Al romper con mi canto los vidrios de las ventanas del foyer del Teatro Municipal, buscaba yo y establecí por vez primera contacto con el arte escénico. A pesar de los apremiantes requerimientos del vendedor de juguetes Markus, mamá hubo sin duda de darse cuenta aquella tarde de la relación directa que me unía al teatro, porque es el caso que, al aproximarse la Navidad siguiente, compró cuatro entradas, para ella, para Esteban y Marga Bronski y también para Óscar, y el último domingo de Adviento nos llevó a los tres a la función infantil. Estábamos en primera fila de la segunda galería. La soberbia araña, colgando sobre la platea, daba lo mejor de sí. Celebré no haberla hecho polvo con mi canto desde la Torre de la Ciudad.
Ya entonces había muchos más niños de los debidos. En las galerías había más niños que mamas, en tanto que en la platea, donde estaban los ricos, menos propensos a procrear, la relación entre niños y mamas se veía prácticamente equilibrada. ¡Los niños! ¿Por qué no podrán estarse quietos? Marga Bronski, sentada entre mí y Esteban, que se estaba portando relativamente bien, se dejó resbalar de su asiento de sube y baja, quiso volver a encaramarse, pero encontró en seguida que era más bonito hacer ejercicios allí junto al pretil de la galería, por poco se coge los dedos en el mecanismo del asiento y empezó a chillar, aunque, en comparación con todos los demás que berreaban a nuestro alrededor, en forma relativamente soportable y breve, porque mamá le llenó de bombones su tonta boca de niña. Chupeteando y prematuramente cansada de sus ejercicios de tobogán con el asiento, la hermanita de Esteban se durmió apenas empezaba la representación, y había que despertarla al final de cada acto para que aplaudiera, lo que hacía efectivamente muy a conciencia.
Representaban el cuento de Pulgarcito, lo que me cautivó desde la primera escena y, como se comprenderá, me afectó personalmente. Lo hacían bien: a Pulgarcito no se le veía para nada, sino que sólo se oía su voz, y los adultos iban de un lado para otro buscando al héroe titular, invisible pero muy atractivo. Se escondía en la oreja del caballo, dejábase vender a buen precio por su padre a dos vagabundos, paseábase por el borde del sombrero de uno de ellos, hablaba desde allí, deslizábase más tarde en una ratonera, luego en una concha de caracol, hacía causa común con unos ladrones, iba a parar al heno y, con éste, a la panza de la vaca. Pero a la vaca la mataban, porque hablaba con la voz de Pulgarcito, y la panza de la vaca, con su diminuto prisionero dentro, iba a dar al estiércol, donde se la tragaba un lobo. Entonces Pulgarcito se las arreglaba con mucha habilidad para ir guiando al lobo hasta la casa y la despensa de su padre, y, en el preciso momento en que el lobo se disponía a robar, armaba un gran escándalo. El final era tal como sucede en el cuento: el padre mataba al lobo, la madre abría con unas tijeras el cuerpo y la panza del glotón, y de allí salía Pulgarcito; es decir, sólo se le oía gritar: —¡Ay, padre, estuve en una ratonera, en el vientre de una vaca y en la panza de un lobo, pero, en adelante, me quedo con vosotros!
Este final me conmovió y, al levantar los ojos hacia mamá, vi que escondía su nariz en el pañuelo, porque, lo mismo que yo, había visto la acción que se desarrollaba en el escenario en forma íntimamente personal. Mamá se enternecía fácilmente, y en las semanas siguientes, sobre todo durante las fiestas de Navidad, me apretaba con frecuencia contra su pecho, me besaba, y unas veces en broma y otras con melancolía llamaba a Óscar: Pulgarcito. O: mi pequeño Pulgarcito. O: mi pobre, pobre Pulgarcito.
No fue hasta el verano del treinta y tres cuando se me había de volver a brindar la ocasión de ir al teatro. Cierto que, debido a una equivocación de mi padre, la cosa fue mal, pero a mí me dejó una impresión perdurable. Hasta el punto que aún hoy resuena y se agita en mí, porque sucedió en la Ópera del Bosque de Zoppot, en donde verano tras verano, bajo el cielo abierto, confiábase a la naturaleza música wagneriana.
Sólo mamá mostraba algún entusiasmo por las óperas. Para Matzerath aun las operetas sobraban. En cuanto a Jan, éste se guiaba por mamá y se entusiasmaba por las arias, aunque a pesar de su aspecto de filarmónico fuera absolutamente sordo para la bella música. En cambio, conocía a los hermanos Formella, que habían sido condiscípulos suyos en la escuela secundaria de Karthaus y vivían en Zoppot, donde tenían a su cargo la iluminación del muelle, del surtidor frente al casino y de éste mismo y actuaban también como encargados de la iluminación en los festivales de la Ópera del Bosque.
