Día de visita: María me trajo un tambor nuevo. Cuando junto con el instrumento quiso entregarme por encima de los barrotes de mi cama el recibo de la tienda de juguetes, decliné con la mano y apreté el timbre de la cabecera de la cama hasta que vino Bruno, mi enfermero, lo que hace siempre que María me trae un nuevo tambor envuelto en papel azul. Deshizo el cordel del paquete y dejó desplegarse el papel para luego, después de la exhibición casi solemne del tambor, volver a pegarlo cuidadosamente. Sólo entonces se fue Bruno andando hacia el lavabo —¡y qué manera de andar!— con el tambor nuevo, dejó correr agua caliente y quitó con precaución, sin rayar el esmalte rojo y blanco, la etiqueta con el precio del borde del instrumento.
Cuando María, después de una breve visita no demasiado fatigosa, se disponía a irse, tomó el tambor viejo que yo había estropeado durante la descripción de la espalda de Heriberto Truczinski, del mascarón de proa y de la interpretación acaso demasiado personal de la primera epístola a los Corintios, para llevárselo y depositarlo en nuestra bodega junto a los demás tambores usados, que me habían servido para fines en parte profesionales y en parte privados.
Antes de irse, María dijo: —Bueno, ya no hay mucho sitio en la bodega. Si hasta me pregunto dónde voy a guardar las patatas de invierno.
Sonriendo me hice el sordo a este reproche del ama de casa que hablaba por boca de María y le rogué que, con tinta negra, pusiera su correspondiente número al tambor que cesaba en el servicio, y que trasladara los breves datos anotados por mí en un papelito y relativos a la vida del instrumento al diario que cuelga desde hace años en la parte trasera de la puerta de la bodega y contiene información sobre todos mis tambores desde el año cuarenta y nueve.
María dijo resignadamente que sí con la cabeza y se despidió con un beso de mi parte. Sigue sin comprender mi sentido del orden y aun se le antoja algo inquietante. Óscar comprende perfectamente las reservas mentales de María, como que ni él mismo sabe qué clase de pedantería lo convierte en coleccionista de tambores de hojalata destrozados. Y al propio tiempo sigue deseando, igual que antes, no volver a ver jamás todo ese montón de chatarra que se acumula en la bodega para patatas de la casa de Bilk. Pues sabe por experiencia que los niños desprecian las colecciones de sus padres y que, por consiguiente, su hijo Kurt, al heredar un día los míseros tambores, en el mejor de los casos se reirá de ellos.
¿Qué es, pues, lo que cada tres semanas me lleva a expresar a María unos deseos que, de cumplirse regularmente, acabarán por atiborrar nuestra bodega y no dejarán lugar para las patatas?
La rara idea fija, que cada vez me viene ya más raramente, de que un museo podría algún día interesarse por mis instrumentos inválidos, se me ocurrió por vez primera cuando yacían ya en la bodega varias docenas de tambores estropeados. Por lo tanto no puede estar ahí el origen de mi pasión coleccionista. Antes bien, cuanto más lo pienso tanto más probable me parece que el motivo de esta acumulación ha de tener por fundamento el simple complejo siguiente: algún día podrían escasear los tambores, hacerse raros o ser objeto de una prohibición o de total aniquilamiento. Algún día podría verse Óscar obligado a dar algunos tambores no demasiado maltrechos a un hojalatero para que los reparara y me ayudara así, con los veteranos reconstruidos, a superar una época horrorosa sin tambores.
En forma parecida se pronuncian también los médicos del sanatorio a propósito de la causa de mi afán coleccionista. La doctora señorita Hornstetter quiso inclusive saber el día en que había nacido mi complejo. Con toda precisión pude indicarle el nueve de noviembre del treinta y ocho, aquel día en que perdí a Segismundo Markus, administrador de mi almacén de tambores. Si ya después de la muerte de mi pobre mamá se había hecho difícil que yo entrara puntualmente en posesión de un tambor nuevo, porque las visitas de los jueves al pasaje del Arsenal cesaron por necesidad, y porque Matzerath sólo se preocupaba en forma negligente por mis instrumentos y Jan Bronski venía cada vez más raramente por casa, cuánto más desesperada no hubo de presentárseme la situación cuando el saqueo de la tienda del vendedor de juguetes y la vista de Markus sentado detrás de su escritorio me hicieron comprender claramente: Markus ya no te va a regalar más tambores, Markus ya no vende más juguetes, Markus ha interrumpido para siempre sus relaciones comerciales con la casa que hasta ahora fabricaba y le suministraba los tambores bellamente esmaltados en rojo y blanco.
