Un hombre abandonó todo lo que poseía, cruzó el charco, llegó a América e hizo fortuna. Basta por lo que toca a mi abuelo, llamárase éste Goljaczek en polaco, Koljaiczek en cachuba o Joe Colchic en americano.
Resulta difícil extraer de un simple tambor de hojalata, que puede conseguirse en las tiendas de juguetes y en los bazares, balsas de madera que corren sobre el río hasta casi el horizonte. Y sin embargo, he logrado sacarle el puerto maderero, toda la madera flotante que se balancea en los recodos de los ríos o se enreda en los cañaverales, y, con menor fatiga, las gradas del astillero de Schichau, del astillero de Klawitter, de los numerosos astilleros menores —en parte dedicados sólo a reparaciones—, el depósito de chatarra de la fábrica de vagones de ferrocarril, los rancios depósitos de coco de la fábrica de margarina y todos los escondrijos del muelle de depósito que me son tan familiares. Y ahora está muerto, no da respuesta ni muestra interés alguno por las botaduras imperiales, por la decadencia de un barco, que se inicia con la botadura y se prolonga a menudo por espacio de algunas décadas; en este caso se llamaba Columbus y se le designaba también como el orgullo de la flota, y, como es natural, hacía el servicio de América, hasta que un día fue hundido, o se fue a pique él mismo, o tal vez fue llevado a reparar y transformado y rebautizado o, finalmente, se convirtió en chatarra. Es posible también que el Columbus sólo se sumergiera, imitando a mi abuelo, y que siga hoy a la deriva, digamos a seis mil metros de profundidad, por la fosa marítima de las Filipinas o de Emden, con sus cuarenta mil toneladas, su salón para fumadores, su sala de gimnasia de mármol, su piscina, sus cabinas de masaje y todo lo demás, lo que puede verificarse en el Weyer o en los anales de la flota. Tengo entendido que el primer Columbus, o tal vez el segundo, optó por irse a pique porque el capitán no quiso sobrevivir a alguna deshonra relacionada con la guerra.
Leí a Bruno una parte de mi relato de la balsa y, rogándole que fuera objetivo, le formulé mi pregunta.
—¡Hermosa muerte! —dijo Bruno entusiasmado, y acto seguido empezó, sirviéndose de sus cordeles, a plasmar a mi abuelo ahogado en uno de sus muñecos de nudos. Debería darme por satisfecho con su respuesta y no permitir que mis pensamientos temerarios emigren a América en pos de una herencia.
Mis amigos Klepp y Vittlar vinieron a verme. Klepp me trajo un disco de jazz con King Oliver en las dos caras; Vittlar me ofreció con mucha afectación un corazón de chocolate suspendido de una cinta color de rosa. Hicieron toda clase de bromas, parodiaron algunas escenas de mi proceso, y yo, por mi parte, para ponerlos contentos, me mostré de buen humor y me reí aun con sus chanzas más estúpidas. Pero como sin querer, y antes de que Klepp pudiera dar comienzo a su inevitable conferencia didáctica sobre las conexiones entre el jazz y el marxismo, conté la historia de un hombre que el año trece, o sea antes de que todo el lío empezara, fue a parar bajo una balsa interminable y no volvió a aparecer, sin que nunca llegara a hallarse su cadáver.
Ante mi pregunta —hecha con desenfado y en un tono de aburrimiento manifiesto—, Klepp movió malhumorado la cabeza sobre su cuello adiposo, se desabrochó y volvió a abrochar los botones de la chaqueta, efectuó unos movimientos de natación, hizo como si se encontrara él mismo bajo la balsa y, finalmente, rehuyó la respuesta, dando como pretexto la hora temprana de la tarde.
