Pero también para mamá había de empezar sólo después de aquel Viernes Santo de la cabeza de caballo rebosante de anguilas, sólo después del día de Pascua, que pasamos con los Bronski en Bissau, en casa de la abuela y del tío Vicente, un calvario que ni el tiempo risueño de mayo pudo atenuar.
No es cierto que Matzerath obligara a mamá a volver a comer pescado. Espontáneamente y como poseída de una voluntad enigmática, transcurridas apenas dos semanas desde la Pascua, empezó a devorar pescado en tales cantidades y sin la menor consideración por su figura, que Matzerath hubo de decirle: —No comas tanto pescado; cualquiera creería que se te está obligando.
Empezaba por desayunarse con sardinas en aceite; a las dos horas, aprovechando que no hubiera clientes en la tienda, caía sobre las anchoas ahumadas de Bohnsack de la cajita de madera contrachapeada, pedía a mediodía platija frita o bacalao con salsa de mostaza y, por la tarde, ya andaba otra vez con el abrelatas en la mano: anguila en gelatina, rueda de atún, arenque frito y, si Matzerath se negaba a volver a freír o cocer pescado para la cena, se levantaba tranquilamente de la mesa, sin decir palabra, sin renegar, y volvía de la tienda con un pedazo de anguila ahumada, lo que nos quitaba el apetito, porque con el cuchillo raspaba la piel de la anguila hasta quitarle el último vestigio de grasa y, por lo demás, ya sólo comía el pescado con el cuchillo. En el curso del día vomitaba varias veces. Matzerath, desconcertado y preocupado, le decía: —¿Será que estás encinta, o qué?
—No digas bobadas —contestaba mamá, si es que lo hacía. Y cuando un domingo, al aparecer sobre la mesa anguila en salsa verde con pequeñas patatas tempranas anegadas en mantequilla, la abuela Koljaiczek dio un manotazo entre los platos y dijo: —¡Pues bien, Agnés, dinos ya de una vez lo que te pasa! ¿Por qué comes pescado, si no te sienta bien, y no das la razón, y te comportas como loca? —Mamá no hizo más que sacudir la cabeza, apartó las patatas, sumergió la anguila en la mantequilla derretida, y siguió comiendo deliberadamente, como si estuviera empeñada en alguna tarea de aplicación. Jan Bronski no dijo nada. Pero cuando más tarde los sorprendí a los dos en el diván, cogidos de las manos como de costumbre, y sus ropas en desorden, llamáronme la atención los ojos llorosos de Jan y la apatía de mamá, que repentinamente cambió de humor. Se levantó de un salto, me agarró, me levantó en vilo, me apretó contra su pecho y me dejó entrever un abismo que, a buen seguro, no podría colmarse ni con enormes cantidades de pescado frito o en aceite, en salmuera o ahumado.
Unos días más tarde la vi en la cocina no sólo a vueltas con sus malditas sardinas en aceite, sino que vertía en una pequeña sartén el aceite de varias latas viejas que había conservado, y lo ponía a calentar sobre la llama del gas, para luego bebérselo, en tanto que a mí, que presenciaba la escena desde la puerta de la cocina, las manos se me caían del tambor.
Aquella misma noche hubo de trasladar a mamá al Hospital Municipal. Antes de que llegara la ambulancia, Matzerath lloraba y gemía: —¿Pero por qué no quieres a ese niño? ¡No importa de quién sea! ¿O es por culpa todavía de aquella maldita cabeza de caballo? ¡Ojalá no hubiéramos ido! Olvídate ya de ello, Agnés, no hubo intención alguna por mi parte.
Llegó la ambulancia. Sacaron a mamá. Niños y adultos se agolparon en la calle. Se la llevaron, y era manifiesto que mamá no había olvidado ni la escollera ni la cabeza de caballo y que se llevó el recuerdo del caballo —llamárase éste Fritz o Hans— consigo. Sus órganos se acordaban en forma dolorosa y harto notoria de aquel paseo de Viernes Santo y, temiendo una repetición del mismo, dejaron que mamá, que estaba de acuerdo con sus órganos, se muriera.
