El correo polaco

Me dormí en un cesto lleno de cartas que querían ir a Lodz, Lublín, Lwow, Cracovia y Czestochowa, o venían de Lodz, Lublín, Lemberg, Thorn, Cracovia y Tschenstochau. Pero no soñé ni con la Matka Bosca Czestochowska ni con la Virgen Negra, ni roí, soñando, el corazón del mariscal Pilsudski, conservado en Cracovia, ni aquellos alfajores que tanta fama han dado a la ciudad de Thorn. Ni siquiera soñé en mi tambor no reparado todavía. Tendido sin sueños en un cesto de ropa con ruedas, Óscar no percibió nada de ese cuchicheo, ese murmullo y esas charlas que, según cuentan, se producen cuando muchas cartas se hallan apiladas en un montón. Las cartas no me dijeron ni una sola palabra: yo no esperaba correo alguno y nadie podía ver en mí a un destinatario, mucho menos a un remitente. Dormí soberanamente, con mi antena retraída, sobre una montaña de correspondencia que, grávida de noticias, hubiera podido representar todo un mundo.

Se comprende así que no me despertara aquella carta que un Pan Lech Milewczyk cualquiera de Varsovia escribía a su sobrina de Danzig-Schidlitz, una carta, por consiguiente, lo bastante alarmante como para despertar a una tortuga milenaria; a mí no me despertaron ni el cercano tableteo de las ametralladoras ni las lejanas salvas retumbantes de las torrecillas dobles de los cruceros anclados en el Puerto Libre.

Esto se escribe muy fácilmente: ametralladoras, torrecillas dobles. ¿No hubiera podido ser también un aguacero, una granizada o el preludio de una tormenta de fines de verano, parecida a la que tuvo lugar en ocasión de mi nacimiento? Estaba yo demasiado soñoliento para entregarme a semejantes especulaciones y, con los ruidos todavía en la oreja, deduje cuál era la situación y, como todos los que están dormidos todavía, la designé por su nombre: ¡Están tirando!

Apenas desencaramado del cesto de ropa, vacilante aún sobre sus sandalias, Óscar se preocupó por el bienestar de su delicado tambor. Con ambas manos excavó en aquel cesto que había albergado su sueño un hueco entre las cartas, sueltas, desde luego, pero que hacían una especie de masa, sin brutalidad, sin romper ni chafar ni desvalorizar nada, claro está: separé con precaución las cartas imbricadas unas en otras, traté con cuidado a cada una de ellas y aun a las tarjetas postales provistas del sello «Poczta Polska», y puse atención a que ninguno de los sobres se abriera, porque, aun en presencia de acontecimientos ineludibles y susceptibles de cambiarlo todo, había que preservar siempre la inviolabilidad de la correspondencia.

En la misma medida en que el tableteo de las ametralladoras aumentaba, iba agrandándose el embudo en aquel cesto de ropa lleno de cartas. Finalmente estimé que ya era suficiente, coloqué mi tambor herido de muerte en el lecho recién excavado y lo recubrí tupidamente, no con tres, con diez, con veinte capas de sobres imbricados unos con otros, a la manera como los albañiles colocan los ladrillos cuando se trata de erigir un muro sólido.

Apenas había terminado con estas medidas precautorias, de las que podía esperar alguna protección para mi tambor contra las balas y los cascos de metralla, cuando estalló en la fachada del edificio del Correo que daba a la Plaza Hevelius, aproximadamente a la altura de la sala de taquillas, la primera granada antitanque.

El Correo polaco, edificio macizo de ladrillo, podía recibir tranquilamente cierto número de aquellos impactos sin temor de que a la gente de la milicia territorial le resultara fácil terminar la cosa rápidamente y abrir una brecha lo suficientemente grande para un ataque frontal como los que con tanta frecuencia habían practicado a título de ejercicio.

Abandoné mi segundo depósito de cartas sin ventanas, protegido por tres despachos y el corredor del primer piso, para buscar a Jan Bronski. Si yo buscaba a mi presunto padre, es obvio que buscaba al propio tiempo y con mayor afán todavía al conserje inválido Kobyella. Como que la víspera había tomado el tranvía, renunciando a mi cena, para venir a la ciudad, hasta la Plaza Hevelius y aquel edificio postal, que por lo demás me era indiferente, con el propósito de hacer componer mi tambor. Por consiguiente, si no lograba dar con el conserje a tiempo, o sea antes del asalto final que cabía esperar con seguridad, mal podría pensar en la restauración adecuada de mi hojalata.

