¿Y qué diremos del retorno al hogar? A las veinte horas cuatro minutos hacía su entrada en la Estación Central de Danzig el tren de los soldados con permiso. Félix y Kitty me acompañaron hasta la Plaza Max Halbe, se despidieron, lo que le arrancó algunas lágrimas a Kitty, y se dirigieron luego a la comandancia del Hochstriess. Pero antes de las veintiuna horas entraba en el Labesweg.
¡El retorno! Una mala costumbre muy extendida hace hoy de todo jovenzuelo que haya falsificado una pequeña letra de cambio, se haya ido a causa de ello a la Legión Extranjera y vuelto a los pocos años algo más viejo y contando historias, un Ulises. Los hay que se meten por distracción en un tren equivocado, van a Oberhausen en lugar de a Francfort, tienen por el camino una pequeña aventura —¿quién no la tiene?— y, en cuanto se ven de nuevo en la casa, no hacen más que ver Circes, Penélopes y Telémacos.
Pero Óscar no tenía nada de Ulises, aunque sólo fuese por el simple hecho de que a su regreso lo halló todo tal como lo había dejado. Su amada María, a la que desde el punto de vista de un Ulises debería llamar Penélope, no se veía acosada por ningún enjambre de lúbricos pretendientes: seguía con su Matzerath, por el que ya se había decidido mucho antes de la partida de Oscar. Espero asimismo que las personas cultivadas de entre ustedes tampoco se les ocurra ver en mi pobre Rosvita, a causa de sus actividades profesionales de sonámbula, a una Circe enloquecedora de hombres. Bueno, y en cuanto a mi hijo Kurt, no había movido por su padre ni el meñique, de modo que no era en absoluto un Telémaco, aunque tampoco reconociera a Óscar.
Pero si se desea un paralelo —pues me hago cargo de que a todo el que regresa al hogar han de buscársele paralelos—, entonces prefiero ser para ustedes el hijo pródigo de la Biblia. Porque Matzerath me abrió la puerta y me recibió como un padre, y no como un presunto padre. Es más, logró alegrarse tanto por el retorno de Óscar, derramó en silencio unas lágrimas tan auténticas, que a partir de aquel día ya no me llamé sólo Óscar Bronski, sino también Óscar Matzerath.
María me acogió en forma más reposada, aunque tampoco exenta de afabilidad. Se hallaba sentada a la mesa, pegaba cupones de racionamiento para la oficina de Economía, y tenía apilados ya sobre la mesita chica algunos regalos de aniversario, empaquetados todavía, para el pequeño Kurt. Con su sentido práctico habitual, pensó ante todo en mi bienestar, me desnudó, me bañó como en los buenos tiempos, hizo caso omiso de mi rubor, me puso el pijama y me sentó a la mesa, en la que Matzerath me estaba ya sirviendo unos huevos fritos con patatas. De bebida me dieron un vaso de leche, y mientras comía y bebía empezó el interrogatorio: —Pero dónde te metiste, te estuvimos buscando por todas partes, y la Policía también busca que busca, y hubo que presentarse ante el Juzgado y jurar que no te habíamos hecho ninguna trastada. Bueno, hasta que al fin volviste. Pero no sabes la de molestias que hemos tenido que pasar y las que tendremos todavía probablemente, porque ahora vamos a tener que inscribirte de nuevo. Con tal que no te quieran meter en algún establecimiento. Bien empleado te estaría: ¿qué es eso de largarse sin decir nada?
María no andaba muy descaminada. Hubo dificultades. Vino un funcionario del Ministerio de la Salud, habló confidencialmente con Matzerath, pero éste gritaba muy fuerte, en forma que podía oírse: —¡De ningún modo, se lo prometí a mi mujer en su lecho de muerte, al cabo el padre soy yo y no la Policía Sanitaria!
Así que no me internaron en ninguna parte. Pero a partir de aquel día llegaba cada dos semanas una cartita oficial que invitaba a Matzerath a echar una firmita, la que éste, sin embargo, se negaba a estampar, aunque a causa de ello se le fueran formando arrugas de preocupación en la cara.
Pero Óscar está anticipándose. Devolvamos por el momento su tersura a la cara de Matzerath, ya que la noche de mi retorno éste se mostraba radiante y tenía menos aprehensiones que María, preguntaba también menos que ella y se daba por satisfecho con mi vuelta feliz al hogar, comportándose como un verdadero padre Cuando me llevaron a la cama en casa de mamá Truczinski, que parecía algo desconcertada, dijo: —¡Cuánto se alegrará el pequeño Kurt de volver a tener un hermanito! Y además, mañana celebramos el tercer aniversario del pequeño Kurt.
