A veces, Klepp se dedica a matar las horas proyectando horarios. El hecho de que durante la elaboración no pare de tragar morcilla y lentejas recalentadas, confirma mi tesis, según la cual, sin distinción, todos los soñadores son tragones. Y el hecho de que Klepp no escatime el esfuerzo para llenar sus tablas viene a dar razón a mi otra teoría: sólo los auténticos perezosos son capaces de hacer inventos para ahorrar trabajo.
También este año se ha esforzado Klepp durante quince días por planificar su día en horas. Al visitarme ayer, después de estarse un rato haciéndose el interesante, pescó del bolsillo interior de su chaqueta el papel doblado en nueve pliegues, y me lo tendió radiante y hasta satisfecho: una vez más había logrado un invento para ahorrar trabajo.
Eché un vistazo al papelito y comprobé que no contenía nada nuevo: a las diez, desayuno; hasta mediodía, meditación; después de la comida, una horita de siesta; luego café —de ser posible en la cama—; luego, sentado en la cama, una hora de flauta; luego, levantado, una hora de gaita dando vueltas por la habitación y media hora de gaita al aire libre, en el patio; y un día sí y otro no, o dos horas de morcilla y cerveza o dos horas de cine: en cualquier caso, sin embargo, y bien antes del cine o bien durante la cerveza, media hora de discreta propaganda en favor del PC —media hora, ¡no hay que exagerar! Por las noches, tres días a la semana tocar en el «Unicornio»; los sábados, la cerveza de la tarde y la propaganda favor del PC se relegaban a la noche, porque la tarde está reservada al baño con masaje en la Grünstrasse, y luego al «U 9», tres cuartos de hora de higiene con muchacha; a continuación, con la misma muchacha y su amiga, café con pasteles y, en su caso, cortarse el pelo, hacerse tomar una foto en el fotomatón, y luego cerveza, morcilla, propaganda PC y ¡a dormir!
Alabé la obra pulcramente trazada a la medida por Klepp, le pedí una copia de la misma y le pregunté en qué forma superaba los puntos muertos que pudieran presentarse. Después de breve reflexión me contestó: —Dormir o pensar en el PC.
¿Y si yo le contara en qué forma entabló Óscar conocimiento con su primer horario?
Empezó sin mayor trascendencia en el kindergarten de la señorita Kauer. Eduvigis Bronski venía a buscarme todas las mañanas y me llevaba junto con su Esteban a la casa de la señorita Kauer del Posadowskiweg, en donde con otros seis a diez rapaces —algunos estaban siempre enfermos— nos hacían jugar hasta provocarnos náuseas. Por fortuna, mi tambor era considerado como juguete, de modo que no se me imponían cubitos de madera y sólo se me montaba en un caballito mecedor cuando se necesitaba un caballero con tambor y gorro de papel. En lugar de papel de música me servía para mis ejecuciones del vestido de seda negra de la señorita Kauer, abrochado con mil botones. Puedo decirlo con satisfacción: con mi hojalata llegaba a vestir y desvestir varias veces al día a la flaca señorita, hecha toda de arruguitas, abrochando y desabrochando los botones al son de mi tambor, sin pensar propiamente en su cuerpo.
Los paseos de la tarde, siguiendo las avenidas de castaños hasta el bosque de Jeschkental para subir al Erbsberg pasando frente al monumento de Gutenberg, eran tan agradablemente aburridos y tan deliciosamente insípidos, que aún hoy en día siento nostalgia de aquellos paseos de libro de estampas, agarrado de la mano de pergamino de la señorita Kauer.
Aunque sólo fuéramos ocho o doce mocosos, habíamos de someternos a los arneses. Éstos consistían en un ronzal azul celeste, hecho de punto de medida, que quería ser un pértigo. A derecha e izquierda de este pértigo de lana salían seis arreos, también de lana, para un total de doce rapaces. Cada diez centímetros había un cascabel. Delante de la señorita Kauer, que llevaba las riendas, trotábamos haciendo clinclincling y parloteando —y yo tocando densamente mi tambor— por las calles suburbanas y otoñales. De vez en cuando, la señorita Kauer entonaba «Jesús por ti vivo, Jesús por ti muero», o también la «Estrellita marinera», lo que conmovía a los transeúntes, al lanzar nosotros al aire transparente de octubre un «¡Oh, María, socórreme!» o un «Madre de Dios, du-u-u-ulce madre». Así que atravesábamos la calle principal había que detener el tránsito. Los tranvías, los autos y los carruajes de caballos se acumulaban mientras nosotros desfilábamos por el empedrado entonando la estrellita marinera hacia el otro lado de la calzada. Y cada vez, con su mano de papel apergaminado, la señorita Kauer daba las gracias al policía de tránsito que nos cuidaba el paso.