Y sin embargo, todavía entonces me resistí a creer que con el fin del vendedor de juguetes hubiera llegado también a su término aquella época temprana de juego relativamente feliz; antes bien, saqué de la tienda de Markus convertida en un montón de ruinas un tambor indemne y otros dos con ligeras abolladuras en los bordes, me llevé el botín a casa y creí haber sido previsor.
Manejaba mis palillos con prudencia, tocaba raramente, sólo en caso de necesidad, me privaba de tardes enteras de tambor y, muy a mi pesar, de aquellos desayunos de tambor que me hacían el día soportable. Óscar practicaba el ascetismo, enflaquecía y hubo de ser llevado al doctor Hollatz y a su ayudante, la señorita Inge, que cada vez se iba volviendo más huesuda. Me dieron medicinas dulces, ácidas, amargas o insípidas, atribuyeron la culpa a mis glándulas, las cuales, según la opinión del doctor Hollatz, afectarían alternativamente mi bienestar por exceso o por defecto de función.
Para librarse del tal Hollatz, Óscar practicó su ascetismo con más moderación, volvió a engordar y, en el verano del treinta y nueve, volvió a ser casi el viejo Óscar de tres años, con los buenos mofletes recuperados gracias al desgaste definitivo del último de los tambores procedentes todavía de la tienda de Markus. La hojalata estaba rajada, crujía al menor movimiento, desprendía esmalte rojo y blanco, se iba enrobinando y me colgaba disonante sobre la barriga.
Hubiera sido inútil pedir auxilio a Matzerath, aunque éste fuera naturalmente socorrido y hasta bondadoso. Desde la muerte de mi pobre mamá, el hombre ya no pensaba más que en las cosas del Partido, se distraía con las conferencias entre jefes de célula o se pasaba la noche conversando familiarmente y a gritos, muy tomado de alcohol, con las efigies de Hitler y de Beethoven de nuestro salón, dejándose explicar por el Genio el Destino y la Providencia por el Führer, en tanto que, en estado sobrio, veía en las colectas en favor del Socorro de Invierno su destino providencial.
Me disgusta recordar aquellos domingos de colecta. Como que fue en uno de ellos cuando efectué el vano intento de procurarme un nuevo tambor. Matzerath, que durante la mañana había estado colectando en la calle principal delante de los cines, así como delante de los grandes almacenes Sternfeld, vino a mediodía a casa y puso a calentar, para él y para mí, unas albóndigas a la Königsberg. Después de la comida, sabrosa según la recuerdo hoy todavía —aun de viudo cocinaba Matzerath con entusiasmo y excelentemente—, tendióse el colector sobre el sofá para una siestecita. Apenas empezó a respirar como durmiendo, tomé del piano la alcancía medio llena, desaparecí con ella, que tenía forma de una lata de conservas, en la tienda, debajo del mostrador, y atenté contra la más ridícula de todas las alcancías. No es que tratara de enriquecerme con la moneda fraccionaria, sino que una necia ocurrencia me impelía a probar aquella cosa a manera de tambor. Pero, de cualquier manera que golpeara y combinara mis palillos, la respuesta era siempre la misma: ¡un pequeño donativo para el Socorro de Invierno! ¡Para que nadie pase hambre, para que nadie pase frío! ¡Un pequeño donativo para el Socorro de Invierno!
Al cabo de media hora me resigné, tomé de la caja del mostrador cinco pfennigs de florín, los destiné al Socorro de Invierno y volví a dejar la alcancía enriquecida en esta forma sobre el piano, a fin de que Matzerath pudiera encontrarla y matar el resto del domingo carraqueando en favor del Socorro de Invierno.
Este intento fallido me curó para siempre. Nunca más he vuelto a probar seriamente de servirme como tambor de una lata de conservas, de un balde vuelto boca abajo o de la superficie de una palangana. Y si a pesar de todo lo he hecho, me esfuerzo por olvidar esos episodios sin gloria y no les reservo espacio en este papel o, por lo menos, el menor posible. Porque una lata de conservas no es un tambor, un balde es un balde, y en una palangana lávanse o no se lavan las medias. Y lo mismo que hoy no hay sustituto posible, tampoco lo había entonces: pues un tambor de hojalata de llamas rojas y blancas habla por sí mismo y no necesita, por consiguiente, de intercesores.
