En tanto que la Historia, en una catarata de comunicados especiales, recorría cual vehículo bien engrasado las carreteras, las vías fluviales y las rutas aéreas de Europa y las conquistaba a la carrera, a nado o en vuelo, mis negocios, que sólo se limitaban al mero desgaste de tambores de juguete, iban mal, se estancaban y acabaron parándose por completo. En tanto que los demás derrochaban sin ton ni son el costoso metal, a mí se me volvió a agotar la hojalata. Claro que Óscar había logrado salvar del edificio del Correo polaco un instrumento nuevo, apenas rayado, dando con ello cierto sentido a la defensa del Correo, pero ¿qué podía ya representar para mí, que en mis buenos tiempos necesitaba apenas ocho semanas para convertir la lámina en chatarra, el tambor de hojalata del señor Naczalnik hijo?
Tan pronto como hube sido dado de alta del Hospital municipal, empecé, lamentando la pérdida de mis enfermeras, a trabajar redoblando y, trabajando, a redoblar. La tarde lluviosa del cementerio de Saspe no me hizo desmayar en mi oficio; antes por el contrario, Óscar redobló a partir de entonces sus esfuerzos y puso todo su empeño en la tarea de aniquilar el último testigo de su ignominia frente a los milicianos: el tambor.
Pero éste aguantaba, me respondía, y, cuando lo golpeaba, me devolvía los golpes, acusándome. Y es curioso que, mientras más lo golpeaba, sin otro objeto en el fondo que el de borrar una parte temporalmente limitada de mi pasado, me viniera siempre de nuevo a la memoria el cartero de giros postales Víctor Weluhn, por más que éste, como buen miope, apenas hubiera podido atestiguar en contra mía. Pero ¿no había logrado huir, como buen miope? ¿No habría que pensar en definitiva que los miopes ven mejor, y que Weluhn, al que generalmente designo como el pobre Víctor, habría leído mis gestos en silueta negra sobre el fondo blanco, habría comprendido mi acto de Judas y llevaría ahora consigo por el mundo entero el secreto y la deshonra de Óscar?
Fue apenas hacia mediados de diciembre cuando las acusaciones de la conciencia esmaltada en llamas rojas y blancas que llevaba colgando de mi cuello empezaron a perder su fuerza de convicción. El esmalte mostraba grietas del grueso de un cabello y etnpezaba a deshojarse. La hojalata se puso blanda y delgada, y se rompió antes de hacerse transparente. Como siempre que algo sufre y se aproxima a su término, el testigo que asiste al sufrimiento quisiera reducirlo y acelerar el final. Durante las últimas semanas de Adviento, Óscar se dio prisa y trabajó en forma que los vecinos y Matzerath no encontraban manos que llevarse a la cabeza: quería liquidar el asunto para la víspera de Navidad, porque por Navidad esperaba yo obtener un nuevo tambor carente de pasado.
Lo logré. La víspera del veinticuatro de diciembre pude desprenderme, del cuerpo y del alma, un algo ajado, bamboleante y sin consistencia, que recordaba un auto chocado. Era, así lo esperaba, como si también para mí se hubiera ahora desmoronado definitivamente la defensa del edificio del Correo polaco.
Nunca ha experimentado hombre alguno —suponiendo que quieran ustedes considerarme como tal— fiesta navideña más decepcionante que la que vivió entonces Óscar, porque bajo el árbol de Navidad encontró un montón de regalos entre los que no faltaba nada, excepto un tambor de hojalata.
