Ofrenda de la impotencia a la señora Greff

A él, Greff, no lo quería. Él, Greff, no me quería a mí. Tampoco lo quise más tarde, cuando me construyó la máquina-tambor. Y aun hoy, cuando Óscar apenas tiene fuerza para tan tenaces antipatías, no lo quiero especialmente, aunque hoy Greff ya no exista.

Greff era verdulero. Pero vamos por partes. No creía ni en las patatas ni en las berzas y, sin embargo, poseía vastos conocimientos en materia de horticultura y le gustaba dárselas de jardinero, de amigo de la naturaleza y de vegetariano. Y precisamente porque no comía carne, por eso mismo Greff no era tampoco un auténtico verdulero. Resultábale imposible hablar de los productos del campo como se habla de los productos del campo. —Considere usted, por favor, esta extraordinaria patata —oíale a menudo decirle a un cliente—. Esta carne vegetal tumefacta, rebosante, que siempre inventa nuevas formas y permanece, con todo, tan casta. ¡Amo a la patata, porque ella me habla! —es evidente que un verdulero no debe hablar nunca en esta forma, poniendo a sus clientes en situación embarazosa. A mi abuela Ana Koljaiczek, por ejemplo, que había envejecido entre campos de patatas, nunca llegó a salirle de los labios, ni aun en los mejores años de patatas, más frasecita que ésta: —Pues sí, parece que este año las patatas son un poco mayores que el año pasado— con todo y que Ana Koljaiczek y su hermano Vicente Bronski dependían en mucho mayor grado de la cosecha de patatas que el verdulero Greff, al que un buen año de ciruelas le compensaba con creces un mal año de patatas.

En Greff todo era exagerado. ¿Era, por ejemplo, absolutamente indispensable que en la tienda llevara un delantal verde? Valiente pretensión, dar a la tal prenda verde espinaca, entre una sonrisita destinada al cliente y con aire sabihondo, el título de «verde delantal del jardinero del Señor». A esto se añadía que no podía prescindir de sus dichosos exploradores. Claro que en el treinta y ocho se había visto obligado a disolver su grupo —a los muchachos les habían encajado sus camisas pardas y los elegantes uniformes de invierno—, pero, de todos modos, los antiguos exploradores solían venir regularmente, de paisano o en uniforme, a visitar al antiguo jefe explorador para cantar con él, que delante de aquel delantal de jardinero que le había prestado el Señor pellizcaba la guitarra, canciones matutinas, canciones vespertinas, canciones de marcha, canciones de lansquenetes, canciones de cosecha, canciones a la Virgen y toda clase de cantos populares nacionales y extranjeros. Y comoquiera que Greff se había hecho miembro oportunamente del Cuerpo Motorizado Nacional Socialista y que, a partir del cuarenta y uno, podía llamarse no sólo verdulero sino, además, jefe de grupo de la defensa pasiva, pudiendo asimismo citar en su favor a dos antiguos exploradores que habían hecho carrera entre los Muchachos del Partido —eran respectivamente jefe de escuadra y jefe de sección—, resulta que, por parte de la jefatura de distrito de la Juventud Hitleriana, podían considerarse autorizadas las veladas corales en la bodega de patatas de Greff. Por otro lado, Greff fue también invitado por el jefe de adiestramiento del distrito, Löbsack, a organizar veladas corales durante los cursos de adiestramiento del distrito, en el castillo de adiestramiento del distrito en Jenkau. Juntamente con un maestro de primaria, a principios del cuarenta recibió Greff el encargo de confeccionar para el Distrito del Reich que incluía a Danzig y a la Prusia Occidental un libro de canciones para muchachos bajo el lema de «¡Canta con nosotros!». El libro resultó muy bueno. El verdulero recibió de Berlín un escrito firmado por el Jefe de la Juventud del Reich y fue invitado a Berlín, a un congreso de jefes de coros.

Greff era pues un hombre valioso. No sólo se sabía todas las estrofas de todas las canciones, sino que además, sabía montar tiendas de campaña y encender y apagar fuegos de vivac de modo que no se produjeran incendios forestales, podía ir derecho a su objetivo guiándose con la brújula, sabía los nombres de pila de todas las estrellas visibles, narraba cuentos jocosos o de aventuras, conocía las leyendas del país del Vístula, organizaba veladas locales con el título de «Danzig y la Hansa», enumeraba todos los gran-maestres de la Orden con sus correspondientes fechas, y no se limitaba sólo a esto, sino que sabía mucho también sobre la misión del germanismo en el territorio de la Orden, y sólo muy raramente entretejía en sus charlas algún dicho más bien de explorador.