El camino de Zoppot pasaba por oliva. Una mañana en el parque del castillo: peces de colores, cisnes, mamá y Jan Bronski en la célebre Gruta de los Secretos. Luego, otra vez peces de colores y cisnes que trabajaban mano a mano con un fotógrafo. Mientras tomaban la foto, Matzerath me subió a caballo sobre los hombros. Yo apoyé mi tambor sobre su cabeza, lo que provocaba la risa general, aun más adelante, cuando el retrato estaba ya pegado en el álbum. Despedida de los peces de colores, de los cisnes y de la Gruta de los Secretos. No era sólo domingo en el parque del castillo, sino también afuera de la verja, en el tranvía de Glettkau y en el casino de Glettkau, donde comimos, en tanto que el Báltico, como si no tuviera otra cosa que hacer, invitaba insistentemente al baño: era domingo en todas partes. Cuando, siguiendo el paseo que bordea la costa, fuimos a pie a Zoppot, el domingo nos salió al encuentro, y Matzerath hubo de pagar las entradas de todos.
Nos bañamos en los Baños del sur, porque parece que había allí menos gente que en los del norte. Los hombres se cambiaron en la sección para caballeros, en tanto que mamá me llevó a una caseta de la sección para damas y se empeñó en que yo me exhibiera desnudo en el compartimiento para familias, mientras ella, que ya en aquella época desbordaba exhuberancia, virtió sus carnes en un traje de baño amarillo paja. Para no presentarme demasiado al descubierto ante los mil ojos del baño para familias, me tapé la cosa con el tambor y luego me tendí en la arena boca abajo; ni quise tampoco meterme en las incitadoras aguas del Báltico, sino que escondí mis partes en la arena, practicando la política del avestruz. Matzerath y Jan Bronski se veían tan ridículos con sus barrigas incipientes, que casi daban pena, de modo que me alegré cuando al caer la tarde volvimos a las casetas, en donde cada uno untó de crema su piel quemada por el sol y, oliendo a Nivea, volvió a meterse en su respectivo traje dominguero.
Café y pasteles en la Estrella de Mar. Mamá quería una tercera porción de pastel de cinco pisos. Matzerath estaba en contra, Jan a favor y en contra a la vez, mamá la pidió, le dio un bocado a Matzerath, atiborró a Jan y, habiendo satisfecho así a sus dos hombres, se puso a engullir, cucharadita a cucharadita, la punta archiempalagosa del pastel.
¡Oh santa crema de mantequilla, tú, tarde dominguera, de serena a nublada, espolvoreada con azúcar! Junto a nosotros estaban sentados unos aristócratas polacos tras sus gafas protectoras azules y unas limonadas intensivas de las que no hacían caso. Las damas jugaban con sus uñas color violeta, dejando llegar hasta nosotros, con la brisa marina, el olor a polvos de naftalina de sus estolas de piel alquiladas ocasionalmente para la temporada. A Matzerath esto le parecía afectado. A mamá también le habría gustado alquilarse una estola semejante, aunque sólo fuera por una tarde. Jan afirmaba que el aburrimiento de la nobleza polaca estaba en aquel momento tan floreciente que, pese a las deudas cada vez mayores, ya no se hablaba entre ella más francés, sino, por puro esnobismo, polaco del más vulgar.
No podíamos permacer indefinidamente sentados en la Estrella de Mar mirando insistentemente los anteojos oscuros y las uñas color violeta de unos aristócratas polacos. Mamá, saturada de pastel, necesitaba movimiento. Esto nos llevó al parque del casino, donde me subieron a un burro y tuve que volver a posar para una foto. Peces de colores, cisnes —¡qué no se le ocurrirá a la naturaleza!—, y más cisnes y peces de colores, adorno de los estanques de agua dulce.
Entre unos tejos peinados, pero que no susurraban como suele pretenderse, encontramos a los hermanos Formella, los Formella, iluminadores del casino y de la Ópera del Bosque. El menor de los Formella había de soltar siempre cuanto chiste hubieran podido recoger sus oídos de iluminador. El mayor, que ya se los sabía todos, no por eso dejaba de reír en forma contagiosa en el momento apropiado, por amor fraternal, mostrando en estas ocasiones un diente de oro más que su hermano menor, que sólo tenía tres. Fuimos al Springer a tomar una copita de ginebra. Mamá hubiera preferido ir al Príncipe Elector. Luego, sin cesar de obsequiarnos con más chistes de su cosecha, el dadivoso Formella menor nos invitó a cenar al Papagayo. Allí encontramos a Tuschel, y Tuschel era propietario de una buena mitad de Zoppot y, además, de una parte de la Ópera del Bosque y de cinco cines. Era asimismo el patrón de los hermanos Formella y se alegró, como nosotros nos alegramos, de habernos conocido y de haberlo conocido. Tuschel no paraba de dar vueltas a un aro que llevaba en uno de sus dedos, pero que no debía ser en modo alguno un anillo mágico, ya que no pasaba nada en absoluto, como no sea que Tuschel empezó a su vez a contar chistes, por cierto los mismos de Formella, sólo que mucho más complicados, porque tenía menos dientes de oro. Pese a lo cual, toda la mesa reía, porque el que contaba los chistes era Tuschel. Yo era el único que me mantenía serio, tratando con mirada glacial de aguarle los chistes a Tuschel. ¡Y cómo disfrutaban todos con aquellas explosiones de risa, por más que fuesen fingidas, y tan semejantes a los cristalitos abombados de colores de la ventana de la sala en que estábamos comiendo! Tuschel, agradecido, seguía contando chistes sin parar, mandó traer aguardiente, y ahogándose en la risa y el aguardiente, dio de repente vuelta a su anillo en el sentido opuesto, y ahora sí pasó algo: Tuschel nos invitó a todos a la Ópera, ya que una parte de ésta le pertenecía: que por desgracia él no podía, compromiso previo, etcétera, pero que de todos modos nos sirviéramos aceptar sus puestos, era un palco con cojines, el nene podría dormir si estaba cansado; y con un lapicero de plata escribió palabras tuschelianas en una tarjetita de visita tuscheliana, que nos abriría todas las puertas —dijo—, y así fue efectivamente.