Había allí un juego de construcción que nunca había de abrir. Un cisne mecedor pretendía ser un regalo muy especial y convertirme en Lohengrin. Para mayor berrinche se habían atrevido a poner sobre la mesita de los regalos tres o cuatro libros de estampas. Lo único que de todo aquello me pareció utilizable fueron un par de guantes, unas botas de lazos y un jersey rojo que había tejido Greta Scheffler. Desconcertado, dejaba Óscar errar su mirada del juego de construcción al cisne mecedor y clavaba los ojos en los instrumentos de toda clase que los ositos Teddy de los libros de estampas, que pretendían ser graciosos, tenían entre las patas. Una de aquellas alimañas supuestamente graciosa sostenía inclusive un tambor, hacía como si supiera tocar, como si fuera a empezar un número de tambor, como si ya se hallara en pleno redoble: ¡y yo tenía un cisne, pero ningún tambor; tenía probablemente más de mil maderos de construcción, pero ni un solo tambor; tenía manoplas para las noches de invierno más heladas, pero nada en ellas que pudiera sacar a la noche invernal, redondo, liso, esmaltado en frío glacial y de hojalata, para darle algo de calor a la helada!
Óscar echó sus cuentas: Matzerath ha de tener el tambor escondido todavía, o tal vez Greta Scheffler, que había venido con su marido el panadero para devorar nuestra oca navideña, debe de estar sentada encima. Quieren gozar de mi entusiasmo por el cisne, las construcciones y los libros de estampas antes de salir con el verdadero tesoro. Cedí, pues, hojeé como loco los libros de estampas, me monté en el cisne y, con profundo disgusto, me mecí por lo menos durante media hora. Luego, a pesar de la temperatura sobrecalentada del salón, me dejé todavía poner el jersey, me metí con la ayuda de Greta Scheffler en las botas —entretanto habían llegado también los Greff, ya que la oca era para seis personas— y, una vez devorada ésta, que por lo demás Matzerath había preparado magistralmente rellenándola con frutas cocidas, durante los postres —ciruelas amarillas y peras—, teniendo desesperadamente en las manos un libro de estampas que Greff había añadido a los demás, después de sopa, oca, col lombarda, patatas al vapor, ciruelas amarillas y peras, bajo el hálito de una chimenea de azulejos que calentaba de lo lindo, nos pusimos todos a cantar —y Óscar con ellos— una canción navideña, y otra estrofa, Alégrate y Ohverdeabetoohverdeabetocuánbellassontushojasdingdangdongclang, hasta que ya, finalmente —afuera empezaban ya a repicar las campanas—, quería mi tambor —el grupo de aliento borracho, del que antaño formara también parte el músico Meyn, soplaba a tal punto que de los antepechos de las ventanas las candelas de hielo… yo lo quería, pero ellos no me lo daban, no lo soltaban; Óscar: «¡Sí!», y los otros: «¡No!»; y entonces chillé; hacía mucho ya que no chillaba, de modo que, después de una interrupción prolongada, afilé mi voz para hacer de ella un instrumento vitricida, pero no destruí florero, vaso de cerveza o bombilla alguna, no abrí ningún escaparate ni estropeé la visibilidad de ningunos anteojos, sino que mi voz se enfiló de preferencia contra todas aquellas bolas, campanitas, objetos frágiles de espuma de plata y puntas de árbol de Navidad que brillaban en el ohabetoverde y esparcían ambiente de fiesta y todo el adorno del árbol, haciendo clinpclang y clingclingcling, quedó hecho añicos. Desprendiéronse asimismo, innecesariamente, varias paletadas de hojas de abeto. Las velas, en cambio, siguieron ardiendo callada y santamente, a pesar de lo cual Óscar no obtuvo tambor alguno.
Faltábale a Matzerath la comprensión más elemental. No sé si es que se proponía educarme o que, sencilla y llanamente, no pensaba proveerme de tambores a tiempo y con abundancia. Todo impelía hacia la catástrofe, y sólo la circunstancia de que, al mismo tiempo que mi ruina inminente, tampoco pudiera ocultarse en la tienda de ultramarinos un desorden creciente, fue la que —cual suele ocurrir siempre en casos de necesidad— vino a socorrernos oportunamente a mí y a la tienda.
