Víctor Weluhn nos ayudó a transportar al conserje, el cual, a pesar de la hemorragia creciente, iba resultando cada vez más pesado. En dicho momento, Víctor, que era muy miope, llevaba todavía sus anteojos y no tropezó en los peldaños de la escalera. De oficio, lo que tratándose de un miope puede parecer inverosímil, Víctor era cartero de giros postales. Hoy, siempre que se habla de él, llamo a Víctor el pobre Víctor. Lo mismo que mi mamá se convirtió por virtud de un paseo familiar a la escollera del puerto en mi pobre mamá, así también convirtióse el cartero de giros postales Víctor, por la pérdida de sus anteojos —en la que sin embargo intervinieron otras circunstancias—, en el pobre Víctor.
—¿Has vuelto a ver al pobre Víctor? —pregunto a mi amigo Vitlar los días de visita. Pero, desde aquel viaje en tranvía de Flingern a Gerresheim —del que habremos de hablar todavía—, Víctor Weluhn se nos ha perdido. Cabe sólo esperar que también sus esbirros lo busquen en vano, que haya encontrado sus anteojos o unos anteojos adecuados y que eventualmente, aunque no ya al servicio del Correo polaco, siga de todos modos haciendo felices a las gentes con billetes de colores y monedas sonoras en calidad de cartero de giros postales del Correo federal alemán, miope, sin duda, pero con anteojos.
—¡Qué desastre! —decía Jan, que había agarrado a Kobyella del lado izquierdo, jadeante.
—¿Y cómo acabará esto, si los ingleses y los franceses no vienen? —preguntaba preocupado Víctor, que cargaba con el conserje por el lado derecho.
—Pero ¡vendrán! Rydz-Smigly dijo ayer todavía por la radio: Tenemos la garantía: ¡si nos atacan, Francia se levantará como un solo hombre! —costóle trabajo a Jan conservar su aplomo hasta el final de la frase, porque la vista de su propia sangre en el rasguño del dorso de la mano no ponía en duda el tratado de garantía franco-polaco, evidentemente, pero permitía temer que Jan pudiera desangrarse antes de que Francia se levantara como un solo hombre y, conforme a la garantía prestada, asaltara la línea Siegfried.
—Seguramente están ya en camino. ¡Y a estas horas la flota inglesa debe estar ya surcando el Báltico! —a Víctor Weluhn le gustaban las expresiones fuertes, retumbantes. Se paró en la escalera, cargado del lado derecho con el cuerpo del conserje herido, y levantando a la izquierda, como en el teatro, una mano que confería elocuencia a sus cinco dedos—: ¡Venid, bravos británicos!
Mientras los dos iban transfiriendo lentamente y sin dejar de considerar las relaciones polaco-franco-británicas a Kobyella hacia el lazareto de emergencia, Óscar hojeaba mentalmente los libros de Greta Scheffler en busca de pasajes adecuados a la situación. Historia de la ciudad de Danzig, de Keyser: «Durante la guerra franco-alemana del año setenta y uno, cuatro navíos de guerra franceses penetraron la tarde del veintiuno de agosto de mil ochocientos setenta en la bahía de Danzig, cruzaron frente a la rada y apuntaban ya sus cañones hacia el puerto y la ciudad, cuando, al anochecer, la corbeta de motor Nymphe bajo el mando del capitán de corbeta Weickhmann logró obligar a la flota anclada en el Putziger Wieck a replegarse».
Poco antes de llegar al depósito de las cartas, llegué a la siguiente conclusión, que los hechos habían luego de confirmar: mientras el Correo polaco y toda la llanura de Polonia sufrían el asalto, la Home Fleet hallábase estacionada más o menos al abrigo, en alguna ría del norte de Escocia; el Gran Ejército francés prolongaba su comida de mediodía y creía haber cumplido el tratado de garantía franco-polaco mandando algunas patrullas de reconocimiento adelante de la línea Maginot.