Óscar estaba solo, traicionado y vendido. ¿Cómo iba a poder conservar a la larga su cara de tres años, si le faltaba para ello lo más indispensable, o sea su tambor? Todos mis intentos de simulación prolongados por espacio de varios años, como el mojar ocasionalmente la cama, el cuchicheo infantil todas las noches de las plegarias vespertinas, el miedo a San Nicolás, que en realidad se llama Greff, aquellas incansables preguntas de los tres años, típicamente absurdas, como, por ejemplo, ¿por qué los autos tienen ruedas?, todo esto lo tendría que hacer sin mi tambor. Estaba ya a punto de renunciar, y en mi desesperación me lancé a buscar a aquel que no era, sin duda, mi padre, pero que reunía las mayores probabilidades de haberme engendrado: Óscar esperó a Jan Bronski en la Ringstrasse, cerca del barrio polaco.
La muerte de mi pobre mamá había entibiado la relación a veces casi de amistad que había entre Matzerath y mi tío, promovido entretanto a secretario del Correo, si no repentinamente y de golpe, sí de todos modos poco a poco; y a medida que la situación política se agravaba, el alejamiento iba siendo cada vez más definitivo, a pesar de tantos bellos recuerdos compartidos. Paralelamente con la disolución del alma esbelta y del cuerpo exuberante de mamá decayó la amistad de dos hombres que se habían mirado ambos en aquel espejo y ambos se habían nutrido de aquella carne, y que, faltos ahora de dicho nutrimento y de dicho espejo convexo, no hallaban más distracción que en sus respectivas reuniones políticas opuestas de hombres que, sin embargo, fumaban todos del mismo tabaco. Pero un Correo polaco y unas conferencias de jefes de célula en mangas de camisa no bastan para reemplazar a una mujer bonita y, aun en el adulterio, sensible. Dentro de la mayor prudencia —Matzerath había de tener en cuenta la clientela y el Partido, y Jan Bronski la administración del Correo—, en el breve período comprendido entre la muerte de mi pobre mamá y el fin de Segismundo Markus, no dejaron de hallar ocasión de reunirse mis dos presuntos padres.
Oíanse a medianoche, dos o tres veces al mes, los nudillos de Jan en los cristales de la ventana de nuestro salón. Al correr entonces Matzerath los visillos y abrir la ventana el ancho de un palmo, el embarazo de uno y otro era grande, hasta que uno de ellos encontraba la fórmula liberadora y proponía, a hora tan avanzada, una partida de skat. Iban por Greff a su tienda de verduras, y si éste se negaba, a causa de Jan, y se negaba porque en cuanto exguía de exploradores —había entretanto disuelto su grupo— tenía que ser prudente y, además, jugaba mal y no le gustaba jugar al skat, entonces era por lo regular el panadero Alejandro Scheffler quien proporcionaba el tercer hombre. Cierto que tampoco al maestro panadero le gustaba sentarse a una misma mesa con Jan Bronski, pero, de todos modos, cierto afecto por mi pobre mamá, que había traspasado en herencia a Matzerath, y el principio de Scheffler, según el cual los negociantes del comercio al detalle han de ayudarse mutuamente, hacían que, llamado por Matzerath, el panadero de piernas cortas se apresurara a venir del Kleinhammerweg, se sentara a nuestra mesa, barajara los naipes con sus dedos pálidos, como carcomidos por la harina, y los distribuyera cual panecillos entre gente famélica.
Comoquiera que estos juegos prohibidos empezaban por lo regular a medianoche y se prolongaban hasta las tres de la mañana, hora en que Scheffler había de volver a su horno, sólo raramente lograba yo, en camisón y evitando el menor ruido, abandonar mi camita y alcanzar sin ser visto, y también sin tambor, el ángulo de sombra bajo la mesa.
