El año treinta y ocho aumentaron los derechos aduanales y la frontera entre Polonia y el Estado Libre permaneció temporalmente cerrada. Mi abuela ya no podía venir en el tren corto al mercado semanal de Langfuhr; tuvo que cerrar su puesto. Se quedó sentada sobre sus huevos, como quien dice, pero sin que sintiera verdaderas ganas de empollar. En el puerto los arenques apestaban, las mercancías se iban amontonando, y los estadistas se reunían y llegaron por fin a un acuerdo. Sólo mi amigo Heriberto seguía tendido sobre el sofá, indeciso y sin trabajo, y seguía cavilando como un espíritu realmente cavilador.
Y, sin embargo, la aduana brindaba salario y pan. Brindaba uniformes verdes y una frontera verde, digna de ser vigilada. Heriberto no ingresó en la aduana, ni quería trabajar más de camarero: sólo quería quedarse tumbado sobre el sofá y seguir cavilando.
Pero el hombre tiene que trabajar. Y no era mamá Truczinski la única que pensara así. Pues, aunque se negara a convencer a su hijo Heriberto, a instancias del tabernero Starbusch, de que volviera a servir de camarero en Fahrwasser, no por ello dejaba de querer alejarlo del sofá. También él se aburrió pronto del piso de dos habitaciones y sus cavilaciones fueron perdiendo fondo, hasta que un día empezó a escrutar las ofertas de empleo de las Últimas Noticias y, aunque de mala gana, también del Centinela, en busca de algún trabajo.
De buena gana lo habría yo ayudado. ¿Necesitaba un hombre como Heriberto procurarse, además de su ocupación adecuada en el suburbio portuario, ganancias suplementarias? ¿Descarga, trabajos ocasionales, enterrar arenques podridos? No podía imaginarme a Heriberto sobre los puentes del Mottlau, escupiendo a las gaviotas y entregado al tabaco de mascar. Me vino la idea de que, con Heriberto, podría crear una sociedad: dos horas de trabajo concentrado a la semana, o aun al mes, y nos haríamos ricos. Ayudado por su larga experiencia en este dominio, Óscar habría abierto con su voz, que seguía siendo diamantina, los escaparates bien provistos, sin dejar de echar un ojo al propio tiempo, y Heriberto, como suele decirse, no habría tenido más que meter mano. No necesitábamos sopletes, ganzúas ni otros utensilios. Podíamos arreglárnoslas sin llave americana y sin tiros. Los «verdes» y nosotros constituíamos dos mundos que no necesitaban entrar en contacto. Y Mercurio, el dios de los ladrones y de los comerciantes, nos bendecía, porque yo, nacido bajo el signo de la Virgen, poseía su sello y lo imprimía ocasionalmente sobre objetos sólidos.
Voy pues a relatarlo brevemente, aunque no deba verse en ello una confesión formal. Durante el tiempo en que estuvo sin trabajo, Heriberto y yo nos ofrecimos dos efracciones medianas en sendas tiendas de comestibles finos y otra, más jugosa, en una peletería. Tres zorros plateados, una foca, un manguito de astracán y un abrigo de piel de potro, no muy valioso, pero que mi pobre mamá hubiera llevado seguramente de buena gana: ése fue el botín. No tenía sentido alguno prescindir de este episodio.
Lo que nos decidió a abandonar el robo fue no tanto el sentimiento desplazado, aunque pesado a veces, de culpabilidad como las dificultades crecientes en dar salida a la mercancía. Para colocarlos ventajosamente, Heriberto había de llevar los objetos de Neufahrwasser, ya que sólo en el suburbio portuario había dos intermediarios adecuados. Pero, comoquiera que el lugar volvía siempre a recordarle al dichoso capitán letón, raquítico y gastrálgico, trataba de deshacerse de los géneros a lo largo de la Schichaugasse, del Hakelwerk o en la Bürgerwiese, en cualquier parte, con tal que no fuera en Fahrwasser, en donde sin embargo las pieles se habrían vendido como pan caliente. En esta forma, pues, la salida del botín se iba alargando hasta el punto que, finalmente, los géneros de las tiendas de comestibles finos acabaron por seguir el camino de la cocina de mamá Truczinski, a la que Heriberto regaló también o, mejor dicho, trató de regalarle el manguito de astracán.