Comoquiera que Óscar no poseía ni la talla ni la voluntad necesarias para quedarse detrás del mostrador y vender pan negro margarina y miel artificial, Matzerath, al que por razones de economía vuelvo a llamar mi padre, tomó para el servicio de la tienda a María Truczinski, la hermana menor de mi pobre amigo Heriberto.
No sólo se llamaba María, sino que lo era de verdad. Prescindiendo de que en el transcurso de unas pocas semanas logró restablecer la buena reputación de nuestra tienda, mostró asimismo, al lado de estas dotes de administración estricta pero amable a la vez —a la que Matzerath se sometía de buen grado—, cierta perspicacia en la apreciación de mi situación.
Aun antes de ocupar su lugar detrás del mostrador, María me había ya ofrecido en distintas ocasiones, cuando subía yo y bajaba los ciento y tantos peldaños de la escalera con el montón de chatarra colgándome delante de la barriga, una palangana usada a manera de sustituto. Pero Óscar no quería sustituto de ninguna clase. Con la mayor firmeza se negó a servirse de una palangana como tambor. Pero apenas María hubo tomado pie en la tienda, consiguió, contra la voluntad de Matzerath, que mis deseos fueran tenidos en cuenta. Pese a lo cual, no hubo manera de convencer a Óscar que la acompañara a alguna tienda de juguetes, ya que el interior de estos almacenes repletos de objetos variados me hubiera impuesto sin lugar a dudas comparaciones dolorosas con la tienda pisoteada de Segismundo Markus. María, pues, dulce y dócil, dejábase que la esperara afuera, o efectuaba las compras ella sola y, de acuerdo con mis necesidades, llevábame cada cuatro o cinco semanas un nuevo instrumento, pese a que en los últimos años de la guerra, en que inclusive los tambores de hojalata escaseaban y estaban controlados, hubo de ofrecer a los comerciantes azúcar o unos gramos de café en grano para que, por debajo del mostrador, le entregaran mi instrumento. Y todo esto lo hacía sin suspirar, sin mover críticamente la cabeza y sin abrir tamaños ojos, por el contrario, con la seriedad más atenta y con la misma naturalidad con que me ponía los pantalones, los calcetines y las blusas recién lavados y cuidadosamente remendados. Y si en los años subsiguientes las relaciones entre María y yo estuvieron sometidas a una variación constante y ni siquiera hoy están muy claras todavía su manera de entregarme los tambores sigue siendo la misma, pese a que los precios de los tambores de juguete son hoy considerablemente más altos que en el año de mil novecientos cuarenta y cuatro.
Hoy María está suscrita a una revista de modas. Cada vez que viene está más elegante. ¿Y entonces?
¿Era bella María? Mostraba una cara redonda recién lavada, miraba seria pero no fríamente con sus ojos grises algo salientes, de pestañas cortas pero espesas, bajo unas cejas negras bien marcadas que se juntaban en la base de la nariz. Sus pómulos acusados, cuya piel en tiempo de fuertes heladas se tendía azulada y se agrietaba dolorosamente, conferían a su cara una regularidad de superficie reposada, interrumpida apenas por la nariz minúscula, pero en ningún modo fea y menos aún cómica, antes por el contrario, bien conformada, pese a su finura. Su frente era redonda, más bien baja, y mostró ya tempranamente unas arrugas verticales, indicio de cavilación, en el entrecejo. Su cabello castaño y ligeramente rizado, que hoy todavía recuerda el brillo de los troncos mojados de los árboles, arrancaba de las sienes para recubrir luego en redondo el cráneo pequeño, esférico, que lo mismo que el de mamá Truczinski apenas ostentaba coronilla. Cuando María se puso el delantal y se colocó detrás del mostrador de nuestra tienda, llevaba todavía trenzas detrás de sus orejas bien irrigadas, rudas y sanas, cuyos lóbulos no colgaban por desgracia libremente, sino que se fijaban directamente, sin por ello formar un pliegue feo, pero sí en forma suficientemente degenerada para permitir sacar conclusiones acerca de su carácter, a la carne de la mandíbula inferior. Más adelante, Matzerath la convenció que se hiciera la permanente, con lo que las orejas le quedaban ocultas. Hoy, en cambio, bajo un peinado en corto conforme a la moda, María sólo muestra los lóbulos soldados, aunque disimula el defecto por medio de grandes pendientes no muy elegantes.