Como ustedes habrán tenido ya ocasión de observar anteriormente, la forma más cómoda de considerar las cosas, o sea mi ángulo de comparación, hallábala yo desde siempre debajo de la mesa. Pero ¡cómo había cambiado todo desde el deceso de mi pobre mamá! Ahora ya ningún Jan Bronski, prudente arriba, donde sin embargo perdía los juegos uno tras otro, y atrevido abajo, trataba de hacer conquistas con su calcetín sin zapato entre los muslos de mamá. Bajo la mesa de skat de aquellos años ya no había el menor vestigio de erotismo, por no decir de amor. Seis piernas de pantalón, de muestras diversas en espina de pez, cubrían seis piernas masculinas más o menos peludas, desnudas o protegidas por calzoncillos, que abajo se esforzaban otras tantas veces por no entrar en contacto, ni siquiera por casualidad, y se aplicaban arriba, simplificadas y ampliadas en troncos, cabezas y brazos, a un juego que por razones políticas tendría que haber estado prohibido pero que, en cada caso de una partida perdida o ganada, siempre admitía una disculpa, o un triunfo; la Ciudad Libre de Danzig acababa de ganar sin la menor dificultad para el Gran Reich alemán un diamante simple.
Era de prever el día en que tales juegos de maniobras llegarían a su fin —del mismo modo que todas las maniobras suelen acabar algún día y dejan el campo a los hechos reales, sobre un plano más vasto, en alguno de los casos llamados serios.
A principios del verano del treinta y nueve se hizo manifiesto que Matzerath había encontrado en las conferencias semanales de los jefes de células compañeros menos comprometedores que los funcionarios del Correo polaco o los exguías de exploradores. Jan Bronski hubo de recordar, obligado por las circunstancias, el campo al que pertenecía, y atenerse a la gente del Correo, entre otros al conserje inválido Kobyella, quien, desde sus días de servicio en la legendaria legión del mariscal Pilsuldski, andaba con una pierna más corta que la otra. A pesar de su pierna claudicante, Kobyella era un conserje activo, además de un artesano hábil, de cuya buena voluntad podía yo esperar la posible reparación de mi tambor maltrecho.
Y sólo era porque el camino hasta Kobyella pasaba por Jan Bronski por lo que casi todas las tardes a las seis, aun en pleno calor asfixiante del mes de agosto, me apostaba yo cerca del barrio polaco y esperaba a Jan, que, al terminar el servicio, solía por lo regular irse puntualmente a su casa. No venía. Sin preguntarme propiamente: ¿qué estará haciendo tu presunto padre después del servicio?, lo aguardaba a menudo hasta las siete o las siete y media. Pero no venía. Hubiera podido ir con tía Eduvigis. Tal vez Jan estaba enfermo, o tenía calentura, o tenía a lo mejor una pierna rota enyesada. Óscar permanecía en su sitio y se limitaba a fijar de vez en cuando la mirada en las ventanas y visillos de la habitación del secretario del Correo. Cierta peculiar timidez impedía a Óscar visitar a su tía Eduvigis, cuya mirada bovina y cálidamente maternal lo entristecía. Por otra parte, tampoco los niños del matrimonio Bronski, sus medio hermanos presuntos, le gustaban especialmente. Lo trataban como si fuera una muñeca. Querían jugar con él y servirse de él como juguete. ¿De dónde le venía a Esteban con sus quince años, o sea aproximadamente su misma edad, el derecho de tratarlo paternalmente, en plan de maestro y con aire condescendiente? Y aquella pequeña Marga de diez años, con sus trenzas y una cara en la que la luna se veía siempre llena y gorda, ¿tenía acaso a Óscar por una muñeca de vestir, sin voluntad, a la que podía peinar, cepillar, arreglar y criar durante horas y más horas? Claro está que los dos veían en mí al niño enano anormal, digno de lástima, y se consideraban a sí mismos sanos y con toda la vida por delante, siendo al propio tiempo los preferidos de mi abuela Koljaiczeck, que difícilmente podría ver en mí a su preferido. Porque yo no quería nada de cuentos ni de libros de estampas. Lo que yo esperaba de mi abuela, lo que aún noy mi imaginación se complace en pintar liberal y voluptuosamente, era muy claro y, por consiguiente, sólo raramente obtenible: así que la percibía, Óscar quería imitar a su abuelo Koljaiczeck, sumergirse bajo las faldas de su abuela y, a ser posible, no respirar nunca más fuera de aquel abrigado receso.