Al ver mamá Truczinski el manguito, se puso seria. Los comestibles los había aceptado tácitamente, pensando tal vez que se trataba de un robo alimenticio tolerado por la ley; pero el manguito significaba un lujo, y el lujo frivolidad, y la frivolidad cárcel. Tal era la manera sencilla y correcta de razonar de mamá Truczinski, la cual, poniendo ojos de ratón y desenvainando de su moño la aguja de hacer punto, dijo, apuntando con ella: —¡Acabarás algún día igual que tu padre! —y le puso a Heriberto en las manos las Últimas Noticias o el Centinela, como diciéndole: Ahora te buscas un empleo decente, y no uno de esos intríngulis, o te quedas sin cocinera.
Todavía permaneció Heriberto una semana más tumbado sobre el sofá de sus cavilaciones, de un humor insoportable y sin que se le pudiera hablar ni de las cicatrices ni de los escaparates. Yo me mostré bastante comprensivo hacia el amigo, le dejé apurar hasta las heces el resto de su tormento y me entretuve por unos días en el piso del relojero Laubschad, con sus relojes devoradores de tiempo. También volví a probar fortuna con el músico Meyn, pero éste ya no se ofrecía ni una copa, no hacía más que recorrer con su trompeta las notas de la banda de caballería de la SA y adoptaba un aire correcto y bizarro, en tanto que sus cuatro gatos, reliquias de un tiempo alcohólico, sin duda, pero altamente musical, iban enflaqueciendo lentamente por falta de nutrición. En cambio, no era raro que, bien entrada la noche, me encontrara a Matzerath, que en los tiempos de mamá sólo bebía en compañía, con mirada vidriosa detrás de la copita. Hojeaba el álbum de fotos y trataba, como yo lo hago ahora, de hacer revivir a mi pobre mamá en los pequeños rectángulos más o menos bien iluminados, para luego, hacia media noche, hallar en las lágrimas el estado de ánimo adecuado para encararse con Hitler o Beethoven, que seguían sombríamente frente a frente, sirviéndose para ello del «tú» familiar. Y aún parece que el Genio, no obstante que era sordo, le respondía, en tanto que el abstemio del Führer callaba, porque Matzerath, el borrachín jefe de célula, era indigno de la Providencia.
Un martes —tal es la precisión a que mi tambor me permite llegar—, la situación estaba ya en su climax: Heriberto se puso de veintiún botones, lo que significa que se hizo cepillar por mamá Truczinski con café frío el pantalón azul, estrecho arriba y ancho por abajo, metió los pies en sus zapatos flexibles, se ajustó la chaqueta de botones con ancla, rocióse el pañuelo de seda blanca, obtenido del Puerto Libre, con agua de Colonia, procedente también del estercolero exento de derechos del Puerto Libre, y se plantó, cuadrado y rígido, bajo su gorra azul de plato con visera de charol.
—Voy a darme una vuelta, a ver qué sale —dijo Heriberto. Imprimió a su gorra a la príncipe Enrique una inclinación a la izquierda, para darse ánimos, y mamá Truczinski arrió el periódico.
Al día siguiente tenía Heriberto el empleo y el uniforme. Vestía gris oscuro, y no verde aduana: era conserje del Museo de la Marina.
Como todas las cosas dignas de conservación de esta ciudad, tan digna de conservación ella misma en su conjunto, los tesoros del Museo de la Marina llenaban una vieja casa patricia, museable ella también, que conservaba al exterior el andén de piedra y una ornamentación juguetona aunque desbordante de la fachada, y estaba tallada, al interior, en roble oscuro, con escaleras de caracol. Exhibíanse allí la historia cuidadosamente catalogada de la ciudad portuaria, cuya gloria había sido siempre la de hacerse y mantenerse indecentemente rica entre vecinos poderosos pero, por lo regular, pobres. ¡Aquellos privilegios comprados a los Caballeros de la Orden y a los reyes de Polonia y consignados en detalle! ¡Aquellos grabados en colores de los diversos sitios padecidos por la ciudadela marítima de la desembocadura del Vístula! Aquí se acoge a la protección de la ciudad, huyendo del antirrey sajón, el malhadado Estanislao Leszczinski. En el cuadro al óleo puede percibirse claramente su temor. Lo mismo que el del primado Potocki y el embajador francés de Monti, porque los rusos al mando del general Lascy tienen sitiada la ciudad. Todo está inscrito con precisión, y del mismo modo, pueden leerse los nombres de los barcos franceses anclados en la rada bajo el estandarte de la flor de lis. Una flecha indica: en este barco huyó el rey Estanislao Leszczinski a Lorena, cuando la ciudad hubo de entregarse el tres de agosto. Sin embargo, la mayor parte de las curiosidades expuestas la constituían las piezas del botín de las guerras ganadas, ya que las guerras perdidas nunca o sólo raramente suelen proporcionar a los museos pieza de botín.