Lo que sucedió se deja contar en pocas palabras: era una noche tibia de verano, la Ópera del Bosque a reventar, todo gente de fuera. Ya desde mucho antes de empezar se habían posesionado de aquello los mosquitos. Pero no fue hasta que el último mosquito, que llega siempre un poco tarde porque eso viste mucho, anunciara zumbante y sediento de sangre su llegada, cuando la cosa empezó de verdad y en ese mismo momento. Daban El buque fantasma. Un barco, más cazador furtivo que pirata marino, salía de aquel bosque que daba nombre al teatro. Unos marineros cantaban a los árboles. Yo me dormí, sobre los cojines de Tuschel, y al despertarme los marineros seguían cantando o volvían a cantar: Timonel alerta… pero Óscar volvió a dormirse, contento de ver cómo su mamá se apasionaba tanto por el holandés que parecía estar meciéndose sobre las olas y cómo inflaba y desinflaba su seno un soplo wagneriano. No se daba cuenta de que Matzerath y su Jan, detrás de sus respectivas manos encubridoras, estaban aserrando ambos sendos troncos de distinto grueso, y que yo mismo me escurría de Wagner, hasta que Óscar despertó definitivamente, porque, en medio del bosque, una mujer solitaria estaba chillando. Tenía el pelo amarillo y gritaba, porque algún iluminador, probablemente el menor de los Formella, la cegaba con su foco y la molestaba. —¡No! —gritaba— ¡desventurada de mí! ¿quién me hace tal?. Pero Formella, que era quien se lo hacía, no por eso apagaba el reflector, y el grito de una mujer solitaria, que mamá había de designar luego como solista, se convertía en un gimoteo que de vez en cuando se encrespaba argentino y, si bien marchitaba prematuramente las hojas de los árboles del bosque de Zoppot, no afectaba en cambio en lo más mínimo ni eliminaba el proyector de Formella. Su voz, aunque dotada, se iba apagando. Era preciso que Óscar interviniera y, descubriendo la luminaria mal educada, con un grito a distancia más imperceptible aún que el ligero zumbido de los mosquitos, matara aquel reflector.
Que se produjera un corto circuito, oscuridad, salto de chispas y un incendio forestal que pudo ser dominado pero que no por ello dejó de sembrar pánico, no estaba en mis propósitos, ya que en el tumulto perdí a mamá y a los dos hombres arrancados rudamente de su sueño. También mi tambor se perdió en la confusión.
Este mi tercer encuentro con el teatro decidió a mamá, que después de la noche de la Ópera del Bosque aclimataba a Wagner, en partitura reducida, a nuestro piano, a darme a probar, en la primavera del treinta y cuatro, el aire del circo.
Óscar no se propone hablar aquí ni de las damas plateadas del trapecio, ni de los tigres del circo Busch ni de las hábiles focas. Nadie cayó desde lo alto de la cúpula del circo. A ningún domador se lo comieron, y en definitiva las focas sólo hicieron lo que habían aprendido: una serie de juegos malabares con pelotas, en pago de lo cual les echaban arenques vivos. Mi deuda con el circo es por el gusto con que vi las representaciones infantiles y por el encuentro, para mí tan importante, con Bebra, el payaso filarmónico que tocaba Jimmy the Tiger con botellas y dirigía un grupo de liliputienses.
Nos encontramos en la casa de fieras. Mamá y sus dos señores aceptaban toda clase de afrentas ante la jaula de los monos. Eduvigis Bronski, que por excepción formaba parte del grupo, mostraba a sus hijos los poneys. Después que un león me hubo bostezado en las narices, me enfrenté sin mayor reflexión con una lechuza. Traté de mirarla fijamente, pero fue ella quien me miró a mí con tal fijeza que Óscar, confuso, con las orejas ardientes y herido en lo más íntimo, escurrió el bulto y se desmigajó entre los carros-vivienda blancos y azules, donde, fuera de unas cabritas enanas atadas, no había más animales.
Pasó junto a mí con sus tirantes y sus zapatillas, llevando un cubo de agua. Nuestras miradas sólo se cruzaron superficialmente, y sin embargo nos reconocimos en seguida. Dejó el cubo en el suelo, ladeó su enorme cabeza, se me acercó, y yo aprecié que me rebasaba en unos nueve centímetros.
—Fíjate —rechinó, envidioso, desde arriba—, hoy en día los niños de tres años ya no quieren seguir creciendo —y como yo no respondiera, añadió—: Mi nombre es Bebra; desciendo en línea directa del Príncipe Eugenio, cuyo padre fue Luis Catorce, y no, como se pretende, un saboyano cualquiera —y como yo siguiera callado, se soltó de nuevo—: Cesé de creer en mi décimo aniversario. Algo tarde, por supuesto, pero ¡en fin!