El doctor Hollatz habló de ictericia y de intoxicación por el pescado. En el hospital comprobaron que mamá se hallaba en el tercer mes de su embarazo, le dieron un cuarto aparte y, por espacio de cuatro días, nos mostró a quienes teníamos autorización para visitarla, su cara deshecha y descompuesta por los espasmos, y que, en medio de su náusea, a veces me sonreía.
Aunque ella se esforzaba en procurar pequeños placeres a sus visitantes, lo mismo que hoy me esfuerzo yo por aparecer feliz en los días de visita de mis amigos, no podía con todo impedir que una náusea periódica viniera a retorcer aquel cuerpo que se iba agotando lentamente y que ya no tenía nada más por restituir, como no fuera finalmente, al cuarto día de tan dolorosa agonía, ese poco de aliento que cada uno ha de acabar por soltar para hacerse merecedor de un acta de defunción.
Al cesar en mamá el motivo de aquella náusea que tanto desfiguraba su belleza, todos respiramos aliviados. Y tan pronto como estuvo lavada en su sudario, volvió a mostrarnos su cara familiar redonda, mezcla de ingenuidad y astucia. La enfermera jefe le cerró los párpados, en tanto que Matzerath y Jan lloraban como ciegos.
Yo no podía llorar, ya que todos los demás, los hombres y la abuela, Eduvigis Bronski y Esteban Bronski, que iba ya para los catorce años, lloraban. Como tampoco me sorprendió, apenas, la muerte de mamá. En efecto, Óscar, que la acompañaba los jueves al barrio viejo y los sábados a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, ¿no había tenido ya la impresión de que ella andaba buscando desde hacía ya algunos años la oportunidad de disolver aquella relación triangular de tal manera que Matzerath, al que posiblemente odiaba, cargara con toda la culpa de su muerte y que Jan Bronski, su Jan, pudiera continuar sirviendo en el Correo polaco con pensamientos por el estilo de: Ha muerto por mí, no quería ser un obstáculo en mi carrera, se ha sacrificado?
Toda la premeditación de que los dos, mamá y Jan, eran capaces cuando se trataba de proporcionar a su amor una cama que nadie perturbara, infundíales aún mayor capacidad para el romance: puede verse en ellos, si se quiere, a Romeo y Julieta, o a aquellos niño y niña de reyes, que, según cuentan, no pudieron unirse, porque el agua era demasiado profunda.
Mientras mamá, que había recibido oportunamente los sacramentos, yacía fría y ya para siempre imperturbable bajo las plegarias del cura, encontré tiempo y ocio para observar a las enfermeras, que en su mayoría pertenecían a la confesión protestante. Unían sus manos de otro modo que las católicas, en forma más consciente, diría yo, recitaban el Padrenuestro con palabras que se apartaban del texto católico original y no se santiguaban como lo hacía mi abuela Koljaiczek, pongamos por caso, o los Bronski o yo mismo. Mi padre Matzerath —lo designo ocasionalmente así, aunque sólo fuera mi presunto progenitor— que era protestante, distinguíase en la plegaria de los demás protestantes, porque no mantenía las manos fijas sobre el pecho, sino que más abajo, como a la altura de las partes, repartía sus dedos convulsos entre una y otra religión y se avergonzaba, obviamente, de su rezo. Mi abuela, de rodillas al lado de su hermano Vicente junto al lecho mortuorio, rezaba en voz alta y desenfrenadamente en cachuba, en tanto que Vicente sólo movía los labios, probablemente en polaco, abriendo en cambio unos ojos enormes, llenos de acontecer espiritual. Me daban ganas de tocar el tambor. Después de todo, era a mi pobre mamá a quien debía los numerosos instrumentos blanquirrojos. Era ella quien, en contrapeso de los deseos de Matzerath, había depositado en mi cuna la promesa materna de un tambor de hojalata, y era asimismo la belleza de mamá, sobre todo cuando estaba todavía más esbelta y no necesitaba hacer gimnasia, la que de vez en cuando me había servido de inspiración en mis conciertos. Por fin no pude contenerme, evoqué sobre el tambor, en el cuarto mortuorio de mamá, la imagen ideal de sus ojos grises, le di forma, y me sorprendió que fuera Matzerath quien acallara la protesta inmediata de la enfermera jefe y se pusiera de mi parte diciendo: —Déjelo, hermana, ¡estaban tan unidos!
