La doctora señorita Hornstetter, que viene casi todos los días a mi cuarto el tiempo preciso para fumarse un cigarrillo y debería tratarme como médico, pero que, tratada por mí, abandona la habitación menos excitada; ella, tan tímida que apenas debe de tener más trato íntimo que con su cigarrillo, se empeña en sostener que en mi juventud hube de carecer de contactos: que he jugado demasiado poco con otros niños.
Por lo que se refiere a los niños, es posible que no esté del todo equivocada. Hallándome tan absorbido por la actividad pedagógica de Greta Scheffler y solicitado a tal punto entre Goethe y Rasputín, aun con la mayor buena voluntad no hubiera tenido tiempo para jugar al corro o al escondite. Pero además, cada vez que, por imitar a los sabios, abandonaba los libros y aun maldecía de ellos como sepulcros de letras para buscar contacto con el pueblo, venía a toparme con los granujas de nuestra casa de pisos, y podía considerarme feliz si después de algún comercio con tales caníbales lograba volver sano y salvo a mis libros.
Óscar podía dejar la casa de sus padres ya fuese a través de la tienda, lo que le ponía en el Labesweg, o bien por la puerta de la casa, que daba a la caja de la escalera, desde donde, a la izquierda, podía salir directamente a la calle, o subir los cuatro tramos hasta el desván, donde el músico Meyn tocaba su trompeta; el patio del edificio le ofrecía una última posibilidad. La calle estaba adoquinada. En la tierra apisonada del patio multiplicábanse los conejos y se sacudían las alfombras. El desván ofrecía, además de los dúos ocasionales con el borracho señor Meyn, un buen panorama, una perspectiva y ese agradable aunque ilusorio sentimiento de libertad que buscan los que se suben a las torres y que hace de todos los inquilinos de buhardillas unos soñadores.
Mientras que el patio estaba lleno de peligros para Óscar, el desván le brindaba la seguridad, hasta que Axel Mischke y su pandilla acabaron por perseguirlo también allí. El patio tenía el ancho del edificio, pero sólo siete pasos de profundidad, y colindaba, separado de ellos por una empalizada de postes alquitranados provistos en lo alto de alambre de púas, con tres patios más. Ese laberinto se dominaba perfectamente bien desde el desván: las casas del Labesweg, de las dos calles transversales Hertastrasse y Luisenstrasse y la calle de la Virgen María que quedaba enfrente y más alejada, delimitaban un rectángulo considerable formado por patios en el que se encontraban también una fábrica de pastillas para la tos y varios talleres de reparaciones. Aquí y allá levantábase en los patios algún árbol o arbusto que indicaba la estación del año. En cuanto a los conejos y las alfombras, todos los patios, aunque diferían en tamaño, eran por el estilo. Y si bien los conejos se veían todo el año, en cambio las alfombras, con arreglo al reglamento anterior, sólo podían sacudirse los martes y los viernes. En tales días el complejo del patio se manifestaba en toda su grandeza. Óscar podía contemplarlo y oírlo desde lo alto del desván: más de cien alfombras de habitación, de corredor y de cama eran frotadas con col fermentada, cepilladas, golpeadas y obligadas finalmente a revelar los dibujos tejidos. Cien amas de casa sacaban arrastrando otros tantos cadáveres de alfombras, exhibían los brazos carnosos y desnudos, protegíanse el pelo y los peinados con pañuelos bien anudados, colgaban las alfombras de las barras, echaban mano a los sacudidores de mimbre trenzado y a fuerza de golpes trascendían la estrechez de los patios.
Óscar odiaba este himno unánime a la limpieza. Trataba de luchar con su tambor contra el fenomenal estruendo, pero aun en el desván, que quedaba distante, tenía que confesar su impotencia frente a las amas de casa. Cien mujeres sacudiendo alfombras son capaces de tomar el cielo por asalto y embotar las alas de las jóvenes golondrinas; con unos cuantos golpes, hundían el templete que el tambor de Óscar se construía en el aire abrileño.