—Nuestro Señor Jesucristo se lo pagará —le prometía, con un crujir de su vestido de seda.
De veras lo sentí cuando Óscar, en la primavera siguiente a su sexto cumpleaños, hubo de abandonar por causa de Esteban y junto con éste a la abrochable y desabrochable señorita Kauer. Como siempre que se trata de política, hubo violencia. Estábamos en el Erbsberg. La señorita Kauer nos quitó los arneses de lana, el bosque primaveral brillaba, en las ramas empezaba la muda. La señorita Kauer estaba sentada en un mojón que bajo un musgo abundante indicaba diversas direcciones para paseos de una o dos horas. Cual una doncella que no sabe lo que le pasa en primavera tarareaba un airecillo con ligeras sacudidas de cabeza como las que sólo suelen observarse en las perdices, y nos tejía unos nuevos arneses que esta vez habían de ser endiabladamente rojos, pero que yo, por desgracia, ya no había de llevar. Porque de repente se oyeron unos chillidos en la maleza; la señorita Kauer aleteó y se dirigió a zancadas, con su tejido y arrastrando tras sí la lana colorada, hacia la maleza y los chillidos. Yo la seguí a ella y a la lana, y no tardé en ver más rojo todavía: la nariz de Esteban sangraba abundantemente, y uno que se llamaba Lotario, que era de pelo rizado y tenía unas venitas azules en las sienes, estaba sentado sobre el pecho de aquel ser tan raquítico y llorón que se comportaba como si quisiera hundirle a Esteban la nariz hacia adentro.
—¡Polaco! —restallaba entre golpe y golpe—: ¡Polaco!. Cuando la señorita Kauer nos tuvo nuevamente enganchados cinco minutos más tarde a los arneses azul celeste —yo era el único que andaba suelto, enmadejando la lana colorada—, nos recitó a todos una plegaria que normalmente se recita entre la consagración y la comunión: «Confuso, lleno de arrepentimiento y de dolor…».
Y luego, bajada de Erbsberg y parada ante el monumento a Gutenberg. Señalando con su largo índice tendido a Esteban, que lloriqueando se apretaba un pañuelo contra la nariz, externó suavemente: —El pobrecito no tiene la culpa de ser polaco.
Por consejo de la señorita Kauer, Esteban no debía seguir yendo al jardín de niños. Y Óscar, aunque no era polaco ni apreciaba especialmente a Esteban, se declaró de todos modos solidario de éste. Y luego vino Pascua, y decidieron intentarlo. El doctor Hollatz opinó detrás de sus anteojos de gruesa montura de cuerno que aquello no podía causar ningún daño, y formuló acto seguido su diagnóstico en voz alta: —Eso no puede hacerle al pequeño Óscar ningún daño.
Jan Bronski, que pasada la Pascua quería también mandar a su Esteban a la escuela pública polaca, no se dejó disuadir, y a cada rato les decía a mamá y a Matzerath que él era funcionario polaco y que por su trabajo correcto en el servicio del Correo polaco el Estado polaco le pagaba a él correctamente. Después de todo, decía, él era polaco, y Eduvigis lo sería también tan pronto como se aprobara su instancia. Por otra parte, un niño despejado y más que medianamente dotado como lo era Esteban aprendería sin duda alguna el alemán en la casa, y en cuanto a Óscar —siempre que pronunciaba mi nombre, Jan dejaba escapar un ligero suspiro—, éste contaba seis años, exactamente como Esteban, y aunque no hablara bien todavía y estuviera en términos generales bastante atrasado para su edad, y particularmente en su crecimiento, de todos modos había que probarlo, según él, ya que, a fin de cuentas, la obligación escolar era la obligación escolar; a condición, por supuesto, que la autoridad escolar no se opusiera.