Lo mismo que la cabeza de María, que podía abarcarse con la mano, ostentaba mejillas plenas, pómulos salientes y ojos de corte generoso a ambos lados de una nariz hundida que casi pasaba inadvertida, así exhibía también su cuerpo, más bien pequeño que mediano, unos hombros algo anchos, unos senos fuertes que arrancaban ya de debajo de los brazos y una espléndida asentadera, en consonancia con su pelvis, sustentada a su vez por unas piernas esbeltas, aunque robustas, que dejaban un claro abajo del pubis.
Tal vez María fuera entonces ligeramente patizamba. Y también sus manos, siempre coloradas, se me antojaban infantiles en relación con su figura adulta y definitivamente proporcionada, en tanto que sus dedos eran gruesos. Hasta la fecha esas manecitas siguen siendo las mismas. Sus pies, en cambio, que entonces se ajetreaban en unos pesados zapatos de campo y, más adelante, en los zapatitos elegantes pero pasados de moda de mi pobre mamá, apenas a su medida, han ido perdiendo poco a poco, a pesar del calzado antihigiénico de segunda mano, el rubor y la chusca gracia infantiles, para adaptarse a modelos modernos de procedencia germano occidental y aun italiana.
María no era muy habladora, pero gustábale en cambio cantar al lavar los platos, así como al llenar con azúcar los cucuruchos de a libra y de a media libra. Después de cerrar la tienda, cuando Matzerath repasaba las cuentas, lo mismo que los domingos y, en general, siempre que disponía de media hora de descanso, María echaba mano de su armónica, regalo de su hermano Fritz cuando fue llamado a filas y transferido a Gross-Boschpol.
María tocaba prácticamente todo con su armónica. Marchas, que había aprendido en las veladas de la Federación de Muchachas Alemanas, melodías de operetas y canciones de moda, que oía en la radio o de su hermano Fritz, quien, por la Pascua del cuarenta, vino unos días a Danzig en comisión de servicio. Óscar recuerda que María tocaba las Gotas de lluvia, a golpes de lengua, y le sacaba también a su armónica El viento me ha cantado una canción, sin imitar por ello a Zarah Leander. Sin embargo, María nunca sacó a Hohner durante las horas de trabajo. Inclusive cuando no había clientes, absteníase ella de la música y escribía, en grandes letras redondas e infantiles, las etiquetas con los precios y las listas de mercancías.
Aun cuando se echara de ver que era ella la que presidía el negocio y la que recuperó y convirtió en clientes adictos a una parte de la clientela que después de la muerte de mi pobre mamá se había pasado a los competidores, María conservaba, sin embargo, para con Matzerath un respeto rayano en servilismo, lo que a él, que siempre había creído en sí mismo, le parecía harto natural.
—Después de todo, soy yo quien ha traído a la muchacha a la tienda y la ha enseñado —así rezaba su argumento cuando el verdugo de Greff o Greta Scheffler le echaban alguna pulla. Tal era, en efecto, la simplicidad discursiva de este hombre que, en realidad, sólo en lo tocante a su ocupación favorita, o sea el cocinar, se volvía sutil y hasta sensible y, por consiguiente, estimable. Porque eso a Óscar no se le puede negar: sus chuletas a la Kassel con chucrut, sus riñones de puerco en salsa de mostaza, sus escalopes a la vienesa y, sobre todo, sus carpas con nata y rábanos eran algo que había que ver, oler y gustar. Y si a María no podía enseñarle mucho del negocio, porque, primero, la muchacha poseía un sentido innato para el comercio reducido a pequeñas cantidades y, segundo, porque Matzerath apenas entendía nada de las finezas de sobre el mostrador y sólo tenía disposición, a lo sumo, para la compra al por mayor, es lo cierto, en cambio, que la enseñó a asar, freír y guisar; porque si bien es vedad que por espacio de dos años había estado de sirvienta con la familia de un funcionario de Schidlitz, no lo es menos que, cuando empezó con nosotros, ni siquiera sabía hervir el agua.
