Contradictorios: ésta sería la palabra para expresar mis sentimientos entre el Lunes y el Viernes Santo. Por una parte me irritaba contra aquel Niño Jesús de yeso que no quería tocar el tambor, pero, por otra parte, con ello me aseguraba el tambor como objeto de uso exclusivo. Y si por un lado mi voz falló frente a los ventanales de la iglesia, Óscar conservó por el otro, en presencia del vidrio coloreado e ileso, aquel resto de fe católica que le había de inspirar todavía muchas otras blasfemias desesperadas.
Otra contradicción: si bien por una parte logré, en el camino de regreso a casa desde la iglesia del Sagrado Corazón, romper con mi voz, a título de prueba, la ventana de una buhardilla, por otra parte mi éxito frente a lo profano había de hacer más notorio en adelante mi fracaso en el sector sagrado. Contradicción, digo. Y esta ruptura subsistió y no llegó a superarse, y sigue vigente hoy todavía, que ya no estoy ni en el sector profano ni en el sagrado, sino más bien arrinconado en un sanatorio.
Mamá pagó los daños del altar lateral izquierdo. El negocio de Pascua fue bueno, pese a que por deseo de Matzerath, que era, a buen seguro, protestante, la tienda hubo de permanecer cerrada el día de Viernes Santo. Mamá, que por lo demás solía salirse siempre con la suya, cedía los Viernes Santos, pero exigía en compensación, por razones de orden católico, el derecho de cerrar la tienda el día del Corpus católico, de cambiar en el escaparate los paquetes de Persil y de café Hag por una pequeña imagen de la Virgen, coloreada e iluminada con focos, y de ir a la procesión de Oliva.
Teníamos una tapa de cartón que por un lado decía: «Cerrado por Viernes Santo», en tanto que en el otro podía leerse: «Cerrado por Corpus». Aquel Viernes Santo siguiente al Lunes Santo sin tambor y sin consecuencias vocales, Matzerath colgó en el escaparate el cartelito que decía «Cerrado por Viernes Santo» y, en seguida después del desayuno, nos fuimos a Brösen en el tranvía. Volviendo a lo de antes, el Labesweg se comportaba contradictoriamente. Los protestantes iban a la iglesia, en tanto que los católicos limpiaban los vidrios de las ventanas y sacudían en los patios interiores todo aquello que tuviera la más remota apariencia de alfombra, y lo hacían con energía y resonancia tales que hubiérase en verdad creído que unos esbirros bíblicos clavaban en todos los patios de la casas de pisos a un Salvador múltiple en múltiples cruces.
Por nuestra parte, dejando atrás aquel sacudir de alfombras grávido de pasión, nos sentamos en la formación acostumbrada, a saber: mamá y Matzerath, Jan Bronski y Óscar, en el tranvía de la línea número 9, que atravesando el camino de Brösen y pasando junto al aeropuerto y los campos de instrucción, el antiguo y el nuevo, nos llevó a la parada de trasbordo junto al cementerio de Saspe, donde esperamos el tranvía descendente de Neufahrwasser-Brösen. A mamá la espera le brindó oportunidad para hacer, sonriente, algunas consideraciones melancólicas. Del pequeño cementerio abandonado en el que se conservaban unas lápidas sepulcrales del siglo pasado, inclinadas y recubiertas de musgo, dijo que era bonito, romántico y encantador.
—Aquí me gustaría reposar un día, si todavía estuviera en servicio —dijo mamá con aire soñador. En cambio Matzerath encontraba el suelo demasiado arenoso, y empezó a echar pestes contra la invasión de cardos y de avena loca que allí proliferaban. Jan Bronski hizo observar que el ruido del aeropuerto y de los tranvías que salían y llegaban podría tal vez perturbar la paz de aquel lugar, por lo demás idílico.
Llegó el tranvía descendente, nos subimos, el conductor tocó dos veces la campanilla y nos pusimos en marcha, dejando Saspe y su cementerio atrás, hacia Brösen, un balneario que en aquella época del año —probablemente fines de abril— tenía un aspecto triste y desolado. Las barracas de refrescos cerradas con tablas, el casino ciego, la pasarela sin banderas: en el establecimiento de baños alineábanse unas junto a otras doscientas cincuenta casetas vacías. En la pizarra donde se indicaba el estado del tiempo se percibían todavía trazas de tiza del año pasado: Aire, veinte; Agua, diecisiete; Viento, nordeste; tiempo probable, de sereno a nublado.