Los días en que no se sacudían alfombras, la chiquillería del edificio practicaba ejercicios en la barra de madera del sacudidor. Rara vez iba yo al patio. Sólo el cobertizo del viejo señor Heilandt me brindaba allí cierta seguridad, ya que el viejo me admitía únicamente a mí en su trastero y apenas dejaba a los otros muchachos echar una mirada a sus máquinas de coser descompuestas, a sus bicicletas incompletas, sus tornos, sus poleas y los clavos torcidos y vueltos a enderezar que guardaba en viejas cajas de cigarros. Había hecho de eso una ocupación: cuando no arrancaba precisamente los clavos de las tablas de alguna caja, enderezaba sobre un yunque los clavos arrancados la víspera. Aparte de no dejar que se perdiera un solo clavo, era también el que ayudaba en las mudanzas, el que las vísperas de las fiestas mataba los conejos, y escupía por todas partes, en el patio, en la caja de la escalera y en el desván, el jugo de su tabaco de mascar.
Un día en que, como suelen hacerlo los niños, los rapaces cocían una sopa junto a su cobertizo, Nuchi Eyke rogó al viejo Heilandt que escupiera tres veces en el puchero. El viejo lo hizo desde lejos, y desapareció luego en su antro, y estaba ya golpeando otra vez sus clavos cuando Axel Mischke añadió a la sopa otro ingrediente: un ladrillo triturado. Óscar contemplaba estos ensayos culinarios con curiosidad, pero se mantenía a cierta distancia. Con colchas y cobertores, Axel Mischke y Harry Schlager habían armado una especie de tienda de campaña, para que ningún adulto les mirara su sopa. Cuando la harina de ladrillo empezó a hervir, el pequeño Hans Kollin vació sus bolsillos y donó para la sopa dos ranas vivas que había cogido en el estanque de la cervecería. Susi Kater, la única muchacha bajo la tienda, hizo un mohín de decepción y disgusto al ver que las ranas se sumergían en la sopa sin el menor aspaviento y sin intentar siquiera un salto lateral. Primero fue Nuchi Eyke el que se desabrochó el pantalón y, sin consideración alguna por Susi, orinó en el puchero. Axel, Harry y el pequeño Hans Kollin siguieron su ejemplo. Pero cuando el Quesito quiso mostrarse a la altura de los muchachos de diez años, el asunto no funcionó. Entonces todos se volvieron hacia Susi, y Axel Mischke le tendió una cazuela esmaltada azul persil, abollada en los bordes. En este punto, Óscar ya hubiera querido irse, pero esperó todavía a que Susi, que a buen seguro no llevaba bragas bajo su falda, se agachara agarrándose las rodillas, habiéndose previamente deslizado la cazuela debajo, para quedarse mirando al vacío y arrugar la nariz en el momento en que un sonido metálico de la cazuela vino a revelar que Susi sí tenía con qué contribuir a la sopa.
Entonces me eché a correr. No debí haber corrido, sino que hubiera debido irme tranquilamente. Pero como me oyeron correr, todos los ojos que un momento antes pescaban todavía en la sopa se fijaron en mí. Oí la voz de Susi Kater: —Éste va a delatarnos. Si no, ¿por qué corre?—. Lo que me hizo subir tropezando los cuatro tramos de la escalera para no recobrar mi aliento hasta llegar al desván.
Yo tenía entonces siete años y medio. Susi tal vez nueve. El Quesito apenas llegaría a los ocho, en tanto que Axel, Nuchi, el pequeño Hans y Harry andarían por los diez u once. Y estaba también María Truczinski, que era algo mayor que yo, pero que no jugaba nunca en el patio, sino con sus muñecas en la cocina de mamá Truczinski o con su hermana mayor, Gusta, que estaba de auxiliar en un kindergarten protestante.
¿Qué tiene de particular que hoy todavía me crispe los nervios oír a una mujer orinar en un orinal? Cuando en aquella ocasión Óscar apenas había calmado su oído tocando el tambor y se sentía en su desván al abrigo de la sopa que burbujeaba abajo, vio venir de repente a todos los que habían contribuido a hacerla, descalzos unos y otros con sus zapatos de lazos, y Nuchi cargando el puchero. Se colocaron alrededor de Óscar, en tanto que el Quesito protegía la salida. Se daban uno a otro con el codo, cuchicheando: ¡Anda, dásela tú!, hasta que Axel cogió a Óscar por detrás, lo inmovilizó, y Susi, riendo con la lengua entre sus dientes húmedos y regulares, dijo que no tenía reparo en hacerlo. Cogió a Nuchi la cuchara, la limpió hasta sacarle brillo en sus muslos, la sumergió en el puchero hirviente, removió lentamente probando la resistencia del caldo, como lo hacen las buenas amas de casa, sopló luego sobre la cuchara llena para enfriarla un poco, y, finalmente, le hizo tragar a Óscar la sopa, me la hizo tragar a mí: en mi vida he vuelto a comer algo parecido, ni es fácil que llegue nunca a olvidar aquel gusto.