Frente al depósito-ambulancia nos alcanzó el doctor Michon, que seguía llevando su casco y exhibiendo en el bolsillo del pecho su pañuelito de caballero, juntamente con el delegado de Varsovia, un tal Konrad. Instantáneamente se puso en juego, con mil variaciones y simulando toda clase de heridas graves, el miedo de Jan Bronski. En tanto que Víctor Weluhn, que no estaba herido y, provisto de sus anteojos, podía proporcionar un tirador aceptable, fue mandado a la sala de taquillas de la planta baja, nosotros pudimos permanecer en el local sin ventanas, que se hallaba precariamente iluminado por unas velas, porque la Compañía de Electricidad de la ciudad de Danzig ya no estaba dispuesta a suministrar corriente al Correo polaco.
El doctor Michon, que no acababa de creer en las heridas de Jan pero que de todos modos tampoco parecía apreciarlo sobremanera cual elemento activo para la defensa del edificio del Correo, dio a su secretario postal la orden de que, en calidad en cierto modo de enfermero, cuidara de los heridos y me vigilara a mí, al que acarició superficial y, según me pareció, desesperadamente, para que el niño no se viera mezclado en las operaciones bélicas.
Impacto del obús de campaña a la altura de la sala de taquillas. Nos hizo tambalear. El casco de acero Michon, el delegado de Varsovia Konrad y el cartero de giros postales Weluhn se precipitaron todos hacia sus puestos de combate. En cuanto a Jan y a mí, nos encontramos en compañía de siete u ocho heridos en un local cerrado que amortiguaba todo el ruido de la lucha. Ni siquiera las velas oscilaban especialmente cuando afuera el cañón de campaña Se ponía serio. Reinaba allí el silencio, pese a los gemidos de los heridos o tal vez a causa de ellos. Jan vendó rápida y torpemente el muslo de Kobyella con tiras cortadas de una sábana, y disponíase ya a curarse a sí mismo; pero la mejilla y el dorso de la mano de mi tío ya no sangraban. Los rasguños, cubiertos de costra, callaban, pero podían seguir doliendo y alimentando el miedo de Jan, que en aquel local bajo y asfixiante no hallaba salida. Registróse rápidamente los bolsillos y encontró el juego completo: ¡skat! Jugamos al skat hasta que se derrumbó la defensa.
Bajáronse, cortáronse, distribuyéronse y jugáronse treinta y dos naipes. Comoquiera que todos los cestos de cartas estaban ya ocupados por heridos, pusimos a Kobyella contra uno de ellos y, como a cada momento amenazaba con caerse de boca, lo atamos finalmente con los tirantes de otro herido, le ordenamos mantenerse firme y le prohibimos que dejara caer sus naipes, pues lo necesitábamos. ¿Qué hubiéramos podido hacer sin el tercer hombre indispensable para el skat? En cuanto a los de los cestos, difícilmente hubieran alcanzado a distinguir el color y ya no tenían ganas de jugar al skat. En realidad, tampoco tenía deseo alguno de jugar al skat. Lo que deseaba era tenderse. El conserje deseaba no preocuparse y dejar correr el carro. Con sus manos de conserje inactivas por una vez y sus ojos sin pestañas cerrados, deseaba contemplar los últimos trabajos de demolición. Pero nosotros no podíamos permitir semejante fatalismo, sino que lo atamos y lo forzamos a hacer de tercer hombre, en tanto que Óscar jugaba de segundo —y se extrañaba de que el chiquitín supiera jugar al skat.
Es más, cuando por vez primera solté mi voz para adultos y dije «¡Dieciocho!», miróme Jan, levantando la vista de los naipes, en forma breve y maravillosamente azul, pero me hizo que sí con la cabeza, y yo, a continuación: «¡Veinte!», y Jan, sin vacilar: «Sigo», y yo «¿Dos? ¿y tres? ¡veinticuatro!», y Jan, sintiéndolo. «Paso». ¿Y Kobyella? Pese a los tirantes, estaba ya otra vez a punto de caerse. Pero lo volvimos a enderezar y esperamos a que se apagara el ruido de un impacto de granada en algún lugar lejos de nuestro cuarto, para cuchichearle Jan, al restablecerse el silencio: —¡Dicen veinticuatro, Kobyella! ¿No oyes lo que dice el niño?