Además del pastel con las tres velitas, mi hijo Kurt encontró sobre su mesita de regalos un suéter color vino tejido por Greta Scheffel, del que no hizo el menor caso. Había también una pelota de goma abominablemente amarilla sobre la que se sentó, luego se montó y que finalmente cortó con un cuchillo de cocina. Luego chupó por la herida esa detestable agua dulce que suele formarse en todos los balones de aire. En cuanto vio la pelota con su hendidura irremediable, el pequeño Kurt empezó a desaparejar el barco de vela y a convertirlo en chatarra. Dejó intactos, pero peligrosamente al alcance de su mano, el trompo musical y el látigo.
Óscar, que había pensado ya en el aniversario de su hijo con mucha anticipación, que en pleno frenesí de acontecimientos históricos se había apresurado a trasladarse al este para no perderse el tercer aniversario de su heredero, se mantenía apartado; contemplaba la obra de destrucción, admiraba la resolución del rapaz, comparaba sus dimensiones físicas con las de su hijo y hubo de confesarse, un tanto preocupado: durante su ausencia el pequeño Kurt te ha aventajado: aquellos noventa y cuatro centímetros que tú has sabido mantener desde el día de tu tercer aniversario, que queda ya casi diecisiete años atrás, el muchachito los rebasa ya en sus buenos dos o tres centímetros; es hora, pues, de convertirlo en tambor y de operar a tan rápido crecimiento un enérgico «¡basta!».
De mi equipaje de artista, que yo había guardado con mi gran texto de enseñanza detrás de las tejas del tendedero del desván, saqué un tambor flamante, salido de la fábrica, con ánimo de proporcionar a mi hijo, ya que los adultos no lo hacían, la misma oportunidad que mi pobre mamá me había ofrecido, cumpliendo su promesa, en mi tercer aniversario.
Tenía yo buenos motivos para suponer que Matzerath, que en su día me había destinado al negocio, veía ahora en el pequeño Kurt, después de mi fracaso, al futuro negociante en ultramarinos Y si ahora digo: ¡Había que impedirlo!, he de rogar a ustedes que no vean en mí a un enemigo sistemático del comercio al detalle, porque si se me hubiera ofrecido la posibilidad de un trust industrial controlado por mí o por mi hijo o la herencia de un reino con las correspondientes colonias, me hubiera comportado exactamente en la misma forma. Óscar no quería nada de segunda mano y por consiguiente, quería inducir a su hijo a obrar del mismo modo y hacer de él —y en esto radicaba mi error de lógica— un tambor fijado permanentemente en sus tres años. ¡Como si para un hombre joven y lleno de ambición la sucesión de un tambor no fuera tan aborrecible como la de un negocio de ultramarinos!
Así es como piensa hoy Óscar. Pero entonces no había para él más que una sola voluntad: tratábase de colocar un hijo tambor al lado de un padre tambor; tratábase de tocar el tambor a los adultos desde abajo y por partida doble; tratábase de fundar una dinastía de tambores susceptible de perpetuarse, porque mi obra había de resonar de generación en generación y transmitirse esmaltada en rojo y blanco.
¡Qué futuro se abría ante nosotros! Hubiéramos podido golpear la hojalata uno al lado del otro, pero también en cuartos distintos; los dos juntos, o bien él en el Labesweg y yo en la Luisenstrasse, él en la bodega y yo en el desván, el pequeño Kurt en la cocina y Óscar en el excusado; y, en alguna que otra ocasión favorable, hubiéramos podido deslizamos juntos bajo las faldas de mi abuela y de su bisabuela Ana Koljaiczek y respirar allí, dándole al tambor, el olor de la mantequilla ligeramente rancia. Acurrucados ante aquella puerta, le habría dicho yo al pequeño Kurt: —Mira bien ahí dentro, hijo mío, pues de ahí venimos. Y si te portas bien, podremos volver un rato todavía y visitar a quienes nos esperan.
Y el pequeño Kurt habría metido la cabeza bajo las faldas, habría aventurado un ojo y con toda cortesía me habría pedido a mí, su padre, que le explicara.
—Esa hermosa dama —habría susurrado Óscar— que ves sentada ahí en el centro jugando con sus manos, con esa carita redonda tan dulce que le dan a uno ganas de llorar, es mi pobre mamá, tu abuelita, que murió de una sopa de anguilas o quizá por causa de su corazón excesivamente dulce.
—¿Y qué más, papá, qué más? —habría insistido el pequeño Kurt—. ¿Quién es aquel hombre del bigote?