Así que pronto pudo María volver a adoptar el tren de vida que había llevado en vida de mi pobre mamá: reinaba en la cocina, superábase de un asado dominical a otro, podía demorarse beatíficamente por espacio de varias horas en el lavado de los platos, cuidaba, de paso, de las compras, los pedidos y las liquidaciones —cada vez más difíciles durante los años de guerra— con los mayoristas y el Servicio de Economía, cultivaba no sin astucia la correspondencia con la Oficina de Impuestos, decoraba todas las quincenas el escaparate, demostrando en ello cierta fantasía y gusto, y cumplía a conciencia con las obligaciones del Partido, ya que María permanecía impertérrita detrás del mostrador, constante y totalmente atareada.
Ustedes se dirán: ¿a qué vienen todos estos preparativos, esta descripción detallada de la pelvis, las cejas, los lóbulos auriculares, las manos y los pies de una jovenzuela? Lo mismo exactamente que ustedes, yo también condeno esta forma de descripción humana. Óscar está plenamente convencido de que a lo sumo ha logrado deformar la imagen de María, si no es que la ha desdibujado para toda la eternidad. De ahí, pues, una última frase todavía, susceptible, así lo espero, de aclararlo todo: María, si se prescinde de todas las enfermeras anónimas, fue el primer amor de Óscar.
Dicho estado se me hizo patente un día en que escuchaba mi tambor, lo que hacía rara vez, y hube de observar la forma insistente y sin embargo cautelosa con que Óscar comunicaba a la lámina su pasión. A María le gustaba oírme. Lo que a mí no me gustaba particularmente, en cambio, era que María echara de vez en cuando mano a su armónica y, arrugando feamente la frente arriba del tambor de su hocico, se creyera en el deber de acompañarme. Algunas veces, sin embargo, al remendar los calcetines o al llevar los cucuruchos de azúcar, se le caían las manos, mirábame seria y atentamente, con la cara perfectamente tranquila, entre los palillos y, antes de volver al calcetín, pasábame la mano, con un movimiento suave y como dormida, sobre mi cabeza de cepillo.
Óscar, que por lo regular no toleraba ningún contacto cariñoso, soportaba la mano de María, y vino a hallarle tal gusto, que a menudo y en forma ya más consciente arrancaba a su tambor, por espacio de horas, los ritmos provocadores de caricias, hasta que la mano de María acababa por obedecer y le hacía bien.
Añádase que María me metía todas las noches en la cama. Me desvestía, me lavaba, me ayudaba a meterme en mi pijama, me recordaba el vaciar la vejiga antes de acostarme, rezaba conmigo, aunque fuera protestante, un padrenuestro y tres avemarias, como también alguna vez el jesúsportivivojesúsportimuero, y me tapaba, finalmente, sonriéndome con una cara amable que me llenaba de sosiego.
Por muy bellos que fueran estos últimos minutos antes de apagar la luz —poco a poco fui cambiando el padrenuestro y el jesúsportivivo por el dulce y alusivo tesaludoohestrellita y el poramordemaría—, estos preparativos de cada noche me llenaban de vergüenza y hubieran acabado por minar mi seguridad provocándome, a mí que por lo regular conservaba siempre el dominio de mí mismo, ese rubor de las muchachas adolescentes y de los jóvenes atormentados. Óscar lo confiesa: cada vez que María me desvestía con sus manos, me ponía en la bañera de zinc y, con una manopla, con cepillo y jabón, o sea cuando tenía conciencia de que yo, con mis dieciséis años por cumplir, me hallaba inequívocamente desnudo frente a una muchacha que iba a cumplir los diecisiete, sonrojábame violentamente y en forma prolongada.
