Rasputín y el ABC

Contándoles el primer encuentro de Óscar con un horario, acabo de decirles a mi amigo Klepp y al enfermero Bruno, que sólo me escucha a medias: Sobre aquella pizarra, que brindaba al fotógrafo el fondo para sus fotos tamaño tarjeta postal de los niños de seis años con sus mochilas y cucuruchos, se leía: Mi primer día de escuela.

Claro está que la frasecita sólo podían leerla las mamas, que se agrupaban detrás del fotógrafo y estaban más excitadas que los niños. En cuanto a éstos, colocados delante de la pizarra, sólo podrían leer la inscripción al año siguiente, en ocasión del ingreso de los nuevos alumnos de primer año, después de la Pascua, o bien descifrar, en las fotos mismas que guardaban, que aquellas hermosas instantáneas habían sido tomadas en su primer día de escuela.

Escrita en caligrafía Sütterlin, aquella inscripción que marcaba con tiza el inicio de una nueva etapa de la vida, extendíase con sus puntas agresivas, falseada en las curvas por el relleno, a lo ancho de la pizarra. De hecho, la escritura Sütterlin se presta para lo notable, las frases breves, para las consignas, por ejemplo. También para algunos documentos, que nunca he visto, a decir verdad, pero que me represento de todos modos escritos en letra Sütterlin: cosas como los certificados de vacuna, los diplomas deportivos y la sentencias de pena capital escritas a mano. Ya en aquella época, en la que sin duda no podía leer todavía la escritura Sütterlin sino sólo penetrarla, el doble lazo de la M sutterliniana con que empezaba la inscripción de marras —traicionera y oliendo a cáñamo—, me hacía pensar en el patíbulo. Y, con todo, me hubiera gustado poder leerla letra por letra en vez de presentirla sólo oscuramente. No vaya a pensarse que yo diera a mi encuentro con la señorita Spollenhauer un giro tan excelsamente vitricida y el carácter de una rebelión de protesta tamborística porque ya me supiera el ABC. ¡De ningún modo! Sabía perfectamente bien, por el contrario, que no bastaba en modo alguno con adivinar vagamente la escritura Sütterlin, y que carecía del saber escolar más elemental. Desgraciadamente, lo que a Óscar no podía gustarle era el método mediante el cual la señorita Spollenhauer se proponía instruirlo.

De ahí que al abandonar la Escuela Pestalozzi no decidiera en modo alguno que mi primer día de escuela fuera también el último. Se acabó la escuela, vivan las vacaciones. Nada de eso. Ya al tiempo que el fotógrafo me confinaba para siempre en la imagen pensaba para mí: Hete aquí ahora delante de una pizarra, y bajo una inscripción probablemente y posiblemente fatídica; puedes sin duda interpretar la inscripción por el carácter de la escritura y representarte asociaciones de ideas tales como la de la incomunicación, arresto preventivo, residencia vigilada y todos a la misma cuerda; pero lo que no puedes hacer es descifrarla. Por otra parte, y pese a tu ignorancia que clama al cielo seminublado, tienes el propósito de no volver a poner los pies en esta escuela con horario. Y entonces, Óscar, ¿dónde vas a aprender el pequeño ABC, y el grande?

Que existían un ABC pequeño y uno grande lo había colegido yo, entre otras cosas, de la existencia innumerable e ineludible de personas mayores que se llamaban a sí mismos adultos. Claro que a mí seguramente con el pequeño me bastara. Pero, en efecto, nadie cesa de justificar a cada paso la existencia de un ABC grande y uno pequeño con la de un catecismo grande y uno pequeño o de una tabla de multiplicar grande y una pequeña, y en ocasión de las visitas oficiales suele hablarse asimismo, según la concurrencia de diplomáticos y dignatarios condecorados, de una recepción grande o una pequeña.

