Polvo efervescente

¿Tienen ustedes alguna idea de lo que es este polvo? Antes se lo podía comprar durante todo el año en unas bolsitas planas. En nuestra tienda, mamá vendía unas bolsitas de Polvo Efervescente Waldmeister, de un verde que daba náuseas. Otras bolsitas, a las que naranjas no maduras por completo les habían prestado el color, decían: Polvo efervescente con sabor de naranja. Había además un polvo efervescente con sabor de frambuesa, y otro que, cuando se le echaba agua clara del grifo, siseaba, burbujeaba, hervía y, si se bebía antes de que hubiera llegado a calmarse, tenía un sabor lejano, remoto, de limón, del que también el agua del vaso tomaba el color, sólo que con más celo todavía: un amarillo artificial con aspecto de veneno.

¿Qué se leía, además del modo de empleo, en las bolsitas? Se leía: Producto natural - Patentado - Protéjase de la humedad, y, abajo de una línea de puntos decía: Rómpase por aquí.

¿Dónde podía adquirirse además el polvo efervescente? No sólo en la tienda de mamá, sino en toda tienda de ultramarinos —con excepción de los cafés Kaiser y de las cooperativas de consumo. En estas tiendas y en todos los puestos de refrescos, las boletas de polvo efervescente costaban tres pfennigs de florín.

A María y a mí el polvo efervescente nos resultaba gratis. Sólo cuando no podíamos esperar hasta llegar a casa habíamos de pagar en alguna tienda de ultramarinos o en un puesto de refrescos los tres pfennigs o inclusive seis, porque no nos bastaba con una y pedíamos dos bolsitas.

¿Quién empezó con el polvo efervescente? Ésta es la eterna cuestión entre amantes. Yo digo que empezó María. María, en cambio, no dijo nunca que hubiera empezado Óscar. Dejaba la cuestión sin contestar y, si se le hubiese preguntado con insistencia, en todo caso habría contestado: —Fue el polvo efervescente.

Por supuesto, todo el mundo le dará la razón a María. Óscar era el único que no podía contestarle con esta sentencia condenatoria. Nunca me habría confesado a mí mismo, en efecto, que una bolsita de polvo efervescente de tres pfennigs —precio de mostrador— había sido capaz de tentar a Óscar. Contaba yo a la sazón dieciséis años y ponía empeño en acusarme a mí mismo o, en todo caso, a María, pero nunca a un polvo efervescente que había que proteger de la humedad.

Empezó pocos días después de mi cumpleaños. Conforme al calendario, la temporada de baños tocaba a su fin. Pero el agua no quería todavía saber nada de septiembre. Después de un mes de agosto lluvioso, el sol daba de sí cuanto podía; sus marcas tardías podían leerse en la tabla al lado del cartel de la Sociedad de Salvavidas, que habían clavado en la cabina del bañero: Aire, veintinueve; Agua, doscientos; Viento, sureste —predominantemente sereno.

En tanto que Fritz Truczinski escribía en calidad de sargento tarjetas postales desde París, Copenhague, Oslo y Bruselas —andaba siempre en comisiones de servicio—, María y yo nos tostábamos al sol. En julio habíamos asentado nuestros reales delante del muro soleado del baño para familias. Comoquiera que María no se sentía allí al abrigo de las bromas de los alumnos de segundo año del Conradinum, de pantalón rojo, y de las complicadas y fastidiosas declaraciones amorosas de un estudiante de la Escuela Superior de San Pedro, abandonamos hacia mediados de agosto el baño para familias y encontramos en la sección para señoras un lugarcito mucho más tranquilo, cerca del agua, en donde unas damas gruesas y asmáticas, parecidas en esto a las breves olas del Báltico, se metían en el agua hasta las varices de sus corvas, y niños pequeños, desnudos y mal educados, luchaban contra el destino, construyendo castillos de arena que siempre volvían a derrumbarse.

El baño de señoras: cuando las señoras están a solas y no se suponen observadas, un joven, como el que Óscar ocultaba entonces debería cerrar los ojos para no convertirse en testigo involuntario de la feminidad sin afeite.