Primero todos queríamos ir a pie a Glettkau, pero luego, sin consultarnos, temamos el camino opuesto, el camino del muelle. El Báltico, ancho y perezoso, lamía la arena de la playa. Hasta la entrada del puerto, entre el blanco faro y el muelle con su semáforo, no encontramos ningún alma viviente. Una lluvia caída el día anterior había impreso en la arena su tramado uniforme, que resultaba divertido desbaratar dejando encima las huellas de nuestros pies descalzos. Matzerath hacía brincar sobre el agua verdosa pedazos afilados de ladrillo del tamaño de un florín poniendo en ello mucho amor propio, en tanto que Bronski, menos hábil, entre uno y otro ensayo se dedicaba a buscar ámbar, del que efectivamente encontró algunas astillas, así como un pedazo del tamaño de un hueso de cereza, que regaló a mamá, la cual corría descalza igual que yo, y a cada rato se volvía y mostraba encantada sus propias huellas. El sol brillaba con prudencia. El tiempo era fresco, claro y sin viento; a lo lejos podía reconocerse la franja que formaba la península de Hela, así como dos o tres penachos evanescentes de humo y, subiendo a sacudidas por encima de la línea del horizonte, las superestructuras de un barco mercante.
Uno después de otro y a intervalos diversos fuimos llegando a los primeros bloques de granito de la base anchurosa de la escollera. Mamá y yo volvimos a ponernos las medias y los zapatos. Me ayudó a anudarlos, en tanto que ya Matzerath y Jan iban brincando de piedra en piedra sobre la cresta desigual de la escollera hacia mar abierto. Barbas tupidas de algas colgaban en desorden de las juntas de cemento. A Óscar le hubiera gustado peinarlas. Pero mamá me tomó de la mano y seguimos a los dos hombres, que saltaban y disfrutaban como chicos de escuela. A cada paso el tambor me pegaba en la rodilla; pero ni aquí me lo quería dejar quitar. Mamá llevaba un abrigo de primavera azul claro, con cuello y bocamangas color frambuesa. Los bloques de granito eran desastrosos para sus zapatos de tacón alto. Como todos los domingos y días festivos, yo iba con mi traje de marinero, de botones dorados con un ancla en relieve. Una vieja cinta, procedente de la colección de recuerdos de viaje de Greta Scheffler, con la inscripción «S. M. S. Seydlitz», ceñía mi gorra de marinero y habría ondeado si hubiera soplado el viento. Matzerath se desabrochó el gabán pardo, en tanto que Jan, elegante como siempre, no se desprendía de su úlster con solapas de terciopelo.
Fuimos brincando hasta el semáforo, en la punta de la escollera. Al pie del semáforo estaba sentado un hombre de cierta edad, con una gorra de estibador y chaqueta acolchada. A su lado había un costal de patatas que daba sacudidas y no cesaba de moverse. El hombre, que era probablemente de Brösen o de Neufahrwasser, sujetaba el extremo de una cuerda de tender la ropa. Enredada de algas, la cuerda desaparecía en el agua salobre del Mottlau que, no clarificada todavía y sin el concurso del mar, batía contra los bloques de la escollera.
Nos entró curiosidad por saber por qué el hombre de la gorra pescaba con una cuerda ordinaria de tender la ropa y, obviamente, sin flotador. Mamá se lo preguntó en tono amistoso, llamándole tío. El tío se rió irónicamente, nos mostró unos muñones de dientes tostados por el tabaco y, sin más explicación, echó un salivazo fenomenal que dio una voltereta en el aire antes de caer en el caldo entre las jorobas inferiores de granito untadas de alquitrán y de aceite. Allí estuvo la secreción balanceándose, hasta que vino una gaviota, se la llevó al vuelo evitando hábilmente las piedras, y atrajo tras sí otras gaviotas chillonas.
Nos disponíamos ya a marcharnos, porque hacía fresco en la escollera y el sol no era de mucho auxilio, cuando de pronto el hombre de la gorra empezó a tirar de la cuerda, braza tras braza. Mamá quería irse de todos modos, pero a Matzerath no había quien lo moviera de allí. Tampoco Jan, que por lo regular no le negaba nada a mamá, quiso en esta ocasión ponerse de su lado. En cuanto a Óscar, le era indiferente que nos quedáramos o que nos fuéramos. Pero, ya que nos quedamos, miré también. Mientras el hombre, a brazas regulares y separando las algas a cada tirón, iba recogiendo la cuerda entre sus piernas me cercioré de que el mercante, que apenas media hora antes empezaba a mostrar sus superestructuras sobre el horizonte, había cambiado ahora el curso y, muy hundido ya en el agua, se acercaba al puerto. Si se sumerge tanto, calculó Óscar, debe ser un sueco cargado de mineral.