Sólo cuando por fin toda aquella familia tan excesivamente solícita por el bien de mi cuerpo me dejó, porque Nuchi hubo de vomitar en el puchero, logré arrastrarme hasta el tendedero, en el que en aquella ocasión no había más que un par de sábanas, y devolví el par de cucharadas de aquel caldo rojizo, pero sin poder descubrir en la devolución la menor traza de las ranas. Me encaramé sobre una caja bajo el tragaluz abierto del desván, miré hacia los patios lejanos, e hice crujir restos de ladrillo entre mis dientes, sintiendo la necesidad de alguna hazaña; examiné las ventanas distantes de la calle de la Virgen María, de vidrio reluciente; grité, chillé hacia allá con proyección a distancia, pero no pude observar resultado alguno. Y sin embargo, estaba yo tan convencido de las posibilidades de la acción distante de mi canto, que en adelante el patio y los patios se me hicieron demasiado estrechos y, sediento de lejanía, de distancia y de perspectiva, aproveché en lo sucesivo toda oportunidad que, solo o de la mano de mamá, me llevara lejos del Labesweg y del suburbio y me sustrajera a las emboscadas de todos los cocineros de sopas de nuestro estrecho patio.
Los jueves de cada semana mamá solía hacer sus compras en la ciudad. La mayoría de las veces me llevaba con ella, y me llevaba siempre que se trataba de comprar en la tienda de Segismundo Markus del pasaje del Arsenal, junto al Mercado del Carbón, un nuevo tambor. En aquel tiempo, o sea entre mis siete y mis diez años, me acababa un tambor cada quince días. De los diez a los catorce no necesitaba ni una semana para romperlo tocando. Más adelante había de llegar a convertir un tambor en chatarra de tambor en un solo día de tamboreo mientras que, por otra parte, en caso de estado ecuánime de espíritu, podía tocarlo durante tres o cuatro meses, con cuidado pero no por ello menos fuerte, sin que con excepción de alguna grieta en el esmalte se apreciara en mi tambor daño alguno.
Pero quisiera hablar ahora de aquella época en que dejaba nuestro patio con su barra de sacudir, con el viejo enderezador de clavos Heilandt y los rapaces inventores de sopas y, en compañía de mamá, iba cada quince días a la tienda de Segismundo Markus para escoger de entre su provisión de tambores de juguete, un tambor. A veces mamá me llevaba también con ella aunque mi tambor estuviera todavía en buen uso, y aquellas tardes en el pintoresco barrio viejo de la ciudad, con su perpetuo aspecto de museo y el repicar constante de éstas o las otras campanas, saboreábalas yo con delicia.
Por lo general las visitas transcurrían con una regularidad agradable. Una que otra campana en Leiser, Sternfeld o Machwitz, y luego nos llegábamos hasta la tienda de Markus, que había tomado la costumbre de decirle a mamá toda clase de piropos selectos y halagadores. No cabe duda que la cortejaba, pero, que yo sepa, nunca fue más allá de un beso silencioso sobre la mano de mamá, de la que se apoderaba con ardor y decía que valía su peso en oro —con excepción, sin embargo, de la vez aquella en que se le puso de rodillas, como luego se dirá.
Mamá, que había heredado de la abuela Koljaiczek la figura arrogante, maciza y derecha, así como una amable vanidad asociada a un carácter bonachón, aceptaba aquellas atenciones tanto más gustosamente cuanto que Segismundo Markus, de vez en cuando, más bien le regalaba que le vendía, a precios irrisorios, surtidos de seda para coser y medias adquiridas en ocasión de gangas pero no por ello menos impecables. Sin hablar de mis tambores, sacados de detrás del mostrador y a un precio ridículo cada dos semanas.