Al ver que hablaba con tanta franqueza, me presenté a mi vez, pero sin alardear de árboles genealógicos, sino nombrándome sencillamente Óscar. —Decidme, estimado Óscar, debéis contar ahora unos catorce o quince, acaso dieciséis añitos. ¡Imposible!, ¿qué me decís, tan sólo nueve y medio?
Ahora me tocaba a mí calcularle la edad, y apunté deliberadamente demasiado bajo.
—Sois un adulador, amiguito. ¿Treinta y cinco? ¡Eso fue en su día! En agosto próximo celebraré mi quincuagésimo tercer aniversario. Podría ser vuestro abuelo.
Óscar le dijo algunas finezas acerca de sus realizaciones acrobáticas de payaso, lo calificó de músico excelente y, movido de ligera ambición, le dio una pequeña muestra de su habilidad. Tres bombillas de la iluminación del circo saltaron en añicos; el señor Bebra exclamó bravo, bravísimo, y quería contratar a Óscar inmediatamente.
A veces siento hoy todavía haberme negado. Traté de escabullirme y le dije: —Sabe usted, señor Bebra, prefiero contarme entre los espectadores, y dejo que mi modesto arte florezca a oscuras, lejos de todo aplauso, pero soy el último en no aplaudir las exhibiciones de usted—. El señor Bebra levantó su dedo arrugado y me amonestó: —Excelente Óscar, haced caso a un colega experimentado. Nosotros no debemos estar nunca entre los espectadores. Nuestro lugar está en el escenario o en la arena. Nosotros somos los que hemos de llevar el juego y determinar la acción, pues en otro caso son ellos los que nos manejan, y suelen tratarnos muy mal.
E inclinándose casi hasta mi oreja me susurró al oído, al tiempo que ponía unos ojos inmemoriales: —¡Ya se acercan! ¡ocuparán los lugares de la fiesta! ¡organizarán desfiles con antorchas! ¡Construirán tribunas, llenarán las tribunas y predicarán nuestra perdición desde lo alto de las tribunas! ¡Estad atento, amiguito, a lo que pasará en las tribunas! ¡Tratad siempre de estar sentado en la tribuna, y de no estar jamás de pie ante la tribuna!
Con esto, como me llamaron por mi nombre, el señor Bebra cogió su cubo, —ós están buscando, mi estimado amigo. Pero volveremos a vernos. Somos demasiado pequeños para perdernos. Por lo demás, Bebra dice siempre que para los pequeñines como nosotros hay siempre un lugarcito, aun en las tribunas más abarrotadas. Y si no en la tribuna, entonces debajo de la tribuna, pero nunca delante de la tribuna. Es lo que dice Bebra, que desciende en línea directa del Príncipe Eugenio.
Mamá, que salía en aquel momento de detrás de uno de los carros, llamándome, alcanzó a ver todavía cómo el señor Bebra me besaba en la frente cogía su cubo y se iba, moviendo los hombros, hacia uno de los carros.
—¡Imaginaos! —indignábase algo más tarde mamá en presencia de Matzerath y de Bronski—. ¡Estaba con los liliputienses! ¡Y un gnomo le ha besado en la frente! ¡Con tal que esto no traiga mala suerte!
Y sin embargo, el beso de Bebra había de significar mucho todavía para mí. Los acontecimientos políticos de los años siguientes le dieron la razón: la época de los desfiles con antorchas y de las multitudes ante las tribunas había comenzado.
Así como yo seguí los consejos del señor Bebra, así también tomó mamá a buena cuenta una parte de las advertencias que Segismundo Markus le hiciera en el pasaje del Arsenal y le seguía naciendo en ocasión de sus visitas de los jueves. Y si bien no se fue a Londres con Markus —contra lo cual no hubiera tenido yo nada que objetar—, quedóse de todos modos con Matzerath y sólo veía a Jan Bronski con moderación, es decir, en la calle de los Carpinteros, a expensas de Jan, y en las partidas familiares de skat, que a Jan le fueron resultando cada vez más onerosas, porque siempre perdía. En cuanto a Matzerath, en cuyo favor mamá había apostado y en quien, siguiendo los consejos de Markus, dejó su apuesta, pero sin doblarla, Matzerath, digo, ingresó el año treinta y cuatro —o sea, pues, reconociendo relativamente temprano las fuerzas del orden— en el Partido, a pesar de lo cual sólo había de llegar a jefe de cédula. En ocasión de este ascenso, que como todo lo extraordinario brindaba oportunidad para una partida de skat familiar, dio Matzerath por vez primera sus advertencias a Jan Bronski a propósito de su actividad burocrática en el Correo polaco, que por lo demás nunca había dejado de hacerle, un tono más severo, aunque también más preocupado.
En cuanto a lo demás, las cosas no cambiaron mucho. De encima del piano descolgóse del clavo la imagen sombría de Beethoven, regalo de Greff, y en el mismo clavo fue colgada la imagen no menos sombría de Hitler. Matzerath, poco afecto a la música seria, deseaba desterrar al músico sordo por completo. Pero mamá, que apreciaba las frases lentas de las sonatas beethovenianas, que había aprendido dos o tres de ellas en nuestro piano y de vez en cuando, más lentamente todavía de lo que estaba indicado, dejaba gotear de él sus notas, insistió en que, si no encima del diván, Beethoven fuera por lo menos a dar encima del aparador. Y así se llegó a la más sombría de las confrontaciones: Hitler y el Genio, colgados frente a frente se miraban, se adivinaban y, sin embargo, no lograban hallarse a gusto el uno frente al otro.