Sin embargo, María parecía no darse cuenta del cambio del color de mi piel. ¿Pensaría tal vez que eran la manopla y el cepillo los que me caldeaban de tal manera? ¿Diríase a sí misma: debe ser la higiene, la que le comunica a Óscar este ardor? ó bien, ¿sería María lo bastante pudorosa y delicada para penetrar dichos arreboles vespertinos y, con todo, no verlos?
Y aun hoy sigo sujeto a esta coloración repentina, imposible de ocultar, que a veces se prolonga por espacio de cinco minutos y aun más. Lo mismo que mi abuelo Koljaiczek, el incendiario, que se ponía incandescente sólo de oír la palabra cerilla, así se me enciende también a mí la sangre en las venas apenas alguien, aunque sea un desconocido, habla cerca de mí de nenes a los que se mete todas las noches en la bañera y se les frota con manopla y cepillo. Igual que un piel roja suele ponerse Óscar en tales casos, para que los presentes se sonrían, me llamen raro y hasta anormal, porque, ¿qué tiene para ellos de particular que se enjabone a los niños, se les raspe y se les meta una manopla hasta los lugares más recónditos?
Pues bien: María, esa criatura en estado de naturaleza, se permitía en mi presencia, sin turbarse en lo más mínimo, las cosas más atrevidas. Así, por ejemplo, antes de fregar las tablas de nuestra estancia y de nuestro dormitorio, se quitaba, del muslo para abajo y con objeto de no estropearlas, las medias que Matzerath le había regalado. Un domingo, después de haber echado el cierre y mientras Matzerath andaba haciendo algo en el local del Partido —estábamos los dos solos—, María se quitó la falda y la blusa, quedóse a mi lado junto a la mesa en sus enaguas baratas pero limpias, y empezó a limpiar con bencina algunas manchas de la falda y de la blusa de seda artificial.
¿A qué se debía que, tan pronto como se hubo quitado su ropa exterior y se desvaneció el olor de la bencina, María oliera en forma agradable e ingenuamente embriagadora a vainilla? ¿Frotábase acaso con alguna raíz de ese aroma? ¿Existía tal vez algún perfume barato que diera dicho olor? ¿O bien sería aquél su olor propio, así como la señora Kater olía a amoníaco o mi abuela Koljaiczek a mantequilla rancia debajo de sus faldas? Y Óscar, al que en todo le gustaba ir al fondo de las cosas, quiso seguirle también fe pista a la vainilla: María no se frotaba. María olía así. Todavía hoy sigo convencido de que María no se daba cuenta de ese olor que le era propio, porque cuando el domingo después del asado de ternera con puré de patatas y coliflor en mantequilla negra, se ponía sobre la mesa un budín de vainilla que temblaba al dar yo con mi zapato contra una de las patas de la mesa, María, a la que sin embargo le encantaba el budín de jalea de maicena con zumo de frambuesa, sólo comía poco de aquél y aun de mala gana, en tanto que Óscar sigue siendo hasta la fecha entusiasta de dicho budín, el más sencillo y quizá el más trivial de los budines.
En julio del cuarenta, poco después de que los comunicados especiales hubieron anunciado el curso rápido y victorioso de la campaña de Francia, empezó la temporada de baños en el Báltico En tanto que el hermano de María, Fritz, enviaba en su calidad de sargento las primeras vistas postales de París, Matzerath y María decidieron que había que llevar a Óscar al mar, ya que el aire de éste sólo podía hacerle bien. María me acompañaría a la playa de Brösen durante el cierre de mediodía —la tienda permanecía cerrada de la una a las tres de la tarde—, y si no volvía hasta las cuatro, decía Matzerath, tampoco importaba, ya que a él le gustaba quedarse de vez en cuando detrás del mostrador y hacerse presente a la clientela.