En cada visita, exactamente a las cuatro y media, mamá rogaba a Segismundo que le permitiera confiarme, a mí, Óscar, a su custodia allí en la tienda, so pretexto todavía de algunos encargos rápidos e importantes. Con una sonrisita maliciosa inclinábase Markus respetuosamente y prometía a mamá que me guardaría, a mí, Óscar, como a la niña de sus ojos, mientras ella se dedicaba a sus tan importantes ocupaciones. Un tono ligeramente burlón, pero sin llegar a molesto, daba a sus frases un carácter especial y hacía eventualmente que mamá se sonrojara y sospechara que Markus estaba al corriente.
Pero también yo conocía la índole de aquella clase de asuntos que mamá llamaba importantes y a los que se dedicaba con excesivo celo. Durante un tiempo había tenido que acompañarla a una pensión barata de la calle de los Carpinteros, donde ella desaparecía por la caja de la escalera para reaparecer unos tres cuartos de hora después, en tanto que yo había de esperar junto a la patrona, que por lo regular sorbía su «mampe», detrás de una limonada que me servían sin decir palabra y era siempre igualmente detestable, hasta que mamá volvía, apenas cambiada, se despedía de la patrona, que ni siquiera levantaba la vista, y me tomaba de la mano, sin darse cuenta de que la temperatura de la suya la delataba. Con las manos calientes una en la otra nos íbamos luego al Café Weitzke, de la calle de los Tejedores, en donde mamá pedía un moka y Óscar un helado de limón y esperábamos hasta que, no mucho después como por casualidad, pasara por allí Jan Bronski, se sentara junto a nosotros y se hiciera asimismo servir un moka sobre el mármol refrescante de la mesa.
Hablaban delante de mí con desenfado, y sus palabras me confirmaban lo que yo ya sabía hacía tiempo; que mamá y tío Jan se encontraban casi cada jueves en un cuarto de la pensión de la calle de los Carpinteros alquilado por él, para pasar juntos unos tres cuartos de hora. Probablemente fue Jan quien manifestaría el deseo de que no se me llevara más a la pensión y a continuación al Café Weitzke. En ocasiones era muy pudoroso, más que mamá, que no veía ningún mal en que yo fuera testigo de aquella hora de amor en vías de extinción, de cuya legitimidad, por lo demás, incluso después de los hechos, parecía estar perfectamente convencida.
Así pues, por indicación dejan, permanecía yo todos los jueves por la tarde desde las cuatro y media hasta poco antes de las seis en la tienda de Segismundo Markus, donde podía contemplar y utilizar todo el surtido de tambores y aun podía tocar varios tambores a la vez —¿en dónde más hubiera podido hacer lo mismo?— al tiempo que veía la cara de perro triste que ponía Markus. Porque aunque yo ignorara de dónde procedían sus pensamientos, sabía bien a dónde iban a parar, y que se detenían en la calle de los Carpinteros y raspaban allí las puertas numeradas o que, al igual que el pobre Lázaro, se acurrucaban bajo la mesa de mármol del Café Weitzke, esperando ¿qué? ¿Migajas, tal vez?
Pero mamá y Bronski no dejaban migaja alguna. Se lo comían todo ellos mismos. Tenían ese enorme apetito que no se sacia nunca y se muerde su propia cola. Y estaban tan ocupados que, a lo sumo, habrían tomado los pensamientos de Markus bajo la mesa por la caricia molesta de una corriente de aire.
Una de aquellas tardes —hubo de ser en septiembre, porque mamá dejó la tienda de Markus en su traje sastre color rojo otoño—, sabiendo a Markus sumergido, enterrado y aun probablemente perdido detrás del mostrador, me animé a salir con mi tambor nuevo, acabado de comprar, al pasaje del Arsenal, aquel túnel fresco y oscuro a cuyos lados se alineaban, un escaparate tras otro, los comercios más distinguidos, tales como joyerías, tiendas de comestibles finos y librerías. No me entretuve viendo los objetos expuestos, valiosos sin duda pero enteramente fuera de mis posibilidades, sino que seguí por el túnel y llegué hasta el Mercado del Carbón. Allí me planté, en medio de una luz polvorienta, frente a la fachada del Arsenal, cuyo gris basalto estaba tachonado de balas de cañón de distintos tamaños, procedentes de los diversos períodos de sitio, a fin de que dichas jorobas de hierro recordaran a todo transeúnte la historia de la ciudad. A mí las balas no me decían nada, sobre todo porque sabía que no habían ido a incrustarse allí por sí mismas, sino que había en la ciudad un albañil al que el Servicio de Edificaciones ocupaba y pagaba, junto con el Servicio para la Conservación de Monumentos, para que empotrara en las fachadas de diversas iglesias y ayuntamientos, lo mismo que por delante y por detrás del Arsenal, las municiones de los siglos pasados.