Estábamos tendidos en la arena. María en su traje de baño verde con ribetes rojos, y yo en el mío. La arena dormía, el mar dormía, las conchas, aplastadas, no escuchaban. El ámbar, que según dicen sirve contra el sueño, estaría en algún otro sitio; el viento, que conforme a la tabla soplaba del sureste, se iba adormeciendo, y todo el vasto cielo, fatigado sin duda, no cesaba de bostezar; también María y yo nos sentíamos algo cansados. Ya nos habíamos bañado, y después, en ningún caso antes, habíamos comido. Y las cerezas yacían ahora, en forma de huesos de cerezas húmedos todavía, en la arena marina al lado de otros huesos de cereza blancos y secos, más ligeros, del año anterior.

A la vista de tanta cosa perecedera, Óscar dejaba caer la arena, con los huesos de cereza de un año, de mil años o recientes todavía, sobre su tambor, jugando al reloj de arena y tratando de insinuarse en el papel de la muerte que juega con los huesos. Bajo la carne cálida y amodorrada de María, representábanse partes de su esqueleto bien despierto, sin duda, saboreaba la vista libre entre el cubito y el radio, practicaba arriba y abajo de su columna vertebral juegos de a quién empieza, introducía mis manos en las dos fosas ilíacas y me divertía con el esternón.

Pese a la distracción que me procuraba yo jugando a la muerte con el reloj de arena, María se movió. A ciegas y confiando sólo en los dedos, metió la mano en el bolso de playa buscando algo, en tanto que yo vertía el resto de la arena con los huesos de cereza sobre mi tambor ya enterrado a medias. Comoquiera que María no encontrara lo que buscaba, probablemente su armónica, vació el bolso: de inmediato apareció sobre el albornoz no la armónica, sino una bolsita de polvo efervescente Waldmeister.

María hizo como que se sorprendía. Tal vez se sorprendiera de verdad. Pero yo sí estaba realmente sorprendido y me preguntaba —me lo sigo preguntando hoy todavía—: ¿Cómo ha logrado introducirse en nuestro bolso de playa esta bolsita de polvo efervescente, este artículo barato, que sólo compran los niños de los estibadores y de los sin trabajo porque no tienen dinero para una limonada regular?

Y mientras Óscar reflexionaba todavía, a María le entró sed. También yo, interrumpiendo mis reflexiones, hube de confesarme contra mi voluntad que tenía una sed apremiante. No llevábamos ningún vaso y, además, si queríamos llegar hasta el agua potable, teníamos que andar por lo menos treinta y cinco pasos si la que iba era María, y unos cincuenta si iba yo. Y para pedirle prestado un vaso al bañero y abrir la llave de la tubería al lado de la caseta de éste había que caminar por la arena ardiente entre moles de carne untadas de crema Nivea y tendidas boca arriba o boca abajo.

El camino se nos hacía cuesta arriba, así que dejamos la bolsita sobre el albornoz. Y luego, antes de que le diera a María por cogerla, la cogí yo. Pero Óscar volvió a dejarla sobre el albornoz, por si María quería cogerla. María no la cogió. Entonces, la cogí yo y se la di a María. María se la devolvió a Óscar. Le di las gracias y se la regalé. Pero ella no quería aceptar los regalos de Óscar. Hube pues de volver a dejarla sobre el albornoz. Allí estuvo por algún tiempo, sin moverse.

Óscar hace constar que fue María la que, después de una pausa opresiva, cogió la bolsita. Y no sólo esto, sino que arrancó una tirita de papel exactamente allí donde decía: Rómpase aquí. Luego me tendió la bolsita abierta. Esta vez fue Óscar el que rehusó, dando las gracias. María logró ofenderse. En forma decidida dejó la bolsita abierta sobre el albornoz. ¿Qué podía yo hacer más que cogerla y ofrecérsela a María, antes de que llegara a entrarle arena?

Óscar hace constar que fue María la que metió un dedo por la apertura de la bolsita y luego lo sacó, manteniéndolo vertical y a la vista: en la yema del dedo veíase algo blanco azulado —el polvo efervescente. Ella me ofreció el dedo. Naturalmente lo acepté. Y aunque se me subió a la nariz, mi cara logró reflejar deleite. Fue María la que formó un hueco con su mano. Y Óscar no tuvo más remedio que verter algo de polvo en la cuenca sonrosada. Ella no sabía qué hacer con el montoncito nuevo y sorprendente. Entonces me incliné, reuní toda mi saliva, la depuse sobre el polvo efervescente, volví a hacerlo, y no me incorporé hasta que ya no me quedaba más saliva.