Se compró para Óscar un traje de baño azul con un ancla cosida en él. María ya tenía uno verde, con ribetes rojos, que su hermana Gusta le había regalado en ocasión de su confirmación. En un bolso de playa de los tiempos de mamá metieron un albornoz de baño, dejado también por mamá, y además, en forma superflua, un pequeño balde, una pauta y varios moldecitos para la arena. María llevaba el bolso. Mi tambor lo llevaba yo mismo.
Óscar tenía miedo al viaje en tranvía por el cementerio de Saspe. ¿No había acaso de temer que la vista de aquel lugar tan callado y sin embargo tan elocuente le estropeara por completo las ganas ya escasas que tenía de bañarse? ¿Cómo se comportará el espíritu de Bronski, preguntábase Óscar, si el autor de su perdición pasaba al son de la campanilla del tranvía y con un traje ligero de verano por delante de su tumba?
El 9 paró. El conductor anunció la estación de Saspe. Yo miraba fijamente, más allá de María, en dirección de Brösen, desde donde, agrandándose paulatinamente, se acercaba el tranvía ascendente. No había que dejar errar la mirada. ¿Qué era ya lo que allí podía verse? Unos cuantos pinos raquíticos, una verja con arabescos de orín, un desorden de lápidas mortuorias vacilantes cuyas inscripciones ya sólo los cardos y la avena loca podían leer. Más valía mirar decididamente por la ventana, hacia arriba: allí zumbaban ya los gruesos Ju 52, tal como suelen zumbar los trimotores o los moscardones en un cielo despejado del mes de julio.
A toques de campana arrancamos y, por espacio de un momento, el tranvía opuesto nos tapó la vista. Pero, inmediatamente después del remolque, se me volvió la cabeza: vi de golpe el cementerio entero en ruinas, y un pedazo del muro norte, cuya mancha llamativamente blanca quedaba sin duda a la sombra, pero que no por ello me resultaba menos dolorosa…
Y ya el lugar se había alejado; nos acercábamos a Brösen y yo miré a María. Llenaba un ligero vestido floreado de verano. Alrededor de su cuello redondo, de brillo mate, y sobre sus clavículas acolchadas alineábase un collar de cerezas de madera, de color rojo viejo, que eran todas iguales y simulaban una madurez a punto de reventar. ¿Sería sólo producto de mi imaginación o bien lo olía de verdad? Óscar se inclinaba ligeramente —María había llevado consigo al mar su olor de vainilla—, respiró el perfume profundamente y quedó superado instantáneamente el Jan Bronski que se pudría. La defensa del Correo polaco había ya pasado a la historia antes mismo de que a los defensores se les desprendiera la carne de los huesos. Óscar, el superviviente, tenía en la nariz olores totalmente distintos de aquéllos que podía desprender actualmente su presunto padre, otrora tan elegante y ahora en punto de putrefacción.
En Brösen compró María una libra de cerezas, me cogió de la mano —sabía que Óscar sólo a ella se lo permitía— y nos condujo, a través del bosquecillo de abetos, al establecimiento. A pesar de mis dieciséis años —el bañero no entendía nada de aquello— se me admitió en la sección para señoras. Agua: dieciocho; Aire: veintiséis; Viento: este - sereno estable, leíase en la tabla, al lado del cartel de la Sociedad de Salvavidas, que contenía consejos relativos a la respiración artificial y unos dibujos desmañados y pasados de moda. Todos los ahogados llevaban trajes de baño rayados, en tanto que los salvavidas eran todos bigotudos; en el agua traicionera flotaban sombreros de paja.