Greff amaba a la juventud. Prefería los muchachos a las muchachas. A decir verdad, no amaba nada a las mujeres, sino tan sólo a los muchachos. A veces amaba a los muchachos más de lo que puede expresarse cantando canciones. Es posible que fuera su mujer, la de Greff, mujer desaseada con el sostén siempre grasiento y las bragas agujereadas, la que le obligara a buscar una medida más pura de amor entre muchachos nervudos y sumamente limpios. Pero también es posible que el árbol en cuyas ramas florecía permanentemente la ropa sucia de la señora Greff tuviera otra raíz. Quiero decir que tal vez la Greff se descuidaba porque el verdulero y jefe de grupo de la defensa pasiva no tenía el ojo que convenía a su exuberancia despreocupada y un poco simple.

A Greff le gustaba lo tenso, lo muscular, lo duro. Cuando él decía naturaleza, quería decir al propio tiempo ascetismo. Y cuando decía ascetismo, quería decir una clase particular de higiene corporal. Greff tenía una noción exacta de su cuerpo. Lo cuidaba en forma minuciosa y lo exponía al calor y, de modo particularmente ingenioso, al frío. En tanto que, cantando, Óscar rompía el vidrio de cerca o a distancia, descongelaba en ocasiones las flores de escarcha de los escaparates o derretía y hacía tintinear las candelas de hielo, el verdulero, en cambio, era un hombre que rompía el hielo con un instrumento manual.

Greff abría agujeros en el hielo. En diciembre, enero y febrero, abría agujeros en el hielo con un pico. Muy temprano, de noche todavía, sacaba su bicicleta de la bodega, envolvía el picahielo en un saco de cebollas, pedaleaba de Saspe a Brösen, de Brösen, por el paseo marítimo cubierto de nieve, en dirección a Glettkau, bajábase entre Brösen y Glettkau y, mientras iba clareando lentamente, empujaba la bicicleta, el picahielo y el saco de cebollas a través de la playa helada hasta unos dos o trescientos metros adentro del Báltico helado. Aquí imperaba la niebla de la costa. Nadie hubiera podido ver, desde la costa, cómo Greff dejaba su bicicleta sobre el suelo, desenvolvía el picahielo del saco de cebollas, permanecía silencioso y estático por unos momentos, escuchaba las bocinas de niebla de los cargueros presos en el hielo de la rada, para luego quitarse la cazadora, practicar un poco de gimnasia y ponerse finalmente a excavar, golpeando fuerte y regularmente, un agujero circular en el Báltico.

Para practicar el agujero Greff necesitaba sus buenos tres cuartos de hora. No me pregunten, por favor, de dónde lo sé. En aquel tiempo Óscar lo sabía prácticamente todo. Así sabía también, por ejemplo, para qué quería Greff su agujero en la capa de hielo. Sudaba, y su sudor caía, salado, desde su alta frente abombada, en la nieve. Procedía muy hábilmente, trazando el contorno a fondo y en circunferencia hasta hacerlo volver al punto de origen y levantaba a continuación, sin guantes, el témpano, de unos veinte centímetros de espesor, fuera de la ancha capa de hielo, de la que puede presumirse que se extendía hasta Hela o tal vez, inclusive, hasta Suecia. En el agujero, el agua era elemental y gris, salpicada de una especie de sémola helada. Desprendía un ligero vapor, sin ser por ello un manantial termal. El agujero atraía a los peces. Es decir, parece que los agujeros en el hielo atraen a los peces. Greff habría podido pescar lampreas o una merluza de veinte libras. Pero él no pescaba, sino que empezaba a desvestirse, hasta quedarse desnudo; porque cuando Greff se desvestía, se desnudaba.

Óscar no se propone en modo alguno transmitirles aquí escalofríos invernales. Baste pues con decir que durante los meses de invierno, el verdulero Greff tomaba dos veces por semana un baño en el Báltico. Los miércoles se bañaba solo, muy temprano. Partía a las seis, llegaba al lugar a las seis y media, picaba hasta las siete y cuarto, quitábase del cuerpo, con movimientos rápidos y exagerados, toda la ropa y, después de haberse frotado previamente con nieve, saltaba al agujero, gritaba en el agujero, y algunas veces le oía yo cantar aquello de «Se oye el rumor de los gansos salvajes en la noche», o bien: «Vengan las tempestades»; bañábase, pues, y gritaba, por espacio de dos o tres minutos a lo sumo, poníase luego de un salto sobre la capa de hielo, de la que destacaba con espantosa precisión cual una forma de carne humeante, más roja que un cangrejo, que corría alrededor del agujero, seguía gritando y entraba en calor, hasta que volvía a hallar el camino de la ropa y de la bicicleta. Poco antes de las ocho estaba Greff de regreso en el Labesweg y abría la verdulería con la mayor puntualidad.