Así que Óscar buscaba a Jan, pero pensando en Kobyella. Varias veces recorrió, con los brazos cruzados sobre el pecho, el largo corredor embaldosado, pero no encontró más que el ruido de sus pasos. Cierto que podía distinguir algunos tiros aislados, disparados sin duda desde el edificio del Correo, entre el derroche continuo de municiones de la gente de la milicia territorial, lo que le daba a entender que, en sus despachos, los parcos tiradores debían de haber cambiado sus matasellos por instrumentos que igualmente servían para matar. En el corredor no había nadie, ni de pie, ni tendido, ni listo para un posible contraataque. El único que lo patrullaba era Óscar, indefenso y sin tambor, expuesto al introito grávido de historia de una hora excesivamente matutina que sin embargo no llevaba nada de oro en la boca, sino plomo a lo sumo.

Tampoco en los despachos que daban al patio encontré alma viviente. Incuria, me dije. Hubiera debido cubrirse la defensa también del lado de la calle de los Afiladores. La delegación de policía allí existente, separada del patio y del andén de bultos postales por una simple cerca de tablas, constituía una posición de ataque tan ventajosa como difícilmente podría encontrarse en un libro de estampas. Hice resonar mis pasos por los despachos, la oficina de envíos certificados, la de los giros postales, la de la caja para el pago de salarios y la de recepción de telegramas: allí estaban, tendidos detrás de planchas blindadas, de sacos de arena y de muebles de oficina volcados, tirando a intervalos, casi con avaricia.

En la mayoría de las oficinas algunos cristales de las ventanas exhibían ya los efectos de las ametralladoras de la milicia territorial. Aprecié superficialmente los daños y establecí comparaciones con aquellos cristales de ventanas que, en tiempos de profunda paz, habían cedido bajo el impacto de mi voz diamantina. Pues bien, si se me pedía a mí una contribución a la defensa de Polonia, si aquel pequeño director Michon se me presentaba, no como director postal sino militar, para tomarme bajo juramento al servicio de Polonia, lo que es mi voz no les iba a fallar: en beneficio de Polonia y de la economía polaca, anárquica pero siempre dispuesta a un nuevo florecer, de buena gana hubiera convertido en brechas negras, abiertas a las corrientes de aire, todos los cristales de las casas de enfrente, de la Plaza Hevelius, las vidrieras del barrio del Ráhm, la serie continua de vidrios de la calle de los Afiladores, comprendidos los de la delegación de policía, y, con efecto a mayor distancia que nunca anteriormente, los vidrios pulidos del Paseo del barrio viejo y de la calle de los Caballeros, todo ello en cuestión de minutos. Esto habría provocado confusión entre la gente de la milicia territorial y también entre los simples mirones. Esto habría reemplazado el efecto de varias ametralladoras pesadas y habría hecho creer, desde el principio mismo de la guerra, en armas milagrosas, aunque no habría salvado al Correo polaco.

Pero no se recurrió a Óscar. Aquel doctor Michon del casco de acero polaco sobre su cabeza de director no me tomó juramento alguno, sino que, al bajar yo corriendo la escalera que conducía a la sala de taquillas y metérmele impensadamente entre las piernas, me dio un bofetón doloroso, para volver a dedicarse inmediatamente después del golpe, jurando en voz alta y en polaco, a sus tareas defensivas. No me quedó más remedio que encajar el golpe. La gente, incluido el doctor Michon, que después de todo era el que tenía la responsabilidad, estaba excitada y temerosa, y por consiguiente se la podía disculpar.

El reloj de la sala de taquillas me dijo que eran las cuatro y veinte. Cuando marcó las cuatro y veintiuno, hube de admitir que las primeras operaciones bélicas no le habían causado al mecanismo daño alguno. Andaba, y no supe si debía interpretar aquella indiferencia del tiempo cual signo propicio o desfavorable.

Sea como fuere, quédeme de momento en la sala de taquillas, busqué a Jan y a Kobyella, no encontré ni al tío ni al conserje, comprobé daños en los vidrios de la sala y unos feos agujeros en la pared al lado de la puerta principal, y fui testigo cuando llevaron a los dos primeros heridos. Uno de ellos, un señor de cierta edad con la raya cuidadosamente marcada todavía en su pelo gris, hablaba continua y excitadamente mientras le vendaban el rasguño del brazo derecho. Apenas le hubieron envuelto de blanco la ligera herida, quiso levantarse, tomar su fusil y echarse nuevamente detrás de aquellos sacos de arena que por lo visto no eran a prueba de balas. ¡Menos mal que un ligero vahído provocado por la pérdida de sangre lo obligara nuevamente a tumbarse sobre el suelo y le impusiera ese reposo sin el cual un señor de cierta edad no recupera sus fuerzas, después de una herida! Pero, además, el pequeño quincuagenario nervudo que llevaba un casco de acero pero dejaba ver el triángulo de un pañuelo de caballero que le salía del bolsillo pectoral civil, aquel señor que tenía los nobles gestos de un caballero funcionario, que era doctor y se llamaba Michon, que la víspera había sometido a Jan a un interrogatorio riguroso, conminó ahora al señor herido de cierta edad a que guardara reposo en nombre de Polonia.