Vittlar, por su parte, se mantuvo tieso, cruzó una pierna sobre la otra, cuidando de no alterar los pliegues de su pantalón, mostró aquel orgullo estrafalario, de rayas finas, que ya sólo debe estilarse entre los ángeles en el cielo, y dijo: —Me encuentro sobre la balsa. Se está bien sobre la balsa. Me pican los mosquitos: es molesto—. Me encuentro bajo la balsa. Se está bien bajo la balsa. Ya no me pican los mosquitos: es agradable. Podría vivirse bajo la balsa, creo yo, si no se tuviera al propio tiempo la intención de hacerse picar por los mosquitos viviendo sobre la balsa.
Vittlar hizo aquí su inevitable pausa, me observó, arqueó luego sus cejas, ya altas de por sí, como lo hace siempre que quiere parecerse a una lechuza, y adoptando un tono teatral, añadió: —Supongo que el hombre debajo de la balsa era tu tío abuelo o, inclusive, tal vez tu abuelo. Comoquiera, pues, que en cuanto tío abuelo tuyo, y no digamos ya en cuanto abuelo tuyo mismo, se sentía obligado hacia ti, escogió la muerte, porque nada te resultaría más molesto que tener un abuelo vivo. Por consiguiente, tú eres no sólo el asesino de tu tío abuelo, sino, además, el asesino de tu abuelo. Ahora bien, como él quería castigarte un poco, igual que todos los abuelos, no te dejó esa satisfacción del nieto que mostrando un cadáver hinchado de ahogado, pudiera decir con orgullo: Mirad, éste es mi abuelo muerto. ¡Fue un héroe! Se echó al agua al verse perseguido. —Tu abuelo sustrajo al mundo y a su nieto su cadáver, a fin de que el mundo y su nieto puedan seguir ocupándose de él por mucho tiempo.
Y en seguida, cambiando de entonación —un Vittlar astuto, ligeramente inclinado hacia adelante, fingiendo con mímica de prestidigitador una reconciliación—: América, ¡albricias, oh Óscar! Tienes un objetivo, una misión. Ahí te absolverán, te pondrán en libertad. ¿Y a dónde irás, sino a América, en donde todo se vuelve a encontrar, inclusive un abuelo desaparecido?
Por muy burlona y hasta ofensiva que fuera la respuesta de Vittlar, me infundió más seguridad que los aspavientos de mi amigo Klepp, en los que apenas podría distinguirse entre vida y muerte, o la respuesta del enfermero Bruno, que sólo encontraba bella la muerte de mi abuelo porque a continuación de ella el barco Columbus de S. M. había entrado al agua levantando olas. Después de todo, prefiero la América de Vittlar, la conservadora de abuelos, el objetivo aceptado, el modelo que me servirá para levantarme cuando, cansado de Europa, quiera deponer las dos cosas, el tambor y la pluma: «¡Sigue escribiendo, Óscar; hazlo por tu abuelito Koljaiczek, inmensamente rico pero ya cansado, que en Buffalo, EE.UU., se dedica al comercio de madera y juega en su rascacielos con cerillas!».
Cuando Klepp y Vittlar, luego de despedirse, se marcharon, Bruno expulsó del cuarto, aireándolo vigorosamente, todo el molesto olor de mis amigos. Acto seguido volví a mi tambor, pero no ya para evocar los troncos de balsas encubridoras de muerte, sino que me puse a tocar al ritmo rápido y agitado al que, a partir del año catorce, todos los hombres hubieron de obedecer. Y así tampoco podrá evitarse que hasta la hora de mi nacimiento, mi texto despache con unas cuantas alusiones el camino de aquella comunidad afligida que mi abuelo dejara en Europa.
La desaparición de Koljaiczek bajo la balsa llenó de angustia entre los parientes de los balseros que se hallaban en la pasarela del aserradero a mi abuela y su hija Agnés, a Vicente Bronski y a su hijo Jan, que andaba entonces por los diecisiete años. Un poco aparte se encontraba Gregorio Koljaiczek, el hermano mayor de José, al que en ocasión de los interrogatorios habían llamado a la ciudad. Dicho Gregorio se las había arreglado para dar siempre a la policía la misma respuesta: —Apenas lo conozco, a mi hermano. En el fondo, lo único que sé es que se llamaba José, y que cuando lo vi por última vez tendría unos diez o, digamos doce años. Solía limpiarme las botas y traernos cerveza, cuando mi madre y yo queríamos cerveza.