Al levantarse el hombre dando traspiés me desentendí del sueco. —Bien, vamos a ver qué trae —dijo dirigiéndose a Matzerath que, sin comprender nada, hizo de todos modos un gesto de aquiescencia. —Vamos a ver… vamos a ver —repetía el hombre mientras iba halando la cuerda, pero ya con mayor esfuerzo, y bajando por las piedras al encuentro de la cuerda —mamá no se volvió a tiempo—, tendió ambos brazos hacia la cala que regurgitaba entre el granito, buscó algo, agarró algo, lo agarró con ambas manos, tiró de ello y, pidiendo sitio a voces, arrojó entre nosotros algo pesado que chorreaba agua, un bulto chisporroteante de vida: una cabeza de caballo, una cabeza de caballo fresca como en vida la cabeza de un caballo negro, o sea de un caballo de crines negras, que ayer todavía, en todo caso anteayer, pudo haber relinchado; porque es el caso que la cabeza no estaba descompuesta ni olía a nada, como no fuera a agua de Mottlau, a lo que allí en la escollera olía todo.
Y ya el de la gorra —la tenía ahora echaba hacia atrás, sobre la nuca—, con las piernas separadas, estaba sobre el pedazo de rocín, del que salían con precipitada furia pequeñas anguilas verde claro. Le costaba trabajo agarrarlas, ya que, sobre las piedras lisas y además mojadas, las anguilas se mueven muy aprisa y hábilmente. Por otra parte, en seguida nos cayeron encima las gaviotas y sus gritos. Precipitábanse, apoderábanse jugando entre tres o cuatro de una anguila pequeña o mediana, y no se dejaban ahuyentar, porque la escollera les pertenecía. A pesar de lo cual el estibador, golpeando y metiendo mano entre las gaviotas, logró echar unas dos docenas de anguilas pequeñas en el saco que Matzerath, servicial como siempre, le mantenía abierto. Lo que le impidió ver que mamá se ponía blanca como el queso y apoyaba primero la mano y luego la cabeza sobre el hombro y la solapa de terciopelo de Jan.
Pero cuando las anguilas pequeñas y medianas estuvieron en el saco y el estibador, al que entretanto la gorra se le había caído de la cabeza, empezó a extraer del cadáver anguilas más gruesas y oscuras, entonces mamá tuvo que sentarse, y Jan quiso que volviera la cabeza hacia otro lado; pero ella, sin hacerle caso, siguió mirando fijamente, abriendo unos ojos como de vaca, la extracción de gusanos por parte del estibador.
—¡Vamos a ver! —resollaba el otro, y seguía resollando—. A ver… —y de un tirón, ayudándose con una de sus botas de agua, abrió al caballo la boca y le introdujo un palo entre las mandíbulas, de modo que dio la impresión de que toda la dentadura amarillenta del animal se echaba a reír de repente. Y cuando el estibador —hasta ahora no se vio que era calvo y tenía la cabeza en forma de huevo— metió las dos manos en las fauces del caballo y extrajo de ellas dos anguilas a la vez, gruesas y largas por lo menos como un brazo, entonces también a mamá se le abrió la dentadura, y devolvió sobre las piedras de la escollera todo el desayuno: albúmina grumosa y yema de huevos, que ponía unos hilos amarillos entre Pellas de pan bañadas de café con leche; y seguía todavía haciendo esfuerzos, pero ya no vino nada más; porque no había tomado más desayuno que eso, ya que tenía exceso de peso y quería adelgazar a toda costa, para lo cual probaba toda clase de dietas que sin embargo, sólo rara vez observaba —comía a escondidas—, siendo la gimnasia de los martes en la Organización Femenina lo único de lo que no se dejaba disuadir, a pesar de quejan e incluso Matzerath se rieran de ella, al ver que iba con su saco de deporte a la sala de aquellas tipas grotescas, practicaba vestida de satén azul ejercicios con pesas, y con todo no lograba adelgazar.
Ahora, mamá había devuelto a las piedras, media libra a lo sumo y, por más esfuerzos que hizo, no logró quitarse nada. No conseguía dar de sí más que una mucosidad verdosa —y vinieron las gaviotas. Vinieron ya cuando ella empezó a vomitar, revolotearon más abajo; se dejaban caer, lisas y gordas, disputándose el desayuno de mamá, sin miedo a engordar, y sin que nadie —¿quién?— pudiera ahuyentarlas: Jan Bronski les tenía miedo y se tapaba con las manos sus bellos ojos azules.