El segundo herido yacía, respirando difícilmente, sobre un saco de paja y no mostraba el menor deseo de sacos de arena. A intervalos regulares gritaba fuerte y sin afectado pudor, porque tenía un tiro en el vientre.

Óscar se disponía precisamente a inspeccionar una vez más a los hombres que estaban detrás de los sacos de arena para encontrar por fin a su gente, cuando casi simultáneamente dos impactos de granada, arriba y al lado de la entrada principal, hicieron retemblar la sala. Los armarios que se habían corrido para tapar la puerta se abrieron soltando paquetes de documentos engrapados que emprendieron literalmente el vuelo, se desprendieron unos de otros y, aterrizando y deslizándose sobre las baldosas, fueron a tocar y cubrir papeles que, conforme a los principios de una contabilidad regular, nunca hubieran debido encontrar. Inútil decir que el resto de los cristales de las ventanas se hizo añicos y que cayeron de las paredes y del techo unas placas más o menos grandes de estuco. A través de nubes de yeso y cal arrastraron a otro herido hasta la mitad de la sala, pero luego, por orden del casco de acero doctor Michon, lo llevaron por la escalera al primer piso.

Óscar siguió a los hombres que llevaban al funcionario postal lanzando gemidos a cada peldaño, sin que nadie le mandara volver atrás, le pidiera cuentas o, como lo acababa de hacer poco antes el doctor Michon con su grosera mano masculina, le diera un bofetón. Hay que añadir, sin embargo, que se esforzó por no meterse entre las piernas defensoras del Correo de ningún adulto.

Al llegar detrás de los hombres que iban subiendo lentamente la escalera al primer piso vi confirmarse mi presentimiento: llevaban al herido a aquel local sin ventanas y por consiguiente seguro que servía de depósito para las cartas y que, en realidad, yo me había reservado para mí. Creyeron también, ya que escaseaban los colchones, haber encontrado en aquellos cestos unas yacijas, cortas, sin duda, pero en todo caso blandas, para los heridos. Dolíame ya haber enterrado mi tambor en uno de aquellos cestos de ropa con ruedas. ¿No permearía tal vez la sangre de aquellos carteros y empleados de taquilla, abiertos y horadados, las veinte capas de papel, confiriendo a mi tambor un color que hasta allí sólo había conocido en forma de esmalte? ¿Qué tenía ya mi tambor de común con la sangre de Polonia? ¡Que colorearan con aquel jugo, en buena hora, sus documentos y su papel secante! ¡Que vaciaran, si era preciso, el azul de sus tinteros y los volvieran a llenar de rojo! ¡Que tiñeran sus pañuelos y la mitad de sus camisas blancas almidonadas, si no había más remedio, a la manera polaca! ¡Al fin y al cabo, de lo que se trataba era de Polonia y no de mi tambor! Pero, si lo que se proponían era que, caso de perderse Polonia, ésta se perdiera en blanquirrojo, ¿era indispensable que se perdiera también mi tambor, haciéndolo sospechoso mediante una capa de color fresco?

Poco a poco se fue apoderando de mí esta idea: no se trata en absoluto de Polonia, sino de mi maltrecho tambor. Jan me había atraído al Correo para proporcionar a los funcionarios, a los que Polonia no bastaba como fanal, una insignia que los inflamara. Durante la noche, mientras yo dormía en el cesto de cartas con ruedas, pero sin rodar ni soñar, los empleados postales de guardia se habían susurrado unos a otros, a manera de consigna: Un tambor moribundo de niño se ha refugiado entre nosotros. Somos polacos y tenemos que defenderlo, sobre todo porque Inglaterra y Francia han cerrado con nosotros un pacto de garantía.

Mientras ante la puerta entreabierta del depósito de cartas me entregaba a semejantes inútiles consideraciones abstractas que cohibían mi libertad de acción, oyóse por primera vez en el patio del Correo el tableteo de las ametralladoras. Tal como yo lo había predicho, la milicia territorial intentaba su primer asalto desde la delegación de policía de la calle de los Afiladores. Poco después, los pies se nos despegaron a todos del suelo: los de la milicia habían conseguido volar la puerta del depósito de bultos sobre el andén de los camiones postales. Acto seguido penetraron en el depósito y luego en el local de admisión de paquetes; la puerta del corredor que conducía a la sala de taquillas estaba ya abierta.