Poco a poco Matzerath fue comprándose el conjunto del uniforme. Si no recuerdo mal, empezó con la gorra del Partido, que le gustaba llevar, aunque hiciera sol, con el barbuquejo rozándole la barbilla. Durante algún tiempo se puso, junto con dicha gorra, camisa blanca con corbata negra, o bien un chaquetón impermeable con un brazalete. Cuando se hubo comprado la primera camisa parda, quería también adquirir, la semana siguiente, los pantalones caqui de montar y las botas. Mamá se oponía, y así transcurrieron nuevamente varias semanas más hasta que Matzerath logró, por fin, reunir el equipo completo.
Había varias oportunidades por semana para ponerse el uniforme, pero Matzerath se limitó a participar en las manifestaciones dominicales del Campo de Mayo, junto al Salón de los Deportes. En esto, eso sí, se mostraba inexorable, por pésimo que fuera el tiempo, negándose asimismo a llevar un paraguas con el uniforme, y no tardamos en oír una muletilla que había de convertirse en locución permanente. «El servicio es el servicio», decía Matzerath, «y el aguardiente, el aguardiente». Y todos los domingos por la mañana, después de haber preparado el asado de mediodía, dejaba a mamá, poniéndome a mí en situación violenta, porque Jan Bronski, que entendió en seguida la nueva situación política dominical, visitaba con sus hábitos inequívocamente civiles a mi abandonada mamá, en tanto que Matzerath andaba en la formación marcando el paso.
¿Qué otra cosa podía hacer yo sino escurrir el bulto? No sentía vocación ni para estorbarlos en el diván ni para observarlos. Así pues, tan pronto como mi padre uniformado se perdía de vista y se aproximaba la visita del civil, al que ya entonces llamaba yo mi padre putativo, salía de la casa tocando el tambor y me dirigía al Campo de Mayo.
Dirán ustedes, ¿y por qué necesariamente al Campo de Mayo? Pues porque los domingos no había en el puerto absolutamente nada que hacer: yo no acababa de decidirme por los paseos en el bosque y, en aquella época, el interior de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús no me decía nada todavía. Cierto que quedaban los exploradores del señor Greff, pero, frente a aquel erotismo de vía estrecha, confieso sin ambages que prefería el jaleo del Campo de Mayo, aun a riesgo de que ustedes me llamen ahora compañero de viaje.
Los que hablaban allí eran Greiser y Löbsack, el jefe de adiestramiento del distrito. Gresier nunca me llamó particularmente la atención. Era demasiado moderado y fue sustituido más adelante por el bávaro Forster, que era más enérgico y fue designado jefe del distrito. Löbsack, en cambio, hubiera sido el hombre susceptible de sustituir al tal Forster. Es más, si Löbsack no hubiera tenido su joroba, difícilmente hubiera podido el hombre de Fürth poner nunca el pie en el empedrado de la ciudad portuaria. Apreciando a Löbsack debidamente y viendo en su joroba un signo de gran inteligencia, el Partido lo designó jefe de adiestramiento del distrito. El hombre conocía su oficio. En tanto que Forster, con su pésima pronunciación bávara, sólo repetía con machacona insistencia «Vuelta al Reich», Löbsack entraba más en detalle, hablaba todas las variantes del dialecto de Danzig, contaba chistes de Bollermann y Wullsutzki y sabía cómo había que hablarles a los trabajadores portuarios de Schichau, al pueblo de Ohra y a los ciudadanos de Emmaus, Schidlitz, Bürgerwiesen y Praust. Y cuando tenía que habérselas con comunistas de verdad o cortar las interrupciones vergonzantes de algún socialista, daba gusto oír hablar a aquel hombrecito, cuya joroba resaltaba todavía más con el pardo del uniforme.
Löbsack era ingenioso, extraía su ingenio de su joroba y llamaba a ésta por su nombre, porque eso siempre le gusta a la gente. Antes perdería él su joroba, afirmaba Löbsack, que llegaran los comunistas al poder. Era fácil de prever que él no perdería su joroba, que su joroba no había quién la meneara y, por consiguiente, la joroba estaba en lo cierto y, con ella, el Partido —de donde puede sacarse la conclusión de que una joroba constituye la base ideal para una idea.
Cuando Greiser, Löbsack y más adelante Forster hablaban, lo hacían desde la tribuna. Tratábase de aquella tribuna que en su día el señor Bebra me elogiara. De ahí que por algún tiempo yo tomara al tribuno Löbsack, jorobado e ingenioso cual se le veía en la tribuna, por un delegado de Bebra, el cual, bajo el disfraz pardo, defendía desde la tribuna su causa y, en el fondo, también la mía.