¡Qué no habré hecho yo para meterme bajo las faldas de mi abuela! No puedo decir que no le gustara que Óscar se le sentara debajo. Pero vacilaba y, las más de las veces, me rechazaba, y hubiera probablemente ofrecido aquel refugio a cualquiera, por poco que se pareciera a Koljaiczeck, antes que a mí, que no poseía ni la figura ni la cerilla siempre a punto del incendiario, y que había que recurrir a todos los caballos de Troya imaginables para poder introducirse dentro de la fortaleza.
Óscar se ve todavía a sí mismo cual un verdadero niño de tres años, jugando con una pelota de goma, y observa cómo se deja rodar casualmente la pelota de goma, y se desliza luego tras dicho pretexto esférico, antes de que su abuela se dé cuenta de su estratagema y le devuelva la pelota.
En presencia de los adultos, mi abuela nunca me toleraba por mucho tiempo bajo sus faldas. Los adultos se reían de ella, le recordaban en forma a veces muy cáustica su noviazgo en el campo otoñal de patatas y la hacían ruborizarse violenta y persistentemente, a ella que ya de por sí no tenía nada de pálida, lo que, con sus sesenta años y su pelo casi blanco, no iba nada mal.
En cambio, cuando estaba sola —lo que ocurría raramente, y más desde la muerte de mi pobre mamá, hasta que dejé de verla casi en absoluto después que hubo de abandonar su puesto del mercado semanal de Langfuhr—, me toleraba más fácilmente, con mayor frecuencia y por más tiempo bajo sus faldas color de patata. En este caso ni siquiera necesitaba yo recurrir al truco tonto de la pelota de goma para ser admitido. Deslizándome con mi tambor por el piso, con una pierna encogida y la otra apoyada en los muebles, iba arrastrándome hacia la montaña avuncular, levantaba con los palillos, al llegar a su pie, la cuádruple cubierta, y, ya debajo, dejaba caer los cuatro telones a la vez, me mantenía quieto por espacio de un breve minuto y me entregaba por completo, respirando por todos los poros, al fuerte olor de mantequilla ligeramente rancia que, independientemente de la estación del año, predominaba siempre bajo las cuatro faldas. Y sólo entonces empezaba Óscar a tocar el tambor. Como conocía bien los gustos de la abuela, tocaba ruidos de lluvias de octubre, análogos a aquéllos que hubo de oír antaño detrás del fuego de hojarasca, cuando Koljaiczeck, con su olor de incendiario perseguido, se le metió debajo. Caía sobre la hojalata una llovizna oblicua, hasta que arriba se percibían suspiros y nombres de santos, y dejo a ustedes el cuidado de reconocer aquellos suspiros y aquellos nombres e santos ya escuchados en el noventa y nueve, cuando mi abuela permanecía sentada mientras llovía, con Koljaiczeck a cubierto.
Cuando en agosto del treinta y nueve esperaba, apostado cerca del barrio polaco, a Jan Bronski, pensaba yo a menudo en mi abuela. Tal vez estuviera de visita en casa de tía Eduvigis. Pero por muy tentadora que fuera la perspectiva de aspirar el olor de mantequilla rancia sentado bajo sus faldas, no me decidía a subir los dos tramos de escalera ni a tocar a la puerta con el letrerito que decía: Jan Bronski. ¿Qué hubiera ya podido ofrecerle Óscar a su abuela? Su tambor estaba roto, su tambor ya no daba nada de sí, su tambor había olvidado cómo suena una llovizna que cae en octubre oblicuamente sobre un fuego de hojarasca. Y comoquiera que la abuela de Óscar sólo era accesible con el trasfondo sonoro de lluvias otoñales, Óscar se quedaba en la Ringstrasse, mirando llegar y partir los tranvías que subían y bajaban tocando la campanilla por el Heeresanger y cubrían todos el trayecto número 5.