De modo que, aunque de ello resultara que mi bisabuela había sido una bebedora de cerveza, la respuesta de Gregorio Koljaiczek de poco le sirvió a la policía. En cambio, de tanto mayor provecho había de ser la existencia del mayor de los Koljaiczek para mi abuela Ana. Gregorio, que había pasado algunos años de su vida en Stettin, en Berlín y finalmente en Schneidemühl, se quedó en Danzig, encontró trabajo en la fábrica de pólvora del «Bastión de los Conejos» y, transcurrido un año, una vez que todas las complicaciones como la del matrimonio con el supuesto Wranka quedaron aclaradas y archivadas, se casó con mi abuela, a la que por lo visto le había dado por los Koljaiczek, y que nunca se habría casado con Gregorio, o en todo caso no tan rápidamente, si no hubiera sido un Koljaiczek.
Su trabajo en la fábrica de pólvora libró a Gregorio del uniforme de colores que poco después había de convertirse en gris verdoso. Vivían los tres en el mismo piso de una alcoba y media que durante tantos años brindara refugio al incendiario. Revelóse sin embargo que un Koljaiczek no resulta necesariamente igual al siguiente, porque, apenas transcurrido un año de matrimonio, mi abuela se vio precisada a tomar en alquiler la tienda de los bajos del edificio del Troyl donde tenían el piso y que precisamente se hallaba desocupada y, vendiendo cachivaches, desde alfileres hasta repollos, hubo de ganar el sustento para la familia, ya que Gregorio, pese a que en la fábrica ganaba buen dinero, no llevaba a la casa ni para lo más elemental, pues se lo bebía todo. O sea que Gregorio, que había salido probablemente a mi abuela, era un bebedor, en tanto que mi abuelo Koljaiczek sólo de vez en cuando tomaba su copita. Y no es que Gregorio bebiera porque estuviera triste. Aun estando contento, lo que le ocurría raramente, ya que tenía propensión a la melancolía, no bebía para alegrarse. Bebía porque le gustaba en todo ir hasta el fondo de las cosas, y así también en materia de alcohol. Nadie vio nunca que Gregorio Koljaiczek, en todos los días de su vida, dejara una copita a medio vaciar.
Mamá, que era entonces una moza regordeta de quince años, aportaba su concurso: ayudaba en la tienda, pegaba los cupones del racionamiento, repartía los sábados la mercancía y escribía unos recordatorios de pago desmañados, sin duda, pero no por ello menos de fantasía, destinados a activar el cobro de las deudas de los clientes que compraban a crédito. Es lástima que no tenga yo ahora ninguna de estas cartas. ¡Sería magnífico, en efecto, si pudiera yo citar en este punto alguno de aquellos gritos de angustia, mitad infantiles y mitad virginales, de las epístolas de una semihuérfana! Porque lo que es Gregorio Koljaiczek, nunca fue un padrastro completo. Antes bien, mi abuela y su hija se veían siempre en apuros para salvar su caja, con mucho más de cobre que de plata, y que consistía en dos platos de peltre superpuestos, de la mirada melancólica, muy a la manera de Koljaiczek, del sediento polvorero. Así que sólo hacia el año diecisiete, al morir Gregorio Koljaiczek de la gripe, fue cuando el margen de beneficio de la tienda miscelánea empezó a aumentar, aunque no mucho, porque ¿qué es lo que podía venderse el año diecisiete?