No sé de dónde, de cuáles abismos emergió el conserje. Parecía que hubiera necesitado de unas palancas para levantarse los párpados. Finalmente, dejó errar su mirada acuosa por los diez naipes que Jan, discretamente y sin tratar de hacer trampa, le había puesto previamente en la mano.
—Paso —dijo Kobyella o, mejor dicho, lo leímos en sus labios, demasiado resecos, sin duda, para poder hablar.
Jugué un trébol sencillo. Para poder hacer las primera bazas, Jan, que contró, hubo de gritarle al conserje y de darle bonachona pero rudamente en las costillas, a fin de que se concentrara y no dejara de asistir, porque empecé por destriunfar, sacrifiqué luego el rey de tréboles que Jan tomó con la sota de espadas, pero volví a tomar la mano, puesto que tenía fallo de diamantes, cortándole a Jan el as de dicho palo, le quité luego con la sota el diez de corazones —Kobyella jugó el nueve de diamantes— y me quedé dueño absoluto con mis corazones firmes: con un juego a uno son dos, contrado, tres, y uno cuatro, cuatro y dos seis, por ocho de los tréboles, son cuarenta y ocho, o sea doce pfennigs. Pero no fue sino en el juego siguiente —arriesgaba yo un contrato más que peligroso sin dos sotas— cuando la cosa se animó, al cortarme Kobyella, que tenía las otras dos pero había pasado a treinta y ocho, la sota de diamantes con la de tréboles. El conserje, al que la jugada había en cierto modo reanimado, salió del as de diamantes y yo tuve que asistir, Jan se deshizo del diez, Kobyella ganó la baza y jugó el rey, que yo hubiera debido cortar pero no lo hice, sino que puse el ocho de tréboles, en tanto quejan hacía lo que podía, tomó inclusive la mano con el diez de espadas, yo corté pero ¡rayos! Kobyella mató con la sota de espadas, de la que yo me había olvidado o creía que la tendría Jan, pero la tenía Kobyella, el cual mató y, naturalmente, jugó espadas, yo hube de descartarme, Jan hizo lo que pudo, hasta que finalmente entraron los corazones, pero ya no había nada que hacer: cincuenta y dos había yo contado a un lado y a otro: juego sin sotas por tres veces del contrato pleno son sesenta o sea ciento veinte, es decir, treinta pfennigs. Jan me prestó dos florines en moneda chica y pagué, pero, a pesar de haber ganado, Kobyella ya se había vuelto a desplomar, y no quería cobrar, y ni siquiera la granada antitanque que ahora explotó por primera vez en la caja de la escalera le hizo efecto alguno, no obstante tratarse de su escalera, la que él había lavado y aseado por espacio de varios años ininterrumpidamente.
A Jan volvió a entrarle el miedo al sacudir una explosión la puerta de nuestro cuarto-buzón y no saber las llamitas de las velas qué les pasaba y hacia qué lado inclinarse. E inclusive cuando en la escalera volvía a imperar una tranquilidad relativa y que la siguiente granada antitanque explotó en la fachada exterior, más alejada, Jan Bronski se mostraba agitado al barajar, equivocándose dos veces al repartir, pero yo ya no dije nada más. Mientras ellos siguieran tirando, Jan resultaba inaccesible a toda observación, era un perpetuo sobresalto, se descartaba mal, olvidábase incluso de tapar las cartas, y no dejaba de tender sus orejas pequeñas y bien formadas, sensualmente carnosas, a los ruidos del exterior, en tanto que nosotros aguardábamos con impaciencia a que siguiera el curso del juego. Al paso que Jan iba perdiendo cada vez más sus posibilidades de concentración en el juego, Kobyella, en cambio, cuando no estaba precisamente a punto de desplomarse o necesitaba que se le diera en las costillas, no perdía un detalle. Y ni siquiera jugaba tan mal como parecía estarlo. En efecto, sólo se desplomaba cuando había ganado un jueguecito o bien cuando, contrando, dejaba de cumplir con Jan o conmigo un gran contrato. Ya no le interesaba perder o ganar: lo único que le interesaba era el juego en sí, y cuando contábamos y volvíamos a contar, se quedaba colgando, ladeado, de los tirantes prestados y sólo permitía que la nuez de su garganta, subiendo y bajando en forma tremebunda, diera señales de vida del conserje Kobyella.