Pero tampoco obedecieron a Óscar, al recurrir éste a su tambor y ponerse a redoblar con sus palillos sobre la blanca lámina contra toda aquella otra blancura. Esto no surtía efecto alguno; a lo sumo, hacía a las gaviotas más blancas todavía. En cuanto a Matzerath, no se preocupaba por mamá en lo más mínimo. Reía y remedaba al estibador, presumiendo de un temple a prueba. Pero cuando el otro se fue acercando al término de la faena y acabó extrayendo al caballo una gruesa anguila de la oreja, con la que salió babeando toda la blanca sémola del cerebro del animal, entonces también Matzerath se puso blanco como el queso, aunque no por ello renunció a darse importancia, sino que le compró al estibador, a un precio irrisorio, dos anguilas medianas y dos gruesas, tratando inclusive de sacarle todavía una rebaja.
Aquí hube yo de elogiar a Jan Bronski. Parecía a punto de echarse a llorar y, sin embargo, ayudó a mamá a levantarse, le pasó un brazo por detrás, le cogió el otro por delante y se la llevó del lugar, lo que daba risa, porque mamá iba taconeando de piedra en piedra hacia la playa, se doblaba a casa paso y, sin embargo, no se rompió los tobillos.
Óscar se quedó con Matzerath y el estibador, porque éste, que se había vuelto a poner la gorra, nos mostraba y explicaba por qué el saco de patatas estaba a medio llenar con sal gruesa. La sal del saco era para que las anguilas se mataran al correr y para quitarles al propio tiempo las mucosidades de fuera y de dentro. Porque vez que las anguilas están en la sal, ya no paran de correr, y siguen corriendo hasta que caen muertas y dejan en la sal todas sus mucosidades. Esto se hace cuando luego se las quiere ahumar. Claro que está prohibido por la policía y por la Sociedad Protectora de Animales; pero hay que dejarlas correr de todos modos. Si no ¿en qué otra forma se les podría quitar toda la mucosidad exterior y purgarlas de la interior? Luego que están muertas se frota a las anguilas cuidadosamente con turba y se las cuelga, para ahumarlas, sobre un fuego lento de leña de haya.
A Matzerath le pareció correcto que se hiciera correr a las anguilas en la sal. Bien que se meten en la cabeza del caballo, dijo. Y también en los cadáveres humanos, añadió el estibador. Parece ser que las anguilas eran excepcionalmente gruesas después de la batalla de Skagerrak. Y no hace mucho me contaba un médico del sanatorio de una mujer casada que buscó satisfacción con una anguila viva; se le agarró de tal modo que hubo que internar a la mujer y después ya no pudo tener niños.
Cerrando el saco con las anguilas y la sal, el estibador se lo echó a la espalda, sin importarle que se siguiera agitando. Se colgó al cuello la cuerda de tender, que hacía un momento acababa de recoger, y, al tiempo que el mercante hacía su entrada en el puerto, se alejó al paso de sus botas en dirección de Neufahrwasser. El barco aquel desplazaba unas mil ochocientas toneladas y no era sueco, sino finlandés, ni llevaba mineral, sino madera. El estibador debía conocer a alguien de la tripulación, porque hacía señales con la mano al casco herrumbroso y gritó algo. Los del finlandés respondieron a la seña y también gritaron algo. Pero que Matzerath hiciera señas a su vez y gritara una necedad como «¡Ohé, el barco!» sigue siendo un enigma para mí. Porque, siendo del Rin, no entendía absolutamente nada de marina, y finlandeses, no conocía ni uno solo. Pero así era justamente: siempre hacía señas cuando los demás hacían señas, y siempre gritaba, reía y aplaudía cuando los otros gritaban, reían o aplaudían. De ahí también que ingresara en el Partido relativamente temprano, cuando todavía no era necesario, no reportaba nada y sólo le ocupaba sus mañanas de domingo.
Óscar caminaba lentamente detrás de Matzerath, del hombre de Neufahrwasser y del finlandés sobrecargado. De vez en cuando me volvía, porque el estibador había dejado la cabeza de caballo bajo el semáforo. Pero ya no podía verse nada de ella, porque las gaviotas la habían empolvado. Un agujero blanco, tenue en el mar verde botella. Una nube recién lavada, que a cada momento podía elevarse limpiamente en el aire, ocultando a gritos una cabeza de caballo que no relinchaba, sino que chillaba.