La alcoba del piso de un cuarto y medio, que se hallaba vacía desde la muerte del polvorero porque mamá, temiendo el infierno, no quería dormir en ella, fue ocupada por Jan Bronski, el primo de mamá, que a la sazón tenía unos veinte años y había dejado Bissau y a su padre Vicente para iniciar ahora, provisto de un buen certificado de la escuela secundaria de Karthaus y habiendo concluido su aprendizaje en la oficina de correos de la capital del distrito, su carrera administrativa en la central de correos de Danzig I. Además de su baúl, Jan llevó a la habitación de su tío su voluminosa colección de sellos. Había empezado a coleccionarlos desde muy niño, de modo que su relación con el servicio de correos era no sólo profesional, sino además personal y circunspecta. El mozo, que era delgado y andaba algo encorvado, tenía una bella cara ovalada, un poco demasiado dulce tal vez, y unos ojos suficientemente azules como para que mamá, que contaba entonces diecisiete años, pudiera enamorarse de él. Había pasado ya tres veces la revista, pero otras tantas había sido dado por inútil, a causa de su estado lamentable. Esto, en aquella época, en la que cualquier cosa, por poco que se mantuviera derecha, se mandaba a Verdun para ponerla en el suelo de Francia en la horizontal perpetua, es muy significativo por lo que hace a la constitución física de Jan Bronski.
De hecho, el amorío habría debido de empezar ya al mirar juntos los álbumes de sellos, o al examinar, cabeza con cabeza, el dentellado de los ejemplares particularmente raros. Sin embargo, sólo se inició, o por lo menos sólo se declaró al pasar Jan su cuarta revista. Mamá lo acompañó en esta ocasión a la comandancia de distrito, puesto que de todos modos tenía que ir a la ciudad, y lo esperó allí cerca de la garita ocupada por uno de la reserva, convencida, lo mismo quejan, que esta vez éste tendría que ir a Francia para curarse allí, en aquel aire saturado de hierro y plomo, su tórax deficiente.
Es posible que mamá se haya puesto a contar repetidamente, con resultados contradictorios, los botones del reservista. Puedo imaginarme por mi parte que los botones de todos los uniformes están dispuestos de tal manera que, al contarlos, el último significa siempre Verdun, una de las numerosas colinas del Hartmannsweiler o algún riachuelo: el Soma o el Marne.
Cuando, transcurrida apenas una hora, el mozo revisado por cuarta vez salió del portal de la comandancia, bajó atrepellándose la escalinata y, echándole los brazos al cuello, le murmuró a mamá al oído aquella sentencia tan dulce de escuchar en aquellos tiempos: «¡Ni ríñones, ni cogote: pospuesto hasta el año próximo!», entonces mamá apretó a Jan por vez primera contra su pecho, y no sé si en alguna otra ocasión pudo volver a apretarlo con mayor felicidad.
Los detalles de aquel tierno amorío de guerra me son desconocidos. Jan vendió una parte de su colección de sellos para poder satisfacer los deseos de mamá, que tenía un gusto muy pronunciado por lo bello, lo elegante y lo caro, y aun parece que llevaba en aquella época un diario íntimo que más tarde, por desgracia, se perdió. Mi abuela, por lo visto, se mostró tolerante con la afinidad de la pareja —de la que cabe suponer que iría más allá del mero parentesco—, porque Jan siguió ocupando su habitación en el diminuto piso del Troyl hasta poco después de la guerra. Sólo la dejó cuando la existencia de un tal señor Matzerath se hizo manifiesta y ya no podía negarse por más tiempo. A dicho señor hubo de conocerlo mamá en el verano del dieciocho, al servir ella en calidad de enfermera auxiliar en el hospital de Silberhammer, cerca de Oliva. Alfredo Matzerath, natural de Renania, yacía allí con un muslo atravesado de parte a parte, y no tardó, con su jovial manera renana, en convertirse en el favorito de todas las enfermeras, incluida la señorita Agnés. Cuando estuvo medio curado, empezó a cojear por el corredor, apoyado ora en una ora en otra de las enfermeras, y ayudaba a la señorita Agnés en la cocina, en parte porque la cofia le quedaba bien a la carita redonda de ella y, en parte, porque él mismo era un cocinero apasionado, que sabía transformar los sentimientos en sopas.
