El teatro de campaña de Bebra

A mediados de junio del cuarenta y dos, mi hijo Kurt cumplió un año. Óscar, el padre, lo tomó con calma y pensó: dos añitos más todavía. En octubre del cuarenta y dos ahorcóse el verdulero Greff en una horca tan perfectamente acabada, que desde entonas cuento yo, Óscar, el suicidio entre las formas sublimes de muerte. En enero del cuarenta y tres se hablaba mucho de Stalingrado. Pero como Matzerath pronunciaba el nombre de dicha ciudad lo mismo que antes pronunciara los de Pearl Harbour, Toonak y Dunkerque, no presté a la ciudad remota más atención que la que había concedido a otras ciudades que fui conociendo a través de los comunicados especiales. Porque, para Óscar, los comunicados de la Wehrmacht y los comunicados especiales constituían una especie de curso de geografía. ¿Cómo hubiera yo sabido en otra forma por dónde corren los ríos Kubán, Míus y Don? ¿Quién me hubiera podido explicar la posición geográfica de las Islas Aleutianas, Atu, Kiska y Adak, mejor que las informaciones detalladas de la radio acerca de los acontecimientos en el Extremo Oriente? Así pues, en enero del cuarenta y tres aprendí que Stalingrado se encuentra a orillas del Volga, pero bien poco me preocupaba por el Sexto Ejército y mucho más, en cambio, por María, que en aquella época andaba algo agripada.

Mientras la gripe de María iba decreciendo, los de la radio proseguían su curso de geografía: Rzev y Demiansk son aún hoy para Óscar poblaciones que encuentra inmediatamente y a ciegas sobre cualquier mapa de la Rusia Soviética. Apenas María se había restablecido, diole a mi hijo Kurt la tosferina. Y mientras yo me esforzaba por retener los nombres difíciles de algunos oasis muy disputados de Túnez, hallaron su fin a un tiempo la tosferina de Kurt y el Afrikakorps.

¡Oh, dulce mes de mayo! María, Matzerath y Greta Scheffler estaban preparando el segundo aniversario del pequeño Kurt. También Óscar atribuía suma importancia a la fiesta inminente, porque a partir del doce de junio del cuarenta y tres ya sólo faltaba un año. Por consiguiente, de haber estado presente, habríale podido susurrar a mi hijo al oído, en ocasión de su segundo aniversario: —Espera, que ya pronto tú también tocarás el tambor. —Sucedió, sin embargo, que el doce de junio del cuarenta y tres Óscar no se hallaba en Danzig-Langfuhr, sino en la vieja ciudad romana de Metz. Es más, su ausencia había de prolongarse tanto, que le costó trabajo llegar a tiempo a la ciudad natal, no dañada todavía por las bombas, para poder asistir al tercer aniversario del pequeño Kurt.

¿Qué asuntos me alejaron? Voy a contarlo aquí sin rodeos. Frente a la Escuela Pestalozzi, que habían convertido en cuartel de la Luftwaffe, encontré a mi maestro Bebra. Claro que Bebra solo no habría podido convencerme de que emprendiera la marcha. Del brazo de Bebra colgaba la Raguna, la Signora Rosvita, la gran sonámbula.

Óscar venía del Kleinhammerweg. Había hecho una visita a Greta Scheffler, había hojeado la Lucha por Roma y había encontrado que ya en aquella época, en tiempos de Belisario, se daban altibajos y que también entonces se celebraban o lamentaban respectivamente victorias o derrotas geográficamente vastas junto a pasajes de ríos o ciudades.