El segundo baño lo tomaba los domingos, en compañía de varios muchachos. Esto, Óscar no quiere haberlo visto, ni lo ha visto en verdad. Fueron habladurías posteriores de la gente. El músico Meyn sabía historias acerca del verdulero, las andaba trompeteando por todo el barrio, y una de estas historias decía que todos los domingos, durante los meses más rigurosos del invierno, Greff se bañaba en compañía de varios muchachos. Pero ni el mismo Meyn pretendía que Greff hubiera forzado a bañarse a los Muchachos, desnudos como él, en el agujero practicado en el nielo. Parece que se contentaba con verlos retozar, medio desnudos o casi desnudos, nervudos y resistentes, sobre el hielo, y frotarse mutuamente con la nieve. Es más, los muchachos sobre la nieve le proporcionaban a Greff tanta alegría, que a veces, después del baño o antes de él, hacía travesuras con ellos, ayudaba a frotar a uno o a otro y permitía asimismo que toda la horda le friccionara a él; y así, a pesar de la niebla costera, el músico Meyn pretende haber visto, desde el paseo marítimo de Glettkau, a un Greff terriblemente desnudo que cantaba, gritaba, atraía a sí a dos de sus discípulos desnudos, los levantaba y, desnudo y con cargamento desnudo, galopaba cual una troika gritona y desbocada sobre la espesa capa de hielo del Báltico.

Se colige fácilmente que Greff no era hijo de pescadores, pese a que había en Brösen y en Neufahrwasser muchos pescadores que llevaban el nombre de Greff. Él, el verdulero, era de Tiegenhof; pero Lina Greff, que de soltera se llamaba Bartsch, lo había conocido en Praust. Ayudaba allí él a un vicario emprendedor en el pupilaje de la Organización de Jóvenes Católicos, a la que Lina Greff iba todos los sábados a causa del mismo vicario. Según una foto que hubo probablemente de darme la Greff, porque figura todavía en mi álbum, Lina era, a los veinte años, robusta, regordeta, alegre, bonachona, atolondrada y tonta. Su padre tenía una explotación hortícola de cierta importancia en Sankt-Albrecht. A los veintidós años y, según lo aseguraba más tarde a cada paso, totalmente desprovista de experiencia, se casó, por consejo del vicario, con Greff, y con el dinero de su padre abrió la tienda en Langfuhr. Comoquiera que una buena parte de los géneros, así en particular casi toda la fruta, la recibía a buen precio de la huerta del padre, el negocio marchaba bien, casi solo, y Greff no podía estropearlo mucho.

Es más, si el verdulero no hubiera tenido aquella afición infantil por los trabajos manuales, no hubiera sido nada difícil convertir la tienda, que estaba muy bien situada, lejos de toda competencia en aquel suburbio populoso, en una verdadera mina de oro. Pero cuando el funcionario de Pesas y Medidas se presentó por tercera y cuarta vez, controló la balanza de las verduras, confiscó las pesas, selló la propia balanza e impuso a Greff multas de mayor o menor consideración, una parte de los parroquianos lo dejó e hizo sus compras en el mercado semanal, diciendo: Sin duda, la mercancía de Greff es siempre de primera calidad y no tan cara, pero debe de haber allí algo que no anda bien, ya que los de Pesas y Medidas han vuelto a visitarlo.

Y sin embargo, estoy seguro de que Greff no se proponía quitarles peso a los clientes. Tanto que la gran báscula de las patatas pesaba en su perjuicio, después que el verdulero le hubo hecho algunas modificaciones. Así, por ejemplo, adaptóle poco antes de la guerra, a dicha báscula precisamente, un carrillón que, según el peso de las patatas, dejaba oír en cada caso un canto diferente. Por veinte libras de patatas los compradores podían escuchar, a título de propina en cierto modo, «En la clara ribera del Saale»; por cincuenta libras, «Sé siempre fiel y honrado»; un quintal de patatas de invierno le arrancaba al carrillón las notas infantiles y jocosas de la «Anita de Tharau».

Aun cuando yo comprendiera que estas bromas musicales no podían ser del gusto de la Oficina de Pesas y Medidas, Óscar apreciaba estas manías del verdulero. También Lina Greff se mostraba indulgente con estas extravagancias de su esposo, porque… bueno, porque el matrimonio de los Greff consistía precisamente en que cada uno de los esposos se mostraba indulgente con las extravagancias del otro. Y así, bien puede decirse que el matrimonio Greff era un buen matrimonio. El verdulero no pegaba a su esposa, no la engañaba nunca con otras mujeres, no era jugador ni parrandero, sino que era, por el contrario, un hombre jovial, que cuidaba su exterior y era querido, a causa de su natural sociable y servicial, no sólo de la juventud, sino de aquella parte de la clientela que le compraba de buen grado la música con las patatas.