Mamá sabía ser alegre. Mamá sabía ser temerosa. Mamá sabía olvidar fácilmente. Y sin embargo, tenía buena memoria. Mamá me daba con la puerta en las narices y, sin embargo, me admitía en su baño. A veces mamá se me perdía, pero su instinto me encontraba. Cuando yo rompía vidrios, mamá ponía la masilla. A veces se instalaba en el error, aunque a su alrededor hubiera sillas suficientes. Aun cuando se encerraba en sí misma, para mí siempre estaba abierta. Temía las corrientes de aire y, sin embargo, no paraba de levantar viento. Gastaba, y no le gustaba pagar los impuestos. Yo era el revés de su medalla. Cuando mamá jugaba corazones, ganaba siempre. Al morir mamá, las llamas rojas del cilindro de mi tambor palidecieron ligeramente; en cambio, el esmalte blanco se hizo más blanco, y tan detonante, que a veces Óscar, deslumbrado, había de cerrar los ojos.
No fue en el cementerio de Sape, como lo había deseado alguna vez, sino en el pequeño y apacible cementerio de Brenntau donde la enterraron. Allí yacía también su padrastro, el polvorero Gregorio Koljaiczek, fallecido el año diecisiete de la gripe. El duelo, como es natural en el entierro de una tendera tan apreciada como ella, fue numeroso, y en él se veían no sólo las caras de la clientela fiel, sino además a los representantes de diversos mayoristas e incluso a personas de la competencia, tales como el negociante en ultramarinos Weinreich y la señora Probst, de la tienda de comestibles de la Hertastrasse. La capilla del cementerio de Brenntau resultó insuficiente para tanta gente. Olía a flores y a vestidos negros guardados con naftalina. En el ataúd abierto, mi pobre mamá mostraba una cara amarilla y alterada por el sufrimiento. Durante las complicadas ceremonias, yo no podía librarme de pensar: ahora va a levantar la cabeza, va a tener que vomitar una vez más, tiene todavía en el cuerpo algo que pugna por salir; no sólo ese embrión de tres meses que, lo mismo que yo, no ha de saber a cuál padre dar las gracias; no es él sólo el que quiere salir y pedir, como Óscar, un tambor; allí dentro hay pescado todavía pero no son sardinas en aceite, por supuesto, ni platija; me refiero a un pedacito de anguila, a algunas fibras blanco-verdosas de carne de anguila: anguila de la batalla naval de Skagerrak, anguila de la escollera de Neufahrwasser, anguila salida de la cabeza del caballo y, acaso, anguila de su padre José Koljaiczek, que fue a parar bajo la balsa y se convirtió en pasto de las anguilas: anguila de tu anguila, porque anguila eres y a la anguila has de volver…
Pero no se produjo ninguna convulsión. Retuvo la anguila, se la llevó consigo, se propuso enterrarla bajo el suelo para que, finalmente, hubiera paz.
Cuando unos hombres levantaron la tapa del ataúd y se disponían a cubrir la cara, tan decidida como hastiada, de mi pobre mamá, Ana Koljaiczek los atajó, se arrojó sin miramiento por las flores sobre su hija y, desgarrando histéricamente el valioso vestido mortuorio blanco, lloró y gritó muy alto en cachuba.
Algunos dijeron más tarde que había maldecido a mi presunto padre Matzerath y le había llamado asesino de su hija. Parece que fue cuestión también de mi caída de la escalera de la bodega, pues había adoptado la fábula de mamá y no permitía que Matzerath olvidara su supuesta culpa en mi supuesta desgracia. Nunca dejó de acusarlo, pese a que Matzerath, al margen de toda política, la veneraba en forma casi servil y la proveyó, durante todos los años de la guerra, de azúcar y de miel artificial, de café y de petróleo.