Entonces yo habría bajado la voz con aire de misterio: —Ése es tu bisabuelo José Koljaiczek. Fíjate en sus ojos llameantes de incendiario, en la divina obstinación polaca y en la astucia cachuba y práctica de su ceño, en la base de la nariz. Fíjate también en las membranas natatorias que le ligan los dedos de los pies. El año trece, cuando botaron el Columbus, quedó bajo el tren de balsas y hubo de nadar por mucho tiempo, hasta que llegó a América y se hizo millonario. Pero de vez en cuando se echa nuevamente al agua, vuelve nadando hasta la casa y se sumerge allí donde por vez primera halló refugio como incendiario y contribuyó con su parte a darme a mí una madre.
—¿Y el señor tan guapo, que hasta ahora se mantenía escondido detrás de la dama que es mi abuela y ahora se sienta a su lado y acaricia las de ella con sus manos? ¡Tiene exactamente tus mismos ojos azules, papá!
Aquí hubiera debido yo hacerme de tripas corazón para poder, en mi condición de mal hijo traidor, contestarle a mi hijo: —Ésos que te miran, mi pequeño Kurt, son los maravillosos ojos azules de los Bronski. Los tuyos son grises, como los de tu madre. Pero tú, lo mismo que ese Jan que le besaba las manos a mi pobre mamá y que su padre Vicente, eres un Bronski hecho y derecho, aunque realmente cachuba. Algún día también nosotros volveremos allí, a la fuente que esparce ese suave olor de mantequilla rancia. ¡Regocíjate!
Sólo en el interior de mi abuela Koljaiczek o, como yo le designaba entonces en son de broma, en el tonel de mantequilla avuncular, podía darse, según mis teorías de entonces, una auténtica vida familiar. Y todavía hoy, en que de un salto de Pulgarcito alcanzo e inclusive rebaso a Dios Padre, y al Hijo y, lo que es más importante, al Espíritu Santo en forma eminentemente personal, y cumplo con mis obligaciones de la sucesión de Jesucristo con la misma desgana que todas las demás, hoy todavía, yo, al que nada es inaccesible sino mi abuela, no alcanzo a representarme las más bellas escenas familiares más que en el seno de mis antepasados.
Así, por ejemplo, en los días de lluvia: mi abuela manda las invitaciones y nos reunimos todos en ella. Ahí está ya Jan Bronski, con flores, tal vez claveles, en los agujeros hechos por las balas en su pecho de defensor del edificio del Correo polaco. María, a la que se ha invitado a instancia mía, se acerca a mamá y, para congraciarse con ella, le muestra los libros del negocio que ella ha seguido llevando escrupulosamente, y mamá suelta su gran carcajada cachuba, la atrae hacia sí, le besa la mejilla y le dice, guiñándole el ojo: —¡Pero Mariquilla! ¿A qué tantos remilgos? ¡Al cabo, las dos nos hemos casado con un Matzerath y hemos nutrido a un Bronski!
Pero debo abstenerme de otras representaciones como, por ejemplo, la especulación relativa a un hijo engendrado por Jan, llevado por mamá al interior de la abuela Koljaiczek y nacido finalmente en aquel abril de mantequilla. Porque eso acarrearía obligadas consecuencias, y no sería remoto que inspirara a mi medio hermano Esteban, que en fin de cuentas pertenece también al mismo círculo, la idea bronsquiana de echarle primero un ojo a mi María, y luego algo más. Así que prefiero no llevar mi imaginación más allá de una inocente reunión familiar sin complicaciones. Renuncio, en consecuencia, a un tercero y hasta a un posible cuarto tambor y me contento con Óscar y el pequeño Kurt; cuento con mi tambor a la concurrencia algo de esa Torre Eiffel que en tierras extrañas sustituía a mi abuela, y disfruto cuando los invitados, incluyendo a la anfitriona Ana, gozan con nuestro tamboreo y, siguiendo el compás, se dan palmadas mutuamente en las rodillas.
Por muy tentador que sea descubrir en el interior de la propia abuela de uno el mundo y las relaciones que lo gobiernan y exploran todas las posibilidades que ofrece un área tan reducida, Óscar ha de volver ahora —ya que él mismo, al igual que Matzerath, no es más que un presunto padre— a los acontecimientos del doce de junio del cuarenta y cuatro, día del tercer aniversario del pequeño Kurt.
Veamos: el muchacho recibió un jersey, una pelota, un barco de vela, un trompo musical y un látigo para bailarlo, y había de recibir todavía de mí un tambor esmaltado en rojo y blanco. Apenas hubo acabado de desmantelar el velero, Óscar se le acercó escondiendo tras él el regalo metálico y dejando bambolear sobre su barriga el tambor en uso. Nos separaba apenas un paso: Óscar, el Pulgarcito, y Kurt, el Pulgarcito con dos centímetros de más. Kurt ponía una cara furiosa y concentrada —sin duda continuaba obsesionado con la destrucción del velero— y, en el momento en que saqué el tambor y lo levanté en alto, rompió el último mástil del Pamir, tal era el nombre de aquel juguete de los vientos.
