Falla el milagro

Hoy, en la cama de mi sanatorio, echo a menudo de menos aquella fuerza que tenía entonces a mi disposición inmediata y con la que derretía flores de escarcha, abría escaparates y llevaba al ladrón como de la mano.

¡Cuánto me gustaría, por ejemplo, eliminar el vidrio de la mirilla del tercio superior de la puerta de mi cuarto para que Bruno, mi enfermero, pudiera observarme mejor!

¡Cuánto sufrí, el año que precedió a mi internamiento forzoso en el sanatorio, a causa de la impotencia de mi voz! Cuando por las calles nocturnas emitía mi grito, exigiéndole éxito sin obtenerlo, llegaba a darse el caso de que yo, que detesto la violencia, recurriera a una piedra y apuntara a alguna ventana de cocina en aquel miserable suburbio de Düsseldorf. Me hubiera gustado, sobre todo, poder hacer alguna exhibición ante Vittlar, el decorador. Cuando, pasada la media noche, lo reconocía, protegido en su mitad superior por una cortina y metidos los pies en sus calcetines de lana rojos y verdes, tras el vidrio del escaparate de alguna tienda de modas masculinas del Paseo del Rey o de una perfumería próxima a la antigua sala de conciertos, de buena gana le habría roto el vidrio a ese hombre que es mi apóstol, sin duda, o que podría serlo, porque a estas alturas sigo sin saber si he de llamarlo Judas o Juan.

Vittlar es noble y su nombre de pila es Godofredo. Cuando, después de un fracaso humillante de mi canto, llamaba la atención del decorador por medio de un tamborileo discreto en el cristal ileso del escaparate, cuando él salía por un cuarto de hora a la calle, charlaba conmigo y hacía mofa de sus artes de decorador, tenía que llamarlo Godofredo, porque mi voz no producía aquel milagro que me hubiera permitido llamarlo Juan o Judas.

El canto frente a la joyería, que hiciera de Jan Bronski un ladrón y de mamá la poseedora de un collar de rubíes, había de poner un paréntesis a mi cantar ante escaparates con objetos codiciables. Mamá se hizo piadosa. ¿Qué le hizo serlo? Fue su relación con Jan Bronski, el collar robado y la dulce fatiga de una vida de mujer adúltera lo que la hizo piadosa y ávida de sacramentos. ¡Qué bien se deja organizar el pecado! Los jueves se encontraban en la ciudad, dejaban a Oscarcito con Markus, esforzábanse por lo regular hasta darse gusto en la calle de los Carpinteros, refrescábanse luego con moka y pasteles en el Café Weitzke, mamá iba después a buscar a su hijito a la tienda del judío, dejábase proveer por éste de algunos piropos y algún paquetito casi regalado de seda de coser, tomaba su tranvía número 5, saboreaba sonriendo y con los pensamientos muy lejos de allí el trayecto entre la Puerta de Oliva y la Avenida Hindenburg, miraba apenas aquel Campo de Mayo junto al Salón de los Deportes en el que Matzerath pasaba sus mañanas dominicales, aceptaba sin disgusto el rodeo por el Salón mencionado —¡qué horrible resultaba dicha construcción cuando se acababa de gozar de algo bello!—, otra curva a la izquierda, y allí estaba ya, detrás de unos árboles polvorientos, el Conradinum con sus estudiantes de gorras rojas —¡ay, si Oscarcito llevara también una de esas gorras rojas con la C dorada!: acababa de cumplir doce años y medio y podría estar ya en cuarto año, empezaría con el latín y se comportaría como todo un pequeño Conradino, aplicado, pero también algo insolente y arrogante.