¿Seguía escuchando a Jan? ¿No habría ya desistido y permanecido sólo en el lugar porque todavía no se me había ocurrido forma alguna de renuncia aceptable? Una espera prolongada tiene efectos pedagógicos. Pero también puede ocurrir que una espera prolongada induzca al que espera a representarse la escena del encuentro esperado con tal detalle, que a la persona esperada ya no le quede probabilidad alguna de sorpresa. Poseído de la ambición de percibir primero yo primero al que no se lo esperaba, de poder salirle al encuentro al son de lo que quedaba de mi tambor, permanecía en tensión y con los palillos alerta en mi lugar. Sin necesidad de largas explicaciones previas, proponíame hacer patente, por medio de grandes golpes sobre la hojalata y del clamor consiguiente, lo desesperado de mi situación, y me decia: Cinco tranvías más, otros tres, este último; y me imaginaba, poniéndome en lo peor, que a instancia de Jan los Bronski habían sido trasladados a Modlin o a Varsovia, y lo veía ya de secretario mayor del Correo de Bromberg o en Thorn, y esperaba, pese a todos mis juramentos anteriores, un tranvía más, y ya me volvía para emprender el camino de regreso cuando Óscar sintió que lo agarraban por detrás y un adulto le tapaba los ojos.
Sentí unas manos suaves, varoniles, que olían a jabón de lujo, agradablemente secas: sentí a Jan Bronski.
Cuando me soltó y, riendo por demás estrepitosamente, me dio la vuelta, era ya demasiado tarde para poder efectuar con mi tambor la demostración de mi situación fatal. Me metí pues los dos palillos simultáneamente bajo los tirantes de cordel de mis pantalones cortos, que en aquel tiempo, como que nadie cuidaba de mí, estaban sucios y tenían deshilacliados los bolsillos. Y con las manos libres, levanté el tambor, que colgaba del mísero cordel, en alto, muy alto, hasta un alto acusador, hasta lo alto de los ojos, tan alto como durante la misa alzaba la hostia el reverendo Wiehnke, y hubiera podido decir como él: éste es mi cuerpo y mi sangre; pero no pronuncié palabra, sino que me contenté con levantar muy alto el maltrecho metal, sin desear tampoco ninguna transformación fundamental, acaso milagrosa; no quería sino la reparación de mi tambor, eso era todo.
Jan cortó en seco su risa desplazada y, por lo que pude adivinar, nerviosa y forzada. Vio lo que no podía pasar inadvertido, mi tambor, apartó su mirada de la hojalata ajada, buscó mis ojos claros que seguían mirando como si en verdad sólo tuvieran tres años, y no vio primero más que dos veces el mismo iris azul inexpresivo, sus manchas luminosas, sus reflejos, todo aquello que poéticamente se les atribuye a los ojos en materia de expresión; y finalmente, al verificar que mi mirada no difería en nada del reflejo brillante de un charco cualquiera de la calle, juntó toda su buena voluntad, la que tenía disponible, y esforzó su memoria por volver a encontrar en mi par de ojos aquella mirada de mamá, gris sin duda pero por lo demás del mismo corte, en la que durante tantos años se había reflejado para él desde el favor hasta la pasión. Pero tal vez lo desconcertara también un reflejo de sí mismo, lo cual no significaba tampoco quejan fuera mi padre o, mejor dicho, mi progenitor. Porque sus ojos, al igual que los de mamá y los míos, se distinguían por aquella misma belleza infantilmente astuta y de radiante estolidez que exhibían casi todos los Bronski, como también Esteban y, un poco menos, Marga Bronski, y tanto, en cambio, mi abuela y su hermano Vicente. A mí, sin embargo, pese a mis pestañas negras y mis ojos azules, no podía negárseme un injerto de sangre incendiaria de Koljaiczek —piénsese nada más en mis impulsos vitricidas—, en tanto que hubiera resultado difícil atribuirme rasgos renanomatzerathianos.
El propio Jan, al que no le gustaba comprometerse, no hubiera tenido más remedio que confesar, si se le hubiese preguntado en aquel momento: —Me está mirando su madre Agnés. Y tal vez me esté mirando yo mismo. Su madre y yo teníamos, en efecto, muchas cosas en común. Pero también es posible que me esté mirando mi tío Koljaiczek, aquél que está en América o en el fondo del mar. El único que no me está mirando es Matzerath, y está bien que así sea.
Jan tomó mi tambor, lo volvió, lo golpeó. Él, tan desmañado, que ni sabía siquiera sacarle adecuadamente punta a un lápiz, hizo como si entendiera algo de la reparación de un tambor, y tomando manifiestamente una decisión, cosa rara en él, me cogió de la mano —lo que me llamó la atención, porque el caso no era para tanto— atravesó conmigo la Ringstrasse, llevándome siempre de la mano, hasta el andén de la parada del tranvía de Heeresanger y subió, al llegar éste y sin soltarme, en el remolque para fumadores del tranvía de la línea número 5.