Kurt dejó caer los restos del barco, cogió el tambor, lo contempló, le dio vueltas, y su expresión pareció serenarse aunque seguía igualmente tensa. Era el momento de tenderle los palillos. Por desgracia, interpretó mal mi doble movimiento, se sintió amenazado, dio con el borde del tambor a los palillos, que se me cayeron de los dedos y, al bajarme yo para recogerlos y ofrecérselos por segunda vez, agarró el látigo del trompo y me pegó con su regalo de aniversario: me pegó a mí, no al trompo, que para ello tenía sus estrías, sino a Óscar, a su padre le quería enseñar a girar y a zumbar, y seguía dándome con el látigo, como pensando: espérate y verás, hermanito. Así hubo de pegarle Caín a Abel, hasta que éste empezara a girar, al principio con cierta vacilación todavía, pero luego en forma cada vez más rápida y precisa para alcanzar, partiendo del zumbido oscuro inicial y en forma también cada vez más sonora, el canto armonioso del trompo. Y cada vez más alto me iba arreando Caín con el látigo, y yo sentía adelgazárseme la voz, y la solté de pronto como un tenor que canta su plegaria matutina: así han de cantar los ángeles de voz argentina, los Niños Cantores de Viena, los capones amaestrados; así hubo de cantar Abel, antes de caer de espaldas, lo mismo que caí yo bajo el látigo del niño Kurt.
Cuando me vio tendido y zumbando lastimosamente, hendió todavía varias veces el aire del cuarto con el látigo, como si su brazo no hubiera quedado todavía satisfecho. Y aun durante la inspección minuciosa del tambor a la que se dedicó a continuación no me quitó un solo instante la mirada recelosa de encima. Primero golpeó el esmalte contra el respaldo de una silla; luego el tambor se le cayó en el entarimado, y el pequeño Kurt lo buscó y halló el casco macizo del que fuera velero. Con el pedazo de madera golpeó el tambor no como quien lo toca, sino destruyéndolo. Su mano no trató de imprimir el menor ritmo, por sencillo que fuera; con la cara rígida y esforzada, golpeaba con monotonía regular una hojalata que no esperaba semejante trato, que hubiera respondido sin duda al redoble de dos palillos ligeros, pero que no aguantaba, en cambio, los impactos de un tosco casco de madera. El tambor cedió, quería sustraerse desprendiéndose en sus junturas, quería hacerse invisible abandonando el esmalte rojo y blanco y dejando que fuera la sola hojalata gris azul la que solicitara compasión. Pero el hijo se mostró inexorable con el regalo de aniversario del padre. Y cuando éste trató una vez más de interceder y, a pesar de múltiples dolores simultáneos, se fue arrastrando sobre la alfombra del piso hacia el hijo, volvió a entrar en acción el látigo. Pero a éste el trompo fatigado ya lo conocía, de modo que desistió de seguir girando y zumbando y también el tambor tuvo que renunciar definitivamente a la posibilidad de encontrar un artista sensible que manejara los palillos en forma juguetona y hasta enérgica, pero no brutal.
Cuando acudió María, el tambor no era ya más que chatarra. Me tomó en sus brazos, besó mis ojos hinchados y mi oreja abierta y lamió mi sangre y los cardenales de mis manos.
¡Oh, si María no hubiera besado sólo al niño maltratado, arrastrado, lamentablemente anormal! ¡Si hubiera reconocido al padre golpeado y hubiera visto en cada herida al amante! ¡Qué consuelo, qué marido secreto y verdadero hubiera yo podido ser para ella en el curso de los meses sombríos que ya se avecinaban!
Tocóle primero —aunque ello no afectara a María directamente— a mi medio hermano Esteban Bronski, a quien acababan de hacer teniente y que ya en aquella época llevaba el nombre de Ehlers de su padrastro. Fue en el frente del Ártico donde se truncó definitivamente su carrera. En tanto que el día de su fusilamiento en el cementerio de Saspe como defensor del edificio del Correo polaco, Jan, el padre de Esteban, llevaba bajo su camisa un naipe de skat, la guerrera del teniente Ehlers lucía la Cruz de Hierro de segunda clase, las insignias del Cuerpo de Infantería y la orden llamada de la Carne Congelada.