Así, pues, Greff veía también con ecuanimidad e indulgencia que de año en año su Lina se fuera convirtiendo en una mujer desaseada y cada vez más maloliente. Veíale yo sonreír cuando personas que lo querían bien llamaban la cosa por su nombre. Soplándose y frotándose las manos, bien cuidadas a pesar de las patatas, le oía yo decir de vez en cuando a Matzerath, al que la Greff no le era simpática: —Desde luego que tienes razón, Alfredo, que es algo descuidada la pobre Lina. Pero, tú y yo, ¿es que no tenemos también nuestros defectos? —y si Matzerath insistía, Greff ponía término a la discusión en forma categórica pero no por ello menos amistosa: —Puede que en esto y aquello no vayas muy descaminado, pero, a pesar de todo, tiene buen corazón. ¡Si conoceré yo a mi Lina!

Puede que la conociera, pero, lo que es ella, apenas lo conocía a él. Al igual que los vecinos y clientes, nunca hubiera podido ver en aquellos muchachos y jóvenes que visitaban al verdulero con tanta asiduidad, otra cosa que el entusiasmo de la gente joven por un amigo y educador de la juventud, aficionado sin duda, pero no por ello menos apasionado.

A mí, Greff no podía ni entusiasmarme ni educarme. Cierto que Óscar tampoco era su tipo. Si me hubiera podido decidir por el crecimiento, tal vez habría llegado a ser su tipo, porque mi hijo Kurt, que cuenta ahora alrededor de trece años, encarna por completo, con su figura huesuda y desenvuelta, el tipo de Greff, aunque se parezca en todo a María, no mucho a mí y nada en absoluto a Matzerath.

Junto con Fritz Truczinski, que había venido de permiso, fue Greff testigo de aquella boda que tuvo lugar entre María Truczinski y Alfredo Matzerath. Comoquiera que María, lo mismo que su esposo, era protestante, sólo fuimos al registro civil. Esto ocurría a mediados de diciembre. Matzerath dio su sí dentro del uniforme del Partido. María estaba en su tercer mes.

Cuando más engordaba mi amada, tanto más aumentaba el odio de Óscar. Y eso que no tengo nada contra el embarazo. Pero la idea de que el fruto engendrado por mí hubiera de llevar un día el nombre de Matzerath, me quitaba toda la alegría que hubiera podido darme el anuncio de un heredero. Así, pues, cuando María estaba en el quinto mes, y por consiguiente demasiado tarde, emprendí el primer intento de aborto. Estábamos en Carnaval. María quería fijar en la barra de latón que había arriba del mostrador y de la que colgaban salchichas y tocino, algunas serpentinas y un par de caretas de payaso de narices descomunales. La escalera, que normalmente se apoyaba firmemente en los estantes, apoyábase ahora, insegura, contra el mostrador. María estaba en lo alto, con las manos entre las serpentinas; Óscar, en cambio, abajo, al pie de la escalera. Sirviéndome de mis palillos como palanca y ayudando con el hombro y un propósito firme, levanté el pie de la escalera y la empujé hacia un lado: entre las serpentinas y las caretas, María, espantada, lanzó un grito apagado, la escalera se inclinó, Óscar se apartó de un salto, y a su lado vinieron a dar María, y, con ella, el papel de colores, las caretas y unas cuantas salchichas.

Fue más el ruido que otra cosa. María se había torcido un pie; tuvo que guardar cama y cuidarse, pero no sufrió mayores trastornos, siguió haciéndose cada vez más deforme, y ni siquiera le contó a Matzerath quién la había ayudado a torcerse el pie.

Y no fue hasta ya entrado mayo, cuando, unas tres semanas antes del alumbramiento esperado, emprendí el segundo conato de aborto, cuando se decidió a hablar, sin decirle toda la verdad, con su esposo Matzerath. Durante la comida, y en mi presencia, dijo: —Oscarcito se está portando últimamente como un salvaje en sus juegos, y me pega mucho en el vientre. Tal vez sería mejor que hasta pasado el nacimiento lo dejáramos con mamá, que tiene sitio.

Eso fue lo que Matzerath oyó y creyó. Pero, en realidad, mi encuentro con María había consistido en un ataque criminal.