Los hombres que habían subido al herido y lo habían depositado en aquel cesto de cartas que ocultaba mi tambor, huyeron precipitadamente; otros los siguieron. Guiándome por el ruido llegué a la conclusión de que se estaba luchando en el corredor de la planta baja, y luego en la recepción de paquetes. La milicia territorial tuvo que retirarse.

Vacilando primero, pero luego deliberadamente, Óscar penetró en el depósito de las cartas. El herido mostraba una cara gris amarillenta, enseñaba los dientes y los globos de los ojos se le movían de un lado para otro tras sus párpados cerrados. Escupía hilillos de sangre. Pero, comoquiera que la cabeza le sobresalía del borde del cesto, había poco peligro de que ensuciara la correspondencia. Óscar tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar el interior del cesto. Las asentaderas del hombre descansaban exactamente en el lugar donde se hallaba enterrado mi tambor. Procediendo primero con precaución, por respeto al hombre y a las cartas, pero tirando luego con más fuerza y, finalmente, arrancándolos y desgarrándolos, logré sacar de debajo del tipo, que seguía gimiendo, varias docenas de sobres.

Hoy podría decir que tocaba ya el borde de mi tambor, cuando unos hombres se precipitaron escaleras arriba y a lo largo del corredor. Volvían; habían rechazado a la milicia del depósito de paquetes, habían conseguido una victoria momentánea; les oía reír.

Escondido detrás de uno de los cestos, esperé cerca de la puerta a que los hombres llegaran junto al herido. Hablando primero en voz alta y luego jurando entre dientes, se pusieron a vendarlo.

A la altura de la sala de taquillas explotaron dos granadas antitanque, luego otras dos, y luego, silencio. Las salvas de los navios de guerra fondeados en el Puerto Libre, frente a la Westerplatte, retumbaban a lo lejos, con un gruñido regular y bonachón al que uno acababa por acostumbrarse.

Sin ser visto por los hombres que estaban junto al herido, me escabullí del depósito de cartas, dejé mi tambor en la estacada y me eché otra vez en busca de Jan, mi tío y presunto padre, y también del conserje Kobyella.

En el segundo piso hallábase la vivienda del primer secretario del Correo, Naczalnik, que oportunamente hubo de mandar a su familia a Bromberg o a Varsovia. Primero inspeccioné unas habitaciones que servían de almacén y daban al patio, y por fin encontré a Jan y a Kobyella en el cuarto de los niños.

Una habitación agradable, de empapelado alegre pero estropeado en algunos lugares por balas perdidas de fusil. En tiempos de paz, hubiera sido posible haberse sentado allí tras alguna de las dos ventanas y distraerse observando la Plaza Hevelius. Un caballo mecedor intacto todavía, varias pelotas, un fuerte lleno de soldados de plomo a pie y a caballo tumbados, una caja de cartón abierta, llena de rieles y de vagones de carga en miniatura, varias muñecas en mejor o peor condición, casas de muñecas en desorden; en resumen, un derroche de juguetes que revelaba que el primer secretario del Correo Naczalnik había de ser padre de dos criaturas bien mimadas, un niño y una niña. ¡Qué suerte que los niños hubieran sido evacuados a Varsovia, evitándome así el encuentro con un par de hermanitos por el estilo del que ya conocía de los Bronski! Con cierta satisfacción maliciosa representábame cómo debía de haberle dolido al rapaz del primer secretario haber tenido que despedirse de su paraíso infantil repleto de soldaditos de plomo. Tal vez se habría metido algunos ulanos en el bolsillo del pantalón, para más adelante, en ocasión de las luchas por el fuerte de Modlin, poder reforzar la caballería polaca.

Óscar habla por demás de los soldados de plomo y, sin embargo, no puede eludir una confesión: sobre la tabla superior de un estante para juguetes, libros de estampas y juegos de sociedad alineábanse instrumentos musicales en tamaño reducido. Una trompeta de color de miel levantábase silenciosa al lado de un carrillón que seguía los incidentes de la lucha, o sea que a cada impacto de granada tintineaba. En el extremo de la derecha extendíase a lo largo, inclinado y multicolor, un acordeón. Los padres habían sido lo bastante extravagantes para regalar a su descendencia un verdadero violincito con cuatro verdaderas cuerdas de violín. Al lado del violín, trabado por unas piezas de un juego de construcción para que no se fuera rodando y mostrando su blanca redondez indemne, hallábase, por muy inverosímil que parezca, un tambor esmaltado en rojo y blanco.

Por el momento no hice nada por bajar el tambor del estante por mis propios medios. Óscar era perfectamente consciente de su alcance limitado y, en aquellos casos en que su talla de gnomo le hacía ver su impotencia, permitíase recurrir a la complacencia de los adultos.