Durante los meses siguientes, ni mamá ni Matzerath se preocuparon más por mi instrucción ulterior. Les bastaba con el único intento, por lo demás tan duro y humillante para mamá, que habían hecho para llevarme a la escuela. Al igual que el tío Bronski, cuando me contemplaban desde arriba suspiraban y sacaban a relucir viejas historias, como por ejemplo la de mi tercer aniversario: —¡La trampa abierta! Fuiste tú quien la dejaste abierta, ¿no es cierto? Tú estabas en la cocina y habías ido previamente a la bodega, ¿no es cierto? Fuiste a buscar una lata de ensalada de fruta, ¿no es cierto? Dejaste la trampa abierta, ¿no es cierto?

Todo lo que mamá le echaba en cara a Matzerath era cierto y, sin embargo, según sabemos, no lo era. Pero él llevaba el peso de la culpa, y a veces hasta lloraba, porque era capaz de enternecerse. Entonces mamá y Jan tenían que consolarlo, y me llamaban a mí, Óscar, una cruz que era necesario llevar, un destino probablemente inmutable, una prueba que no se sabía cómo había podido merecerse.

Ningún auxilio era pues de esperar por parte de estos portadores de cruz tan duramente castigados por el destino. También la tía Eduvigis, que a menudo venía a buscarme para llevarme a jugar con su pequeña Marga de dos años en el cuadro de arena del Parque Steffen, quedó eliminada como maestra para mí: tenía buen corazón, sin duda, pero era de una simplicidad de espíritu como la del cielo azul. Hube asimismo de apartar de mi mente a la señorita Inge, la del doctor Hollatz, y no porque no fuera azul celeste ni de corazón manso; por el contrario, era inteligente, y no una simple recepcionista de consultorio, sino una asistente insustituible, de modo que no disponía de tiempo para mí.

Varias veces al día subía y bajaba yo los ciento y tantos peldaños de la escalera del edificio de cuatro pisos, tocaba el tambor, en busca de consejo, a cada descansillo, y olía lo que había de comer en los departamentos de los diecinueve inquilinos, pero sin llamar a puerta alguna, porque ni en el viejo Heilandt ni en el relojero Laubschad, y no digamos ya en la gorda señora Kater o, pese a toda mi simpatía, en mamá Truczinski, alcanzaba yo a ver a mi futuro magister.

Arriba en la buhardilla vivía el músico y trompetista Meyn. El señor Meyn tenía cuatro gatos y estaba siempre borracho. Tocaba música de baile en el local «Zinglers Hohe», y la noche de Navidad iba pesadamente por las calles y la nieve con otros cuatro o cinco borrachines de su calaña, luchando, a fuerza de corales, contra el frío riguroso. Un día me lo encontré en su desván, tendido boca arriba sobre el suelo, de pantalón negro y camisa blanca de etiqueta, haciendo rodar entre sus pies sin zapatos una botella vacía de ginebra y tocando al mismo tiempo la trompeta como los propios ángeles. Sin quitarse el instrumento de la boca, me echó una mirada de reojo y alcanzando a verme plantando detrás de él, me aceptó tácitamente como tambor acompañante. Para él su latón no valía más que el mío. Nuestro dúo ahuyentó a sus cuatro gatos hacia el tejado e hizo vibrar ligeramente los canalones.

Cuando terminamos la música y dejamos los instrumentos, yo saqué de debajo de mi jersey un viejo ejemplar de las Últimas Noticias, lo alisé, me acurruqué al lado del trompetista Meyn, le tendí la lectura y le pedí que me enseñara el grande y el pequeño ABC.

Pero apenas hubo dejado su trompeta, el señor Meyn se quedó dormido. Para él sólo había tres verdaderas ocupaciones: la botella de ginebra, la trompeta y el sueño. Hasta que ingresó como músico en el cuerpo montado de la Sección de Asalto y dejó la bebida por algunos años, ejecutamos todavía con frecuencia y sin ensayo previo algunos otros dúos en el desván, para las chimeneas, los canalones, las palomas y los gatos; pero para maestro no servía.