Después del paso subterráneo, en dirección a la Colonia del Reich y a la Escuela Helena Lange, perdíanse los pensamientos de la señora Agnés Matzerath y olvidaba el Conradinum y las posibilidades fallidas de su hijo Óscar. Otra curva más, frente a la iglesia de Jesús, con su campanario en bulbo, para bajarse en la Plaza Max Halbe, delante de la tienda del café Kaiser. Un último vistazo a los escaparates de los competidores, y luego, fatigosamente, cual un viacrucis, a remontar al Labesweg: el malhumor incipiente, el niño anormal de la mano, los remordimientos y el deseo de repetición. Insatisfecha y saciada a la vez, dividida entre la aversión y el afecto bonachón hacia Matzerath, mamá cubría fatigosamente el trayecto del Labesweg conmigo, mi tambor y el paquetito de seda, hasta la tienda, hasta las cajas de avena, el petróleo al lado de los barriles de arenques, las pasas de Corinto y las de Málaga, las almendras y las especias, hasta los polvos de levadura del Dr. Oetker, hasta Persil es Persil, hasta el «yo lo tengo» de Urbín, hasta el Maggi y el Knorr, el Kathereiner y el café Hag, Villo y Palmín, el vinagre Kühne y la mermelada de cuatro frutos, y hasta aquellos dos mosqueros untados de miel que, colgados arriba del mostrador, zumbaban en dos tonos distintos y habían de cambiarse en verano cada tercer día; y cada sábado, con un alma igualmente endulzada, que lo mismo en verano que en invierno atraía todo el año pecados que zumbaban alto y bajo, mamá se iba a la iglesia del Sagrado Corazón a confesarse con el reverendo Wiehnke.

Lo mismo que mamá me llevaba con ella los jueves y me convertía en cierto modo en su cómplice, también me llevaba los sábados a través del portal hasta las frescas baldosas de la iglesia católica, metiéndome primero el tambor debajo del jersey o del abriguito, ya que sin tambor no había nada que hacer conmigo, y sin el metal sobre la barriga nunca me hubiera yo santiguado a la católica, tocándome la frente, el pecho y los hombros, ni me hubiera arrodillado como para ponerme los zapatos, ni me hubiera mantenido quietecito, dejando que se me fuera secando lentamente el agua bendita en la base de la nariz, sobre el banco pulido de la iglesia.

Recuerdo todavía la iglesia del Sagrado Corazón del día de mi bautizo: había habido alguna dificultad a causa de mi nombre pagano, pero mamá insistió en lo de Óscar, y Jan, que era el padrino, hizo lo mismo bajo el portal. Entonces el reverendo Wiehnke me sopló tres veces a la cara, lo que debía expulsar de mí a Satanás, hizo el signo de la cruz, me puso la mano encima, esparció algo de sal y dijo una serie de cosas, siempre contra Satanás. En la iglesia volvimos a pararnos ante la capilla bautismal propiamente dicha. Me mantuve quieto mientras se me ofrecían el Credo y el Padrenuestro. Luego parecióle indicado al reverendo Wiehnke decir una vez más Vade retro, Satanás, y se imaginó que tocándole a Óscar la nariz y las orejas le abría los sentidos, a mí, que desde siempre los tuve abiertos. Luego quiso oírlo una vez más en alta voz y en forma clara, y preguntó: —¿Renuncias a Satanás, a sus pompas y vanidades?

Antes de que yo pudiera sacudir la cabeza —porque no pensaba para nada en renunciar—, dijo Jan tres veces por mi cuenta: —Renuncio.

Y sin que yo me hubiera puesto a mal con Satanás, el reverendo Wiehnke me ungió pecho y espalda. Ante la pila bautismal, una vez más el Credo, y luego, finalmente, tres veces agua, unción de la piel de la cabeza con ungüento de San Cresmo, un vestido blanco para hacerle manchas, un cirio para los días oscuros, y la despedida —Matzerath pagó—; y al sacarme Jan ante el portal de la iglesia del Sagrado Corazón, donde el taxi nos esperaba por tiempo de sereno a nublado, pregunté al Satanás que llevaba dentro: —¿Todo ha ido bien?