A fines de junio, mamá Truczinski sufrió un ligero ataque cerebral, porque el correo le trajo malas noticias. El suboficial Fritz Truczinski había caído por tres cosas a la vez: por el Führer, por el Pueblo y por la Patria. La cosa ocurrió en el sector central, y de allí, un capitán llamado Kanauer mandó directamente a Langfuhr y al Labesweg la cartera de Fritz con las fotos de lindas muchachas, casi todas ellas sonrientes, de Heidelberg, Brest, París, el balneario de Kreuznach y Salónica, y además de las Cruces de Hierro de primera y segunda clase, no recuerdo qué otra condecoración por herida, el brazalete del Cuerpo de Asalto y las dos charreteras de Destructor de Tanques, amén de algunas cartas.
Matzerath ayudó en todo lo que pudo, y mamá Truczinski no tardó en reponerse, aunque ya nunca volvió a estar bien. Permanecía sentada junto a la ventana, inmóvil en su silla, y quería que yo o Matzerath, que subía dos o tres veces al día y le llevaba algo, le explicáramos dónde quedaba exactamente aquello del sector central, si era muy lejos y si algún domingo se podría ir allí en tren.
A pesar de su buena voluntad, Matzerath no podía aclarárselo Y yo, que me había ilustrado geográficamente con los comunicados especiales y los partes del frente, tomé a mi cargo el ofrecer en largas tardes de tambor a mamá Truczinski, que permanecía inmóvil pero con la cabeza insegura, algunas versiones de un sector central que se iba haciendo cada vez más elástico.
María, en cambio, que quería mucho al apuesto hermano, se hizo devota. Al principio, durante todo el mes de julio, probó todavía con la religión que le habían enseñado: iba los domingos a ver al Pastor Hecht del Templo de Cristo, generalmente acompañada de Matzerath, aunque prefería ir sola.
Pero el servicio divino protestante le resultaba insuficiente. Una tarde, a mitad de semana —¿fue un jueves o un viernes?— antes de la hora de cerrar y dejando el cuidado de la tienda a Matzerath, me tomó de la mano, a mí, que soy católico, y emprendió conmigo el camino del Mercado Nuevo; tomamos luego por la Elsenstrasse y por la calle de la Virgen María, y, pasando frente a la carnicería de Wohlgemuth, llegamos al Parque de Kleinhammer —Óscar pensaba ya que íbamos a la estación de Langf uhr y que teníamos un pequeño viaje en perspectiva, posiblemente a Bissau—; luego doblamos a la izquierda, esperamos en el paso a desnivel, por aquello de la superstición, a que pasara un tren de mercancías, atravesamos por el túnel, que rezumaba en forma desagradable, y no seguimos derecho hasta el Palacio del Film, sino que tomamos a la izquierda, a lo largo del terraplén. Yo estaba echando cuentas: o me lleva al Brunshóf erweg, al consultorio del doctor Hollatz, o bien quiere convertirse y me lleva a la iglesia del Sagrado Corazón.
El pórtico de la iglesia miraba al terraplén. Y entre el terraplén y el pórtico nos detuvimos. Era un atardecer de fines de agosto, lleno de aire de zumbidos de insectos. Detrás de nosotros, arriba del terraplén y entre los rieles, unas trabajadoras del este, las cabezas cubiertas con sendos pañuelos blancos, trabajaban con el pico y la pala. Nosotros, parados, mirábamos al interior de la iglesia, cuya sombra irradiaba frescor; atrás, en el fondo, cual hábil invitación, brillaba un ojo inflamado: la eterna lámpara votiva. Detrás de nosotros, sobre el terraplén, las ucranianas suspendieron el trabajo de sus picos y sus palas. Sonó una bocina; se acercaba un tren, venía ya, ya estaba allí, seguía allí, seguía pasando, y luego se alejaba; con otro bocinazo las ucranianas volvieron al trabajo. María estaba indecisa; probablemente no sabía con cuál pie debía entrar, y me dejó a mí, que desde mi nacimiento y mi bautismo tenía una relación más directa con aquella iglesia fuera de la cual no hay salvación posible, toda la responsabilidad: he ahí cómo, después de tantos años, después de aquellas dos semanas llenas de amor y polvo efervescente, María volvía a abandonarse entre las manos de Óscar.
Dejamos pues afuera el terraplén y sus ruidos, el mes de agosto y sus insectos zumbadores. Algo melancólico, tocando ligeramente con la punta de los dedos mi tambor debajo de mi blusa pero conservando en la cara una expresión indiferente, acordábame de las misas, los oficios pontificales, las vísperas y las confesiones de los sábados al lado de mi pobre mamá, que poco antes de su muerte, ganada a la devoción por culpa de su comercio demasiado vehemente con Jan Bronski, descargaba cada sábado su conciencia por medio de la confesión, se fortificaba los domingos con la comunión, y así, aligerada y fortificada a la vez, iba los jueves a la calle de los Carpinteros a encontrarse con Jan Bronski. ¿Cómo se llamaba ya en aquel tiempo el reverendo? El reverendo se llamaba Wiehnke y seguía siendo párroco de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, seguía predicando con voz suave e ininteligible y cantaba un Credo tan tenue y lacrimoso, que hasta yo hubiera incurrido en algo de eso que llaman fe, a no ser por aquel altar lateral con la Virgen y el Niño.