Probé entonces con el verdulero Greff. Sin mi tambor, porque a Greff no le gustaba el sonido del metal, visité en varias ocasiones la tienda de los bajos casi enfrente de nuestra casa. Allí parecían darse todas las premisas de un estudio a fondo, ya que por todas partes, en la vivienda de dos piezas, en la misma tienda, arriba y detrás del mostrador y aun en el almacén relativamente seco para las patatas, había libros: libros de aventuras, libros de canciones, el Querubín vagabundo, las obras de Walter Flex, la Vida sencilla de Wiechert, Dafnis y Cloe, monografías de artistas, pilas de revistas de deportes, inclusive volúmenes ilustrados, con grabados de muchachos medio desnudos corriendo siempre, no se sabe por qué razón, detrás de balones, la mayoría de las veces en la playa, y mostrando unos músculos tan lustrosos que parecían aceitados.

Ya en aquella época tenía Greff muchos disgustos con su negocio. Al controlar su balanza y sus pesas unos inspectores de pesas y medidas habían comprobado algunas deficiencias. Sonó la palabrita fraude. Greff hubo de pagar una multa y comprar nuevas pesas. Lleno de preocupaciones como andaba, ya sólo lograban distraerlo sus libros y las veladas y las excursiones de fin de semana con sus exploradores.

Apenas si se dio cuenta de que yo entraba en la tienda; siguió marcando sus etiquetas con los precios, y yo aproveché la oportunidad para tomar tres o cuatro cartones blancos y un lápiz rojo y, con mucha aplicación e imitando la escritura de Sütterlin, sirviéndome como modelo para ello de las etiquetas ya marcadas, traté de atraer la atención del verdulero.

Pero probablemente Óscar era demasiado pequeño para él, y sus ojos no eran tampoco lo bastante grandes ni su tez lo bastante pálida. En vista de eso, solté el lápiz rojo, escogí un libróte lleno de desnudeces susceptibles de llamar la atención a Greff y, colocándome ostensiblemente de lado, en forma que también él pudiera verlos, empecé a contemplar grabados de muchachos que se inclinaban hacia adelante o se tendían hacia atrás, y que yo sospechaba podrían decirle algo.

Comoquiera que cuando no tenía en la tienda clientes que le pidieran zanahorias el verdulero se absorbía por completo en la confección de sus etiquetas, necesitaba yo abrir y cerrar el libro ruidosamente, o volver rápidamente las páginas con un crujido, con objeto de sacarlo de sus etiquetas y hacer que se fijara en mí y en mi avidez de lectura.

Más vale decirlo de una vez: Greff no me comprendió. Cuando había exploradores en la tienda —y por las tardes andaban siempre por allí dos o tres de sus lugartenientes—, no se daba cuenta para nada de la presencia de Óscar. Y cuando no había nadie, lo irritaban a tal punto mis interrupciones que se levantaba y ordenaba severamente: —¡Deja el libro en paz, Óscar! ¡No es para ti! Eres demasiado tonto y pequeño todavía, y sólo me lo vas a estropear y vale más de seis florines. Si quieres jugar, ¡aquí hay patatas y repollos suficientes para ello!—. Y quitándome el librote de las manos y hojeándolo sin la menor contracción de su cara, me dejaba allí entre berzas, coles de Bruselas, coles lombardas, repollos, nabos y tubérculos, solitario y abandonado porque Óscar no tenía consigo a su tambor.

Claro que quedaba todavía la señora Greff, y así, después de las reprimendas del verdulero, solía con frecuencia deslizarme hacia el dormitorio del matrimonio. En aquella época, la señora Lina Greff estaba en cama desde hacía varias semanas, andaba enferma, olía a camisa de dormir putrefacta y tomaba todo lo que se le ponía por delante, con excepción de algún libro que hubiera podido instruirme.