Atravesé el Prado Fröbel, que en aquellos últimos años habían transformado en campamento de la Organización Todt, con los pensamientos puestos en Taginae —allí fue donde Narses derrotó a Totila el año quinientos cincuenta y dos—, pero no era la victoria lo que hacía volar mis pensamientos hacia el gran armenio Narses, sino la figura de aquel gran capitán que me había impresionado. Narses, en efecto, era deforme y jorobado, era pequeño; un enano, un gnomo, un liliputiense: eso era Narses. Quizá le aventajara a Óscar en una cabeza de niño, reflexionaba yo, y me detuve frente a la Escuela Pestalozzi, eché a título de comparación una mirada a las condecoraciones de algunos oficiales de la Luftwaffe que habían crecido demasiado rápidamente, y me dije que Narses no llevaba ninguna, que no las necesitaba. Cuando he aquí que, en el centro de la puerta principal de la escuela, lo vi en persona, a aquel gran capitán: llevaba del brazo a una dama —¿por qué no había de tener Narses una dama?—; diminutos al lado de los gigantes de la Luf twaf fe, avanzaban en mi dirección y eran el centro, con todo, un centro aureolado de historia; antiquísimos entre simples héroes aéreos de reciente confección —¿qué significaba ya ese cuartel lleno de Totilas y Teyas, lleno de ostrogodos como torres, al lado de un solo enano armenio llamado Narses?—; y Narses se fue acercando a Óscar a pasitos, le hacía señas a Óscar, y también la dama le hacía señas: Bebra y la Signora Rosvita me saludaron —la Luf twaf fe hízose respetuosamente a un lado—, y yo, acercando mi boca al oído de Bebra, le susurré: —Querido maestro, lo había tomado a usted por el gran capitán Narses, al que estimo muy por encima de aquel hombrón de Belisario.

Bebra declinó modestamente. Pero a la Raguna mi comparación le gustó. ¡Cuan bellamente sabía mover la boca al hablar! —Por favor, Bebra, ¿anda nuestro joven amigo tan desencaminado? ¿No fluye acaso por tus venas la sangre del Príncipe Eugenio? Y Lodovico quattordicesimo, ¿no es acaso tu antepasado?

Bebra me cogió del brazo y me llevó aparte, porque la Luftwaffe nos admiraba persistentemente y no nos quitaba la vista de encima, lo que se nos hacía molesto. Y cuando finalmente un teniente y a continuación dos suboficiales se cuadraron ante Bebra —el maestro llevaba en su uniforme las insignias de capitán y, en la manga, un brazalete con la inscripción de la Compañía de Propaganda—; cuando los mozos condecorados pidieron a la Raguna autógrafos y los obtuvieron, entonces hizo Bebra señal a su coche oficial, subimos y hubimos todavía de pasar, al arrancar, entre el aplauso entusiasta de la Luftwaffe.

Tomamos por la calle de Pestalozzi, por la de Magdeburg y por el Heeresanger. Bebra estaba sentado al lado del conductor. Ya en la calle de Magdeburg encontró la Raguna pretexto en mi tambor: —¿Seguís fiel a vuestro tambor, excelente amigo? —susurróme con su voz mediterránea, que yo no había oído hacía ya tanto tiempo—. ¿Y qué es de vuestra fidelidad por lo demás? —Óscar le quedó a deber la respuesta, le hizo gracia de sus complicados amoríos, pero permitió sonriente que la gran sonámbula acariciara primero su tambor y luego sus manos, crispadas sobre la hojalata, en tanto que las caricias de ella se hacían cada vez más meridionales.

Cuando desembocamos en el Heeresanger y seguimos la línea del tranvía número 5, me decidí a contestarle, es decir, acarició con mi izquierda su izquierda, en tanto que, con su derecha, ella se mostraba tierna con mi derecha. Habíamos atravesado ya la Plaza Max Halbe y Óscar no podía ya bajarse, cuando percibió en el retrovisor del coche oficial los ojos inteligentes, pardos claros y antiquísimos de Bebra, que observaban nuestras caricias. Sin embargo, la Raguna no me soltó las manos que yo, por consideración al amigo y al maestro, quería retirar. Bebra se sonrió en el retrovisor, apartó la mirada y se enzarzó a continuación en una conversación con el conductor, en tanto que Rosvita, por su parte, apretándome y acariciándome las manos, inició con su boca mediterránea una charla de la que yo era el tema directo, que me penetraba suavemente en el oído, para hacerse luego objetiva y acabar, con tanta mayor suavidad, con todos mis reparos e intentos de evasión. Seguimos por la Colonia del Reich, en dirección de la Clínica de Mujeres, y la Raguna le confesó a Óscar que durante todos aquellos años había pensado en él, que conservaba todavía aquel vaso del Café de las Cuatro Estaciones, que yo marcara entonces, con mi voz, con una dedicatoria; que Bebra era un excelente amigo y un colaborador eminente, pero que nada de matrimonio. Bebra, respondió ella a una pregunta incidental mía, tenía que estar solo y la dejaba en absoluta libertad, e inclusive él mismo, aunque de natural celoso, había comprendido con el correr de los años que a la Raguna no se la podía ligar; por otra parte, en su calidad de director del Teatro de Campaña, el buen Bebra apenas hallaría tiempo para dar satisfacción a eventuales obligaciones conyugales, siendo en cambio dicho teatro de primera calidad; con el programa actual, en efecto, hubiérase podido actuar en tiempos de paz en el Jardín de Invierno o en la Scala; ¿acaso a mí, Óscar, no me daban ganas, con mi don divino sin aprovechar? Por lo demás, estaba en la mejor edad; un año de prueba, y ella me lo garantizaba; aunque, claro, tal vez Óscar tuviera otros compromisos. ¿No?, pues tanto mejor, hoy se iban, aquélla había sido su última representación en el sector militar Danzig-Prusia occidental; iban primero a Lorena y luego a Francia; no había que pensar por el momento en el sector del este, afortunadamente eso quedaba atrás; Óscar podía considerarse dichoso de que el este quedara atrás, porque ahora la meta era París, sin lugar a duda; ¿había estado Óscar alguna vez en París? Bueno, pues, amico, si la Raguna no ha podido tentar vuestro corazón de tambor, entonces, dejaos tentar por París, ¡andiamo!