Así, por ejemplo, el orgullo de la colección consistía en el mascarón de proa de una gran galera florentina, la cual, aunque llevara matrícula de Brujas, pertenecía a los mercaderes Portinari y Tani, oriundos de Florencia. Los piratas y capitanes municipales Paul Beneke y Martin Bardewiek, cruzando frente a la costa de Zelandia a la altura del puerto de Sluys, lograron capturarla en abril de 1473. Inmediatamente después de la captura, mandaron pasar a cuchillo a la numerosa tripulación amén de los oficiales y el capitán. El barco y su contenido fueron llevados a Danzig. Un Juicio Final en dos batientes, obra del pintor Memling, y una pila bautismal de oro —ejecutados ambos por cuenta del florentino Tani para una iglesia de Florencia— fueron expuestos en la iglesia de Nuestra Señora; hasta donde llegan mis noticias, el Juicio Final alegra hoy todavía los ojos católicos de Polonia. En cuanto a lo que fuera del mascarón de proa de la galera después de la guerra, no se sabe. En mi tiempo se conservaba en el Museo de la Marina.
Representaba una opulenta mujer de madera, desnuda y pintada de verde, que, por debajo de unos brazos lánguidamente levantados, con todos los dedos cruzados, y por encima de unos senos provocadores, miraba derecho con sus ojos de ámbar engastados en la madera. Esta mujer, el mascarón de proa, traía desgracia. El comerciante Portinari encargó la figura, retrato de una muchacha flamenca en la que estaba interesado, a un escultor de imágenes que gozaba de fama en la talla de mascarones de proa. Apenas fijada la figura verde bajo el bauprés, iniciáronle a la muchacha en cuestión, conforme a los usos de la época, un proceso por brujería. Antes de arder en la hoguera, acusó en el curso de un interrogatorio minucioso a su protector, el mercader de Florencia, y al escultor que tan bien le tomara las medidas. Se dice que, temiendo el fuego, Portinari se ahorcó. Al escultor le cortaron ambas manos, para que en adelante no volviera a convertir a brujas en mascarones de proa. Y aún seguía en curso el proceso, que por ser Portinari hombre rico causaba en Brujas sensación, cuando cayó el barco con el mascarón de proa en las manos piratas de Paul Beneke. El signor Tani, el segundo mercader, sucumbió bajo el hacha de abordaje, tocándole luego el turno al propio Beneke: pocos años después, en efecto, cayó en desgracia ante los patricios de su ciudad. Unos barcos a los que, después de la muerte de Beneke, se ajustó el mascarón, ardieron ya en el puerto, a poco de haberles sido adaptada la figura, incendiando otros barcos, con excepción, por supuesto, del mascarón mismo, que era a prueba de fuego y, en gracia a sus formas armoniosas, volvía siempre a hallar nuevos pretendientes entre los propietarios de barcos. Pero apenas la mujer pasaba a ocupar su lugar tradicional, las tripulaciones que antes fueran pacíficas empezaban a diezmarse a su espalda, amotinándose abiertamente. La expedición fallida de la flota de Danzig contra Dinamarca, en 1522, bajo la dirección del muy experto Eberhard Ferber, condujo a la caída de éste y a motines sangrientos en la ciudad. Cierto que la historia habla de luchas religiosas —en el veintitrés el pastor protestante Hegge llevó a la multitud a la destrucción de las imágenes de las siete iglesias parroquiales de la ciudad—, pero a nosotros se nos antoja atribuir la culpa de esta calamidad, cuyos efectos habían de hacerse sentir por mucho tiempo todavía, al mascarón de proa: éste adornaba, en efecto, la del barco de Ferber.
Cuando cincuenta años más tarde Esteban Bathory sitió en vano la ciudad, Gaspar Jeschke, abad del convento de Oliva, atribuyó la culpa de ello, desde el pulpito, a la mujer pecadora. El rey de Polonia la había recibido en calidad de regalo de la ciudad y se la llevó a su campamento, donde prestó oídos a sus malos consejos. Hasta qué punto la dama lígnea influyera en las campañas suecas contra la ciudad y en el prolongado encarcelamiento del fanático religioso doctor Egidio Strauch, que conspiraba con los suecos y pedía que se quemara a la mujer verde que había hallado nuevamente el camino de la villa, no lo sabemos. Una noticia algo oscura pretende que un poeta llamado Opitz, fugitivo de Silesia, obtuvo acogida en la ciudad durante algunos años, pero murió prematuramente, porque había hallado aquella talla funesta en un depósito y había intentado cantarla en verso.