Ella se había tendido en el sofá después de comer. Matzerath, después de haber lavado los platos de la comida, se hallaba en la tienda decorando el escaparate. En el salón reinaba el silencio. Tal vez una mosca, el reloj como siempre y, en la radio, muy bajo, un informe sobre los éxitos de los paracaidistas en Creta. Yo sólo presté atención cuando hicieron hablar al gran boxeador Max Schmeling. Según pude entender, al saltar y aterrizar sobre el suelo rocoso de Creta, el campeón mundial se había torcido un pie y debía ahora guardar cama y cuidarse, lo mismo que María, que también tuvo que guardar cama después de la caída de la escalera. Schmeling habló con calma, comedidamente; luego tomaron la palabra otros paracaidistas menos prominentes, y Óscar ya no escuchó más: silencio, tal vez una mosca, el reloj como siempre, y la radio, apenas.

Estaba yo sentado junto a la ventana, sobre mi banquito, y observaba el cuerpo de María sobre el sofá. Respiraba profundamente y tenía los ojos cerrados. De vez en cuando golpeaba yo, a contrapelo, mi tambor. Ella no se movía, pero me obligaba, con todo, a respirar con su vientre en una misma habitación. Por supuesto que estaban también el reloj, la mosca entre los cristales y la cortina, y la radio con la isla pedregosa de Creta de trasfondo. Pero todo esto se sumergió en pocos instantes, y yo ya no veía más que el vientre, y ya no sabía en qué habitación el tal vientre se inflaba, ni a quién pertenecía, ni quién lo había puesto así, y no tenía más que un deseo: ¡tiene que desaparecer, ese vientre; es un error que te tapa la vista, levántate, haz algo! Así, pues, me levanté. Tienes que ver cómo lo arreglas. Y me fui acercando al vientre, y de paso cogí algo. Tendrías que hacer aquí un poco de aire, eso es una hinchazón maligna. Levanté, pues, lo que había tomado de paso y busqué un lugar en el vientre, entre las manecitas de María. Decídete de una vez, Óscar, si no María abrirá los ojos. Sentíame ya observado, pero seguí mirando la mano izquierda de María que temblaba ligeramente; vi, de todos modos, que ella retiraba la mano derecha, que la mano derecha se proponía algo, de modo que no me sorprendió mucho que, con la mano derecha, María le quitara a Óscar las tijeras de la mano. Tal vez permanecí todavía por espacio de algunos segundos con el puño en alto, pero vacío, oí el reloj, la mosca, la voz del locutor en la radio que anunciaba el final de la información relativa a Creta, di luego media vuelta y, antes de que empezara la emisión siguiente —música alegre de dos a tres—, abandoné el salón que, en presencia de un vientre que ocupaba mucho lugar, se me había hecho demasiado estrecho.

Dos días después, María me proveyó con un nuevo tambor y me llevaron con mamá Truczinski a aquella habitación del segundo piso que olía a café de malta y a patatas asadas. Primero dormí en el sofá, porque Óscar se negó a dormir en la antigua cama de Heriberto que, según tenía motivos para temerlo, podría seguir conservando el perfume de vainilla de María. Pasada una semana, el viejo Heilandt subió por la escalera mi camita de madera. Consentí en que la montaran al lado de aquel lecho que debajo de mí, María y nuestro común polvo efervescente, había guardado silencio.

Junto a mamá Truczinski, Óscar se calmó o se volvió indiferente. Como que ya no seguía viendo el vientre, porque María evitaba subir las escaleras. Por mi parte eludía la habitación de la planta baja, la tienda, la calle y aun el patio, en el que, debido a la situación alimenticia cada vez más difícil, volvían a criarse conejos.

La mayor parte del tiempo permanecía Óscar sentado ante las tarjetas postales que el sargento Fritz Truczinski había enviado o traído de París. La ciudad de París me la representaba yo diversamente y, al tenderme mamá Truczinski una vista de la Torre Eiffel, empecé, inspirándome en la atrevida construcción de hierro, a tocar París en mi tambor, a tocar un vals museta, sin que nunca hubiera yo oído vals museta alguno anteriormente.

El doce de junio —según mis cálculos con dos semanas de anticipación—, bajo el signo de los Gemelos, y no bajo el del Cáncer como yo lo había calculado, nació mi hijo Kurt. El padre, en un año de Júpiter; el hijo, en un año de Venus. El padre, dominado por Mercurio en la Virgen, que hace a uno escéptico e ingenioso; el hijo, provisto igualmente por Mercurio, pero en el signo de los Gemelos, con una inteligencia fría y ambiciosa. Lo que en mi atenuaba Venus en el signo de la Balanza y en la casa del Ascendente, agravábalo Aries en la misma casa de mi hijo: su Marte habría de traerme dificultades más adelante.