¿Qué cosa es una tribuna? Da enteramente igual para quién y ante quién se levante una tribuna, el caso es que ha de ser simétrica. Así, también la tribuna de nuestro Campo de Mayo junto al Salón de Deportes era una tribuna marcadamente simétrica. De arriba abajo: seis cruces gamadas, una al lado de la otra. Luego, banderas, banderolas y estandartes. Luego, una hilera de negros SS con los barbuquejos bajo la barbilla. Luego, dos hileras de SA que, mientras se cantaba y discursaba, permanecían con las manos puestas en la hebilla del cinturón. Luego, sentados, varias hileras de camaradas del Partido en uniforme; detrás del atril del orador, más camaradas, jefas de las organizaciones femeninas con caras de mamas, representantes del Senado, de paisano, invitados del Reich y el prefecto de la policía o su delegado.
El pedestal de la tribuna se veía rejuvenecido por la Juventud hitleriana o, más exactamente, por la charanga regional de los Muchachos y la banda de tambores y cornetas de la JH. En algunas manifestaciones, se encomendaba a un coro mixto, asimismo dispuesto siempre simétricamente a derecha e izquierda, la tarea de recitar consignas o bien de cantar el Viento del Este, tan popular, y que, a voz en cuello, es el más apto de todos los vientos para el despliegue de los trapos de las banderas.
Bebra, que me había besado en la frente, había dicho también: «Óscar, no te pongas nunca delante de una tribuna. ¡A nosotros nos corresponde estar en la tribuna!».
La mayoría de las veces lograba yo hallar sitio entre algunas de las jefas de las organizaciones femeninas. Por desgracia, durante la manifestación, aquellas damas no dejaban, por motivos de propaganda, de acariciarme. Con los bombos, las charangas y los tambores al pie de la tribuna no podía yo mezclarme a causa de mi tambor, ya que a éste le repugnaba el estilo mercenario de los bombos. Por desgracia falló también un intento del jefe de adiestramiento del distrito Löbsack. Este hombre me decepcionó gravemente. Ni era, como yo lo había supuesto, delegado de Bebra, ni supo apreciar, a pesar de su joroba tan prometedora, mi verdadera grandeza.
Cuando uno de los domingos de tribuna me le acerqué hasta casi el atril, le hice el saludo del Partido, lo miré, primero sin mirarlo, pero luego guiñando un ojo, y le susurré: —¡Bebra es nuestro Führer!—, no experimentó Löbsack la menor revelación, sino que me acarició exactamente lo mismo que la organización femenina NS, para finalmente disponer —puesto que había de pronunciar su discurso— que se llevaran a Óscar de la tribuna; entonces dos jefas de la Federación de Muchachas Alemanas me tomaron entre ellas y no cesaron, durante todo el resto de la manifestación, de preguntarme por mi «papi» y mi «mami».
Nada tiene de sorprendente, pues, que ya en el verano del treinta y cuatro y sin que el putsch de Róhm tuviera nada que ver con ello, el Partido empezara a decepcionarme. Cuanto más contemplaba la tribuna, plantado frente a ella, tanto más se me iba haciendo sospechosa aquella simetría, que la joroba de Löbsack apenas lograba atenuar. Es obvio que mi crítica había de dirigirse ante todo contra los tambores y los músicos de la charanga, y así, en el verano del treinta y cinco, un domingo bochornoso me las hube contra todos ellos.
Matzerath salió de casa a las nueve. Le había ayudado a limpiar las polainas de cuero pardo para que pudiera salir más temprano. Ya a esa hora precoz el calor era insoportable, y aun antes de llegar a la calle el sudor marcaba en los sobacos de su camisa del Partido unas manchas oscuras que se iban extendiendo. A las nueve y media en punto hizo su aparición Jan Bronski en un ligero traje claro de verano, zapato gris elegante lleno de agujeritos y sombrero de paja. Jugó un rato conmigo, pero sin quitarle los ojos de encima a mamá, que la víspera se había lavado el pelo. No tardé en apercibirme de que mi presencia cohibía la conversación del par, ponía en sus actos cierta rigidez y daba a los movimientos de Jan un algo de forzado. Manifiestamente, su ligero pantalón veraniego no daba más de sí, de modo que me largué siguiendo las huellas de Matzerath, sin por ello proponérmelo como modelo. Evitando cautelosamente las calles llenas de uniformes que conducían al Campo de Mayo, me acerqué por vez primera al lugar de la manifestación desde las pistas de tenis, contiguas al Salón de los Deportes. A este rodeo debo la visión de la parte posterior de las tribunas.
¿Han visto ustedes alguna vez una tribuna por detrás? Antes de congregarla ante una tribuna —lo digo sólo a título de proposición—, habría que familiarizar a toda la gente con la vista posterior de la misma. Él que una vez haya contemplado una tribuna por detrás estará en adelante inmunizado, si la contempló bien, contra cualquier brujería de las que, en una forma u otra, tienen lugar en las tribunas. Lo propio se aplica a la visión posterior de los altares de las iglesias: pero esto irá en otro capítulo.
Óscar, sin embargo, que siempre había sido propenso a ir hasta el fondo de las cosas, no se detuvo en la contemplación del andamiaje desnudo y, en su fealdad, poderosamente real, sino que, acordándose de las palabras de su mentor Bebra, se acercó por detrás a la tarima destinada a ser vista de frente, colóse con su tambor, sin el que no salía nunca, entre los palos, se dio con la cabeza en una lata de filo, se desgarró la rodilla con un clavo que salía alevosamente de la madera, oyó escarbar sobre él las botas de los camaradas del Partido y luego los zapatos de las organizaciones femeninas, llegando finalmente hasta el lugar más sofocante y más propio de aquel mes de agosto: bajo la tribuna, por dentro, detrás de una placa de madera, encontró lugar y abrigo suficiente para poder saborear con toda tranquilidad el encanto acústico de una manifestación política, sin que lo distrajeran las banderas ni los uniformes le ofendieran la vista.