Satanás brincó y susurró: —¿Te fijaste en los ventanales de la iglesia, Óscar? ¡Vidrio, todo vidrio!

La iglesia del Sagrado Corazón fue edificada durante los años de la fundación: de ahí que en cuanto al estilo fuera neogótica. Comoquiera que se empleó para los muros un ladrillo que ennegrece rápidamente y que el cobre que recubre el campanario no tardó en adoptar el verdín tradicional, las diferencias entre las iglesias de ladrillo del gótico antiguo y las del nuevo gótico sólo resultaron apreciables y molestas para los expertos. En cuanto a la confesión, la práctica era la misma en los dos tipos de iglesias. Lo mismo que el reverendo Wiehnke, otros cien reverendos sentados en confesonarios aplicaban los sábados, después del cierre de las oficinas y las tiendas otras tantas hirsutas orejas sacerdotales al pulido enrejado negruzco, en tanto que los feligreses trataban de enhebrar en aquellas orejas, a través de las celosías, el hilo en el que se ensartaba, cuenta a cuenta, un adorno pecaminosamente barato.

Mientras mamá, siguiendo la Guía del Confesor, comunicaba a las instancias supremas de la iglesia católica, única verdadera, por conducto del canal auditivo del reverendo Wiehnke, todo lo que había hecho y dejado de hacer, lo que había sucedido de pensamiento, palabra y obra, abandonaba yo, que no tenía nada que confesar, la madera demasiado lisa de la iglesia y me quedaba de pie sobre las baldosas.

Reconozco que las baldosas de las iglesias católicas, el olor de las iglesias católicas y todo el catolicismo me sigue todavía cautivando hoy en forma inexplicable, a la manera de, ¿de qué diré?, de una muchacha pelirroja, aunque el pelo pelirrojo quisiera hacerlo teñir, y el catolicismo me inspira unas blasfemias que vuelven siempre a delatar que, aunque en vano, sigo estando bautizado irrevocablemente según el rito católico. A menudo, en ocasión de los quehaceres más triviales, como al lavarme los dientes e incluso en el excusado, me sorprendo a mí mismo ensartando comentarios a propósito de la misa por el estilo de: en la sagrada misa se renueva el derramamiento de la sangre de Jesucristo a fin de que fluya para tu purificación, éste es el cáliz de su sangre, el vino se convierte real y verdaderamente en la sangre de Cristo y se derrama, la sangre de Cristo está presente, mediante la contemplación de la sagrada sangre, el alma es rociada con la sangre de Cristo, la preciosa sangre, es lavada con sangre, en la transubstanciación fluye la sangre, lo corpóreo manchado de sangre, la voz de la sangre de Cristo penetra en todos los cielos, la sangre de Cristo difunde un perfume ante la faz de Dios.

Ustedes habrán de convenir conmigo en que he conservado cierta entonación católica. Antes no podía estarme esperando un tranvía sin que inmediatamente hubiera de acordarme de la Virgen María. La llamaba llena de gracia, bienaventurada, bendita, virgen de vírgenes, madre de misericordia. Tú alabanda, Tú veneranda, que al fruto de tu vientre, dulce madre, madre virginal, virgen gloriosa, déjame saborear la dulzura del nombre de Jesús cual Tú la saboreaste en tu corazón materno, es verdaderamente digno y propio, conveniente y saludable, reina, bendita, bendita…

Esto de «bendita», al visitar mamá y yo todos los sábados la iglesia del Sagrado Corazón, me había endulzado y envenenado a tal punto, más que cualquier otra cosa, que daba gracias a Satanás por haber sobrevivido en mí al bautizo y haberme proporcionado un contraveneno que, aunque blasfemando, me permitiera de todos modos andar derecho sobre las baldosas de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

Además de en los sacramentos, Jesús, de cuyo corazón la iglesia llevaba el nombre, mostrábase reiteradamente en los cuadritos coloreados del viacrucis en forma pictórica, y, además, tres veces en forma plástica, aunque también coloreada, en distintas posiciones.