La autoridad escolar puso algún reparo y exigió un certificado médico. Hollatz dijo de mí que era un niño sano, que en cuanto al crecimiento parecía de tres años, pero que en cuanto al desarrollo intelectual, aunque no hablara bien, no les iba en nada a la zaga a los de cinco o seis. Dijo algo también de mi tiroides.
En el curso de todos los exámenes y pruebas, a los que ya me había acostumbrado, me mantuve tranquilo, indiferente y aun condescendiente, sobre todo porque nadie trataba de quitarme mi tambor. La destrucción de la colección de serpientes y embriones de Hollatz estaba todavía presente en la memoria de todos los que me examinaban y les infundía respeto.
Sólo en casa, y ello el primer día de escuela, me vi obligado a hacer actuar los diamantes de mi voz, ya que Matzerath, fuera de razón, pretendía que hiciera sin mi tambor el camino hasta la Escuela Pestalozzi, frente al Prado Fróbel, y que tampoco me lo dejaran meter dentro de la escuela.
Cuando recurrió a la violencia y trató de quitarme lo que no le pertenecía y no sabía usar, pues le faltaba fibra para ello, rompí por la mitad un florero del que se decía que era auténtico. Viendo el florero auténtico roto en auténticos pedazos sobre el suelo, Matzerath, que lo estimaba mucho, quiso soltarme un bofetón. Pero aquí saltó mamá, y Jan, que con Esteban y su clásico cucurucho de papel acertaba a pasar por allí, de prisa y como casualmente, se interpuso.
—Por favor, Alfredo —dijo con su manera tranquila y untuosa, y Matzerath, acosado por la mirada azul de Jan y la gris de mamá, bajó la mano y se la metió en el bolsillo del pantalón.
La Escuela Pestalozzi era una especie de caja nueva, de color rojo ladrillo, de tres pisos, rectangular y de techo plano decorada a la moderna con esgrafitos y frescos, que había sido construida por el Senado para aquel suburbio de población escolar numerosa bajo presión de los socialdemócratas, que en aquella época desplegaban todavía una gran actividad. Salvo por el olor y los muchachos estilo juventud moderna que en los esgrafitos y frescos aparecían practicando deportes, a mí la caja no me desagradaba.
De la gravilla frente al portal surgían unos arbolitos desmesuradamente pequeños, que además empezaban a verdear, protegidos por unas varillas de hierro en forma de báculos. Por todos los lados avanzaban madres llevando cucuruchos de diversos colores y arrastrando tras sí a niños chillones o de buen comportamiento. Nunca hasta entonces había visto Óscar a tantas madres avanzando en la misma dirección. Parecía como si se dirigieran en peregrinación a un mercado para ofrecer allí en venta a sus primogénitos y a sus benjamines.
Ya en el vestíbulo dominaba ese olor escolar que ha sido descrito con tanta frecuencia y sobrepasa en intimidad a cualquier perfume conocido de este mundo. Sobre las losas del vestíbulo se levantaban, sin orden ni concierto, cuatro o cinco tazas de granito de cuyas cavidades saltaba el agua en un surtidor de varios chorros. Rodeadas de niños, inclusive de algunos de mi edad, me recordaban la marrana de mi tío Vicente, en Bissau, que a veces, tumbada sobre un costado, toleraba un brutal apretujamiento parecido por parte de sus ansiosos lechones.
Los muchachos se inclinaban sobre las tazas y las torrecillas verticales de agua en desplome constante y, con el pelo colgándoles por delante, dejaban que los chorros se les metieran por la boca, a manera de otros tantos dedos. Ignoro si bebían o jugaban. A veces dos de ellos echaban la cabeza para atrás casi a un mismo tiempo y, con los carrillos hinchados, se escupían a la cara, en emisión simultánea de ruidos indecentes, el agua todavía tibia de sus respectivas bocas, mezclada sin duda con saliva y migajas de pan. Y yo, que al entrar en el vestíbulo había cometido la imprudencia de echar una ojeada a la sala de gimnasia que se veía allí junto y que estaba abierta, sentí a la vista del caballo de cuero, de las barras y de las cuerdas de trepar y de la barra fija, que parece exigir siempre una vuelta completa, una sed tan irresistible que de buena gana me hubiera tomado, al igual que los otros muchachos, mi sorbo de agua. Sin embargo, se me hacía imposible pedirle a mamá, que me tenía cogido de la mano, que levantara a Óscar el pequeñín a la altura de una de aquellas tazas. Ni aun subiéndome sobre mi tambor hubiera alcanzado yo el surtidor. Pero además, habiendo podido ver, de un brinco, cómo una de aquellas tazas estaba llena de desperdicios y restos de pan que obstruían considerablemente el desagüe, y que también el agua estaba hecha un caldo inmundo, se me pasó aquella sed que se me había acumulado de pensamiento, sin duda, aunque no por ello fuera menos real, al extraviarme entre todos aquellos aparatos gimnásticos.