Me acurruqué bajo el atril de los oradores. Por encima de mí, a derecha e izquierda, se mantenían de pie, según ya lo sabía, con las piernas separadas, cerrando los ojos cegados por la luz del sol, los jóvenes tambores de la banda juvenil y sus mayores de la Juventud Hitleriana. Y luego la muchedumbre, olíala yo a través de las grietas del revestimiento de la tribuna. Allí estaba, de pie, apretujándose los codos y los trajes domingueros; había venido a pie o en tranvía; había asistido en parte a misa temprana, sin hallar en ella satisfacción; había venido llevando a la novia del brazo, para ofrecerle a ésta un espectáculo; quería estar presente cuando se hace la historia, aunque en ello perdiera la mañana.
No, se dijo Óscar, no habrán hecho el camino en vano. Aplicó un ojo al agujero de un nudo del revestimiento y observó la agitación procedente de la Avenida Hindenburg. ¡Ahí venían! Sobre su cabeza se oyeron voces de mando, el jefe de la banda de tambores agitó su bastón, los de la charanga empezaron a soplar como probando sus instrumentos, se los aplicaron definitivamente a la boca y ¡allá va!: como una horrible colección de lansquenetes atacaron su metal deslumbrante de sidol hasta hacer a Óscar sentir náuseas y decirse: —¡Pobre SA Brandt, pobre joven hitleriano Quex, caísteis en vano!
Y como para confirmar esta evocación póstuma de los mártires del movimiento, mezclóse acto seguido a la trompetería un redoble sordo de tambores hechos de piel tensa de ternero. Aquel callejón que entre la muchedumbre conducía hasta la tribuna hizo presentir de lejos la proximidad de los uniformes, y Óscar anunció: —¡Ahora, pueblo mío, atención, pueblo mío!
El tambor ya lo tenía yo en posición. Con celestial soltura hice moverse los palillos en mis manos e, irradiando ternura desde las muñecas, imprimí a la lámina un alegre y cadencioso ritmo de vals, cada vez más fuerte, evocando Viena y el Danubio, hasta que, el primero y el segundo tambor lasquenetes se entusiasmaron con mi vals, y también los tambores planos de los muchachos mayores empezaron como Dios les dio a entender a adoptar mi preludio. Claro que entre ellos no dejaba de haber unos cuantos brutos, carentes de oído musical, que seguían haciendo bumbum, bumbumbum, cuando lo que yo quería era el compás de tres por cuatro, que tanto le gusta al pueblo. Ya casi estaba Óscar a punto de desesperar, cuando de repente cayó sobre la charanga la inspiración, y los pífanos empezaron, ¡oh Danubio!, a silbar azul. Sólo el jefe de la charanga y el de la banda de tambores seguían sin creer en el rey del vals y con sus inoportunas voces de mando; pero ya los había yo destituido; no había ya más que mi música. Y el pueblo me lo agradecía. Empezaron a oírse risotadas delante de la tribuna, y ya algunos me acompañaban entonando el Danubio, y por toda la plaza, hasta la Avenida Hindenburg, azul, y hasta el Parque Steffen, azul, iba extendiéndose mi ritmo retozón, reforzado por el micrófono puesto a todo volumen sobre mi cabeza. Y al espiar por el agujero del nudo hacia afuera, sin por ello dejar de tocar mi tambor con entusiasmo, pude apreciar que el pueblo gozaba con mi vals, brincaba alegremente, se le subía por las piernas: había ya nueve parejas, y una más, bailando, aparejadas por el rey del vals. Sólo Löbsack, que, rodeado de altos jefes y jefes de secciones de asalto, de Forster, Greiser y Rauschning, y con una larga cola parda de elementos del estado mayor, hervía entre la multitud, y ante el cual la callejuela frente a la tribuna amenazaba con cerrarse, sólo a él parecía no gustarle, inexplicablemente, mi ritmo de vals. Estaba acostumbrado, en efecto, a que se le promoviera hacia la tribuna al son de alguna marcha rectilínea, y hete aquí que ahora unos sonidos insinuantes venían a quitarle su fe en el pueblo. A través del agujero veía yo sus cuitas. Entraba el aire a través del agujero, y a pesar de que por poco hubiera yo pillado una conjuntivitis, me dio lástima, y pasé a un chárleston, a «Jimmy the Tiger», aquel ritmo que el payaso Bebra tocaba en el circo con botellas vacías de agua de seltz. Pero los jóvenes que estaban frente a la tribuna no entraban al chárleston, y es que se trataba de otra generación; no tenían, naturalmente, noción alguna del chárleston ni de «Jimmy the Tiger». No tocaban —¡oh amigo Bebra!— ni Jimmy ni el Tiger, sino que golpeaban como locos, soplaban en la charanga Sodoma y Gomorra. Y en esto se dijeron los pífanos: es igual brincar que saltar. Y el director de la charanga echaba pestes contra fulano y mengano, pese a lo cual los jóvenes de la charanga y de la banda seguían redoblando, silbando y trompeteando con un entusiasmo de todos los diablos, y Jimmy extasiábase en pleno día tigre-canicular de agosto, hasta que, por fin, los miles y miles de camaradas que se apretujaban ante la tribuna comprendieron y exclamaron: ¡es Jimmy the Tiger, que llama al pueblo al chárleston!