Una vez curado del todo, Matzerath permaneció en Danzig, donde en seguida halló trabajo en calidad de representante de su empresa renana, un negocio importante en el ramo del papel. La guerra ya se había agotado. Se estaban improvisando tratados de paz, cuidando de que pudieran procurar motivos de nuevas guerras: la región alrededor de la desembocadura del Vístula, más o menos desde Vogelsang hasta Pieckel, y de aquí, siguiendo el curso del Vístula, hasta Czattkau, donde formaba un ángulo recto hasta Schónf liess y luego una bolsa alrededor del bosque de Saskosch hasta el lago Otomín, dejando a un lado Mattern, Ramkau y el Bissau de mi abuela y alcanzando el Báltico junto a Klein-Katz, se convirtió en Estado libre y quedó bajo la tutela de la Sociedad de Naciones. En el territorio mismo de la ciudad, Polonia obtuvo un puerto libre, la Westerplatte con el depósito de municiones, la administración de los ferrocarriles y un servicio propio de correos en la plaza Hevelius.
En tanto que los sellos del Estado libre daban a la correspondencia postal un fasto hanseático de naves y escudos de armas en oro y rojo, los polacos franqueaban sus cartas con escenas macabras en color morado que ilustraban las historias de Casimiro y Batory.
Jan Bronski se pasó al Correo polaco. Este paso fue espontáneo, lo mismo que su opción en favor de Polonia. Muchos quisieron ver en la actitud de mamá hacia él la razón de su preferencia por la nacionalidad polaca. El año veinte, en efecto, o sea aquel en que el mariscal Pilsudski batió al ejército rojo en Varsovia, siendo atribuido el Milagro del Vístula por gente como Vicente Bronski a la Virgen María, y por los expertos militares al general Sikorski o al general Weygand, en dicho año polaco, pues, prometióse mamá con el alemán Matzerath. Casi estoy por creer que mi abuela Ana, lo mismo que Jan, desaprobaba estos esponsales. En todo caso, dejó la tienda del Troyl, que había llegado a prosperar bastante, a su hija, se trasladó al cortijo de su hermano Vicente en Bissau, o sea en territorio polaco, se hizo cargo nuevamente del manejo de la casa y de los campos de remolachas y de patatas, como en los años anteriores a Koljaiczek, dejando así en mayor libertad de comercio y coloquio con la virginal reina de Polonia a su hermano, al que la gracia se le iba subiendo cada día más a la cabeza, y se contentó con acurrucarse en sus cuatro faldas detrás de fuegos otoñales de hojarasca y con mirara al horizonte que los postes del telégrafo seguían dividiendo.
Las relaciones de Jan Bronski con mamá no volvieron a mejorar hasta que él encontró a Eduvigis, una muchacha cachuba de la ciudad, pero que poseía algunas tierras en Ramkau, y se casó con ella. En ocasión de un baile en el café Woyke, en el que se encontraron casualmente, parece ser que mamá presentó a Jan a Matzerath. Los dos señores tan distintos entre sí pero unánimes a propósito de mamá, simpatizaron, aunque Matzerath con una franqueza muy renana, calificara la conversión de Jan al Correo polaco de idea inspirada por el alcohol. Jan bailó con mamá, y Matzerath con la huesuda e imponente Eduvigis, que tenía la mirada indefinible de una vaca, lo que daba lugar a que se la pusiera en perpetuo estado de gravidez. Siguieron bailando y cambiándose las parejas; cada baile era como un anticipo del siguiente, y así pasaron del titubeo del tango a la oscilación del vals inglés, hasta que, recobrada la confianza con el charleston, se volcaron en el slowfox con una sensualidad casi mística.
