He releído hace un momento el último capítulo acabado de escribir. Si a mí no me satisface por completo, tanto más debiera satisfacer, en cambio, a la pluma de Óscar, ya que ésta ha logrado en él, si no mentir abiertamente, sí al menos exagerar concisa y brevemente y aun, en ocasiones, dar de los hechos un resumen deliberadamente breve y conciso.
En honor a la verdad, quisiera ahora tomar desprevenida la pluma de Óscar y rectificar lo siguiente: primero, que el último juego de Jan, el que por desgracia no pudo jugar y ganar hasta el final, no fue un gran contrato, sino un diamante sin sotas; y, segundo, que al abandonar el depósito de las cartas Óscar no se llevó sólo el tambor nuevo, sino también el roto que, juntamente con el muerto sin tirantes y las cartas, se había salido del cesto de la ropa. Quedando además por aclarar que, apenas Jan y yo hubimos abandonado el depósito, porque así nos lo exigían los de la milicia con su «¡fuera!» y sus linternas y sus fusiles, Óscar se colocó como buscando protección entre dos milicianos de aspecto particularmente bonachón y paternal, derramó unas cuantas lágrimas de cocodrilo y señaló con gestos acusadores a Jan, su padre, haciendo del infeliz un malvado que habría arrastrado al edificio del Correo polaco a una criatura inocente, para servirse de ella, en forma inhumanamente polaca, como escudo contra las balas.
Prometíase Óscar, gracias a esta treta de Judas, alguna ventaja para sus tambores sano y roto, y los hechos no tardaron en darle la razón: los de la milicia, en efecto, le dieron a Jan en las costillas y lo empujaron con la culata de sus carabinas, en tanto que a mí me dejaron mis dos tambores; y mientras uno, un miliciano de cierta edad con arrugas de preocupación alrededor de la boca y la nariz y con aire de padre de familia, me acarició las mejillas, el otro, un tipo blanco de tan rubio, de ojos perennemente sonrientes y, por tanto, oblicuos e invisibles, me tomó en sus brazos, con el consiguiente desagrado de Óscar.
Hoy, en que de vez en cuando me avergüenzo de aquella actitud indigna, vuelvo siempre a repetirme: Jan no se dio cuenta de nada; seguía absorto en los naipes, y siguió absorto en los naipes hasta el final sin que nada, ni las ocurrencias más graciosas o endiabladas de la milicia, pudieran ya distraerlo. Y en tanto quejan se hallaba ya en el reino eterno de los castillos de naipes y moraba, afortunado, en una de esas mansiones que el soplo de la fortuna gobierna, nos encontrábamos los milicianos y yo —porque Óscar se incluía ya entre los milicianos— entre muros de ladrillos, sobre pisos de corredores embaldosados, bajo techos con molduras de estuco a tal punto imbricados entre sí con paredes y tabiques, que podía temerse lo peor el día en que, cediendo al azar de tales o cuales circunstancias, toda esa labor de pegamento que designamos como arquitectura viniera a perder su cohesión.
Claro está que no basta esta comprensión tardía para justificarme, tanto menos que a mí —que en cuanto veo andamiajes he de pensar siempre en trabajos de demolición— la creencia en los castillos de naipes cual única mansión digna del hombre no me era totalmente ajena. A lo que perfectamente convencido de que Jan Bronski no sólo era mi tío, sino también mi padre, y no ya putativo, sino verdadero. O sea una ventaja que lo distingue para siempre de Matzerath, porque Matzerath, o fue mi padre, o no ha sido nada en absoluto.
Data pues del primero de septiembre del treinta y nueve —porque supongo que también ustedes habrán reconocido aquella tarde aciaga en el bienaventurado Jan Bronski que jugaba a los naipes a mi padre—, de aquel día data mi segunda gran culpa.
Nunca, ni cuando más propenso me siento a la indulgencia para conmigo mismo, puedo hacer a un lado esta idea: mi tambor, ¿qué digo?, yo mismo, el tambor Óscar, llevó primero a mi pobre mamá, y luego a Jan Bronski, mi tío y padre, a la tumba.
Pero, al igual que todo el mundo, los días en que un sentimiento importuno de culpabilidad, que nada logra desalojar del cuarto, me aplasta contra las almohadas de mi cama de sanatorio, me escudo en mi ignorancia, que entonces se puso de moda y aún siguen llevándola muchos, cual sombrero elegante que les sienta bien.