Y sin embargo, era precisamente aquel altar lo que me inducía a guiar a María desde el sol a través del pórtico y luego, por las baldosas, al interior de la nave principal.
Óscar se tomaba su tiempo y permanecía sentado, tranquilo y cada vez más fresco al lado de María, en el banco de encima. Habían pasado varios años y, sin embargo, me parecía que eran las mismas gentes las que allí aguardaban, hojeando sistemáticamente la Guía del Confesor, el oído del reverendo Wiehnke. Estábamos sentados a cierta distancia, más hacia la nave central. Quería yo dejarle y facilitarle a María la elección. No estábamos tan cerca del confesonario como para que ella se sintiera conturbada, o sea que podía convertirse de manera silenciosa e inoficial, ni tan lejos que no pudiera ver cómo se procedía antes de la confesión, de modo que estaba en condiciones de observar y de decidirse a buscar el oído del reverendo dentro de aquel armario, y de discutir con él los detalles de su ingreso a la iglesia que tenía el monopolio de la salvación. Compadecíame verla tan pequeña arrodillándose y haciendo por vez primera y con dedos torpes todavía el signo de la cruz al revés, bajo el olor, el polvo y el estuco, debajo de los ángeles enroscados, de una luz amortiguada y de santos convulsionados, delante, debajo y en medio de un catolicismo suave y doloroso. Óscar le hacía indicaciones a María, ávida de aprender; le enseñaba cómo debía hacerse, dónde habitan, detrás de su frente, en lo profundo de su pecho y entre sus clavículas el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y cómo hay que plegar las manos para llegar al Amén. María, obediente, dejó reposar sus manos en el Amén y, partiendo del Amén, empezó a rezar.
Al principio trató Óscar de recordar en sus rezos a algunos de sus muertos, pero al implorar al Señor en favor de su Rosvita con el propósito de obtener para ésta el eterno descanso y la entrada a los goces del Paraíso, enredóse de tal manera en detalles de naturaleza terrestre que acabó por identificar el eterno descanso y los goces celestiales con un hotel de París. De modo que me refugié en el Prefacio, porque éste no comporta en cierto modo compromiso alguno, y dije por los siglos de los siglos, sursum corda, y dignum etjustum est —es digno y justo: con lo cual me puse a observar a María de soslayo.
El rezo católico le quedaba bien. Su devoción la hacía bonita y digna de un cuadro. El rezar alarga las pestañas, contrae las cejas, da color a las mejillas, gravedad a la frente, flexibilidad al cuello y hace vibrar las alas de la nariz. La expresión dolorosamente floreciente de María estuvo a punto de inducirme a un intento de aproximación. Mas no se debe estorbar a los que rezan, ni se debe tentarlos ni dejarse tentar por ellos, aunque les resulte agradable a los que rezan, y favorezca la plegaria, saber que resultan gratos de observar a un observador.
Así pues, me escurrí de la lisa madera eclesiástica, dejando modosamente mis manos sobre el tambor que me abultaba la blusa. Óscar huyó de María, hallóse sobre las baldosas, se deslizó con su tambor a lo largo de las estaciones del viacrucis de la nave lateral, no se detuvo ante San Antonio —ruega por nosotros—, porque no habíamos perdido ni el portamonedas ni la llave de la casa, ni ante el San Adalberto de Praga de la izquierda, al que martirizaron los antiguos boruscios, y fue brincando sin parar de baldosa en baldosa —aquello parecía un tablero de ajedrez—, hasta que una alfombra anunció las gradas del altar lateral izquierdo.
Ustedes habrán de creerme si les digo que en la iglesia neogótica de ladrillo del Sagrado Corazón de Jesús y, dentro de ella, en el altar lateral izquierdo, nada había cambiado. Allí estaba el Niño Jesús, desnudo y sonrosado, sentado sobre el muslo izquierdo de la Virgen, a la que no llamo María para que no se la confunda con mi María en trance de conversión. E igualmente sentado sobre la rodilla derecha de la Virgen seguía al niño Bautista malamente cubierto con aquella piel de mechones color chocolate. Como antes, ella seguía señalando, con el índice derecho, al Niño Jesús, en tanto que miraba a Juan.