El coche paró al pronunciar la sonámbula esta última palabra. A intervalos regulares, verdes y prusianos, los árboles de la Avenida Hindenburg. Bajamos, Bebra le dijo al chófer que esperara. Yo no quería ir al Café de las Cuatro Estaciones, porque mi cabeza algo confusa necesitaba aire fresco. Así pues, nos metimos en el Parque Steffen: Bebra a mi derecha y Rosvita a mi izquierda. Bebra me explicó el sentido y el objeto de la Compañía de Propaganda. Rosvita me contaba anécdotas de la vida cotidiana de dicha compañía. Bebra hablaba de pintores de guerra, de corresponsales de guerra y de su teatro de guerra. Rosvita evocaba con su boca mediterránea los nombres de ciudades lejanas que yo había oído en la radio en ocasión de los comunicados especiales. Bebra decía Copenhague. Rosvita susurraba Palermo. Bebra cantaba Belgrado. Rosvita, cual una actriz trágica, lamentábase: Atenas. Pero los dos volvían siempre con entusiasmo a París y aseguraban que París valía por todas aquellas otras ciudades juntas que acababan de nombrar. Finalmente, Bebra, en su calidad de director y capitán de un teatro del frente, me hizo en toda forma una proposición que me da por llamar oficial: —Venios con nosotros, joven, tocad el tambor, romped con vuestra voz bombillas y vasos de cerveza. El ejército de ocupación de la hermosa Francia, del París eternamente joven, os lo agradecerá y os aclamará.

Sólo por conservar las formas pidió Óscar unos instantes de reflexión. Por espacio de media hora, a cierta distancia de la Raguna y a cierta distancia del amigo y maestro Bebra, caminé por entre los arbustos en su follaje de mayo, cavilando y atormentándome, me di golpes en la frente, escuché —lo que nunca hiciera antes— a los pajaritos del bosque, hice como si esperara inspiración y consejo de algún petirrojo y dije, en el momento en que en la verdura se dejó oír un canto particularmente claro y llamativo: —La buena y sabia naturaleza me aconseja, querido maestro, aceptar vuestra proposición. En adelante podéis ver en mí a un miembro de vuestro Teatro de Campaña.

Luego entramos por fin en el Café de las Cuatro Estaciones, bebimos un moka de escaso aroma y discutimos los detalles de mi fuga, a la que sin embargo, no dábamos el nombre de tal, sino de partida.

Delante del café volvimos a repasar los detalles de la empresa en proyecto. Luego me despedí de la Raguna y del capitán Bebra de la Compañía de Propaganda, y éste no se dejó disuadir de poner a mi disposición su coche oficial. Mientras los dos se daban a pie un paseíto por la Avenida Hindenburg, en dirección de la ciudad, el chófer del capitán, un sargento de cierta edad, me recondujo a Langfuhr, sólo hasta la Plaza Max Halbe, porque no quise ni podía entrar en el Labesweg: la llegada de Óscar en un coche oficial del Ejército hubiera provocado demasiada expectación.