Jan Bronski y Kobyella estaban tendidos detrás de unos sacos de arena que cubrían el último tercio de las ventanas que llegaban hasta el piso. La ventana izquierda le correspondía a Jan, en tanto que Kobyella ocupaba su lugar en la derecha. Comprendí instantáneamente que el conserje difícilmente tendría tiempo, ahora, de sacar y reparar mi tambor, que se hallaba debajo de aquel herido que escupía sangre y, sin duda alguna, habría de ir quedando cada vez más aplastado. Porque Kobyella tenía ahora trabajo de sobra: a intervalos regulares disparaba su fusil por una aspillera dispuesta en el muro de los sacos de arena en dirección de la esquina de la calle de los Afiladores, por encima de la Plaza Hevelius, en donde, poco antes del puente del Radaune, acababan de emplazar un cañón antitanque.

Jan estaba acurrucado, escondía la cabeza y temblaba. Sólo lo conocí por su elegante vestido gris oscuro, que ahora, sin embargo, se veía cubierto de polvo y arena. El lazo de su zapato derecho, gris también, se le había desatado. Me bajé y se lo até de nuevo. Al apretar yo el lazo, Jan se estremeció, deslizó un par de ojos demasiado azules por encima de su manga izquierda y fijó en mí una mirada incomprensiblemente azul y acuosa. Aun cuando no estaba herido, según Óscar pudo apreciar a través de un examen superficial, lloraba en silencio. Jan Bronski tenía miedo. Sin prestar atención a sus lloriqueos señalé el tambor de hojalata del hijo evacuado de Naczalnik e invité a Jan, con gestos inequívocos, a acercarse al estante y bajarme el tambor, tomando para ello todas las precauciones y sirviéndose del ángulo muerto del cuarto de los niños. Mi tío no me entendió. Mi presunto padre tampoco me entendió. El amante de mi pobre mamá estaba tan ocupado y absorbido con su propio miedo, que mis gestos en demanda de auxilio no podían a lo sumo hacer más que aumentárselo. Óscar hubiera podido gritarle, pero temía que pudiera descubrirle Kobyella, que sólo parecía atento al ruido de su fusil.

Así, pues, me tendí a la izquierda de Jan detrás de los sacos de arena y me apreté a su lado, para comunicar a mi desgraciado tío y padre presunto una parte de mi ecuanimidad habitual. Al rato me pareció que estaba efectivamente algo más calmado. Mi respiración marcadamente regular logró imprimir a su pulso una regularidad más o menos normal. Cuando llegó, demasiado pronto sin duda, volví a llamarle la atención acerca del tambor de Naczalnik hijo, tratando para ello de hacerle volver la cabeza lenta y suavemente al principio, y, por último, en forma decidida hacia el estante sobrecargado de juguetes, Jan no me entendió por segunda vez. El miedo lo invadía de abajo arriba, refluía de arriba abajo y encontraba allí, probablemente a causa de las suelas de los zapatos, una resistencia tan grande, que trataba de abrirse paso, pero rebotaba y, a través del estómago, el bazo y el hígado, se le instalaba en la cabeza de tal manera que los ojos azules se le saltaban y dejaban ver en su blanco unas venitas ramificadas que Óscar nunca había observado anteriormente.

Hubo de costarme trabajo y tiempo hacer volver los globos oculares de mi tío a su lugar y comunicar a su corazón un mínimo de compostura. Pero toda mi aplicación al servicio de la estética resultó inútil cuando, poniendo por vez primera en acción el obús mediano de campaña, la gente de la milicia abatió, en tiro directo y apuntando a través del tubo, la verja forjada de delante del edificio del Correo, procediendo para ello, con una precisión admirable que revelaba un alto grado de entrenamiento, a tumbar uno después de otro los pilares de ladrillo, hasta que toda la verja acabó por desplomarse. Mi pobre tío sintió el derrumbe de cada uno de los quince a veinte pilares en lo más vivo de su alma y de su corazón, y ello en forma tan afectivamente apasionada, como si, en vez de tumbar en el polvo los meros pedestales, se hubiera tumbado también con ellos a otros tantos ídolos imaginarios que le fueran familiares e indispensables para su misma existencia.