Había primero uno de yeso pintado. Con el pelo largo, estaba de pie en su túnica azul de Prusia sobre una peana dorada y llevaba sandalias. Se abría la túnica a la altura del pecho y, contrariamente a toda ley natural, mostraba en el centro mismo del tórax un corazón sangrando de color tomate, glorificado y estilizado, a fin de que la iglesia pudiera ostentar el nombre de dicho órgano.

Ya en ocasión de la primera contemplación atenta de este Jesús de corazón abierto hube de comprobar que el Salvador se parecía con perfección a mi padrino, tío y padre putativo Jan Bronski. ¡Aquellos ojos azules de soñador, infantilmente seguros de sí mismos! ¡Aquella boca florida, hecha para los besos y siempre a punto de llorar! ¡Aquel dolor varonil que subrayaba las cejas! Mejillas plenas, sonrosadas, que invitaban al castigo. Los dos tenían esa misma cara hecha para los bofetones que induce a las mujeres a acariciarla. Y además las manos lánguidamente femeninas, mostrando, cuidadas e ineptas para el trabajo, los estigmas, como obras maestras de un orfebre a sueldo de alguna corte principesca. A mí me torturaban aquellos ojos a la Bronski, trazados al pincel en la cara de Jesús, con su incomprensión paternal. Exactamente aquella misma mirada azul que tenía yo, que sólo puede entusiasmar, pero no convencer.

Óscar se apartó del corazón de Jesús de la nave lateral derecha y pasó sin detenerse de la primera estación del viacrucis, en la que Jesús carga con la cruz, hasta la séptima, en la que bajo el peso de la cruz cae por segunda vez, y de allí al altar mayor, arriba del cual el otro Jesús, totalmente esculpido asimismo, se hallaba suspendido. Sólo que éste, sea que los tuviera cansados o con el fin de concentrarse mejor, tenía los ojos cerrados. Pero, en cambio, ¡qué músculos! Este atleta, con su figura de luchador de decatlón, me hizo olvidar inmediatamente al Corazón de Jesús a la Bronski y, cada vez que mamá se confesaba con el reverendo Wiehnke, me concentraba yo devotamente contemplando al gimnasta ante el altar mayor. ¡Y vaya si rezaba! Mi dulce monitor, lo llamaba, deportista entre todos los deportistas, vencedor en la suspensión de la cruz con auxilio de clavos de a pulgada. ¡Y nunca se estremecía! La luz eterna se estremecía, pero en cuanto a él, ejecutaba la disciplina con la mejor puntuación posible. Los cronómetros hacían tic tac. Le tomaban el tiempo. Ya en la sacristía unos monaguillos de dedos sucios estaban bruñendo la medalla que le correspondía. Pero Jesús no practicaba el deporte por el placer de los honores. La fe me invadía. Me arrodillaba, por poco que mi rodilla me lo permitiera, hacía el signo de la cruz sobre mi tambor y trataba de relacionar palabras como bendito o doloroso con Jesús Owen y Rudolf Harbig, con la olimpiada berlinesa del año anterior; lo que sin embargo no siempre conseguía, porque Jesús no había jugado limpio con los mercaderes. De modo que lo descalifiqué y, volviendo la cabeza a la izquierda, cobré nuevas esperanzas al percibir allí la tercera representación plástica del celeste gimnasta en el interior de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