Sobre la mano de María empezó a sisear y a formarse espuma. Y de repente, el Waldmeister se convirtió en volcán. Aquello empezó a hervir, como la furia verde de no sé qué pueblo. Aquí ocurría algo que María no había visto nunca aún. Sin duda, ni había sentido nunca, porque su mano se estremecía, temblaba y quería huir, ya que Waldmeister la mordía, Waldmeister le atravesaba la piel, Waldmeister la excitaba y le daba una sensación, una sensación, una sensación…

Conforme el verde aumentaba, María se iba poniendo colorada, se llevó la mano a la boca, se lamió la palma con la lengua muy afuera, lo que repitió varias veces y en forma tan desesperada, que ya Óscar creía que la lengua no lograba eliminar aquella sensación de Waldmeister, sino que, por el contrario, la aumentaba hasta el punto y aún más allá del punto que normalmente le está fijado a toda sensación.

Luego la sensación empezó a ceder. María reía bajito, miró alrededor para ver si no había testigos del Waldmeister y, al verificar que las vacas marinas que respiraban en sus trajes de baño seguían tendidas indiferentes y tostándose con Nivea por allí, se dejó caer sobre el albornoz. Y sobre un fondo tan blanco se le fue extinguiendo lentamente el rubor.

Tal vez la temperatura balnearia de aquella hora meridiana hubiera acabado por tentar a Óscar a una siesta, si, transcurrida apenas media hora, María no hubiera vuelto a incorporarse y no se hubiera atrevido a alargar la mano hacia la bolsita medio llena todavía del polvo efervescente. No sé si lucharía consigo misma antes de verter el resto del polvo en el hueco de aquella mano a la que el efecto del Waldmeister ya no le era extraño. Durante el tiempo aproximadamente que alguien emplea en limpiarse los anteojos, mantuvo la bolsita a la izquierda y la cuenca sonrosada a la derecha, la una frente a la otra. Y no es que dirigiera la mirada a la bolsita o a la mano hueca, que la hiciera pasar de lo medio lleno a lo vacío, sino que miraba entre la una y la otra y ponía unos severos ojos oscuros. Púsose de manifiesto, sin embargo, cuánto más débil era la mirada severa que la bolsita medio llena. Ésta, en efecto, se acercó a la mano hueca, y la mano se acercó a aquélla, en tanto que la mirada iba perdiendo severidad salpicada de melancolía para hacerse curiosa y, finalmente, ávida. Con una indiferencia difícilmente simulada, María amontonó el resto del Waldmeister en su palma mullida y, no obstante el calor, seca, dejó caer la bolsita y la indiferencia, se apoyó con la mano liberada la mano llena, fijó todavía por algún tiempo sus ojos grises en el polvo y me miró luego a mí: me miraba con ojos grises, y me pedía, con ojos grises, algo: quería mi saliva. Pero ¿por qué no tomaba la suya? A Óscar apenas le quedaba; ella había de tener sin duda mucha más, ya que la saliva no se renueva tan rápidamente; que tomara pues, en buena hora, la suya, que en fin de cuentas era igual, si no mejor; y en todo caso, ella había de tener más, porque yo no podía hacerla tan aprisa y, además, ella era mayor que Óscar.

María quería mi saliva. Desde el principio quedó claro que sólo podía ser cuestión de mi saliva. No me quitó de encima su mirada imperativa, y yo atribuí la culpa de esta cruel inflexibilidad a sus lóbulos auriculares, que no colgaban libremente, sino que estaban soldados a su mandíbula inferior. Así que Óscar hubo de tragar, hubo de pensar en cosas que por lo regular le hacían agua la boca, pero, fuera ello debido al aire de mar, al aire salino o al aire salino de mar, es el caso que mis glándulas salivares fallaron y, conminado por la mirada de María, tuve que levantarme y cubrir el camino. Había que andar cincuenta pasos sin mirar ni a derecha ni a izquierda sobre la arena ardiente, subir los peldaños más calientes aún de la escalera que conducía a la caseta del bañero, abrir el grifo, poner debajo la cabeza vuelta con la boca abierta, beber, enjuagarse y tragar, para que Óscar volviera a tener saliva.