Sólo así se explica que Jan registrara cada blanco del obús con un chillido agudo que, de haber sido más consciente y deliberadamente orientado, habría poseído, lo mismo que mi grito vitricida, la virtud del diamante cortador de vidrios. Cierto que Jan chillaba con vehemencia, pero de todos modos sin plan alguno, con lo que al cabo sólo logró que Kobyella echara su cuerpo huesudo de conserje inválido hacia nosotros, levantara su cabeza de pájaro sin pestañas y paseara por nuestra común miseria unas pupilas grises y acuosas. Sacudió a Jan. Éste gimió. Abrióle la camisa y le palpó el cuerpo en busca de alguna herida —a mí me daban ganas de reír— y, al no encontrar traza de la menor lesión, lo tumbó de espaldas, le agarró la mandíbula, se la sacudió de un lado para otro, la hizo crujir, obligó a la azul mirada bronsquiana de Jan a aguantar el flamear gris aguado de los ojos kobyellanos, juró en polaco salpicándole la cara de saliva y le lanzó finalmente a las manos aquel fusil que hasta entonces Jan había dejado inactivo sobre el piso junto a la aspillera que le estuviera especialmente asignada; porque ni siquiera le había quitado el seguro. La culata le pegó secamente en la tibia. Aquel dolor breve, el primero de carácter corporal después de todos los demás dolores morales, pareció hacerle bien, porque asió el fusil, estuvo a punto de horrorizarse al sentir el frío del metal en sus dedos y a continuación en la sangre, pero, estimulado en parte por los juramentos y en parte por los argumentos de Kobyella, se arrastró hacia su aspillera.

Mi presunto padre tenía de la guerra, pese a la blanda exuberancia de su fantasía, una idea tan realista, que le resultaba en verdad difícil, por no decir imposible, ser valiente, debido a su falta de imaginación. Sin haber inspeccionado a través de la aspillera que le había sido asignada el campo de tiro que se le brindaba y sin haber buscado en el mismo un blanco que valiera la pena, con el fusil oblicuo y apuntando lejos de sí por encima de los tejados de la Plaza Hevelius, vació su recámara rápidamente y a ciegas, para volver a acurrucarse acto seguido, con las manos vacías, tras los sacos de arena. Aquella mirada implorante que Jan lanzó al conserje desde su escondrijo leíase cual la confesión contrita y entre pucheros de un escolar que no ha hecho su tarea. Kobyella hizo crujir varias veces su mandíbula, rióse luego sonoramente y, como si no pudiera contenerse, interrumpió de repente su risa en forma alarmante, y le dio a Bronski, no obstante ser éste en calidad de secretario del Correo su superior jerárquico, tres o cuatro puntapiés en la tibia. Y tomaba ya nuevo impulso, disponiéndose a clavarle a Jan su informe borceguí en las costillas, cuando el fuego de ametralladora, al pasar la cuenta de los vidrios superiores del cuarto de los niños abriendo surcos en el techo, le hizo bajar el pie ortopédico, a continuación de lo cual se echó tras su fusil y disparó rápidamente y malhumorado, como si quisiera recuperar el tiempo perdido con Jan, tiro tras tiro —todo lo cual ha de computarse a cuenta del desperdicio de municiones durante la segunda guerra mundial.

¿Acaso no me habría visto el conserje? Él, que por lo regular podía ser tan severo e inaccesible como sólo suelen serlo esos inválidos de guerra empeñados en imponer cierta distancia respetuosa, me dejó en esta buhardilla expuesta al viento y en la que el aire estaba cargado de plomo. ¿Diríase acaso Kobyella: éste es el cuarto de los niños y, por consiguiente, Óscar puede quedarse y jugar durante las pausas del combate?

No sé por cuánto tiempo estuvimos tendidos en aquella forma: yo entre Jan y la pared izquierda del cuarto, los dos detrás de los sacos de arena, y Kobyella detrás de su fusil y disparando por dos. Hacia las diez, el fuego amainó. El silencio se hizo tal, que podía yo percibir el zumbido de las moscas, oír las voces de mando procedentes de la Plaza Hevelius y prestar ocasionalmente atención a la sorda labor retumbante de los cruceros en el puerto. Un día de septiembre de sereno a nublado. El sol ponía en todas las cosas una fina película de oro viejo; todo parecía sensible y, sin embargo, duro de oído. Uno de aquellos próximos días iba a cumplirse mi decimoquinto aniversario. Y yo tenía pedido, como todos los años en septiembre, un tambor de hojalata, nada menos que un tambor de hojalata; renunciando a todos los tesoros del mundo, mis deseos se orientaban exclusiva e inalterablemente hacia un tambor de hojalata esmaltado en blanco y rojo.

Jan no se movía. Kobyella resollaba en forma tan regular, que Óscar pensaba ya que estaría durmiendo y aprovechaba la breve tregua para echar una siestecita, ya que, a fin de cuentas, todos los hombres, inclusive los héroes, necesitan de vez en cuando una destecha reparadora. Yo era el único que tenía sus cinco sentidos despiertos y, con la inexorabilidad de mi edad, estaba empeñado en conseguir mi tambor. No es que sólo ahora, mientras aumentaba el silencio y disminuía el zumbido de una mosca fatigada de verano, me hubiera vuelto al pensamiento el tambor del joven Naczalnik. De ningún modo; ni aun durante el combate, envuelto en el ruido de la batalla, Óscar lo había perdido un solo momento de vista. Ahora, sin embargo, presentábaseme aquella oportunidad que todos mis pensamientos me incitaban a no desperdiciar.

