando el papel de un rapaz llorón de tres años del que los adolescentes habían abusado, dejé que me ampararan: el reverendo Wiehnke me tomó en sus brazos.
Sólo los policías gritaban. Se llevaron a los muchachos. El reverendo Wiehnke hubo de posarme sobre las baldosas, porque un mareo lo obligó a sentarse en el primer banco a su alcance. Halléme al lado de nuestros utensilios y, entre las palanquetas y martillos, descubrí aquel cesto de provisiones lleno de emparedados de salchicha que la Trilla había preparado poco antes de empezar la operación.
Agarré el cesto, me acerqué a la flaca Lucía que tiritaba dentro de su miserable abrigo y le ofrecí los emparedados. Ella me tomó en sus brazos, colgóse del izquierdo los panecillos con salchicha, tenía ya uno entre los dedos y, acto seguido, entre los dientes, y yo pude observar su cara ardida, golpeada, atiborrada: los ojos sin reposo detrás de sendas hendiduras negras, la piel como amartillada, un triángulo masticante, muñeca, Bruja Negra, que comía la salchicha con el pellejo y, al comer, la cara se le hacía más flaca, más hambrienta, más triangular, más de muñeca —una visión que se me marcó profundamente. ¿Quién podrá quitarme ya de la frente aquel triángulo? ¿Por cuánto tiempo seguirá masticando en mí salchichas, pellejo y hombres, y sonriendo como sólo pueden sonreír un triángulo o las damas de los tapices que domestican unicornios?
Cuando se llevaron a Störtebeker y éste nos mostró a Lucía y a mí su cara ensangrentada, lo miré ya sin reconocerlo y, rodeado por cinco o seis policías y en brazos de Lucía, que seguía devorando emparedados, salí tras mi otrora banda de Curtidores.
¿Qué quedó de todo ello? Quedó el reverendo Wiehnke con Nuestras dos linternas, puestas todavía en rojo, entre los hábitos sacerdotales y los trajes de los monaguillos desperdigados aquí y allá. El cáliz y la custodia quedaron sobre las gradas del altar. El San Juan aserrado y el Jesús aserrado quedaron al lado de aquella Virgen que, en nuestra bodega de la casa de los Puttkamer, estaba destinada a equilibrar el tapiz de la dama del unicornio.
Óscar fue sometido a un proceso que hoy todavía sigo llamando el segundo proceso de Jesús y que terminó con mi absolución y, por consiguiente, con la de éste.