Cuando hube superado el trayecto que iba de la caseta del bañero al albornoz, por más que el camino era interminable y la vista a todo su largo horripilante, hallé a María tendida boca abajo. La cabeza la tenía metida entre sus brazos cruzados. Sus trenzas reposaban perezosamente sobre su espalda.

Le empujé, porque ahora disponía Óscar de saliva. Pero María no se movió. Volví a empujarla. Pero ella no quería. Con precaución le abrí la mano izquierda. Me dejó hacerlo: la mano estaba vacía, como si jamás hubiera visto traza de Waldmeister. Le enderecé los dedos de la mano derecha: la palma sonrosada, húmeda en las líneas, caliente y vacía.

¿Habría recurrido a su propia saliva? ¿No habría podido esperar tanto? ¿O tal vez habría soplado el polvo, ahogando la sensación antes de sentirla, para luego frotarse la mano con el albornoz, hasta hacer surgir de nuevo la manecita familiar de María, con su monte de la Luna ligeramente supersticioso, su Mercurio graso y el cinturón de Venus firmemente acolchado?

Aquel día regresamos pronto a casa, y Óscar no sabrá nunca si María hizo ya hervir entonces el polvo por segunda vez o bien si fue sólo unos días más tarde cuando aquella mezcla de polvo efervescente y saliva mía se convirtió por repetición, para ella y para mí, en vicio.

El azar, o un azar obediente a nuestros deseos, quiso que la noche de aquel día de baño que se acaba de describir —comimos sopa de arándanos y puré de patatas— Matzerath nos comunicara embarazosamente a María y a mí que se había hecho socio de un pequeño club de skat del grupo local del Partido y que tendría que reunirse dos noches por semana con sus compañeros de juego, todos ellos jefes de célula, en el restaurant Springer; y que como de vez en cuando también iría Selke, el jefe del grupo local, no podría dejar de asistir, con lo cual, sintiéndolo mucho, tendría que dejarnos solos. Lo mejor sería, añadió, que Óscar se quedara a dormir las noches en cuestión con mamá Truczinski.

Mamá Truczinski estuvo de acuerdo, tanto más que prefería aquella solución a la proposición que Matzerath le hiciera la víspera, a escondidas de María: esto es, que en vez de que fuese yo el que se quedara a dormir en el piso de mamá Truczinski, fuese María la que dos veces por semana pernoctase con nosotros, durmiendo en el sofá.

Anteriormente, María había dormido en aquella enorme cama que en otro tiempo cobijara la espalda llena de cicatrices de mi amigo Heriberto. Aquel mueble macizo seguía en el pequeño cuarto de atrás. Mamá Truczinski tenía su cama en el salón. Gusta Truczinski, que seguía sirviendo, lo mismo que antes, en el café del Hotel Edén, seguía viviendo en éste, y aunque venía una que otra vez en sus días libres a la casa, rara vez se quedaba a pasar la noche y, en su caso, dormía en el sofá. Pero si ocurría que Fritz Truczinski venía con licencia y traía regalos de países lejanos, entonces el permisionario del frente o el viajante en servicio dormía en la cama de Heriberto, María en la de mamá Truczinski, y ésta se hacía la suya en el sofá.

Tal ordenamiento vino a perturbarse por mi culpa. Primero quisieron que yo durmiera en el sofá. Este plan lo rechacé con términos breves pero categóricos. Luego mamá Truczinski quiso cederme su cama de viejita, contentándose ella con el sofá. Pero a esto se opuso María, porque no quería que su anciana madre se sintiera incómoda, y, sin muchos ambages, se declaró dispuesta a compartir conmigo la antigua cama de camarero de Heriberto, lo que expuso en los siguientes términos: —No es problema Oscarcito en una cama. Cuando mucho será un octavo de porción.

Así, pues, a partir de la semana siguiente, María llevó mi ropa de cama, dos veces por semana, de nuestro piso de la planta baja al segundo piso y nos hizo un lugar a mí y a mi tambor, del lado izquierdo de su cama. La primera noche de skat de Matzerath no ocurrió nada. La cama de Heriberto se me antojaba inmensa. Yo me acosté primero; María vino luego. Se había lavado en la cocina y entró en el dormitorio vestida con un camisón, ridículo de tan largo, recto y pasado de moda. Óscar había esperado verla desnuda y peluda, y al principio se sintió decepcionado, pero luego estuvo contento, porque aquella tela sacada del cajón de la abuela le recordaba, en su amplitud ligera y agradable, la blanca caída de pliegues del uniforme de enfermera.