Óscar, el astuto ignorante, fue llevado en calidad de víctima inocente de la barbarie polaca, con fiebre y excitación nerviosa, al Hospital Municipal. Informóse a Matzerath. Éste había denunciado mi pérdida desde la víspera, aunque no constara todavía que yo le perteneciese.
En cuanto a los treinta hombres, a los que hay que añadir a Jan, que se habían alineado con los brazos en alto cruzados detrás de la nuca, después que las actualidades hubieron tomado la correspondiente película, los llevaron primero a la Escuela Victoria, evacuada al efecto, los pusieron luego en capilla y, finalmente, a principios de octubre, los acogió la arena movediza detrás del muro del cementerio desafectado de Saspe.
¿Cómo sabe esto Óscar? Lo sabe por Leo Schugger. Porque oficialmente no se dijo, por supuesto, sobre cuál arena y ante cuál muro se fusiló a los treinta y un hombres y en qué arena se hicieron desaparecer los cadáveres.
Eduvigis Bronski recibió primero una orden de evacuación del piso de la Ringstrasse, que fue ocupado por los familiares de un oficial superior de la Lufwaffe. Mientras con la ayuda de Esteban recogía sus cosas y preparaba el traslado a Ramkau —allí poseía ella unas hectáreas de tierra y bosque y, además, la casita del arrendatario—, llególe a la viuda una noticia que sus ojos, capaces sin duda de reflejar pero no de comprender la miseria de este mundo, sólo pudieron descifrar lentamente y con el auxilio de su hijo Esteban, en el sentido que la hacía viuda en negro sobre blanco. Decíase en ella:
Juzgado del Tribunal del grupo Eberhardt St.
L. 4 1/39.
Zoppot, 6 de octubre de 1939
Señora Eduvigis Bronski,
De orden superior se le comunica por la presente que el llamado Bronski, Jan, ha sido sentenciado a la pena capital por un Consejo de Guerra y ejecutado en calidad de guerrillero.
Zelewski
(Inspector de Justicia en Campaña)
Como verán ustedes, de Saspe no se dice una palabra. Se tuvo consideración a los familiares; se les quiso ahorrar los gastos del cuidado de una tumba colectiva excesivamente espaciosa y devoradora de flores, lo mismo que los de un posible traslado, aplanando para ello el arenal de Saspe y recogiendo los casquillos de los cartuchos con excepción de uno —porque siempre se suele dejar uno—, ya que los casquillos abandonados afean el aspecto de un cementerio decente, aun si está fuera de servicio.
Y este único casquillo, que suele siempre quedar y es el que cuenta, lo encontró Leo Schugger, a quien por lo demás ningún entierro, por clandestino que fuera, podía ocultársele. Leo, que me conocía del entierro de mi pobre mamá y del de mi amigo Heriberto Truczinski, rico en cicatrices, y que sabía seguramente también dónde enterraron a Segismundo Markus —aunque nunca se lo pregunté—, estaba encantado y no podía contener su alegría cuando, a fines de noviembre —me acababan de dar de alta del hospital—, pudo hacerme entrega del casquillo acusador.
Pero antes de conducir a ustedes con dicho casquillo ligeramente oxidado, que tal vez había contenido precisamente el plomo destinado a Jan, y siguiendo a Leo Schugger, al cementerio de Saspe, he de rogarles que comparen la cama metálica del Hospital municipal del Danzig, Sección infantil, con la de mi sanatorio actual. Las dos camas están esmaltadas en blanco y, sin embargo, son distintas. La de la Sección infantil era más reducida si se considera el largo, pero más alta, en cambio, si se miden los barrotes. Y aunque yo doy la preferencia al lecho más corto y más alto de barrotes del año treinta y nueve, he encontrado, con todo, en mi cama actual de tamaño estándar para adultos un reposo que se ha venido a hacer menos exigente; así que dejo al criterio de la dirección del establecimiento que resuelva favorable o negativamente la solicitud que tengo presentada desde hace meses en demanda de una barandilla más alta pero igualmente metálica y esmaltada en blanco.