Tampoco Óscar dejaba de sentir la tensión de este skat en tres hombres. No porque los ruidos y las sacudidas relacionadas con el sitio y la defensa del edificio del Correo resultaran excesivamente pesados para mis nervios, sino sobre todo por aquel primer abandono repentino, y en mi opinión temporalmente limitado, de todo disfraz. Ya que si hasta allí sólo me había exhibido sin disimulo ante mi mentor Bebra y la dama sonámbula Rosvita, mostrábame ahora frente a mi presunto padre y frente a un conserje inválido, o sea frente a personas que más adelante no podrían en ningún caso tomarse en consideración en calidad de testigos, cual un adolescente de quince años acredita su acta de nacimiento y que juega al skat con alguna temeridad, sin duda, pero de todos modos no del todo mal. Estos esfuerzos, conformes sin duda a mi voluntad, pero tan en absoluto desacuerdo con mis medidas de gnomo, me provocaron a la media hora escasa de juego violentos dolores de miembros y de la cabeza.
Óscar tenía ganas de abandonar la partida, y sin duda no le hubiera faltado oportunidad, por ejemplo entre dos explosiones que casi seguidas una de otra sacudieron el edificio, de escabullirse, a no ser por un sentido de responsabilidad desconocido hasta ese momento que le obligaba a aguantar y a contrarrestar el miedo de su presunto padre mediante el único remedio eficaz: el juego de skat.
Seguimos pues jugando y prohibimos a Kobyella morirse. No pudo. Como que yo estaba atento a que los naipes circularan constantemente. Y cuando, a continuación de una nueva explosión en la caja de la escalera, cayeron las velas y las llamitas se apagaron, fui yo el que, con la presencia de ánimo indispensable, hice lo que obviamente procedía hacer: sacarle a Jan las cerillas del bolsillo; extrayendo al propio tiempo sus cigarrillos con boquilla dorada, devolver a la luz al mundo, encenderle a Jan uno de sus Regattas a título de calmante y restablecer en las tinieblas, una después de otra, las llamitas, antes de que Kobyella, aprovechándose de la oscuridad, se nos pudiera escabullir.
Dos velas asentó Óscar sobre su nuevo tambor y retuvo los cigarrillos al alcance de su mano, sin la menor intención de disfrutar personalmente del tabaco, sino para ofrecérselos a Jan uno después de otro; púsole también uno a Kobyella en la boca contorsionada, y la situación mejoró: el juego se reanimó, el tabaco consoló, calmó, pero no logró de todos modos impedir que Jan perdiera una y otra vez. Sudaba, y, como siempre que se concentraba en algo, hacíase cosquillas con la punta de la lengua en el labio superior. A tal punto llegó a animarse que en su ardor me llamaba Alfredo y Matzerath, creyendo tener en Kobyella de compañero de juego a mi pobre mamá. Y cuando en el corredor alguien gritó: —¡Le han dado a Konrad!— me miró con aire de reproche diciendo: —Por favor, Alfredo, apaga la radio. ¡No se entiende nada!
La indignación del pobre Jan subió de punto cuando se abrió la puerta de nuestro depósito y trajeron a Konrad, al que, efectivamente, le había dado una buena.