Cuando me harté, eché a correr dejando atrás a las gaviotas y a Matzerath, y saltando y golpeando el tambor me adelanté al estibador, que ahora fumaba una pipa corta, y alcancé a Jan Bronski y a mamá a la entrada de la escollera. Jan seguía sosteniendo a mamá lo mismo que antes, pero ahora una de sus manos desaparecía bajo la solapa del abrigo de ella. Esto, como tampoco que mamá tenía metida una mano en el bolsillo del pantalón de Jan, Matzerath no podía verlo, porque se había quedado muy atrás y estaba atareado envolviendo en papel de periódico que había recogido entre los bloques de la escollera las cuatro anguilas que el estibador le había dejado aturdidas con una piedra.
Cuando Matzerath nos alcanzó, parecía venir remando con su paquete de anguilas y dijo: —Uno cincuenta quería por ellas, pero yo sólo le di un florín, y basta.
Mamá tenía ya mejor cara y las manos otra vez juntas, y dijo: —No te imagines que voy a comer de esa anguila. Nunca más volveré a comer pescado, y anguilas, ni hablar.
Matzerath se echó a reír: —¡Ah, qué muchachita ésta! Como si no supieras ya cómo se cogen las anguilas, y sin embargo bien que las has comido siempre, incluso crudas. Pero espérate a que este humilde servidor las haya preparado de primera, con todo lo que haga falta y un poquitín de verdura.
Jan Bronski, que había sacado oportunamente su mano del abrigo de mamá, no dijo nada. Y yo me puse a tocar el tambor, para que no volvieran a empezar con las anguilas hasta que estuviéramos en Brösen. Tampoco en la parada del tranvía y en el remolque dejé hablar a los tres adultos. Las anguilas, por su parte, se mantuvieron relativamente quietas. En Saspe no tuvimos que pararnos, porque ya estaba listo el tranvía de vuelta. Poco después del aeropuerto, a pesar de mi tamboreo, Matzerath empezó a hablar de su enorme apetito. Mamá no reaccionó y siguió mirando a lo lejos, hasta que Jan le ofreció uno de sus «Regatta». Al darle fuego y adaptarse ella la boquilla dorada a los labios, miró sonriendo a Matzerath, porque sabía que a éste no le gustaba que fumara en público.
Bajamos en la Plaza Max Halbe, y mamá, contrariamente a lo que yo esperaba, se agarró del brazo de Matzerath y no del de Jan. Este iba a mi lado, me tomó de la mano y siguió fumando hasta acabar el cigarrillo de mamá.
En el Labesweg, las amas de casa católicas seguían sacudiendo todavía sus alfombras. Mientras Matzerath abría nuestra puerta vi a la señora Kater, que vivía en el cuarto piso, junto al trompeta Meyn. Con poderosos brazos amoratados manteníase en equilibrio sobre el hombro derecho una alfombra parda enrollada. En ambos sobacos brillábanle unos pelos rubios que el sudor salaba y enredaba. La alfombra se doblaba hacia adelante y hacia atrás. Con la misma facilidad hubiera cargado al hombro un borracho; pero su marido ya había muerto. Al pasar junto a mí con su masa adiposa envuelta en tafeta negra, alcanzóme un efluvio de amoniaco, pepino y carburo: debía de tener la regla.
Al poco rato oí, viniendo del patio, aquel tableteo uniforme de la alfombra que no me dejaba punto de reposo en el piso, me perseguía, y me llevó finalmente a refugiarme en el armario ropero de nuestro dormitorio, porque allí los abrigos de invierno que estaban colgados absorbían por lo menos la peor parte de aquellos ruidos prepascuales.
Pero no fue sólo la señora Kater con su sacudir la alfombra lo que me hizo refugiarme en el armario. Mamá, Jan y Matzerath no se habían despojado todavía de sus respectivos abrigos, y ya empezaba la pelotera a propósito de la comida de Viernes Santo. La cosa no se limitó a las anguilas, y hasta yo mismo salía otra vez a relucir con mi célebre caída de la escalera de la bodega: Tú tienes la culpa, no, la tienes tú, ahora mismo preparo la sopa de anguilas, no te pongas tan delicada, haz lo que quieras, con tal que no sean anguilas, hay conservas bastantes en la bodega, toma unas cantarelas, pero cierra la trampa, que no vuelva a suceder, acaba de una vez con tus bobadas, habrá anguilas y basta, con leche, mostaza, perejil y patatas al vapor y una hoja de laurel además, y un clavo, pero no, Alfredo, no insistas si ella no quiere, tú no te entrometas, o crees que compré las anguilas por nada, las voy a lavar y limpiar bien, no, no, ya veremos, esperad a que estén sobre la mesa y ya veremos quién come y quién no.