Con cierta envidia miraba Óscar en aquella época las carteras de los muchachos de su edad, a cuyo lado colgaban columpiándose y dándose importancia las esponjas y los trapitos de las pizarras. Y sin embargo, no recuerda haber tenido nunca pensamientos por el estilo de: tú mismo te lo buscaste, Óscar; hubieras debido ponerle buena cara al juego escolar; no hubieras debido romper tan para siempre con la Spollenhauer; ahora estos rapaces te van a adelantar; seguramente ellos ya han pasado el ABC grande y el pequeño en tanto que tú no sabes siquiera tener correctamente las Ultimas Noticias.

Con cierta envidia, acabo de decir, y no iba más allá, en efecto. Una sola prueba olfatoria superficial me había bastado para apartar la nariz definitivamente de la escuela. ¿No han olfateado ustedes alguna vez las esponjitas y los trapitos mal lavados y medio carcomidos de esas pizarras de marco amarillo que se van desgastando y retienen en el cuero barato de las carteras las emanaciones de la caligrafía, de la pequeña y la grande tabla de multiplicar y el sudor de los pizarrines chirriantes, humedecidos con saliva, que alternativamente se atascan y resbalan? De vez en cuando, cuando algunos muchachos, al salir de la escuela, acertaban a dejar cerca de mí sus carteras para jugar a la pelota, yo me inclinaba hasta las esponjas que se tostaban al sol, y me decía para mí que emanaciones tan acres sólo podían exhalarlas los sobacos de Satanás, si es que existía.

Así, pues, la escuela de las pizarras difícilmente podía gustarme. Pero con ello tampoco pretende dar a entender Óscar que aquella Greta Scheffler que de allí a poco había de hacerse cargo de su instrucción fuera la encarnación perfecta de su gusto.

Todo el inventario de la habitación de panaderos de los Scheffler en el Kleinhammerweg me ofendía. Aquellas carpetitas de adorno, los cojines bordados con escudos de armas, las muñecas a la Käthe-Kruse al acecho en los ángulos de los sofás, animales de trapo por todas partes, porcelana que clamaba por un elefante, recuerdos de viajes en todas direcciones, labores en curso de ejecución: de ganchillo, de tejido, de bordado, de trenzado, de anudado, de bolillo y orlas de puntilla. A este interior tan empalagosamente mono, tan deliciosamente hogareño, minúsculo hasta la asfixia, sobrecalentado en invierno y envenenado con flores en verano, sólo alcanzo a encontrarle una explicación, a saber: Greta Scheffler no tenía hijos; ella, a la que tanto le hubiera gustado tenerlos para tejerles cositas de punto, que se moría ¡ay! —¿sería culpa de Scheffler o culpa de ella?— por tener un hijito al que hacerle ropita de ganchillo, con cuentecitas, con volantitos, y al que cubrir con besitos de punto de cruz. Y aquí fue donde vine yo a parar para aprender el pequeño y el grande ABC. Me esforcé porque la porcelana y los recuerdos de viaje no sufrieran daño alguno. Dejaba como quien dice mi voz vitricida en casa y, cuando a Greta le parecía que ya se había tamboreado bastante, y, enseñándome en una sonrisa sus dientes de oro caballunos, me quitaba el tambor de las rodillas y lo ponía entre los ositos Teddy, yo cerraba un ojo.

Hice amistad con dos de las muñecas Käthe-Kruse, las apretaba contra mi pecho y flirteaba como un enamorado con las pestañas de estas dos damiselas que me miraban con perpetuo asombro; y así, por medio de esta amistad fingida con las muñecas —que por ser fingida parecía ser más real— iba tejiendo una red alrededor del corazón de Greta Scheffler, tejida también dos vueltas al derecho, dos al revés.

Mi plan no era malo. Ya a la segunda visita me abrió Greta su corazón o, mejor dicho, deshizo sus mallas, como se deshacen las mallas de una media, y puso al descubierto su larga hebra, deshilachada ya en algunos sitios y anudada en otros, abriendo delante de mí todos los armarios, todas las cajitas, exponiendo a mi vista todas aquellas monadas adornadas con cuentecitas —pilas de chaquetitas de punto, de baberos y de pantaloncitos como para niños de cinco años—, tendiéndolas hacia mí, probándomelas y volviéndomelas a quitar.