El verdulero Greff y Jan Bronski, que lloraban a gritos y como mujer, se llevaron a mi abuela del ataúd. Los hombres pudieron así cerrar la tapa y poner por fin la cara que suelen poner los empleados de pompas fúnebres cuando se colocan sobre el féretro.
En el cementerio semirrural de Brenntau, con sus dos secciones a uno y otro lado de la avenida de los olmos, con su capillita que parecía recortada como para un Nacimiento, con su pozo y sus pájaros animados; allí, sobre la avenida del cementerio cuidadosamente rastrillada, abriendo el cortejo inmediatamente después de Matzerath, gustóme por vez primera la forma del ataúd. Después he tenido más de una ocasión de dejar deslizar mi mirada sobre la ladera negra o parda que se emplea en los trances supremos. El ataúd de mamá era negro. Reducíase en forma maravillosamente armoniosa hacia el pie. ¿Hay alguna otra forma, en este mundo, que corresponda más adecuadamente a las proporciones del cuerpo humano?
¡Si también las camas tuvieran este afinamiento hacia el pie! ¡Si todas nuestras yacijas usuales u ocasionales se fueran reduciendo de esta forma hasta el pie! Porque, por mucho que lo separemos, en definitiva nuestros pies no disponen de más base que esa estrecha, que, partiendo del ancho requerido por la cabeza, los hombros y el tronco, va adelgazando hacia el pie.
Matzerath iba inmediatamente detrás del ataúd. Llevaba su sombrero de copa en la mano y, al avanzar con paso lento, hacía esfuerzos, no obstante su dolor, por tender la rodilla. Cada vez que miraba su nuca me daba lástima ver el cogote desbordante y las dos cuerdas del miedo que, saliéndole del cuello, le subían hasta el nacimiento del pelo.
¿Por qué hubo de tomarme de la mano mamá Truczinski y no Greta Scheffler o Eduvigis Bronski? Vivía en el segundo piso de nuestra casa y carecía probablemente de nombre de pila: no era más que mamá Truczinski en todas partes.
Delante del ataúd, el reverendo Wiehnke, con monaguillos e incienso. Mi mirada iba de la nuca de Matzerath a las nucas arrugadas en todos los sentidos de los portadores del féretro. Necesitaba reprimir un deseo salvaje: Óscar quería encaramarse sobre el ataúd. Quería sentarse encima de él y tocar el tambor. Pero no en la hojalata, sino en la tapa del ataúd. Mientras que los que iban detrás de él seguían al reverendo en sus oraciones, él hubiera querido guiarlos con su tambor. Mientras depositaban el ataúd sobre planchas y cuerdas, encima de la fosa, Óscar hubiera querido mantenerse firme sobre él. Mientras duraba el sermón, las campanillas, el incienso y el agua bendita, él hubiera querido imprimir su latín en la madera, esperando a que le bajaran con la caja sirviéndose de las cuerdas. Óscar quería bajar a la fosa con su mamá y el embrión. Y quedarse abajo mientras los familiares echaban su puñado de tierra, y no subir, sino permanecer sentado sobre el pie de la caja, tocando el tambor, tocándolo si fuera posible bajo tierra, hasta que los palillos se le cayeran de las manos y la madera cediera a los palillos, hasta que él se pudriera por amor de su mamá y su mamá por amor de él y entregaran ambos su carne a la tierra y a sus habitantes; también con los nudillos le hubiera gustado a Óscar tocar el tambor para los tiernos cartílagos del embrión, si es que esto era posible y estaba permitido.
Nadie se sentó sobre el ataúd. Huérfano de compañía, oscilaba Óscar bajo los olmos y los sauces llorones del cementerio de Brenntau. Entre las tumbas, las gallinas multicolores del sacristán picoteaban buscando gusanos, cosechaban sin sembrar. Y luego entre los abedules. Yo detrás de Matzerath, de la mano de mamá Truczinski; inmediatamente detrás de mí, mi abuela —a la que sostenían Greff y Jan—, Vicente Bronski del brazo de Eduvigis, la nena Marga y Esteban, dándose las manos, delante de los Scheffler; el relojero Laubschad, el viejo señor Heilandt, Meyn, el trompeta, pero sin instrumento y sobrio hasta cierto punto.