No fue hasta fines del siglo XVIII, al tiempo de las particiones de Polonia, cuando los prusianos, que hubieron de apoderarse de la ciudad por la fuerza, decretaron contra la «figura lígnea Níobe» una prohibición real prusiana. Por vez primera se la nombra aquí oficialmente por su nombre y al propio tiempo se la evacúa o, mejor dicho, se la encarcela en aquella Torre de la Ciudad, en cuyo patio había sido ahogado Paul Beneke y desde cuya galería yo había probado con éxito por vez primera mi canto a distancia, a fin de que, a la vista de los productos más refinados de la fantasía humana y frente a los instrumentos de tortura, se mantuviera quieta por todo el siglo XIX.
Cuando el año treinta y dos subí a la Torre de la Ciudad y devasté con mi voz las ventanas del foyer del Teatro Municipal, Níobe —conocida vulgarmente por «la Marieta verde»— había sido ya sacada hacía años de la cámara de tortura de la Torre, afortunadamente, porque quién sabe si de no haber sido así mi atentado contra el clásico edificio habría tenido éxito.
Hubo de ser un director de museos ignorante e improvisado el que, poco después de la fundación del Estado Libre, sacara a Níobe de la cámara de tortura donde se la mantenía a buen recaudo y la instalara en el Museo de la Marina de creación reciente. Murió poco después de un envenenamiento de la sangre que, por exceso de celo, el hombre había contraído al fijar un letrerito en el que se leía que, arriba de la inscripción, se exponía un mascarón de proa que respondía al nombre de Níobe. Su sucesor, conocedor prudente de la historia de la ciudad, quería alejarla de nuevo. Pensaba regalar la peligrosa doncella de madera a la ciudad de Lübeck, y no es sino porque sus habitantes no aceptaron el regalo por lo que la pequeña ciudad del Trave salió relativamente indemne, con excepción de sus iglesias de ladrillo, de los bombardeos de la guerra.
Níobe, pues, o la «Marieta verde», permaneció en el Museo de la Marina, y en el transcurso de catorce años mal contados ocasionó la muerte de dos directores —no del prudente, que en seguida había pedido su traslado—, la defunción a sus pies de un cura anciano, el deceso violento de un estudiante del Politécnico y de dos alumnos de primer curso de la Universidad de San Pedro que acababan de revalidar con éxito el bachillerato, y el fin de cuatro honrados conserjes, casados los más de ellos.
Se les encontró a todos, comprendido el estudiante del Politécnico, con la cara transfigurada y atravesado el pecho con objetos punzantes del tipo de los que sólo podían encontrarse en el Museo de la Marina: cuchillos de velero, arpeos, arpones, puntas de lanza finamente cinceladas de la Costa de Oro, agujas con las que se cosen las velas, etc., y sólo el último, el segundo alumno de primer curso, se las había tenido que arreglar primero con su navaja y luego con su compás escolar, ya que, poco antes de su muerte, todos los objetos cortantes del Museo habían sido fijados con cadenas o guardados en vitrinas.
Aunque los criminalistas de las comisiones investigadoras hablaran de todos estos casos de suicidios trágicos, persistía en la ciudad y también en los periódicos el rumor de que aquello lo habría hecho «la Marieta verde con sus propias manos». Sospechábase pues seriamente de Níobe, atribuyéndole la muerte de hombres y muchachos. Se discutió el asunto en todos sus aspectos, e inclusive los periódicos crearon para el caso Níobe una sección especial en la que los lectores pudieran exponer sus respectivas opiniones. Se habló de fatales coincidencias; la administración municipal habló a su vez de superstición anacrónica, afirmando que no se pensaba en lo más mínimo en tomar medidas precipitadas, antes de que se produjera real y verdaderamente algo de lo que se había convenido en llamar inquietante.
Así, pues, la figura verde siguió constituyendo el objeto más conspicuo del Museo de la Marina, ya que tanto el Museo Regional de Oliva como el Museo Municipal y la administración de la Casa de Arturo se negaron a admitir a aquella mujer ávida de hombres.