De pie delante de la cómoda, María se deshacía las trenzas y silbaba. Siempre que se vestía o desvestía, cuando se hacía y se deshacía las trenzas, silbaba. Inclusive cuando se peinaba, soplaba incansablemente con sus labios fruncidos aquellas dos notas, sin articular, sin embargo, melodía alguna.

Tan pronto como María dejó el peine, se interrumpió también el silbar. Se volvió, se sacudió una vez más la cabellera, puso orden con unos pocos movimientos sobre la cómoda, y el orden la puso de buen humor; mandó un beso con la mano a su bigotudo papá, fotografiado y retocado en su marco de ébano, saltó sobre la cama con impulso exagerado, brincó varias veces sobre los muelles, agarró con el último brinco el edredón, desapareció hasta la barbilla bajo la montaña sin tocarme para nada, aunque yo me hallaba bajo las mismas plumas, sacó una vez más de debajo del edredón un brazo redondo por el que se deslizaba la manga del camisón, buscó arriba de su cabeza aquel cordón con el que se podía apagar la luz, lo halló, tiró de él, y sólo en la oscuridad me dijo, con voz mucho más alta de lo que hubiera sido necesario: —¡Buenas noches!

La respiración de María no tardó en hacerse regular. Es probable que no se tratara de una simple simulación, sino que hubo de dormirse de verdad, ya que a su labor activa de cada día sólo podía y debía seguir una intensidad de sueño parecida.

A Óscar ofreciéronsele todavía por espacio de algún tiempo imágenes que mantuvieron alejado de él el sueño. Por muy espeso que fuera el negro entre las paredes y el papel del oscurecimiento de las ventanas, no por ello dejaban de inclinarse unas enfermeras rubias sobre las cicatrices de Heriberto, o salía de la blanca camisa ajada de Leo Schugger una gaviota que andaba por allí y que volaba y volaba, hasta que se estrellaba contra el muro de un cementerio, que después de un olor creciente de vainilla que daba sopor hizo primero titilar la película precursora del sueño para romperla luego definitivamente, halló Óscar una respiración igualmente regular, como la que María venía practicando desde hacía rato.

Tres días después volvió María a ofrecerme la misma honesta representación de cómo se acuesta una muchacha. Vino con su camisón, silbó al deshacerse las trenzas, siguió silbando al peinarse, puso el peine a un lado, dejó de silbar, puso orden en la cómoda, lanzó a la foto un beso con la mano, efectuó el salto exagerado, brincó, agarró el edredón y percibió —yo contemplaba su espalda— una bolsita —yo admiraba su espléndida cabellera—, descubrió sobre el edredón algo verde —yo cerré los ojos, dispuesto a esperar hasta que ella se hubiera acostumbrado a la vista de la bolsita de polvo efervescente—, y entonces rechinaron los muelles bajo una María que se echaba para atrás, hubo un ¡clic! y, cuando a causa del clic Óscar abrió los ojos, pudo confirmar lo que sabía: María había apagado la luz, respiraba irregularmente en la oscuridad y no había podido acostumbrarse a la bolsita de polvo efervescente. Podía dudarse, sin embargo, de si la oscuridad ordenada por ella no intensificaba tal vez más la existencia del polvo efervescente, hacía desplegarse el Waldmeister y prescribía a la noche un buen bicarbonato burbujeante.

Estoy por decir que la oscuridad se puso del lado de Óscar. Porque ya a los pocos minutos —si es que puede hablarse de minutos en un cuarto negro como la noche— percibí unos movimientos a la cabecera de la cama: María buscaba a tientas el cordón, lo pescó y, acto seguido, volvía yo a admirar la espléndida cabellera larga de María que se le desparramaba sobre el camisón. ¡Qué luz tan regular y amarillenta difundía la bombilla, tras la tela plisada de la pantalla, por el dormitorio! Tensamente hinchado e intacto, el edredón seguía amontonado al pie de la cama. En la oscuridad, la bolsita no se había atrevido a moverse. El camisón de María crujió, una de sus mangas, con la manecita correspondiente, se levantó, y Óscar empezó a reunir saliva en el hueco de la boca.