—No me hagas rezar hasta que te haya visto tres veces. Tartamudeando, volvía a encontrar las baldosas con mis suelas, servíame de su tablero de ajedrez para dirigirme al altar lateral izquierdo y me decía a cada paso: Te está siguiendo con la vista, los santos te siguen con la vista; Pedro, al que crucificaron cabeza abajo, y Andrés, al que clavaron en una cruz de aspa —que de él sacó el nombre. Además hay también una cruz griega, al lado de la cruz latina o cruz de la Pasión. En los tapices y los libros se reproducen cruces cruzadas, cruces con muletas y cruces graduadas. Veía yo cruzadas plásticamente la cruz en garra, la cruz en ancla y la cruz en trébol. Bella es la cruz de Gleven, codiciada la de Malta y prohibida la cruz gamada, la cruz de De Gaulle, la cruz de Lorena; en los desastres navales invócase la cruz de San Antonio: crossing the T. En la cadenita la cruz pendiente, fea la cruz de los ladrones, pontifical la cruz del Papa, y esa cruz rusa que se designa también como cruz de Lázaro. También hay la Cruz Roja. Y la Cruz Azul. Los cruceros se hunden, la Cruzada me convirtió, las arañas cruceras se devoran entre sí, nos cruzamos en las encrucijadas, prueba crucial, el crucigrama dice: resuélveme. Cansado de la cruz, me volví, dejé la cruz tras de mí, y también al gimnasta de la cruz, exponiéndome a que me diera con la cruz, porque me acercaba a la Virgen María, que tenía al Niño Jesús sentado sobre su muslo derecho.

Óscar estaba ante el altar izquierdo de la nave lateral izquierda. La Virgen tenía la misma expresión que tendría seguramente la mamá de Óscar a los diecisiete años, cuando, de vendedora en la tienda del Troyl, no tenía dinero para ir al cine y, como sustituto, se extasiaba contemplando carteles de películas de Asta Nielsen.

Pero no se dedicaba a Jesús, sino que observaba al otro niño que estaba sobre su rodilla derecha, al cual, para evitar equívocos, designo en seguida como Juan el Bautista. Los dos niños tenían mi talla. Para ser exacto, a Jesús le habría dado dos centímetros más, aunque según los textos era más joven que el niño bautista. El escultor se había complacido en representar al Salvador a los tres años, desnudo y sonrosado. Juan, en cambio, como más tarde había de ir al desierto, llevaba una piel con mechones color de chocolate, que le cubría medio pecho, el vientre y su regaderita.

Óscar habría hecho mejor quedándose ante el altar mayor o, sin compromiso, al lado del confesonario, que cerca de aquellos dos muchachos precoces que se le parecían terriblemente. Por supuesto, tenían los ojos azules y su mismo pelo castaño. Y no habría faltado sino que el escultor peluquero les hubiera dado a los dos el peinado en cepillo de Óscar cortándoles aquellos insulsos tirabuzoncitos.

No quiero detenerme demasiado en el niño bautista, que con el índice izquierdo señalaba al niño Jesús, como si empezara a decirle: a, e, i, o, u, borriquito como tú. Dejando aparte los juegos de niños, llamo a Jesús por su nombre y compruebo: ¡uniovular! Habría podido ser mi hermanito gemelo. Tenía mi misma estatura y mi misma regaderita, que entonces sólo servía de regaderita. Abría al mundo unos ojos azul cobalto absolutamente Bronski y, para fastidiarme más, adoptaba mis propios gestos.

Mi reproducción levantaba ambos brazos y cerraba los puños de tal manera que sin la menor dificultad hubiera podido metérsele algo en ellos, por ejemplo, mis dos palillos; y si el escultor lo hubiese hecho y le hubiera puesto en yeso sobre la rodilla sonrosada mi tambor rojo y blanco, habría sido yo, el Óscar más perfecto, el que se sentara sobre la rodilla de la Virgen y llamara a los feligreses con el tambor. ¡Hay cosas en este mundo que, por muy sagradas que sean, no pueden dejarse tal cual son!

Tres gradas cubiertas con una alfombra llevaban a la Virgen, vestida de verde plateado, a la piel con mechones color de chocolate de Juan y hasta el Niño Jesús color de jamón cocido. Había aquí un altar de María con cirios anémicos y flores de distinto precio. La Virgen verde, el pardo Juan y el Jesús sonrosado llevaban pegadas a la parte posterior de la cabeza unas aureolas del tamaño de platos. El dorado de la hoja acrecentaba su valor.