Por una escalinata monumental, hecha a la medida de gigantes, y a lo largo de corredores resonantes, me llevó mamá hasta una sala en el dintel de cuya puerta había un letrerito que decía: la. La sala estaba llena de niños de mi edad. Sus mamas se amontonaban contra la pared opuesta a la de las ventanas, apretujando entre los brazos cruzados los cucuruchos multicolores, más altos que yo y cerrados por arriba con papel de seda, que señala la tradición para el primer día de clases. También mamá llevaba uno de esos cucuruchos.
Al entrar yo, cogido de su mano, hubo risas entre el pueblo y entre las mamas del pueblo. A un muchacho gordito, que quería darle a mi tambor, tuve que propinarle, para no tener que romper vidrios, varias patadas en la espinilla, lo que le hizo caer y darse de cabeza, con todo y su peinado, contra uno de los bancos, y me valió a mí un manotazo de mamá en el cogote. El pobre rompió a chillar: yo no, por supuesto, porque yo sólo chillaba cuando me querían quitar mi tambor. Mamá, a la que esta escena en presencia de las demás madres llenaba de vergüenza, me empujó hacia el primer banco de la sección del lado de las ventanas. Naturalmente, el banco era demasiado alto. Pero hacia atrás, donde el pueblo se iba haciendo cada vez más grosero y más pecoso, los bancos eran más altos todavía.
Me di por satisfecho y me quedé sentado y quietecito en mi sitio, porque no tenía motivo de inquietud alguno. Mamá, que parecía estar algo confusa todavía, se escabulló entre las otras mamas. Se avergonzaba probablemente, frente a sus congéneres, de mi supuesto atraso. Y las otras hacían como si tuvieran motivo para estar orgullosas de sus hijos que, en mi sentir, habían crecido con indebida rapidez.
No alcanzaba a mirar por la ventana el Prado Fróbel, porque la altura del antepecho era tan poco adecuada a mi talla como la de los bancos. Y bien que me hubiera gustado poder echar una mirada al Prado Fróbel, pues sabía que bajo la dirección del verdulero Grefflos exploradores armaban allí sus tiendas de campaña, jugaban a los lansquenetes y, como corresponde a los exploradores, realizaban toda clase de acciones meritorias. No es que me interesara particularmente por esta glorificación exagerada de la vida de campamento, no: lo único que me llamaba la atención era ver a Greff de pantalón corto. Tal era su amor por los muchachos delgados y, hasta donde cupiera, de ojos grandes, aunque pálidos, que le había consagrado el uniforme del inventor de los exploradores Baden-Powell.
Privado por una arquitectura infame de un espectáculo digno de verse, sólo podía mirar al cielo, y acabé por hallarle gusto. Nubes siempre nuevas iban pasando sin cesar de noroeste a sureste, como si esta dirección tuviera para las nubes algún atractivo especial. Apreté mi tambor, que hasta entonces nunca había soñado un solo instante en nada relacionado con la emigración, entre mis rodillas y el cajón del pupitre, cuyo respaldo, previsto para la espalda, protegía la nuca de Óscar. Detrás de mí graznaban, vociferaban, reían, lloraban y armaban escándalo mis llamados condiscípulos. Me tiraban bolitas de papel, pero yo ni volvía la cabeza, considerando mucho más estético el espectáculo de las nubes que seguían su curso sin desviarse que la vista de aquella horda de mocosos mal educados que no paraban de hacer muecas.