Matzerath cerró violentamente la puerta del salón y desapareció en la cocina, donde le oímos maniobrar en forma particularmente ruidosa. Mató las anguilas con los cortes en cruz a la base de la cabeza, y mamá, que tenía una imaginación excesivamente viva, hubo de tenderse sobre el diván, en lo que Jan Bronski la imitó en seguida; y hételos ahí asidos ya de las manos y susurrando en cachuba.
Cuando los tres adultos se hubieron distribuido por el piso en la forma indicada, no estaba yo sentado todavía en el armario, sino también en el salón. Había allí, junto a la chimenea de azulejos, una silla de niño. Allí estaba yo sentado, bamboleando las piernas, cuando vi que Jan me miraba fijamente y sentí que estorbaba a la pareja, aunque no pudieran hacer gran cosa, ya que Matzerath, si bien invisible, no dejaba de amenazarlos desde el otro lado del tabique en forma suficientemente clara con anguilas medio muertas, agitándolas a manera de látigos. Así que se cambiaban las manos, apretaban y tiraban con veinte dedos a la vez, hacían crujir sus articulaciones y me daban, con estos ruidos, la puntilla. ¿No bastaba con el sacudir de la alfombra de la Kater en el patio? ¿No atravesaba ya éste todas las paredes y parecía ir acercándose, aunque no aumentara en volumen?
Óscar se deslizó de su sillita, se acurrucó un momento al lado de la chimenea de azulejos, para no dar a su salida un carácter demasiado manifiesto, y a continuación se escurrió definitivamente, absorbido por completo en su tambor, fuera del salón y hacia el dormitorio.
Para evitar cualquier ruido, dejé la puerta del dormitorio entreabierta, y vi con satisfacción que nadie me llamaba. Consideré todavía si Óscar debía meterse debajo de la cama o en el armario ropero, y me decidí por este último, ya que debajo de la cama hubiera ensuciado mi traje azul de marinerito, que no era muy sufrido. Llegaba justo hasta la llave del armario; le di una vuelta, abrí las puertas provistas de espejos y, sirviéndome para ello de los palillos, corrí a un lado de la barra las perchas que colgaban de ella con los abrigos y los vestidos de invierno. Para alcanzar y poder mover las pesadas telas tuve que encaramarme sobre mi tambor. Finalmente, el hueco logrado en el centro del armario era, si no grande, al menos suficiente para admitir a Óscar, que subió y se acurrucó en él. No sin trabajos conseguí inclusive coger desde dentro las puertas con espejos y fijarlas, por medio de una estola que encontré en el suelo del armario, de tal manera que, en caso de necesidad, una rendija del ancho de un dedo me proporcionara vista y ventilación. Me puse el tambor sobre las rodillas, pero no lo toqué, ni siquiera bajito, sino que me dejé invadir y penetrar lánguidamente por los efluvios de los abrigos de invierno.
¡Qué suerte que hubiera el armario y telas pesadas que apenas dejaban respirar, para permitirme concentrar mis pensamientos, reunirlos en un manojo y dedicárselos a un ensueño, lo bastante rico para aceptar el regalo con una alegría moderada y apenas perceptible!