Si no hubiese habido las tres gradas ante el altar, yo nunca hubiera subido. Gradas, picaportes y escaparates han tentado a Óscar desde siempre, y aún hoy, en que su cama de sanatorio debería bastarle, no lo dejan del todo indiferente. Dejóse pues tentar de una grada a la otra, sin por ello salirse de la alfombra. Ya junto al pequeño altar de María, las figuras quedaban al alcance de la mano de Óscar, así que éste pudo permitirse respecto de los tres personajes un ligero toque de nudillos, en parte despectivo y en parte respetuoso. Sus uñas estaban en condiciones de practicar ese raspado que bajo la capa de pintura pone el yeso al desnudo. Los pliegues de la túnica de la Virgen continuaban dando vueltas, hasta el banco de nubes a sus pies. La espinilla apenas entrevista permitía suponer que el escultor había modelado previamente las carnes, para luego inundarlas con el ropaje. Al manosear Óscar a fondo la regaderita del Niño Jesús, acariciándola y apretándola con cuidado como si tratara de moverla —por error no estaba circuncisa—, sintió, de modo en parte agradable y en parte desconcertante por su novedad, su propia regaderita, en vista de lo cual se apresuró a dejar la del Jesucristo en paz, para que éste dejara en paz la suya.

Circunciso o no, no me preocupé más por ello, me saqué el tambor de debajo del jersey, me lo descolgué del cuello y, sin estropear la aureola, se lo colgué a Jesús. Habida cuenta de mi estatura, sobra decir cuánto trabajo me costó. Para poder proveer a Jesús del instrumento hube de encaramarme a la escultura, sobre el banco de nubes que reemplazaba la peana.

Esto no lo hizo Óscar en ocasión de su primera visita a la iglesia después de su bautizo, en enero del treinta y seis, sino en el curso de la Semana Santa de aquel mismo año. Durante todo el invierno, su mamá se había visto en apuros para hacer conciliables la confesión y su asunto con Jan Bronski. De modo que Óscar dispuso de tiempo y de sábados suficientes para concebir su plan, condenarlo, justificarlo, examinarlo bajo todos los aspectos y, finalmente, abandonando todos su planes anteriores, ejecutarlo sencilla y directamente, con ayuda de la oración de las gradas, el lunes de la Semana Santa.

Comoquiera que mamá sintiera la necesidad de confesarse antes de los días de gran actividad en la tienda que preceden a la fiesta de Pascua, me tomó de la mano al anochecer del Lunes Santo y me llevó por el Labesweg hasta el Mercado Nuevo y luego por la Elsenstrasse y la calle de la Virgen María, pasando frente a la carnicería de Wohlgemuth, hasta el Parque de Kleinhammer; luego doblamos a la izquierda para cruzar el paso subterráneo bajo el ferrocarril a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, frente al terraplén del tren.

Era ya tarde. Sólo esperaban ante el confesonario dos viejecitas y un joven acomplejado. En tanto que mamá procedía a su examen de conciencia —hojeaba la Guía del Confesor como si se tratara de sus libros de contabilidad, humedeciéndose para ello el pulgar, y como si estuviera calculando una declaración de impuestos—, me deslicé fuera del banco de encino y, eludiendo las miradas del Sagrado Corazón y del Jesús gimnasta de la cruz, me iui directamente al altar lateral de la izquierda.