Calmóse algo la clase la al entrar una señora que resultó luego llamarse señorita Spollenhauer. Yo no necesité calmarme, porque ya antes me habían mantenido quieto en espera de los acontecimientos. Para ser totalmente sincero, la verdad es que Óscar ni se había tomado la molestia de esperar los acontecimientos, ya que no necesitaba distracción alguna y, por consiguiente, no la esperaba, sino que sólo se mantenía quieto en su banco, cerciorándose de la presencia de su tambor y divirtiéndose con el desfile de las nubes detrás o, mejor dicho, delante de los cristales de la ventana, que habían sido lavados en ocasión de la Pascua.
La señorita Spollenhauer llevaba un traje sastre de corte rectilíneo que le confería un adusto aspecto masculino, aspecto que reforzaban además una pechera plisada y un cuello semiduro, cerrado a la garganta y, según me pareció, postizo. Apenas hubo entrado en la clase con sus zapatos planos de campo, quiso congraciarse inmediatamente con los niños: —A ver, hijitos, ¿no me vais a cantar alguna cancioncita?
A manera de respuesta se oyó un rugido colectivo, que ella interpretó sin más como una afirmación, porque acto seguido entonó con voz afectadamente impostada la canción primaveral «Ha llegado el mes de mayo», aunque sólo estábamos a la mitad de abril. Anunciar ella mayo y desencadenarse el infierno fue todo uno, porque sin esperar la señal de entrada, sin saberse la letra y sin el menor sentido del ritmo elemental de la cancioncita en cuestión, la banda que tenía tras de mí se puso a bramar más que a cantar, en espantosa confusión y como para provocar el desprendimiento del revoque de las paredes.
A pesar de su tez amarillenta, de su melena recortada y del corbatín masculino que le asomaba bajo el cuello, la Spollenhauer me dio lástima. Arrancándome de las nubes, que manifiestamente estaban de vacaciones, me concentré, saqué con gesto decidido los palillos de entre mis tirantes y, en forma sonora e insistente, empecé a marcar con mi tambor el compás de la canción. Pero la banda que estaba tras de mí no tenía para ello ni sentido ni oído. Sólo la señorita Spollenhauer me animaba con sus movimientos de cabeza, dirigió una sonrisa al grupo de madres pegado a la pared y le guiñó especialmente el ojo a mamá, lo que yo interpreté como una señal para seguir tocando, primero tranquilamente y luego en forma más complicada, hasta acabar en una exhibición completa de mis facultades tamborísticas. Hacía ya rato que la banda tras de mí había dejado de mezclar sus voces bárbaras a mi tamboreo. Imaginábame ya que mi tambor daba la clase, enseñaba y convertía a mis condiscípulos en mis discípulos; la señorita Spollenhauer vino frente a mi banco, se puso a observar mis manos y mi tambor, atentamente y aun como entendida, y, olvidándose de sí misma, trató sonriendo de marcar el compás conmigo; por espacio de un minuto se dejó ver como una señorita de cierta edad, no exenta de simpatía, la cual, olvidando su carrera de maestra y desembarazándose de la caricatura de existencia que le estaba prescrita, se humaniza, es decir: se hace niña, curiosa, intuitiva, inmoral.
Sin embargo, comoquiera que no logró captar en seguida el ritmo de mi tambor en forma correcta, volvió a caer en su papel anterior, rectilíneo, insulso y por añadidura mal pagado, se sacudió como las maestras han de sacudirse de vez en cuando, y dijo: —Tú eres sin duda el pequeño Óscar, ¿verdad? De ti hemos oído ya hablar mucho. ¡Qué bien tocas! ¿No es cierto, niños, que nuestro Óscar es un buen tambor?
Los niños bramaron, las mamas se apretujaron más: ya la Spollenhauer había recobrado el dominio de sí misma.
—Pero ahora —dijo con su voz de falsete— vamos a guardar el tambor en el armario, pues debe estar cansado y tendrá sueño. Después, al terminar la clase, te lo podrás llevar.