—¡Esa puerta! —protestó—. ¡Hay corriente! —y la había, en efecto. Las velas flamearon de modo inquietante y no volvieron a calmarse hasta que los hombres que habían dejado a Konrad en un rincón, a la manera como se deja un bulto, volvieron a cerrar la puerta tras de ellos. Teníamos, los tres, un aire extravagante. La luz de las velas nos daba desde abajo y nos confería el aspecto de brujos poderosos. Y cuando Kobyella anunció su corazón sin sotas y dijo veintisiete, treinta —es decir, lo barbotó, dejando al propio tiempo rodar sus ojos de un lado a otro, y en el hombro izquierdo algo quería salírsele y brincaba y se agitaba locamente, hasta que al fin cesó y en eso se desplomó de bruces, arrastrando con él sobre sus ruedas el cesto de ropa con las cartas y el muerto sin tirantes, y Jan, de un solo codazo y con toda su fuerza, detuvo a Kobyella y al cesto de la ropa, y Kobyella, impedido así una vez más de escabullirse, pudo finalmente articular su «corazón», y Jan cuchichear su «¡doblo!» y Kobyella replicar «¡redoblo!», entonces comprendió Óscar que la defensa del Correo polaco había sido eficaz y que aquellos que estaban atacando habían ya perdido la guerra que apenas acababa de iniciarse, aunque en el curso de ella lograban ocupar Alaska y el Tibet, la isla de Pascua y Jerusalén.
Lo único malo fue que Jan no pudiera jugar hasta el final su gran contrato de sin triunfo con cuatro sotas, que tenía ganado. Empezó arrastrando de tréboles —ahora me llamaba Agnés y veía en Kobyella a su rival Matzerath—, jugó a continuación, con toda hipocresía, la sota de diamantes —por lo demás yo prefería que me confundiera con mi pobre mamá que con Matzerah—, después la sota de corazones —con Matzerath no quería yo que se me confundiera en ningún caso— y esperaba con impaciencia a que aquel Matzerath que en realidad era inválido y conserje y se llamaba Kobyella jugara su carta, lo que necesitó algún tiempo, para luego soltar su as de corazones, sin acertar a comprender. Nunca había comprendido bien; sólo tenía ojos azules y olía a agua de Colonia, pero nunca tuvo ni idea ni pudo comprender; de ahí que ahora tampoco comprendiera por qué de repente había dejado Kobyella caer los naipes y había hecho ladearse el cesto de ropa con las cartas y el muerto, hasta que se volcaron primero el muerto, luego un primer montón de cartas y finalmente el cesto entero, de fino trenzado, inundándose con una gran oleada de correspondencia, como si fuéramos los destinatarios, como si ahora nos tocara a nosotros dejar los naipes de lado y ponernos a leer epístolas o a coleccionar sellos. Pero a Jan no le daba ni por leer ni por coleccionar, pues había ya coleccionado demasiado de niño, y lo que quería ahora era jugar, jugar su gran contrato hasta el final y ganar; eso es lo que quería: vencer. Así que levantó a Kobyella y asentó el cesto sobre sus ruedas, pero dejando al muerto fuera, y sin volver tampoco a cargarlo con las cartas, de modo que no tenía lastre suficiente; y sin embargo, se sorprendió cuando Kobyella, atado al cesto móvil y sin peso, mostró que carecía de un apoyo sólido y se fue ladeando más y más, hasta quejan le gritó: —¡Vamos, Alfredo, por favor, no nos vengas ahora a aguar la fiesta! ¿Oyes? ¡Terminemos todavía este juego, y luego nos vamos para casa! ¡Anda!
Ya era demasiado. Óscar se levantó, se sobrepuso al dolor creciente de sus miembros y de su cabeza, colocó sus manitas de tambor tenaz sobre los hombros de Jan Bronski y se esforzó por decirle en voz baja pero insistente: —Déjalo ya, papá. Está muerto: ya no puede. Si quieres, podemos jugar al sesenta y seis.
Jan, al que acababa yo de llamar papá, soltó lo que quedaba de los despojos carnales del conserje, y clavó en mí una mirada cada vez más azul, desbordante, y rompió a llorar: nonononono… Lo acaricié, pero él seguía negando. Lo besé expresivamente, pero él pensaba en su gran contrato que no había podido jugar hasta el final.