Escaseaban los guardianes del museo. Y no eran sólo éstos los que se negaban a adaptarse a la virgen lígnea. También los visitantes eludían la sala con la figura de los ojos de ámbar. Por espacio de algún tiempo reinó el silencio detrás de las ventanas Renacimiento que proporcionaban a la escultura moldeada al vivo la indispensable iluminación lateral. El polvo se iba acumulando. Las mujeres encargadas de la limpieza ya no venían. Y los fotógrafos, antaño tan insistentes —uno de ellos había muerto poco después de la toma de una foto del mascarón de proa, de muerte natural, sin duda, pero de todos modos curiosa si se relaciona con la foto—, ya no proveían a la prensa del Estado Libre, de Polonia, del Reich alemán, ni aun a la de Francia, con instantáneas de la escultura asesina; destruyeron todas las fotos de Níobe que poseían en sus archivos y se limitaron, en lo sucesivo, a fotografiar las llegadas y salidas de los distintos presidentes, jefes de Estado y reyes en exilio, y a vivir bajo el signo que iban marcando en el programa las exposiciones avícolas, los congresos del Partido, las carreras de automóviles y las inundaciones de primavera.
Y así fue hasta el día en que Heriberto Truczinski, que ya no quería seguir siendo camarero y no quería entrar en ningún caso al servicio de la aduana, ocupó su sitio, con el uniforme gris ratón de conserje del Museo, en la silla de cuero al lado de la puerta de aquella sala que el pueblo designaba como «el salón de Marieta».
Ya el primer día de servicio seguí a Heriberto hasta la parada del tranvía de la Plaza Max Halbe. Me tenía muy preocupado.
—Vete ya, Oscarcito; no puedes venir conmigo —mas yo me impuse con mi tambor y los palillos en forma tan insistente a la vista de Heriberto, que éste acabó diciendo—: Bueno, pues, ven hasta la Puerta Alta; pero luego te portas bien y te vuelves a casa.
Llegados a la Puerta Alta no quise regresar con el 5, de modo que Heriberto me llevó todavía con él hasta la calle del Espíritu Santo, trató una vez más de deshacerse de mí, con el pie ya en la acera del Museo, y se resignó finalmente, suspirando, a pedir en la taquilla una entrada para niño. Cierto que yo contaba ya catorce años y hubiera debido pagar la entrada entera, pero ¿quién se fija en esos detalles?
Tuvimos un día agradable y tranquilo, sin visitantes y sin controles. De vez en cuando tocaba yo mi tambor, cosa de media hora, en tanto que, de vez en cuando también, Heriberto echaba un sueñecito como de una hora. Níobe miraba de frente con sus ojos de ámbar y tendía sus dos senos provocadores que, sin embargo, a nosotros no nos provocaban. Apenas nos fijábamos en ella. —De todos modos, no es mi tipo —dijo Heriberto haciendo un gesto despectivo—. Fíjate en esos pliegues de carne y en esa papada que tiene.
Heriberto ladeaba la cabeza y formulaba apreciaciones: —¡Y la grupa! ¡Como un armario de dos puertas!— A Heriberto le gustan más finas, putillas como muñequitas.
Yo le oía describir en detalle cuál era su tipo, y le veía moldear con sus manos que parecían palas los contornos de una graciosa persona del sexo femenino que por mucho tiempo, y en realidad aún hoy, había de seguir siendo mi ideal en materia de mujeres.
Ya el tercer día de nuestro servicio en el Museo nos atrevimos a separarnos de nuestra silla al lado de la puerta. So pretexto de hacer la limpieza —el aspecto de la sala era verdaderamente desastroso—, levantando el polvo, barriendo el revestimiento de madera las telarañas y sus presas, tratando de que aquello, en fin, respondiera literalmente a lo de «salón de Marieta», nos acercamos al verde cuerpo de madera que, iluminado lateralmente, proyectaba sombras. En honor a la verdad, no es que Níobe nos dejara totalmente fríos. Echaba por delante en forma demasiado tentadora su belleza, exuberante si se quiere, pero de ningún modo informe. Sólo que no saboreábamos su vista con ojos de aspirantes a la posesión, sino más bien como expertos objetivos que aprecian cada detalle en lo que vale. Cual dos críticos de arte desapasionados y fríamente entusiastas, Heriberto y yo verificábamos en ella, sirviéndonos como mira del pulgar, las proporciones femeninas, y encontrábamos en las ocho cabezas clásicas una medida a la que Níobe, con excepción de los muslos algo cortos, se adaptaba en cuanto a la altura, en tanto que todo lo referente al ancho, la pelvis, los hombros y la caja torácica reclamaba una medida más holandesa que griega.