Excitada y moviéndose como un ratón, mamá Truczinski me comunicó la nueva: —Imagínate, Óscar, la cigüeña te ha traído un hermanito. ¡Y yo que ya había pensado, bueno, con tal que no sea una Marieta, de ésas que luego dan disgustos!— Por mi parte, apenas interrumpí mi tamboreo frente a la Torre Eiffel y a una vista del Arco de Triunfo que acababa de llegar. Tampoco mamá Truczinski parecía esperar de mí una felicitación a honras de la abuela Truczinski. Aunque no fuera domingo, se animó a ponerse algo rojo; echó mano a su acreditado papel de achicoria, frotóse con él a guisa de colorete las mejillas y así recién pintada dejó la habitación para ayudar en la planta baja al presunto padre Matzerath.

Estábamos, como quedó dicho, en junio. Un mes engañoso. Éxito en todos los frentes —admitiendo como éxitos los éxitos en los Balcanes—, y al propio tiempo éxitos aún mayores se cernían en el este. Aquí se estaba concentrando un ejército imponente. El ferrocarril no paraba un momento. Incluso Fritz Truczinski, que hasta entonces se había divertido tanto en París, hubo de emprender un viaje hacia el este que tardaría en llegar a su término y que no cabía confundir con un viaje de permiso. Con todo, Óscar seguía sentado tranquilamente ante las lustrosas tarjetas postales, pensaba en la dulce París de principios de verano, tocaba ligeramente Troisjeunes tambours, no se sentía identificado con el ejército alemán de ocupación y no tenía que temer, por tanto, que los guerrilleros lo precipitaran desde algún puente del Sena. No; subía de paisano con mi tambor a la Torre Eiffel, gozaba desde lo alto, como es debido, el vasto panorama, sentíame bien así y ajeno, a pesar de la altura tentadora, a toda idea agridulce de suicidio; a tal punto, que no fue hasta después del descenso, al encontrarme con mis noventa y cuatro centímetros al pie de la Torre, cuando volví a cobrar conciencia del nacimiento de mi hijo.

¡Voilà, un hijo!, me decía. Cuando cumpla tres años tendrá su tambor de hojalata. Ya veremos quién es aquí el padre, si el tal señor Matzerath o yo, Óscar Bronski.

En el caluroso mes de agosto —creo que precisamente cuando volvía a anunciarse el feliz éxito de otra batalla envolvente, la de Smolensk—, fue bautizado mi hijo. ¿Quién habría invitado al bautizo a mi abuela Ana Koljaiczek y a su hermano Vicente Bronski? Si me decido una vez más por la versión que hace de Jan Bronski a mi padre y del taciturno y cada vez más extravagante Vicente a mi abuelo paterno, entonces claro que había para la invitación motivos de sobra. En definitiva mis abuelos eran los bisabuelos de mi hijo Kurt.

Claro está que este razonamiento nunca podía ocurrírsele a Matzerath, que es el que había hecho la invitación. Porque él veíase a sí mismo, inclusive en los momentos más dudosos, como por ejemplo después de la pérdida catastrófica de una partida de skat, cual doble progenitor, cual padre y sostén. Óscar volvía además a ver a sus abuelos por otros motivos. Habían alemanizado a los dos viejitos: ya no eran polacos, y sólo seguían soñando en cachuba. Alemanes nacionales, los llamaban, del grupo popular tres. Añádase a esto que Eduvigis Bronski, la viuda de Jan, se había casado con un alemán del Báltico, que era jefe local de los campesinos de Ramkau. Habíanse ya presentado las solicitudes conforme a las cuales Esteban y Marga Bronksi habían de adoptar el nombre de su padrastro Ehlers. Esteban, que contaba diecisiete años, se había presentado como voluntario, se hallaba en el campo de entrenamiento de Gross-Boschpol y tenía perspectivas de visitar todos los teatros de batalla europeos; en tanto que Óscar, al que tampoco le faltaba mucho para cumplir la edad del servicio militar, había de esperar, sentado detrás de su tambor, a que en el ejército, la marina o eventualmente la aviación se produjera alguna posibilidad de empleo para un tambor de tres años.