En tanto que hoy estoy expuesto casi sin defensa a mis visitantes, separábame en la Sección infantil del visitante Matzerath y de las parejas de visitantes Greff y Scheffler un cerco más alto, y, hacia el final de mi hospitalización, mis barrotes dividían aquella mole ambulante de cuatro faldas superpuestas que tenía por nombre el de mi abuela Ana Koljaiczek en secciones angustiadas y de respiración difícil. Venía, suspiraba, levantaba de vez en cuanto sus grandes manos arrugadas, mostraba las grietas de sus palmas rosadas y las dejaba caer con desaliento, manos y palmas, sobre sus muslos, con un ruido sonoro que sigo oyendo hoy todavía pero que sólo logro imitar aproximadamente con mi tambor.
Ya en su primera visita llevó con ella a su hermano Vicente Bronski, el cual, aferrado a los barrotes, hablaba bajito, pero insistentemente y sin parar, de la reina de Polonia, de la Virgen María, o canturreaba a su propósito o hablaba de ella canturreando. Óscar se alegraba cuando con ellos había allí junto alguna enfermera. Como que me acusaban. Me miraban con sus serenos ojos bronsquinianos y esperaban de mí, que me esforzara por superar las consecuencias del juego de skat en el edificio del Correo polaco y mi fiebre nerviosa, una indicación, alguna palabra de pésame o un informe indulgente acerca de las últimas horas dejan, divididas entre el miedo y los naipes. Una confesión era lo que querían, un testimonio de descargo en favor de Jan, ¡como si yo hubiera podido descargarlo o como si mi testimonio hubiera tenido peso y valor probatorio alguno!
¿Qué le hubiera dicho, por ejemplo, al tribunal del grupo Eberhardt, una declaración por el estilo de ésta: Yo, Óscar Matzerath, confieso que la víspera del primero de septiembre estuve esperando a Jan Bronski cuando se iba para su casa y, valiéndome de un tambor necesitado de reparación, lo induje a volver a aquel edificio del Correo polaco que él ya había abandonado porque no quería defenderlo?
Óscar no dio tal testimonio, ni descargó a su presunto padre: pero, cuando se disponía a convertirse en testigo audible, le acometieron unos ataques tan violentos que, a petición de la enfermera jefe, el tiempo de visita le fue limitado y las visitas de su abuela Ana y de su presunto abuelo Vicente quedaron suprimidas.
Cuando los dos viejitos, que habían venido de Bissau a pie y me habían traído unas manzanas, abandonaron la sala de la Sección infantil con esa exagerada prudencia y esa desmaña propias de la gente del campo, agrandóse, conforme las faldas oscilantes de mi abuela y el traje negro de domingo con olor a boñiga de su hermano se iban alejando, mi culpa, mi grandísima culpa.
La de cosas que ocurren a un mismo tiempo. Mientras los Matzerath, los Greff y los Scheffler se agrupaban en torno a mi cama con frutas y pasteles, mientras de Bissau venían a verme a pie pasando por Goldkrug y Brenntau porque la vía de ferrocarril de Karthaus a Langfuhr no estaba libre todavía, mientras unas enfermeras blancas y detonantes comadreaban sus chismes de hospital y sustituían en la Sección infantil a los ángeles, Polonia no estaba perdida todavía, pero lo había de estar pronto y, finalmente, después de los famosos dieciocho días, ya lo estaba, aunque no tardara en revelarse que no lo estaba aún; lo mismo que tampoco hoy, pese a los establecimientos de colonos silesianos y prusiano-orientales, Polonia está perdida todavía.
¡Oh insensata caballería —buscando arándanos a caballo! Las lanzas adornadas con banderolas blanquirrojas. Los escuadrones Melancolía y Tradición. Ataques de libros de estampas. Campo traviesa a Lodz y Kutno. Modlin sustituyendo el fuerte. ¡Oh excelso galopar, siempre en espera del rojo incendio del ocaso! La caballería no ataca sino cuando el primer término y el fondo son espléndidos, porque la batalla es pictórica y la muerte un modelo para pintores; firmes primero y al galope luego, y luego cayendo, en busca de arándanos; los escaramujos crujen y revientan, y dan el escozor sin el cual la caballería no galopa. Los ulanos sienten de nuevo el escozor y operan una conversión con sus caballos allí por los almiares —lo que también proporciona materia para un cuadro— y se reagrupan detrás de uno que en España se llama Don Quijote, pero aquí tiene por nombre Pan Kiehot: un polaco de pura cepa de noble y triste figura, que ha enseñado a todos sus ulanos a besar la mano a la jineta, de modo que siempre están listos para besársela devotamente a la muerte —como si ésta fuera una dama—; pero primero se agrupan, con el incendio del ocaso a la espalda, porque el efectismo es su reserva; los tanques alemanes por delante, los potros de las yeguadas de los Krupp, los von Bohlen y los Halbach: brutos más nobles nadie los ha montado. Pero ese caballero extravagante hasta la muerte, medio polaco y medio español —el arrojado Pan Kiehot, más que arrojado, ¡ay!— baja su lanza adornada con la banderola e invita, blanquirrojo, al besamanos, porque el incendio prende el ocaso, y las cigüeñas castañetean blanquirrojas en los tejados, y las cerezas escupen sus huesos; y grita a la caballería: —¡Bravos polacos a caballo, ésos que veis allí no son tanques de acero, sino sólo molinos o borregos: os invito al besamanos!