Mostróme luego las medallas de tiro ganadas por Scheffler en la asociación de combatientes, con sus correspondientes fotos que en parte coincidían con las nuestras, y no fue hasta el final, al recoger toda la ropita y buscar todavía alguna otra monada, cuando hicieron su aparición algunos libros. Óscar había contado firmemente con que detrás de la ropita tenía que haber algún libro, ya que había oído a Greta hablar con mamá de libros y sabía con qué afán las dos, de solteras todavía y luego de casadas jóvenes las dos, casi a la misma edad, habían cambiado libros entre sí y solían tomarlos prestados de la biblioteca circulante junto al Palacio del Film para, saturadas de lectura, poder conferir a los matrimonios ultramarino y panadero más mundo, más amplitud y más brillo.

Sin duda, lo que Greta podía ofrecerme no era mucho. Probablemente ella, que desde que tejía ya no leía, lo mismo que mamá, que a causa de Jan Bronski ya no tenía tiempo de leer, habría regalado los bellos volúmenes de la Cooperativa del Libro, de la que ambas habían sido suscritoras, a gentes que leían todavía, porque ni tejían ni tenían a ningún Jan Bronski.

Pero también los malos libros son libros y, por lo tanto, sagrados. Lo que allí encontré era una mezcolanza y provenía en buena parte del cajón de libros de su hermano Theo, que había perecido de marino en el Doggerbank. Siete u ocho volúmenes del Calendario de la Flota de Köhler, llenos de barcos hundidos desde hacía mucho, los Grados de Servicio de la Marina Imperial, Paul Beneke, el héroe marino, todo lo cual apenas podía constituir el alimento por el que suspiraba el corazón de Greta. También la Historia de la ciudad de Danzig, de Erich Keyser, y aquella Lucha por Roma, que hubo de efectuar un individuo llamado Félix Dahn con la ayuda de Totila y Teya, de Narses y Belisario, y que había perdido entre las manos del hermano marino mucho de su brillo y consistencia. Pensé, en cambio, que procedía de la estantería de la propia Greta un libro que trataba del Debe y el Haber, algo sobre Afinidades electivas de Goethe y el grueso volumen ricamente ilustrado que tenía por título Rasputín y las mujeres.

Después de mucho titubeo —habiendo poco que elegir no era fácil decidirse rápidamente—, escogí, sin saber lo que escogía, por pura obediencia a mi conocida vocecita interior, primero a Rasputín y luego a Goethe.

Esta doble elección estaba llamada a fijar e influir mi vida, por lo menos la vida que pretendía llevar al margen de mi tambor. Hasta la fecha —en que Óscar, ávido de instrucción, va atrayendo a su cuarto uno tras otro los libros de la biblioteca del sanatorio— oscilo, riéndome de Schiller y sus adláteres, entre Goethe y Rasputín, entre el curandero y el omnisciente, entre el individuo tenebroso, que fascinaba a las mujeres, y el príncipe luminoso de los poetas, al que tanto gustaba dejarse fascinar por ellas. Y si temporalmente me inclinaba más por Rasputín y temía la intolerancia de Goethe, ello se debía exclusivamente a la vaga sospecha que me hacía decirme: Goethe, Óscar, si tú hubieras tocado el tambor en su tiempo, sólo habría visto en ti lo anormal, te habría condenado como encarnación material de la antinaturaleza, y su naturaleza —que a fin de cuentas tú siempre has admirado tanto y a la que siempre has aspirado, por mucho que se pavoneara en forma poco natural—, su natural, digo, lo habría atiborrado de confites empalagosos, en tanto que a ti, pobre diablo, te habría pulverizado, si no a golpes del Fausto, sí por lo menos con un grueso volumen de su Teoría de los colores.