Y mientras iba desovillando estos propósitos hipócritas, mostróme sus largas uñas recortadas de maestra e intentó acercar sus manos, diez veces recortadas, a mi tambor que, Dios me valga, ni estaba cansado ni tenía sueño. Primero aguanté firme y puse mis brazos con las mangas del suéter alrededor del cilindro llameante rojo y blanco; la miré, y luego, viendo que conservaba impertérrita su rutinaria mirada inmemorial de maestra de escuela pública, la traspasé con los ojos y encontré en el interior de la señorita Spollenhauer materia suficiente como para llenar tres capítulos de escándalo; pero, como de lo que se trataba era de defender mi tambor, me arranqué de su vida interior, y anoté, al pasar mi mirada por entre sus omóplatos, sobre una piel relativamente bien conservada, una peca del tamaño de un florín recubierta de largos pelos.
Sea que se sintiera penetrada en sus intenciones por mi mirada o a causa tal vez de mi voz, con la que a guisa de advertencia y sin causarle daño rascaba yo el lente derecho de sus anteojos, es el caso que renunció a la pura violencia que le pintaba ya de blanco las muñecas —tal vez no soportara sin escalofríos el rascado del vidrio—, retiró con un respingo las manos de mi tambor y dijo: —Eres un Óscar malo —y lanzando a mamá, que ya no sabía dónde esconderse, una mirada llena de reproche, me dejó mi tambor, que no dormía en absoluto, dio media vuelta, y con el paso marcial de sus tacones planos se fue hasta su pupitre. Aquí, hurgando en su cartera, extrajo de ella otro par de anteojos, probablemente los de leer, quitóse de la nariz con ademán resuelto aquéllos cuyo cristal mi voz había rascado —como se rascan con las uñas los vidrios de las ventanas—, hizo como si yo hubiera violado sus anteojos, asentóse sobre la nariz, alzando el meñique, la segunda montura, se irguió haciendo crujir sus huesos y, volviendo a hurgar en su cartera, indicó: —Ahora voy a leeros el horario.
Extrajo de la cartera de piel de cerdo un manojo de hojitas de papel, guardóse una para sí, repartió las demás entre las madres, dándole también una a mamá, y reveló finalmente a los niños de seis años, que empezaban ya a agitarse: «Lunes: Religión, Escritura, Cálculo, Juegos; Martes: Cálculo, Caligrafía, Canto, Historia natural; Miércoles: Cálculo, Escritura, Dibujo, Dibujo; Jueves: Historia patria, Cálculo, Escritura, Religión; Viernes: Cálculo, Escritura, Juegos, Caligrafía; Sábado: Cálculo, Canto, Juegos, Juegos».
Todo eso lo anunciaba la señorita Spollenhauer como un destino irrevocable, prestando a aquel producto de un comité pedagógico su voz severa, sin omitir una sola letra; luego, recordando sus tiempos de normalista, se fue dulcificando progresivamente para prorrumpir finalmente en un tono de jovialidad pedagógica: —Y ahora, hijitos míos, vamos a repetirlo todos juntos. A ver: ¿Lunes?
La horda bramó: ¡Lunes!
Y ella, a continuación: —¿Religión?—. Los paganos bautizados bramaron la palabreja religión: Yo me abstuve, pero hice sonar en cambio las sílabas religiosas en la hojalata.
Detrás de mí gritaban, alentados por la Spollenhauer: «¡Eri-tu-ra!». Cuatro golpes de mi tambor. «¡Cál-cu-lo!». Tres golpes más.
Y así fueron siguiendo, detrás de mí, los bramidos, y delante, las invitaciones de la Spollenhauer; y yo, poniendo a juego necio buen semblante, seguía marcando moderadamente las sílabas con mi tambor, hasta que la Spollenhauer —no sé por indicación de quién— se levantó de repente, manifiestamente enojada, pero no con los energúmenos de atrás, sino conmigo. Era yo quien le ponía aquel rubor héctico en las mejillas: el inocente tambor de Óscar era para ella motivo de escándalo suficiente.
—Óscar, ahora me vas a escuchar a mí. Jueves: —¿Historia patria?—. Prescindiendo de lo de jueves, di cinco golpes para Historia patria: para Cálculo y Escritura, respectivamente, tres y cuatro golpes, y para Religión, como corresponde, no cuatro, sino tres golpes trinitarios de tambor, únicos y verdaderos.