Y así los escuadrones cargaron contra el flanco gris campaña del acero y dieron al ocaso un esplendor algo más rojo.
Perdónense a Óscar esta figura final y el tono épico de esta descripción de la batalla campal. Sería tal vez más indicado que consignara yo aquí el número de bajas de la caballería polaca y diera una estadística impresionantemente concisa de la llamada campaña de Polonia. A petición, sin embargo, podría poner aquí un asterisco o una nota a pie de página, dejando en esta forma subsistir lo poemático.
Hasta alrededor del veinte de septiembre, oí desde mi cama del hospital las salvas de las baterías emplazadas en las alturas de los bosques de Jeschkental y Oliva. Y luego rindióse el último foco de resistencia, la península de Hela. La Ciudad Libre hanseática de Danzig pudo celebrar la incorporación de su gótico en ladrillo al Gran Reich alemán y mirar entusiásticamente en los ojos al Führer y Canciller del Reich Adolf Hitler, de pie en su Mercedes negro y saludando casi infatigablemente en ángulo recto: en aquellos ojos azules que tenían con los ojos azules de Jan Bronski un éxito en común, a saber, el éxito con las mujeres.
A mediados de octubre, Óscar fue dado de alta del Hospital municipal. La despedida de las enfermeras se me hizo difícil. Y cuando una de ellas —creo que fue la señorita Berni o Erni—, cuando, pues, la señorita Erni o Berni me restituyó mis dos tambores: el roto, que me había hecho culpable, y el nuevo, que yo había conquistado durante la defensa del edificio del Correo polaco entonces pude darme cuenta de que por espacio de varias semanas no había vuelto a pensar en mi hojalata y que, aparte de los tambores de metal, había para mí en el mundo algo más: ¡las enfermeras!
Instrumentado de nuevo y equipado con nuevo saber, abandoné de la mano de Matzerath el Hospital municipal, para confiarme en el Labesweg, inseguro todavía sobre mis pies de niño de tres años, a la vida cotidiana, al cotidiano aburrimiento y a los domingos, más aburridos todavía, del primer año de guerra.
Un martes de fines de noviembre —salía yo a la calle por primera vez, después de varias semanas de convalecencia—, encontróse Óscar en la esquina de la Plaza Max Halbe con el camino de Brösen, mientras iba golpeando ante sí malhumorado el tambor sin prestar atención al tiempo frío y húmedo, al exseminarista Leo Schugger.
Por algún tiempo nos estuvimos mirando con una sonrisa embarazada, y no fue hasta que Leo sacó de los bolsillos de su levita los guantes de ante y deslizó sobre sus dedos y palmas las vainas blanco amarillentas como pellejos de los mismos, cuando comprendí a quién había encontrado y lo que aquel encuentro me tenía reservado —y entonces Óscar sintió miedo.