Pero volvamos a Rasputín. Éste, con el concurso de Greta Scheffler, me ha enseñado en efecto el pequeño ABC y el grande, me ha enseñado a tratar amablemente a las mujeres, y, cuando Goethe me ofendía, ha sabido consolarme.

No fue nada fácil aprender a leer haciéndome al propio tiempo el ignorante. Esto había de resultarme más difícil que la simulación, prolongada durante muchos años, de mojar la cama. Pues en este último caso se trataba simplemente de poner cada mañana de manifiesto una deficiencia de la que en el fondo habría podido prescindir. En cambio, hacerme el ignorante significaba para mí ocultar mis rápidos progresos y sostener una lucha constante con mi incipiente vanidad intelectual. Que los adultos vieran en mí a un niño que mojaba la cama me tenía perfectamente sin cuidado, pero tener que pasar un día sí y otro también por bobo era bastante molesto para Óscar y para su maestra.

Tan pronto como hube salvado los libros de entre la ropita para bebé, Greta comprendió inmediatamente y llena de júbilo su vocación pedagógica. Logré arrancar a esa mujer sin hijos de la lana que la tenía aprisionada, y casi llegué a hacerla feliz. En realidad, ella hubiera preferido que escogiera como libro escolar aquel de Debe y Haber, pero yo insistí en Rasputín, me quedé con Rasputín cuando, para la segunda lección, ella había ya comprado un auténtico ABC para principiantes y, al ver que me volvía siempre con novelitas inocentes y cuentos como el del Enano narigón y el Pulgarcito, me decidí a hablar. «¡Rasputín!», gritaba, o también «¡Rachuchín!». A veces me hacía el perfecto idiota: «¡Rachu, Rachu!», se le oía parlotear al pequeño Óscar, con objeto de que Greta comprendiera por una parte cuál lectura prefería y permaneciera por otra a oscuras acerca de los progresos de su genio deletreante.

Aprendía rápida y regularmente, sin poner en ello excesiva atención. Al cabo de un año sentíame en San Petersburgo, en las habitaciones privadas del autócrata de todas las Rusias, en el cuarto infantil del zarévich siempre enfermizo, entre conspiradores y popes, así como cual testigo ocular de las orgías rasputinianas, completamente como en mi casa. Aquello tenía un colorido que me gustaba: todo se movía alrededor de una figura central, lo que confirmaban asimismo los grabados contemporáneos esparcidos por el libro, que mostraban al barbudo Rasputín con sus ojos de carbón en medio de damas que llevaban medias negras, pero desnudas en cuanto a lo demás. La muerte de Rasputín me impresionó: lo envenenaron con pastel envenenado, con vino envenenado, y, como pidiera más pastel, lo acribillaron a tiros de revólver, y comoquiera que el plomo en el pecho le diera ganas de bailar, lo ataron y lo hundieron en el Neva por un agujero hecho en el hielo. Todo eso lo hicieron unos oficiales masculinos, porque las damas de San Petersburgo nunca hubieran dado pastel envenenado al padrecito Rasputín aunque sí, en cambio, todo lo demás que les hubiera pedido. Y es que las mujeres creían en él, en tanto que los oficiales hubieron de eliminarlo para poder creer de nuevo en sí mismos.

¿Tiene nada de particular, en estas condiciones, que no fuera yo solo el que hallara placer en la vida y el fin del atlético curandero? Greta volvió a hallar a tientas el camino de las lecturas de sus primeros años de casada. A veces, al leer en voz alta, disolvíase literalmente, temblaba al caer sobre la palabrita orgía, pronunciaba la palabra mágica orgía con una entonación especial, se disponía para la orgía cuando decía orgía y, sin embargo, no era capaz de representarse, bajo el nombre de orgía, ninguna orgía verdadera.