Al casarse mamá con Matzerath en el año veintitrés, o sea aquel año en que por el valor de una cerilla podía tapizarse una habitación adornándola con ceros, Jan fue uno de los testigos, y un tal Mühlen, negociante de ultramarinos, el otro. De este Mühlen no tengo mucho que contar. Sólo lo menciono porque mamá y Matzerath le compraron la tienda de ultramarinos del suburbio de Langf uhr, que iba mal y estaba medio arruinada por la venta a crédito, en el momento en que se introdujo el marco consolidado. Y mamá, que en los bajos del Troyl había aprendido a tratar hábilmente con los clientes que compran a crédito y poseía además el sentido de los negocios y una réplica siempre a punto, no tardó en enderezar la cosa a tal grado que Matzerath hubo de abandonar su representación del ramo del papel, en el que de todos modos había mucha competencia, para poder ayudar en la tienda.
Los dos se completaban admirablemente. Lo que mamá conseguía de los clientes detrás del mostrador, lo obtenía igualmente el renano en su trato con los agentes y por medio de sus compras de mayoreo. A esto se añadía el gusto de Matzerath por el arte culinario, que se extendía asimismo al lavado de los platos, con lo que descargaba a mamá, que, por su parte, prefería los guisos sumarios.
La vivienda contigua a la tienda, con todo y ser angosta y mal distribuida, era lo bastante pequeñoburguesa, comparada con el piso del Troyl que yo sólo conozco de oídas, para que mamá se sintiera allí a gusto, por lo menos durante los primeros años de su matrimonio.
Además del corredor largo ligeramente acodado, en el que por lo regular se amontonaban los paquetes de Persil, había la cocina espaciosa, aunque llena también en una buena mitad de mercancías de avena. El salón, cuyas dos ventanas daban al jardín del frente —adornado durante el verano con conchas del Báltico— y a la calle, constituía el núcleo central del piso bajo. Si en el empapelado de las paredes dominaba aquí el color vinoso, el canapé, en cambio, era casi de color púrpura. Una mesa extensible, redondeada de las esquinas, cuatro sillas de cuero negro y una mesita de fumar redonda, que había de cambiar constantemente de lugar, se sustentaban con sus pies negros sobre una alfombra azul. Entre las dos ventanas, dorado y negro, el reloj de pared. Negro, contiguo al canapé, el piano, primero de alquiler, pero luego pagado poco a poco en abonos, con su taburete giratorio sobre una piel de pelo largo amarillenta. Enfrente, el aparador. El aparador negro, con sus puertas correderas de vidrio biselado enmarcadas por óvalos y adornadas las de abajo, que encerraban la vajilla y los manteles, con frutas esculpidas en un negro opaco; con sus pies en forma de garra, negros, su remate perfilado negro —y entre el platón de cristal con frutas de adorno y la copa ganada en una lotería, aquel vacío que había de llenarse más adelante, gracias a la actividad comercial de mamá, con el aparato de radio color café claro.
En el dormitorio, que daba al patio del edificio de cuatro pisos, dominaba el amarillo. Créanmelo: el baldaquín de la ancha cama conyugal era azul claro, y en la cabecera, en una luz azul clara, se veía tendida en una cueva a la Magdalena arrepentida, enmarcada con su cristal, en color de carne natural, suspirando hacia el borde superior derecho y tapándose el pecho con tantos dedos, que siempre había que contarlos de nuevo para cerciorarse de que no eran más de diez. Frente al lecho conyugal, el ropero laqueado en blanco con sus puertas provistas de espejos; a la izquierda, un tocadorcito, y a la derecha una cómoda con cubierta de mármol; colgando del techo, pero no con pantalla como la del salón, sino con dos brazos de latón a los que bajo sendas copas de porcelana ligeramente rosada estaban fijadas las bombillas, de modo que permanecían visibles esparciendo su luz, la lámpara del dormitorio.