Quería entrar en el Teatro Municipal, cuyo portal de columnas se levantaba allí cerca, a mano derecha, separado sólo del Arsenal por una callejuela angosta y oscura. Pero como estaba cerrado, lo que ya me suponía —la taquilla no abría hasta las siete de la noche—, me fui tocando el tambor hacia la izquierda, indeciso y pensando ya en la retirada, hasta que Óscar se encontró de repente entre la Torre de la Ciudad y la Puerta de la calle Mayor. No me atreví a atravesar la Puerta, tomar por la calle Mayor y, doblando a la izquierda, entrar a la calle de los Tejedores, porque allí estaban sentados mi madre y Jan Bronski o, de no estar allí, entonces es que estaban terminando en la calle de los Carpinteros o estaban ya tal vez camino del café reparador en la mesita de mármol.
No sé cómo llegué a atravesar la calzada del Mercado del Carbón, entre los tranvías que pasaban constantemente enfilando hacia la Puerta o que salían de ésta tocando la campanilla y chirriando al tomar la curva para meterse luego por el Mercado del Carbón y el Mercado de la Madera en dirección de la Estación Central. Posiblemente algún adulto, tal vez un policía me tomaría de la mano y me conduciría sano y salvo a través de los peligros del tránsito.
Y ahora me hallaba al pie de la Torre de la Ciudad, cuya mole de ladrillo se levantaba escarpada hacia el cielo, y en realidad sólo casualmente y de puro aburrimiento introduje los palillos de mi tambor entre la obra de albañilería y el batiente guarnecido de hierro de la puerta de la Torre. Alcé los ojos para mirar a lo alto, pero me resultaba difícil abarcar con la vista toda la fachada, porque a cada momento las palomas se echaban a volar desde algún nicho del muro o desde las ventanas de la Torre, para posarse acto seguido en alguna gárgola o en algún saliente y, después de descansar en él breves instantes, lo más que aguanta una paloma, volvían a levantar el vuelo llevándose prendida mi mirada.
El juego de las palomas me resultaba molesto. Me dolía que mi mirada se extraviara en aquella forma, así que la aparté y me concentré seriamente, y también para quitarme el enojo, en usar los palillos como palanca. Y he aquí que la puerta cedió, y antes de que se abriera por completo, ya Óscar se hallaba en el interior de la Torre, en la escalera de caracol, y subía ya, levantando siempre primero la pierna derecha y haciendo seguir luego la izquierda, hasta llegar a las primeras mazmorras enrejadas, y se enroscaba cada vez más hacia arriba, dejando ya tras sí la cámara de las torturas con sus instrumentos cuidadosamente conservados e instructivamente etiquetados, y subía más —ahora echando por delante la pierna izquierda y haciendo seguir la derecha—, y lanzaba una mirada por una ventana estrecha con barrotes, apreciaba la altura, calculaba el espesor del muro, ahuyentaba las palomas, volvía a encontrarlas una vuelta más arriba de la escalera de caracol, empezaba de nuevo con la derecha y hacía seguir la izquierda y, al llegar después de otro cambio de piernas a lo alto, Óscar hubiera podido seguir subiendo y subiendo todavía por mucho tiempo, aunque tanto la pierna derecha como la izquierda se le hacían de plomo. Pero la escalera se había dado por vencida prematuramente. Óscar comprendió la falta de sentido y la impotencia que caracterizan la construcción de torres.
Ignoro cuál era la altura de la Torre y cuál sigue siendo, pues ha sobrevivido a la guerra. Tampoco tengo gana de pedirle a mi enfermero Bruno que me traiga alguna obra de consulta sobre la arquitectura gótica en ladrillo de la Alemania Oriental. Considero que hasta la punta de la Torre habrá más o menos sus buenos cuarenta y cinco metros.