Como siempre que me concentraba y quedaba atenido a mi propia capacidad, trasladábame de pensamiento al consultorio del doctor Hollatz, del Brunshöferweg, y saboreaba aquella parte de las visitas de los miércoles de cada semana que a mí me interesaba. Así, pues, dejaba volar mis pensamientos no tanto alrededor del médico que me examinaba en forma cada vez más minuciosa cuanto de la señorita Inge, su ayudante. A ella le consentía yo que me desvistiera y me vistiera, y era ella la única que podía medirme, pesarme y examinarme; en resumen, todos los experimentos que el doctor Hollatz efectuaba conmigo los ejecutaba ella con una corrección que no excluía la reserva, para luego anunciar, no sin mofa, los fracasos que el doctor Hollatz calificaba de éxitos parciales. Rara vez la miraba yo a la cara. Era el blanco limpio y almidonado de su uniforme de enfermera, la ingrávida armazón de su cofia, el broche sencillo adornado con la Cruz Roja lo que daban reposo a mi mirada y a mi corazón, de vez en cuando agitado, de tambor. ¡Cómo me gustaba poder observar la caída siempre renovada de los pliegues de su uniforme de enfermera! ¿Tendría un cuerpo bajo la tela? Su cara, que iba envejeciendo, y sus manos, huesudas a pesar de todos los cuidados, la descubrían sin embargo como mujer. Pero olores que revelaran una consistencia corpórea como la de mamá, por ejemplo, cuando Jan o aun Matzerath la descubrían ante mí, de ésos no los desprendía la señorita Inge. Olía más bien a jabón y a medicamentos soporíferos. ¡Cuántas veces no me sentí invadir por el sueño, mientras ella auscultaba mi cuerpecito que se suponía enfermo! Un sueño ligero, un sueño surgido de los pliegues de tela blanca, un sueño envuelto en ácido fénico, un sueño sin sueño, a menos que, qué sé yo, que a lo lejos, por ejemplo, su broche fuera agrandándose hasta convertirse en un mar de banderas, en una puesta de sol en los Alpes, en un campo de amapolas, maduro para la revuelta, ¿contra quién?, qué sé yo: pieles rojas, cerezas, sangre de la nariz; contra las crestas de los gallos, o los glóbulos rojos a punto de concentración, hasta que un rojo acaparador de la vista entera se convertía en fondo de una pasión que, entonces como hoy, es tan comprensible como imposible de definir, porque con la palabreja rojo nada se ha dicho todavía, y la sangre de la nariz no la define, y el paño de la bandera cambia de color, y si a pesar de todo sólo digo rojo, el rojo no me quiere, vuelve su manto del revés: negro, viene la Bruja Negra, el amarillo me asusta, azul me engaña, azul no lo creo, no me miente, no me hace verde: verde es el ataúd en el que me apaciento, verde me cubre, verde soy yo y, si sol verde, blanco: el blanco me hace negro, el negro me asusta amarillo, el amarillo me engaña azul, el azul no lo quiero verde, el verde florece en rojo, rojo era el broche de la señorita; llevaba una cruz roja y la llevaba, exactamente, en el cuello postizo de su uniforme de enfermera. Pero era raro que yo me atuviera a ésta, la más monocroma de todas las representaciones; y así también en el armario.
Un ruido tornasolado, procedente de la estancia, golpeaba las puertas de mi armario, despertándome de mi duermevela incipiente dedicada a la señorita Inge. En ayunas y con la lengua espesa estaba yo sentado, con el tambor sobre las rodillas, entre abrigos de invierno de diversa traza, y olía el uniforme del Partido de Matzerath, que tenía cinturón y bandolera de cuero, y ya no quedaba nada de los pliegues blancos del uniforme de enfermera: caía la lana, el estambre colgaba, la pana rozaba la franela, y sobre mí cuatro años de sombreros, y a mis pies zapatos, zapatitos, botas y polainas ilustradas, tacones, con y sin herraje, que un rayo de luz venido de fuera permitía distinguir; Óscar lamentaba haber dejado una rendija abierta entre los dos batientes.
¿Qué podían ofrecerme ya los del salón? Tal vez Matzerath había sorprendido a la pareja sobre el sofá, lo que apenas podía creerse, ya que Jan conservaba siempre, y no sólo en el skat, un resto de prudencia. Tal vez, y así era en efecto, Matzerath había colocado sobre la mesa del comedor, en la sopera y a punto de servirse, las anguilas muertas, lavadas, cocidas, condimentadas y desabridas, y había osado, ya que nadie quería tomar asiento, elogiar la sopa enumerando todos los ingredientes que entraban en su receta. Mamá se puso a gritar. Gritaba en cachuba, lo que Matzerath ni entendía ni podía sufrir y, sin embargo, tenía que aguantarla, comprendiendo bien, por lo demás, lo que ella quería, ya que no podía tratarse más que de anguilas y, como siempre que mamá se ponía a gritar, de mi caída por la escalera de la bodega. Matzerath contestó. Ambos se sabían bien sus papeles. Jan formulaba objeciones. Sin él no había teatro. En seguida, el segundo acto: abríase de golpe la tapa del piano y, sin notas, de memoria, con los pies sobre los pedales, resonaba en terrible confusión el coro de cazadores del Cazador furtivo: ¿Qué es lo que en la tierra…? Y en pleno alalá otro golpazo, los pedales que se sueltan, el taburete que se vuelca, y mamá se acerca, está ya en el dormitorio: echó todavía una mirada rápida al espejo, se tumbó, según pude observar por la rendija, atravesada sobre el lecho conyugal bajo el baldaquín azul, y rompió a llorar y a retorcerse las manos con tantos dedos como los que contaba la Magdalena arrepentida de la litografía con marco dorado que estaba en la cabecera de la fortaleza conyugal.