—Lo tenía ganado, Agnés, seguro que lo tenía ganado. —Así se lamentaba conmigo como si hubiera sido yo mamá; y yo —su hijo— me adaptaba al papel y le daba la razón, jurando que sí habría ganado, que de hecho había ganado ya y que lo único que hacía falta era que lo creyera así firmemente y que le hiciera caso a Agnés. Pero Jan no nos hacía caso ni a mí ni a mamá, sino que seguía llora que llora, primero berreando a toda máquina, para pasar luego a un lloriqueo más débil y monótono, mientras extraía los naipes de debajo de la mole enfriada de Kobyella, entre las piernas de éste, entre la avalancha de cartas; no se dio reposo hasta que hubo juntado los treinta y dos. Y los limpiaba ahora de aquel jugo pegajoso que le rezumaba a Kobyella a través del pantalón, puliéndolos uno por uno, y empezó a barajar de nuevo y quería volver a dar, hasta que por fin comprendió, detrás de la piel bien conformada y no tan estrecha pero sí un poco demasiado lisa e impermeable de su frente, que en ese mundo ya no había un tercero para el skat.
Se hizo un gran silencio en el depósito de las cartas. También los de afuera dedicaron un prolongado minuto a la memoria del último compañero de skat y tercer hombre. En eso, Óscar tuvo la impresión de que la puerta se abría sin ruido. Y al mirar de soslayo por encima de su hombro, preparado para cualquier eventualidad sobrenatural, percibió la cara extrañamente ciega y vacía de Víctor Weluhn. —He perdido mis anteojos, Jan. ¿Estás aquí? Tenemos que huir. Los franceses ya no vienen, o llegarán demasiado tarde, vente conmigo, Jan. Guíame, que he perdido mis anteojos.
Tal vez pensara el pobre Víctor que se habría equivocado de cuarto. Porque, al no obtener respuesta ni encontrar sus anteojos ni el brazo de Jan dispuesto para la fuga, retiró su cara sin anteojos, cerró la puerta, y, por espacio de algunos pasos, pudo oír cómo, a tientas y hendiendo la niebla, se daba Víctor a la fuga.
¿Qué pasaría de cómico por la cabecita de Jan, que empezó a reír, primero bajito y todavía entre lágrimas, pero luego sonora y alegremente, meneó su lengua fresca, rosada, puntiaguda, hecha para toda clase de ternuras, lanzó al aire el paquete de los naipes, volvió a cazarlo al vuelo, y finalmente, en medio de aquel cuarto con sus hombres mudos y sus cartas, en medio de aquel silencio que reinaba con aire de domingo, empezó a construir, con movimientos cautelosamente ponderados y conteniendo el aliento, un castillo de naipes sumamente sensible? El siete de espadas y la dama de tréboles formaban la base. Sobre éstos, un diamante, el rey. Al lado de este primer pilar estable levantó otro con el nueve de corazones y el as de espadas sosteniendo el ocho de tréboles. Unió luego las dos bases con otros dieces y sotas de canto, con damas y ases atravesados, de modo que el todo se sostenía en sus partes. A continuación decidió sobreponer al segundo un tercer piso, lo que hizo con aquellas manos de mago encantador que mamá hubo de conocer en ocasión de otras ceremonias análogas. Y al colocar la dama de corazones junto al rey del corazón rojo, el edificio no se hundió: se mantenía airoso, sensible y respirando ligeramente, en aquel cuarto lleno de muertos que no respiraban y de vivos que contenían el aliento, lo que nos permitió juntar las manos e hizo al escéptico Óscar, que contemplaba el castillo como mandan las reglas, olvidar la acre humareda y el hedor que se filtraban lentamente y en espiral por las rendijas de la puerta del depósito de las cartas y daban la impresión de que aquel cuartito con su castillo de naipes dentro lindaba directamente con el infierno.
Habían recurrido a los lanzallamas y, temerosos de un ataque frontal, habían decidido fumigar a los últimos defensores, llevando la cosa al extremo de que el doctor Michon depusiera su casco de acero, echara mano de una sábana y, por las dudas, de su pañuelo de caballero y, agitando uno y otra, ofreciera la rendición del Correo polaco.