Miramos todavía los escaparates de los cafés Kaiser, seguimos con la vista algunos tranvías de las líneas 5 y 9, cuyos trayectos se cruzaban en la Plaza Max Halbe, caminamos a lo largo de las casas uniformes del Brösener Weg, dimos varias vueltas a una cartelera, estudiamos un anuncio que informaba acerca de la conversión del florín de Danzig en marcos del Reich, raspamos un anuncio del Persil, hallamos debajo del blanco y el azul algo de rojo, y, ya contentos, dábamos vuelta hacia la plaza, cuando Leo Schugger empujó con ambos guantes a Óscar hasta el interior de un zaguán, se pasó primero los dedos enguantados de la mano izquierda detrás de la levita y luego bajo los faldones de ésta, exploró el bolsillo de su pantalón, lo escudriñó, halló algo, examinó todavía el hallazgo en el bolsillo y, aprobándolo, extrajo del bolsillo el puño cerrado, dejó caer de nuevo el faldón, alargó lentamente el puño enguantado, lo fue alargando cada vez más, empujó a Óscar hacia la pared del zaguán —su brazo era largo y la pared no cedía—, y no abrió la piel de cinco dedos hasta que yo empezaba ya a pensar: ahora se le va a desprender el brazo del hombro, se le va a hacer independiente, me dará en el pecho, lo atravesará, hallará la salida por entre los omóplatos, penetrará en la pared de este zaguán enmohecido, y Óscar no sabrá nunca lo que Leo tenía en la mano pero se habrá aprendido en todo caso el texto del reglamento interior de la casa Brösener Weg, que no se diferenciaba esencialmente de el del Labesweg.
Ya junto a mi abrigo de marinerito, y cuando me apretaba uno de los botones de ancla, abrió Leo el guante en forma tan rápida que oí crujir las articulaciones de sus dedos: sobre la piel mohosa y reluciente que cubría la palma de su mano apareció el casquillo.
Al cerrar Leo nuevamente el puño, estaba yo dispuesto a seguirlo. El pedazo de metal me había afectado directamente. Uno al lado del otro, Óscar a la izquierda de Leo, bajamos el Bösener Weg sin detenernos esta vez ante escaparate o cartelera alguna, atravesamos la calle de Magdeburg, dejamos atrás las dos casas altas y en forma de caja que están al final del Brösener Weg y en las que de noche brillaban las luces para los aviones que aterrizaban o emprendían el vuelo, seguimos primero a lo largo de la cerca del aeropuerto, llegamos luego a la carretera asfaltada y continuamos adelante siguiendo los rieles del tranvía de la línea 9 en dirección de Brösen.
Íbamos sin hablar ni una palabra, pero Leo seguía teniendo el casquillo en el guante. Cuando yo vacilaba y quería volverme atrás a causa del frío y de la humedad, entonces él abría el puño, hacía saltar el pedacito de metal sobre la palma de la mano y me arrastraba así cien pasos más, y luego otros cien, y recurriendo inclusive a efectos musicales cuando, al penetrar en territorio municipal de Saspe, me vio ya decidido a emprender seriamente la retirada. Girando sobre sus tacones, tomó el casquillo con la abertura hacia arriba, apretó el orificio a manera de flauta contra su babeante y prominente labio inferior y lanzó en medio de la lluvia, cada vez más espesa, un sonido ronco, ora estridente, ora como amortiguado por la niebla. Óscar tiritaba. No era sólo la música del casquillo la que lo hacía tiritar; aquel tiempo de perros, que parecía hecho ex profeso para las circunstancias, contribuía a que apenas me esforzara yo por disimular el frío miserable que sentía.
¿Qué era lo que me atraía hacia Brösen? Primero, por supuesto, aquel cazador de ratas de Leo que silbaba en el casquillo. Pero también el silbar incesantemente de muchas otras cosas. Procedentes de la rada y de Neufahrwasser, que quedaban detrás de la niebla de noviembre, parecida al vapor de un lavadero, nos llegaban, a través de Schottland, Schellmühl y la Colonia del Reich, las sirenas de los barcos y el aullido famélico de un torpedero que entraba o salía, de modo que a Leo le resultaba cosa fácil hacer seguir, entre la bocinas de niebla, las sirenas y el casquillo silbante, a un Óscar que tiritaba de frío.
Aproximadamente a la altura del alambrado que tomaba la dirección de Pelonken y separaba al aeropuerto del nuevo campo de maniobras y del foso de Zingel, Leo Schugger se detuvo y consideró por algún tiempo, con la cabeza ladeada y por encima de la baba que desbordaba del casquillo, mi cuerpo estremecido por el frío. Fijóse el casquillo al labio inferior mediante un movimiento de succión y, obedeciendo a una inspiración y moviendo agitadamente los brazos, se quitó la levita con faldones y me puso el tejido pesado, que olía a tierra húmeda, sobre la cabeza y los hombros.