No fue hasta que todo hubo terminado y empezaron los pésames cuando vi a Segismundo Markus. De negro, pegándose tímidamente a los que querían estrechar la mano y murmurarles algo a Matzerath, a mí, a mi abuela y a los Bronski. Primero no comprendí lo que Alejandro Scheffler le estaba pidiendo. Apenas se conocían, si es que a eso llegaban, y luego también el músico Meyn se puso a discutir con el vendedor de juguetes. Se hallaban detrás de un seto mediano de esa planta verde que, cuando se frota entre los dedos, pierde el color y sabe amarga. En ese momento justamente la señora Kater y su hija Susi, espigada ésta y sonriendo irónicamente detrás de su pañuelo, estaban dando el pésame a Matzerath y se empeñaban en acariciarme la cabeza con la mano. Detrás del seto las voces subieron de tono, pero sin que pudiera entenderse nada. El trompeta Meyn tocaba con el índice el traje negro de Markus y lo iba empujando en esta forma ante sí, agarrándole luego el brazo izquierdo, en tanto que Scheffler se le colgaba del derecho. Los dos cuidaban de que Markus, que iba reculando, no tropezara con los bordes de las sepulturas, y, al llegar a la avenida principal, le señalaron dónde quedaba la puerta. Segismundo pareció darles las gracias por la información, se dirigió a la salida, se encasquetó el sombrero de copa y ya no se volvió a ver, pese a que Meyn y el panadero lo siguieron con la mirada.
Ni Matzerath ni mamá Truczinski se dieron cuenta que yo me les escabullía a ellos y al pésame. Simulando una necesidad, Óscar se escurrió hacia atrás, pasando junto al enterrador y su ayudante, corrió, sin parar mientes en la hiedra, y alcanzó los olmos y a Markus antes de llegar a la salida.
—¡Oscarcito! —exclamó sorprendido Markus—, dime, ¿qué tienen ésos contra Markus? ¿Qué les ha hecho Markus, para que le hagan esto?
Yo no sabía lo que Markus hubiera hecho, pero lo tomé de la mano, que tenía bañada en sudor, lo conduje a través de la verja forjada del cementerio, que estaba abierta, y nos topamos, el guardián de mis tambores y yo, el tambor, acaso su tambor, con Leo Schugger, que, lo mismo que nosotros, creía en el paraíso.
Markus conoció a Leo, porque Leo era un personaje bien conocido en la ciudad. Yo había oído hablar de Leo y sabía que, mientras estaba todavía en el seminario, se le habían alterado de tal forma los sacramentos, las confesiones, el cielo y el infierno y la vida y la muerte un hermoso día de sol, que el universo de Leo permaneció ya para siempre alterado, sin duda, pero no por ello menos brillante.
El oficio de Leo consistía en esperar después de cada entierro —y estaba al corriente de todos—, con su traje negro brillante que le quedaba ancho y sus guantes blancos, a los familiares del difunto. Markus y yo comprendimos, pues, que se encontraba ahora aquí, ante la verja forjada del cementerio de Brenntau, por razón de oficio, para tender a los afligidos parientes un guante ávido de pésame por delante de sus acuosos ojos extraviados y de su boca siempre babeante.
Mediados de mayo: un día claro y soleado. Setos y árboles poblados de pájaros. Gallinas cacareantes que con sus huevos y por medio de ellos simbolizan la inmortalidad. Un zumbido en el aire. Verde fresco sin traza de polvo. Leo Schugger llevaba su raído sombrero de copa en la enguantada mano izquierda y, con paso ligero y bailarín, por cuanto era realmente bienaventurado, venía a nuestro encuentro alargándonos cinco dedos raídos de guante. Paróse luego ante nosotros, como si hiciera viento, aunque ni un soplo se movía, ladeó la cabeza y, al poner Markus primero en forma vacilante y luego con decisión su mano desnuda en el guante ávido de apretones, balbuceó entre babas: —¡Qué día tan bonito! Ahora ya está allí donde es tan barato. ¿Habéis visto al señor? Habemus ad Dominum. Pasó y tenía prisa. Amén.