No me quedaba mucho tiempo. Una visita de despedida a Matzerath y a María. Me entretuve por algún tiempo junto al corralillo de mi hijo Kurt, hallé, si bien recuerdo, algunos pensamientos paternales y traté de acariciarle al rubio rapaz la cabeza, pero el pequeño Kurt no quiso; en cambio, María sí quiso, y aceptó algo sorprendida las caricias que desde hacía algunos años había dejado yo de prodigarle y me las devolvió amablemente. En forma curiosa, la despedida de Matzerath se me hizo difícil. El hombre se hallaba en la cocina preparando unos riñones con salsa de mostaza, formaba cuerpo con su cucharón, era tal vez feliz, y no me atreví a estorbarle. No fue sino cuando alargó el brazo tras de sí buscando algo a ciegas con la mano cuando Óscar se le anticipó, tomó la tabla con el perejil picado y se la tendió —y sigo suponiendo hoy todavía que Matzerath hubo de quedarse por mucho tiempo, inclusive cuando yo ya no estaba en la cocina, sorprendido y maravillado con la tablita del perejil en la mano, porque anteriormente Óscar nunca le había tendido, aguantado o recogido nada a Matzerath.

Cené en casa de mamá Truczinski, la dejé que me lavara y me metiera en la cama, esperé a que estuviera ella en la suya y empezara a roncar silbando ligeramente, hallé luego el camino de mis zapatillas, cogí mi ropa, atravesé el cuarto en el que el ratón canoso silbaba, roncaba y envejecía, tuve alguna dificultad en el pasillo con la llave, pero logré de todos modos abrir el cerrojo y, descalzo todavía, en mi camisoncito y con mi ropa al brazo, subí por la escalera hasta el tendedero del desván donde, en mi escondrijo, detrás de telas apiladas y de papel de periódico en paquetes —que a pesar de las prescripciones relativas a la defensa antiaérea seguíamos guardando allí— y tropezando con el montón de arena y el balde de dicha defensa, hallé un tambor flamante, que me había guardado a escondidas de María, y la lectura de Óscar: Rasputín y Goethe en un volumen. ¿Debía yo llevarme a mis autores preferidos?

Mientras Óscar se metía en su ropa y sus zapatos, se colgaba el tambor y se colocaba los palillos entre los tirantes, negociaba al propio tiempo con sus dioses Dionisos y Apolo. En tanto que el dios del entusiasmo exaltado me aconsejaba no llevar conmigo lectura alguna o, a lo sumo, un legajo de Rasputín, el astuto y más sensato Apolo trataba de disuadirme por completo de mi viaje a Francia e insistió, al ver que Óscar estaba decidido a emprenderlo, en que me llevara un equipaje lo más completo posible. Hube pues de cargar con cuanto bostezo distinguido emitiera Goethe siglos atrás, pero, en son de protesta y también porque sabía que las Afinidades electivas no alcanzaban a resolver todos los problemas de índole sexual, lléveme asimismo a Rasputín y su mundo de mujeres, desnudas a pesar de las medias negras. Así pues, si Apolo buscaba la armonía y Dionisos el entusiasmo y el caos, Óscar era un pequeño semidiós que armonizaba el caos y entusiasmaba la razón y tenía frente a todos los dioses completos establecidos desde antiguo por la tradición, además de su naturaleza mortal, una ventaja decisiva, a saber: Óscar podía leer todo lo que le viniera en gana, en tanto que los dioses se censuran a sí mismos.