Y el que en el Campo de Mayo hasta ahí no bailara, echó ahora mano rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde, de las últimas damas disponibles. Sólo al pobre Löbsack le tocó bailar con su joroba, porque todo lo que allí llevaba faldas estaba ya tomado, y las damas de las organizaciones femeninas, que hubieran podido ayudarlo, escabullíanse lejos del Löbsack solitario por los bancos de la tribuna. Pero de todos modos también él bailaba, sacando tal vez la inspiración de su joroba, decidido a ponerle buena cara a la alevosa música de Jimmy y a salvar lo que pudiera salvarse.
Pero ya no quedaba nada por salvar. El pueblo se fue bailando del Campo de Mayo, después de dejarlo bien pisoteado aunque verde aún y, desde luego, completamente vacío. El pueblo, con «Jimmy the Tiger», se fue perdiendo por los vastos jardines del Parque Steffen. Porque allí se ofrecía la jungla prometida por Jimmy, allí los tigres andaban sobre patas de terciopelo: un sustituto de selva virgen para aquel pueblo que poco antes se agolpaba en el prado. La ley y el sentido del orden desaparecieron con las flautas. Y en cuanto a los que preferían la civilización, podían gozar de mi música en los anchurosos y bien cuidados paseos de la Avenida Hindenburg, plantada por vez primera en el siglo dieciocho, talada durante el sitio por las tropas de Napoleón en mil ochocientos siete y vuelta a replantar en mil ochocientos diez en honor de Napoleón; esto es, en terreno histórico, porque sobre mí no habían desconectado el micrófono y se oía hasta la Puerta de Oliva, y porque yo no aflojé hasta que, con el concurso de los bravos muchachos del pie de la tribuna y del tigre suelto de Jimmy, logramos vaciar el Campo de Mayo, en el que no quedaron ni las margaritas.
Y aun después que hube concedido a mi tambor su bien merecido descanso, los muchachos de los tambores se negaron a poner fin a la fiesta: se requería algún tiempo antes de que mi influencia musical dejara de actuar.
Hay que añadir, por otra parte, que Óscar no pudo abandonar el interior de la tribuna inmediatamente, porque, por espacio de más de una hora, delegaciones de los SA y de los SS golpearon con sus botas las tablas, buscando al parecer algo entre los palos que sostenían la tribuna —algún socialista, acaso, o algún grupo de agentes provocadores comunistas— y desgarrándose la indumentaria parda y negra. Sin entrar a enumerar aquí las fintas y las estratagemas de Óscar, baste decir escuetamente que a Óscar no lo encontraron, porque no estaban a la altura de Óscar.
Al fin se hizo la calma en aquel laberinto de madera que tendría más o menos la capacidad de aquella ballena en la que Jonás permaneció, impregnándose en aceite. Pero no, Óscar no era profeta, y además tenía hambre. No había allí Señor alguno que dijera: —¡Levántate, ve a la ciudad de Nínive y predica con ella!—. Para mí tampoco había necesidad alguna de que ningún Señor hiciera crecer un ricino que posteriormente, por mandato del mismo Señor, un gusano viniera a destruir. Ni tenía por qué lamentarme a propósito de tal ricino bíblico ni a propósito de Nínive, aunque ésta tuviera por nombre Danzig. Metíme mi tambor, que nada tenía de bíblico, bajo el jersey, pues bastante quehacer tenía conmigo mismo y, sin tropezar contra cosa alguna ni estropearme la ropa en ningún clavo, hallé la salida de las entrañas de una tribuna para manifestaciones de toda clase, que sólo por casualidad tenía las proporciones de la ballena engullidora de profetas.
¿Quién prestaría la menor atención a aquel chiquitín que silbando y al paso lento de sus tres años caminaba por la orilla del Campo de Mayo en dirección al Salón de los Deportes? Más allá de las pistas de tenis seguían brincando mis muchachos del pie de la tribuna con sus tambores lansquenetes, sus tambores planos, sus pífanos y sus charangas. Ejércitos punitivos, verifiqué, sin sentir más que una ligera compasión al verlos brincar obedeciendo a los silbatazos de su jefe. A un lado de su amontonado estado mayor, Löbsack se paseaba con su joroba solitaria. En los extremos de la pista que se había hecho, donde daba media vuelta sobre los tacones de sus botas, había conseguido arrancar toda la hierba y todas las margaritas.
Al llegar Óscar a su casa, la comida estaba ya servida: había estofado de liebre con patatas al vapor, col morada y, de postre, budín de chocolate con crema de vainilla. Matzerath ni chistó. Durante la comida, los pensamientos de la mamá de Óscar vagaban por alguna otra parte. Por la tarde, en cambio, hubo escándalo familiar por cosas de los celos y del Correo polaco. Al atardecer, una tormenta refrescante, con aguacero y soberbio redoble de granizo, brindó una función bastante prolongada. El metal agotado de Óscar pudo al fin encontrar reposo y escuchar.