Reemprendimos nuestro camino. No sabría decir si Óscar sentía ahora menos frío. De vez en cuando, Leo se adelantaba unos cinco pasos, se paraba y, con su camisa ajada pero terriblemente blanca, presentaba una figura que podía antojarse escapada de algún calabozo medieval, de la Torre de la Ciudad, por ejemplo, vestida de la camisa deslumbrante que la moda de la época prescribía para los dementes. Cada vez que Leo miraba a Óscar, que iba tambaleándose bajo la levita, soltaba una nueva carcajada que remataba cada vez con un aletear parecido al de un cuervo al graznar. Yo también debía parecer un pájaro raro, no un cuervo quizá, pero sí una corneja, tanto más que los faldones de la levita me colgaban por detrás y, cual un vestido de cola, barrían el asfalto; dejaba tras de mí una estela ancha y majestuosa, que ya a la segunda mirada que le echó por encima del hombro hizo sentirse a Óscar orgulloso viendo en ella el trasunto, por no decir el símbolo, de un sentimiento trágico latente en él y hasta entonces aún no definido.
Ya en la Plaza Max Halbe había presentido que Leo no se proponía llevarme a Brösen o a Neufahrwasser. Desde el principio de esta caminata sólo pensaba en el cementerio de Saspe o en el foso de Zingel, en cuya vecindad inmediata se hallaba un moderno stand de tiro de la Policía.
De fines de septiembre a fines de abril, los tranvías de las líneas de los balnearios sólo circulaban cada treinta y cinco minutos. Cuando dejamos las casas del suburbio de Langfuhr, nos vino al encuentro un tranvía sin remolque. Un instante más tarde nos pasó el tranvía que en la bifurcación de la calle de Magdeburg había de esperar el paso del tranvía ascendente. Poco antes del cementerio de Saspe, nos pasó primero, tocando la campana, un vagón, y luego otro, al que hacía ya rato habíamos visto esperar en la niebla, porque, debido a la escasa visibilidad, llevaba encendido delante un foco amarillo-húmedo.
Fresca todavía en la retina la imagen de la cara achatada y hosca del conductor del tranvía ascendente, Óscar fue conducido por Leo Schugger, abandonando la carretera asfaltada, por un terreno arenoso que anunciaba ya las dunas de la playa. Un muro cuadrado cercaba el cementerio. Por el costado sur, una puertecita en que la herrumbre producía muchos arabescos, cerrada sólo aparentemente, nos permitió la entrada. Por desgracia, Leo no me dejó tiempo de contemplar las lápidas mortuorias fuera de su lugar, a punto de caer o ya tumbadas, de granito negro sueco o de diabasa, en su mayoría simplemente talladas por detrás y a los lados, y pulidas sólo por delante. Unos cinco o seis pinos raquíticos, crecidos sin orden ni concierto, sustituían la arboleda del cementerio. En vida de mamá, ella había mostrado su preferencia por este lugar en ruinas desde el tranvía, con respecto a otros sitios de reposo. Pero ahora yacía ella en Brenntau. Allí el suelo era más rico; crecían en él álamos y arces.
A través de una puertecita abierta, sin verja, del lado norte, Leo me sacó del cementerio antes de que yo pudiera tomar pie en aquellas ruinas nimbadas de ensueño. Inmediatamente detrás del muro nos encontramos sobre un terreno arenoso llano. Retama, abetos y matas de escaramujo flotaban hacia la costa, destacándose fuertemente en la niebla movediza. Mirando atrás hacia el cementerio, noté en seguida que una porción del muro norte estaba recién encalada.
Leo se movía solícito de un lado para otro frente al muro, de aspecto nuevo y tan dolorosamente deslumbrante como su camisa hecha jirones. Daba unos pasos exageradamente largos, parecía contarlos y los contó en voz alta y, a lo que recuerda hoy todavía Óscar, en latín. Cantaba asimismo el texto, tal como debió de aprenderlo en el seminario. A unos diez metros del muro marcó Leo un punto, puso delante del revoque enjalbegado, y a mi parecer reparado, un pedazo de madera, todo ello con la mano izquierda, ya que guardaba en la derecha el casquillo y, finalmente, después de mucho buscar y medir, colocó junto al pedazo lejano de madera aquel metal algo más estrecho por delante que había contenido un ánima de plomo hasta que alguien, con el índice encorvado, había buscado el punto de disparo, sin apretar, había desahuciado el plomo y ordenado la mortífera mudanza.