Óscar se levantó lentamente y, evitando los cascos de vidrio, se dirigió sigilosamente pero no por ello en forma menos deliberada hacia el estante donde se encontraba el juguete, y estaba ya construyéndose de pensamiento una tarima hecha de una sillita de niño más una caja de arquitecto superpuesta, cuando me alcanzaron la voz y, a continuación, la mano seca del conserje. Desesperado señalé con la mano el tambor ya tan cercano. Kobyella me tiró hacia atrás. Tendí mis dos brazos hacia el tambor. El inválido vacilaba ya, disponíase ya a levantar los brazos para hacerme feliz, cuando de repente el fuego de ametralladora atacó el cuarto de los niños y, frente a la puerta de la entrada, estallaron nuevas granadas antitanque; Kobyella me lanzó al rincón junto a Jan Bronski, se echó de nuevo tras su fusil, y lo cargaba ya por segunda vez, cuando yo seguía con la mirada pegada todavía al tambor.

Allí yacía Óscar, y Jan Bronski, mi dulce tío de ojos azules, ni siquiera levantó la nariz cuando el cabeza de pájaro con el pie deforme y la mirada aguada me barriera, sin pestañear, hacia aquel rincón, detrás de los sacos de arena, cuando ya estaba tan cerca del objetivo. No es que Óscar llorara. ¡De ningún modo! Antes se iba acumulando en mi pecho la cólera. Unos gusanos grasos, blancoazulados, carentes de ojos se multiplicaban, buscaban un cadáver que valiera la pena: ¡qué me importaba a mí Polonia! ¿Qué era eso, Polonia? ¿No tenían acaso su caballería? ¡Pues que cabalgaran! Besaban la mano a las damas y sólo demasiado tarde se daban siempre cuenta de que no eran los dedos lánguidos de una dama, sino la boca sin colorete de un obús de campaña lo que habían besado. Y he aquí que ya se estaba descargando la doncella de la familia de los Krupp. Chasqueaba los labios, imitaba mal y sin embargo auténticamente los ruidos de batalla que se oyen en las actualidades del cine, lanzaba bombones fulminantes contra la entrada principal del Correo, quería abrir una brecha y la abrió, y a través de la sala de taquillas abierta quería roer la caja de la escalera, para que nadie más pudiera ni subir ni bajar. Y su séquito detrás de las ametralladoras, inclusive aquéllas de los elegantes carros blindados de reconocimiento, que llevaban pintados al pincel preciosos nombres como el de «Marca del Este» o «País sudete», no lograban saciarse, sino que corrían de un lado para otro, frente al Correo, blindadas, reconociendo y armando estrépito: dos damitas ávidas de cultura, que deseaban visitar un castillo, pero el castillo estaba cerrado todavía. Esto excitaba la impaciencia de las bellas mimadas, que querían entrar, y las obligaba a lanzar a todos los aposentos visibles del castillo unas miradas, miradas gris plomo, penetrantes, del mismo calibre, para que a los del castillo les diera calor y frío y estremecimientos.

Precisamente uno de los carros blindados de reconocimiento —creo que el «Marca del Este»— se lanzaba otra vez contra el Correo desde la calle de los Caballeros, cuando Jan, mi tío, que desde hacía rato parecía estar sin vida, movió su pierna hacia la aspillera y la levantó, con la esperanza de que un carro de reconocimiento la reconociera y le tirara, o de que alguna bala perdida se compadeciera de él y, rozándole la pantorrilla o el talón, le infligiera aquella herida que permite al soldado emprender una retirada exageradamente cojeante.

A la larga, semejante posición de la pierna habíale de resultar pesada. De vez en cuando se veía precisado a abandonarla. No fue hasta que se hubo tendido sobre la espalda cuando, sosteniéndose la pierna con ambas manos en la corva de la rodilla, halló la fuerza suficiente para exponer la pantorrilla y el talón, en forma más sostenida y con mayor probabilidad de éxito, a las balas perdidas o apuntadas.