Serían unos treinta, medio cegados, chamuscados y con los brazos en alto y cruzados tras la nuca, los que abandonaron el edificio del Correo por la salida lateral izquierda, se alinearon ante el muro del patio y esperaron a la gente de la milicia que avanzaba lentamente. Díjose más tarde que, en el lapso transcurrido mientras se alineaban en el patio y los atacantes se iban acercando sin llegar a acercárseles todavía, tres o cuatro escaparon: a través del garaje del Correo y del garaje contiguo de la policía hacia las casas vacías, que habían sido evacuadas, del Rähm. Habrían encontrado allí prendas de vestir, algunas hasta con las insignias del Partido, se habrían lavado, y arreglado para salir y se habrían escabullido cada uno por su lado. Y se dijo de uno que había ido a una óptica del Paseo del barrio viejo y se había hecho arreglar unos anteojos, ya que había perdido los suyos durante las acciones bélicas en el edificio del Correo. Y parece ser que, provisto de sus nuevos anteojos, Víctor Weluhn —pues de él se trataba— se tomó una cerveza en el Mercado de la Madera, y luego otra más, porque tenía sed a causa de los lanzallamas, dándose luego con sus nuevos anteojos, que si bien disipaban algo la niebla ante sus ojos no lo hacían lo mismo que los viejos, a aquella fuga que perdura todavía hasta el presente día: ¡a tal punto llega la tenacidad de sus perseguidores!
En cuanto a los demás —y ya dije que eran unos treinta los que no se dieron a la fuga—, se hallaban ya junto al muro, frente a la salida lateral, en el preciso momento en que Jan apoyaba la dama de corazones en el rey de corazones y retiraba, extasiado, sus manos.
¿Qué más diré? Nos encontraron. Abrieron la puerta con violencia, gritaron «¡Fuera!», hicieron remolinos de aire, viento, y el castillo de naipes se vino abajo. No tenían sensibilidad para esta clase de arquitectura. Para ellos no había más que el cemento. Construían para la eternidad. Y ni siquiera se fijaron en la cara indignada y ofendida del secretario postal Bronski. Y al sacarlo no se apercibieron de quejan recogía las cartas y se llevaba algo, ni de que yo, Óscar, quitaba los cabos de vela de mi tambor de nueva adquisición, llevándome el tambor y despreciando los cabos de vela, porque las linternas que nos encaraban eran muchas más de las que hicieran falta; como tampoco se dieron cuenta de que sus luces nos cegaban y a duras penas nos permitían hallar la salida. Y detrás de sus linternas y de sus carabinas apuntadas iban gritando: «¡Fuera!». Y seguían gritando «¡fuera!» cuando ya Jan y yo nos hallábamos en el corredor. Pero su «¡fuera!» se dirigía ahora a Kobyella y a Konrad, el de Varsovia, y también a Bobek y al pequeño Wischnewski, que en vida estaba sentado tras la taquilla de la recepción de telegramas. Y al ver que no les obedecían, les entraba miedo. Y no fue hasta que los de la territorial se dieron cuenta de que se ponían en ridículo ante Jan y ante mí, porque cada vez que ellos gritaban «¡fuera!» yo soltaba una carcajada, cuando cesaron con su griterío y dijeron «¡Ah!» y nos llevaron junto a los treinta del patio, que seguían con los brazos levantados y cruzados detrás de la nuca, tenían sed y posaban para las actualidades cinematográficas.
No acababan aún de sacarnos por la puerta lateral cuando los de las actualidades, con su cámara instalada en un automóvil particular, la volvieron hacia nosotros y nos tomaron esa película que luego habían de exhibir todos los cines.
A mí me separaron del grupo alineado junto a la pared. Y Óscar se acordó de su estatura de gnomo, de sus tres años que todo lo excusaban y, comoquiera que le volvieron los dolores de los miembros y de la cabeza, dejóse caer con su tambor y empezó a agitarse convulsivamente, sufriendo y simulando por mitades un ataque, pero sin soltar durante el mismo su tambor. Y cuando lo levantaron y lo metieron en un auto de servicio de la milicia territorial SS, al arrancar el coche que había de llevarlo al hospital, pudo ver Óscar quejan, el pobre Jan, sonreía sin ver, con una sonrisa estúpida de bienaventurado, tenía en las manos levantadas algunos naipes del skat y, como uno de ellos en la mano izquierda —creo que era la dama de corazones— decía adiós a su hijo y a Óscar que se alejaban.