Heriberto volvía su pulgar hacia abajo: —Para mí, ésta se comportaría en forma demasiado activa en la cama. La lucha libre ya la conoce Heriberto de Ohra y de Fahrwasser; ahí salen sobrando las mujeres —Heriberto era gato escaldado—. Ahora, si se la pudiera tomar en la mano, como ésas que de tan frágiles hay que andar con cuidado para no romperles el talle, entonces no opondría Heriberto objeción alguna.
Claro está que, llegado el caso, tampoco hubiéramos tenido nada que objetar contra Níobe y su corpulencia atlética. Heriberto sabía perfectamente que la pasividad o la actividad que él deseaba o no deseaba de las mujeres desnudas o semivestidas no son cualidades exclusivas de las esbeltas y graciosas, y que pueden también detentarlas las regordetas y las exuberantes; las hay tiernas que no saben estarse quietas, y hombrunas, en cambio, que, lo mismo que un lago interior adormecido, apenas alcanzan a revelar corriente alguna. Pero nosotros simplificábamos la cosa deliberadamente, lo reducíamos todo a dos comunes denominadores, y ofendíamos a Níobe de propósito y en forma cada vez más imperdonable. Así, por ejemplo, Heriberto me levantó en vilo para que con mis palillos le golpeara ligeramente los senos, hasta que salieron unas ridiculas nubecitas de aserrín de sus carcomas inyectadas, sin duda, y por consiguiente inhabitadas, pero no por ello menos numerosas. Mientras yo tamboreaba, mirábamos aquel ámbar que simulaba los ojos. Pero nada en ellos se movió, pestañeó, lloró o se desbordó. Nada se contrajo en forma amenazadora y fulminante. Las dos gotas pulidas, más bien amarillentas que rojizas, reflejaban íntegramente, aunque en distorsión convexa, el inventario de la sala de exposición y una parte de las ventanas iluminadas por el sol. El ámbar engaña, ¿quién no lo sabe? También nosotros sabíamos de la perfidia de este producto resinoso elevado a la categoría de alhaja. Y sin embargo, continuando con nuestra limitación masculina el reparto entre activo y pasivo de todo lo femenino, interpretamos la indiferencia manifiesta de Níobe en favor nuestro. Nos sentíamos seguros. Con una risita sarcástica, Heriberto le clavó un clavo en la rótula: a cada golpe dolíame a mí la rodilla, pero ella ni siquiera pestañeó. Hicimos a la vista de aquella madera hinchada toda clase de tonterías: Heriberto se echó sobre los hombros la capa de un almirante inglés, agarró un catalejo y se cubrió la cabeza con el bicornio correspondiente. Y yo, con un chaleco rojo y una peluca que me bajaba hasta los hombros, me convertí en paje del almirante. Jugábamos a Trafalgar, bombardeábamos Copenhague, destruíamos la flota de Napoleón frente a Abukir, doblábamos tal o cual cabo, y adoptábamos posturas históricas o, alternativamente, contemporáneas ante aquella figura de proa tallada de acuerdo con las medidas de una bruja holandesa, que creíamos propicia o totalmente ajena a nosotros.
Hoy ya sé que todo nos espía, que nada pasa inadvertido y que aun el papel pintado de las paredes tiene mejor memoria que los hombres. Y no es el buen Dios el que lo ve todo. No, una silla de cocina, una percha, ceniceros a medio llenar o la imagen de una mujer llamada Níobe bastan para proporcionar de todo acto un testimonio imperecedero.
Por espacio de quince días o algo más efectuamos nuestro servicio en el Museo de la Marina. Heriberto me regaló un tambor y, por segunda vez, entregó a mamá Truczinski su paga semanal, aumentada con una prima de riesgo. Un martes, porque el Museo permanecía cerrado los lunes, me negaron en la taquilla la media entrada y el acceso. Heriberto quiso saber la razón de ello. El hombre de la taquilla, fastidiado sin duda pero no exento de benevolencia, habló de que se había presentado una demanda y de que en adelante los niños ya no podrían entrar en el Museo. Si el papá del niño se oponía, él, por su parte, no tenía inconveniente en que yo permaneciera abajo junto a la taquilla, porque él, como comerciante y viudo que era, no tenía tiempo para vigilarme, pero lo que era entrar a la sala, al salón de Marieta, eso sí me estaba prohibido, porque era irresponsable.