Hoy me he pasado la mañana tocando el tambor, haciéndole preguntas, queriendo saber si las bombillas de nuestro dormitorio eran de cuarenta o de sesenta vatios. No es ésta la primera vez que me pregunto a mí mismo y le pregunto al tambor esto que es para mí tan importante. A menudo se pasan horas antes de que logre remontarme hasta dichas bombillas. Porque, ¿no necesito acaso olvidar los mil manantiales luminosos que al entrar o salir de alguna habitación he animado o extinguido respectivamente, encendiéndolos o apagándolos, a fin de poder remontarme, a través de un bosque de cuerpos luminosos normalizados y tocando el tambor sin el menor floreo, hasta aquellas luces de nuestro dormitorio en el Labesweg?
Mamá dio a luz en la casa. Al empezar los dolores, hallábase todavía en la tienda llenando de azúcar unos cucuruchos azules de libra y media libra. Finalmente no dio tiempo para llevarla a la maternidad; hubo que llamar de la Hertastrasse, que quedaba allí cerca, a una antigua comadrona que ya sólo tomaba su maletín de vez en cuando. En el dormitorio, pues, nos ayudó a mamá y a mí a separarnos.
Vi pues la luz del mundo en forma de dos bombillas de sesenta vatios. De ahí que, aun hoy en día, ese texto bíblico que dice: «Que la luz sea, y la luz fue», se me antoje como el lema publicitario más acertado de la casa Osram. Excepto por el obligado desgarramiento del perineo, mi nacimiento estuvo muy bien. Sin fatiga especial me liberé de la posición de cabeza tan apreciada a la vez por las madres, los fetos y las comadronas.
Para decirlo de una vez, fui de esos niños de oído fino cuya formación intelectual se halla ya terminada en el momento del nacimiento y a los que después sólo les falta confirmarla. Y si en cuanto embrión sólo me había escuchado imperturbablemente a mí mismo y había contemplado mi imagen reflejada en las aguas maternas, con espíritu tanto más crítico atendía ahora a las primeras manifestaciones espontáneas de mis padres bajo la luz de las bombillas. Mi oído era sumamente sensible, y aunque mis orejas fueran pequeñas, algo plegadas, y pegadas, pero no por ello menos graciosas, es el caso que conservo todas y cada una de aquellas palabras tan importantes ahora para mí, porque constituyen mis primeras impresiones. Es más, lo que captaba con el oído lo ponderaba al propio tiempo con ingenio agudísimo, y después de haber reflexionado debidamente sobre todo lo que había escuchado, decidí hacer esto y aquello y no hacer, en ningún caso, eso y lo otro.
—Es un niño —dijo aquel señor Matzerath que creía ser mi padre—. Más adelante podrá hacerse cargo del negocio. Ahora sabemos por fin para quién trabajamos.
Mamá pensaba menos en el negocio y más en la ropita de su bebé: —Ya sabía yo que iba a ser un niño, aunque alguna vez dijera que sería una nena.
Así tuve ocasión de familiarizarme tempranamente con la lógica femenina, y en seguida dijo: —Cuando el pequeño Óscar cumpla tres años, le compraremos un tambor.
Por un buen rato estuve reflexionando y comparando la promesa materna y la paterna. Mientras, observaba y escuchaba una mariposa nocturna que se había extraviado en el cuarto. De talla mediana y cuerpo hirsuto, cortejaba a las dos bombillas de sesenta vatios, proyectando unas sombras que desproporcionadamente grandes en relación con la envergadura verdadera de sus alas desplegadas, cubrían, llenaban y agrandaban a sacudidas la habitación y sus muebles. Pero, más que aquel juego de luz y sombras, lo que retuve fue el ruido que se producía entre la mariposa y las bombillas. La mariposa parloteaba sin cesar, como si tuviera prisa por vaciarse de su saber, como si no debiera tener ya más ocasión de futuros coloquios con las bombillas, como si el diálogo entablado con ellas hubiera de ser su última confesión y, una vez obtenido el género de absolución que suelen dar las bombillas, ya no hubiera más lugar para el pecado y la ilusión.