En el curso de las semanas siguientes, vaciamos en la misma forma más de una docena de bolsitas de polvo efervescente, las más de ellas con sabor de Waldmeister y luego, al acabarse éste, de limón y frambuesa; las vaciamos, las hicimos hervir con mi saliva y provocamos una sensación que María iba apreciando cada vez más. Me hice experto en la colección de saliva, eché mano de trucos que hacían que el agua se me viniera rápidamente y en abundancia a la boca, y no tardé en estar en condiciones de procurarle a María, con el contenido de una sola bolsita de polvo efervescente, tres veces seguidas la sensación deseada.

María estaba contenta con Óscar, lo estrujaba de vez en cuando contra su pecho, lo besaba inclusive después de la satisfacción del polvo dos o tres veces en algún lugar de la cara y se dormía luego por lo regular rápidamente, no sin que antes Óscar la hubiera oído reír bajito en la oscuridad.

A mí el dormirme se me hacía cada vez más difícil. Contaba yo dieciséis años, tenía un espíritu inquieto y sentía la necesidad, que me quitaba el sueño, de brindarle a mi amor por María otras posibilidades, insospechadas y distintas de aquellas que dormitaban en el polvo efervescente y que, despertadas por mi saliva, producían siempre la misma sensación.

Las meditaciones de Óscar no se confinaban al tiempo que sucedía al apagado de la luz. También de día cavilaba yo detrás del tambor, hojeaba mis extractos de Rasputín desgastados por la lectura, recordaba antiguas orgías pedagógicas entre Greta Scheffler y mi mamá, consultaba también a Goethe, del que, lo mismo que de Rasputín, poseía no mala parte de las Afinidades electivas y, como consecuencia de ello, adoptaba la fuerza elemental del curandero ruso, alisábala con el sentimiento universal de la naturaleza del príncipe de los poetas, daba a María ora el aspecto de la zarina ora los rasgos de la gran duquesa Anastasia, escogía damas del excéntrico séquito nobiliario de Rasputín, para volver a verla a continuación, hastiado de tanta sensualidad, en la transparencia celestial de una Otilia o tras la pasión honestamente contenida de Carlota. En cuanto a sí mismo, Óscar se veía alternativamente como el propio Rasputín o como su asesino, otras veces también como capitán, más raramente cual marido vacilante de Carlota, y aun en una ocasión —debo confesarlo— cual un genio que, en la figura conocida de Goethe, flotaba sobre el sueño de María.

En forma curiosa, esperaba yo más estímulos de la literatura que de la vida desnuda y real. Y así, por ejemplo, Jan Bronski, al que sin duda había visto con suficiente frecuencia trabajar la carne de mi pobre mamá, no podía enseñarme prácticamente nada. Y aunque sabía perfectamente que ese amontonamiento formado alternativamente por mamá y Jan y por mamá y Matzerath, ese amontonamiento suspirante, esforzado, que terminaba en un gemir desfalleciente y se deshacía en baba, significaba amor, Óscar no quería creer que el amor fuera eso y, por amor, buscaba otra forma de amor. Pero siempre estaba por volver a aquel amor amontonado, y lo odió —hasta que, al practicarlo él mismo, tuvo que defenderlo ante sus propios ojos como el único amor verdadero y posible.