Aunque había que proceder aprisa, no quise saltarme el correspondiente Introito. Tres gradas: Introibo ad altare Dei. Ante Dios que alegra mi juventud. Descolgarme el tambor del cuello, alargando el Kyrie, hacia el banco de nubes, sin detenerme en la regaderita, antes bien, justo antes del Gloria, colgárselo a Jesús ¡cuidado con la aureola! bajar otra vez de las nubes, remisión, perdón y absolución, pero antes todavía ponerle a Jesús los palillos en los puños que estaban como pidiéndolos; una, dos, tres gradas; levanto mi mirada hacia la mole, aún queda algo de alfombra y, por fin, las baldosas y un pequeño reclinatorio para Óscar, que se arrodilla sobre el cojín, junta sus manos de tambor ante su cara —Gloria in excelsis Deo— y espía por entre los dedos de Jesús y su tambor, esperando el milagro: ¿tocará, o acaso no sabe tocar, o no se atreve a tocar? O toca o no es Jesús verdadero, y si no toca, entonces el verdadero Jesús es más bien Óscar.

Cuando se desea un milagro, hay que saber esperar. Pues bien, yo esperé, y al principio lo hice inclusive con paciencia, pero tal vez no con la paciencia suficiente, pues a medida que me iba repitiendo el texto «óh, Señor, todas las miradas te esperan», sin más variante, de acuerdo con las circunstancias, que la de decir orejas en lugar de miradas, más decepcionado sentíase Óscar en su reclinatorio. De todos modos, brindó todavía al Señor toda clase de oportunidades y cerró los ojos, para ver si Él, no sintiéndose observado, se decidía más fácilmente, aunque fuera tal vez con poca habilidad, a empezar; pero finalmente, después del tercer Credo, después del Padre, Criador, visible e invisible, del único Hijo, engendrado por el Padre, verdadero de verdadero, engendrado, no creado, uno con él, por él, por nosotros y para nuestra salvación descendió de, se hizo, fue muerto y enterrado, resucitó, ascendió, a la diestra de, ha de venir, sobre los muertos, no tendrá fin, creo en, será al propio tiempo, habló por, creo en la santa Iglesia, una, católica…

Ya estaba bien. Aún lo tengo en las narices, el catolicismo. Pero en cuanto a creer, ni hablar. Y aun el olor no me interesaba, quería otra cosa: quería oír mi tambor, quería que Jesús me tocara algo, aunque no fuera más que un pequeño milagrito a media voz. No pretendía yo en modo alguno que fuera un redoble retumbante, que atrajera al vicario Rasczeia y al reverendo Wiehnke, arrastrando éste penosamente sus adiposidades al lugar del milagro, con protocolos a la sede episcopal de oliva y visto bueno del obispado a Roma. No, yo no tenía ninguna ambición; Óscar no aspiraba a ser beatificado. Lo que pedía era un simple milagrito para uso personal, para ver y oír, para decidir de una vez por todas si Óscar había de tocar el tambor en favor o en contra: para que se supiera con toda claridad cuál de los dos uniovulares de ojos azules podría en adelante llamarse Jesús.

Esperaba, pues, sentado. Entretanto, pensaba yo inquieto, mamá debe estar ya confesándose y habrá pasado ya del sexto mandamiento. El viejito ese que siempre suele ir tambaleándose por las iglesias habíase ya tambaleado frente al altar mayor y, finalmente, ante el altar lateral, saludó a la Virgen con el Niño, y vio tal vez el tambor, pero no comprendió nada. Siguió su camino, arrastrando sus zapatos y envejeciendo.

Lo que quiero decir es que el tiempo pasaba y Jesús no tocaba el tambor. Oí voces en el coro. ¡Por Dios, pensaba yo con sobresalto, que no se le ocurra a nadie tocar el órgano! Son muy capaces, mientras se entrenan para el día de Pascua, de anegar con su bramido el redoble tal vez incipiente, tenue como el aliento, del Niño Jesús.

Pero nadie tocó el órgano, ni Jesús el tambor. No se produjo milagro alguno. Y yo me levanté del cojín, hice crujir mis rodillas y me dirigí a pasitos, aburrido y de mal humor, sobre la alfombra hasta las gradas; las subí una después de otra, dejando de lado todas las oraciones de introito que sabía, me encaramé a la nube de yeso, hice caer sin querer algunas flores de precio módico y me dispuse a quitarle el tambor al tonto aquel desnudo.