Heriberto estaba ya a punto de ceder, pero yo lo empujé, lo aguijoneé. Él, por una parte, le daba la razón al taquillero, pero por la otra me designaba como su talismán, su ángel de la guarda, y hablaba de mi inocencia infantil que lo protegía. En resumen: Heriberto casi se hizo amigo del taquillero y obtuvo que me admitieran todavía aquel día, que según él había de ser el último, en el Museo de la Marina.
Y así subí, una vez más, de la mano de mi gran amigo, por la enroscada escalera que volvían de continuo a encerar, al segundo piso, donde moraba Níobe. Fue una mañana tranquila y una tarde más tranquila todavía. Él estaba sentado con los ojos medio entornados en la silla de cuero de clavos amarillos. Yo me mantenía acurrucado a sus pies. El tambor permanecía callado. Mirábamos, pestañeando, los barquitos, las fragatas, las corbetas, los cinco mástiles, las galeras y las chalupas, los veleros de cabotaje y los clipers que, colgando del artesonado de roble, parecían esperar un viento propicio. Pasamos revista a la flota en miniatura, aguardando con ella que se alzara la brisa, temiendo la calma chicha del salón; y todo para no tener que examinar y temer a Níobe. ¡Qué no hubiéramos dado por oír alguna carcoma que nos hubiese revelado que el interior de la madera verde iba siendo penetrado y minado, lentamente, sin duda, pero no por ello menos irremisiblemente, y que Níobe era perecedera! Pero ningún gusano hacía tic tac. El conservador había inmunizado el cuerpo de madera contra los gusanos y lo había hecho inmortal. Así, pues, no nos quedaba más que la flota de maquetas, una vana esperanza de viento favorable y un juego de presunción con el miedo a Níobe, que manteníamos en reserva, que nos esforzábamos por ignorar y que probablemente hubiéramos acabado por olvidar si el sol de la tarde, dando de pleno en él, no hubiese encendido de repente su ojo izquierdo de ámbar.
Esa iluminación repentina no hubiera debido sorprendernos, ya que conocíamos las tardes de sol en el segundo piso del Museo de la Marina y sabíamos qué hora había dado o iba a dar cuando, cayendo de la cornisa, la luz tomaba la flota por asalto. Por otra parte, también las iglesias de la orilla derecha, del barrio viejo y del barrio nuevo del Pebre, contribuían lo suyo para proveer cada hora con sonidos el curso de la luz solar, en cuyos haces flotaban torbellinos de polvo, y para poner un juego histórico de campanas en nuestra colección de historias. ¿Qué tenía de particular que el sol adquiriese un relieve histórico, haciendo madurar los objetos expuestos y confabulándose con los ojos ambarinos de Níobe?
Aquella tarde, sin embargo, que no estábamos de humor ni nos sentíamos con ánimo para juegos ni estólidas provocaciones, el iluminarse de la mirada de la madera, en general inerte, nos impresionó doblemente. Cohibidos esperamos a que transcurriera la media hora que nos faltaba todavía. A las cinco en punto se cerraba el Museo.
Al día siguiente, Heriberto hizo solo su servicio. Yo lo acompañé hasta el Museo, no quise esperar junto a la taquilla y me busqué un lugar frente al caserón. Estaba sentado con mi tambor sobre una bola de granito a la que le salía por detrás una cola de la que los adultos se servían de pasamano. Sobra decir que el otro flanco de la escalera estaba resguardado por otra bola semejante con su correspondiente rabo de hierro colado. Sólo raramente tocaba el tambor, pero cuando lo hacía era con toda violencia y protestando contra los transeúntes, femeninos las más de las veces, a quienes divertía pararse junto a mí, preguntarme mi nombre y acariciarme con sus manos sudorosas el pelo que ya entonces tenía muy hermoso y algo ensortijado, aunque corto. Pasó la mañana. Al extremo de la calle del Espíritu Santo, la iglesia de Santa María, igual que una gallina de ladrillo roja y negra, con sus torrecillas verdes y su grueso campanario ventrudo, empollaba. De los muros agrietados del campanario desplegaban sin cesar palomas que venían a posarse cerca de mí, diciendo necedades y sin saber cuánto tiempo habría de durar todavía la empollada, qué era lo que se estaba empollando ni si, finalmente, aquella incubadora secular no acabaría por convertirse en una finalidad en sí misma.