Pero, después de algunos años de ausencia, Óscar se interesaba menos por el orgullo materno que por la constitución de los dos muchachos. Jesús tenía aproximadamente la talla de mi hijo Kurt al cumplir su tercer aniversario. Juan, que según los testimonios aventajaba en edad al Nazareno, tenía mi talla. Pero ambos ostentaban aquella misma expresión de cara precozmente inteligente que era también la mía, con mis tres años permanentes. Nada había cambiado. Tenían exactamente la misma mirada socarrona de unos años antes, cuando yo iba con mamá al Sagrado Corazón de Jesús.
Siguiendo la alfombra subí las gradas, pero sin Introito. Examiné uno por uno todos los pliegues del ropaje, y fui palpando con mi palillo, que tenía más sensibilidad que todos los dedos juntos, el yeso pintado de los dos nudistas, lentamente y sin dejar nada: muslos, vientre, brazos; conté todos los pliegues de grasa, todos los hoyitos —era exactamente la complexión de Óscar, mi carne sana, mis robustas rodillas, algo gordas, mis brazos cortos pero musculosos de tambor. Y la actitud del rapaz era también la misma. Allí estaba sentado, en efecto, en el muslo de la Virgen, y levantaba los brazos y los puños como si fuera a darle al tambor, como si el tambor fuera Jesús y no Óscar, como si sólo aguardara mi hojalata, como si esta vez se propusiera de veras tocarnos a la Virgen, a Juan y a mí, algo deliciosamente rítmico.
Hice lo que ya había hecho unos años antes: me descolgué el tambor y puse a Jesús a prueba. Con toda precaución, para no estropear el yeso, le coloqué la hojalata blanquirroja sobre los muslos sonrosados, pero lo hice sólo por darme gusto, sin especular tontamente con milagro alguno, sólo por contemplar la impotencia en forma plástica; porque aunque estuviera sentado y levantara los puños, aunque tuviera mi talla y mi complexión robusta aunque representara en yeso y sin el menor esfuerzo aquel niño de tres años que a mí me costaba tanto trabajo y tantas privaciones sostener, lo cierto era que no sabía tocar el tambor, y sólo sabía hacer como si supiera. Tal vez pensara: si tuviera, sabría; y yo decía: ahí tienes, y no sabes: y desternillándome de risa le introduje los palillos entre aquellos dedos que parecían diez salchichas. ¡Toca ahora, dulcísimo Jesús, toca el tambor, yeso pintado! Y Óscar se retira, las tres gradas, la alfombra —¡toca, Niño Jesús!—; y Óscar se aleja más, toma distancia y se retuerce de risa, porque Jesús, allí sentado, no puede tocar aun cuando tal vez quiera. Y el aburrimiento empezaba a roerme como a una corteza de tocino, cuando… ¡le dio, tocó el tambor!
En tanto que todo permanecía inmóvil, le daba él con el derecho, con el izquierdo, luego con ambos palillos a la vez, luego los cruzaba; no redoblaba tan mal, lo hacía con mucha seriedad, le gustaban los cambios y era tan bueno en el ritmo sencillo como en el complicado, pero desdeñando todo efecto barato, se atenía exclusivamente al instrumento. Y ni una sola vez caía en lo religioso ni en la exageración mercenaria sino que era puramente musical; ni tampoco desdeñó los aires de moda, tocando lo que entonces cantaban todos, entre otros, el Todo pasa y, naturalmente también, Lili Marlén, y volviendo lentamente hacia mí —tal vez con pequeñas sacudidas— su cabecita rizada y sus ojos a la Bronski, me sonrió en forma por demás orgullosa y juntó ahora las piezas favoritas de Óscar en una especie de potpurrí que empezaba con el «Vidrio, vidrio, vidrio roto», rozaba el «Horario», enfrentaba, exactamente como yo, a Rasputín y a Goethe, subía conmigo a la Torre de la Ciudad, se escondía conmigo bajo la tribuna, pescaba anguilas en la escollera del puerto, caminaba a mi lado detrás del ataúd afinado hacia el pie de mi pobre mamá y, lo que más me pasmó, volvía siempre por sus fueros bajo las cuatro faldas de mi abuela Ana Koljaiczek.
Y Óscar se acercó. Se sentía atraído. No quería seguir sobre las baldosas, sino estar sobre la alfombra. Una grada lo llevaba a la otra. Subí, pues, aunque hubiera preferido que él bajara. —Jesús —le dije, reuniendo lo que me quedaba de voz—, no hicimos tal apuesta. Devuélveme inmediatamente mi tambor. ¡Tú tienes ya tu cruz, y eso debiera bastarte! —sin interrumpirse de golpe, terminó de tocar, cruzó los palillos con cuidado exagerado sobre la hojalata y devolvióme sin chistar lo que Óscar le prestara tan a la ligera.