Lo digo hoy todavía y me lo vuelvo a repetir siempre: fue un error querer instruirlo. No sé qué fue lo que me impulsó a cogerle primero los palillos, dejándole a él el tambor, para luego empezar a tocarle algo, primero bajito pero luego cada vez más fuerte, a la manera de un maestro que se va impacientando, y volver luego a poner los palillos en las manos, para que mostrara lo que con Óscar había aprendido.

Antes de que, sin preocuparme ya por la aureola, pudiera quitarle al más inepto de los discípulos los palillos y el tambor, ya el reverendo Wiehnke estaba detrás de mí —mi tamboreo había retumbado por la iglesia en todas direcciones—, estaba detrás de mí el vicario Rasczeia, estaba mamá, estaba el viejito, y el vicario me levantó en vilo, el reverendo me soltó un manotazo, mamá rompió a llorar, el reverendo me reprendió en voz baja, y el vicario, hincando previamente la rodilla, subió arriba y le quitó a Jesús los palillos, y, con los palillos en la mano, volvió a hincar la rodilla y volvió a subir por el tambor, se lo quitó, le dobló la aureola, le dio en la regaderita, rompió algo de la nube y bajó las gradas, volvió a hincar la rodilla, la hincó otra vez, y no quería devolverme el tambor, lo que me puso todavía más furioso y me hizo darle unas patadas al reverendo y vergüenza a mamá, que se avergonzaba de que le diera patadas al reverendo, lo mordiera y lo arañara, hasta que logré soltarme del reverendo, del vicario y del viejito, y heme aquí ya frente al altar mayor, donde sentí a Satanás brincarme dentro y decirme, como cuando el bautizo: —Mira todo eso, Óscar, ¡ventanas y ventanas, vidrio, todo vidrio!

Y por encima del gimnasta de la cruz, que no se movió, dirigí mi canto a los tres grandes ventanales del ábside, que sobre fondo azul representaban en rojo, amarillo y verde a los doce apóstoles. Pero no puse el ojo en Marcos ni en Mateo, sino que, por encima de ellos, apunté a aquella paloma que se mantenía colgada boca abajo celebrando la Pentecostés; apunté al Espíritu Santo, lo hice vibrar, luchando con mi diamante contra el pájaro. ¿Fue culpa mía? ¿O fue que el gimnasta, sin moverse, no lo quiso? ¿ó tal vez fue el milagro, que nadie comprendió? El caso es que me vieron temblar y lanzar mudos gritos hacia el ábside y, con excepción de mamá, creyeron que rezaba, cuando lo que yo quería eran vidrios rotos. Pero Óscar falló: su tiempo no había llegado todavía. Me dejé pues caer sobre las baldosas y rompí a llorar amargamente, porque Jesús había fallado, porque Óscar fallaba y porque el reverendo y Rasczeia, interpretándolo todo al revés, empezaron a decir una sarta de sandeces a propósito de mi arrepentimiento. La única que no falló fue mamá. Ella interpretó mis lágrimas correctamente, aunque debió alegrarse de que no hubiera rotura de vidrios.

Entonces mamá me cogió en brazos, rogó al vicario que le devolviera el tambor y los palillos y prometió pagar los daños, a continuación de lo cual recibió la absolución a posteriori, ya que yo había interrumpido la confesión. También Óscar entró en la bendición, pero eso no me importaba.

Mientras mamá me sacaba de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, yo iba contando con los dedos: hoy lunes, mañana martes, miércoles, Jueves Santo, y Viernes Santo, acabad con él, que ni siquiera sabe tocar el tambor, que no me concede romper los vidrios que se me parece y sin embargo es falso, que bajará a la tumba, en tanto que yo puedo seguir tocando y tocando mi tambor pero sin que vuelva jamás a ocurrírseme desear un milagro.