A mediodía salió Heriberto a la calle. Sacó de su fiambrera, que mamá Truczinski le llenaba hasta que no podía cerrarse, un emparedado de manteca de cerdo con una morcilla del grueso de un dedo y me lo ofreció, animándome con la cabeza, mecánicamente, porque yo no quería comer. Al fin comí, y Heriberto, que no comió nada, se fumó un cigarrillo. Antes de que el Museo lo volviera a recobrar desapareció en una taberna de la calle de los Panaderos para tomarse dos o tres copitas. Mientras se las echaba dentro, observábale yo la nuez del cuello. No me gustaba la forma en que se las iba empinando. Y cuando hacía ya rato que él había superado la escalera de caracol y que yo había vuelto a encaramarme sobre mi bola de granito, Óscar seguía viendo todavía la nuez del cuello de su amigo Heriberto.
La tarde se arrastraba por la fachada descolorida del Museo. Alzábase de rosquilla en rosquilla, cabalgaba sobre ninfas y cuernos de la abundancia, tragábase ángeles regordetes que iban en pos de flores, daba a uvas de color maduro un color pasado, denotaba en medio de una fiesta campestre, jugaba a la gallina ciega, izábase a un columpio de rosas, ennoblecía a burgueses traficantes en pantalones bombachos, apoderábase de un ciervo al que perseguían unos perros, para alcanzar finalmente aquella ventana del segundo piso que le permitía al sol iluminar brevemente, y sin embargo para siempre, un ojo de ámbar.
Me fui dejando resbalar lentamente de mi bola de granito. El tambor pegó violentamente contra la piedra caudada. Algo del esmalte del cilindro blanco y unas partículas de las llamas esmaltadas saltaron y yacían, rojas y blancas, al pie de la escalera de la entrada.
No sé si dije alguna cosa, si recé algo o conté algo: el caso es que, unos instantes después, la ambulancia estaba frente al Museo. Los transeúntes flanqueaban la entrada. Óscar logró introducirse con los de la ambulancia en el interior del edificio. Y aunque los accidentes anteriores hubieran debido hacerles conocer la disposición de las salas, gané antes que ellos el alto de la escalera.
No me dio risa ver a Heriberto. Estaba prendido de Níobe por delante: había querido asaltar la madera. Su cabeza tapaba la de ella. Sus brazos abrazaban los brazos levantados de ella. No llevaba camisa. Se la encontró más tarde, limpia y plegada, sobre la silla de cuero al lado de la puerta. Su espalda exhibía todas las cicatrices. Conté bien las letras. No faltaba ninguna. Pero tampoco podía percibirse ni siquiera el intento de un nuevo trazo.
A los hombres de la ambulancia, que poco después de mí entraron precipitadamente en la sala, no les fue fácil separar a Heriberto de Níobe. En su furor erótico había arrancado de la cadena de seguridad un hacha doble de abordaje, le había clavado a Níobe uno de los filos en la madera, clavándose el otro, al asaltar a la mujer, en su propia carne. Si por arriba había logrado por completo el abrazo, en cambio, donde el pantalón seguía desabrochado y dejaba asomar todavía algo rígido y sin sentido, no había hallado fondo alguno para su ancla.
Cuando hubieron tapado a Heriberto con el lienzo sobre el que se leía «Servicio Municipal de Accidentes», Óscar, como siempre que perdía algo, volvió a hallar el camino de su tambor. Y seguía golpeándolo con los puños cuando unos hombres del Museo lo sacaron del «salón de Marieta», se lo llevaron escaleras abajo y lo condujeron finalmente a su casa en un coche de la policía.
Y aún ahora, al recordar en la clínica este intento de un amor entre la madera y la carne, Óscar ha de hacer trabajar sus puños para recorrer una vez más el laberinto de cicatrices, de bulto y en color, de la espalda de Heriberto Truczinski, aquel laberinto duro y sensible, que lo presagiaba todo, que era tan superior, en dureza y sensibilidad, a todo. Igual que un ciego lee lo que decía aquella espalda.
Y sólo ahora que han desprendido a Heriberto de la escultura que no lo quiso viene mi enfermero Bruno con su cabeza en forma de pera. Con precaución aparta mis puños del tambor, cuelga el instrumento del lado izquierdo del pie de mi cama metálica y me alisa la colcha.
—Por favor, señor Matzerath —me exhorta—, si sigue usted tocando así de fuerte, por ahí oirán que toca usted demasiado fuerte. ¿Por qué no descansa usted un poco, o toca más bajito?
Sí, Bruno, voy a tratar de dictar a la hojalata un próximo capítulo en voz más baja, aunque precisamente el tema pida a gritos una orquesta voraz y atronadora.