¡Cómo llega uno a acostumbrarse a un inmueble de pisos y a los olores culinarios de diecinueve inquilinos! Me despedí de cada peldaño, de cada piso y de cada puerta provista de letrerito con el nombre: ¡Oh, tú, músico Meyn, al que habían despedido por inútil y que ahora volvías a tocar la trompeta, volvías a beber de vez en cuando tu ginebra y esperabas a que te volvieran a llamar! —y más tarde lo llamaron efectivamente, aunque no pudo llevarse su trompeta. ¡Oh, tú, informe señora Kater cuya hija Susi se decía auxiliar de transmisiones! ¡Oh, Axel Mischke, por qué cosas has cambiado tu látigo! El señor y la señora Woiwuth, que siempre comían nabos. El señor Heinert padecía del estómago, y por ello estaba en Schichau y no en la infantería. Y allí al lado, los padres de Heinert, que se llamaban todavía Heimowski. ¡Oh, mamá Truczinskü!: dulcemente dormía el ratón detrás de la puerta. Mi oído, pegado a la madera, oíala silbar. El Quesito, que en realidad se llamaba Retzel, había llegado a teniente, a pesar de que de niño anduviera siempre con medias largas de lana. El hijo de Schalager había muerto, el hijo de Eyke había muerto, el hijo de Kollin había muerto. Pero el relojero Laubschad vivía todavía y devolvía la vida a los relojes muertos. Y el viejo Heilandt vivía también y seguía enderezando clavos torcidos. Y la señora Schwerwinski estaba enferma, pero el señor Schwerwinski gozaba de buena salud y, sin embargo, se murió antes que ella. Y allí enfrente, en la planta baja, ¿quién vivía allí? Allí vivían Alfredo y María Matzerath y un rapaz de casi dos años de edad llamado Kurt. ¿Y quién dejaba aquí, a la hora nocturna de dormir, el gran inmueble que respiraba pesadamente? Era Óscar, el padre del pequeño Kurt. ¿Qué es lo que lo empujaba afuera, a la oscuridad de la calle? Llevaba su tambor y su gran libro, en el que se había instruido. ¿Por qué se detuvo, entre todas las casas oscuras que creían en el oscurecimiento aéreo? Porque se acordaba del verdulero Gref f, que tenía el pelo crespo y la nariz aguileña, que se pesó y al propio tiempo se ahorcó y, de ahorcado, seguía teniendo el pelo crespo y la nariz aguileña, pero los ojos pardos, en cambio, que normalmente los tenía pensativos en sus cuencas, salíanle luego desmesuradamente. ¿Por qué se puso Óscar su gorra de marinero con la cinta ondulante y, cubierta la cabeza, se alejó al paso de sus botas? Porque tenía una cita en la estación de mercancías de Langfuhr. ¿Llegó puntualmente al lugar de la cita? Sí, llegó.

Mejor dicho, llegué al terraplén del ferrocarril junto al paso a desnivel del Brunshóferweg en el último momento. No porque me hubiera entretenido frente al consultorio vecino del doctor Hollatz. Claro que me despedí, de pensamiento, de la señorita Inge, y dije adiós a la vivienda del panadero del Kleinhammerweg, pero todo esto lo hice de paso y sin detenerme, y sólo fue, pues, el portal de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús el que me obligó a aquella parada que por poco me hace llegar tarde. Él portal estaba cerrado. Ello no obstante, me representaba yo en forma demasiado viva al Niño Jesús desnudo, sonrosado, sentado sobre el muslo izquierdo de la Virgen María. Allí estaba ella de nuevo, mi pobre mamá. Arrodillábase ante el confesonario y llenaba el oído del reverendo Wiehnke con sus pecados de tendera de ultramarinos, lo mismo que solía llenar de azúcar aquellos cucuruchos azules de a libra y de a media libra. Óscar, por su parte, se arrodillaba ante el altar lateral izquierdo, quería enseñarle a tocar el tambor al Niño Jesús, pero el rapaz no tocaba y me dejaba sin milagro. Óscar juró ya entonces y volvió a jurar ahora ante el portal cerrado: ¡Ya haré yo que toque, si no hoy, mañana!

Con la perspectiva del largo viaje dejé los juramentos para otro día y volví la espalda al portal, seguro de que Jesús no se me escaparía; subí por el lado del paso a desnivel a lo alto del terraplén, perdí en el camino algo de Goethe y de Rasputín, llevando de todos modos la mayor parte de mi bagaje cultural conmigo hasta la vía del tren, entre los rieles; tropecé todavía el largo de una pedrada con los travesanos y el balasto, y di corriendo en las piernas de Bebra, al que por poco hubiera derribado; a tal punto estaba la noche oscura.

—¡Al fin llegó nuestro virtuoso del tambor! —exclamó el capitán y payaso musical. Y luego, recomendándonos mutuamente cuidado, hicimos a tientas el camino sobre los rieles y agujas, nos extraviamos entre los vagones de carga de un tren en formación y encontramos, finalmente, el tren que traía del frente a los soldados con licencia, y en el que se había reservado un compartimiento especial al Teatro de Campaña de Bebra.