En cuanto a mí, y la culpa es de la escalera de caracol que se cansó antes de tiempo, tuve que detenerme en la galería que circunda la flecha. Me senté, colé mis piernas entre las columnitas de la balaustrada, me incliné hacia adelante y, abrazado con el brazo derecho a una de las columnas y asegurándome con el izquierdo el tambor que había hecho toda la ascensión conmigo, miré hacia abajo, al Mercado del Carbón.
No voy a aburrir ahora a ustedes con la descripción de un panorama poblado de torres, sonoro de campanas, de respetable antigüedad, atravesado todavía según dicen por el soplo de la Edad Media y reproducido en mil buenos grabados: una descripción de la ciudad de Danzig a vista de pájaro. Tampoco me voy a ocupar de las palomas, aunque se haya dicho tantas veces que de ellas puede escribirse mucho. A mí una paloma no me dice prácticamente nada; prefiero una gaviota. La expresión paloma de la paz no es más que una paradoja, a mi juicio: antes confiaría yo un mensaje de paz a un azor o un buitre que a la paloma, la más pendenciera de las aves bajo el cielo. En fin: en la Torre de la Ciudad había palomas, pero después de todo las hay también en toda torre digna de este nombre y que con ayuda de su correspondiente conservador se respete a sí misma.
Mi vista se posaba en algo muy distinto; el edificio del Teatro Municipal que había encontrado cerrado al salir del pasaje del Arsenal. Con su cúpula, el viejo edificio exhibía una semejanza diabólica con un molinillo clásico de café descomunalmente aumentado, aunque le faltaba en la cima la manivela que hubiera sido necesaria para reducir a una papilla horripilante, en un templo de las Musas y de la Cultura lleno cada noche a rebosar, un drama en cinco actos con sus actores, los bastidores, el apuntador, los accesorios, los telones y todo lo demás. Me irritaba la construcción y las ventanas flanqueadas de columnas del foyer que el sol poniente, cada vez más rojo, se resistía a abandonar.
En aquella hora, a unos treinta metros por encima del Mercado del Carbón, de los tranvías y de los empleados que salían de las oficinas, muy por encima del baratillo de Markus con su olor empalagoso, de las frías mesitas de mármol del Café Weitzke, de dos tazas de moka y de mamá y Jan Bronski, y dejando asimismo muy abajo nuestra casa de pisos, el patio, los patios, los clavos torcidos o enderezados, los niños del vecindario y sus sopas de ladrillo, yo, que hasta entonces nunca había gritado como no fuera por motivos coercitivos, me convertí en gritón sin motivo ni coerción. Y si hasta el momento de mi ascensión a la Torre de la Ciudad sólo había lanzado mis sonidos penetrantes contra la estructura de un vaso, contra las bombillas o contra alguna botella vacía de cerveza cuando querían quitarme mi tambor, ahora, en cambio, grité desde lo alto de la Torre sin que mi tambor tuviera nada que ver con ello.
Nadie quería quitarle a Óscar el tambor, y sin embargo Óscar gritó. Y no es que alguna paloma dejara caer una inmundicia sobre el tambor para arrancarle un grito. Por allí cerca había cardenillo en las láminas de cobre, pero no vidrio, y sin embargo Óscar gritó. Las palomas tenían ojos brillantes con reflejos rojizos, pero ningún ojo de vidrio lo miraba, y sin embargo gritó. ¿Y hacia dónde gritó, qué distancia lo atraía? ¿Tratábase acaso de demostrar aquí deliberadamente lo que desde el desván se había intentado sin propósito fijo, por encima de los patios, después de la delicia de aquella sopa de harina de ladrillo? ¿Cuál vidrio tenía Óscar en la mente? ¿Con cuál vidrio —y no puede tratarse sino de vidrio— quería Óscar efectuar experimentos?