Óscar lo intuyó: íbamos a la ciudad y nos proponíamos ir a la Plaza Hevelius, al Correo polaco, donde estaba el conserje Kobyella que tenía el utensilio y la habilidad por los que el tambor de Óscar clamaban desde hacía ya varias semanas.
Este viaje en tranvía hubiera podido convertirse en un viaje inalterado de amistad, si no hubiera sido la víspera del primero de septiembre del treinta y nueve, en que el coche motor con el remolque de la línea número 5, lleno a partir de la Plaza Max Halbe de bañistas cansados pero no menos escandalosos del balneario de Brösen, se iba abriendo paso a campanillazos hacia la ciudad. ¡Qué bello anochecer de fin de verano nos hubiera esperado, después de la entrada del tambor, en el Café Weitzke, tras una limonada fresca, si a la entrada del puerto, frente a la Westerplatte, los dos navíos de línea Schleswig y Schleswig-Holstein no hubieran echado el ancla y no mostraran al muro rojo de ladrillo que cubría el depósito de municiones sus cascos de acero, con sus dobles torrecillas giratorias y sus cañones de casamata! ¡Qué bello habría sido poder llamar a la portería del Correo polaco y confiarle al conserje Kobyella, para su reparación, un inocente tambor de niño, si desde varios meses antes el interior del edificio del Correo no hubiera sido puesto mediante planchas blindadas en estado de defensa y el personal hasta entonces inofensivo, funcionarios, carteros y demás, no se hubiera convertido, gracias a los entrenamientos de fin de semana en Gdingen y Oxhöft, en una guarnición de fortaleza!
Nos acercábamos a la Puerta de Oliva. Jan Bronski sudaba, miraba fijamente el verde polvoriento de los árboles de la Avenida Hindenburg y fumaba mayor cantidad de sus cigarrillos con boquilla dorada de lo que su espíritu ahorrador hubiera debido permitirle. Óscar nunca había visto a su presunto padre sudar de aquella manera, con excepción de las dos o tres veces en que lo había observado con su mamá sobre el sofá.
Pero mi pobre mamá había fallecido hacía ya tiempo. ¿Por qué sudaba Jan Bronski? Después que hube observado que poco antes de cada parada le daban ganas de bajar, que sólo en el preciso momento de ir a hacerlo se daba cuenta de mi presencia y que éramos mi tambor y yo lo que lo obligaba a sentarse de nuevo, se me hizo claro que el sudor era por causa del Correo polaco, que Jan, en calidad de funcionario del mismo, tenía la misión de defender. Como que ya se había escabullido una vez, me había encontrado luego a mí con mi chatarra de tambor en la esquina de la Ringstrasse y el Heeresanger, había decidido volver a su deber de funcionario, me había llevado consigo, a mí que ni era funcionario ni apto para la defensa del edificio del Correo, y ahora sudaba y fumaba. ¿Por qué no se bajaba de una vez? No hubiera sido yo, por cierto, quien se lo impidiera. Estaba todavía en la plenitud de la vida, llegando a los cuarenta y cinco. Sus ojos eran azules, su pelo castaño; temblaban, bien cuidadas, sus manos, y no hubiera debido sudar tan lamentablemente, o en todo caso hubiera debido ser agua de Colonia, y no sudor frío, lo que Óscar, sentado al lado de su presunto padre, hubiera debido oler.
En el Mercado de la Madera nos bajamos y descendimos a pie todo a lo largo del Paseo del barrio viejo. Era un anochecer tranquilo de fines de verano. Como todos los días hacia las ocho, las campanas del barrio viejo difundían notas broncíneas por el cielo. Concierto de campanas que hacía levantarse en vuelo nubes de palomas: «Sé siempre fiel y honrado hasta la tumba fría». Eso sonaba bien y daba ganas de llorar. Y sin embargo, todo el mundo reía. Mujeres con niños tostados por el sol, con albornoces de frisa, con pelotas de playa multicolores y barquitos de vela bajaban de los tranvías que traían de los balnearios el Glettkau y Heubude a miles de personas frescas todavía del baño. Con lenguas volubles, las muchachitas lamían, en pleno sopor, helados de frambuesa. Una quinceañera dejó caer su sorbete, y cuando iba ya a bajarse para recogerlo, se arrepintió y abandonó al empedrado y a las suelas de futuros transeúntes el helado que se iba derritiendo: no tardaría en formar parte de los adultos, y ya no podría seguir lamiendo sorbetes por la calle.