Óscar tenía ya en su haber varios viajes en tranvía, y ahora iba a viajar en el tren. Al introducirme Bebra en el compartimiento, la Raguna levantó la vista de una labor cualquiera de aguja, me sonrió y me besó, sonriendo, la mejilla. Y sin dejar de sonreír y sin apartar por ello los dedos de su labor, me presentó a los miembros restantes del Teatro de Campaña, los acróbatas Félix y Kitty. La rubia Kitty, de un rubio color de miel y de piel algo gris, no estaba desprovista de encantos y tendría aproximadamente la talla de la Signora. Su acento ligeramente sajón aumentaba todavía su encanto. El acróbata Félix era sin duda alguna el más alto de la compañía. Medía por lo menos sus buenos ciento treinta y ocho centímetros. El pobre acongojábase de su talla excesiva, y la aparición de mis noventa y cuatro centímetros no hizo sino aumentar su complejo. Por lo demás, el perfil del acróbata mostraba cierta analogía con el de un caballo de carreras, y de ahí que la Raguna lo llamara, en son de broma, «Cavallo» o «Félix Cavallo». Lo mismo que Bebra, el acróbata llevaba el uniforme gris campaña, aunque sólo con las insignias de sargento. Las damas llevaban trajes de viaje hechos también de la misma tela, que no les favorecía mucho. Y aquella labor que la Raguna tenía entre sus dedos, revelóse asimismo como tela gris campaña, destinada a convertirse en mi uniforme; Félix y Bebra la habían proporcionado, y Rosvita y Kitty cosían ahora alternativamente en ella e iban quitando cada vez más gris campaña, hasta que la guerrera, el pantalón y el gorro quedaron a mi medida. En cuanto a zapatos a la medida de Óscar, no hubiera sido posible hallarlos en ningún depósito del Ejército. Así pues, hube de contentarme con mis zapatos de lazos y me quedé sin los de cubilete.

Me falsificaron los papeles. En este delicado trabajo el acróbata Félix se reveló como particularmente hábil. Por pura cortesía no podía yo protestar, puesto que la gran sonámbula me hizo pasar por su hermano —su hermano mayor, por descontado—: Oscarnello Raguna, nacido el veintiuno de octubre de mil novecientos doce en Nápoles. He llevado hasta la presente toda clase de nombres; Oscarnello Raguna fue uno de ellos y, seguramente, no el menos armonioso.

Y luego, como suele decirse, partimos. Viajamos por Stolp, Stettin, Berlín, Hannover y Colonia, hasta Metz. De Berlín no vi prácticamente nada. Tuvimos allí cinco horas de parada. Naturalmente, había alarma aérea. Hubimos de refugiarnos en las bodegas subterráneas de la cervecería Thomas. Igual que sardinas estaban los militares tendidos bajo las bóvedas. Se produjo cierto revuelo cuando uno de los gendarmes trató de separarnos. Algunos soldados que venían del frente del este conocían a Bebra y su compañía de representaciones anteriores; hubo aplausos, silbidos, y la Raguna echaba besos con las manos. Fuimos invitados a dar algún número, improvisándose al extremo de la antigua bóveda cervecera algo por el estilo de un escenario. Bebra no podía negarse, sobre todo cuando un comandante de la Luftwaffe le rogó, con mucha cordialidad y en posición exagerada de firmes, que improvisara cualquier cosa para distraer a los muchachos.

Por vez primera había de presentarse Óscar en un verdadero número de teatro. Aun cuando ello no me cogiera totalmente desprevenido —durante el viaje Bebra había ensayado varias veces mi número conmigo—, no dejaba de sentirme nervioso, lo que dio lugar a que la Raguna viese la oportunidad de acariciarme.