Por algún tiempo no oí más que los sollozos de mamá, un ligero crujir de la cama y un murmullo atenuado de voces procedente del salón. El murmullo se fue apagando y Jan entró en el dormitorio. Tercer acto: estaba ahí frente a la cama, considerando alternativamente a mamá y a la Magdalena arrepentida, luego se sentaba cautelosamente en la orilla de la cama y le acariciaba a mamá, que estaba tendida boca abajo, la espalda y el trasero, hablándole en cachuba, hasta que, viendo que las palabras no surtían efecto, le introducía la mano bajo la falda, con lo que mamá cesaba de gemir y Jan podía apartar la vista de la Magdalena de dedos múltiples. Había que ver cómo, una vez cumplida su misión, Jan se levantaba, se frotaba ligeramente las puntas de los dedos con el pañuelo y se dirigía a mamá en voz alta, no ya en cachuba, sino pronunciando distintamente palabra por palabra, para que Matzerath pudiera oírlo desde el salón: —Ven ya, Agnés, vamos a olvidarlo todo. Hace rato ya que Alfredo se ha llevado las anguilas y las ha echado por el retrete. Vamos a jugar ahora una partidita de skat, si queréis inclusive de a cuarto de pfennig, y cuando todo esto haya pasado y nos sintamos otra vez a gusto, Alfredo nos hará unos hongos revueltos con huevo y patatas fritas.
Mamá no contestó, se dio la vuelta sobre la cama, se levantó, puso la colcha en orden, se arregló el peinado ante los espejos de las puertas del armario y salió del dormitorio en pos de Jan. Aparté mi ojo de la rendija y, al poco tiempo, oí cómo barajaban los naipes. Unas risitas cautelosas, Matzerath cortó, Jan dio, y empezó la subasta. Creo que Jan envidiaba a Matzerath. Éste pasó con veintitrés. A continuación mamá hizo subir hasta treinta y seis a Jan, que tuvo que abandonar aquí, y mamá jugó un sin triunfo que perdió por muy poco. El juego siguiente, un diamante simple, lo ganó Jan sin la menor dificultad, en tanto que mamá se anotó el tercer juego, un cazador sin damas, por poco, pero de todos modos.
Seguro de que este skat familiar, interrumpido brevemente por unos huevos revueltos, hongos y patatas fritas, había de durar hasta muy entrada la noche, dejé de prestar atención a las jugadas y traté de volver a la señorita Inge y a su vestido profesional blanco y adormecedor. Pero la permanencia en el consultorio del doctor Hollatz me había de resultar enturbiada. Porque no sólo el verde, el azul, el amarillo y el negro volvían siempre a interrumpir el texto del broche con la Cruz Roja, sino que además venían ahora a entremezclarse también a todo ello los acontecimientos de la mañana: cada vez que se abría la puerta del consultorio y de la señorita Inge, no se me ofrecía la visión pura y leve del uniforme de la enfermera, sino que, en ella, bajo el semáforo de la escollera de Neufahrwasser, el estibador extraía anguilas de la cabeza chorreante y efervescente del caballo, y lo que tenía yo por blanco y quería atribuir a la señorita Inge eran las alas de las gaviotas que, de momento, ocultaban en forma engañosa la carroña y sus anguilas, hasta que la herida volvía a abrirse, pero sin sangrar ni difundir rojo, sino que el caballo era negro, el mar verde botella, el finlandés ponía en el cuadro algo de herrumbre y las gaviotas —que no vuelvan a hablarme de palomas— formaban una nube alrededor de la víctima, y entrecruzaban las puntas de sus alas y acababan lanzando la anguila a mi señorita Inge, la cual la cogía, le hacía fiestas y se convertía en gaviota, adoptando forma, no de paloma, sino de Espíritu Santo, y en dicha forma, que se llama aquí gaviota, baja en forma de nube sobre la carne y celebra la fiesta de Pentecostés.
Renunciando a más esfuerzos dejé el armario, abrí malhumorado las puertas de espejos, bajé de mi escondite, me encontré inalterado ante los espejos, pero contento, sin embargo, de que la señora Kater ya no siguiera sacudiendo alfombras. Había terminado para Óscar el Viernes Santo: la pasión había de iniciarse para él después de Pascua.