Dijimos amén, y Markus confirmó que el día era bello, pretendiendo también haber visto al Señor.
Detrás nuestro oímos acercarse el rumor de los familiares que salían del cementerio. Markus retiró su mano del guante de Leo, halló manera todavía de darle una propina, me lanzó una mirada a la Markus y se dirigió precipitadamente hacia el taxi que lo esperaba frente a la oficina postal de Brenntau.
Seguía yo todavía con la mirada la nube de polvo que envolvía al fugitivo, cuando ya mamá Truczinski me agarraba nuevamente la mano. Iban viniendo en grupos y grupitos. Leo Schugger repartía sus pésames, llamaba la atención de todos sobre el esplendor del día, preguntaba a cada uno si había visto al señor y, como de costumbre, recibía propinas, chicas, grandes o ningunas. Matzerath y Jan Bronski pagaron a los empleados de pompas fúnebres, al enterrador, al sacristán y al reverendo Wiehnke que, suspirando, se dejó besar la mano por Leo Schugger y, con la mano besada, iba echando bendiciones al cortejo que se dispersaba lentamente.
En cuanto a nosotros, mi abuela, su hermano Vicente, los Bronski con los niños, Greff sin señora y Greta Scheffler, tomamos asiento en dos carruajes tirados por sendos caballos. Pasando frente a Goldkrug, a través del bosque y cruzando la cercana frontera polaca, nos llevaron a Bissau-Abbau para el banquete mortuorio.
El cortijo de Vicente Bronski estaba en una hondonada. Tenía plantados delante unos álamos destinados a alejar los rayos. Sacaron de sus goznes la puerta del granero, la atravesaron sobre unos caballetes de madera y la cubrieron con manteles. Vino más gente del vecindario. Nos sentamos a la mesa a la entrada del granero. Greta Scheffler me tenía sobre sus rodillas. La comida fue grasosa, luego dulce y luego otra vez grasosa: aguardiente de patata, cerveza, una oca, un lechón, pastel con salchicha, calabaza en vinagre y azúcar, sémola roja con crema agria; a la caída de la tarde empezó a soplar a través del granero abierto algo de viento; oíanse los crujidos de las ratas y el ruido de los niños Bronski que, con los rapaces del vecindario, se habían adueñado del lugar.
Juntamente con las lámparas de petróleo aparecieron sobre la mesa los naipes del skat. Hubo también rompope de elaboración doméstica. Esto puso alegría en el ambiente. Y Greff, que no bebía, cantaba canciones. También los cachubas cantaban, y Matzerath fue el primero en dar los naipes. Jan hacía de segundo y el capataz de la ladrillería de tercero. No fue hasta entonces cuando me di cuenta de que faltaba mamá. Se jugó hasta muy avanzada la noche, pero ninguno de los hombres logró ganar una mano de corazones. Al perder Jan una sin cuatros en forma incomprensible, le oí decirle bajito a Matzerath: —Sin la menor duda, Agnés la habría ganado.
En esto me deslicé de la falda de Greta Scheffler y me encontré, afuera, a mi abuela y a su hermano Vicente. Estaban sentados sobre el timón de uno de los carros. En voz baja hablaba Vicente a las estrellas, en polaco. Mi abuela ya no podía llorar más, pero permitió que me metiera bajo sus faldas.
¿Quién me toma hoy ya bajo sus faldas? ¿Quién me apaga la luz del día y la de las lámparas? ¿Quién me da el olor de aquella mantequilla amarilla y blanda, ligeramente rancia, que mi abuela apilaba, albergaba y depositaba bajo sus faldas para alimentarme, la que me daba para abrirme el apetito e irme haciendo el gusto?
Me dormí bajo las cuatro faldas; allí, muy cerca de los orígenes de mi pobre mamá, con mayores facilidades para respirar, pero tan al abrigo como ella, en su caja que se afinaba hacia el pie.