Lo malo era cuando mamá me acompañaba al Kleinhammerweg y asistía, en el cuarto de arriba de la panadería, a mis lecciones. Entonces la cosa degeneraba a veces en orgía, se convertía en fin propio y no ya en clase para el pequeño Óscar. A cada segunda o tercera frase brotaban unas risas sofocadas, los labios se ponían secos y a punto de agrietarse; las dos mujeres casadas, al simple capricho de Rasputín, se iban juntando más y más, se ponían inquietas sobre los cojines del sofá, se les ocurría apretarse los muslos, y las risas sofocadas del comienzo acababan por convertirse en suspiros. La lectura de unas doce páginas de Rasputín daba lugar a lo que tal vez no se había querido y apenas esperado, pero que de todos modos se aceptaba de buena gana, aunque fuera en plena tarde; y contra ello Rasputín no habría tenido objeción alguna sino que, por el contrario, lo distribuía gratuitamente y lo seguirá distribuyendo por toda la eternidad.

Finalmente, mientras las dos mujeres, después de haber dicho diosmíodiosmío, se componían algo confusas el peinado, asaltábale a mamá la duda:

—¿Será cierto que Oscarcito no entiende nada de esto?

—¡Qué va! —decía Greta tranquilizándola— con el trabajo que me da no logro hacerle aprender nada, y lo que es leer, dudo que nunca lo consiga.

Y para dar testimonio de mi ignorancia a toda prueba, añadía:

—Fíjate, Agnés, que arranca las páginas de nuestro Rasputín, las arruga y luego ya no están. A veces quiero darme por vencida, pero cuando veo lo feliz que es con el libro, le dejo que lo rompa y lo deshaga. Por lo demás, ya le tengo dicho a Alex que para la Navidad nos regale un nuevo Rasputín.

En el curso, pues, de tres o cuatro años —tantos fueron, y aun más, los que Greta me instruyó— conseguí, como ustedes habrán observado, hacerme con más de la mitad de las hojas de Rasputín; con prudencia, eso sí, haciendo ver que era por travesura y arrugándolas, para luego, una vez en casa, sacarlas en mi rincón de tocador de tambor de debajo de mi jersey, alisarlas y guardarlas con vistas a ulteriores lecturas clandestinas, sin que me estorbaran las dos mujeres. Y lo propio hacía con el Goethe, que cada cuarta lección pedía a Greta, gritando: «¡Doethe!». No quería, en efecto, confiarme sólo a Rasputín, porque no había tardado en darme cuenta de que, en este mundo, cada Rasputín tiene enfrente a un Goethe, que Rasputín lleva tras sí a un Goethe, o Goethe a un Rasputín y, lo que es más todavía, lo crea en su caso, para después poder condenarlo.

Cuando Óscar, acurrucado con sus hojas sin encuadernar en el desván o en el cobertizo del viejo señor Heilandt, entre las bicicletas destartaladas, mezclaba las páginas sueltas de las Afinidades electivas con otras de Rasputín, a la manera como se barajan los naipes, leía el libro de nueva creación con sorpresa creciente, pero no por ello menos divertida: veía a Otilia pasearse recatada del brazo de Rasputín por entre jardines centroalemanes, y a Goethe, sentado con una noble Olga licenciosa en un trineo, deslizarse de orgía en orgía a través de San Petersburgo invernal.

Pero volvamos una vez más a mi sala de clase del Kleinhammerweg. Aunque yo no pareciera hacer progreso alguno, Greta disfrutaba conmigo como si fuera una adolescente. Florecía junto a mí poderosamente bajo la mano abrasadora del curandero ruso, invisible por supuesto pero no por ello menos hirsuta, arrastrando en su florecer sus tilos y sus cactos de salón. ¡Si solamente Scheffler hubiera sacado una que otra vez los dedos de la harina y cambiado los panes de la panadería por otra clase de panes! No cabe duda que Greta se habría dejado amasar, abatanar, bañar y hasta cocer. ¿Quién sabe lo que habría salido del horno? Tal vez un bebé. Valía la pena que se le concediera a Greta esa alegría.