Pero la Spollenhauer no notaba las diferencias. Para ella todo tamboreo era igualmente insoportable. Multiplicando por diez la muestra de sus uñas recortadas, como antes, trató de echarme mano con el mismo número.
Pero antes de que tocara mi hojalata solté el grito vitricida que dejó sin vidrios superiores las tres desmesuradas ventanas de la clase. Los de en medio cayeron víctimas de otro grito. El tibio aire primaveral invadió sin obstáculo la clase. Que de un tercer chillido eliminara los vidrios inferiores resultaba superfluo y hasta petulante de mi parte, porque ya al ceder los cristales superiores y de en medio la Spollenhauer contrajo sus garras. En lugar de atentar por mero capricho, artísticamente discutible por lo demás, contra los últimos vidrios, Óscar habría sin duda hecho mejor no perdiendo de vista a la Spollenhauer que reculaba tambaleándose.
Dios sabe de dónde, como por arte de encantamiento, sacó la caña. En todo caso, es lo cierto que de repente estaba allí, tremolando en aquel aire primaveral que se mezclaba con el aire de la clase. Y a través de este aire mixto la hizo silbar, alentando su flexibilidad, alentando su hambre y sed de abatirse sobre la piel que revienta, alentándola a obsesionarse en el ssst, en la innúmeras cortinas que una caña es capaz de sugerir, en la satisfacción de ambas partes. Y la dejó caer como un trueno sobre la tapa de mi pupitre, de tal modo que la tinta del tintero pegó un salto violáceo, y al negarme yo a someter mi mano a los golpes, le dio un golpe a mi tambor. ¿Cómo se atrevía ella a pegar? Y si quería hacerlo, ¿por qué había de ser a mi tambor? ¿No había detrás de mí picaros despabilados en cantidad suficiente? Entonces, ¿por qué, precisamente, a mi tambor? ¿Cómo era posible que una señorita que no entendía nada, pero absolutamente nada del arte del tamboreo, se atreviera a atentar contra mi tambor? ¿Qué le brillaba en la mirada? ¿Cómo se llamaba la bestia que quería pegar? ¿De cuál parque zoológico se había escapado, qué clase de alimento buscaba, de qué andaba en celo? Óscar se creció: algo penetró en él subiendo de no sé cuáles profundidades a través de las suelas de sus zapatos, a través de las plantas de sus pies; se abrió paso hacia arriba, ocupó sus cuerdas vocales y le hizo emitir un rugido que habría bastado para dejar sin vidrios una magnífica catedral gótica de bellos ventanales luminosos y refringentes.
Produje, en otros términos, un doble chillido que pulverizó literalmente los dos lentes de los anteojos de la Spollenhauer. Con las cejas ligeramente ensangrentadas y haciendo guiños a través de los aros vacíos de la montura, fue reculando a tientas y se puso a lloriquear de un modo horrible y con una falta de dominio absolutamente impropia de una maestra de escuela pública, en tanto que la banda tras de mí enmudecía de terror, quiénes desapareciendo bajo los bancos, quiénes castañeteando los dientes. Algunos se fueron deslizando de banco en banco hacia sus madres. Pero éstas, al advertir la magnitud de los daños, buscaban al culpable y querían echarse sobre mamá, lo que sin duda habrían acabado por hacer si yo, tomando mi tambor, no me hubiera salido del banco.
Pasando frente a la Spollenhauer, que estaba medio ciega, me abrí paso hasta mamá por entre aquellas furias, la tomé de la mano y la saqué de la clase Ia, expuesta ya a todas las corrientes de aire. Corredores resonantes y escalinata para niños gigantes. Restos de pan en tazas chorreantes de granito. Gimnasio abierto con unos muchachos temblando bajo la barra fija. Mamá seguía todavía con la hojita de papel en la mano. Ante el portal de la Escuela Pestalozzi se la tomé y convertí el horario en una inocua bolita de papel.
Pero eso sí: al fotógrafo, que entre las columnas del portal acechaba a los alumnos del primer año con las mamas y los cucuruchos, Óscar le permitió que le tomara una foto de él y del suyo, que había salido indemne de toda aquella confusión. Salió el sol; arriba se oía el zumbido de las clases. El fotógrafo colocó a Óscar ante un telón como pizarra en la que se leía: Mi primer día de escuela.