Seguíamos allí parados, sin movernos. Leo Schugger dejaba que le fluyera la baba y le formara hilos. Cruzaba los guantes uno sobre otro, canturreó al principio todavía algunos latinajos, pero, no hallando quien pudiera seguirle el responso, optó por callarse. Volvíase también de vez en cuando y miraba con fastidio e impaciencia por encima del muro hacia la carretera de Brösen cada vez que los tranvías, vacíos en su mayoría, paraban en la bifurcación, se esquivaban mutuamente tocando la campana y se iban distanciando. Es probable que Leo estuviera esperando al duelo. Pero ni a pie ni en el tranvía vio venir a nadie a quien ofrecer el pésame de su guante.
Un momento zumbaron por encima de nosotros unos aviones que se disponían a aterrizar. No levantamos la vista y aguantamos el estrépido de los motores, negándonos a dejarnos convencer que eran tres máquinas del tipo Ju 52 que se disponían a tomar tierra con las luces guiñando en las puntas de las alas.
Poco después que los motores nos hubieron dejado, enmedio de un silencio tan penoso como blanco era el muro allí enfrente, Leo, echando mano a su camisa, sacó algo, plantóse acto seguido a mi lado, arrancó de los hombros de Óscar su vestido de corneja, partió corriendo en dirección de la retama, los escaramujos y los abetos hacia la costa y, al alejarse, dejó caer algo ostensiblemente, como queriendo que alguien fuese a recogerlo.
No fue sino hasta que Leo hubo desaparecido definitivamente —estuvo dando bandazos por algún tiempo cual un fantasma en la tierra de nadie, hasta que unos jirones lechosos de niebla adheridos al suelo se lo tragaron—, hasta que me encontré completamente solo con la lluvia, cuando recogí el pedacito de cartón clavado en la arena: era el siete de espadas del skat.
Pocos días después del hallazgo en el cementerio de Saspe, Óscar se encontró en el mercado semanal de Langfuhr a su abuela Ana Koljaiczek. Al desaparecer de Bissau la aduana y la frontera territorial, había podido seguir llevando nuevamente al mercado sus huevos, su mantequilla, sus coles verdes y sus manzanas de invierno. La gente compraba de buena gana y mucho, porque se esperaba de un momento a otro el racionamiento de los víveres, lo que estimulaba la creación de reservas. En el momento mismo en que Óscar vio a su abuela acurrucada detrás de su puesto, sintió directamente sobre la piel, debajo del abrigo, del jersey y de la camiseta, el naipe del skat. Mi primer impulso, mientras regresaba en el tranvía de Saspe a la Plaza Max Halbe, invitado por un conductor caritativo, había sido romper el siete de espadas.
Pero Óscar no lo rompió. Se lo dio a su abuela. Cuando ésta vio a Óscar se llevó un buen susto detrás de sus coles tiernas. Tal vez pensara que Óscar no le traía nada bueno. Pero luego hizo señas al niño de tres años, que se había medio escondido tras unos cestos de pescado, para que se acercara. Óscar se hizo el remolón; contempló primero un atún vivo, tendido sobre unas algas húmedas y que medía un metro de largo e hizo como que se paraba a mirar unos cangrejos provenientes del lago de ótomín, encerrados por docenas en un cestito en el que seguían practicando su peculiar modo de andar, para luego imitarlos y acercarse reculando al puesto de su abuela echando por delante la espalda de su abrigo de marinerito y mostrándole primero los botones dorados con ancla, con lo que vino a dar contra uno de los caballetes que sostenían el tinglado de su abuela e hizo saltar rodando las manzanas.
Schwerdtfeger vino con los ladrillos calientes envueltos en papel de periódico, los empujó bajo las faldas de mi abuela, sacó con la pala, como antaño, los ladrillos fríos, hizo una raya en la pizarra que llevaba colgada, pasó al siguiente puesto, y mi abuela me tendió una manzana lustrosa.
¿Qué podía Óscar darle en cambio, si ella le daba una manzana? Le entregó primero el naipe del skat y luego el casquillo, que tampoco había querido dejar tirado en Saspe. Durante mucho tiempo, sin comprender, permaneció Ana Koljaiczek con la mirada clavada en aquellos objetos tan distintos entre sí. Entonces acercóse la boca de Óscar a su apergaminada oreja de vieja tapada por el pañuelo y, sin más precaución y pensando en la oreja pequeña de Jan, rosada pero carnosa, con sus lóbulos largos y bien formados, le susurró al oído: —Yace en Saspe— y volcando un cuévano de coles tiernas, se fue corriendo.