La muchacha del establecimiento, descalza, nos precedía. Semejante a una penitente, llevaba una cuerda alrededor de la cintura, y de la cuerda colgaba una llave imponente que abría todas las casetas. Pasarelas, con su correspondiente barandilla. Una alfombra rasposa de coco corría a lo largo de todas las casetas. A nosotros nos tocó la caseta 53. La madera de la caseta estaba caliente, seca, y era de un color azul blancuzco natural, que yo diría ciego. Al lado del ventanuco de la caseta, un espejo que ya ni él mismo se tomaba en serio.
Primero tuvo que desvestirse Óscar. Lo hice con la cara vuelta hacia la pared y sólo me dejé ayudar de mala gana. Luego María con un movimiento decidido de su mano práctica, me dio vuelta me tendió el traje de baño y me forzó, sin consideración alguna, a meterme en la lana apretada. Apenas me hubo abrochado los tirantes, me sentó en el banco del fondo de la caseta, me encajó el tambor y los palillos y empezó a desnudarse con movimientos rápidos y decididos.
Al principio toqué un poco el tambor, contando los nudos en las planchas del piso. Luego dejé de contar y de tocar. Lo que me resultó incomprensible fue que María, con los labios cómicamente arremangados, se pudiera a silbar mientras se salía de sus zapatos: dos tonos altos, luego dos bajos, se quitó los calcetines de los pies, silbaba como un carretero, se desprendió del vestido floreado, colgó, silbando, las enaguas encima del vestido, dejó caer el sostén, y seguía silbando esforzadamente, sin dar con melodía alguna, al bajarse los pantalones, que en realidad eran pantalones de gimnasta, hasta las rodillas, dejando que se le deslizaran por los pies hasta dejar la prenda enrollada en el piso y mandarla, con el pie izquierdo, al rincón.
Con su triángulo peludo, María hizo estremecerse de miedo a Óscar. Sin duda, él ya sabía por su mamá que las mujeres no son calvas de abajo, pero, para él, María no era una mujer en el sentido en que su mamá se había revelado como mujer frente a un Matzerath o a Jan Bronski.
Y en el acto la reconocí como tal. Rabia, vergüenza, indignación, decepción y un endurecimiento incipiente mitad cómico y mitad doloroso de mi regaderita bajo el traje de baño me hicieron olvidar mi tambor y los dos palillos, por amor de aquél que me acababa de crecer.
Óscar se levantó y se echó sobre María. Ella lo recibió con sus pelos. Él dejó que éstos le crecieran en la cara. Entre los labios le crecían. María reía y quería apartarlo. Pero yo seguía absorbiendo cada vez más de ella en mí, siguiendo la pista del olor de vainilla. María reía y reía. Me dejó inclusive en su vainilla, lo que parecía divertirla, porque no cesaba de reír. Y sólo cuando me resbalaron las piernas y mi resbalón le hizo daño —porque yo no abandonaba los pelos, o ellos no me abandonaban a mí—, cuando la vainilla me hizo venir las lágrimas a los ojos, cuando ya empezaba yo a sentir el gusto de cantarelas o de lo que fuera, de sabor fuerte pero no ya de vainilla; cuando dicho olor de tierra, que María ocultaba detrás de la vainilla, me clavó en la frente al Jan Bronski putrescente y me infestó para siempre con el gusto de lo perecedero, sólo entonces solté.
Óscar se deslizó sobre las planchas color ciego de la caseta y seguía llorando todavía cuando María, que ya volvía a reír, lo levantó, lo tomó en sus brazos y lo acarició, apretándolo contra aquel collar de cerezas, que era la única prenda de vestir que había conservado encima.
Moviendo la cabeza me quitó de los labios aquéllos de sus pelos que habían quedado adheridos a ellos, y decía, maravillada: —¡Tú sí que eres un pilluelo, tú! Te metes ahí, no sabes lo que es, y luego lloras.