Y hoy Óscar dice simplemente: la mariposa tocaba el tambor. He oído tocar el tambor a conejos, a zorros y marmotas. Tocando el tambor, las ranas pueden concitar una tempestad. Dicen del pájaro carpintero que, tocando el tambor, hace salir a los gusanos de sus escondites. Y finalmente, el hombre toca el bombo, los platillos, atabales y tambores. Habla de revólveres de tambor, de fuego de tambor; con el tambor se saca a la gente de sus casas, al son del tambor se las congrega y al son del tambor se la manda a la tumba. Esto lo hacen, tocando el tambor, niños y muchachos. Pero hay también compositores que escriben conciertos para cuerdas y batería. Me permito recordar la Grande y la Pequeña Retreta y señalar asimismo los intentos de Óscar hasta el presente: pues bien, todo esto es nada comparado con la orgía tamborística que en ocasión de mi nacimiento ejecutó la mariposa nocturna con las dos sencillas bombillas de sesenta vatios. Tal vez haya negros en lo más oscuro del África, o algunos en América que no han olvidado al África todavía; tal vez les sea dado a esas gentes rítmicamente organizadas poder tocar el tambor en forma disciplinada y desencadenada a la vez, igual o de modo parecido al de mi mariposa, o imitando a mariposas africanas, las cuales, como es sabido, son más grandes y más hermosas que las mariposas de la Europa oriental: por mi parte debo atenerme a mis cánones europeos-orientales y contentarme con aquella mariposa no muy grande, empolvada y parduzca de la hora de mi nacimiento, a la que llamo el maestro de Óscar.
Fue en los primeros días de septiembre. El sol estaba en el signo de la Virgen. Desde lejos avanzaba en la noche, moviendo cajas y armarios de un lado para otro, una tormenta de fines de verano. Mercurio me hizo crítico, Urano fantasioso, Venus me deparó una escasa felicidad; Marte me hizo creer en mi ambición. En la casa del Ascendente subía la Balanza, lo que me hizo sensible y me llevó a exageraciones. Neptuno entraba en la décima casa, la de la mitad de la vida, andándome definitivamente entre el milagro y la simulación. Fue Saturno, en oposición a Júpiter en la tercera casa, quien puso mi filiación en duda. Pero ¿quién envió la mariposa y les permitió, a ella y al estrépito de una tormenta de fines de verano, parecido al que arma un maestro de escuela, aumentar en mí el gusto por el tambor de hojalata prometido por mi madre y hacerme el instrumento cada vez más manejable y deseable?
Gritando pues por fuera y dando exteriormente la impresión de un recién nacido amoratado, tomé la decisión de rechazar rotundamente la proposición de mi padre y todo lo relativo al negocio de ultramarinos, y de examinar en cambio con simpatía en su momento, o sea en ocasión de mi tercer aniversario, el deseo de mamá.
Al lado de estas especulaciones relativas a mi futuro, me confirmé a mí mismo que mamá y aquel padre Matzerath carecían del sentido necesario para comprender mis objeciones y decisiones y respetarlas en su caso. Solitario, pues, e incomprendido yacía Óscar bajo las bombillas, habiendo llegado a la conclusión de que aquello iba a ser así hasta que un día, sesenta o setenta años más adelante, viniera un cortocircuito definitivo a interrumpir la corriente de todos los manantiales luminosos; perdí en consecuencia el gusto de la vida aun antes de que ésta empezara bajo las bombillas, y sólo la perspectiva del tambor de hojalata me retuvo en aquella ocasión de dar a mi deseo de volver a la posición embrionaria en presentación cefálica una expresión más categórica.
Para entonces ya la comadrona había cortado el cordón umbilical, de modo que tampoco se podía hacer otra cosa.