Era el Teatro Municipal, era aquel dramático molinillo de café lo que atraía mis sonidos de nuevo cuño, ensayados por primera vez en el desván y casi manieristas, diría yo, hacia sus ventanas iluminadas por el sol poniente. Tras algunos minutos de chillar con mayor o menor intensidad aunque sin resultado, logré producir un sonido casi inaudible y, con satisfacción y mal disimulado orgullo, pudo Óscar hacer acto de presencia: dos de los cristales centrales de la ventana izquierda del foyer habían debido renunciar al sol y se veían cual dos rectángulos negros que exigían nuevos cristales en forma imperiosa.
Era preciso confirmar el éxito. Me produje como uno de esos pintores modernos que, una vez que dan con el estilo que han buscado por espacio de muchos años, lo ilustran regalando al mundo estupefacto una serie completa de ejercicios manuales de su manera, igualmente magníficos, igualmente atrevidos, de igual valor y a menudo de idéntico formato todos ellos.
En menos de un cuarto de hora logré dejar sin vidrios todas las ventanas del foyer y parte de las puertas. Frente al Teatro se juntó una multitud que, según podía apreciarse desde arriba, parecía excitada. Nunca faltan los curiosos. A mí los admiradores de mi arte no me impresionaban mayormente. A lo sumo, indujeron a Óscar a trabajar en forma más estricta y más formal todavía. Y ya me disponía, por medio de un experimento aún más audaz, a poner al descubierto el interior de las cosas, es decir, a enviar al interior del Teatro, oscuro a aquella hora todavía, a través del foyer abierto y pasando por el ojo de la cerradura de un palco, un grito especial que había de atacarse a lo que constituía el orgullo de todos los abonados: la araña central con todos sus colgajos de vidrio pulido, reluciente y cortado en facetas refringentes, cuando de pronto percibí entre la multitud congregada ante el Teatro una tela de color rojo otoño: mamá había acabado ya lo del Café Weitzke, había saboreado su moka y dejado ya a Jan Bronski.
Hay que confesar sin embargo que, de todos modos, Óscar emitió todavía un grito dirigido contra la araña. Pero parece que no hubo de tener éxito, porque los periódicos del día siguiente sólo hablaron de los cristales del foyer y de las puertas, rotos en forma enigmática. Y por espacio de varias semanas más, la prensa diaria, en su sección editorial, dio acogida a investigaciones seudocientíficas y científicas en que se dijeron sandeces increíbles a varias columnas. Las Últimas Noticias sacaron a relucir los rayos cósmicos. Elementos del Observatorio, esto es, investigadores intelectuales altamente calificados, hablaron de las manchas solares.
Bajé entonces por la escalera de caracol con toda la prisa que mis cortas piernas me permitían y llegué echando el bofe ante el portal del Teatro donde la multitud seguía congregada. Pero el traje sastre color rojo otoño de mamá ya no estaba: debía de hallarse ya en la tienda de Markus, explicando tal vez allí los daños que mi voz acababa de causar. Y el tal Markus, que tomaba mi supuesto retraso y mi voz diamantina como la cosa más natural del mundo, debía de estar chasqueando la punta de su lengua, pensaba Óscar, y frotándose las manos blanquiamarillas.
Al entrar en la tienda, ofrecióseme un cuadro que me hizo olvidar en el acto todos los éxitos de mi canto destructor de vidrios a distancia. Segismundo Markus estaba arrodillado ante mamá, y con él parecían querer arrodillarse también todos los animales de trapo, los osos, monos, perros y aun las muñecas de párpados movedizos, así como los autos de bomberos, los caballos mecedores y todos los demás títeres que guarnecían su tienda. Tenía prendidas con ambas manos las dos de mamá y, exhibiendo sobre el dorso de las suyas unas manchas parduzcas recubiertas de un vello claro, lloraba.
También mamá parecía seria y afectada, como correspondía a aquella situación.
—No, Markus, por favor —decía—, no aquí en la tienda.