Apenas hubieron traído nuestro equipaje artístico —los soldados se mostraban muy activos—, empezaron Félix y Kitty con sus números de acrobacia. Ambos parecían de goma, y se anudaban y volvían siempre a escabullirse el uno a través del otro, el uno fuera del otro, el uno alrededor del otro, desprendíanse el uno del otro, fundíanse el uno en el otro, permutaban entre sí esto o aquello y dejaban a los mirones apretujados con violentos dolores articulares y tortícolis para varios días. Y mientras Félix y Kitty seguían todavía anudándose y desanudándose, presentóse Bebra en su papel de payaso musical. En botellas escalonadas de llenas a vacías, tocó las canciones más en boga de aquellos años de guerra; tocó Erika y «Mamatchi, quiero un caballito», hizo sonar y relucir, arrancándolo de los cuellos de las botellas, el «Patria mía, tus estrellas» y, al ver que esto no pegaba bien, volvió a su antigua pieza de éxito, el Jimmy the Tiger, multiplicándose entre las botellas, lo que no sólo gustó al auditorio, sino también al oído delicado de Óscar; y cuando después de algunos actos de prestidigitación vulgares pero de efecto seguro, Bebra anunció a Rosvita Raguna, la gran sonámbula, y a Oscarnello Raguna, el tambor vitricida, el público estaba ya bien caldeado: el éxito de Rosvita y Oscarnello no podía fallar. Introducía yo nuestros actos con un ligero redoble, preparaba los momentos culminantes por medio de un crescendo y, una vez terminada cada ejecución, hacía invitación al aplauso mediante un gran golpe final de mucho efecto. La Raguna llamaba de entre el público a un soldado cualquiera, pero también podía ser algún oficial. Escogía lo mismo sargentos veteranos ya curtidos que tímidos alféreces insolentes, los invitaba a tomar asiento, les escrutaba al uno o al otro el corazón —esto sabía hacerlo bien— y revelaba a la concurrencia, además de los datos siempre correctos de sus cartillas militares, algunas intimidades de la vida privada del respectivo alférez o sargento. Procedía con discreción, dando muestras de ingenio en sus revelaciones, y, para terminar, regalaba a la víctima de aquéllas —según lo creía el público— una botella de cerveza llena. Luego rogaba al beneficiado que levantara la botella muy en alto, para que la viera todo el mundo, y me hacía una seña: redoble de tambor en crescendo y —un juego infantil para mi voz, que tenía capacidad para otras empresas— la botella tronaba y saltaba en pedazos: había que ver, entonces, la cara, bañada de cerveza, que ponían el sargento curtido o el alférez imberbe. Seguían los aplausos, una ovación prolongada en la que se mezclaban los ruidos de un severo ataque sobre la capital del Reich.

Lo que así ofrecíamos no era, por descontado, de gran clase, pero divertía a los muchachos y les hacía olvidar el frente y el permiso, provocando grandes risas, una risa interminable; porque, cuando bajaron sobre nosotros los torpedos aéreos, sacudiendo y sepultando la bodega y dejándonos sin iluminación y sin luz de emergencia, cuando todo era allí desorden y confusión, seguíanse oyendo todavía risas en aquel ataúd oscuro y maloliente. —¡Bebra! —gritaban— ¡queremos oír a Bebra! —Y el bueno de Bebra, eternamente joven, hacía de payaso en la oscuridad, arrancaba de la masa enterrada salvas de risas y, cuando reclamaban a la Raguna y a Oscarnello, anunció con voz de trompeta: —¡La Signora Raguna está muerrrta de cansancio, mis queridos soldaditos de plomo, y también el pequeño Oscarnello ha de tomarse algún reposo, para mejorrr gloria del grrran Reich alemán y de la victoria final!

Pero Rosvita estaba tendida junto a mí y tenía miedo. Óscar, en cambio, no tenía miedo y, sin embargo, estaba tendido junto a la Raguna. Su miedo y mi valor juntaron nuestras manos: Yo, buscando a tientas su miedo; ella, buscando a tientas mi valor. Finalmente yo me asusté un poco, pero ella, en cambio, cobró algo de valor. Y cuando le hube alejado una primera vez el miedo, ya mi valor viril volvía a levantarse. En tanto que mi valor contaba dieciocho años esplendorosos, ella volvió a sucumbir no sé en qué año de su vida ni por cualésima vez, a aquel miedo sapiente que me inspiraba valor. Porque, lo mismo que su cara, tampoco su cuerpo, no por exiguo menos completo, mostraba las huellas del tiempo. Valiente intemporal y miedosa intemporal, ofrecíaseme allí Rosvita. Y nadie sabrá jamás si aquella liliputiense, que en la bodega soterrada de la cervecería perdió en el curso de un severo ataque aéreo sobre la capital del Reich su miedo bajo mi valor hasta que los de la defensa antiaérea vinieron a desenterrarnos, contaba diecinueve o noventa y nueve años; y al propio Óscar le resulta tanto más fácil ser discreto, cuanto que él mismo no sabe si aquel primer abrazo realmente adecuado a sus proporciones físicas le fue concedido por una anciana llena de valor o por una doncella arrastrada por el miedo a la pasión.