El jefe local de campesinos Ehlers tomó la iniciativa. Quince días antes del bautizo presentóse en el Labesweg, con Eduvigis sentada a su lado en el pescante, en un carruaje tirado por dos caballos. Tenía las piernas en O, padecía del estómago y no se dejaba comparar ni de lejos con Jan Bronski. De una cabeza más bajo que ella, veíasele sentado al lado de Eduvigis, de mirada bovina, a la mesa del salón. Su presencia sorprendió al propio Matzerath. No había manera de ligar la conversación. Hablóse del tiempo, de que algo ocurría en el este, de que aquí se avanzaba de lo lindo; mucho más rápidamente que en el quince, recordaba Matzerath, que en el quince había andado en ello. Todos ponían mucho empeño en no mencionar a Jan Bronski, hasta que yo decidí jugarles una pasada y, poniendo una boquita cómica de niño, pregunté en voz alta y reiteradamente dónde estaba Jan, el tío de Óscar. Matzerath carraspeó, dijo algo amable y algo profundo a propósito de su antiguo amigo y rival. Ehlers asintió inmediata y prolijamente, pese a que no hubiera alcanzado a conocer a su predecesor. Eduvigis halló inclusive unas lágrimas sinceras que se le deslizaron lentamente por las mejillas y, finalmente, dio al tema Jan su conclusión precisa: —Era un buen hombre, incapaz de hacer daño a una mosca. Quién hubiera pensado que acabaría así, él, tan tímido, al que todo le asustaba.

Después de estas palabras, Matzerath pidió a María, que estaba de pie detrás de él, que trajera unas botellas de cerveza, y preguntó a Ehlers si jugaba al skat. Ehlers no jugaba, lo que sentía mucho, pero Matzerath fue lo bastante magnánimo para perdonarle al jefe local de campesinos esta pequeña falla. Inclusive le dio unas palmaditas en la espalda y, cuando la cerveza estaba ya en los vasos, le aseguró que no tenía ninguna importancia que no jugara al skat y que esto no era óbice para que fueran buenos amigos.

En esta forma, pues, Eduvigis Bronski volvió a hallar en calidad de Eduvigis Ehlers el camino de nuestra casa y, además de su jefe local de campesinos, llevó a nuestro bautizo a su antiguo suegro Vicente Bronski y a su hermana Ana Koljaiczek. Matzerath parecía estar al corriente, salió a la calle a dar a los dos viejitos una bienvenida sonora y cordial, debajo de las ventanas de los vecinos, y dijo en la habitación, cuando mi abuela sacó de debajo de sus faldas el regalo de bautizo, una oca madura: —Eso sí que no hubiera sido necesario, abuela. Igual me gustaría que vinieses aunque no trajeses nada —cosa que no fue del gusto de mi abuela, que quería saber lo que valía su oca. Con la mano plana le dio unas palmaditas al ave bien cebada y protestó: —No digas eso, Alfredito. Esto no es una oca cachuba, sino una oca nacional alemana, y sabe exactamente lo mismo que antes de la guerra.

Con esto quedaron zanjados todos los problemas relativos a las nacionalidades, y sólo se produjeron algunas dificultades antes del bautizo, al negarse Óscar a entrar en la iglesia protestante. Inclusive cuando sacaron mi tambor del taxi, tratando de atraerme con él y asegurándome reiteradamente que en las iglesias protestantes podía entrarse con el tambor descubierto, mantúveme yo católico fanático, y antes me hubiera decidido por una confesión breve sucinta en la oreja sacerdotal del reverendo Wiehnke que a escuchar un sermón bautismal protestante. Matzerath cedió. Probablemente tenía miedo a mi voz y a las consiguientes demandas de indemnización. Así, pues, mientras en la iglesia bautizaban, yo me quedé en el taxi, contemplé el cogote del chófer, escruté en el retrovisor la cara de Óscar y recordé mi propio bautizo, que quedaba ya años atrás, y todos los intentos del reverendo Wiehnke para apartar a Satanás del catecúmeno Óscar.

Tras el bautizo, se comió. Habían juntado dos mesas y empezamos con la sopa de tortuga. Cucharas y bordes de los platos. Los del campo sorbían. Greff levantaba su meñique. Greta Scheffler mordía la sopa. Gusta sonreía ampliamente por encima de su cuchara. Ehlers hablaba por encima de la suya. Vicente buscaba tembloroso al lado de la suya. Sólo las dos viejas, mi abuela Ana y mamá Truczinski, decicábanse por entero a las cucharas, en tanto que Óscar se cayó, como quien dice, de la cuchara, se escabulló, mientras los otros seguían dándole a la cuchara, y se trasladó al dormitorio junto a la cuna de su hijo, porque quería reflexionar a propósito de su hijo, mientras los otros, detrás de sus cucharas, se iban vaciando de sus pensamientos a medida que iban vaciando en sí mismos las cucharadas de sopa.