Pero Markus seguía alegando, y su discurso tenía una entonación a la vez suplicante y exagerada, difícil de olvidar: —No siga usted con ese Bronski, ya que está en el Correo, que es polaco, y esto anda mal, digo, porque está con los polacos. No juegue usted en favor de los polacos; juegue, si quiere jugar, con los alemanes, porque éstos suben, si no hoy, mañana, porque ya están subiendo, y la señora Agnés sigue jugando en favor de Bronski. Si por lo menos jugara en favor de Matzerath, al que ya tiene, entonces bien. O bien, si quisiera ¡ojalá! jugar en favor de Markus y venir con Markus, ya que se acaba de hacer bautizar. Vamos a Londres, señora Agnés, donde tengo gente y todos los papeles que hacen falta: ¡ay, si quisiera usted venir! Pero si no quiere usted venir con Markus, porque lo desprecia, entonces está bien, desprécielo. Pero él le ruega de todo corazón que no juegue más en favor de ese loco de Bronski, que sigue en el Correo polaco, y a los polacos pronto los van a liquidar, cuando lleguen ellos, los alemanes.
Y precisamente en el momento en que mamá, confusa ante tantas posibilidades e imposibilidades, estaba también a punto de echarse a llorar, viome Markus a la entrada de la tienda, con lo cual, soltando una de las manos de mamá y señalando hacia mí con cinco dedos que parecían hablar, dijo: —Pues bien, sí señor, a éste también nos lo llevaremos a Londres, y lo trataremos como un principito, sí señor, como todo un principito.
Ahora volvióse también mamá hacia mí, y en sus labios se dibujó una sonrisa. Tal vez pensaba en las ventanas huérfanas de cristales del Teatro Municipal, o bien la perspectiva de la metrópoli londinense le infundía buen humor. Pero, con gran sorpresa de mi parte, sacudió la cabeza y dijo, con la misma sencillez que si rehusara un baile: —Gracias, Markus, pero no puede ser; es realmente imposible a causa de Bronski.
Como si el nombre de mi tío hubiera constituido un santo y seña, Markus se levantó automáticamente, hizo una inclinación rígida como de cuchillo de muelles y dijo: —Perdónele usted a Markus; ya me temía que no podría ser a causa de éste.
Al dejar la tienda del pasaje del Arsenal, aunque fuera todavía temprano, el tendero echó la cortina y nos acompañó hasta la parada de la línea 5. Frente al Teatro Municipal seguían todavía congregándose los transeúntes y había algunos policías. Pero yo no sentía miedo alguno y apenas me acordaba ya de mis éxitos contra el vidrio. Markus se inclinó hacia mí y me susurró al oído: —¡Qué cosas sabe hacer Óscar, toca el tambor y arma escándalo delante del Teatro!
Calmó con gestos de su mano la intranquilidad que se apoderó de mamá a la vista de los vidrios rotos, y al llegar el tranvía, despues que nosotros hubimos subido al remolque, imploró una vez más, en voz baja, temiendo ser oído de otros: —Si es así, quédese usted por favor con Matzerath, al que ya tiene, y no esté con los polacos.
Al rememorar hoy, tendido o sentado en su cama metálica pero tocando su tambor en cualquier posición, el pasaje del Arsenal, los garabatos de las paredes de los calabozos de la Torre de la Ciudad, la Torre misma y sus instrumentos aceitados de tortura, los tres ventanales del foyer del Teatro Municipal con sus columnas y otra vez el pasaje del Arsenal y la tienda de Markus para poder reconstruir los detalles de una jornada de septiembre, Óscar evoca al propio tiempo a Polonia. ¿La evoca con qué? Con los palillos de su tambor. ¿La evoca también con su alma? La evoca con todos sus órganos, pero el alma no es ningún órgano.
Y evoco la tierra de Polonia, que está perdida pero no está perdida. Otros dicen: pronto perdida, ya perdida, vuelta a perder. Aquí donde me encuentro buscan a Polonia con créditos, con la Leica, con el compás, con radar, con varitas mágicas y delegados, con humanismo, jefes de oposición y asociaciones que guardan los trajes regionales en naftalina. Mientras aquí buscan a Polonia con el alma —en parte con Chopin y en parte con deseos de revancha en el corazón—, mientras aquí se rechazan las particiones de Polonia de la primera a la cuarta y se planea ya la quinta, mientras de aquí se vuela a Polonia por la Air France y se deposita compasivamente una pequeña corona allí donde en un tiempo se levantaba el ghetto, mientras de aquí se buscará a Polonia con cohetes, yo la busco en mi tambor y toco: perdida, aún no perdida, vuelta a perder, ¿perdida en manos de quién?, perdida pronto, ya perdida, Polonia perdida, todo perdido, Polonia no está perdida todavía.