Y en cambio permanecía sentada después de la lectura excitante de Rasputín, con la mirada encendida y el pelo ligeramente en desorden, moviendo sus dientes áureos y equinos, pero sin tener qué morder, y decía diosmíodiosmío pensando en la levadura eterna. Y como mamá, que tenía a su Jan, no podía ayudarla en nada, los minutos que seguían a esta parte de mi enseñanza fácilmente hubieran podido acabar mal, si no fuera porque Greta tenía un corazón como unas Pascuas.

Corría rápidamente a la cocina, volvía de ella con el molinillo del café, lo agarraba como se agarra a un amante y, mientras el café se convertía en polvo, cantaba acompañada de mamá y con melancolía apasionada los Ojos negros o El rojo sarafán, se llevaba los ojos negros a la cocina, ponía agua a calentar y, mientras ésta se calentaba en la llamita del gas, bajaba corriendo a la panadería y traía de allí, a menudo contra las objeciones de Scheffler, pasteles frescos y otros rancios, llenaba la mesita con tacitas floreadas, la jarrita para la crema, el azucarerito, tenedores para pastel, esparcía unos pensamientos en los huecos libres, servía el café, entonaba melodías del «Zarévich», ofrecía brazo de gitano, pocilios de amor, «Estaba un soldado de guardia a orillas del Volga», y coronitas de Francfort salpicadas con pedacitos de almendra, «¿Cuántos angelitos tienes allá arriba contigo?», así como merengues de los llamados besos, con nata, tan dulces ¡ay! tan dulces; y entre bocado y bocado salía de nuevo a relucir Rasputín, pero ahora sí manteniéndose la distancia, para escandalizarse ellas, saturadas ya de pasteles, a propósito de aquellos tiempos tan abominables y tan profundamente corrompidos del zarismo.

En aquellos años me atracaba decididamente de pasteles. Como puede comprobarse por las fotos, Óscar no crecía por ello, pero sí engordaba y se hacía deforme. En ocasiones, después de las clases excesivamente empalagosas del Kleinhammerweg, apenas llegaba al Labesweg no tenía más remedio que irme detrás del mostrador, y en cuanto Matzerath desaparecía, bajar un pedazo de pan seco atado a un cordel hasta el pequeño tonel noruego en el que se guardaban los arenques en conserva, sumergirlo en él y subirlo de nuevo cuando ya estaba bien empapado de salmuera. Ustedes no pueden imaginarse hasta qué punto, después del consumo exagerado de pasteles, dicho bocadillo actuaba como vomitivo. No era raro que, para adelgazar, Óscar devolviera en el retrete por más de un florín de pasteles de la panadería Scheffler, lo que en aquella época era mucho dinero.

Pero además había de pagar las lecciones de Greta todavía en otra forma. En efecto, ella, a la que tanto gustaba coser y tejer cositas para niños, se servía de mí como maniquí. Y yo no tenía más remedio que probarme toda clase de blusitas, gorritos, pantaloncitos, abriguitos con y sin capuchita, y someterme a ellos.

No recuerdo si fue ella o mamá la que en ocasión de mi octavo aniversario me convirtió en un pequeño zarévich digno de ser fusilado. En aquella época el culto rasputiniano de las dos mujeres había llegado al paroxismo. Una foto de aquel día me muestra junto al pastel de aniversario, cercado por ocho velitas que no escurren, con una blusa rusa bordada, bajo un gorro cosaco audazmente ladeado, tras las cartucheras cruzadas y con pantalón bombacho blanco y botas cortas.

Por suerte mi tambor fue admitido a formar parte de la foto. Y por suerte también, Greta Scheffler, posiblemente a instancias mías, me cortó, me cosió y finalmente me probó un traje lo bastante weimariano y electivamente afín para evocar en mi álbum, hoy todavía, el espíritu de Goethe; traje que atestigua mis dos almas y, con un solo tambor, me permite descender hasta las Madres, en San Petersburgo y Weimar a la vez, y celebrar orgías con las damas.