Por mucha comprensión que tuviera yo entonces para Jan Bronski y se la tenga hoy todavía, no puedo menos que comprender también la cólera de Kobyella al ver éste a su superior jerárquico, el secretario del Correo Bronski, en aquella posición lamentable y desesperada. De un brinco se puso en pie el conserje, con el segundo estaba ya junto a nosotros, no, sobre nosotros, y ya estaba agarrando, agarraba la ropa de Jan y con la ropa al propio Jan, y levantó el paquete, lo arrojó al piso con violencia, lo agarró otra vez, hizo crujir la ropa, pegó con la izquierda aguantando con la derecha, tomó impulso con la derecha, dejó caer la izquierda, agarróle todavía al vuelo con la derecha y se disponía ya a rematar con la izquierda y la derecha a la vez y a fulminar a Jan Bronski, tío y presunto padre de Óscar, cuando, de repente, se oyó un tintineo, pienso que como el de los ángeles cuando cantan en honor de Dios, y zumbó, como zumba el éter en la radio, y no le dio a Bronski, sino a Kobyella. ¡Mayúscula broma la que se había permitido esa granada! Los ladrillos volaron en astillas y los vidrios se hicieron polvo, el revoque se volvió harina, la madera encontró su hacha, y el cuarto de los niños en conjunto brincaba cómicamente sobre una sola pierna; y ahí las muñecas a la Käthe-Kruse reventaron, ahí el caballo mecedor se desbocó, lamentando no tener un jinete a quien arrojar de la silla, ahí se pusieron de manifiesto los defectos de construcción del juego de arquitecto Märklin y los ulanos polacos ocuparon en un solo movimiento los cuatro ángulos del cuarto, y ahí, por fin, se volcó el estante con los juguetes: y el carrillón anunciaba la Pascua con sus campanas, el acordeón chillaba desesperado, la trompeta le sopló tal vez algo a alguien, todo dio el tono al mismo tiempo, como una orquesta preparándose a empezar: ahí se oyó chillar, explotar, relinchar, campanear, estrellarse, reventar, crujir, chirriar, cantar, todo muy alto, lo que no impedía que por debajo se minaran los fundamentos. A mí, sin embargo, a mí, que al explotar el obús me hallaba como corresponde a un nene de tres años en el rincón del ángel de la guarda del cuarto de los niños, a mí me vino a las manos la hojalata, me vino a las manos el tambor —y el nuevo tambor de Óscar no tenía más que unas pocas grietas en el esmalte pero no presentaba, en cambio, el menor agujero.

Al levantar los ojos del objeto de mi reciente adquisición que, como quien dice, había venido rodando directamente hasta mis pies como por arte de encantamiento, me vi en la obligación de ayudar a Jan Bronski. Éste no lograba sacarse de encima el pesado cuerpo del conserje. Al principio supuse que también Jan estaba herido, porque gemía en forma por demás natural. Pero finalmente, cuando logramos hacer rodar a un lado a Kobyella, que gemía con la misma naturalidad, exactamente, resultó que los daños en el cuerpo de Jan eran insignificantes. Tenía simplemente unos rasguños en la mejilla y en el dorso de una de las manos, que le habían hecho unas astillas de vidrio. Un vistazo rápido me permitió cerciorarme de que mi presunto padre tenía la sangre más clara que el conserje, al que le coloreaba la pierna del pantalón, a la altura de los muslos, en forma jugosa y oscura.

En cuanto a saber quién le había desgarrado y vuelto a Jan la elegante chaqueta del revés, no había ya manera de aclararlo. ¿Había que achacárselo a Kobyella o a la granada? Colgábale hecha jirones, tenía el forro desprendido, los botones sueltos, las costuras partidas y los bolsillos hacia afuera.

Pido indulgencia para mi pobre Jan Bronski, quien, antes de arrastrar conmigo a Kobyella fuera del cuarto de los niños, empezó a recoger todo lo que un feo temporal le había sacudido de los bolsillos. Encontró su peine, las fotos de sus seres queridos —entre ellas había una de busto de mi pobre mamá—, y su monedero que ni siquiera se había abierto. Con grandes fatigas, y no sin peligro, ya que el temporal había barrido en parte la protección de los sacos de arena, se puso a recoger los naipes del skat esparcidos por el cuarto; quería reunir los treinta y dos y, al no hallar el trigésimo segundo, sentíase desgraciado, pero cuando Óscar lo halló entre dos desvencijadas casas de muñecas y se lo tendió, lo cogió con una sonrisa, a pesar de que era el siete de espadas.

Cuando hubimos arrastrado a Kobyella fuera del cuarto de los niños y lo teníamos ya en el corredor, halló el conserje energía suficiente para decir unas palabras inteligibles para Jan: —¿Lo tengo todo todavía? —preguntó preocupado el inválido. Jan metió la mano en el pantalón, entre las piernas del viejo, comprobó que todo estaba en su lugar y, con la cabeza, le hizo un signo afirmativo.

Todos éramos felices: Kobyella había logrado conservar su orgullo, Jan Bronski tenía los treinta y dos naipes del skat, inclusive el siete de espadas, y Óscar llevaba un nuevo tambor de hojalata que a cada paso le pegaba en la rodilla, en tanto que el conserje, debilitado por la pérdida de sangre, era transportado por Jan y uno al que éste llamaba Víctor un piso más abajo, al depósito de las cartas.