Llegados a la calle de los Afiladores doblamos a la izquierda. La Plaza Hevelius, en la que dicha calle desembocaba, estaba cerrada por hombres de la milicia territorial SS apostados en grupos: eran muchachos jóvenes, también algunos padres de familia, con brazaletes y carabinas de la policía. Hubiera sido fácil, dando un rodeo, eludir la barrera y llegar al correo por el barrio de Rähm. Jan Bronski se fue derecho a ellos. La intención era clara: quería que le cerraran el paso, que le mandaran despejar a la vista de sus superiores, que sin duda alguna vigilaban la Plaza Hevelius desde el edificio del Correo, para hacer un papel más o menos decoroso de héroe rechazado y poder volverse a casa con el mismo tranvía de la línea número 5 que lo había llevado.
Los hombres de la milicia territorial nos dejaron pasar, sin pensar ni remotamente, tal vez, que aquel señor bien vestido, con un niño de tres años de la mano, se propusiera ir al edificio del Correo. Nos recomendaron simplemente y con toda cortesía que fuéramos prudentes, y no nos dieron el alto hasta que ya habíamos pasado la verja y nos encontrábamos ante la entrada principal. Jan se volvió, indeciso. Pero ya la pesada puerta se había entreabierto y nos tiraron hacia dentro: estábamos en la sala de taquillas, semioscura y agradablemente fresca, del Correo polaco.
Jan Bronski no fue recibido por su gente con mucho entusiasmo. Desconfiaban de él, lo habían descartado, probablemente, y dieron claramente a entender que sospechaban que el secretario del Correo, Jan Bronski, trataba de escabullirse. No le resultó fácil a Jan desvirtuar las acusaciones. Ni siquiera se le escuchó, sino que se le asignó un lugar en una hilera que tenía por misión llevar sacos de arena desde la bodega a la fachada con ventanas de la sala de taquillas. Estos sacos de arena y demás sandeces se amontonaron delante de las ventanas, y se corrían muebles pesados, como armarios archivadores, hasta la entrada principal, para poder, en caso de necesidad, obstruir la puerta en todo su ancho.
Alguien preguntó quién era yo, pero luego no tuvo tiempo de esperar a que Jan respondiera. La gente estaba nerviosa, y tan pronto hablaban a gritos como en voz exageradamente prudente y baja. Mi tambor y la miseria de mi tambor parecían olvidados. El conserje Kobyella, con el que yo había especulado para devolver a la chatarra que me colgaba sobre la barriga un aspecto decoroso, permanecía invisible y estaría probablemente amontonando en el primero o segundo piso del edificio del Correo, lo mismo que los carteros y taquilleras de la planta baja, sacos repletos de arena, que se suponían a prueba de balas. La presencia de Óscar era penosa para Jan Bronski. Me escurrí, pues, en el preciso momento en que un hombre, al que los otros llamaban doctor Michon, le daba algunas instrucciones. Después de haber andado buscando por algún tiempo y de haber eludido precavidamente mediante un rodeo a aquel doctor Michon, que llevaba un casco de acero polaco y era manifiestamente el director del Correo, hallé la escalera del primer piso, y arriba, al final del corredor, encontré un cuarto de tamaño regular, sin ventanas, en el que no había hombres que arrastraran cajas de municiones o apilaran sacos de arena.
Cestos como de ropa con ruedas, llenos de cartas franqueadas con sellos de todos los colores, ocupaban el piso, en hileras apretadas. El cuarto era bajo y el papel de las paredes tenía un color ocre. Olía ligeramente a goma. Del techo colgaba un foco encendido. Óscar estaba demasiado cansado para buscar el interruptor. A lo lejos advertíanle las campanas de Santa María, Santa Catalina, San Juan, Santa Brígida, Santa Bárbara, de la Trinidad y del Divino Cuerpo: ¡Son las nueve, Óscar, es hora ya de que te acuestes! En vista de eso me tendí en uno de los cestos, coloqué el tambor, igualmente agotado, a mi lado, y me dormí.