María tomaba el polvo efervescente tendida boca arriba. Y comoquiera que tan pronto como aquél empezaba a hervir empezaba ella a agitarse y a pernear, con frecuencia el camisón se le subía, ya después de la primera sensación, hasta los muslos. Al segundo hervor, el camisón lograba por lo regular, encaramándosele por el vientre, enrollársele bajo los senos. Un buen día, después de haber estado vertiéndole el polvo por espacio de varias semanas en la mano izquierda, tomé el resto de una bolsita de polvo efervescente con sabor de frambuesa y espontáneamente y sin haber tenido la oportunidad de consultarlo previamente con Goethe o con Rasputín, se lo vertí en el hueco del ombligo, dejé caer mi saliva encima antes de que ella pudiera protestar y, al empezar a hervir el cráter, había ya perdido ella todos los argumentos indispensables a los efectos de una protesta, porque el ombligo efervescente presentaba con respecto a la mano muchas ventajas. El polvo era evidentemente el mismo, mi saliva seguía siendo mi saliva, y tampoco la sensación era distinta, pero sí en cambio más fuerte, mucho más fuerte. Tan fuerte era la sensación, que María podía apenas resistirla. Inclinábase hacia adelante y, con la lengua, esforzábase por apagar las frambuesas efervescentes en el huequecito de su ombligo, tal como solía amortiguar el Waldmeister en el hueco de la mano una vez que éste había cumplido su cometido; pero la lengua no alcanzaba hasta allí: su ombligo le quedaba más remoto que el África o la Tierra del Fuego. A mí, en cambio, el ombligo de María me quedaba cerca, y así, pues, sumí en él mi lengua en busca de frambuesas, de las que siempre iba encontrando más, de modo que en mi búsqueda me extravié, llegando a regiones en las que ya ningún guardia forestal solicitaba la exhibición del permiso de buscar, y me sentía obligado a no desperdiciar frambuesa alguna, y no tenía ya en la vista, en los sentidos, en el corazón y en el oído otra cosa que frambuesas, que no fue sino de paso que Óscar pudo observar: María está contenta con tu celo buscador. Por eso ha apagado la luz. Por eso se abandona confiada al sueño y deja que tú vayas buscando: porque María era rica en frambuesas.

Y cuando ya no encontré más, entonces y como por casualidad hallé en otros lugares cantarelas. Y comoquiera que éstas crecían más escondidas bajo el musgo, mi lengua no alcanzaba ya, y dejé que me creciera un undécimo dedo, porque los otros diez tampoco alcanzaban. Y así fue cómo Óscar vino a hallar su tercer palillo, para el que ya su edad lo autorizaba. Y ya no di sobre la lámina, sino en el musgo. Y ya no sabía si era yo el que tocaba o si era María, si era aquél mi musgo o era el suyo. ¿Pertenecían el musgo y el undécimo dedo a otro quizás y sólo a mí las cantarelas? ¿Tenía el señor de allí abajo su propia cabeza y su propia voluntad? ¿Quién procreaba: Óscar, él o yo?

Y María, que arriba dormía y velaba abajo, María, que olía inocentemente a vainilla y, bajo el musgo, a cantarelas; que a lo sumo quería polvo efervescente, pero no a aquel al que tampoco yo quería: al que se había hecho independiente, y obraba a su antojo, y daba de sí algo que yo no le había sugerido, y se levantaba cuando yo me acostaba, y tenía sueños distintos de los míos, y ni sabía leer ni escribir y, sin embargo, firmaba por mí; al que hoy todavía sigue su propio camino y ya se separó de mí desde el primer día, y es mi enemigo y aliado forzoso, y me traiciona y me deja en la estacada; al que quisiera yo traicionar y vender, porque me da vergüenza, porque sé que le sobro; al que yo lavo mientras me ensucia, y no ve nada y lo huele todo, y me es tan extraño que me da por tratarlo de usted, y tiene una memoria totalmente distinta de la de Óscar: porque cuando hoy María entra en mi cuarto y Bruno se retira discretamente al corredor, no la reconoce, y no quiere, no puede, se mantiene groseramente impasible, en tanto que el corazón agitado de Óscar hace balbucear a mi boca: —Escucha, María, mis tiernas proposiciones: podría comprarme un compás y trazar un círculo a nuestro alrededor, y con el mismo compás podría medir la inclinación del ángulo de tu cuello mientras tú lees o coses o, como ahora, estás buscando en mi radio portátil. Deja ya la radio, tiernas proposiciones: podría hacerme inyectar los ojos y volver a llorar. En la primera carnicería, Óscar dejaría que pasaran su corazón por la máquina de picar, si tú estuvieras dispuesta a hacer lo mismo con tu alma. Podríamos también comprarnos un animalito de peluche para que permaneciera quieto entre nosotros dos. Si yo me decidiera por los gusanos y tú por la paciencia, podríamos ir a pescar y ser más felices. O bien el polvo efervescente aquél, ¿recuerdas? Dime Waldmeister y me pondré a hervir; pídeme más y te daré el resto —¡María, polvo efervescente, tiernas proposiciones!

¿Por qué sigues con la radio y oyes sólo la radio, como si te poseyera un afán salvaje de comunicados especiales?