Disponíame ya, sin dar las gracias y como perseguido por todos los demonios, a descender aquellas gradas y a huir del catolicismo, cuando una voz agradable, aunque imperiosa, me tocó la espalda: —¿Me quieres, Óscar? —Sin volverme, contesté: —No que yo sepa. —Y él, con la misma voz, sin elevar el tono: —¿Me quieres, Óscar? —Huraño, repliqué: —¡Lo siento, pero nada! —Entonces la voz me fastidió por tercera vez: —¿Óscar, me quieres? —Jesús pudo ver ahora mi cara: —¡Te odio, rapaz, a ti y a todo tu repiqueteo!
Curiosamente, mi enojo puso en su voz un tono de triunfo. Levantó el índice, a la manera de una maestra de primaria, y me asignó una misión: —¡Tú eres Óscar, la roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia! ¡Sígueme!
Ya se imaginarán ustedes mi indignación. De pura rabia se me puso la carne de gallina. Le rompí uno de los dedos del pie, pero él ya no se movió. —¡Repítelo —dijo Óscar entre dientes— y te raspo la pintura!
Ya no hubo más palabras; sólo, como siempre y desde siempre, ese viejo que va siempre arrastrando los pies por todas las iglesias. Se hincó ante el altar lateral izquierdo, no me vio, siguió luego arrastrando los pies y se hallaba ya frente a San Adalberto de Praga cuando yo bajé tropezando las gradas, pasé sin volverme de la alfombra a las baldosas del tablero y me reuní con María al tiempo que ésta, en forma correcta y siguiendo mis instrucciones, se santiguaba a la católica.
La cogí de la mano, la llevé a la pila de agua bendita, dejé que se persignara una vez más en el centro de la iglesia y ya cerca del pórtico, mirando hacia el altar mayor, pero sin imitarla y, cuando se disponía a hincarse de rodillas, me la llevé afuera, hacia el sol.
Empezaba a caer la tarde. Las trabajadoras del este se habían ido ya del terraplén. En cambio, en la estación del suburbio de Langfuhr se estaba formando un tren de mercancías. Enjambres de mosquitos flotaban en el aire. De arriba venía el sonido de las campanas. El traqueteo de la maniobra se mezclaba al rodar de las campanas. Los mosquitos se mantenían en enjambres. María tenía lágrimas en los ojos. Óscar hubiera podido chillar. ¿Qué podía hacer yo con Jesús? Hubiera podido cargar mi voz. ¿Qué tenía que ver yo con su cruz? Pero sabía de sobra que mi voz no podía con los vidrios de sus iglesias. Que siguiera en buena hora edificando su Iglesia sobre gente que se llamara Pedro, o Petrus, o, en prusiano oriental, Petrikeit. —Cuidado, Óscar —susurraba Satanás dentro de mí—, deja en paz las vidrieras de las iglesias, porque ése es capaz de arruinarte la voz. —Y así, sólo lancé a lo alto una mirada, medí con los ojos uno de aquellos ventanales neogóticos y me arranqué de allí, sin cantar y sin seguirle, sino que seguía a María, al trote de mis pasitos, hacia el paso a desnivel de la calle de la Estación, luego por el túnel goteante hasta el Parque de Kleinhammer, a la derecha por la calle de la Virgen María frente al carnicero Wohlgemuth, después a la izquierda por la Elsenstrasse, sobre el Striess hasta el Mercado Nuevo, donde estaban construyendo una zanja para la defensa pasiva. El Labesweg era largo, pero al fin llegamos: Óscar se separó de María y subió sus noventa peldaños hasta el desván. Aquí estaban tendidas unas sábanas y, tras éstas, amontonábase la arena de la defensa antiaérea, y tras ésta, detrás de los baldes y los paquetes de periódicos y las pilas de tejas hallábanse mi libro y mi provisión de tambores de la época del Teatro de Campaña. En una caja de zapatos había unas bombillas fundidas que conservaban todavía su forma de pera. De éstas tomó Óscar la primera y la rompió con su canto, tomó la segunda y la pulverizó, dividió limpiamente en dos a la tercera, e inscribió en la cuarta, con su canto y en letras de caligrafía, la palabra JESÚS, pulverizando a continuación el todo; y ya se disponía a repetir la hazaña cuando vio que no le quedaban más bombillas. Agotado, me dejé caer sobre la arena de la defensa antiaérea: Óscar seguía conservando su voz. Jesús había encontrado un sucesor. Pero mis primeros discípulos habían de ser los Curtidores.