Un cielo de tul azul claro sobre el cesto con ruedas. Comoquiera que el borde del cesto era demasiado alto, al principio sólo alcancé a ver un montoncito rojo morada. Luego me subí sobre mi tambor y pude contemplar a mi hijo, que dormía y de vez en cuando se estremecía. ¡Oh, orgullo paterno, que buscas siempre palabras altisonantes! Mas comoquiera que a mí, en presencia del lactante, no se me ocurrió nada, excepto la frasecita: cuando cumpla tres años tendrá un tambor; comoquiera que mi hijo no me revelaba a mi nada del mundo de sus pensamientos, y comoquiera, pues, que sólo podía esperar que fuera, como yo, uno de los recién nacidos de oído fino, volvíle a prometer una y otra vez un tambor de hojalata al cumplir su tercer aniversario, y regresé al comedor, a probar fortuna con los adultos.

Aquí acababan precisamente de terminar la sopa de tortuga María trajo los suaves guisantes verdes, de lata, en mantequilla Matzerath, que respondía personalmente del asado de puerco, sirvió el plato con sus propias manos, se quitó la chaqueta, se puso a cortar en mangas de camisa una tajada tras otra y ponía, por encima de la carne tierna y jugosa, una cara tan dulcemente satisfecha, que yo hube de mirar a otro lado.

Al verdulero Greff le sirvieron aparte. Para él había espárragos de lata, huevos fritos y nata con rábanos, ya que los vegetarianos no comen carne. Tomó sin embargo, como todos los demás, algo de puré de patatas, que no roció con el jugo del asado, sino con mantequilla derretida que María, siempre atenta, le trajo de la cocina en una pequeña sartén chisporroteante. En tanto que los demás bebían cerveza, él se atenía al jugo de manzana. Hablábase allí de la batalla envolvente de Kiev y se contaba, sirviéndose de los dedos, el número de prisioneros. Ehlers, que era del Báltico, mostrábase particularmente ducho en el cómputo y, a cada cien mil, enderezaba como si lo moviera un resorte uno de sus dedos, para luego, cuando sus dos manos abiertas hubieron completado el millón, seguir contando mediante la decapitación, uno después de otro, de los dedos tendidos. Cuando se hubo agotado el tema de los prisioneros rusos, cuya suma creciente les quitaba valor e interés, Scheffler habló de los submarinos en Gotenhafen, y Matzerath le susurró al oído a mi abuela Ana que, en Schichau, se botaban dos submarinos por semana. A continuación, el verdulero Greff explicó a todos los invitados al bautizo por qué los submarinos habían de botarse de costado y no con la proa por delante. Para que lo entendieran mejor, acompañábase de movimientos de las manos, que la mayoría de los presentes, fascinados por la construcción de los submarinos, imitaban atentamente y con torpeza. Al querer reproducir con la mano izquierda un submarino en el acto de sumergirse, Vicente Bronski volcó su vaso de cerveza, por lo que mi abuela se puso a regañarle. Pero María la calmó, diciendo que no era nada, que el mantel tenía que lavarse de todos modos al día siguiente y que, por lo demás, era muy natural que en una comida de bautizo se produjeran manchas. En esto llegaba ya mamá Truczinski con un trapo y esponjó el charco de cerveza, en tanto que, con la mano izquierda, sostenía la gran fuente de cristal llena de budín de chocolate salpicado de puntas de almendra.

¡Oh, si con el budín de chocolate hubieran servido otra salsa, o ninguna en absoluto! Pero hubo de ser precisamente salsa de vainilla. Espesa, amarilla: salsa de vainilla. No hay probablemente en este mundo nada más alegre, pero tampoco nada más triste que una salsa de vainilla. Dulcemente perfumaba la vainilla el ambiente y me iba envolviendo, cada vez más, con María, que era la fuente de toda vainilla y estaba sentada ahora al lado de Matzerath, del que tenía la mano en su mano, de modo que yo ya no podía ni verla ni soportarla.

Oscar se fue escurriendo de su sillita de niño, asiéndose para ello a la falda de la Greff, a cuyos pies se acurrucó, mientras arriba ella seguía operando activamente con la cuchara; y vino a gustar en esta forma por vez primera aquella emanación peculiar de Lina Greff, que anegaba, ahogaba y mataba instantáneamente toda la vainilla.

Por acre que fuera, mantúveme de todos modos en la nueva dirección olfatoria, hasta que todos mis recuerdos relacionados con la vainilla parecieron desvanecerse. Poco a poco, silenciosamente y sin convulsiones, me sentí invadido por una náusea liberadora. Y mientras iba devolviendo la sopa de tortuga, el asado de puerco bocado por bocado, los verdes guisantes de lata casi intactos y aquel par de cucharadas de budín de chocolate con salsa de vainilla, comprendí mi impotencia, nadé en mi impotencia, desplegué a los pies de Lina Greff la impotencia de Óscar, y decidí ofrecer en adelante a la señora Greff mi impotencia de cada día.